KANT EN LA FILOSOFIA ESPANOLA DE LOS AÑOS SESENTA (1960-1970).

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

 

Sumario:

-Introduccion

-Sobre la esencia de J. Zubiri

-La estructura de la subjetividad de A. Millán Puelles

-El acceso al ser de L. Polo

-Conclusión.

 

 

 

La recepción de Kant en España ha tenido y sigue teniendo lugar en la forma de un largo y peculiar proceso. De Kant se supo en España relativamente pronto, antes de 1800[1], pero el conocimiento y la comprensión de su sistema tardó mucho en producirse. A principios de nuestro siglo se preguntaba Miguel de Unamuno por la razón de la escasa acogida que habla tenido en España el kantismo, a lo que respondía él mismo:

 

"el kantismo es protestante y nosotros los españoles somos fundamentalmente católicos”[2] .

 

Aunque la respuesta es demasiado expeditiva, no deja de tener su acierto.

 

La España de los siglos XVII y XVIII, que tenía muy reciente una notable floración de la filosofía escolástica, siguió cultivándola, aunque sin figuras de relieve y en una discusión dialogante con la filosofía moderna. Las doctrinas de Descartes, Gassendi, los empiristas, Espinosa, Newton, Leibniz tuvieron eco entre nosotros y en algunos casos, como el del cartesianismo, encontraron ciertas adhesiones que dieron lugar a grandes polémicas, pero la mayoría de las veces encontraron sólo refutaciones o ensayos eclécticos.

 

En términos generales, puede decirse que la filosofía moderna había admitido y ejercido desde sus inicios un trato de diálogo con la escolástica. Descartes, Espinosa, Malebranche y Leibniz constituyen un claro ejemplo de ello. Se trataba, por supuesto, de un diálogo discrepante, pero que admitía la posibilidad para ambas partes de acuerdos y desacuerdos, concesiones y refutaciones e incluso hasta de ciertos conatos de síntesis.

 

Ésa era también, aunque a la inversa, la situación filosófica española previa al conocimiento de Kant. Sin embargo, cuando en la primera parte del siglo XIX se tuvieron noticias de las doctrinas kantianas una sacudida alertó al pensamiento escolástico español: se empezó a entrever la dificultad del diálogo con la filosofía moderna por incompatibilidad de orientaciones, y se sintió amenazado el sentido tradicional de la metafísica. Se imponía, como contrapartida, la exigencia de filosofar en la forma de un retorno a la escolástica.

 

Fueron precisamente los promotores de dicho retorno quienes primero dieron a conocer el pensamiento de Kant en España. Las obras de Jaime Balmes y luego las de Ceferino González[3] introdujeron en la cultura española las opiniones más llamativas de Kant, como su agnosticismo metafísico y su formalismo ético, tan alejadas ambas del sentido común y de la orientación escolástica. No es de extrañar, por ello, que el primer investigador de la presencia de Kant en España, Lutoslawski, no encontrara más que un conocimiento superficial e incluso un franco desinterés por su filosofía[4].

 

La primera etapa de la recepción de Kant en España puede ser caracterizada en la forma de un rechazo para sus doctrinas, a la vez que de un estímulo para el pensamiento hispano que inició así el movimiento neoescolástico con bastante antelación a la encíclica Aeterni Patris, que lo generalizó a todo el orbe católico.

 

De este modo, en España llegamos a conocer antes los errores de Kant que el armazón de su sistema. Sólo a principios del siglo XX, y gracias a la obra de Manuel García Morente, pudo el público español conocer lo básico del pensamiento kantiano a través de sus exposiciones y traducciones. Aunque las obras de Ortega y Gasset y otros contribuyeron a dar importancia y difusión a la filosofía de Kant, fue sobre todo mérito de García Morente el haberla hecho accesible de modo sistemático y positivo. El interés de estos autores por Kant tuvo como inspirador el movimiento neokantiano alemán y como objetivos el combatir al positivismo decimonónico e impulsar una tarea filosófica de corte moderno. Ésta sería la segunda etapa de la recepción de Kant en España, cuyos límites temporales abarcan la primera mitad de nuestro siglo.

 

Por último, y a partir (aproximadamente) de los años setenta hasta nuestros días, hemos asistido a un cierto incremento de los estudios sobre Kant. Por lo general se trata de estudios especializados en aspectos parciales o menos conocidos de su obra: el Kant precrítico, las obras posteriores a las tres críticas, algunos pasajes importantes de las críticas y temas diversos del conjunto de su pensamiento han sido y siguen siendo investigados en artículos y monografías, algunos de ellos muy interesantes. Es la tercera etapa de la recepción de Kant en España.

 

Cabe, pues, resumir el proceso de acercamiento de la filosofía española a Kant en tres momentos de muy distinta duración cronológica y también de muy distinta significación histórica: el momento de choque, en que las tesis más destacadas de Kant son rechazadas, pero exigen y provocan indirectamente un relanzamiento de la filosofía tradicional; el momento de compenetración, en el que se llega a conocer lo sistemático del kantismo y se utiliza para iniciar nuestra integración en la filosofía moderna; y, por último, el momento de inmersión en Kant, en el que se pierde un tanto de vista el horizonte filosófico para ganar en información y completitud acerca de su pensamiento.

 

Sin embargo, queda una zona de tiempo entre las dos últimas etapas que no ha sido considerada, y sobre la que voy a concentrar mi atención: es la que va entre la muerte de Ortega en 1954 y los años setenta. No se trata de un vacío, sino todo lo contrario; especialmente en los años sesenta se publican, entre otras, tres obras, a mi juicio, de las más creativas en la filosofía española de este siglo. Se trata de Sobre la esencia de Javier Zubiri, publicada en 1962, de El acceso al ser de Leonardo Polo, publicada en 1964. y de La estructura de la subjetividad de Antonio Millán Puelles, publicada en 1967. No son éstas obras que tengan como tema directamente a Kant, sino obras de investigación filosófica, pero en las que se entra en diálogo con él, y que me van a permitir ofrecerles una muestra altamente representativa del interés y grado de consideración que se concede a Kant en el pensamiento español contemporáneo.

 

El objetivo, pues, de este capítulo es el de contribuir al conocimiento de la presencia efectiva de Kant en la filosofía española, y concretamente en obras de filósofos vivos o cuya vigencia está viva entre nosotros. No es éste tanto un objetivo historiográfico como historiológico, siempre que se entienda por historiología únicamente el intento de comprender los acontecimientos, en este caso, el acontecimiento filosófico del arraigo e influjo efectivos de Kant en la filosofía creativa española de nuestros días. A ese fin, expondré resumidamente el contenido de aquellas tres obras y el sentido de las referencias más destacadas que en ellas se hacen a Kant, aunque sin respetar el orden cronológico de aparición por razones de comodidad expositiva.

 

 

 

SOBRE LA ESENCIA[5] de J. Zubiri

 

 

En el pensamiento de Zubiri se entrecruzan dos grandes líneas de inspiración. La primera tiene su origen en la metafísica antiguo-medieval y se caracteriza por otorgar prioridad en el ser y en el saber a lo real sobre lo racional. La segunda consiste en una abierta y confiada admiración por los logros de la ciencia y de la técnica modernas. En congruencia con ello, el proyecto filosófico de Zubiri podría ser condensado, en lo básico como un intento de fundamentación metafísica de la ciencia moderna, y ésa es la tarea específica de Sobre la esencia, su obra más importante.

 

Para comprender la peculiaridad de su intento, así como el particular modo de fundamentación que propone, es preciso recordar que la ciencia moderna admirada por Zubiri es la ciencia empírica, cuya tradición y metodología son, en principio, antimetafísicas.

 

Precisamente por la heterogeneidad metódica entre ciencia empírica y metafísica, el empeño de Zubiri puede ser considerado como un quehacer sincrético. La sutura entre ciencia empírica y metafísica es acometida mediante un método cuya andadura recuerda mucho las distintiones formales a parte rei de Duns Scoto. Toda la trama del pensamiento de Zubiri está montada sobre consideraciones formal-reales. Las formalidades reales son aspectos de la cosa misma que no la dividen ni la integran como partes, pero sí la constituyen. En este sentido el método formal-realista da lugar a descripciones cuasi-fenomenológicas de lo real, pero que no han de rendir cuentas últimas a la lógica, sino sólo a la experiencia. Por otro lado, las formalidades no son ni objetos ni entes, sino aspectos de lo real anteriores a la objetividad y a la entidad. Una metafísica de formalidades sería neutra tanto respecto al puro objetivismo moderno, como. al entitativismo clásico, y en esa medida podría intentar una conexión de ambos.

 

Por el lado de los contenidos, el acercamiento de la metafísica clásica a la ciencia moderna exige ciertas adaptaciones de aquélla a ésta. En efecto, puesto que los objetos de la ciencia son «hechos», la filosofía fundamental de Zubiri habrá de desarrollarse como un realismo de hechos o constructos metafísicos tales que puedan concordar con los datos de la ciencia. Para conseguir este resultado Zubiri organiza las cuestiones metafísicas de una nueva manera: en vez de dar prioridad a las cuestiones de origen y etiología, concede el centro de su atención filosófica a las cuestiones de consistencia o constitución, ya que lo fáctico es una consideración del ente al margen de su posible explicación. Dicho de otra manera, si los antiguos y medievales entendían que lo fundamental en el saber eran los principios y las causas, Zubiri -sin negar la existencia y validez de principios y causas- entiende que lo prioritario es el momento constitutivo de las cosas. De este modo, el objetivo de su metafísica no es primordialmente buscar los primeros principios y las últimas causas, sino los elementos formales de la consistencia real.

 

Pero detengámonos un momento en la noción misma de consistencia. En torno a la raíz latina «sistere» se ha formado una rica red de términos filosóficos referentes a la realidad, como resistere, existere, subsistere, persistere y consistere, además de otros del léxico general. Resistencia es el concepto de realidad introducido por Descartes y más tarde potenciado por Fichte, Scheler y muchos modernos: es el mantenerse en la propia situación frente a una fuerza extraña. Existencia es el estar colocado fuera, la exterioridad respecto de la idea, la pura denominación extrínseca. Subsistencia es el mantenerse con base, o la posesión de la propia naturaleza. La persistencia es la concepción de la realidad física como movimiento continuado que ni cesa ni es seguido. Por último, consistencia es la concepción de la realidad física como plexo coactual de elementos. El «con» del con-sistere remite a la sistematicidad, pero a una sistematicidad fáctica no lógica ni necesaria, pues la consistencia es aleatoria o contingente y ha de ser averiguada en cada caso: es la que es de hecho, y ello lleva consigo que sea siempre particular e idiosincrásica, o sea, individualizada. Precisamente por aludir a la sistematicidad o coherencia no lógica, sino fáctica de los elementos, el «con» del término «con-sistere» refuerza el carácter estático del «sistere». No es de extrañar, pues, que Zubiri llegue a proponer una especie de estructuralismo metafísico en el que se renueva la primacía (eleática) de lo estático sobre lo dinámico.

 

Con todo, el distintivo principal de la consistencia es, para Zubiri, el carácter de «de suyo». «De suyo» es noción tomada de los griegos. Con esa expresión traduce Zubiri el vocablo griego «arché» o principio[6]. Esa principialidad es el ingrediente básico de la noción de physis o naturaleza. Para los griegos lo natural es lo que procede de un principio, o arché, intrínseco a la cosa. Pero Zubiri corrige esta noción, ya que, según él, los griegos no conocieron todas las posibilidades de la técnica, y así, mientras que ellos distinguían lo artificial de lo natural según estuviera su principio en la cosa misma o en su artífice -porque eran incapaces de producir cosas naturales-, la técnica moderna, que ha conseguido producir cosas naturales, nos obliga a definir lo natural de otra manera, a saber: no por oposición a lo artificial, sino en referencia a su consistir, o sea, al margen de la cuestión de su origen y causa. Según esto, lo característico de lo natural es lo «de suyo», o sea, lo ex se. Lo ex se no es ni lo a se, ni lo per se, ni lo in se. Lo a se remite al origen y causa, es decir, a las cuestiones explicativas de las que prescinde la ciencia empírica. Lo per se remite a cuestiones intencionales (más cognoscitivas que reales), o bien a cuestiones de orden e importancia. Lo in se remite a cuestiones de inherencia, o sea, a relaciones entre realidades. En cambio, lo ex se o «de suyo» apunta a la originariedad e irreductibilidad del momento constitutivo. Todo lo otro es posterior. En pocas palabras, ex se significa la suficiencia del consistir, esto es: la suficiencia de la unidad actual del sistema de elementos constitutivos.

 

Si se tiene en cuenta que la facticidad se caracteriza por ser particularidad, contingencia, pero también suficiencia respecto de toda explicación u origen -y en ese sentido cuando se afirma de algo que es un hecho o factum se quiere decir que es algo inconmovible e inapelable, sea cual fuere su explicación-, se podrá comprender que las principales características de los datos científicos, más que quedar fundadas, han sido convertidas en el distintivo mismo de lo fundamental[7].

 

Como consecuencia de todo ello, para Zubiri cambia por completo la tarea de la metafísica, que no será ni el estudio del ente en cuanto ente ni el de los objetos en cuanto que ob-jetos (puestos por el sujeto), sino el estudio de lo real en cuanto que real, o, dicho de modo más preciso, el estudio de lo real en cuanto que ex se. En lo real en cuanto que real se pueden discernir dos aspectos o formalidades radicales: el carácter de ex se o suficiencia originaria, que es lo estrictamente trascendental -la trascendentalidad de lotrascendental-, y la función trascendental, que es la particularidad originaria -carácter determinado de lo real[8]-. Al primer aspecto lo llama Zubiri realidad, al segundo esencia. Ambos aspectos son inseparables e indivisibles, pero formalmente diferenciables como la trascendentalidad y la talidad en función trascendental.

 

En resumidas cuentas, aquello en que coinciden primeramente todas las cosas es, para Zubiri, la exseitas, a la que también y no sin razón denomina res, y, por tanto, el primero de los trascendentales no es el esse ni la veritas. Ni lo érgico ni lo noético son los rasgos formalmente originarios de la trascendentalidad, sino la suficiencia o exseitas. Lo érgico o activo, que es el carácter distintivo del esse, no es lo originario y, por ello, el esse no es la realidad originaria, con lo que Zubiri se distancia de la metafísica clásica (aristotélico-tomista). Lo noético tampoco es lo originario, por lo que la veritas no puede ser el primero de los trascendentales, y así discrepa Zubiri de los planteamientos modernos, que miden la realidad por sus rasgos noéticos. En cambio, al entender lo originario como suficiencia la línea divisoria entre ciencia empírica y metafísica se difumina: lo suficiente o ex se no requiere para su comprensión ser explicado por remisión a los primeros principios y últimas causas, sino únicamente ser analizado y descrito en sus últimos constitutivos fácticos.

 

Pues bien, el diálogo filosófico con Kant es abierto por Zubiri en Sobre la Esencia en torno a la idea de orden trascendental. Para Zubiri la denominación de idealismo trascendental es engañosa, ya que parece enunciar un particular modo de entender el idealismo, cuando en verdad lo que enuncia es un nuevo modo de entender la trascendentalidad. Lo novedoso del planteamiento kantiano viene definido, según esto, no por el carácter trascendental de su idealismo, sino más bien por la versión idealista de su trascendentalismo. Dicho con otro giro, la idea kantiana del orden trascendental coincide con la que Zubiri piensa que es la verdadera y tradicional forma de concebir la trascendentalidad; únicamente los modos particulares de aplicar dicha idea marcarían las distancias entre Kant, la filosofía clásica y Zubiri.

 

La afirmación de que la idea de lo trascendental en Kant coincide con la manera tradicional de concebirlo es, por lo menos, inusual y pone de manifiesto el afán unificador de Zubiri. Los modernos han entendido, según él, que lo trascendental es el orden de lo real en cuanto que verdadero, los antiguo-medievales han entendido lo trascendental como el orden de lo real en cuanto que ente, Zubiri lo entiende como el orden de lo real en cuanto que real. La idea de realidad o trascendentalidad sería común a todos, aunque cada uno entienda lo real de manera distinta. La ventaja que recaba para sí Zubiri consiste en que, al poner su atención en lo común a todos, a saber, lo real en cuanto que real, puede abarcar tanto a la trascendentalidad tradicional como a la moderna y señalar su continuidad.

 

Sin embargo, conviene prestar alguna mayor atención a la discusión de Zubiri con Kant, ya que no debe olvidarse que este último profesó también una desmesurada admiración por la ciencia empírica e intentó fundamentarla metafísicamente. Esta coincidencia entre Kant y Zubiri en admiraciones y propósitos va a determinar para ambos cierta comunidad, por lo menos estructural, de problemas y soluciones.

 

En efecto, la trascendentalidad del ich denke se caracteriza, según Zubiri, por ser formalmente lo común a todos los yoes -cada yo trasciende su propia empiricidad- y por realizar terminativamente una operación trascendental: la de producir las condiciones de posibilidad de los objetos o fenómenos. Nótese que los dos aspectos de la trascendentalidad mencionados, el formal y el terminativo, se corresponden estructuralmente con los dos aspectos de la res en Zubiri: trascendentalidad qua talis y función trascendental.

 

La expresada correspondencia se puede explicar desde una más profunda coincidencia de ambos filósofos: tanto la trascendentalidad del ich denke como la de la res tienen que fundamentar los datos de la ciencias que son datos empíricos y determinados. Para ambos, pues, lo trascendental ha de fundar los conocimientos fácticos. Ahora bien, los conocimientos fácticos son problemáticos en lo que toca a su fundamentación, ya que por un lado son suficientes respecto de toda explicación, pero por otro lado son particulares y contingentes, es decir, insuficientes para el saber racional. Esta intrínseca dualidad de los hechos científicos determina que su fundamentación no pueda ser nunca completa y unitaria.

 

En el caso de Kant, esa dualidad se refleja en una dualidad de fundamentos. De una parte, está el ich denke uberhaupt, que es lo trascendental responsable de la forma del objeto; de otra el noumenon, causa postulada, pero desconocida, de la materia del mismo. El ich denke actúa como una espontaneidad productora de formas a priori que condicionan la posibilidad del objeto. El noumenon también condiciona, pero sólo idealmente, la materia del objeto, y su modo de fundarlo nos es absolutamente desconocido. En esta situación cabría decir que el objeto no está suficientemente fundado para la razón, ya que uno de sus fundamentos nos es desconocido en su ser y funcionar. Pero, si bien nosotros no sabemos si existe ni cómo actúa, sí tenemos que pensarlo como si existiera y actuara, pues todo cuanto nos viene dado pasivamente en la experiencia sensible ha de estar fundado «de hecho» por un noumenon. La fundamentación de los conocimientos fácticos es realizada por Kant, según lo dicho, de un modo dual. En cualquier caso, la fundamentación sólo es válida para los objetos en cuanto que fenómenos, ya que del noumenon, o en sí, sólo ha de pensarse que antecede a lo conocido como causa en razón de lo fundado por las condiciones a priori de la sensibilidad -la fundamentación dual no se produce en terreno neutral, sino en el terreno de la subjetividad. En virtud de ello, puede sostener Kant que la subjetividad, si no funda totalmente los conocimientos fácticos, sí los funda suficientemente, ya que funda la fenomenicidad como tal y tiene los criterios suficientes para discernir lo que es fenómeno de lo que no lo es -lo que está asistido por algún en sí, y lo que no lo está.

 

La dualidad intrínseca a los conocimientos fácticos también afecta a su fundamentación en la filosofía de Zubiri. En efecto, como ya indiqué con anterioridad lo real presenta dos formalidades irreductibles: la trascendentalidad qua talis y la función trascendental. La trascendentalidad pura es la suficiencia constitutiva o exseitas, que es lo común a todo lo real. La función trascendental es un «hacia» o respectividad formal que vincula lo trascendental a lo individual[9]. Pero tal vinculación no es, ni puede ser, una vinculación necesaria o deductible lógicamente, sino, estrictamente fáctica y contingente, o sea, particular. Por lo que ambas dimensiones están yuxtapuestas y son irreductibles, tan irreductibles como lo común (general) y lo propio (particular).

 

La comunidad de propósitos de Zubiri con Kant acarrea cierta comunidad en los problemas y soluciones, como acabo de señalar. Sin embargo, al posponer Zubiri, a diferencia de Kant, toda consideración etiológica en la línea de la fundamentalidad, se prohíbe a si mismo utilizar modelos causales en la fundamentación radical de los conocimientos fácticos, por lo que no tiene otra alternativa que la de constituir las características del conocimiento fáctico en características del fundamento mismo: pone la facticidad como fundamento. De este modo la solución kantiana queda invertida y ampliada: si en Kant el pensamiento fundaba la suficiencia (noética) de los conocimientos fácticos, en Zubiri la suficiencia y particularidad (reales) de los hechos funda su conocimiento. No será la subjetividad la que funde lo fáctico del conocimiento de hechos, sino la facticidad real la que funde tanto a la objetividad como a la subjetividad.

 

Para Zubiri, en consecuencia, la filosofía de Kant es un realismo de la subjetividad. Es realismo porque recupera la noción de trascendentalidad, olvidada por el racionalismo, pero es un realismo parcial, ya que sólo acepta como trascendental al yo. Esa parcialidad determina también una confusión, ya que toma la subjetividad o conciencia por la realidad del yo, cuando es sólo una dimensión operativa suya. Y, por último, entiende mal el conocimiento, al confundir lo trascendental con lo causal: Kant estima que conocer es producir formalmente el objeto, o sea, ponerlo, cuando, según Zubiri conocer es sólo actualizar, esto es, dar formalidad de acto o permitir que sea un hecho para mí lo que es un hecho de suyo. Por esta última confusión, sobre todo, abre Kant la vía al idealismo., o sea, a la pérdida del sentido físico de la trascendentalidad.

 

 

 

LA ESTRUCTURA DE LA SUBJETIVIDAD[10] de A. Millán Puelles

 

 

El pensamiento filosófico de A. Millán Puelles ofrece una original síntesis de método fenomenológico y filosofía tomista. El supuesto que parece dominar esta síntesis es la idea de que si se separa el método fenomenológico de las decisiones ontológicas que lo acompañan en Husserl, no sólo resulta compatible, sino incluso complementario respecto de la filosofía aristotélico-tomista.

 

En efecto, si se descarga la epoché, o reducción fenomenológica, de sus implícitos metafísicos y deja de ser una descalificación indirecta de lo físico frente a lo ideal, el método fenomenológico pierde su pretensión de unicidad o absolutismo y viene a ser un mero ejercicio de atenencia o concentración de la atención en los eidos o apariencias de lo real-físico. Al abandonar el prejuicio idealista y la pretensión de unicidad, la epoché como atenencia al eidos coincide con la secunda intentio no meramente lógica. Ya en el propio Husserl la epoché es segunda, en cuanto que poner entre paréntesis -como forma suave de negación- requiere algo previo que pueda ser puesto entre paréntesis: los datos de la experiencia. Sólo el prejuicio ontológico en favor de las ideas permite que lo segundo en el orden metódico pueda ser entendido como primero en el orden del ser y del conocer. Pero si se desecha tal prejuicio, queda claro que concentrar la atención sobre las ideas de lo físico-real es algo que sólo puede hacerse después de haberlo conocido. La intencionalidad de la epoché será, pues, segunda o seguida respecto de la intencionalidad directa o primera. De modo que el método fenomenológico no es, así entendido, más que un modo peculiar de reflexión o desarrollo de las secundae intentiones

 

Al método fenomenológico esta modificación de sus presupuestos le abre la posibilidad de conectar la búsqueda de las condiciones a priori de los fenómenos con la ontología en la forma de una generalización máxima o irrestricta, e incluso le permite ser vinculado sin distorsión aparente a teorías explicativas, en la medida en que una intentio secunda puede y debe ser explicada desde una intentio prima.

 

Para la filosofía de inspiración aristotélico-tomista esa modificación del método fenomenológico significa dos posibles ganancias: por un lado, un potenciamiento cualitativo de la reflexión en la forma de una reflexión trascendental, y, por otro, una ampliación de su uso, pues del campo estrictamente lógico a que estaba prácticamente circunscrita puede ahora pasar a ser aplicada al conocimiento de la subjetividad.

 

La obra en que se ensaya este engarce de método fenomenológico y filosofía clásica es precisamente La estructura de la subjetividad, una de las obras más originales, atrevidas y penetrantes de Millán Puelles. La subjetividad, tema central del filosofar moderno, es sometida a análisis reflexivo en abierto diálogo tanto con el pensamiento moderno como con la Escuela. La tesis general de la obra podría ser resumida en estos términos: si se ejerce la reflexión sobre el sujeto cognoscente de modo adecuado y hasta el final, el método reflexivo confirma por entero y enriquece la doctrina tradicional: el sujeto cognoscente es una substancia creada apta por esencia para aquella vida consciente que es compatible con la realidad de nuestro cuerpo.

 

El método de la obra es el fenomenológico-trascendental. Se arranca de hechos o fenómenos de conciencia que son sometidos a análisis morfológicos o puramente descriptivos. La búsqueda de sus condiciones de posibilidad hacen viable una intensificación de la reflexión que permite conectar con los a priori ontológicos, los cuales -a su vez- abren el camino a descripciones más generales de los hechos, y al establecimiento de hechos más radicales, cuya descripción y condiciones de posibilidad pueden ser conectados -mediante la búsqueda de sus implícitos- con una teoría de la subjetividad. En conjunto, el método es, pues, una intensificación gradual de la reflexión que se propone conseguir su conexión con la metafísica.

 

Una vez sentada la idiosincrasia de la subjetividad como «lugar de jurisdicción» de las apariencias por contraposición a la realidad física como lugar de los entes reales efectivos, la reflexión se centra en torno a la apariencia que ofrece la subjetividad a sí misma. Millán Puelles señala algunos hechos de conciencia decisivos: la conciencia tiene comienzo y sabe que lo tiene, pero no tiene, como tal, conciencia de su propio comenzar; además, la conciencia es intermitente, admite interrupciones en las que se sabe condicionada por factores externos de índole física, aunque tampoco tiene conciencia del modo de ese condicionamiento. A la mirada atenta de la reflexión la conciencia se muestra, así, como conciencia inadecuada, es decir, como una subjetividad que no es de hecho completamente trasparente para sí misma y que, por tanto, no es toda y sola conciencia.

 

El examen de las condiciones de posibilidad de dicha conciencia inadecuada conduce al estudio de la dimensión heterológica de la subjetividad humana. Una conciencia inadecuada es ante todo una conciencia que llega a ser conciencia a partir de una situación de no conciencia, pero también es una conciencia que llega a ser conciencia instada por lo que no es conciencia, de manera que sólo deviene autoconciencia al tener conciencia de lo otro que ella. Esta apertura previa de la subjetividad a lo otro, al ser una apertura no a esto o aquello, sino a lo otro en general, es una apertura irrestricta o trascendental o, como la denomina Millán Puelles, un trascender intencional. El conocimiento, como posesión inmanente del ser de lo otro en cuanto que otro en la subjetividad y la volición, como tendencia inmaterial de la subjetividad hacia el ser de lo otro tal como es en sí, son las manifestaciones o fenómenos del trascender intencional mencionado.

 

Analizada en profundidad esta dimensión heterológica de la subjetividad supone, por un lado, una dependencia respecto de lo que no es ella, lo cual constituye sin duda una limitación y un síntoma inequívoco de finitud, pero, por otro, en cuanto que intencionalmente irrestricta, supone un trascender sobre todos los entes particulares, o sea, una infinitud intencional. La subjetividad que se abre intencionalmente hacia lo otro es, en consecuencia, una síntesis fáctica de finitud e infinitud, tal como han sabido verlo Kierkegaard y sus seguidores.

 

Pero lo inadecuado de la conciencia inadecuada no es impedimento u obstáculo para que sea verdaderamente conciencia. Ahora bien, lo propio de la conciencia qua talis es ser autoconciencia. Con ello Millán Puelles amplía la doctrina de la Escuela. No se puede conocer lo otro en tanto que otro más que si se conoce uno mismo. Conocer es antes que nada conocerse. Si hay una prioridad de hecho del conocimiento de lo otro en la conciencia inadecuada, hay una necesaria prioridad, en cambio, del autoconocimiento respecto del conocimiento de lo otro en todo acto de conciencia. Ello significa que la conciencia inadecuada no es una conciencia pura o absoluta, ya que una conciencia pura habría de ser autoconciencia en acto. De este modo la noesis noeseos aristotélica es traducida a términos de conciencia.

 

La dimensión heterológica de la subjetividad no es, por consiguiente, ni la única ni la más radical, junto a ella y más original que ella está la dimensión tautológica, que, precisamente por ser la más radical, será la que permita al análisis reflexivo enlazar con la fundamentación teórica de la subjetividad.

 

Tres son los tipos de autoconciencia que el análisis fenomenológico de la subjetividad descubre: la autoconciencia consectaria, la reflexividad originaria y la reflexión propiamente dicha. La autoconciencia consectaria es la conciencia concomitante de la doctrina tomista, pero definida con mayor precisión como autoconciencia inobjetiva, existencial y connotada en todo acto de conciencia. La reflexividad originaria es la noticia expresa que la subjetividad tiene de estar siendo afectada en lo suyo, cuando es instada por algo que ella no es, para conocerlo intencionalmente. Esta noticia reflexiva, pero no objetivante, que la conciencia tiene de sí misma se hace especialmente patente en los juicios, en las voliciones libres, en las vivencias del alter ego, del dolor, la necesidad biológica y el deber. En todas ellas se hace sintomáticamente presente la originalidad y prioridad de la tautología. En todo acto de conciencia, por tanto, además de la conciencia concomitante se da el acompañamiento de una noticia expresa de la subjetividad, que ni es mera connotación ni tampoco positiva representación, sino reflexividad originaria. Por último, la reflexión estricta es la actividad objetivante y representativa de la subjetividad, ya que convierte en objeto de su atención los actos de conciencia y sus contenidos. La reflexión es intrínsecamente segunda, por cuanto actúa siempre sobre actos de conciencia previos y puede concentrar su atención especialmente en los contenidos de dichos actos -lo que origina la segunda intención de tipo lógico-, o bien en los actos mismos como. tales -y esto da lugar a la reflexión subjetiva, dentro de la cual se enmarca la presente obra. En cualquier caso, la reflexión es siempre temporal y contingente.

 

Estas tres modalidades de autoconciencia, aunque son distintas, no se dan separadas, sino formando plexos o unidades complejas en las que sólo la reflexión puede faltar, pero no las dos primeras. De ello se sigue inmediatamente que la unidad de la autoconciencia humana es una unidad de hecho o contingente. De este modo, el análisis reflexivo de los hechos de conciencia ha llevado al final a una generalización de la facticidad: la dimensión tautológica es también un hecho. Que sea un hecho implica para la autoconciencia no sólo su contingencia y relatividad, sino -como sugiere la forma de participio de pretérito de la voz «hecho»- su radical pasividad.- la autoconciencia no es un a priori activo respecto de sí ni siquiera en sentido formal. Y llevado hasta sus últimos implícitos, lo que acabo de decir significa que la autoconciencia de la subjetividad no es una actividad subsistente, sino que es una actividad radicada en un substrato que no es conciencia. Si además se tiene en cuenta que también la dimensión heterológica indicaba una facticidad radical, será licito deducir que el sustrato que unifica ambas dimensiones las unifica tan sólo de hecho, por lo que el propio sustrato tendrá una unidad de hecho, será creado.

 

Finalmente, de los tres tipos de autoconciencia antes mencionados, el segundo o reflexividad originaria suministra cierto tipo de vivencias a cuyo través puede la reflexión conectar intuitivamente con una teoría de la subjetividad. Así por ejemplo, en las vivencias del dolor, la necesidad biológica, el error sensible y la dormición, la subjetividad se intuye como sustrato permanente y opaco de su propio acto, lo que puede ser interpretado sin violencia como lo que en el campo teórico significa substancia. En términos estrictos, esas vivencias implican que la conciencia es una operación, o actividad desencadenada desde algo que no es conciencia, sino sólo apto para ser consciente, y que es principio estable tanto de nuestros actos de conciencia como de las interrupciones o ceses de los actos de conciencia. En pocas palabras, el sustrato de la subjetividad es una substancia apta para la vida consciente, pero de índole reiforme o corporal.

 

Pues bien, a lo largo de este análisis fenomenológico-trascendental de la subjetividad el interlocutor al que más frecuentemente recurre Millán Puelles es, sin duda, Kant. Las doctrinas kantianas sobre la apariencia trascendental, el error, los trascendentales, los sentidos del egoísmo, el intuitus derivatus, la temporalidad de la conciencia, la experiencia del yo, la apercepción trascendental, la unidad de sensibilidad y entendimiento son discutidas o aludidas con mayor o menor amplitud en el curso del escrito.

 

En general, puede decirse que la relación del pensamiento de Millán Puelles respecto del de Kant es de coincidencia en lo básico del método y de los planteamientos, pero de divergencia en los hallazgos y soluciones.

 

Por lo que hace al método fenomenológico-trascendental, cabe señalar que el ejercicio de la reflexión como proceso generalizador que busca las condiciones de posibilidad de los fenómenos tiene en Kant un maestro, por más que los hechos cuya fundamentación se busca sean para él los datos de la ciencia empírica, y su fundamentación sea constructiva. Asimismo, en lo que referente a los planteamientos, existe coincidencia en admitir la dualidad de dimensiones heterológica y tautológica e, incluso, en sostener el condicionamiento de lo tautológico por lo heterológico junto con el carácter apriórico de la tautología, aunque ciertamente ese condicionamiento sea entendido por Kant -que no por Millán Puelles- como una limitación insuperable que hace imposible rebasar el orden de las meras apariencias o fenómenos.

 

Pero donde mejor se define la postura de Millán respecto del kantismo es en la discusión en torno al planteamiento critico. Desde luego Millán Puelles está de acuerdo en que la tarea de la filosofía en lo que toca al tema de la subjetividad ha de ser crítica, en la forma de una reflexión pura y estricta sobre las apariencias tal como ellas se ofrecen, sin añadirles ni quitarles nada. Otra cosa sucede con el planteamiento crítico, el cual propiamente consiste en confrontar la certeza del objeto con la certeza que se tiene del sujeto en la percepción de los fenómenos o apariencias El planteamiento, critico surge como respuesta al escepticismo moderno o subjetivo, que sostiene la imposibilidad de obtener conocimientos ciertos, dado que las apariencias engañan y no hay nada para el sujeto que no sea apariencia, ni nada en la apariencia que pueda inmunizarnos contra el error. Frente a ello el criticismo, afirma con razón que, incluso en el caso de las apariencias que engañan positivamente, la realidad del sujeto que las percibe está fuera de toda duda. Pero la actitud polémica del criticismo frente a los escépticos le inclina a proceder como si toda vivencia originaria fuera inauténticamente perceptiva, cometiendo de este modo una precipitación atencional que concede, por una parte, demasiado al adversario para obtener una victoria sobre él más rotunda, y cae, por otra, en un positivo error, a saber, el de tomar como absoluta la certeza del sujeto o idealismo. Pero la certeza del sujeto que duda no es una certeza absoluta, ya que se trata de una certeza refleja, o sea, relativa a la duda: estar cierto de que se duda es estar cierto de la propia actividad y ser, pero sólo en tanto que se duda o no se está cierto de los contenidos de esa actividad. La certeza de la propia duda no es la certeza omnímoda ni suprema. El criticismo no es, pues, suficientemente crítico ya que añade en su reflexión algo que la pura apariencia del sujeto que duda no autoriza a añadir. En realidad el criticismo no debía haber concedido la posibilidad de que toda vivencia originaria puede ser engañosa, ya que para tener una vivencia originaria de lo engañoso es preciso previamente haber tenido alguna vivencia originaria de lo verdadero: de este modo deja de tener en cuenta en su reflexión el hecho de que la experiencia del engaño es siempre segunda. También por este lado el criticismo, es insuficientemente crítico y reflexivo: inicia la reflexión pero no la lleva hasta el final.

 

Resumidamente: es posible y, en rigor de verdad, necesario ejercer una reflexión más atenida y exacta que la kantiana o, en otros términos, ser más críticos que Kant, al examinar el tema de la subjetividad.

 

 

 

EL ACCESO AL SER[11] de L. Polo

 

 

La filosofía de Leonardo Polo tiene como directrices el cultivo de la perennidad y la guarda de la integridad en el saber. La perennidad es el inacabamiento del saber filosófico, o sea, su proseguibilidad e incrementabilidad. Pero la prosecución exige continuidad, de ahí que sea condición para ella la guarda de la integridad. Integridad en el saber no significa pretensión de saber absoluto, sino cuidado para no desperdiciar ningún hallazgo filosófico y esfuerzo por integrarlo, sin confundirlo, en el propio curso del filosofar. Esa integración, al estar sometida a la búsqueda de la perennidad, será siempre intrínsecamente incrementable, Y. al referirse a los hallazgos previos, será extrínsecamente relativa a lo sabido, por lo que sin duda se ha de modular históricamente, si bien con una historicidad singular e independiente de lo que llamamos propiamente historia es decir, de la historia de los hechos.

 

La oportunidad y, a la vez, la dificultad de este proyecto estriba en que la filosofía no ha llegado hasta nosotros integralmente, sino desarticulada y rota por la separación del pensamiento moderno respecto del antiguo y medieval. Esta ruptura, que tuvo su origen primero en la interrupción del filosofar a finales del bajo medievo, es la razón por la que la filosofía antiguo-medieval nos ha sido entregada como monumento histórico o, lo que es equivalente, como pensamiento «clásico», acabado y completo, es decir, carente de perennidad. Por su parte, la modernidad -a causa de aquella interrupción bajomedieval- propone para reanudar la filosofía la cuestión del comienzo absoluto y seguro, y descalifica como prejuicio todo saber no derivado de dicho comienzo: rompe la continuidad con el pasado, y con ello imposibilita tanto la integridad como la perennidad del saber.

 

Por ser esta nuestra altura histórica, resulta imposible conectar con lo perenne y vivo de la filosofía antiguo-medieval, si no se cubre la distancia que nos separa de ella, es decir, si no se da razón de la filosofía moderna. Conectar con lo perenne del pensamiento antiguo y medieval significa proseguirlo y mejorarlo, pero ello resulta imposible sin resolver la discontinuidad que nos separa de él. Dicho brevemente: la perennidad del filosofar sólo es recuperable, si previamente se recupera su integridad. Para ello es preciso desarrollar un nuevo modo de pensamiento que permita albergar en su seno tanto el saber medieval como el moderno, y en condiciones tales que quepa proseguir e incrementar cuanto de verdadero haya en los dos. No se propone, pues, ni una síncresis, ni una síntesis, sino una integración prosecutiva de ambos modos de filosofar que deje abierto el futuro del saber.

 

La incoación concreta de tan ingente tarea corre a cargo de El acceso al ser, libro cuyo título deja de manifiesto su carácter propedéutico respecto del resto de la obra sistemática de Leonardo Polo. El tema de este libro es el del método de la metafísica. En cuanto que su marco temático es la metafísica en sentido clásico, la investigación enlaza directamente con la línea del pensamiento antiguo-medieval, pero en la medida en que la atención se centra formalmente en torno al método de la metafísica, su orientación responde por entero a las exigencias de la modernidad. La tarea de acceder al ser, nunca cuestionada por la filosofía antiguo-medieval, es especificada y concretada como el intento de reducir la diferencia entre el método y el ser. El idealismo moderno se ha ocupado de esa tarea, pero en la forma de reducir el ser al método. En cambio, para Leonardo Polo, reducir la diferencia entre método y ser significa ajustar el método a la índole del ser o, en términos más amplios, ajustar el método al tema, es decir, incrementar la congruencia.

 

La investigación se abre con un estudio sobre la perplejidad. Perplejidad es la situación de desorientación en que queda sumido el pensar cuando descubre la imposibilidad de incrementar el saber acerca del fundamento por vía de la reflexión. Tal imposibilidad queda al descubierto cuando se formulan preguntas fundamentales como, por ejemplo: ¿por qué el ser y no más bien la nada? ¿cuál es el sentido del ser? En estas y otras posibles formulaciones, la pregunta fundamental se caracteriza siempre por ser una pregunta por el fundamento. E inexorablemente acontece que no existe respuesta a ninguna de sus formulaciones: el fundamento no comparece ni nuestro saber acerca de él es incrementable por el preguntar, de manera que la pregunta que intenta hacerlo comparecer queda siempre frustrada. Ante las ultimidades del saber el preguntar carece de eficacia, y su impotencia para orientar la contestación se traduce en perplejidad.

 

Pero lo más destacable de la perplejidad es que la pregunta fundamental, aunque no pueda tener respuesta, puede -en cambio- seguir siendo formulada con apariencia de sentido. Ciertamente la pregunta incurre entonces en reiteración o proceso al infinito, pero no por esto cesa de surgir. En virtud de ello la perplejidad no sólo es una situación sin salida, sino una situación que no se puede desdeñar, pues ignorarla es condenarse a verla reaparecer, a tenerla como futuro.

 

La perplejidad, que es el drama filosófico de nuestra altura histórica, es también una dificultad máxima para el conocimiento humano. Ante ella se han intentado tres tratamientos distintos. Ante todo, se ha intentado salir de la perplejidad: en esta línea se inscriben el racionalismo dogmático, el racionalismo crítico y el idealismo. En segundo lugar, se ha postulado dejar de considerarla. Es la postura de la corriente neoescolástica, al amparo del relativo control que el realismo metafísico consigue sobre la perplejidad. Y, por último, se ha intentado asumir la perplejidad, hacer de ella el núcleo del hombre, para de este modo a través de nuestra esencia intentar asomarse al fundamento: es el proyecto filosófico de Heidegger.

 

Pues bien, ninguno de dichos tratamientos elimina o supera la perplejidad. Frente a ellos, Leonardo Polo desarrolla una investigación que nos permite, primero, descifrarla, después explicarla y, finalmente, desvanecerla.

 

Para descifrar la perplejidad se realiza una averiguación heurística acerca de los métodos de pensamiento, mediante la cual se llega a establecer una pluralidad metódica -abstracción reflexión, razón e intelecto- unificada congruencialmente por el logos y distinta por entero del núcleo del saber. Gracias a esta labor de distinción de métodos de pensamiento unificados congruencialmente por el logos, se obtiene ya una cierta ordenación integrada del saber filosófico a la vez que una elucidación de la perplejidad. La perplejidad, como situación a la que se llega cuando se quiere hacer comparecer el fundamento por vía reflexiva, estriba en una incongruencia, o sea, en una diferencia irreductible entre método y tema. En efecto, el preguntar supone, pero el fundamento no admite ser supuesto, y por ello no puede ser alcanzado por el preguntar. El preguntar supone, porque se pregunta desde lo sabido por lo todavía no sabido: lo sabido es la base del preguntar. El fundamento es incompatible con la suposición, porque por su carácter de fundamento no admite ninguna base o anterioridad desde la que pueda ser aclarado. De modo que preguntar por el fundamento con éxito es tan imposible como cuadrar un círculo.

 

Pero comprender en qué reside la perplejidad no es todavía explicarla. En general todo error se produce por el desajuste entre método y tema, pero la perplejidad no es un mero error, sino una situación insuperable e insoslayable a un tiempo. ¿A qué obedece esta peculiaridad suya? El capítulo segundo de El acceso al ser se ocupa de hacer luz sobre ello mediante un estudio sobre la filosofía de Hegel que es, fuera de toda duda, el esfuerzo más intenso realizado por salir de la perplejidad.

 

Para conseguir su objetivo, Hegel postula una doble reducción: en primer lugar reduce la subjetividad a método, y en segundo lugar reduce lo real a objetividad. De manera que, gracias al peculiar carácter del método, la subjetividad podría llegar, de ser legítimas aquellas reducciones, a coincidir exactamente con el ser o realidad (objetividad). Esa coincidencia sería la identidad entendida como autoconciencia o unidad total de sujeto y objeto: el objeto llegaría a ser sujeto y el sujeto llegaría a ser objeto. Si este proyecto fuera viable, se podría salir de la perplejidad mediante una intensificación metódica de lo sabido. Pero lo cierto es que, según Polo, tal proyecto se frustra, y se frustra precisamente por la índole propia de lo sabido, o sea, del objeto: lo pensado no piensa. La objetividad es mismidad o estricta coincidencia consigo, de forma que el objeto está de suyo aislado, es incapaz de trascender. El objeto, justamente por ser lo que es, no puede nunca llegar a pensar. El objeto es, por consiguiente, el límite que impide la autoconciencia, y es límite porque es lo limitado, lo finito en su estricta coincidencia consigo.

 

La imposibilidad de salir de la perplejidad deriva, por tanto, de la índole objetiva del pensamiento: para el pensamiento objetivo es imposible rebasar el objeto, pero el fundamento jamás es ni puede ser un objeto.

 

Una vez reducida la perplejidad a suposición y detectado su fondo como el límite que es la objetividad, Leonardo Polo acomete en el tercer capítulo la empresa de desvanecer la perplejidad. Resumiendo su profunda y amplia investigación, se puede decir que, según Leonardo Polo, la aporía de la perplejidad puede desvanecerse sólo si, en vez de imputar al fundamento su hurtarse al preguntar, se cae en la cuenta de que se trata de un defecto del método. En efecto, el fundamento, si lo es, no puede admitir ninguna anterioridad a él, de manera que si rechaza la pregunta es porque la pregunta, al suponerlo, se constituye en anterior a él. Es, por tanto, la anterioridad del pensar lo que impide alcanzar el ser.

 

Ahora bien, la anterioridad del pensar es el objeto. El pensamiento jamás parte de cero, sino que se piensa desde lo que se tiene ya como pensado. Lo pensado u objeto es, pues, lo que al pensar se anticipa y estorba el contacto con el ser o anterioridad trascendental.

 

Pero la antecedencia del objeto es precisamente su carácter de dado o presente. El gran equívoco se produce cuando la dación o presencia se atribuye al objeto. Tanto el realismo como el idealismo coinciden en creer que la presencia es del objeto. El realismo explica la presencia del objeto como causada por la realidad extramental, el idealismo estima más bien que es causada por el pensamiento.

 

Sin embargo, tan inseparable es la dación o presencia respecto de la objetividad como la objetividad lo es respecto de aquélla. Objeto es lo logrado como antecedencia cuando se piensa, presencia es antecedencia como logro del pensar; o dicho con otra expresión: objeto es lo terminal en antecedencia, presencia es antecedencia como término. Objetividad y presencia coinciden, pues, por entero.

 

Queda entonces aclarado que la referida antecedencia terminal es justamente el impedimento o límite que obstaculiza el contacto del pensar con el ser. En el juicio, esa antecedencia juega como la función sujeto y, precisamente por ello, el «es» del juicio existencial no corresponde realmente al ser, sino a la presencia u objetividad. La esencia pensada en función de sujeto del juicio no existe, sólo la hay, o sea, está presente y dada. El haber, como antecedencia terminal de la esencia pensada, es el límite que ninguna reflexión puede alcanzar y ninguna problemática puede formular.

 

La tarea que se abre desde la detección del límite mental no es ni la de afirmarlo ni la de negarlo en alguna de las variadas formas de la negación (evitarlo, omitirlo, ponerlo entre paréntesis, superarlo dialécticamente), cosa que aparte de imposible sería inconducente, sino la de abandonarlo. Caminar significa, ante todo, abandonar toda situación estable y previa, y viceversa, abandonar toda situación estable y previa quiere decir caminar. Por tanto, abandonar el límite mental, que es la consolidación terminal antecedente del pensar, equivale a convertirlo en método o camino para una novedad de conocimiento. La meta de este método no será ya la comparecencia del ser, sino su advertencia y, a su vez, lo hallado no será ni la presencia ni la ausencia del ser, sino su persistencia.

 

El abandono del límite mental, que es una ampliación integradora de los métodos de pensamiento filosófico, elimina la incongruencia entre el modo de pensar el ser y el ser, con lo que la perplejidad queda resuelta, el preguntar por el fundamento enmudece y la reiteración del mismo no llega a acontecer. Una vez suprimida la distancia o separación entre el pensamiento moderno y el antiguo-medieval, y recuperado el contacto con el ser real, el saber metafísico propiamente dicho es revalidado y, por tanto, se puede volver a enlazar con el pensamiento antiguo-medieval en condiciones de proseguirlo.

 

A lo largo de esta profunda y compleja investigación aparecen abundantes referencias a Kant, las cuales, aunque dispersas en el curso del libro, según el interés temático de la propia investigación, constituyen -con todo- un amplio material más que suficiente para poder reconstruir la interpretación y el juicio que de Kant hace el autor.

 

Según Leonardo Polo, la pregunta fundamental del racionalismo dogmático: ¿por qué el saber? es retrotraída por Kant a esta otra pregunta: ¿es posible el saber?, que constituye el arranque del racionalismo crítico. Como pregunta más general y previa, la pregunta por la posibilidad suspende la pregunta por el fundamento del saber y de este modo detiene momentáneamente la aparición de la perplejidad. Cierto que el preguntar no se acaba por instalarse en la posibilidad: cabría, en efecto, preguntar por el fundamento de la posibilidad. Sin embargo, lo original de la posibilidad es que, si el pensar se atiene a ella, se asegura desde sí misma, aunque en una forma muy peculiar: la negación de la posibilidad del saber habría de hacerse como negación posible, de manera que la posibilidad triunfa siempre sobre la negación. Este descubrimiento es la raíz del idealismo kantiano. Ahora bien, tal aseguramiento sólo tiene lugar en el orden de la estricta posibilidad ,no en el orden del ser, por lo que, si bien el plano de la mera posibilidad es inasequible a la perplejidad, esa seguridad no es trasferible al plano del fundamento real, el cual queda sumido en la perplejidad y debe, en consecuencia, ser expelido y separado del orden del saber. De este modo, la perplejidad no es superada, pero se le atribuye una circunscripción y un cierto sentido.

 

En lo dicho va implícito que Kant ha descubierto y tematizado la independencia del orden de la posibilidad, que es el orden de la pensabilidad u objetividad, respecto del orden del fundamento. Y este es, sin duda, su mayor mérito. Pero como la pregunta por el fundamento de la posibilidad amenaza con abrir la puerta a la perplejidad, es preciso que Kant otorgue al orden de la posibilidad un fundamento que no sea otro que la propia posibilidad: el fundamento de la posibilidad es ella misma. La posibilidad pura es interpretada como fundamento, como un fundamento distinto del fundamento real, y así la independencia respecto del fundamento se cifra en la distinción o adquisición de un nuevo fundamento. Es claro que siendo la posibilidad el fundamento de sí misma, el fundamento de la posibilidad será la identidad o mismidad como principio. En lo cual se da ciertamente una ontologización de la conciencia: la atenencia a la estricta posibilidad u objetividad es interpretada como sujeto o principio del saber. La objetividad o presencia mental es destacada y convertida no sólo en tema, sino incluso en sujeto: el conocimiento según la presencia puede llegar a ser, así, conocimiento de la presencia mental.

 

Kant distingue, pues, dos fundamentos: un fundamento exterior nouménico, que absolutamente desconocido por nosotros funciona como causa extrínseca y parcial, o sea, como la cosa en sí cartesiana respecto de la idea, y otro inmanente, que funciona como principio suficiente de la posibilidad o pensabilidad, y, a la vez, como principio parcial respecto de la realidad del fenómeno.

 

Se observa, según lo dicho, una dualidad irreductible en la subjetividad kantiana: por un lado, se instala en la mismidad, o mal llamada identidad, en la medida en que retrotrae la pregunta al orden de la posibilidad, y, por otro, pretende tener vigencia en el orden de la realidad o fundamentalidad, en la medida en que quiere evitar la reiteración del preguntar. La primera función, que Polo denomina función de atenencia, es la que da lugar a lo analítico o reflexivo, la segunda función, la de fundamentación, es la que da lugar a lo sintético o «intencional» del pensamiento kantiano. Ambas funciones, absolutamente heterogéneas e incompatibles, se atribuyen al ich denke o sujeto trascendental, el cual es a la vez unidad de apercepción y principio de síntesis, en cuanto espontaneidad de la que dimanan las categorías[12].

 

Una vez alejada la perplejidad del ámbito de la subjetividad mediante su interpretación fundamental de la presencia, Kant traslada el centro de la tarea filosófica a la explicación del objeto inteligible desde la subjetividad como principio trascendental. De manera que a partir de Kant se ha venido entendiendo que sólo se puede admitir como objeto inteligible el que ha sido explicado desde la subjetividad. Naturalmente, tal explicación no puede hacerse más que en términos de condición de posibilidad; pero la condición de posibilidad es homogénea con la posibilidad, y su prioridad respecto del objeto no pasa de ser una prioridad meramente lógica, por lo que la explicación no rebasa nunca el plano de la posibilidad ni alcanza, en consecuencia, la «realidad» del objeto, el cual queda supuesto. Ese resto a explicar es atribuído causalmente por Kant al noumenon, o sea, al ignorado fundamento real, con lo cual la perplejidad es puesta fuera de la mente y dotada de una función, lo que equivale a decir que la perplejidad es mantenida y reforzada por la tarea crítica.

 

Kant habría tenido, según L. Polo, el mérito de haber tematizado la independencia de la posibilidad, o presencia mental, respecto del fundamento real, mas el modo de su realización fue tan incongruente que, en vez de superar la perplejidad, la agudizó, agravando la situación de la modernidad.

 

 

 

Conclusión

 

 

De toda la exposición precedente se concluye que en los años sesenta del siglo XX la filosofía creativa española acometió una tarea singular: la de recuperar la unidad del saber filosófico reduciendo la distancia entre el pensamiento moderno y el antiguo-medieval.

 

En Sobre la esencia J. Zubiri procura una unificación, que me atrevo a calificar de sincrética, entre la filosofía tradicional y el saber moderno. No admite valor positivo para la orientación filosófica de la modernidad, pero en cambio otorga toda su admiración a la ciencia empírica, de ahí que su tarea se concrete como una fundamentación trascendental del saber científico moderno.

 

En La estructura de la subjetividad A. Millán Puelles entiende que el pensamiento moderno tiene una virtualidad, la reflexión subjetiva, que en el antiguo-medieval había sido poco aprovechada y que cabe enmarcar perfectamente dentro del área de las secundae intentiones no meramente lógicas. Al extremar la reflexión subjetiva hasta sus últimas consecuencias, tendría lugar una perfecta coincidencia entre la doctrina metafísica sobre la subjetividad y la especulación reflexiva. De esta manera, la aportación más original de la modernidad podría ser incluída como un apéndice, ciertamente amplificador y benéfico, pero al fin apéndice, del filosofar tradicional.

 

En El Acceso al ser de L.Polo se reconoce que el drama de la perplejidad legado por el pensamiento moderno marca nuestra altura histórica, hasta tal punto que no se puede conectar con la filosofía antiguo-medieval en condiciones de proseguirla, si no es desvaneciendo el espectro de aquélla. A ese fin desarrolla un nuevo modo de pensamiento (el abandono del límite) en el que quedan integrados armónicamente, por ampliación del saber más allá del logos y distribución de sus referentes temáticos, tanto la intencionalidad real de la filosofía tradicional como la reflexión objetiva de la modernidad, a la vez que se elimina la ocasión para el resurgimiento de la perplejidad.

 

Para la ejecución de sus respectivas unificaciones del saber, cada uno de estos autores ha tenido, en cuenta a Kant como momento clave de la modernidad. Según Zubiri, Kant -con quien comparte el propósito de fundamentación de la ciencia- habría rescatado para los tiempos modernos la idea de trascendentalidad, pero su error estribaría en la versión idealista que de ella hace, versión que vicia desde entonces al pensamiento moderno y lo incapacita para fundar realmente la ciencia. Según Millán Puelles, Kant -cuyo método y planteamientos admite como válidos- impulsó el desarrollo de la reflexión subjetiva de modo muy notable, pero su desmedida admiración por el saber científico y las urgencias de refutación del escepticismo le impidieron alcanzar una altura suficientemente trascendental en el ejercicio de la reflexión, así como llevar hasta el final su labor crítica. Por último, según Polo, Kant consiguió tematizar la independencia de la presencia mental respecto del fundamento, pero la tematizó incongruentemente como un tipo distinto de fundamento, por lo que no llegó a detectar su valor de límite, consiguiendo tan sólo enmarañar más la situación de perplejidad de su tiempo.

 

Se puede decir, por consiguiente, que, para los tres, en Kant. alcanza madurez la orientación filosófica de la modernidad, y que de él arranca tanto el distanciamiento definitivo respecto de la metafísica tradicional como la posibilidad de corregir tal desviación, esto es, el inicio del camino que permita unificar saber tradicional y moderno.

 

En conclusión sostengo que, por su singular modo de habérselas con el pensamiento kantiano -ni rechazo, ni utilización ni entrega, sino diálogo constructivo-, el periodo de los años sesenta no puede ser reducido a ninguna de las etapas reseñadas al principio para la recepción de Kant en España, y merece sin duda alguna ser considerado como una etapa independiente y de singular importancia: la etapa de la integración del pensamiento kantiano con la tradición filosófica.



[1] Cfr. Leopoldo E. Palacios, Kant en España, en El juicio. el ingenio y otros ensayos, Madrid, 1967, 156; cfr. también J. L. Molinuevo, La recepción de Kant en España, en Estudios sobre Kant y Hegel, Salamanca, 1982. 99.

[2] Del sentimiento trágico de la vida, Edit.  Espasa Calpe, Madrid,1976, 246. Un juicio semejante, pero más matizado, emite L. E. Palacios, o.c., 164-165.

[3] Cfr. L. E. Palacios, o.c., 158-163.

[4] Cfr. J. L. Molinuevo, o.c., 100-101.

[5] Edit. Sociedad de Estudios y publicaciones, Madrid, 1962.

[6] Naturaleza, Historia y Dios, Madrid, 1973, 167.

[7] Precisamente por eso, estimo que, más bien que una metafísica, la filosofía de Zubiri es una física fundamental.

[8] Para Zubiri la suficiencia es siempre suficiencia-de (lo individual). La «suficiencia» es lo común unívoco (lo máximamente general), mientras que el «de» de la suficiencia remite a lo idiosincrático equívoco (lo particular). En congruencia con ello, la esencia consta de notas comunes y particulares, y lo trascendental de una doble formalidad: trascendentalidad pura y función trascendental. Detrás de todo lo cual se atisba un cierto empirismo trascendental muy matizado, que enlaza con una interpretación pasiva del conocimiento humano (inteligencia sentiente).

[9] En Zubiri «función» no es causa, sino la formalidad pura de lo causal: vinculación o nexo actual, pero sin actividad. Toda causa es un tipo de función, mas no al revés. La función trascendental es, el nexo (no activo) que determina y concreta a lo trascendental.

[10] Ed. Rialp, Madrid, 1967.

[11] Ed. Universidad de Navarra, Pamplona, l964.

[12] Toda la crítica kantiana está atravesada por esa dualidad incongruente que son la función de atenencia y la función de síntesis. Mencionaré algunos casos ejemplares. La función de atenencia impide, que pueda conocerse algo más que meros fenómenos, y la función de fundamentación exige que los fenómenos sean síntesis; pero ni los fenómenos pueden aparecer analíticamente como síntesis, ni las síntesis pueden ser sólo fenoménicas. Otro ejemplo lo constituye la deducción de las categorías: las categorías son incorporadas en calidad de principios de síntesis, sin embargo su deducción es meramente analítica. Es incongruente que una síntesis (de heterogéneos) sea establecida analíticamente, o que una homogeneidad sea sintética. El mismo problema se advierte en la doctrina del esquematismo. Los esquemas imaginativos tienen como función mediar una síntesis entre heterogéneos (sensibilidad-intelecto). Como medio, el esquema tiene que ser en parte homogéneo, en parte heterogéneo con cada uno de los extremos: formal o funcionalmente son homogéneos con las categorías, materialmente lo son con la sensibilidad. Pero si son parcialmente heterogéneos con cada uno de sus extremos necesitarán de otros medios que permitan superar esa diferencia, y éstos de otros, etc., de manera que la reiteración y la perplejidad reaparecen ineludiblemente como síntoma de incongruencia.