LEONARDO POLO, MAESTRO

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

“Toda ciencia [y en particular la filosofía] tiene su origen en la fe”[1]. Esta afirmación del último Schelling, aunque muy afectada por su radical voluntarismo, que de esta manera hacía anteceder indirecta y equivocadamente la voluntad respecto del saber, si es corregida e integrada en la profunda propuesta agustiniana de una dualidad de vías para el aprendizaje, a saber: la autoridad (bajo la que se incluyen tanto la fe en los hombres como la fe en Dios) y la razón (que siendo primera en la realidad es posterior en el tiempo)[2], resulta sin duda verdadera, y, ciertamente, yo la he podido experimentar en mi propia vida.

 

Hace ahora treinta años, en los ya lejanos años sesenta, justamente en el comienzo del curso 1966-67, iniciaba yo mis estudios universitarios de filosofía en la Universidad de Granada. Todos los profesores eran para mí y para el resto de mis compañeros igualmente nuevos, pero, como es normal, no todos nos causaron el mismo impacto. En los primeros días de clase descubrimos que también uno de los Catedráticos, en concreto el de Filosofía, estrenaba plaza. Desde el primer momento tuvimos que entablar en sus clases una competición entre el oído y la inteligencia, en la que llevaba la peor parte esta última, y que ya en el primer trimestre, si no me engaña la memoria, indujo a algunos imaginativos compañeros andaluces a apodarlo, como a Heráclito, «o skotos», el obscuro. También yo me debatía con las exposiciones de aquél que ya juzgaba filósofo, más que profesor de filosofía, y posiblemente más desconcertado que la mayoría de mis compañeros, porque yo creía saber filosofía. Sin embargo, cuando me pareció haber entendido algo con lo que no estaba de acuerdo y me atreví a consultarle privadamente, descubrí que no sólo no lo había entendido, sino que seguía sin entenderlo, y con todo podía entrever que sus respuestas eran coherentes entre sí. “Pues -como ya había adelantado Agustín de Hipona- tiene [también] la fe sus ojos con los que puede ver de algún modo que es verdad lo que todavía no ve, y con los que ve con toda certeza no ver todavía lo que cree”[3]. Así surgió mi acto de fe filosófica en D. Leonardo: yo no lo entendía, pero podía fiarme de él, porque me daba cuenta de que él sabía lo que decía. De esta manera, gracias a la socrática ironía de D. Leonardo, empecé a convertirme en discípulo de un maestro, que por entonces no se preocupaba demasiado de ser entendido, sino de buscar la verdad, y precisamente así nos hacía comprender que no sabíamos lo suficiente, más aún, teóricamente nada.

 

Poco a poco, de modo casi imperceptible, me fui embarcando de su mano en una gran aventura, en una tarea sin fin, pero grandiosa: la de buscar la verdad sin prejuicios ni condicionamientos. Lo primero que vine a saber fue que lo que buscaba era sumamente arduo y difícil, cosa que no me había parecido hasta entonces. Requería paciencia y una concentración de la atención extraordinarias: bastaba con ver a D. Leonardo para comprender que la línea quebrada de su figura, la inclinación de su cabeza en clara fractura hacia delante con el espinazo, su entornar los ojos en mirada hacia dentro, el girar sobrio de sus manos, su deambular comedido y arrítmico a medio camino y en semitorsión entre los signos inextricables de la pizarra y los oyentes, no eran más que el signo corporal del desasimiento de toda otra consideración y la concentración de su esforzado pensar en los temas últimos. Si a esto se unía lo enigmático que era cuanto decía, se podía intuir un modelo de pensamiento altamente desafiante para el liviano y, en mi caso, escolar modo de entender la filosofía al que estábamos acostumbrados. Pasado algún tiempo, después de dos años de escucharle sin llegar a ver claro, un bien día, oyéndole una clase sobre Hegel, de golpe entendí algo, a saber: la congruencia entre lo que Hegel decía y el modo como lo pensaba. Fue mi bautismo filosófico. Así descubrí al vivo, no en los libros, sino en directo, de la forma atormentadamente apasionada en que preguntaba y discurría D. Leonardo, el objetivo de todo mi filosofar posterior: la congruencia, o sea, la exigencia de ajuste entre el modo como se piensa y la realidad que se busca. Aprendí que no basta para la verdad que lo pensado no se contradiga, hace falta esa armonía interna del pensar con lo real que nos indica que investigamos bien.

 

Poco después supe del propio D. Leonardo que él no se consideraba maestro, más aún que abominaba del discipulazgo escolar: él quería tener compañeros de camino y críticos acertados que le ayudaran a avanzar más en su búsqueda de la verdad. Yo no llegaba a poder acompañarle en su meteórico caminar y mucho menos alcanzaba a poder criticar lo que iba descubriendo de su mano, aunque lo intentaba e intento. D. Leonardo suele decir que él apostó a un descubrimiento juvenil, que se la jugó filosóficamente a una carta. Yo puedo decir que aposté por él cuando nadie le dedicaba atención, y que me la jugué filosóficamente convirtiéndome en su discípulo. Sin embargo, ambas apuestas estaban un poco trucadas, D. Leonardo podía decir que se la jugó, porque no había recorrido todavía todo el camino que desde su innovación metodológica se intuía posible, pero había ido descubriendo día a día enfoques inéditos de la verdad de siempre, confirmaciones indudables de lo acertado de su inspiración inicial. Yo tampoco fui un apostador temerario, comprobaba que las indicaciones e ideas de mi maestro correspondían por completo a mis expectativas, es decir, a lo que sabía que no sabía, pero debía saber.

 

Aunque es rigurosamente cierto que entre los humanos no existe el magisterio en sentido estricto, pues no hay más maestro que el maestro interior o la luz iluminante de la verdad que nos enseña por dentro[4], sin embargo es también innegable que entre los discípulos de la verdad se dan inmensas diferencias, y que los más avanzados pueden y deben servir de guía y apoyo a los menos. Cabe, pues, un modo de magisterio relativo, el de los que corriendo con nosotros hacia la meta van por delante marcando el norte y abriendo camino. Éste es el sentido en el que cariñosamente, pero con toda verdad, hemos llamado muchos a D. Leonardo «el Meister». Se trataba de una feliz ocurrencia inspirada en su interés por el denominado «maestro Eckhart», pero que para muchos de los que así le llamábamos era, más que apelativo ingenioso, una descripción del efecto que obraba en nosotros el pensamiento vivo de D. Leonardo.

 

Pues bien, ni aun en este sentido de magisterio relativo admite D. Leonardo la necesidad de maestros en filosofía: no es imprescindible tener maestro humano para buscar la verdad. Ni Tales de Mileto ni otros muchos filósofos lo han tenido, entre ellos el propio D. Leonardo. A lo que se ha de añadir que, como dice Tomás de Aquino, es mejor y más digno aprender por sí mismo que por otro[5]. De donde se sigue que el que pueda debe aprender por sí mismo antes que por otro, y que, en definitiva, todo el que aprende algo lo aprende por sí mismo.

 

Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior, sostengo por experiencia y por comprensión teórica que la ayuda de un buen maestro humano es un don inapreciable. Si la biografía de las personas es el fruto de los dones de Dios y de su libertad, entre los grandes dones divinos que marcan una biografía y entre los grandes méritos de ésta se encuentran los maestros que le han sido ofrecidos y que ella ha elegido. ¿De qué sirve correr mucho, si se corre fuera de camino? ¡Cuántas desorientaciones promovidas o evitadas por un mal o buen maestro! ¡Cuántas personas entorpecidas o propulsadas hacia la verdad por un mal o un buen maestro! ¡Cuántas incertidumbres e ignorancias abiertas o cerradas por un mal o un buen maestro! En definitiva, ¡cuánto tiempo ganado en la investigación de la verdad con la ayuda de un buen maestro!

 

Y puesto que me fue dado y elegí como maestro a D. Leonardo, me incumbe mostrar las razones de mi elección, que son, a la vez, las cualidades que, a mi juicio, deben concurrir en todo verdadero maestro de filósofos. Las resumiré en tres: la audacia en el buscar, la convivencia en la verdad y la apertura universal en el saber.

 

La audacia en el buscar. Lo primero que estimula y arrastra al discípulo es el ejemplo. La entrega del pensamiento a la búsqueda de la verdad haciendo de la verdad la vida propia es un testimonio sorprendente en todo tiempo, pero especialmente en estos tiempos de pragmatismo generalizado y de cobardías encubiertas. Al concentrar la atención sin reservas en los problemas teóricos surge y se comunica una peculiar y, a su modo, apasionada vivencia de la verdad. Se descubre que entender es una altísima e intensa forma de vida: vivir verdadeando, es decir, haciendo ingresar en nuestro mundo el valor trascendental de la verdad. No puedo olvidar aquella cena con D. Leonardo en la que, mientras saboreaba con deleite unos caracoles a la madrileña, teorizaba, ante unos espléndidos gladiolos rojos que adornaban la mesa, sobre la coloritas, haciendo resaltar la verdad donal de su belleza a la par que la belleza aún más alta de la verdad.

 

El gran enemigo interno de esta incomparable manera de vivir es el miedo: el ámbito al que se abre la inteligencia es tan inmenso, y entramos en él tan desorientados, que todo se nos vuelve posible y nada se nos hace determinado y seguro. El pavor a los espacios infinitos del renacimiento es poca cosa comparado con la desolación que amenaza tras la ausencia de objetividades determinadas. Confiar en la verdad y en la inteligencia abriendo caminos por este desierto es lo que distingue al verdadero maestro. El consejo de D. Leonardo fue siempre reconfortante: no hay que tener miedo; respecto de la verdad no cabe error por exceso, exageración ni atrevimiento, los errores nacen del miedo a lo trascendente, en la forma de recortes, autolimitaciones, verificaciones, es decir, nacen del intento de empequeñecer la verdad para poder estar seguros de dominarla, para rebajarla a nuestra altura, en vez de exponernos nosotros a la suya. En cambio, si se confía sin límites en la verdad, si uno se deja llevar por ella, no existe posibilidad de fracaso en su búsqueda.

 

La segunda cualidad distintiva del maestro es la convivencia en la verdad. Hacer de la verdad vida es, a su vez, vivir el realismo de la verdad. Éste implica no sólo darse cuenta de que no es la propia genialidad, por lo demás incomunicable, sino la generosidad de la verdad real, trascendental y común a todos, lo que garantiza el rendimiento positivo de la empresa filosófica. Sólo así tiene sentido aquel arrojo ilimitado que exige el filosofar, pero también la dedicación a la tarea docente en filosofía, que ha de ser entendida, como convivencia en la búsqueda de la verdad.

 

 La mejor manera de ser maestro en filosofía es no querer serlo, la mejor manera de ser ejemplo en filosofía es no querer ser modelo, quitarse de en medio ante la verdad. El buen maestro es sólo un acompañante en la búsqueda, un acompañante que no tiene horarios para buscar, sino que está dispuesto a acompañar siempre, porque lo suyo es buscar. Largas horas de diálogo compartido a la caza de la verdad es el modo más eficaz de orientar hacia ella. Recuerdo días enteros sin reposo alguno, discurriendo incluso durante las comidas, de nueve de la mañana a tres de la madrugada, junto a D. Leonardo.

 

Pero eso no basta, hace falta no hurtar dureza a la búsqueda de la verdad, sino ser fiel a su trascendencia. La fidelidad consiste aquí en no poner obstáculos al encuentro de la verdad. Por eso acompañar es quitarse del centro, no proponerse a sí mismo, sino los problemas, o mejor, la verdad que ha de ser buscada tras los problemas. La desnudez retórica y el continuo problematizar de su diálogo no dejan lugar a dudas de que D. Leonardo, a diferencia de Lessing[6], ama más la verdad que el camino, y por eso no se detiene a adornarlo, ni se permite otra licencia que el gozo en el hallazgo de las verdades que nos salen al encuentro al buscar la verdad. El ingenio es don admirable, pero intransferible, en cambio la esforzada búsqueda sí es compartible, pues ante la verdad todos somos simples aprendices.

 

Por último, la tercera cualidad es la apertura universal en el saber, garantía de rectitud en la búsqueda. No hay autosatisfacción en el filosofar de D. Leonardo, sino sólo satisfacción en la realidad, o mejor, en la congruencia con la realidad. La originalidad no es meta alguna para la sabiduría, la meta es el gozo en la verdad cuya redundancia es el concordar con los demás. El filosofar ha de ser indefinidamente dialogante porque la verdad no admite propiedad privada ni singularidades. No hay nadie que busque sapiencialmente la verdad y no la encuentre[7]; y ella es encontrada con el mismo grado de intensidad con que se busca. Coincidir con otros en la verdad es un motivo de gozo, y encontrar la verdad que hay en todo pensamiento un desafío difícil, pero fecundo. Buscarla con tanta intensidad que nada verdadero ni pensador alguno quede excluido de nuestro pensar es la exigencia congruente con una búsqueda filosófica que se oriente a una verdad que sea trascendental. Esforzarse por encontrar y acoger la verdad que se esconde tras todo hallazgo humano es hacer real la catolicidad en el saber, o sea, el acogimiento positivo de todo lo hallado por el hombre en su busca de la verdad. Saber rescatar la verdad que sostiene incluso al error es casi sobrehumano, pero intentarlo sin desmayo es la única garantía de no confundir las limitaciones propias con la irrestricción de la verdad. Lo propio del hombre sabio es destinarse a la verdad, no ponerla a su servicio.

 

Esto es lo que he aprendido al vivo de D. Leonardo, y estas son las razones por las que me sigo honrando en denominarme a mí mismo su discípulo.



[1] Lecciones Muniquesas para la Historia de la Filosofía Moderna, trad. L. de Santiago, Málaga, 1993, 269).

[2] De Ordine II, 9, 26. Nótese en el texto que gracias a la mutua ayuda de esas dos vías se puede alcanzar el entendimiento (que es todas las cosas) y el conocimiento del ser supremo o principio sin principio.

[3] Ep. 120, 8.

[4] De magistro 12, 40.

[5] ST III, 12, 3 c y ad 2.

[6] Lessings Schriften, herausg. von K. Lachmann, Leipzig, 1897, 13.Band, 23 ss.

[7] Libro de la Sabiduría 6, 12 ss.