LA POSIBLE CONCILIACIÓN DE LOS HALLAZGOS MÁS ALTOS DE LAS FILOSOFÍAS MEDIEVAL Y MODERNA DESDE EL DESCUBRIMIENTO TRASCENDENTAL DE LA PERSONA

 

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

 

 

I. INTRODUCCIÓN

 

Una de las grandes aportaciones de Leonardo Polo a la filosofía de todos los tiempos es el descubrimiento de la altura trascendental de la persona humana. En su obra Antropología Trascendental I dice abiertamente que el hallazgo más alto que alcanza su método, y, en ese sentido, la cima de las aportaciones de su filosofar es precisamente la consideración trascendental de la antropología[1]. Siguiendo la metáfora de la cima que sobresale en medio de la cadena de elevaciones, representadas por los hallazgos de sus métodos filosóficos, voy a considerar en este trabajo la posible función conciliadora que cabe asignar histórico-filosóficamente al descubrimiento de la trascendentalidad de la persona humana.

 

Sin embargo, las cimas tienen una doble función, a saber, la de unir y la de separar las vertientes de una cadena de elevaciones, por lo que pueden servir de metáfora tanto para señalar la coincidencia en ella de dos laderas ascendentes que proceden de direcciones diferentes, como para indicar la separación, desde el vértice común, de dos vertientes descendentes. Dado que las filosofías medievales y modernas son manifiestamente discrepantes en sus puntos de partida –comienzo real y comienzo del saber, respectivamente–, y que se distancian entre sí según sus métodos –la especulación para los medievales y la reflexión para los modernos–, en este trabajo procuraré destacar la función de coincidencia o unión que corresponde a la cima.

 

A ese fin, en lo que sigue estudiaré, primero, las líneas ascendentes del pensamiento medieval y moderno, las cuales apuntan por convergencia hacia la persona. Y luego, tras prestar atención a los obstáculos que han detenido la consideración de la persona como trascendental en ambos periodos de la historia de la filosofía, describiré, finalmente, el hallazgo trascendental de la persona desde el método del abandono del límite.

 

 

II. LAS LÍNEAS ASCENDENTES DE LAS FILOSOFÍAS MEDIEVAL Y MODERNA

 

II.A. Los trascendentales y la persona en la filosofía medieval

 

Es en verdad sorprendente que los medievales, quienes desarrollaron notablemente, por una parte, la doctrina de los trascendentales, y entendieron, por otra, la importancia capital de la persona, llegando a desarrollos filosófico-teológicos de gran calado, no tuvieran la ocurrencia de aproximar ambos hallazgos proponiendo el carácter trascendental de la persona. Pero, aunque nos parezca sorprendente, conviene que prestemos atención al modo preciso en que se produjeron sus indudables avances.

 

La sorpresa toma cuerpo sobre todo a partir de las aportaciones de Tomás de Aquino a la filosofía cristiana, en cuyo pensamiento se alcanzan dos cotas de la mayor altura: el descubrimiento de la trascendentalidad del «esse» y la enunciación de la dignidad de la persona. Estos hallazgos filosóficos debidos a la inspiración de la revelación judeo-cristiana, tienen cada uno un recorrido filosófico y teológico distinto, pero terminan confluyendo en la doctrina trinitaria. Veamos el recorrido de sus pasos.

 

II.A.1.- La trascendentalidad del esse

 

Para el Aquinate, antes que ningún otro conocimiento, los hombres, al igual que todo entendimiento creado, tenemos la noción misma de ente, que es lo primeramente conocido por el entendimiento[2]. Sin embargo, nosotros sólo conocemos entes compuestos, de manera que es a ellos a los que aplicamos primeramente la noción de ente. Y la noción de ente que todos tenemos es la de «id quod est». Por abstracción, nos cabe distinguir en el ente dos componentes, el acto de ser o esse y el sujeto de la actividad de ser o id quod[3]. Se trata de una distinción intencional (no real), hecha según la intencionalidad del lenguaje. El id quod y el est se diferencian como el currens y el currere. El id quod significa al sujeto del ser (nombre), y el est significa la actividad de ser o esse (verbo). Dado el paralelismo propuesto, entre el esse y el id quod existe la misma diferencia que entre el currere y el currens. El currere es abstracto, mientras que el currens es concreto; el currere no corre, el que corre es el currens, pero el que corre no lo haría si no ejercitara la actividad del currere. Del mismo modo acontece entre el esse y el id quod en el ente: el id quod hace de sujeto del esse, de manera que el esse no es, sino que es el id quod, pero sin esse el id quod no tendría actividad alguna, o lo que es igual, el id quod es por el esse. La actividad precede jerárquicamente al sujeto, pero sólo es real en el sujeto; el sujeto es el que ejecuta la actividad, pero no se da a sí mismo la actividad. En otras palabras, lo que se corresponde verdaderamente con la realidad es el ente, y entre sus componentes el id quod remite a lo concreto, mientras que el esse es puramente abstracto, pero entre los dos reúnen lo concreto y lo universal, pues la verdadera realidad de los universales está en los entes, no en el pensamiento.

 

Hasta aquí las cosas parecen relativamente sencillas. Pero, de modo inesperado, Tomás de Aquino deja de comparar el id quod con el esse, y pasa a comparar el ens con el esse, o sea, el compuesto con uno de sus componentes[4]; pero como el ens es un concepto trascendental, la comparación se establece entre un abstracto y un concepto trascendentales. Sin embargo, Tomás de Aquino sostiene que la trascendentalidad del ens depende de la trascendentalidad del esse. Lo que distingue y hace superior al esse sobre el ens es (i) que el esse no participa de nada, mientras que el ens participa del esse, y (ii) que el esse no admite adición alguna, porque es puro, cual es característico de los nombres abstractos, mientras que el ente, que es concreto, admite adiciones y accidentes.

 

Todo esto se desarrolla en el orden de lo intencional o del pensamiento[5], pero puesto que lo intencional, por haber sido tomado de la realidad, ha de tener un correlato real, Tomás de Aquino busca los correlatos reales de las distinciones hechas. El correlato real de la distinción entre el esse y el id quod en los entes compuestos (que son los que conocemos inmediatamente) es la distinción real entre ser y esencia, descubrimiento básico para la filosofía cristiana. Pero como los entes compuestos implican la existencia de lo simple, hemos de pensar en la existencia de un ente simple, el cual no podría estar compuesto por nada. Y como en los entes que conocemos lo único que no depende de nada ni admite mezcla o adición es el esse, tenemos que pensar que el ente simple es puro esse, el ipsum esse subsistens, que corresponde a la noción de Dios, el cual es descrito a la vez como ente simple y como esse. Se trata de otro gran acierto: el esse es el indicio más neto de la simplicidad divina. Por donde se viene a deducir que podemos entender la simplicidad, gran descubrimiento que Tomás atribuye también a Aristóteles, y que él contribuye decisivamente a potenciar.

 

En efecto, una vez establecido que la esencia de Dios es el esse, Tomás aplica al esse el gran descubrimiento agustiniano de la intimidad, según el cual Dios es “más interior a lo más íntimo de mí mismo, y superior a lo más alto de mí[6]. Y puesto que la esencia de Dios es el esse, el esse será lo más íntimo a cada cosa creada, es decir, más íntimo a cada cosa que su propia esencia. Naturalmente, tomado sin otra explicación, este modo de entender el esse derivaría en un panteísmo, pero Tomás de Aquino sabiamente distingue entre el esse divino y el esse creado[7]. Lo que es más íntimo a cada criatura es su esse creado[8], no el divino, de ahí que la primera de las realidades creadas en toda criatura sea su esse[9]. Mas, al distinguir entre el esse creado y el esse creador, pudiera parecer que se desvanece la indicación agustiniana, que pone a Dios (y no al propio ser) como lo más íntimo, pero el Aquinatense aclara que el esse divino sigue siendo lo más íntimo en cuanto que opera en toda operación de las criaturas[10]. 

 

Si se me permite resumir, los hallazgos tomistas vistos hasta ahora son estos:

 

1.-Distinción entre esse y ens en el plano trascendental;

2.-Descripción de la noción de la naturaleza o simplicidad divina como ipsum esse subsistens;

3.-Distinción entre el esse creado y el esse creador;

4.-Interpretación del esse creado como lo más íntimo a cada cosa (distinción real esse-essentia), y del esse creador como aquello que opera en toda operación de las criaturas.

 

Sin embargo, junto a los aciertos de fondo señalados, nos encontramos en Tomás de Aquino con un aparato nocional muy débil que incurre en expresiones incongruentes difícilmente conciliables. Veámoslo.

 

El descubrimiento de la radical trascendentalidad del ser por encima de la del ente es de una gran importancia, pues lleva la atención de la inteligencia más allá del límite objetivo. Sin embargo, el modo de expresarla no está a la altura del descubrimiento. Es bastante obvio que no cabe que el ser sea un abstracto, sin embargo eso es lo que nos dice Tomás de Aquino. Si lo fuera, no podría ser trascendental o comunísimo, primero porque para ser abstracto (tal como lo entiende él) tendría que prescindir de algo, por consiguiente no sería común a todo, y, además, porque, si es trascendental, lo que quedaría, una vez abstraído el esse, debería ser «nada» y no el id quod, máxime si es que es el ser el que dota de trascendentalidad al ente[11]. Sin duda que Tomás de Aquino entiende que el esse no es un abstracto cualquiera, sino el abstracto verbal del ens, el cual, a su vez, sería el nombre concreto del esse, y, así mismo, que estas distinciones son hechas sólo en el pensamiento. Pero las consideraciones lingüísticas en que se apoya se quedan muy por debajo de lo que aquí se está descubriendo, puesto que, al proponer el correlato real de la noción de esse, no duda Tomás en señalar como tal a la simplicidad de Dios, o sea, la suprema realidad. Ahora bien, es claro que la noticia de la simplicidad de Dios no nos puede llegar mediante abstracción de lo compuesto, dado que la simplicidad no admite ser compuesta con nada ni tampoco ser separada de nada: ella ni puede resultar de la descomposición o análisis de lo compuesto ni puede ser un componente de nada, sin que eo ipso deje de ser simple[12].

 

La cuestión de fondo es, pues, la de si somos capaces de entender el ser o no. Como explica detalladamente el Aquinatense en su comentario a la Metafísica de Aristóteles[13], respecto de las cosas simples la verdad no se juega en el juicio sino en la simple aprehensión o noción: la verdad respecto de las cosas simples consiste en entenderlas, de manera que respecto de ellas no cabe propiamente el error, pues errar sería en su caso no entenderlas, siendo así que en verdad el errar es entender mal, no el no entender. Ahora bien, si no cabe que erremos al entender la simplicidad como el esse, en cambio podemos caer en el error si predicamos de lo simple la composición, si pensamos complejamente la simplicidad, o si queremos abstraer del juicio la simple aprehensión. ¿Cómo podría el ser (la actividad pura, lo últimamente real) darse a conocer abstractamente, es decir, en la forma más irreal? Sólo cabe abstraer a partir de lo compuesto, ¿de qué podría ser abstraído lo simple, si –por definición– no admite ninguna adición o mezcla? El aparato noético se le queda corto a Tomás de Aquino[14].

 

Tampoco el esse puede ser un ente. No tiene sentido haberlos distinguido para luego recaer en su indistinción. Y algo así es lo que acontece aquí. Después de haber distinguido el esse respecto del ente en el orden de la trascendentalidad intencional, al pasar al de la realidad, el esse se convierte en el ente simple, es decir, esse y ens pasan a ser identificados. Notemos la incongruencia: de haber entrevisto que el esse es más radicalmente trascendental que el ens se pasa a continuación a entenderlo como un caso de ente, como el ente simple. Esta misma incongruencia se advierte cuando describe al ente simple como aquel en el que el id quod y el esse se identifican, o cuando dice que en Dios el ser y la esencia se identifican, pues la identidad con el ser anula a la esencia, que es la que se distingue de él. De hecho, aun después de haber definido a Dios como ipsum esse subsistens, Tomás de Aquino no tiene inconveniente alguno en decir que Dios es su propia esencia, cuando lo coherente habría sido dejar de distinguir la esencia, y, por tanto, dejar de nombrarla en Dios. Si admitimos que lo que vale para el esse vale para la essentia, entonces o no sabemos lo que decimos cuando distinguimos esas nociones, o nos estamos olvidando de ellas.

 

Es congruente decir que, si Dios es simple, ha de ser el esse subsistente, supuesto que el esse sea la simplicidad inteligible, pero, tras haber distinguido el esse y el id quod en la noción de ente no tiene sentido alguno decir que el esse es el id quod, o viceversa. Eso pasa también con el ser y la esencia. La mismidad de dos diferentes es una contradicción: o son diferentes o son lo mismo, pero no ambas cosas a la vez. Pero si son distintos en alguna región de la realidad, entonces nunca podrán ser idénticos, sino que, todo lo más, uno de esos distintos podrá existir en solitario. Y menos aún puede darse que lo simple sea en sí la mismidad o indiferencia de dos distintos[15]. Las voces «ser» y «esencia» significan cosas realmente distintas, por tanto es incongruente, para hablar de la simplicidad de Dios, usar de esos nombres a los que corresponden realidades inidénticas. Es un gran acierto decir que Dios es el esse subsistente puro, pero si se lo describe así, no cabe al mismo tiempo decir que es su propia esencia. Dada la radicalidad trascendental del esse, puede vislumbrarse que el esse sea subsistente, pero una esencia subsistente no tiene sentido, en la medida en que, por definición, depende (o, en términos tomistas, participa) del esse. Que en Dios no exista distinción real entre el ser y la esencia no puede querer decir que en Él ambas se identifiquen, sobre todo si hemos establecido que es el «esse» puro. Lo que cabe decir en el razonamiento tomista es que Dios no es compuesto, sino simple, pero la simplicidad real no puede consistir en la indiferencia (pensada) de aquellos componentes que hacen a los demás seres realmente compuestos.

 

Como digo, Tomás de Aquino, que señala caminos nuevos para la filosofía, no mantiene la altura de sus descubrimientos. Identifica al esse con un ente, cuando ni siquiera el ente (concepto) debería ser, dentro del tomismo, un ente (real), y, menos aún Dios, debería ser entendido como ente –puesto que es el ipsum esse–. Y, como consecuencia de esto, expresa complejamente –justo lo que hemos visto que él mismo condena como error– la simplicidad del esse increado, pues la indiferencia entre dos nociones puede ser compleja, pero no la simplicidad.

 

II.A.2. La dignidad de la persona

 

La segunda gran línea de investigación ascendente en el medievo es la de la persona. Tomás de Aquino entiende que la persona es lo más alto en toda la naturaleza creada[16], y que el nombre de persona, o máscara que llevan los actores en la escena, le conviene incluso a Dios porque indica dignidad[17]. Como noción de persona propone la de forma quae est per se subsistens[18], señalando como índole de la persona el per se subsistere. En esa medida, la persona no se individúa por la materia[19], sino por su incomunicabilidad[20], de manera que, cuando se aplica a Dios la noción persona, no debe ser entendida literalmente tal como dice Boecio (naturae rationalis individua substantia), sino más bien como dice Ricardo de s. Víctor: divinae  naturae incommunicabilis existentia[21]. Sin embargo, Tomás de Aquino entiende que ambas descripciones son compatibles, siempre que, en el caso de Dios, por racional se entienda intelectual, que por individual se entienda incomunicable, y por substancia se entienda per se existens[22].

 

Con todo, la dificultad de este modo de aplicar la noción de persona a Dios estriba en que en Dios las personas son tres, y, por tanto, se ha de decir de las tres en común que son personas, pero de cada una de ellas de una manera distinta e incomunicable. Para hacer frente a este problema, Tomás de Aquino recurre a la noción de relación subsistente[23].

 

El término «subsistens» es introducido en la filosofía tomista para salvar la equivocidad del término substancia, que puede servir para significar la esencia (ousia) y también para significar el supuesto (hypokeimenon). En griego hypostasis señala al supuesto individual de una substancia, y el uso del lenguaje lo ha reservado para los individuos de naturaleza racional, por razón de su excelencia[24]. La subsistencia, pues, añade a la esencia los principios individuantes[25], y como la existencia real corresponde al individuo, con ese término se señala propia y directamente lo que existe per se y no en otro, pero indirectamente al supuesto de una naturaleza común (res naturae), y también al supuesto de los accidentes, que es lo que generalmente se entiende por substancia y cuya función es substare. Tanto el subsistere como el substare  son competencias del supuesto, pero mientras que el substare se refiere a los accidentes[26] y tiene como principio a la causa material, el subsistere se refiere a la propia existencia y tiene como principio a la causa formal[27].

 

De este modo, venimos a saber cómo modifica la subsistencia a la relación, concretamente supositándola como per se existens, lo que quiere decir que in divinis la relación no se dice meramente ad alterum, sino ad se[28]. Pero en la medida en que la subsistencia añade a la esencia los principios individuales[29], también venimos a saber qué añade la relación a la subsistencia: una forma de individuación peculiar del per se existere, cuales son las relaciones de origen.

 

Se trata, por tanto, de una modificación radical de la noción de relación, que de suyo es conocida por nosotros como un accidente. Al entenderla como subsistente, la relación deja de ser accidente y pasa a denominar lo que tienen de distinto las personas o supuestos de naturaleza divina. De este modo, lo que tienen en común las personas divinas es el ser supuestos (la subsistencia), y lo que tienen de distinto es la relación. En la medida en que son tres personas divinas, pero no tres dioses, en Dios el nombre de persona significa in recto relación e in obliquo subsistencia común. Pero en cuanto que cada una de ellas es persona como las otras dos, este término remite in recto a la subsistencia e in obliquo a la relación. Por tanto, en Dios «persona» significa relación subsistente.

 

De este modo, Tomás de Aquino abre una vía para separar la noción de subsistencia de la de substancia, puesto que la relación no es una substancia, ni en las criaturas ni en Dios: en las criaturas es un accidente, y si en Dios cada relación fuera una substancia o esencia distinta, las tres personas serían tres dioses. En Dios, pues, la persona no es algo esencialmente substantivo, sino subsistentemente relativo, sin que sea accidental, lo cual es una ganancia consecutiva a las controversias con los herejes en los primeros siglos de la fe cristiana[30].

 

De acuerdo con lo anterior, si Tomás de Aquino, como ya se ha visto, había entendido el esse como trascendental, y a la vez había entendido el esse como la naturaleza simple de Dios o acto puro, parece que debería entender el esse divino como trascendental, y, en consonancia con eso, debería haber entendido que las personas divinas, a su vez, al indicar lo más perfecto de todo, habrían de ser también trascendentales. En realidad en la filosofía tomista se dicen ambas cosas: que las personas son lo más perfecto en toda la naturaleza, y que el esse es lo más perfecto de todo[31], pero no se establece ningún nexo entre ellos en el orden trascendental.

 

¿Qué es lo que le impide dar ese paso? Por una parte, que lo trascendental es interpretado exclusivamente como concepto, no como realidad, y, además, como concepto comunísimo. Por otra, que las personas son entendidas como supuestos reales, no como conceptos, y que las personas divinas son entendidas como relaciones de oposición[32] subsistentes, mientras que entre los trascendentales no existen relaciones de oposición, sino de conversión. En pocas palabras, las personas no son comunísimas, sino incomunicables e inconvertibles.

 

Todo lo anterior ha sido dicho de las personas divinas. Naturalmente, Tomás distingue entre las personas creadas y las personas divinas, sobre todo haciendo hincapié en que en las criaturas las relaciones no son subsistentes, sino sobrevenidas a la persona (por ejemplo, la paternidad), mientras que en Dios sí lo son: el Padre es la paternidad, el hijo es la filiación, el Espíritu Santo es la espiración. Pese a todo lo cual, según Tomás de Aquino, el nombre de persona no se hace equívoco cuando es usado en las criaturas y en Dios, sino sólo análogo. Lo que las personas creadas tienen en común con las divinas es el ser supuestos de naturaleza racional, y, por tanto, el ser lo más perfecto en la naturaleza creada. Lo que las diferencia radicalmente de las divinas es el no ser relaciones subsistentes: son subsistentes, pero no relaciones subsistentes, mediando entre las personas creadas diferencias como entre substancia y substancia.

 

Si se hubieran fusionado los logros tomistas de la trascendentalidad del esse y de la suprema dignidad ontológica de la persona, entonces:

 

1)   se habría debido modificar la noción de trascendental: lo trascendental no sería mero concepto, sino realidad última o perfectísima, como es la persona, y, al ser compartida por varias personas, sería plural (actos supremos);

2)   se habría corregido el modo de entender la persona tanto en Dios como en la criatura:

a)  en Dios las personas no serían opuestas, lo que es incompatible con la simplicidad, sino distintas y convertibles en identidad; en vez de relaciones subsistentes, serían subsistencias integradas en identidad; en vez de incomunicables, las personas serían irreductibles, pero íntegramente comunicantes y comunicadas. O sea, en vez de relación tendríamos actos de relacionarse o comunicarse, y en vez de oposición, conversión.

b)  en las criaturas las personas no serían substancias o cosas, sino actos también perfectos en su orden, subsistencias comunicantes y comunicables.

      3) se habría corregido la noción de subsistencia, que, en vez del hypokeimenon o la individualidad, entendidos como el «sub» del «substare», habría podido subrayar el «sistere»[33]. Si se potencia el «sistere», «subsistir» puede indicar el mantenerse en el tiempo. La referencia al tiempo cambiaría por completo la indicación espacial del hypokeimenon y del «sub», de manera que «subsistir» podría servir para indicar simbólicamente la sempiternidad del espíritu o persona, que es lo que la hace irreductible[34], mas no incomunicable.

 

Se dan en Tomás de Aquino ciertos atisbos de esto que digo, por ejemplo: (i) en su obra se pone en relación la persona con el esse, y se afirma que el esse personal es el que da la unidad última al esse natural[35]; (ii) se pone en relación el esse con la persona, puesto que se describe a Dios como ipsum esse subsistens, indicando mediante la noción de subsistencia que el esse divino es personal[36]; y, por otra parte, (iii) se entiende que las personas divinas, a pesar de que siempre son consideradas como incomunicables, se comunican entre sí[37]; (iv) incluso se afirma que la persona está por encima de los géneros[38]. Se podría decir, pues, que él las presintió, pero no estaba en condiciones de sacar las consecuencias profundas de sus hallazgos ni de formularlos modificando el conjunto de su pensamiento, el cual estaba lastrado por algunos planteamientos recibidos de la tradición filosófica, en los que se contenían ciertos frenos u obstáculos, para la inteligencia, que sacaré a la luz más adelante.

 

Y si, ni siquiera reconociendo que las personas divinas están por encima de los géneros, corrigió Tomás de Aquino su doctrina de los trascendentales, mucho menos lo hizo en relación con las personas creadas, a las que, aun siendo lo más alto y digno de toda la creación[39] no parece concederles el estar por encima de los géneros, de manera que el esse personal creado no sería más que una participación del esse creado, que quizás pudiera ser trascendental (o sea, el esse que abstraemos del ente compuesto), pero que sólo es real en los individuos, razón por la cual la persona creada sólo es considerada en el orden predicamental, lo mismo que la libertad (uno de sus descriptores existenciales), la cual sólo es considerada como libre albedrío o propiedad dispositiva de orden esencial.

 

II.B. La persona en la modernidad

 

Aunque la modernidad comienza dejando de lado la doctrina medieval de los trascendentales, a los que considera más bien ideas generales, sin embargo presta su atención principalmente al hombre, al que hace el centro de la filosofía como sujeto del conocimiento, y dentro de lo humano concede la mayor importancia a la libertad.

 

II.B..1. La libertad.

 

Por ejemplo, Descartes considera que aquello que nos hace semejantes a Dios y es, en cierto modo, infinito en nosotros es la voluntad[40], siendo ella la culpable del error, y la responsable de su corrección, en nuestro conocimiento, el cual, por el contrario, es finito y está sometido enteramente a sospecha. Para Descartes libertad y voluntad se identifican[41]. El voluntarismo cartesiano deprime el conocimiento de la realidad de tal manera que lo único que puede hacer en su respecto, bajo la égida de la voluntad, es detectarla, resultando por eso terminal o en sí. La realidad como término de la afirmación voluntaria es, para el entendimiento, lo en sí, como factum impenetrable, y, en esa medida, no cabe que sea trascendental. Sin embargo, la filosofía de Descartes tiene un innegable mérito: el haber destacado el sum respecto de cualquier conocimiento objetivo. Aunque el sum es reconocido posteriormente como substancia o en sí, lo cierto es que ha sido detectado por completo al margen de cualquier consideración entitativa: sum no es un ente que caiga bajo la amplitud del concepto de ente trascendental, sino el ser del existente humano, cuya atributo esencial es el pensar, no el ser pensado. El sum es independiente de la substancia extensa (mundo), de sus condicionamientos y de sus peculiaridades.

 

Los pasos inmediatamente posteriores de la filosofía moderna la llevan a intentar reconducir el sum y la substancia extensa a la unidad de lo infinito, de manera que lo más notable del pensamiento cartesiano, el descubrimiento del existente humano como independiente del ser mundano, se anula. Tanto Espinosa como Leibniz recaen en el objetivismo: en Espinosa es el objeto infinito (causa sui), en Leibniz es la idea de infinito (posibilidad infinita), lo que abarca en sí tanto al sum pensante como al ser del mundo.

 

II.B.2. La moralidad.

 

Hasta Kant no se relanza con nuevo vigor el descubrimiento de la independencia del sum, sólo que como resultado de un acontecimiento peculiar: el tropiezo en las antinomias. Para resolverlo, el en sí cartesiano ha de ser desechado como posibilidad para el conocimiento, y éste reducido a lo meramente para mí. Con esa drástica reducción el sujeto se hace el centro del conocimiento en sentido excluyente: no es que al conocer otras cosas me conozca simultáneamente a mí mismo, o que al dudar de todo salte a la vista la indubitabilidad de mi existencia, sino que sólo conozco mis conocimientos, no conozco cosas en sí, sólo conozco fenómenos, de tal manera que si bien el yo pienso no es lo único conocido, sí es lo que acompaña y hace posible todo conocimiento. Acerca del yo, no conozco intelectualmente su inseidad o existencia, sólo su modo de funcionar: él es condición de posibilidad a priori del conocimiento. De este modo, se pierde inicialmente la noción de existencia humana: no puedo conocerme intelectualmente, pues sólo conozco fenómenos. Pero si me atengo al para mí, el yo queda consignado no sólo como la referencia común de todos los fenómenos, sino como aquella forma que posibilita a todos los fenómenos el ser para –en lo que va indicada la subordinación de los fenómenos al yo formal–. Así que el yo kantiano no es, en cuanto cogito, existente, como el de Descartes, sino una forma asistente y componente del conocimiento. Por un lado, esto anula la facticidad del sum, le hace perder su intuitividad, pero, por otro, lo va a hacer susceptible de cierta permeabilidad metódica. La independencia del cogito cartesiano se pierde en el Ich denke –que es heterónomo–, pero a cambio se destaca su superioridad o trascendencia sobre todo lo fenoménico. Aunque Kant desprecia los trascendentales objetivos –para él los medievales–, recupera la noción de trascendencia y de trascendental. Es cierto que la noción de trascendental kantiana es oscilante: sirve tanto para descalificar a todo pensamiento que se separa de lo fenoménico, como para calificar positivamente a lo subjetivo en su situación propia y a priori, elevada por encima de lo sensible; todo depende de cómo se lo use o considere, pero el uso en sentido positivo fue ganando terreno en el pensamiento kantiano. Desde la primera edición de la KrV la denominación de «filosofía trascendental» fue reservada por Kant para designar los desarrollos más seguros y completos de su filosofía, aquéllos en los que no cabe la perplejidad, y a ella se le encomienda la gran tarea crítica: la del estudio de la posibilidad de la experiencia. De este modo se abre camino un nuevo modo de entender lo trascendental. Si en el medievo, trascendental es lo común a todas las cosas, ahora por trascendental se entiende la condición de posibilidad del conocimiento fenoménico. El yo trascendental en Kant es común a todos los conocimientos teóricos, pues los acompaña, pero no lo es a todas las cosas, ni tampoco es una cosa ni tan siquiera un fenómeno. Se trata de algo que está por encima de los fenómenos o conocimientos intelectuales, y que está situado también en una antecedencia o aprioridad, pero no física, sino cognoscitiva, no mundanal, sino antropológica.

 

Una vez que Kant amplió el estudio del conocimiento al campo de la moral, la filosofía trascendental no sólo se ocupó de las condiciones de posibilidad del conocimiento sensible e intelectual, sino también del conocimiento práctico-moral, pasando a ser tarea suya el estudio de las condiciones a priori de posibilidad de toda la experiencia, sensible, intelectual y moral. Al ingresar en el campo de consideraciones de la filosofía trascendental, la moral se muestra como autosuficiente, por cuanto que para alcanzar la experiencia de la rectitud moral basta con una sola condición, a saber, la sola buena voluntad: sólo es buena una buena voluntad[42]. La condición a priori de posibilidad para el conocimiento de la bondad moral es el imperativo categórico, y la condición a priori de posibilidad para que la voluntad sea afectable por el bien moral es la libertad. Según Kant, es la propia voluntad la que se legisla a sí misma y la que se somete (o no) a su legislación: ella produce todo en su objeto (el bien) y ella lo asimila. La voluntad moral es causa sui, o mejor, factor sui, productora de su moralidad, y, a su vez, la moralidad es el único sentido en que la voluntad es libre, y enteramente trascendental.

 

Pero la ampliación referida no es inocua, ya que el conocimiento sensible e intelectual es, según él, heterónomo, mientras que el moral es autónomo, lo que significa que las condiciones a priori de posibilidad de la experiencia teórica están simultáneamente condicionadas desde fuera de la teoría, a posteriori, mientras que las del conocimiento moral son autocondicionadas. Por tanto, en el orden de las condiciones a priori de posibilidad el conocimiento teórico es menos radicalmente antropológico que el conocimiento moral. Vista desde la perspectiva trascendental kantiana, la teoría ha de ser dependiente de la moral, no en sus contenidos, sino precisamente en cuanto que actividad humana, y puede ser entendida como el desarrollo de un tipo de deseos o tendencias de la voluntad. Por esta vía vino Kant a sostener que el núcleo del yo no es el pensar ni el ser, sino el querer moral. El faktum de toda la filosofía kantiana, su intuición, no es el sum, como en Descartes, sino la libertad, como la ratio essendi, y el imperativo categórico como la ratio cognoscendi del yo moral.

 

En este orden de cosas se inscribe el más alto hallazgo de la antropología kantiana, el de la persona. La noción kantiana de persona como unidad del sujeto es trascendental, lo cual quiere decir que no es conocible teóricamente, pero es necesaria y enriquecedora para la práctica[43]. Por tanto, cuando se habla de persona en Kant estamos hablando de persona moral, o sea, de un ente racional capaz de imputación[44]. El hombre no es una cosa, no es algo que pueda usarse como simple medio, debe considerarse en todas sus acciones como un fin en sí[45]. Las cosas del mundo fenoménico tienen sólo un valor relativo, por lo que pueden ser utilizadas como medios (para mí), mientras que las personas son fines en sí merecedores de respeto[46]. Un fin en sí no es un fin meramente subjetivo, sino un fin objetivo, o sea, cosas cuya existencia es un fin en cuyo lugar no puede ser puesto ningún otro fin, porque sin él no podría ser encontrado absolutamente nada que tenga valor absoluto. Este concepto es necesario para la existencia del imperativo categórico, ya que lo categórico de la ley práctica sólo puede fundarse en algo que tenga valor absoluto, o sea, que sea fin en sí mismo[47]. La noción de inseidad, que la KrV había proscrito teóricamente, es recuperada para la persona o ente racional desde la consideración del conocimiento práctico-moral.

 

Precisamente porque la noción de persona es fundamento moral del imperativo categórico, cabe enunciarlo así: “obra de tal manera que uses siempre de la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, a la vez como un fin, nunca sólo como un medio[48]. En cuanto que la persona es fundamento y sujeto de la ley moral, es santa[49], por eso no puede ser utilizada como solo medio ni siquiera por Dios mismo[50]. Y en la medida en que cada persona es legisladora forma junto con todas las demás un reino general de los fines, un mundo inteligible[51], que unimos a la voluntad y a la personalidad de Dios[52]. 

 

Kant ha sabido, pues, separar el conocimiento de la persona respecto del conocimiento del mundo, y, aunque deprima el alcance de ambos y reduzca la trascendentalidad a mera condición de posibilidad, ha puesto en la cúspide de su filosofar a la persona como fin práctico en sí mismo, atribuyéndole la función de unificar trascendentalmente el saber, de manera que gracias a la idea del yo moral las otras dos ideas, la del mundo y la de Dios, pueden conectarse entre sí, pues el conocimiento del mundo en Kant no lleva a Dios, sino al hombre.

 

 

II. C. La (aparentemente) imposible conciliación de las líneas ascendentes de la filosofía medieval y moderna.

 

Lo mismo que los seguidores de Descartes, los de Kant se preocuparon más por la sistematización del saber que por la prosecución en la investigación de la trascendentalidad del yo. Fichte amalgamó la noción de condición a priori de posibilidad kantiana con la de productividad, de manera que el yo quiero fichteano es autoproductivo y, así, lo que era condición a priori de la posibilidad  de la experiencia se constituyó en el fundamento de todo el sistema del saber humano. Schelling también mantuvo la idea de autoproducción, aunque convirtiendo la noción de condición de posibilidad en la de autoposibilidad necesaria, lo que ampliaba –por la vía de Leibniz– la sistematicidad desde el sujeto humano al divino, abarcando el saber infinito. Hegel redujo la noción de condición a priori de posibilidad al mínimo (ser, u objetividad), para desde ella elevarse paso a paso hasta el sistema absoluto del saber mediante el poder del negativo, es decir, por la autoproducción de sujeto y objeto. Y el último Schelling amplió la noción de autoposibilidad necesaria hasta convertirla en autoposibilidad libre o histórico-contingente. La indicación de trascendentalidad quedó así sepultada bajo la idea de autocreación o autoproducción homogeneizadoras.

 

La noción del trascendental kantiano fue retomada, después de la reflexión absoluta hegeliana, por aquellos pensadores modernos que intentaron elevarse, también mediante la reflexión, por encima del conocimiento empírico sin caer en el sistema absoluto. Husserl relanzó la idea de trascendentalidad en la forma de un subjetivismo trascendental-radical del saber[53]. Se trata de obtener una clara comprensión de sí en cuanto subjetividad o sede originaria de toda formación objetiva de sentido y de validez de ser: el verdadero sentido de las ciencias y el verdadero sentido del ser del mundo es el subjetivo trascendental. Por tanto, se reitera la noción del trascendental kantiano. La diferencia con Kant se cifra en la radicalidad, que se explicita, en primer lugar, como una ampliación de la experiencia, la cual pasa a ser de experiencia sensible o moral a la experiencia del “mundo de la vida”, que es el problema filosófico universal[54]. En segundo lugar, Husserl admite la existencia de la intuición intelectual, pero como auto-representación o término de la intencionalidad del sujeto trascendental o ser espiritual, a diferencia de Kant que sólo admitía la intuición empírica. Lo mismo que la filosofía trascendental kantiana abría la posibilidad de resolver todos los problemas del conocimiento humano, así Husserl piensa que todos los problemas del mundo de la vida han de encontrar solución en su fenomenología trascendental, sólo que ésta de índole netamente intelectual[55]. La fenomenología trascendental no es sino el estudio e investigación de todos los fenómenos subjetivos, es decir de todos los objetos del mundo de la vida en cuanto que ellos dependen-de y discurren-en el sujeto, pero en un sujeto anónimo y universal[56]. El mundo es un producto universal espiritual[57], y el sujeto personal humano es una objetivación de una subjetividad universal[58]. Husserl pone, pues, por encima de la persona a un sujeto trascendental impersonal del que procedería todo el mundo objetivo, incluyendo en éste a las personas.

 

Con Heidegger se concibe la esperanza de una conciliación al alza de las filosofías antiguo-medieval y moderna. Buen conocedor de Aristóteles y de algunos filósofos medievales, Heidegger parece conservar la noción de lo trascendental antiguo-medieval. De hecho, en Ser y Tiempo la tarea de su filosofar puede ser descrita como la conciliación de dos trascendentales, el ser y la verdad. La trascendencia de la verdad es asimilada a la descripción aristotélica del alma, la cual es en cierto modo todas las cosas. En cambio, la trascendencia del ser reviste las características de la condición a priori de posibilidad kantiana. A diferencia de los modernos, Heidegger considera el ser como trascendental, y a diferencia de los medievales considera la verdad como un trascendental humano. Entre ambos trascendentales rige una relación de mutua fundamentación, pero con una diferencia interna, a saber, el ser trascendental es condición a priori de posibilidad de la verdad, mientras que la verdad es mera desocultación del ser. La tarea del hombre es desvelar el sentido del ser, dejar que se muestre en la temporalidad del hombre, mientras que el ser no tiene tareas, es sólo la condición a priori de posibilidad del pensar y de lo pensado (ente). Así parece que se reconcilian dos sentidos históricos de lo trascendental: el anima quoddammodo omnia y la condición a priori de posibilidad. La filosofía de Heidegger es una filosofía de la posibilidad, no de la realidad, pero en Ser y Tiempo no pretende serlo de modo excluyente, sino que antepone la filosofía de la posibilidad al realismo; el realismo viene después de satisfacer la pregunta por la posibilidad, y ha de ser modificado en esa misma medida.

 

En Heidegger el hombre es concebido como la trascendencia existente que sobrevuela en posibilidades, una esencia de la lejanía[59]. Sin embargo, el trascendental humano no es de la misma índole que el ser trascendental, puesto que éste es condición a priori de posibilidad y fundamento (tanto del pensar como del ente), en tanto que el pensamiento humano es trascendental como desvelamiento del sentido del ser y del ente. Mientras que el ser es posibilidad (Möglichkeit), suelo (Boden) y acreditación (Ausweiss), en una palabra: (Grund) fundamento, el hombre es, por su lado, abismo (Ab-grund),  autotemporalización (sich zeiten), finitud (Endlichkeit)[60], es decir: libertad (Freiheit), pero ambos se ajustan como fundamento ponente y fundamento receptivo, como posibilitación y mostración, como acreditación y reconocimiento, dando lugar a la verdad ontológica.

 

Sin embargo, el intento de Ser y Tiempo fracasó, y el fracaso indujo a Heidegger a declarar imposible que el hombre sea el detentador de la verdad trascendental, la cual le pertenece en exclusiva al ser. Con esto se ve que el conato heideggeriano de elevar al hombre a la altura de los trascendentales, en cuanto que desvelador activo del sentido del ser, terminó en la renuncia al carácter trascendental de la actividad humana. La conjugación armónica de los dos trascendentales, el ser y el hombre no fue posible, de tal manera que el sentido kantiano de la trascendentalidad como condición de posibilidad se impuso sobre el sentido antiguo-medieval de que el alma es quodammodo omnia, pero de tal manera que lo humano del pensar quedó supeditado radicalmente a lo incógnito del ser.

 

Si el más serio intento de elevar al hombre a la altura del ser trascendental, conjugando la filosofía moderna con la antigua y medieval, no se ha mostrado posible, cabría deducir (falsamente) que la unificación de ambas filosofías es imposible.

 

III. La posible compatibilidad de las filosofías antiguo-medieval y moderna en la noción de persona, mediante la proyección de los trascendentales.

 

Si el lector me permite usar como ayuda una metáfora, me remontaré a la geometría. Todos recordamos cómo muchas de las demostraciones geométricas, por ejemplo, al hablar de los triángulos, recurrían para hacerse viables a la proyección imaginativa de sus lados, mediatrices o bisectrices. La proyección, consistía en prolongar más allá de sus límites los lados de una figura para construir con tales prolongaciones otras figuras cuyos lados ofrecieran relaciones mejor y más conocidas o conocibles. Pues bien, lo que intento sugerir con la metáfora de la proyección es que efectivamente, en sus formulaciones estrictas, las filosofías moderna y la medieval son incompatibles, pero que si, abandonados sus límites, nos atrevemos a trazar las líneas que las unen con los puntos supremos a que ellas apuntan, ambas líneas de búsqueda  filosófica resultan compatibles y armonizables en una filosofía de los trascendentales.

 

Siguiendo el camino antes trazado, empezaré por Tomás de Aquino y terminaré por la filosofía moderna.

 

III.1.- El obstáculo para la consideración trascendental de la persona en la filosofía medieval

 

¿Qué obligó a Tomás de Aquino a entender al ser como ente, y qué le impidió entender la persona como trascendental? La respuesta es sencilla: para Tomás de Aquino lo real es lo singular[61], mientras que lo universal es abstracto o irreal, salvo como dimensión de lo singular. El implícito de esta adjudicación de la realidad a lo individual es la objetivación o confusión de la realidad con la presencia mental[62]. Si lo real es lo presente, entonces no podremos elevarnos por encima del conocimiento del ente, porque el ente, tal como se lo concibe, es lo que está presente al entendimiento. Lo que llama Polo “el prestigio de la unicidad[63], que domina la filosofía desde Parménides en adelante, aparece en Aristóteles y Tomás de Aquino como la adjudicación de la realidad a lo singular.

 

El esse es, en el tomismo, una intentio mentalis que sólo tiene un correlato real íntegro en el ente simple, y parcial en los entes compuestos, como uno de sus principios. ¿Por qué no puede ser directamente real el esse? Porque el existir no existe, lo que existen son entes; o sea, en el fondo, sólo por la necesidad de predicar el esse, pues como el ejercicio del lenguaje requiere de un sujeto y un predicado verbal, no basta con el esse (mero predicado), hace falta un sujeto de predicación. Ahora bien, predicar no es lo mismo que conocer ni mucho menos que ser. El ser es sin hablar ni predicarse. ¿Qué falta le haría al ser un sujeto de predicación, si ser no es predicar ni ser predicado? ¿Y qué añade el ente a la simplicidad del esse? La singularidad, el hypokeimenon. La simplicidad, según el tomismo, tendría que ser singular para ser real. ¿Pero no contradice eso directamente la máxima comunidad del esse? Si el esse fuera «de sí mismo», si el esse fuera particular o singular, entonces nada podría ser, salvo sólo el esse. Al entender el esse como un ente, aunque sea el simple, Tomás de Aquino está negando el esse como esse, por un lado, su trascendentalidad pura, y, por otro, su realidad radical. Y, sin embargo, al mismo tiempo nos dice que Dios es el ipsum esse subsistens, o sea, el esse puro existente por sí, y piensa que el esse es la primera de las realidades creadas. ¿En qué quedamos el esse es un abstracto, o es la realidad más radical?

 

Una consecuencia inmediata de la confusión de lo real con lo presente singular es la negación de la inteligibilidad de la causa material, la cual es tan meramente potencial que puede ser substituida por la presencia mental sin que se note su substitución. La causa material no es objetivable, o sea, no puede ser hecha presente por el pensamiento. En la medida en que entender sea presentar, la materia será ininteligible. Pero una ininteligibilidad estricta de la materia es inadmisible: ¿cómo podríamos ni siquiera sea hablar de lo que nos es absolutamente ininteligible?, ¿cómo es que podemos sentar la existencia de algo que desconocemos por completo? Afirmarlo es un contrasentido puro: hablar de lo que de ninguna manera se sabe es imposible. Por eso, el aristotelismo confiesa la insuficiencia del entendimiento para conocer toda la realidad, y pone como requisito forzoso el complemento del conocimiento sensible: la materia no puede entenderse, sólo puede señalarse como lo singularizante en el singular. Pero, naturalmente, eso no lo exigen ni lo dicen los sentidos, sino el entendimiento, de manera que el entendimiento entiende como percibido por los sentidos lo que él no entiende. Es una incongruencia insostenible: no se puede pretender que no se entiende lo que se entiende que existe. Si no se puede entender la causa material, entonces tampoco se podrá entender qué es lo que, según ellos, perciben los sentidos, por lo que atribuirles el conocimiento de la materia será lo mismo que atribuirles no se sabe qué.

 

Aunque se atribuya a la materia su propia ininteligibilidad y no a una incapacidad del entendimiento, lo cierto es que si se admitiera que la causa material existe, entonces no todo lo real podría ser entendido, ni tan siquiera podría ser verdadero, puesto que la razón de verdadero sólo la capta el entendimiento. Si no hay ciencia acerca de los singulares por causa de la materia, ¿cómo la tendremos acerca de la causa material? Aristóteles, que era pagano, en buena lógica tenía pensar que Dios tampoco conocía la causa material, y que, no siendo creador, era sólo el motor del universo. La causa material era para él tan originaria (ingenerable e incorruptible) como la noesis noeseos noesis, y ésta un conocimiento tan incompleto de la realidad como, por su lado, lo es el conocimiento sensible.

 

De la imposibilidad, para el entendimiento, de entender la causa material deriva otra grave consecuencia para aquél, a saber: que su actividad abstractiva no sea entendida como una actividad integradora o articuladora, sino disgregante. Abstraer será prescindir de parte de lo real, justamente de aquello que no es inteligible. Pero entonces nuestro conocimiento de la realidad no sólo no es completo, sino que es subjetivo: entendemos no la realidad, sino sólo lo inteligible de la realidad. Hablar de «realidad» en estas condiciones no es coherente. Pensar que sólo es real lo singular, pero a la vez que sólo es inteligible lo que no es singular, es separar al entendimiento de la realidad, y, como dije antes, reducir lo verdadero a una porción de lo real, eliminando la trascendentalidad de la verdad o la conversión de los trascendentales.

 

Pero supongamos que, aunque no la entendiéramos, pudiéramos «conocer» la materia. Si la materia existe, entonces –en términos tomistas– ha de «participar» del esse, pero si el esse no es más que un abstracto, y la materia es aquello de lo que se abstrae, o sea, lo que se deja de lado al entender y que no puede ser nunca un abstracto, entonces no puede participar del esse. Si para entender el esse se abstrajera de la materia, entonces no podríamos saber que la materia existe, y si a pesar de eso la materia existiera, entonces el esse no sería trascendental, porque habría una realidad que no estaría afectada por el esse. Si, en cambio, dijéramos que el esse es entendido sin abstraer de la materia, es decir, incluyendo la materia, entonces el entendimiento debería poder entender la materia, puesto que entiende el esse –cuyo concepto abarcaría a la materia–. Y si se nos dijera que la materia es entendida indirectamente porque siempre va unida a una forma, entonces la noción de materia prima o no podría formularse, o habría de ser puramente abstracta, ¡justo lo que por definición no puede ser! Lo cierto es que Tomás de Aquino sostiene a la vez que el esse es inteligible y que la materia no lo es. ¿Qué hemos de pensar: que la materia no existe, o que el esse no es «lo más común a todo»?

 

Todos estos problemas derivan de la objetivación. Una cosa es que la materia no pueda ser objetivada y otra que no pueda ser entendida. Una cosa es que el esse no pueda ser objetivado y otra que haya de ser entendido como ente.

 

En resumen, los problemas que derivan de la objetivación del esse como ente o como dimensión del ente singular son insolubles por confusión del entender con la presencia mental. Tomás de Aquino no quiere entender el esse como un objeto, porque no puede serlo, pero como confunde la realidad con la presencia mental o actualidad, o sea, con la objetividad, tiene que negar la realidad al esse, dejándolo en mero concepto (del lado del sujeto), y atribuyéndolo a lo real objetivo como una forma, o sea, como sólo un ingrediente de lo real.

 

 

III.2. El obstáculo para la consideración trascendental de la persona en la modernidad

 

¿Qué impidió a Kant entender a la persona como trascendental auténtico y no como mera condición de posibilidad? Respuesta: pues que, a pesar de todas las apariencias, él siguió pensando que la verdadera realidad, aunque desconocida intelectualmente para nosotros, son las cosas en sí, los noúmenos. Es cierto que fue él quien introdujo la distinción entre lo en sí y lo para mí, entre lo nouménico y lo fenoménico, pero por razón de un defecto de nuestro entendimiento (carencia de intuición intelectual), de manera que, en cuanto creyó haber establecido otro tipo de conocimiento, restituyó la realidad al lugar que él creía que le correspondía, a saber, a las cosas en sí. Por eso pensó que la persona es una cosa, un objeto, pero un objeto no del entendimiento, sino de la voluntad, un fin objetivo, un fin en sí mismo[64], y, por tanto, el único noúmeno que está al alcance del conocimiento, no intelectual, sino moral[65]. A pesar de todas sus precauciones, Kant siguió pensando que el sujeto moral, la persona o el ente más alto, es una realidad en sí o realmente objetiva.

 

La función de atenencia, con la que salió al paso de las antinomias, no fue más que un circunscribir reductivamente el alcance de la presencia mental a la experiencia sensible, pero sin abandonar aquélla. La noción de cosa en sí como algo ignoto –y opuesto a lo para mí– establece el límite mental, pero reproduce de otra manera los mismos defectos que suponía la materia en el aristotelismo: proyecta lo desconocido más allá del límite, en vez de abandonar a éste. Y la ampliación analógica de la experiencia sensible a la experiencia moral no neutraliza el valor articulante de la presencia mental.  Por eso, al final el sujeto se resuelve en un objeto en sí, no sensible ni intelectual, pero a la postre objeto, pues la presencia mental es siempre presencia del objeto.

 

Así que todo el giro copernicano de Kant, por el que pone en el centro de su metafísica al sujeto en vez de al objeto, termina en su cúspide entendiendo al sujeto como el objeto en sí o noúmeno de la voluntad. Pero la noción de cosa en sí o noúmeno es refractaria por completo a toda trascendentalidad, ya que implica la incomunicabilidad, mientras que la trascendentalidad es la comunicación integral. De modo que, aunque pensó, a la persona como lo más alto de su filosofía, no pudo pensarla más que como un objeto en sí que condiciona la posibilidad de toda intelección y sensación.

 

¿Qué obligó a Heidegger a prescindir de la trascendencia del hombre? Respuesta: su insistencia en el intento de hacer experiencia del sentido del ser. Heidegger estableció el hondón de la experiencia en la urdimbre de la temporalidad ek-stática humana, descentralizando la presencia como mero momento en la secuencia puramente remisiva de la temporalidad entera, con la esperanza no de presentar el sentido del ser, sino de fenomenizarlo en la experiencia fundamental (intelecto-afectiva) del vacío de sentido (angustia) de la existencia humana. Pero la temporalidad heideggeriana incluye el presente, el cual, aunque parece neutralizado, en realidad sigue teniendo valor articulante, pues el tiempo sólo puede ser tiempo entero gracias a la presencia.  Por esa razón, cuando el ser no compareció a la pregunta fundamental, su no comparecencia fue interpretada por Heidegger como el modo de estar el ser, a saber, el ocultamiento. De este modo el ocultamiento, que antes era un olvido del hombre, pasó a pertenecer al sentido del ser: el fracaso del intento de hacer experiencia del sentido del ser fue interpretado por él como la experiencia del sentido del ser en cuanto que fracaso del desvelar, es decir, en cuanto ocultamiento. Este trueque de la no respuesta en respuesta negativa, de la no experiencia en experiencia de que no, se produjo merced al juego de la presencia residual en sus planteamientos: la ausencia es interpretada como una presencia oculta. De nuevo se proyecta en el más allá del límite mental (en el ser) lo que es propio del límite mental: el ocultamiento que se oculta. Y, como resultado de eso, el ser humano queda reducido a la condición de intérprete (en el sentido artístico) de una composición que es de otro, o sea, el ser humano ejecuta el papel de un ente que juega por la salvaguarda del sentido que el ser dicta en cada caso.

 

III.3. La conversión del obstáculo en camino

 

De lo inmediatamente precedente se concluye que ni la experiencia moral ni la experiencia de la integridad del tiempo son de suyo caminos para descubrir la trascendentalidad de la persona. Y no lo son, porque toda experiencia hace referencia a la presencia mental, o sea, a la limitación objetiva del pensamiento. Algo similar acontecía cuando se señalaba el obstáculo correspondiente en la filosofía antiguo-medieval: el obstáculo para la trascendentalidad del ser y de la persona era la presencia mental. Por tanto, aunque existe entre ellas una diferencia notoria de puntos de partida y enfoques, algo tienen en común ambas líneas de pensamiento, a saber, que tropiezan por distintas vías en un mismo obstáculo, el cual desvía su atención y hace inaccesible el camino hacia la trascendentalidad de la persona, a la que ambas apuntan como a lo más alto. Pensar a la persona como un ente, como una cosa en sí o como un ente especialmente vinculado al ser (al que en su ser le va el ser) impide que nos demos cuenta de su auténtica altura, porque asocia a la persona con la objetivación.

 

Se ha encontrado un obstáculo común a las vías intentadas hasta ahora para entender la dignidad de la persona, de manera que si, en vez de suprimir ese obstáculo, consiguiéramos convertirlo en camino, se abrirían nuevas vías para alcanzar la meta deseada: el conocimiento de la indudable altura real de la persona.

 

¿Qué tipo de obstáculo supone la presencia mental para la persona? Evidentemente no es un obstáculo que la haga imposible, puesto que nosotros, siendo personas, ejercemos la presencia mental, sino que es un obstáculo que nos impide conocerla tal como es en su debida altura. Leonardo Polo propone abandonar el límite lanzándose a partir de él para alcanzarse como «además». La persona no queda circunscrita por el límite mental, puesto que somos capaces de detectarlo como límite[66]. La presencia mental es una iluminación aminorada que depende de otra luz interior, la cual es capaz de detectar su aminoramiento. Por tanto, la persona se descubre como siendo por añadidura al límite. La persona sobra con respecto del límite mental. No es que la persona se asiente sobre el límite para lanzarse, ni tampoco que se compare con él o se yuxtaponga a él, sino que no es afectada por el límite, de manera que, aunque al trascenderlo no desaparece, el límite no lo es para la persona, porque la persona sobreabunda. La persona trasciende el límite mental, y lo trasciende no partiendo de él como referente, sino  por su intrínseca actividad sobrante o donal.

 

El límite mental no es una una frontera que deje indicado un más allá, es la actividad presencializante del alma humana que se cierra en el objeto. Detectar el límite cognoscitivo como actividad del alma propia abre la atención a una luz interior más intensa. En la medida en que es una actividad nuestra, abandonar el límite buscando la luz que lo detecta puede ser considerado como un autotrascendimiento, el primero[67], pero no es un autotrascendimiento en el sentido de un ir más allá, ya que no existe ningún más allá del límite mental, sino en el sentido de darse cuenta de un plano superior de luminosidad. La luz interior más intensa que ilumina a la presencia mental entera (como ocultamiento que se oculta) es «además» porque no la suprime y porque no depende de ella, sino al revés. «Además» indica trascendentalidad, no una trascendentalidad relativa al límite, sino trascendentalidad como actividad iluminadora que se mueve en el ámbito de la máxima amplitud, es decir, para la que no existen opacidades u ocultamientos que, a su vez, se oculten. Trascender el límite mental es abandonar el ver bajo la luz limitante y abrirse al ámbito de la donación, al ámbito de aquellas actividades que no quitan ni pierden al comunicarse. Al abandonarlo, el límite ya no nos detiene ni nos entretiene, sino que deja aparecer a nuestra mirada una actividad que no se detiene o extingue en un término, sino que se despliega en un ámbito de amplitud irrestricta, el ámbito del dar puro, en el que ni se quita ni se pierde ni se detiene el conocimiento. «Además» significa, pues, actividad donal o personal.

 

Si entendemos la persona como donación, no como donación de sentido, ni de alguna cosa general o particular, sino como donación de sí, como «además» que no se extingue ni termina, porque se plenifica en el dar, estaremos ya en condiciones de acercarnos a una nueva noción de trascendentalidad.

 

En efecto, la actividad de dar humana no funciona según la aprioridad del fundamento, puesto que se trata de una actividad que se abre y se asienta en el futuro: el dar (como iniciativa) espera aceptación (como forma de dar) y comunicación, tanto es así, que no se consuma más que, una vez aceptado, en el don mutuo que no se extingue. El dar trascendental humano es un futurizar establemente la actividad interpersonal. Por eso, ni el dar se funda en el límite, ni el límite se funda en el dar. El «además» como actividad de dar nos abre una nueva dimensión de lo trascendental que no es ni el ser del fundamento ni la libertad como condición a priori de posibilidad.

 

Aunque en este trabajo no voy a desarrollar la trascendentalidad de la persona en sus dimensiones específicas, con lo ya averiguado podemos proyectar luz sobre la historia del pensamiento. Si la persona no funciona según el fundamento, y, eso no obstante, la descubrimos como trascendental donal, entonces hemos de admitir que en la realidad los trascendentales admiten varios órdenes. Precisamente por ser donal, la persona no excluye la trascendentalidad del mundo, pero, a la vez, se distingue radicalmente de ésta. Lo primariamente trascendental del mundo es el ser, no el ente –que es introducido por nuestra presencia mental–, sino el ser como primer principio o fundamento, el esse creado, prima rerum creatarum. Lo trascendental de la persona es la libertad, es decir, la actividad gratuita y sobrante de dar. La libertad no se caracteriza por ser lo primero, porque dar es indiferente a ser lo primero: tan donal es el aceptar como el tomar la iniciativa de dar y como el don. La persona y la libertad se caracterizan por ser lo más alto y digno. Por eso, la persona sin ser lo primero creado puede dar cumplimiento a lo primero. La persona es, concretamente, capaz de dar sentido a las propiedades del ser, o sea, a los trascendentales mundanos secundarios, puesto que es ella la que los convierte en auténticos dones al entenderlos y quererlos. El ser y la esencia del mundo son verdaderos y buenos, pero sólo son captados como tales por las personas, las cuales son los receptores activos de su verdad y bondad.

 

Según esto, los hallazgos de los medievales acerca de los trascendentales han de ser referidos –tras ser corregidos y aumentados– al ser y la esencia del mundo. Digo corregidos, porque una vez alcanzada la trascendentalidad de la persona, no se puede seguir manteniendo que los trascendentales sean meros conceptos, sino que el ser del mundo ha de ser entendido como acto real y trascendental o último en su línea. Y digo aumentados, porque la verdad y el bien no pueden ser considerados como propiedades del ser, sino que son dimensiones trascendentales del mismo ser, en cuanto que comunicable por los trascendentales personales.

 

Así mismo, el proyecto de emancipar la libertad por parte de los modernos, debidamente corregido y elevado, también es rescatado y llevado a término por la trascendentalidad donal de la persona. La persona, en efecto, es emancipada respecto del mundo, no es entendida como una parte del mundo ni está fundada por él, sino que es la iniciativa en el dar que no quita ni pierde al dar, una actividad originariamente distinta del fundamento. De este modo, la libertad trascendental corrige la noción moderna de espontaneidad eficiente o de condición a priori de posibilidad, pues ni es fundamento ni es abismo, sino una actividad y mucho más alta: la posesión del futuro que no lo desfuturiza, es decir, que se despliega desde el futuro y es capaz de destinarlo sin perder ni quitar, al hacerlo. Pero la indicación indirecta contenida en la noción de condición a priori de posibilidad es también aprovechada. Con ella se pretendía marcar cierta diferencia con la fundamentalidad del ente –no es lo mismo estar siendo que abrir la posibilidad de ser–, aunque de modo insuficiente, puesto que también la condición de posibilidad es una forma de prioridad. Por su parte, la actividad de dar se distingue radicalmente del ser fundamental y no reitera su principialidad, por lo evita el conflicto entre la libertad y el fundamento real, cosa que acontece cuando se entiende la libertad como condición a priori de posibilidad o como causa.

 

IV. CONCLUSIÓN

 

Las filosofías medieval y moderna tienen distintos puntos de arranque y recorridos muy diversos en su búsqueda de la verdad, sin embargo ambas coinciden en situar a la persona o a la existencia humana en el plano más alto de la realidad. El resultado de la investigación precedente nos aclara que, en el intento de definir la altura real de la persona, ambas líneas de pensamiento tropiezan con un obstáculo común, si bien diversamente acusado por ellas. Ese obstáculo común es la objetivación o presencia mental. Medievales y modernos lucharon contra ese obstáculo con diversos resultados. Mientras que la filosofía medieval desarrolló un relativo conocimiento predominantemente teórico de la persona, la moderna desarrolla un cierto conocimiento predominantemente práctico de ella. No tendría que existir contradicción entre ambas trayectorias, puesto que parecen complementarias. Pero lo cierto es que la primera se atrofia históricamente, y la segunda se absolutiza o hipertrofia. No son una la continuación de la otra, sino dos intentos distintos que se suceden por paralización del primero, y de tal modo que el atasco del primero induce la desviación del segundo.

 

Sólo el hallazgo de un método que, sin despreciar la objetivación, la abandone intelectualmente, será capaz de deshacer el nudo gordiano que impide el acceso a los trascendentales reales y personales. Y esa es la gran aportación de Leonardo Polo. No tiene sentido luchar contra la limitación objetiva, como han hecho medievales y modernos, pero sí lo tiene proseguir el saber una vez detectado el límite como límite mental, no como límite ontológico.

 

La prosecución del saber a partir del límite mental se puede hacer de varias maneras, pero la indicada en la línea ascendente es la que lo abandona en la forma de una intensificación en luminosidad del propio saber. Ésta nos lleva al descubrimiento del carácter de «además», que corresponde a lo más alto del ser humano. Utilizando la terminología tradicional, y común tanto a la filosofía medieval como moderna, aunque revista en cada una de ellas notables diferencias de significación, cabe afirmar que el «además» remite al plano trascendental. La cima del abandono metódico del límite es el hallazgo de la trascendentalidad de la persona como «además». La persona trasciende el orden de los conocimientos objetivos, tanto por el lado de la iluminación como por el de lo iluminado.

 

Desde luego, saber y método –y también objetivación– son actos de la libertad y de la inteligencia, es decir, de la persona, de manera que si la propia persona no fuera trascendental, no existiría para ella lo trascendental, y si, siéndolo, no descubriera su propia trascendentalidad o no encontrara el camino para entenderla, se embarrancaría en problemas de congruencia, que es lo que hemos encontrado al final en las líneas ascendentes del filosofar medieval y moderno.

 

Trascendental es aquel conocimiento que, en vez de establecerse en lo limitado del límite mental, lo convierte en método o camino para proseguir sabiendo hacia las ultimidades. La prosecución ascendente del saber respecto del límite mental se corresponde con el conocimiento de lo trascendental. En esa medida, el conocimiento trascendental se distingue del conocimiento cerrado u objetivo, y significa: abierto sin restricción, o lo que es equivalente, inacabamiento activo del saber en orden a lo último. Pero esto implica que, siendo el límite mental el determinante de la irrealidad del pensamiento, si se consigue proseguir el saber, se ha de obtener un conocimiento de la realidad última que no la substituya por una copia o por una representación suya, sino que coincida con ella, captándola en su propio cursar. Lo conocido con este conocimiento trascendental no son conceptos ni condiciones subjetivas del conocimiento, tampoco cosas u objetos, sino, como digo, las realidades últimas, o sea, los trascendentales. Para conocerlos se requiere un método que sea congruente con ellos, no vale cualquier ocurrencia. Ellos son lo más conocible de todo, pero no son lo más conocido por nosotros, y no sólo porque se sitúen más allá de las manifestaciones o esencia, sino porque el hombre introduce un obstáculo para su conocimiento: la objetivación. Y dado que nosotros conocemos inicialmente objetivando, es imprescindible abandonar en ascensión intensiva el límite mental para conocer los trascendentales reales, o sea, la dignidad real de la persona.

 

Al abandono del límite mental como descubrimiento del «además» es a lo que me refería, páginas atrás, con la metáfora de la «proyección» de las líneas ascendentes de las filosofías medieval y moderna. Si el límite mental es el obstáculo común –al medievo y a la modernidad– para el hallazgo de la trascendentalidad de la persona, su conversión en método puede servir para conciliar las aspiraciones más altas de ambas líneas filosóficas.

 

Prosiguiendo y corrigiendo los hallazgos medievales y los modernos, es posible vislumbrar un orden de los trascendentales más amplio. La persona, en vez de ser (como los trascendentales medievales) lo común a todo, es lo que se comunica con todo, lo abierto a todo. Lo común deja de ser concebido estáticamente y pasa a ser entendido como actividad comunicativa. Naturalmente, la comunicación no corresponde al ser del mundo, sino al ser humano. Pero la trascendentalidad de la persona, por ser donal o «además», no anula la del ser del mundo, sino que la acoge: el ser personal del hombre reviste la forma de una co-existencia, no la del mero ser creado. El esse creado puede ser reconocido como prima rerum creatarum, o sea, como la primera realidad creada, pero no es personal y se distingue realmente de su esencia. En consecuencia, la verdad y el bien, que eran propiedades del ser creado han de ser entendidos como lo inteligible y lo deseable o bueno, por completo diferentes de la inteligencia y de la bondad propias del hombre, aunque  compatibles con ellas. La persona humana no es la primera criatura creada, pero por su actividad donal puede acoger y perfeccionar a lo que la precede como criatura.

 

Por otro lado, la trascendentalidad como actividad donal lleva a cumplimiento la aspiración kantiana del reconocimiento práctico del respeto que merece la persona, poniéndola al margen de toda utilización posible, y de toda objetivación, pero sin condenarla a la condición de noúmeno o cosa en sí, desconocida para el entendimiento. Además, si la persona tiene una altura trascendental, es decir, es una ultimidad original de la que dependen todas las manifestaciones del ser humano (la esencia del hombre), entonces la persona humana no depende del mundo. De este modo, la tesis de la independencia de la libertad humana respecto del mundo, que fue ya defendida por Descartes, así como por Kant y Heidegger, resulta potenciada, pero no consiste en sustituir al fundamento, haciendo sus veces (producción), ni en ser fundada por ninguna otra cosa, sino en la destinación donal. Por último, se mantiene la distinción entre la bondad del corazón (moral) y el bien o lo apetecible (mundano), pero ambos resultan compatibles para la donalidad de la persona humana, que puede darse a sí misma tanto mediante la comunicación de bienes (mundanos), como mediante la obediencia a la ley moral y las virtudes, con las que se hace mejor y coopera a que hagan mejores los demás.

 

Desde la cima de la persona, entendida trascendentalmente, se recupera la visión de conjunto del saber filosófico. El hallazgo de los trascendentales puede ser proseguido en el terreno de la persona, pues es propio de ella ser lo realmente más alto. Los medievales en la filosofía de su más ilustre representante Tomás de Aquino, apuntaron a la importancia real de los trascendentales, pero no estuvieron en condiciones de entenderlos como reales, con lo cual no pudieron unir la elevación implícita en ellos con la de las personas, a las que sí reconocían como reales. Esta falta de congruencia entre lo que se quería indicar con la noción de lo trascendental y las realidades que lo eran, hizo a los modernos desechar al principio lo trascendental, apostando –la mayoría– por la libertad. Pero al entender la libertad sin la debida altura (trascendental), la presentaron como un opuesto del fundamento, en términos de producción y de posibilidad. La noción de posibilidad se forma en relación con la producción: posible es, para el hombre, lo producible. Si la persona es referida al ser mediante la producción, entonces viene a ser entendida como la condición a priori de posibilidad de todo producir, haciendo las veces del fundamento y de las causas. Pero así nunca alcanza a ser lo más alto de la realidad humana, sino sólo lo imprescindible para sentirse experiencialmente hombre –sea en el plano moral (Kant), sea en el existencial (Heidegger)–.

 

Teniendo en común las limitaciones y desarrollando dos temas distintos, el del ser del mundo y el de la persona o existencia humana, se ve que no es imposible que el intento de abandonar tales límites, mediante la prolongación de sus líneas ascendentes, pueda dar lugar a una conciliación armónica en un plano superior, precisamente en aquel en el que es posible una ampliación más alta, en el plano trascendental.

 

La conciliación a que se hace referencia en esta investigación no es la de una correspondencia punto por punto ni es tampoco la de una superposición de los hallazgos medievales y modernos, sino más bien la de una distribución de ámbitos: lo hallado como trascendental por la filosofía medieval se sitúa, una vez potenciado su carácter real, en el ámbito del ser y de los trascendentales mundanos (lo verdadero y lo bueno); lo hallado por la filosofía moderna como constitutivo de la dignidad de la persona, una vez eliminado su sentido de condición a priori de posibilidad, puede ser realzado a la altura de lo trascendental siempre que la libertad y la bondad de que se hable sean entendidos según el dar personal. Pero todo ello es sólo posible, no necesario; es conveniente, no obligado; es «además», no dialéctico. Y eso significa que sólo es metódicamente alcanzable en la medida en que libremente se abandone el límite mental.

 

 

 

                           



[1] Pamplona, 1999, 11.

[2] Summa Theologiae (ST)  I, 5, 2 c: “Primo autem in conceptione intellectus cadit ens”. Cfr. De Veritate, 1, 1 c:”Id quod primo intellectus concipit quasi notissimum, et in quo omnes conceptiones resolvit, est ens”. Cfr. E. Forment, Filosofía del ser, PPU, Barcelona, 1988, 76-77.

[3] Resumo a continuación la doctrina acerca del esse y el ens contenida en el comentario de Tomás de Aquino al De hebdomadibus de Boecio, lect. 2,  Sti. Tomae Opera Omnia, R. Busa, Frommann-Holzboog, Stuttgart- Bad Cannstatt, 1980, vol. 4, 539 ss.

[4] Ibid., 540 [100 ss.]

[5] Ibid. [225-300]

[6] Confesiones III, 6, 11.

[7] "Esse quod rebus creatis inest, non potest intelligi nisi ut deductum ab esse divino", De pot. q. 3, a. 5, ad 1.

[8]STI, 8, 1 c “Esse autem est illud quod est magis intimum cuilibet et qod profundius omnibus inest…Unde oportet quod Deus sit in omnibus rebus, et intime”.

[9]STI, 5, 2, Sed contra.

[10]STI, 105, 5, co: “et ipse Deus est proprie causa ipsius esse universalis in rebus omnibus, quod inter omnia est magis intimum rebus; sequitur quod deus in omnibus intime operetur”.

[11] Si el esse es lo comunísimo que hace comunísimo al ente, de manera que, gracias al esse, nada es real que no sea ente, entonces sustraído el esse no quedaría nada real.

[12] Téngase en cuenta que estoy considerando lo puramente simple, lo idéntico, no lo relativamente más sencillo. Los entes compuestos no lo son de entes simples, sino de principios más sencillos, pero no simples. Si siendo la simplicidad misma, el esse no admite adiciones ni mezclas, entonces los entes no están compuestos del esse que es la simplicidad, sino del esse creado, que no es simple, sino participado.

[13] In IX Metaph., lect. 11, Busa 4, 477-478.

[14]Naturalmente, la solución aparente consistiría en señalar que el esse abstracto sería el esse creado, no el subsistens. Pero incluso si el esse creado fuera abstracto, ¿cómo podría ser «la primera de las realidades creadas»? Un abstracto no es nunca real, pero el esse no puede ser más que real, sea creado o no.

[15] Por aquí entró en la filosofía la noción de causa sui, como la identificación de dos distintos.

[16] “Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura” (ST I, 29, 3 co).

[17] Quia enim in comoediis et tragoediis repraesentabantur aliqui homines famosi, impositum est hoc nomen persona ad significandum aliquos dignitatem habentes. Unde consueverunt dici personae in ecclesiis, quae habent aliquam dignitatem. Propter quod quidam definiunt personam, dicentes quod persona est hypostasis proprietate distincta ad dignitatem pertinente. Et quia magnae dignitatis est in rationali natura subsistere, ideo omne individuum rationalis naturae dicitur persona, ut dictum est”. (Ibid. ad 2)

[18]ST I, 3, 2 ad 3.

[19]ST I, 3, 2, ad 3.

[20] cfr.STI, 29, 4, ad 3.

[21]ST I, 29, 3, ad 4.

[22] Ibid.

[23] ST I, 29, 4 c.

[24]ST I, 29, 2, c, ad 1 y ad 2

[25]ST I, 29, 2, ad 3.

[26] Ibid. ad 4.

[27] Ibid., ad 5.

[28]ST I, 29, 4, ad 1.

[29]ST I, 29, 2, ad 3.

[30]STI, 29, 4 c: “Haec significatio hujus nominis persona non erat percepta ante haereticorum calumniam: unde non erat in usu hoc nomen persona, nisi scut unum aliorum absolutorum. Sed postmodum accommodatum est hoc nomen persana ad standum pro relative, ex congrentia suae significationis…”.

[31]ST I, 4, ad 3: “Ad tertium dicendum quod ipsum esse est perfectissimum omnium, comparatur enim ad omnia ut actus. Nihil enim habet actualitatem, nisi inquantum est, unde ipsum esse est actualitas omnium rerum, et etiam ipsarum formarum. Unde non comparatur ad alia sicut recipiens ad receptum, sed magis sicut receptum ad recipiens”. Cfr. De Potentia 7, 2 ad 9

[32]ST I, 30, 2 c.

[33] Mientras que en el «hypokeimenon» prevalece la quietud, en el «sistere» está indicado el movimiento, pues parar o detener son respectivos al movimiento. El «sub» respecto del «sistere» indica lo que está por debajo de la detención. La detención mide el movimiento, poniéndole un límite. Lo que está por debajo de la detención es lo que no es detenido por ella, sino que permanece intacto, por lo que con el «subsistere» cabe indicar el mantenerse del movimiento por debajo de toda detención, la superación de la caducidad del tiempo, pudiendo servir como metáfora para sugerir la sempiternidad propia del espíritu.

[34] Creo que algo de eso es lo que sugiere Tomás de Aquino cuando describe la subsistencia como «per se existere» (ST I, 29, 2 c) y a la persona como «per se una» (ST I, 29, 4 c). Aunque la expresión «per se» sea equívoca, variando según los verbos o substantivos a los que acompañe, puede servir para indicar la distinción con el «a se existere» divino, a la vez que la estabilidad ontológica subsecuente a la posesión del futuro por la persona, siempre que no se la entienda como causalidad per se o espontaneidad.

[35]ST III, 17, 2 c. Distingue aquí entre el esse personal y el esse natural. En Cristo es el ser personal el que da la unidad última a los dos esse naturales (cfr. Ibid. ad 1). En la Trinidad divina no existe más que un esse, porque en Dios se identifica, según Tomás de Aquino, el ser personal con el ser natural (Ibid. ad 3).

[36] Cfr.STIII, 3 ad 1.

[37]ST I, 30, 2, ad 4: “Unde bonitas convenit Spiritui Sancto quasi habita ab alio: Patri autem, sicut a quo communicatur alteri” (Cfr. Ibid., 39, 5 ad 6; 42, 5 c; 43, 4 ad 1). Tomás de Aquino admite la comunicabilidad de la naturaleza o esencia divina (ST I, 31, 2 c; De potentia, 9, 8 c), pero también la comunicabilidad de la persona divina en Cristo (In III Sententiarum, dist. 5, q. 2, art. 1 ad 2: “Ad secundum dicendum, quod triplex incommunicabilitas est de ratione personae: scilicet partis, secundum quod est completum; et universalis, secundum quod est subsistens;  et  assumptibilis  secundum  quod  id  quod  assumitur  transit  in personalitatem alterius et non habet personalitatem propriam. Non est autem contra rationem personae communicabilitas assumentis”. (Esta última afirmación es la que justifica la cita).

[38] Gratia autem unionis non est in genere gratiae habitualis: sed est super omne genus sicut et ipsa divina persona” (ST III, 7, 13 ad 3).

[39] La dignidad de la persona es reconocida según Tomás de Aquino por Dios mismo, la cual es cuidada por Dios por razón de sí misma, mientras que lo demás lo es por razón de ella (Summa Contra Gentes, III, c.112). Sin embargo, la persona es considerada dentro del orden predicamental.

[40] "Sólo a la voluntad la experimento en mí tan grande que no concibo la idea de otra más amplia y extensa... Pues aunque sea incomparablemente mayor en Dios que en mí, tanto por razón del conocimiento y de la potencia, que dándose en El juntos la hacen más firme y eficaz, como por razón del objeto, ya que se extiende a un número de cosas infinitamente mayor; con todo, no me parece mayor considerándola formal y precisamente en sí misma. Pues consiste solamente en que podemos hacer una cosa o no hacerla... o, más bien en que, al afirmar o negar, ligarnos o esquivar las cosas que el entendimiento nos propone, actuamos de tal forma que no sentimos que ninguna fuerza externa nos obligue a ello” (Méditation quatrième, Adam-Tannery, IX, 46, traducción tomada de L.Polo Evidencia y Realidad en Descartes, Madrid, 1963, 50-51).

[41] "Voluntad y libertad son la misma cosa" (3as Objeciones, respuesta a la decimosegunda, Adam-Tannery, IX, pág. 143).

[42] Grundlegung der Metaph. der Sitten (GMS), Ak 4, 393.

[43] KrV A 365 (Ak 4, 230, línea 9). Cfr. KpV 289 Ak 5, 162, línea 8, donde personalidad es igual al sí mismo o yo inobservable.

[44] Religión innerhalb, Ak 6, 26, líneas 10-11. Metaph. Anfangsgr. der Rechtslehre, Ak 6,223, líneas 24 ss.

[45] GMS, Ak 4, 429, 20-23.

[46] GMS, Ak 4, 428, 7-25.

[47] Ibid. líneas 3-6 y 25-33.

[48] GMS, Ak 4, 429, 10-12. Obsérvese que el «zugleich» (al mismo tiempo) implica la necesidad de considerar a la persona como objeto. Lo que se exige es que no se la considere sólo como objeto o medio, sino, a la vez que como medio, como sujeto o fin en sí. Kant no consigue librar a la persona de la objetivación.

[49] KpV  155, Ak 5, 87, líneas 14-16 ss.

[50] Ibid. 237, Ak 5, 131, línea 20 ss.

[51] GMS, Ak 4, 438, líneas 16 ss.

[52] KpV 156, Ak 5, 87, 27-30.

[53] La crisi delle Scienze europee e la fenomenología trascendentale (CSE), trad. ital. E. Filippini, Milano, 31975,  126.

[54] CSE, 160. El problema radical es el de la relación entre pensamiento científico-objetivo e intuición, o mejor, entre intuición y pensamiento. Mediante sucesivas epojés, se acerca al a priori del mundo de la vida (Ibid. 164-171) en la epojé total (Ibid. 176) que reduce todo el orbe del conocimiento a la correlación mundo-conciencia. El a priori es la conciencia de la subjetividad: el mundo es reducido a puro correlato de la conciencia subjetiva que le confiere su sentido de ser y validez (Ibid. 179-180). Lo que esperaba Husserl era una experiencia psicológica trascendental, la experiencia de las almas en su ser real, una experiencia interior, que sería la única auténtica (Ibid. 268) del fenómeno originario del sentido.

[55] CSE, 161.

[56] CSE, 141-143.

[57] CSE, 142 final.

[58] CSE, 143.

[59] Von Wesen des Grundes, V.Klostermann, Frankfurt a.M., 61973, 54.

[60] Ibid. 43-5 ss.

[61] Ipsa natura… non est nisi in singularibus” (ST I, 85, 2 ad 1); “Substantia indviduatur per seipsam” (ST I, 29, 1 co); “natura humana non habet esse praeter principia individuantia, nisi tantum in intellectu” (In De Anima II, 6). En suma, aunque lo diga una obra de dudosa autenticidad: “quicquid est in re est singulare uni soli communicabile” (De natura generis, c. 4).

[62] Tomás de Aquino atribuye el conocimiento en presente a los sentidos, no advirtiendo la presencia mental: “Est autem  proprium  sensus  quod  cognoscitivus  est  rerum  praesentium,  vis  enim imaginativa est apprehensiva similitudinum corporalium, etiam rebus absentibus quarum  sunt  similitudines;  intellectus  autem  apprehensivus  est  universalium rationum quas potest apprehendere indifferenter et praesentibus et absentibus singularibus” (ST I-II, 15, 1 co). Como se ve, Tomás atribuye la presencia a los objetos.

[63] Presente y futuro, Rialp, Madrid, 1993, 160.

[64] “Los entes cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, eso no obstante, si son entes irracionales, sólo un valor relativo, como medio, y son llamados por eso cosas, por el contrario los entes racionales son llamados personas, porque su naturaleza los resalta como fines en sí mismos, es decir, como algo que no debe ser usado como un mero medio…Éstos no son, por consiguiente, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tenga un valor para nosotros, sino fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal que en su lugar ningún otro fin puede ser puesto para el que debieran servir meramente como medios, porque sin esto absolutamente nada de valor absoluto podría ser hallado en ninguna parte; pero si todo valor fuera condicionado, y en consecuencia contingente, entonces ningún principio práctico supremo podría ser encontrado para la razón en ninguna parte” (Grundlegung der Metaphysik des Sitten, Ak IV, 428).

[65] Que la persona sea nouménica está ya contenido implícitamente en la KrV, A 542-558, B 570-586 (Cfr. KpV 1. Theil, 2. Buch, 2. Hauptstück, II, Ak V, 114); por eso es llamada “yo inobservable” (KpV 2.Theil, Ak V, 162), y es identificada con el homo noumenon (Cfr. Metaphysik der Sitten, II Theil, Metaph..Anfangsgr.. der Tugendlehre, Ethische Elementarlehre, I. Theil, §3, Ak VI, 418). En la medida en que la libertad es la exposición práctico-moral de la realidad del yo (Cfr. I.Falgueras, Perplejidad y filosofía trascendental en Kant, 125), cabe decir de ambas (persona y libertad) que son la única realidad nouménica al alcance de nuestro conocimiento.

[66] Aunque de una manera intuitiva e insuficiente, Kant sostenía –acertando en el fondo, no en la forma–que para poder establecer los límites de nuestro entendimiento no basta con usarlo empíricamente, es preciso haber hecho la experiencia de sobrepasarlos y haber caído en la perplejidad que nos obliga a reconocerlos (KrV A 238; B 297).

[67] Es el trascendimiento del alma desde la persona o espíritu. El autotrascendimiento supremo es el del espíritu cuando busca a Dios, o sea, a aquella persona a la que originariamente podamos responder de nuestra existencia. Por la gracia de Cristo, cabe también el trascendimiento del cuerpo, que se ejerce en la aceptación y ofrecimiento a Dios del dolor y de la muerte.