LOS PLANTEAMIENTOS RADICALES DE LA FILOSOFIA

DE LEONARDO POLO

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

  

 

          The purpose of this paper is to make clear the basic set up of Leonardo Polo’s phylosophy. It can be summarized in the transcendental character of the act of human understanding and the detection of mental limit with the inmediate consequences wich both have for the new posing of philosophizing.

 

 

 

     I.Introducción.

 

 

     Hace veinticinco años tuve la suerte de conocer, en su corta estancia granadina, a Leonardo Polo y de empezar, poco a poco,  a convertirme en discípulo suyo. Digo poco a poco, porque su pensamiento rechaza la mera escolaridad y obliga,  a quien lo considera, a realizar un esfuerzo de atención e investigación personales que, de entrada, ningún discípulo está normalmente en condiciones  de  hacer de modo adecuado, lo que obliga a embarcarse uno  mismo en la lenta y aventurada tarea de filosofar. Por la dificultad de las cuestiones que afronta y por su peculiar modo  de enfocarlas, ser discípulo, o incluso lector, de tal maestro exige una actividad creativa constante por parte del aprendiz, quien sólo mediante  su propia maduración  puede seguir los  agigantados pasos de aquél.  Por esa razón, en este trabajo,  en el que voy a intentar exponer los que considero los planteamientos radicales (últimos e iniciales)  de la filosofía de Leonardo Polo,  tengo modestamente que confesar, de antemano,  que en realidad lo que puedo intentar aclarar son mis propios planteamientos básicos,  es decir,  aquellos planteamientos  que, siguiendo la inspiración de mi maestro, he descubierto por mí mismo como los  radicales  del filosofar, a lo largo de tantos años de aprendizaje. Bien sabido, desde luego,  que,  por grande  que haya sido mi esfuerzo,  corro el riesgo,  y conmigo el lector,  de no alcanzar los  planteamientos  realmente correctos de su pensamiento.  Sin embargo, tal riesgo no me desanima ni creo que haga inútil la lectura de este trabajo,  pues si no fuera todo lo fiel que pudiera y debiera ser, al menos me serviría para obtener una  mayor  maduración filosófica por mi parte  -y ¡ojalá  también para quien lo lea!-, cosa que no constituye una meta  indigna  para cualquier investigación que se precie de  ser una humilde búsqueda de la verdad.

 

    

 

     II. El planteamiento último.    

 

 

 

     A  las anteriores consideraciones debo añadir que la  situación actual de la obra de Leonardo Polo, por lo que hace a su publicación  -que no a su confección-, es la de una notable  incompletitud; concretamente, las partes que tocan a la existencia y a la esencia del hombre no ha sido ni siquiera abreviadamente dadas a conocer, al menos en relación directa con el que veremos ser su planteamiento inicial.  Por donde me veo obligado a reconstruir a mi manera un sector básico de sus planteamientos.

 

     A)  La primera y decisiva consideración en la  filosofía  de Leonardo Polo, en la medida en que también es mía, es la siguiente: el entender es un acto trascendental. No me refiero aquí concretamente al entender humano, sino a todo entender, y digo de él que es un acto, pero significando con esa voz no una acción ni el término de una operación,  sino lo que Aristóteles denominó energéia.  Naturalmente, estas primeras indicaciones negativas  y relativas requieren de aclaraciones positivas,  para que el sentido de nuestro punto de partida quede aceptablemente perfilado.

 

     Como he explicado detalladamente en otro trabajo[1], entender es "hacerse otro":  desde luego,  no un hacerse otro físicamente, sino  noticialmente.  Es un acto inmanente por el que el acto (de entender)  abre en sí mismo lugar para el acto noticial de lo entendido,  que no resulta afectado por ello en su ser extramental,  ni siquiera noticialmente, o lo que es igual, que ni tan siquiera se entera de que es entendido. Este ser noticialmente otro se alcanza, además, sin perder el acto que se ejerce (entender)  ni el  acto que se es, pues no habría un acto de lo entendido,  si no se ejerciera un acto de entender,  ni se ejercería un acto de entender,  sin un acto de ser.  Entender es, por tanto, un acto  donal de acto,  que amplia un acto (de ser).  Antonio Millán Pueyes  lo expresó"  en una frase lapidaria, al definir la  intelección  como "actus actus actum possidentis"[2],  definición que por referirse principalmente al entender humano y al resultado (posesión) de la intelección,  en vez de a todo entender y a su condición misma de acto,  me atrevo a modificar en los siguientes términos para  los  fines aquí propuestos: "actus purus actu puro actum purum se  faciens". Según esto, la intelección es un acto que se hace en acto un  acto noticial (de sí y de otro), todo ello sin mezcla de  potencia.  Hay,  pues, en la intelección una ampliación del acto de ser por el que se hace a sí mismo acto puro de actos puros. A esa ampliación por la que un acto (cognoscitivo) otorga la  condición de acto coactual con él incluso a lo que no es él,  la he denominado en otra ocasión principio de toda comunidad[3], y es también la razón por la puede afirmarse que entender es crecer.

 

     Reconozco que la palabra "hacerse" o fieri tiene inevitables connotaciones  operativas y, lo que parece peor,  sugiere  cierto paso de la potencia al acto y, por tanto, movimiento e  imperfección. Sin embargo, si se tiene en cuenta que dicho fieri es puramente  inmanente, es decir, si se interpreta como alusión al  actuar del propio acto,  y  no a una potencia,  aunque la expresión sea defectuosa, es lícito  -debidamente corregidas tales adherencias  imaginativas-  utilizarla para sugerir lo que  difícilmente puedo decir de otra manera.

 

     Si se atiende con todas estas cautelas a lo que digo,  puede entenderse  por qué y en qué sentido lo llamo  trascendental.  Un acto capaz de acoger cabe sí y otorgar la propia dignidad de acto a lo otro que él, un acto capaz de hacerse noticialmente todo, es un acto que está más allá  de todo límite, especialmente del límite  de sí mismo,  que es el enclaustramiento metafísico último  e insalvable. A tal acto le compete la amplitud irrestricta,  hasta  el punto de que se hace incluso noticia de sí mismo,  pues la ganancia  característica del acto de conocer trascendental puro  es  su trasparencia noticial.

 

     Acto  trascendental aplicado al entender significa, pues,  y por lo pronto,  acto irrestricto,  acto abierto o trasparente sin limitación.  Sin embargo,  puesto que hablo de acto,  debe quedar claro  que no me refiero a una trascendencia relativa,  como  por ejemplo,  a la trascendencia kantiana, es decir,  entendida  como mero suprasensible o a priori. Acto no entraña comparación,  sino realidad actuante. Acto trascendental es energéia sin limitación, y cuando se trata del acto de entender, entonces es energéia aperiente de trasparencia noticial y comunidad sin límites. 

 

     Con la noción de acto trascendental,  como es congruente, no sólo intento expresar el ser del entender, sino que intento modificar  significativamente las nociones tanto de lo  trascendental como  del acto.  Los medievales estuvieron cerca de atisbar y expresar  con rigor la noción de trascendental,  pero sucumbieron a la tentación de formularla de modo meramente lógico.  Lo trascendental es, para ellos, más que lo universal y más que los géneros del ser: es aquello que puede ser predicado de  todas  las cosas, y, por tanto, lo que es común a todas ellas. Ahora bien, si -como propongo-  lo trascendental es acto,  entonces habrá  de ser mucho más que un mero predicado:  será aquella perfección que puede ser compartida por todas las cosas sin que ella misma sufra menoscabo  o disminución,  ni las cosas que la comparten la troceen o disminuyan al compartirla,  y,  lo que es más,  ni tan siquiera tengan que entrar en competición por su posesión, pues es de todas y cada una sin ser afectada por limitaciones excluyentes. Como consecuencia de la concepción meramente lógica antes referida, los medievales pensaron que, en realidad, los trascendentales eran propiedades del ente,  el cual era básicamente lo único común a todo (trascendental) por título propio. Sin embargo, si lo trascendental  es entendido como  acto,  no caben trascendentales que  sean propiedades de otros,  sino que existe una absoluta y neta igualdad en dignidad y originariedad entre ellos; de manera que lo que suele denominarse "conversión" de los trascendentales, no es sino su identidad coactual.

 

     Por otro lado, al proponer que existen actos trascendentales puros,  modifico también la noción de acto puro.  Acto puro no es simple y negativamente  el que no tiene mezcla de potencia alguna  en sí mismo,  sino además y positivamente aquél cuyo actuar es un dar perfecto:  o  sea, que al darse o comunicarse no pierde nada,  sino que incrementa, bien personal, bien extrínsecamente, su perfección propia.  La naturaleza común a ser, entender y amar es la donación perfecta, aquella que no entraña pérdida alguna  ni para quien da  ni para quien recibe,  sino sólo ganancia pura para todos.

 

     Para entender lo que se viene exponiendo es preciso tener en cuenta la naturaleza del dar puro. Ante todo, ha de deshacerse el prejuicio según el cual "nadie da lo que no tiene", que no es sino  una  mala  expresión de un principio causal  -ex nihilo nihil fit-.  Digo "mala expresión" precisamente porque en ella se  confunde el dar con el causar, y ciertamente de todas las  operaciones creadas la que es menos altamente donal es la causalidad.  En  segundo lugar,  debe advertirse que en el dar superior lo dado no se pierde al darlo.  Y, por último, debe tenerse en cuenta que en las donaciones puras lo que se da se hace al darlo, y en ese sentido digo que no se presupone lo dado[4]. 

 

     Esa es la  razón de fondo de la "conversión" de los trascendentales: no tanto una propiedad extensional de los términos, según la cual todo lo que es es verdadero y bueno,  y a la recíproca, cuanto el carácter acumulativo del dar perfecto que establece una comunicación  sin límites  entre los actos de ser, entender y amar. Si el dar puro no se extingue, ni restringe, ni excluye, ni tan siquiera supone nada previo al dar,  las tres formas del  dar puro no sólo no se estorban,  sino que constituyen una  identidad  eterna  que  tanto "es", cuanto "entiende" y  cuanto  "ama":  una identidad como acto de actos donales o trascendentales puros.

 

     Sólo  tres actos pueden ser considerados como  trascendentales, y viceversa, sólo tres trascendentales pueden ser considerados  como actos:  el de ser, el de entender y el de amar.  Nótese que no digo el ente, lo verdadero y lo bueno, porque, al ser substantivos,  esos términos enmascaran el carácter de acto que  les  corresponde. En vez del ente, lo trascendental es el acto de ser; en vez de lo verdadero, lo trascendental es un inteligir en acto; en vez de lo bueno, lo trascendental es el acto de amar. Excluyo, en cambio, como trascendentales el unum[5], la res y el aliquid, porque ni son actos ni pueden ser comunes más que  disyuntivamente,  al contrario que el ser,  entender y amar los cuales son uno por  mutua inclusión,  o sea,  son actos puros de actos puros. No caben más  trascendentales puros  que el ser,  el entender  y  el amar,  porque  ser, entender y amar son las tres únicas formas de dar sin pérdida, exclusión ni presupuesto alguno.

 

     Precisamente  porque son las únicas formas de dar sin pérdida, exclusión ni presupuesto, el acto de ser perfecto es acto  de entender perfecto y de amar perfecto, o, lo que es igual, el acto perfecto  lo es triplemente:  como ser, como entender, como amar. Hay, es cierto, un orden interno entre tales actos, según el cual el  primero es el ser,  el segundo el entender  y  el tercero  el amar, pero ese orden no es temporal,  sino de origen:  el acto de entender es la apertura del de ser, y el de amar la plenificación de ambos, pero sin acto  donal  de ser no cabría  ni apertura  ni plenificación de nada.  Los trascendentales puros son, por lo dicho, de naturaleza idéntica, pero diversos en razón de su respectividad, y en consecuencia se ordenan entre sí,  precisamente por razón de la misma. El ser puro trascendental es el primero de los trascendentales,  porque por don suyo se abre en infinita trasparencia o noticiosidad,  es decir, en acto puro y trascendental de entender,  que es el segundo porque es la imagen  o  trasparencia perfecta  y donal del primero;  y conjuntamente los dos primeros, por el exceso donal acumulado, dan origen al tercero, que es tercero justamente como exceso donal:  el amar, o acto de dos  actos perfectos y donales.

 

     Así pues, cuando afirmo que el entender es un acto  trascendental, estoy afirmando la igualdad de rango, dignidad y  naturaleza  entre el ser puro y el entender puro, junto con su  distinción  relativa: el ser puro es la ampliación donal que origina al entender puro, el entender puro es la trasparencia o apertura noticial originaria del ser puro.  Por lo que,  en este plano trascendental puro,  no cabe más ser que entender ni más entender que ser.   Si  se  trasladan  estas  afirmaciones  a  términos  menos apropiados, pero más cercanos y significativos para nosotros,  se puede afirmar que el ser puro es el tema trascendental del entender puro,  y que el entender puro es el método trascendental respecto del ser puro.  Y llevados a esos términos,  entonces en  el  plano trascendental supremo no existe más tema que método  ni más método que tema, siendo la congruencia perfecta de ambos  el amor o  la redundancia del perfecto ajuste de aquéllos.  Por lo que la anterioridad  de orden del tema no impide su ajuste perfecto  con el método,  aunque éste, como segundo,  haya de atenerse al tema;  y, por último, el carácter integral  o  sin reservas tanto de ese generar que no impide la iniciativa noticial o metódica,  como de ese ser generado que se atiene también sin reservas a su tema, es la congruencia perfecta de ambos.

 

     En la cúspide de la filosofía, en lo que cabría llamar filosofía trascendental, filosofía de la identidad, o también  teología natural se da, por consiguiente, un ajuste perfecto de tema y método,  de tal manera que no es posible captar el  ser puro  más que en el acto (metódico) del entender puro, y la congruencia  de ambos más que como exceso donal. Sólo así se dejan obviar algunos problemas que pueden salir al paso de estas consideraciones,  tan  elevadas para nuestro conocimiento que únicamente las podemos indicar o entender, pero no comprender, o sea, reducirlas a nuestro logos.  Por ejemplo,  podría objetarse que el entender puro tiene más tema que el ser puro, por cuanto que no sólo entiende su propio ser, sino el ser de las infinitas criaturas posibles, que  no son. También cabría objetar que el amor de Dios es más restringido que su ser omnipotente y que su entender omnisapiente,  puesto que no las ama o produce a todas,  aunque las contenga a todas en su poder y saber.  Leibniz hubiera podido responder a estas objeciones diciendo que, en realidad, las limitaciones intrínsecas de las  criaturas las hacen componer universos  incomponibles  entre sí,  y  que,  por tanto,  el defecto no es del ser ni del amar de Dios, sino intrínseco a las esencias creadas,  que no admiten ser creadas todas juntamente.  Sin embargo,  la solución no sería satisfactoria,  porque restringe la infinitud  donante  de Dios, en razón de la limitación de un receptor  que,  contra lo que piensa Leibniz,  no preexiste, ni siquiera en esencia, al dar puro divino. Podría decirse que lo que en verdad ocurre es que el ser y el amar trascendente no es, respecto de las criaturas,  un producir,  sino un hacer posible y amable todo cuanto Dios entiende:  lo posible, lo inteligible y lo amable coinciden por entero en el  orden trascendental, o sea:  ni la nada ni el error ni el odio  son trascendentales,  ni tienen cabida en los  actos trascendentales. Pero ni siquiera esta respuesta sería del todo  correcta,  porque admite un presupuesto falso, fundado en la confusión de los trascendentales puros e idénticos con los trascendentales creados, de cuya  distinción me ocupar, sin dilación, más abajo.  En efecto, lo de suyo posible, inteligible  y  amable son las criaturas;  en Dios el ser,  el entender y el amar son puros y perfectamente donales,  de manera que ad intra no queda en él  perfección  alguna fuera de su ser, entender y amar.  Si se puede decir de él que es posible,  inteligible y amable,  será sólo ad extra,  o lo que es equivalente:  el carácter incompleto y futuro del entender y  del amar no atañe a su inteligencia ni a su amor,  sino a la  inteligencia y al amor de las criaturas.

 

 

     B)  El lector podrá  haber deducido fácilmente que los  trascendentales  puros de que hablo pueden ser fuente de otros  trascendentales derivados o creados, de unos trascendentales no idénticos, que tampoco -hasta ahora- son exactamente los que han caído bajo la consideración de los filósofos, aunque en muchos casos hayan estado muy cerca de hacerlo.

 

     Precisamente porque los trascendentales puros son de  índole donal pura,  no sólo se comunican intrínsecamente entre sí,  sino que  pueden comunicarse  o  donarse ad extra,  sin que,  por eso, pierdan nada  y sí ganen, en cambio, algo para ellos  extrínseco, que es, por el contrario, intrínseco para los términos de su acto de dar.  El ser no sólo se abre actuosa y donalmente como  entender, y ambos como amar, sino que, además, cada uno de ellos puede ser donado hacia fuera sin perderse  ni  perder nada.  La  triple identidad  de actos trascendentales puros puede donar ad extra el ser,  el entender y el amar.  Los términos de tales donaciones no preexisten -ni siquiera en potencia (¡!)-  dentro de la identidad de trascendentales puros, puesto que el dar puro no puede dar más  que donaciones puras, esto es, novedades absolutas sin precedente alguno -ni tan siquiera en Dios-  y  que, habida cuenta de la naturaleza del dar puro, tampoco suponen mengua alguna del ser, entender y amar originarios. No hay, pues, potencialidad alguna  en la identidad trina de los trascendentales, la cual no precontiene ninguna  criatura ni en su ser, ni en su entender ni en su  amar. Las  criaturas son hechas posibles al recibir donalmente el  ser, son hechas inteligibles al ser entendidas donalmente por Dios,  y son hechas amables al ser amadas donalmente por Dios.

 

     La  libertad  de Dios para crear es mucho mayor  de  lo  que nuestra inteligencia puede alcanzar:  para nosotros la omnipotencia o libertad creadora de Dios  parece  una libertad de elección entre infinitos posibles, cuando en realidad es una libertad  sin condiciones previas para otorgar el ser, el entender o el amar  a cuanto él conciba y ame.  Carece de sentido pensar, como Leibniz, que existen infinitos mundos, muchos de ellos incompatibles entre sí, que condicionan a priori, o según su esencia, el acto creador divino,  porque,  por muy infinitos que fueran los universos  posibles, nunca saturarían la riqueza  donante  de la naturaleza de Dios: existe en Dios más poder, entender y amar que criaturas posibles, inteligibles y amables. La plenitud del dar divino no necesita  de la creación para cumplirse ni puede ser  cumplidamente satisfecha por sus creaciones.  Es ciertamente verdad que nada es imposible para la libertad creadora de Dios, pero eso no  implica que haya posibles  ya  preconfigurados -aunque fueren infinitos-, y entre los que Dios tenga que elegir,  sino,  al contrario,  que todo cuanto existe ha sido concebido, amado y creado  sin  precedente alguno  ni por parte de la criatura  ni por parte  de Dios. En consecuencia, los actos trascendentales creados son  absolutas invenciones  y  amores divinos ad  extra,  realizadas por el puro amor al bien ajeno; y por eso son innecesarias la posibilidad, la deliberación y la elección previas al dar puro divino, que es tan poderoso como inteligente y amante. 

 

     Pero  volvamos a los trascendentales donados o creados.  Son ciertamente también actos y actos trascendentales,  como términos directos  y  absolutos del donar trascendental absoluto,  pero no son ya puros, pues no permanecen dentro de la naturaleza pura (ad intra) del dar,  sino que se sitúan ad extra  del dar, es  decir, son donaciones puras por parte del acto trascendental de dar,  si  bien absolutamente  novedosas  respecto del mismo dar puro, y que  no tienen,  por tanto,  su misma naturaleza,  en la medida en que son donaciones sin presupuesto alguno ni siquiera en Dios.

 

     Los trascendentales derivados no son,  por ello mismo, perichoréticos ni tienen  todos la misma naturaleza o rango donal, de manera que cada acto trascendental donado constituye una criatura  distinta de Dios, distinta de las demás e incluso inidéntica consigo misma.  Caben,  pues, tres consideraciones del trascendental creado:  la  primera es la desigual distribución en ellos de  los tres trascendentales originarios  -de los que sólo uno puede  ser trascendental en acto-;  la segunda son las relaciones entre cada uno de los actos trascendentales creados y los otros;  y la  tercera, es la relación de cada uno de ellos con la identidad triple y originaria de los trascendentales.

 

     Cada donación perfecta ad extra es la donación de, al menos, un  acto trascendental. "Ad extra"  se dice por referencia a  "ad intra";  ahora bien, fuera de la trinidad idéntica de actos puros  trascendentales no hay nada, salvo lo que dicha trinidad done libre y creativamente.  Naturalmente, el primer dar ad extra parece congruente que sea el acto trascendental de ser creado, lo que en filosofía se denomina el fundamento.  El fundamento, sin embargo,  no es entender ni amar en acto, pero sí es ambas cosas en  potencia  -inteligible y amable-.  Lo cual,  según la doctrina de  los trascendentales propuesta,  implica que es  trascendental  en  un  único sentido, aunque pueda ser objeto de otros actos trascendentales.  Pero, si es unilateralmente trascendental, su acto no podrá  ser puro  ni idéntico consigo mismo, o sea:  que su dar no es idéntico, y que lo que puede dar son dones que no son ellos  mismos dar o que son perfeccionables en cuanto que dones. Sin embargo, tales dones son inagotables y novedosos, como derivados de un acto trascendental con capacidad de dar (dones) donada  puramente por Dios.

 

     De  lo dicho hasta ahora se puede inferir ya claramente  que los trascendentales creados son verdaderos trascendentales,  pero gracias a la iniciativa incondicionalmente libre de la  identidad trina de los trascendentales. Hay algo en ellos, sin embargo, absolutamente inexorable o no libre, a saber, su carácter ad extra, inidentidad o diferencia pura respecto del origen donante, lo que por fuerza determina una distinción intrínseca a ellos mismos: la  distinción entre el acto trascendental recibido  y  los actos,  o mejor, operaciones de que son capaces: "operari sequitur esse", o la distinción real entre esencia y existencia son las expresiones clásicas de tal necesidad. Pero fuera de esta necesidad condicionada por la iniciativa donal creadora, ninguna otra cosa es necesaria en los trascendentales creados.  Como son novedades absolutas incluso respecto de los trascendentales puros,  tanto el acto trascendental del ser creado como su autonomía donal son pura invención real tanto del poder omnímodo de Dios  ad extra,  como de su saber omnímodo y de su amar omnímodo. Es decir, que, si parece congruente que crear sea, ante todo,  donar el ser trascendental,  el  ser trascendental donado sólo tiene,  como consecuencia inmediata de la libertad creadora de Dios, una característica necesaria y negativa -la falta de identidad-, pero es absolutamente indeterminado en su positividad para la omnipotencia,  omnisciencia y omnidilección divinas, habiendo de ser, por tanto, absolutamente determinado en su positividad por ellas: Dios puede haber creado infinitos universos distintos.

 

     En todos ellos, no obstante, el rendimiento propio, la esencia, o lo que dan de suyo es realmente distinto e inferior al ser o dar trascendental recibido.  Es ésta una importante declaración que  no fue tenida en cuenta desde luego por los modernos, y  que es descuidada incluso por muchos tomistas -atinados defensores de la distinción real-,  los cuales se expresan por lo general ambiguamente al respecto, pues suelen hablar de la esencia como de lo más elevado y nuclear de las cosas. En ambos casos se produce una incongruencia, fruto de una concesión no advertida al pensamiento antiguo: un tratamiento meramente lógico de la trascendentalidad. Si, en verdad, se distingue realiter entre ser  y  esencia, y  la esencia es predicamental, o analizable cognoscitivamente,  tocar  al acto de ser la trascendentalidad,  y, por tanto,  la condición de ultimidad más intrínseca, digna y elevada de cada criatura. En el caso del universo que conocemos,  su rendimiento es concausal,  de manera que ha de entenderse que el ser se despliega  o analiza en la concausalidad  cuádruple  de la que derivan sus dones y que nunca puede igualar a su principio trascendental.

 

     Por otra parte,  el ser trascendental creado no es ni un entender trascendental en acto ni un amar trascendental en acto. Al no ser  idénticos, en las criaturas, el acto de ser trascendental con el de entender trascendental  y con el de amar trascendental, se  comprende fácilmente que puedan existir,  además,  creaciones cualitativamente diferentes que, aunque puedan entrar en relación  entre sí,  no forman un conjunto total homogéneo.  En caso, pues, de ser  libremente creadas por Dios,  las criaturas son  plurales ad intra, y pueden serlo también ad extra de sí mismas.

 

    

     C)  Según lo recién expuesto, aparte de infinitos  universos  o actos trascendentales de ser creados, caben también otras donaciones posibles ad extra, como, por ejemplo, la donación del actode entender trascendental, por un lado, y la del amar trascendental,  por otro.  Cada una de estas posibles donaciones puras  por parte  de  la identidad trascendental trina daría lugar  a  otras tantas criaturas de rango diverso  entre sí. De tal manera que si la creación, o creaciones, del acto trascendental de ser, o  fundamento, es la primera o básica y sólo parcialmente trascendental en acto, así también pueden darse creaciones del acto trascendental de entender,  que serían creaciones segundas,  de rango superior, aunque también trascendentalmente parciales,  y, por último creaciones del acto trascendental de amar, que serían terceras  y  de rango supremo entre las creaciones.

 

     De este último rango de creación sabemos por revelación  que sólo existe una, a saber, la naturaleza humana de Cristo, la cual es capaz, como Dios, de dar el dar a las otras criaturas,  aunque sin confusión con él, y es la que nos abre la posibilidad de comprender que la naturaleza divina es de índole donal. En pocas palabras:  es la que con su luz posibilita el planteamiento radical de la filosofía aquí propuesto.  Sin embargo, precisamente porque  la  conocemos según la fe no ser  objeto directo de consideración  en este trabajo, que se ciñe a los límites naturales de la  filosofía.  Por el contrario, dedicar cuanto sigue a la creación segunda  o donación del acto trascendental de entender,  por ser la que atañe directa, aunque no exclusivamente al hombre.

 

     Atenderé,  pues, detenidamente al acto trascendental de  entender creado.

 

     1.- El entender creado es unilateralmente trascendental en acto,  y  ello significa que es ser trascendental en  potencia  y amar trascendental en potencia. Ahora bien, por ser de rango  superior al ser trascendental creado, ese carácter potencial de  su acto de ser no significa que no exista en acto,  sino que su acto de ser está trascendentalmente en potencia respecto de su acto de  entender:  su ser no está predefinido y predeterminado,  sino que ser  definido y determinado por su acto de entender. Más compleja de  explicar  es su relación con el acto trascendental  de  amar:  pues el acto de entender tiene la iniciativa  predicamental  para amar  o no al mundo y a los otros seres inteligentes que  le  son inferiores o semejantes, pero está en potencia  trascendental  de ser objeto del amor donal de Dios, según la definición y determinación  que haga de su ser y amar desde su acto de  entender.  En definitiva,  el acto de entender creado es  libre  respecto de su ser,  pero está sometido al  juicio  del amar, que es su destino. Las criaturas surgidas por donación del acto de entender son, por tanto,  libres respecto de su ser y responsables respecto del ser amadas trascendentalmente.

 

     2.- Si, como vimos, la posibilidad de infinitos mundos creados  no era negable  -porque incluso el ser creado es dar  y, por tanto,  ni excluye ni quita a otros-,  pero tampoco era exigible, pues  depende de la incondicionada libertad de la identidad trascendentalmente triple, mucho menos negable es aún esa misma posibilidad  respecto de los actos trascendentales de entender  creados,  dado que el acto de entender creado es abierto e  instaurador de comunidad, cosa que no ocurre con el acto de ser meramente creado.  De cada mundo creado -si hubiere muchos-  se ha de decir que es independiente de los demás y en cierto modo cerrado,  pues funciona como si fuera único -aunque otorgue dones-, mientras que cada inteligencia creada remite a otros inteligibles e incluso  a otras inteligencias, por ser instauradora de comunidad,  y  sobre todo  remite a la inteligencia divina,  que es la justa medida de su  acto libre de entender  y  el camino a través del cual podría llegar  a conocer las posibilidades inéditas de su hacer,  de  su mundo e incluso de los múltiples mundos creados, si los hubiere.

 

     3.-Por otra parte, además de infinitos actos trascendentales de  entender creados caben muchos tipos de ellos,  como  aclarar más adelante.  Lo único inexorable es,  aquí también, que el acto de entender creado no sea idéntico consigo mismo, sino que su hacerse noticia sea primera y directamente de lo otro, y sólo derivada y secundariamente de sí: ni la reflexión completa, ni la noesis noeseos noesis son posibles para el acto de entender creado.  El asunto es complicado, porque implica, ante todo, que lo primeramente inteligible -el acto de entender divino- no sea lo primeramente inteligido por el acto trascendental de inteligir creado,  y ello comporta, a su vez,  que el acto trascendental de entender creado no se entienda tampoco primeramente a sí mismo ni se identifique  con sus operaciones cognoscitivas,  las cuales se han de amoldar pasivamente a lo "otro",  para llegar a ser acto noticial de lo "otro"  y, a su través, de sí y de Dios.  Dicho de otra manera,  lo inteligible no es creado como inteligible por  el  acto trascendental de entender derivado,  y, en consecuencia, se sigue que,  en términos absolutos,  los inteligibles han de preceder al acto  de  conocerlos  -aunque al intelecto creado le sea  posible descubrirlos y hacerlos inteligidos-; y, también, se sigue que no todo lo inteligible puede ser conocido de modo inmediato y directo  por las luces naturales del intelecto creado,  aun cuando por su misma naturaleza el acto trascendental de entender sea receptivamente capaz de hacerse noticia de cualquier cosa:  pues si bien para Dios todo lo inteligible es inteligido en acto  -por no haber distinción entre el inteligir  y  lo inteligido-,  al intelecto creado esa obligada distinción le impide que todo lo  inteligible sea inteligido en un solo acto  o  en una serie finita de ellos.  De donde se deduce que por su carácter destinado el inteligir trascendental creado haya de crecer no sólo,  como el divino, haciéndose acto de actos, sino también pasando de la potencia al acto,  o sea,  mediante operaciones que no son inteligibles en acto y que son potencialmente infinitas.

                      

     Lo  inteligido en acto recibe, desde luego, su novedad noticial  de nuestro acto de entender,  y este sólo dato garantiza la trascendentalidad del acto de conocer creado,  que da el acto sin perder el propio y sin presuponerlo en el otro.  Pero el entender creado no otorga la inteligibilidad absoluta,  porque no entiende en identidad, es decir,  porque lo por él entendido en acto no es directamente  lo  más  inteligible  -el propio acto de entender o trasparencia de su acto de ser-. Existe, pues, una diferencia entre el acto de entender creado y lo inteligido por él,  que, a su vez, supone una diferencia entre lo inteligido y lo  inteligible.  Estas diferencias llevan consigo que el acto trascendental de entender creado no sea puro, y que, por tanto, exista en él distinción entre acto y operación, o entre acto y potencia.  Pero si el acto de entender no es puro, entonces tampoco podrá crear o  "inventarse" el inteligible por completo,  sino que para alcanzar la verdad,  esto es, para que el entender creado sea realmente trascendental,  ser  preciso que acomode su acto de entender a la inteligibilidad  previa  del inteligible.  El entender creado es un hacerse otro,  pero con un peculiar fieri  en sentido pasivo:  es hacernos (activamente) pasivos;  es un dar en la forma de dejarse dar o aceptar lo inteligible.  Amoldarse al inteligible es condición para la verdad de nuestro entender.  Desde luego, el inteligible no es creado  nunca  por el acto trascendental de  entender donalmente recibido,  pero la inteligencia creada  puede  hacerse noticialmente otra acatando la inteligibilidad previa del inteligible o, por el contrario, intentando imponerle una distinta,  es decir,  pretendiendo que su entender sea creador completo del inteligible. Tal pretensión no es correcta o avenida con la verdad,  pero es posible gracias a la prioridad del acto de entender sobre lo inteligido.  Elfieri u operación de adaptación al inteligible está sometido jerárquicamente a la donación de la intelección  en acto:  cabe otorgar el acto de  inteligido  a un inteligible cuya previa  inteligibilidad  no haya sido respetada por el  entender, sino retocada o acomodada por nuestra propia intervención cognoscitiva.

 

     Con esto entramos en la consideración de la condición  libre o destinal de muestro entender.  Al hacerse noticialmente otro, o sea,  en su ejercicio mismo,  el inteligir goza de libertad  para atenerse, o no, al inteligible.  Y como nuestro ser depende de lo que al entender hagamos,  nuestro acto de entender se hace lo que es, se otorga a sí mismo el ser que va a tener, es decir, se hace otro también en el ser.  Pero entonces no es indiferente que  nos atengamos o no al inteligible y respetemos su relativa  prioridad como inteligible;  no es indiferente que nos mantengamos fieles a la verdad, o no, pues en ello nos va nuestro futuro ser. En cualquier caso, si nos hacemos "otros" también en el ser, entonces es que tenemos un destino, o sea,  una llamada a ser otros de lo que somos inicialmente, y que según nos hagamos otros en el entender,  y, a su través, en el ser, así nos haremos amables, o no, para el amar trascendental puro.

 

     No  podemos elegir entre hacernos otros o no hacernos  otros al entender, pero somos libres en el modo de ejercer nuestro acto de entender, somos libres de determinar qué nos hacemos: cabe hacer de nuestro entender una acomodación donal al  inteligible,  o  hacer de nuestro entender la medida de lo entendido.  Si  hacemos de nuestro entender una acomodación donal al inteligible,  entonces nuestro entender es un otorgar el darnos al que nos da,  esto es, un recibir donalmente el dar que nos es donado,  un responder  de  modo congruente a la llamada del destino.  Si hacemos del entender la medida de lo entendido  y  de lo inteligible,  entonces perdemos  la altura trascendental en nuestro entender  -que ya no es un dar el darnos-,  y en nuestro ser y amar  -que se clausuran dentro de sí mismos-. Los dos extremos quedan ejemplificados respectivamente en el fiat y en el non serviam bíblicos. Hacernos  otros  según la guía del entender trascendental puro,   o pretender  hacernos  a nosotros mismos,  imponiendo la medida  de nuestro  propio intelecto a lo otro,  no es una elección voluntaria, pues no podemos abstenernos de hacer lo uno  o  lo otro,  no nos caben alternativas, sino que en eso estriba la libertad ínsita en el ejercicio mismo del entender como acto trascendental derivado.  La libertad trascendental creada radica en la  necesidad destinal  de hacernos otros,  de crecer ilimitadamente, de alcanzarnos a nosotros mismos en un futuro que no se desfuturiza, pero es verdadera libertad, porque lo que lleguemos a ser,  la sanción de nuestra alteridad y futuro, y el sentido de nuestro crecimiento  dependen de cómo ejerzamos el acto trascendental de  entender que somos.

 

     La libertad trascendental del entender que propongo se  singulariza por el hecho de que el acto de entender queda en  libertad respecto de su fin. El fin o destino del entender es la  verdad,  o el inteligir trascendental puro, y el entender humano  se vincula con ellos con libertad, no de elección, sino de donación.

 

     "Verdad  y libertad se comportan como donante y receptor,  y ello  significa que el entendimiento humano goza de  libertad  en relación  a la verdad: de una libertad como recepción, y  por  lo mismo  subordinada, de la verdad. El entendimiento puede  abrirse donalmente a la verdad y dejarse penetrar y enseñar por ella; pero  también puede recibir la verdad de modo no donal: en  vez  de someterse a ella, intentar someterla a sí mismo, en vez de dejarse poseer donalmente por ella, intentar adueñarse de ella. Cuando la  donación veritativa es recibida de modo donal, se consuma  su don y alcanzamos lo verdadero; cuando no es recibida  donalmente, se produce una recepción deformada y falsa. El primer modo de recepción  da lugar a la verdadera libertad de pensamiento, el  segundo a la falsa. En ninguno de los dos casos se trata de  elegir la  verdad  o la falsedad, sino de otro tipo de libertad:  la  de abrirse o cerrarse, la de donarse o no. La verdad es recibida  en los dos casos por el entendimiento, no cabe elección respecto  de ella,  pues sin ella el entendimiento no  entiende  sencillamente nada. No hay indiferencia alguna por parte del entendimiento respecto de la verdad, como por el contrario ocurre con la  voluntad y los medios. La libertad del entendimiento acontece en el  mismo acto de entender, no con posterioridad, y sin que la verdad quede al margen en ningún momento. Pero el acto mismo de entender puede ser ejercido de modo donal, de acuerdo con la índole misma de  la verdad, o de modo no donal y contrario a ésta.  Cuando se  ejerce donalmente, el acto del entendimiento funciona como potencia obediencial  respecto  de la verdad, y ella consuma en  él  su  don. Cuando se ejerce de modo no donal, el acto del entendimiento  introduce  su propia medida o forma, la verdad es metabolizada  por el receptor, y el don queda recortado por nuestra finitud"[6].

 

     Al no ser creativo del inteligible como inteligible, el acto de entender creado tiene que recibirlo pasivamente y hacerse  activamente lo recibido -bien de modo donal o bien de modo  impositivo, como acabo de explicar-. En la medida en que se han de  recibir  pasivamente, no podemos conocer todos los inteligibles  de una  sola vez,  de forma  y  manera que cada tipo de inteligencia creada ha de recibir donalmente de Dios unos inteligibles propios o primeros, que no agotan su inteligencia,  pero sí la encauzan y guían hacia la inteligencia trascendental pura, que es su  destino.  Según esto,  deben darse dos tipos de inteligibles:  los que recibimos como don de la  triple  identidad de actos  trascendentales puros junto con el entender mismo,  y que son  inteligibles trascendentales creados;   y los inteligibles no  trascendentales que derivan de estos primeros.  Los primeros son innatos para  el entender creado, los segundos son adquiridos por el ejercicio del entender.  Si la intelección se ejerce respetando íntegramente el sentido nativo de los primeros inteligibles, nuestro entendimiento crece en la línea de la verdad  y,  por tanto,  en relación de subordinación al  acto  trascendental puro de entender.  Pero  si nuestra intelección toma como  modelo o guía el modo de tener los inteligibles  adquiridos,  entonces se erige ella en principio  y destino de sus propios pensamientos, creciendo en sentido negativo, o sea,  decreciendo tanto en la línea de la verdad como en la del ser y del ser amado.

 

     Para  terminar este apartado, señalar que en el acto  trascendental  de entender creado se distinguen el núcleo del  saber,  lo sabido y el saber mismo. El núcleo del saber es donación, destinación y libertad, y por lo tanto, persona. Lo sabido en cuanto  que sabido no es persona,  su acto no es, a su vez, donante, sino exclusivamente donado, no está destinado, sino que ha de ser destinado  por el núcleo del saber, y no es libre,  sino que depende de la libertad del núcleo del saber.  El saber, por último, no es el acto mismo de entender, sino lo ganado o perdido, lo incrementado o deprimido por el acto de entender trascendental al  configurar libremente el acto de lo sabido. Estas distinciones no contradicen  el principio fundamental del saber:  que en el entender el acto del inteligente  y  el acto de lo inteligido son un  solo y mismo acto; tan sólo puntualizan que toca al acto trascendental de entender creado el determinar la índole del acto de lo inteligido y del inteligir operativo creciente o decreciente, otorgando a ambos la unidad de acto en que consiste entender.  Por eso para un entender creado no está garantizada la concordancia entre  método y tema, imprescindible para la congruencia de la verdad, pero dependiente de la libertad radical del núcleo del saber.

 

 

     D) Hasta aquí me he planteado el entender como acto trascendental, y sus consecuencias primeras.  Pero como avancé más arriba,  caben una infinitud de tipos de actos trascendentales de entender creados.  Naturalmente,  lo que diferencia a los distintos  inteligentes creados son los inteligibles que la han sido donados como  propios por el inteligir divino  y  su modo de entenderlos. Esto significa que, aunque en todos se d una distinción real entre su acto trascendental de entender y el acto o los actos  predicamentales en  que se analiza o despliega aquél, esa distinción  (existencia-esencia, libertad-naturaleza, acto-potencia, trascendental-predicamental)  se  da de distintos modos en los distintos tipos de inteligencias creadas. Como es natural, el interés principal para los humanos se referir  a su acto trascendental de entender,  a los inteligibles recibidos en propio  y al modo de hacerlos suyos, únicos de los que podemos obtener noticia por nosotros mismos,  de ahí que me ocupe ahora específica y esquemáticamente del modo de conocimiento humano.

 

     Del acto trascendental de conocer ya he ofrecido suficientes indicaciones en lo anterior, me toca ahora ampliar, ante todo, el detalle del despliegue predicamental,  naturaleza  o  esencia del conocer humano. Lo primero que debe destacarse es que se trata de un  despliegue de actos predicamentales, o sea de una  pluralidad de actos cognoscitivos. Acerca de ellos cabe hacer las siguientes puntualizaciones:

 

 

     1.-  La  pluralidad de actos  cognoscitivos  predicamentales nunca se iguala con el acto trascendental de entender o  entendimiento  agente, libertad radical, persona o núcleo del saber.  De tal manera que tales actos pueden llegar a ser numéricamente  infinitos sin que, como digo, se identifiquen con el acto de entender trascendental.

 

     2.-  Los actos cognoscitivos predicamentales no  tienen  una dependencia causal respecto del acto de conocer trascendental, ni por tanto son concausas ni efectos,  como en cambio ocurre con el despliegue correspondiente al acto de ser trascendental. Los  actos cognoscitivos apuntan al  perfeccionamiento  de lo imperfecto del mundo  (sus dones),  y al perfeccionamiento en el ser y en el merecer ser amado del cognoscente.  Por tanto, son medios de destinación  o,  lo que es igual,  se ordenan a la destinación libre del hombre, y, a su través, del mundo, como a su fin.

 

     3.- Si se unen las dos observaciones anteriores, la libertad trascendental del acto de entender y el carácter de medio de  los actos predicamentales que nunca llegan a igualar o agotar a aquélla,  parece imprescindible distinguir entre el  condicionamiento de la destinación por los actos predicamentales  y  la sanción de nuestra libertad por el destino:  nuestros actos  predicamentales  nunca pueden merecer por sí mismos la sanción definitiva y  positiva de nuestra libertad por el amor divino. Tal sanción es siempre donal o gratuita por parte del destino,  puesto que  nuestros actos predicamentales no agotan ni determinan definitivamente las  posibilidades destinales de la libertad trascendental.

 

     4.-Sin embargo, es también verdad que dichos actos condicionan  la destinación de la misma.  La diferencia insalvable  entre libertad trascendental  y  despliegue predicamental de actos, implica que, para que puedan siquiera condicionar la libre destinación del hombre, éstos tienen que gozar de alguna libertad intermedia.  Esa libertad intermedia es la libertad de unificación  de actos  predicamentales,  de la que somos enteramente responsables en la medida en que dichos actos se pueden subordinar  o  no a la libertad de destinación. A esta operación unificadora de actos se le llama,  por un lado,  logos,  pero en la medida en que ella es un  libre disponer de los actos predicamentales en relación a  la libertad destinal, se le llama, por otro,  voluntad.  Según esto,  la esencia o naturaleza humana que se distingue  realmente de  la existencia o libertad trascendental humana es el logos o modo  de unificar los actos predicamentales,  y,  a la vez,  la voluntad o modo de disponer  o  tener los objetos y conocimientos correspondientes a tales unificaciones. O sea, que el logos es la unificación voluntaria de los actos predicamentales, y la voluntad es la disposición  unificante de los mismos,  pero ambos subordinados a la persona, que es quien realmente tiene o dispone según la  unidad del logos.

 

     Dicho  con otras palabras, la esencia o despliegue del  acto trascendental de entender no es una serie inconexa, pero  tampoco necesaria  y unívoca, sino una serie unificada, libre y  plurivalente  de actos predicamentales. Voluntad y logos se  identifican entre sí como la esencia del hombre, y en esa misma medida se diferencian  del núcleo del saber o acto trascendental de  entender creado  humano, del que dependen en exclusiva, y del que son  expresión o análisis.

 

          Ahora bien,  del mismo modo que la libertad no se alcanza en el logos sino que el logos depende de la libertad  trascendental, así también el núcleo del saber no dispone del logos, sino de los actos cognoscitivos predicamentales "según" el logos  o  voluntad  que tiene en unidad. El logos volitivo es una instancia  intermedia entre el acto trascendental y los actos predicamentales,  que hace de estos últimos una  unidad  (absoluta o subordinada).  Con todo, como el logos depende en exclusiva del núcleo del saber, es  independiente de todo lo demás, y tal independencia abre la posibilidad de usar de los actos predicamentales  y  sus objetos como si su disposición fuera absoluta,  es decir,  olvidando su dependencia  de la persona.  Cuando esto ocurre,  el disponer pretende aplicarse a sí mismo, lo que da lugar a una cadena de unificaciones arbitrarias, que podemos llamar logicismo.

 

     Es  obvio que cuando el logos volitivo  no se somete al acto  trascendental de entender,  éste a su vez no se somete donalmente  al inteligir divino y no se destina de modo congruente. Sin duda, la insumisión del entender creado al increado es  jerárquicamente primera y decisiva, pero esa insumisión se analiza y consuma precisamente  en la forma de una pretendida autoindependización  del logos respecto del núcleo del saber.  Sólo en este sentido me  he permitido decir que condiciona a la libertad trascendental.

 

     Finalmente, por lo que se refiere a los inteligibles donados a la mente humana  y  conmensurados con su acto trascendental  de entender, éstos son: el conocimiento habitual del ser o fundamento  creado,  y el conocimiento habitual de sí misma.  A ellos  se añadía un conocimiento indicial donado de Dios y de su amor  como destino del hombre, conocimiento no conmensurado al acto trascendental de entender,  sino excedente y supergratuito.  Este último fue perdido por el pecado de origen, de manera que, a su vez, los otros inteligibles perdieron con él la noticia clara de su carácter donal  y quedaron restringidos preponderante e inmediatamente a  la condición de conocimientos destinados al uso de nuestro entender, más que a la noticia trasparente del acto de ser trascendental y del entender trascendental creados, así como de su ligamen donal respecto de la trinidad idéntica de actos trascendentales.

 

     Nacidas  de la inversión del sentido destinal  del  entender trascendental  humano y del intento de preponderancia del  disponer o tener humano sobre el donarse a la verdad o inteligir divino,  es congruente que la esencia, naturaleza  o  despliegue  del entender ocultara tanto el conocimiento habitual del ser del mundo como el conocimiento habitual de nuestro entender  trascendental.

    

     El  inteligible propio o conmensurado a las operaciones cognoscitivas humanas, por su parte, era la esencia del mundo, derivada del ser o fundamento,  e inteligible sólo en potencia.  Pero al  quedar reducida la noticia habitual del ser a la  función  de mero  principio (lógico) de uso del pensar, el carácter  derivado de la esencia del mundo quedaba también ensombrecido, y pasaba  a primer plano ontológico,  pero invertido el orden congruente, por lo que saltaban a primer plano los inteligibles potenciales a los que  es inmediata  y  más fácilmente aplicable la  hegemonía  del acto de entender, a saber, los conocimientos sensibles.

 

     Consecuencia  de estas mutaciones en el orden  del  entender humano fue que la luz natural de nuestro entendimiento, que estaba  destinada a iluminar, desde la posesión habitual  del  primer principio, la esencia del mundo como mero inteligible en potencia que era,  recayó directamente sobre las informaciones  sensibles,  que también son meros inteligibles en potencia, pero sólo adecuadamente  comprensibles desde la previa iluminación de la esencia,  de la que son consecuencias parciales.

 

     El salto o diferencia entre el acto trascendente de entender y  los datos sensibles es tan grande que aquel suple o supone  la escasa  y mudable manera de ser que les corresponde, como  consecuencias de la esencia que deriva a su vez del acto de ser, otorgándoles un acto que no tienen (el de ser entendidos) ni les  corresponde  directamente. Este uso de la luz del acto de  entender para iluminar inteligibles que están muy por debajo de su  primer y  verdadero destinatario es lo que llama L.Polo "límite del pensar", del que pasar a ocuparme a continuación.

 

 

     III. El planteamiento inicial.

 

 

     La filosofía de L.Polo no es una filosofía del sentido común ni tampoco la filosofía de una sola idea, evidente y revolucionaria;  no es la filosofía que nace del empeño por resolver un problema previo o por continuar una línea de pensamiento a la que se adhiere de antemano,  sino una investigación o búsqueda que parte de una detección muy especial y decisiva -la detección del límite  mental,  tan especial que, aunque la distingue de todas las demás filosofías, no excluye en absoluto su correspondiente sentido filosófico  e, incluso, algún sentido de la verdad para cada una de ellas.

 

     El resultado de la aplicación del acto trascendental de  entender  a inteligibles en potencia derivados no es ni la  producción ni la causación del inteligible mundano,  sino su  presentación.  El acto trascendental de entender dona la presencia mental a los inteligibles potenciales derivados o  informaciones  de  la sensibilidad. La presencia, insisto, no es una elaboración,  sino una donación absoluta de algo que los inteligibles  mundanos   no tienen ni necesitan: la presentación o constitución de los mismos  como objetos, inherente al acto de entenderlos.  La descripción y el establecimiento teóricos de la presencia  o  límite mental es,  sin duda, el punto inicial de toda la filosofía de L.Polo, ya que en ellos se basa su proyecto filosófico positivo[7].

 

     Por límite mental no se entiende ni una finitud  metafísica, ni  una barrera infranqueable que impida el conocimiento, ni  una privación  o falta de conocimiento de algo, sino  una  desviación atencional que desorienta nuestro saber y lo sume en una inextricable maraña de problemas que,  a su vez,  lo alejan del  conocimiento de la realidad extramental  y del de su propio núcleo.  Si se le llama límite, ha de ser en el bien entendido de que se trata de un término inicial, no final, es decir, no del término ejecutivo de una acción que acaba en él, sino del término  inherente  a un acto de conocer que empieza  y  termina con él.  Se refiere, más en concreto, a una limitación interna en el alcance del saber humano, pero en la forma de una substitución, no de un recorte ni de una  frontera del saber[8].  La limitación es, por consiguiente,  limitación del pensamiento,  es decir,  de un acto o método[9]  del conocer,  por cuanto  mediante ese acto de conocimiento la  mente humana es incapaz de obtener exhaustivamente la realidad, tal como, en cambio, dicho método sugiere[10].  En definitiva,  el límite del pensamiento no es sino la  irrealidad  a la que se reduce, en orden a sí mismo, el pensamiento en la propia obtención del inteligible[11].

 

     Por su carácter inicial e inherente al acto de conocer humano,  el límite mental es el ocultamiento que se oculta.  La  apariencia críptica del enunciado anterior queda disipada si se  explican sus términos adecuadamente, como intentaré hacer en lo que sigue. Se trata, ante todo, de un ocultamiento activo introducido por un acto de entender, pero en el que -como es claro-  hay algo entendido que no es lo ocultado ni el ocultamiento. Lo entendido, por serlo  gracias a un ocultamiento activo  o  acto de  entender ocultante,  oculta él mismo algo,  pero al mismo tiempo,  por ser entendido, se manifiesta o destaca,  es decir, es lo contrario de una ocultación,  de manera que -por ser entendido-  lo  entendido oculta el propio acto de entender ocultante u ocultamiento  activo.  El límite es, pues, un acto cognoscitivo que  oculta  (algo) destacando, a la vez que queda oculto por lo destacado.

 

     El primer y más bajo acto cognoscitivo es el acto presencial  o presencia mental. Es característica de dicho acto otorgar  a lo conocido una dimensión que no tiene, la presencia, pero a  cambio de desvincularlo por entero de su dependencia del ser. La presencia o conciencia hace las veces del ser, ocultándolo tras su luz,  pero destacando, por el contrario, con ella lo conocido o  pensado.  El ajuste entre lo pensado y la presencia (o pensar)  es tan perfecto que el objeto pensado está todo en presencia  y  la presencia lo es  sólo  del objeto pensado:  no hay nada en el objeto que está más allá  de la presencia, ni nada de la presencia que no se vierta sin residuos en el objeto;  es decir,  no hay más  conciencia que la conciencia del objeto  y  no hay más objeto que el objeto de la conciencia. Como acto cognoscitivo, la presencia límitadora  goza de antecedencia, no temporal, sino donal  respecto del objeto al que confiere consistencia sin mediación ni  trabajo alguno,  o sea, "ya": de modo inmediato y simultáneo consigo misma.  De esta manera se advierte, por un lado,  que la presencia o límite mental,  en cuanto que sustituye la función del ser extramental por la donación de  consistencia  a lo pensado,  oculta el principio trascendental creado (ser)  y tiende a ejercer una función  fundamentadora del saber que imita la que lleva a cabo  extramentalmente  el  ser al que sustituye; y, por  otro  lado,  se oculta a sí misma como acto donal cognoscitivo  y así oculta también el núcleo del saber del que depende y su función, que es más bien destinante. Además, el ajuste perfecto de objeto y presencia impide entre ellos toda dualidad sujeto-objeto,  reduciéndolos  a  mismidad.  En virtud de dicha  mismidad  es imposible que el acto cognoscitivo  o  presencia mental pueda versar sobre  ella misma,  pueda ponerse o quitarse,  por lo que equivale a "lo vasto" o irreflexivo,  es decir,  a lo que no puede incluirse dentro de  sí,  sino que ha de yacer en referencia única y constante al objeto.

 

     El resultado de esa inseparable vinculación es que "hay  objeto"  o que pensar es siempre pensar-algo, hasta el punto de que  no  se piensa,  si no hay algo pensado,  y de que el objeto o  lo pensado lo hay, pero el haber no lo hay. El ocultamiento es ocultamiento del ser introducido mediante la presencia como un  haber o pensar,  pero lo pensado,  o "lo que hay",  queda tan destacado por el haber  y  lo agota de tal manera,  que el propio pensar  o haber  -que oculta al ser extramental-  se oculta tras lo pensado o habido.  "Lo" es determinación directa de la presencia  -no del núcleo del saber-;  "haber" es presencia y no ser. "Lo" (el objeto)  no es explicitable, porque todo y sólo lo hay (unicidad); la presencia (o haber) empieza y acaba en el objeto, y no puede progresar (constancia).

 

     Repito de otra manera lo dicho, para mayor claridad.  La luz del acto trascendental de entender humano cuando se aplica directamente a los inteligibles suministrados por los sentidos  internos  trae consigo el acto más bajo de conocimiento,  a saber,  la inmediata presencia del inteligible material, y lo hace supliendo el acto de ser del que éste deriva  mediatamente  fuera del  pensamiento, e independizándolo mediante su mencionada luz,  que  da consistencia,  unicidad y exención al objeto.  La presencia no es presencia de sí misma, sino del objeto, y el objeto no antecede a la presencia, sino que es lo presentado en ella. Los inteligibles procedentes  de la sensibilidad son  eximidos  de su temporalidad extramental por la presencia, pero la presencia tiene el valor de una vez, es decir, ni se quita ni se pone,  sino que es lo vasto, en el sentido de que carece de eficacia respecto de sí misma:  ni puede autonegarse  ni puede autoafirmarse,  pero es determinación directa y articula el tiempo,  constituyéndolo en tiempo entero u  objeto.  La presencia oculta el ser y destaca el objeto,  pero la manifestación objetiva la oculta a ella misma como acto cognoscitivo.  Presencia y objeto son inseparables:  la presencia es presencia de objeto,  y el objeto es objeto  sólo  en presencia.  La presencia no pertenece a la esencia mundana, ni la esencia mundana es afectada por la presencia,  de manera que la presencia  obtiene un inteligible que no es dúplica de la esencia ni es directamente la esencia, sino que es el objeto, o la esencia dotada de algo  que ella  no  tiene  -la presencia-  y  que la separa de su principio extramental, pero sólo en la mente.

 

     Ahora  bien, es obvio que la presencia es  también  distinta del cognoscente, o sea, del acto trascendental de entender o  núcleo del saber,  por cuanto que el destino de éste es el ser amado por la identidad triple de actos trascendentales,  en premio a la libre mejora de la esencia del mundo y de sí mismo por él operadas.  Pero la mera presencia objetiva no mejora directamente al mundo ni al hombre, sólo es útil -en su proyección práctica- para retrasar la muerte.  La presencia objetiva es, pues, una dilación y  desorientación respecto del destino del conocimiento, y en ese sentido es también un límite,  obstáculo  o  rémora para el pleno conocimiento del mundo,  del hombre  y  de Dios,  pero sólo en el sentido de un desorden que estorba, no en el de carencia de conocimiento.

 

     La detección del límite revela, así, un doble implícito: que la presencia no es el ser,  y que ni la presencia  ni lo presente son reflexivos  ni se conocen a sí mismos,  por lo que ninguno de ellos es el cognoscente ni el inteligido perfectos. Si la presencia no es el ser, el comienzo (del saber) no es el principio (del mundo), es decir, el ordo cognoscendi no coincide con el ordo essendi mundano;  y  si tampoco es el cognoscente  ni el inteligido perfectos, entonces el ordo cognoscendi ordinario no  coincide ni con  elordo essendi humano  (libertad  trascendental) ni tan siquiera con el ordo cognoscendi debido.  Ahora bien,  la equiparación del ordo cognoscendi con el ordo essendi,  ya  sea  mundano, humano  o  ambos a la vez, es característica  de  la  modernidad, mientras que la admisión del modo de conocer presencial como único comienzo posible y adecuado es un presupuesto radical  incluso del  pensamiento antiguo-medieval ("tanquam tabula rasa").  Ambos presupuestos son desenmascarados a la vez por la simple detección de la conciencia como límite mental.

 

     Dos  tareas se abren inmediatamente desde la mencionada  detección, ambas estrechamente ligadas entre sí,  aunque distinguibles:  por un lado,  reelaborar la teoría del conocimiento  desde  su  comienzo mismo,  pero teniendo en cuenta su carácter de límite  o  diferencia con el ser  y  conocer trascendentales;  y  por otro  hacer de la detección del límite mental un método para  alcanzar de una nueva manera tanto el orden trascendental  o  plano de los temas últimos del saber sapiencial filosófico, como el orden predicamental o plano de los temas más próximos de dicho  saber.  Ambas tareas exigen ser realizadas de una manera que estimo  constituye la inspiración interna de todo el filosofar poliano, y que fue el punto por cuyo medio conecté yo primeramente con dicho filosofar: intentando establecer la congruencia entre los modos o métodos del conocer y los temas del saber humano. Sin embargo, si se erige la congruencia como criterio de la verdad,  la complejidad de la investigación se eleva a grados insospechados y el  carácter parcial  y  rectilíneo de toda exposición resulta casi incompatible con el pensamiento a expresar. Una investigación filosófica no puede ser unilateral: aunque haya de distinguir de modo drástico los temas, ha de tenerlos a todos en cuenta, por separado, de modo respectivo y en su orden debido,  y ajustar sus diferencias en atención a la identidad originaria.  De aquí deriva, a mi juicio,  la adicional dificultad de exposición,  y  de  consiguiente intelección, de esta filosofía, que se suma a la dificultad del abandono del límite mental.

 

     Ya he intentado responder a este desafío expositivo  adelantando,  por una parte, ciertos planteamientos últimos, pero  esto no  basta; hace falta, por otra, concretar las modificaciones que  introduce en la teoría del conocimiento la detección del  límite, y  las posibilidades de ampliación y mejora en el tratamiento  de los temas últimos del saber que surgen de ella.  Y todo esto realizado con  congruencia  entre método y tema,  que es el punto de convergencia tanto de los planteamientos últimos como de los iniciales, es decir,  que es una exigencia nacida del carácter donal del acto trascendental de conocer creado  -congruencia es  recepción donal o sumisa de los inteligibles donados por  el  entender trascendental puro, y ordenación desde ellos de los otros inteligibles formados por nosotros, sometiendo a la vez nuestras operaciones incluso a la inteligibilidad potencial previa de estos últimos-, pero nacida también de la detección del límite mental  -u ocultamiento que destaca  y  se oculta tras lo destacado-, ya que la ignorancia del límite,  como se dijo más arriba,  trae consigo una inextricable maraña de problemas que impiden por su desajuste  un conocimiento congruente tanto del ser,  como del conocer  y de Dios.

 

     A) Empecemos por la primera de las tareas[12]. Ya dije que la limitación del pensar no impide el conocimiento: el límite mental es  un método o acto cognoscitivo, el más bajo, sí, pero  que  no por eso deja de alcanzar cierto grado de conocimiento.  La redundancia cognoscitiva de la presencia como acto es la "obtención", término con el que se sugieren tanto el carácter de objeto -o  de inmediatamente  presente, que afecta a lo iluminado por  el  acto presencial-, como laintencionalidad intrínseca  al acto iluminador.  La presencia no puede ser presencia de   misma, sino del objeto, y el objeto lo es de la presencia o conciencia, no existe en sí  ni es objeto para sí  -noción confusa de sujeto-.  También  se puede denominar  a dicha redundancia cognoscitiva  "abstracción", en la medida en que la presencia exime al objeto de la dependencia respecto del principio extramental, y el objeto "exime" a la presencia de toda reflexividad, ocultándola a sí misma y reduciéndola a conciencia o saber que se conmensura con el objeto.

 

     El  acto abstractivo se realiza en tres momentos: 1.-la iluminación  activa de la informaciones sensibles (imágenes) por  el entendimiento agente, que las hace inteligibles en acto  o  especies  impresas aptas para los actos de intelección  predicamentales;  2.- la objetivación del abstracto, u obtención de la  especie expresa, mediante un acto predicamental u operación de entender;  3.- la conversión del objeto abstracto a la especie  impresa, o paso del segundo momento al primero[13].

 

    Respecto del primer momento de la abstracción,  debe decirse que no existe pasividad alguna por parte del inteligir humano  ni tampoco antecedencia alguna en el orden del conocer por parte  de las imágenes,  que son sólo inteligibles en potencia  y de la más baja categoría, sino que la especie impresa es la iluminación activa de un inteligible pasivo realizada por el acto trascendental de entender[14].

 

     Respecto  del segundo momento, debe advertirse que, si  bien la abstracción o primer acto cognoscitivo (predicamental) es  una y  la misma, sin embargo los abstractos pueden ser varios,  según sean las especies impresas ofrecidas por el intelecto agente.  Si el  acto cognoscitivo se refiere a la especie impresa  primera  y directa, o sea, a la iluminación de la imaginación pura, entonces tenemos la abstracción pura o el acto de conciencia estricto, cuyo objeto es la circunferencia formal, y que se caracteriza  por ser una obtención única:  no hay más que un acto de conciencia  y un objeto de conciencia.  Como acto único,  el acto de conciencia puro es el saber de su intrínseca intencionalidad;  el objeto del acto de conciencia único ha de ser también un objeto único,  pero sólo hay un objeto que sea uno y único,  y ése es la circunferencia  formal, la cual es inespacial e intemporal y sólo existe  en la mente. La circunferencia pura o formal se ajusta de tal manera a la presencia, que ésta viene a ser su conciencia pura y  aquélla su evidencia pura.

 

     Si,  en cambio, el acto abstractivo recae sobre  la  especie impresa o iluminación intelectual de la imaginación,  pero en  la medida en que ésta conecta con la memoria sensible y con la cogitativa sensible,  entonces se obtiene la articulación temporal, o presencia  del tiempo totalizado, entero u objetivado.  El tiempo  es articulado gracias a la presencia o acto abstractivo,  pero la presencia articulante es acto cognoscitivo, no momento del tiempo físico -de cuyo principio  y  de cuyo análisis está exento-.  Una ganancia de esa presencia articulante será la apertura de posibilidades  factivas, es decir, de la posibilidad de  una  actuación práctica del hombre sobre el mundo,  que por ser exentas no mejoran  realmente al mundo ni al hombre,  sino que sólo sirven  para diferir la muerte.

 

     Por  último, respecto del tercer momento,  la conversión  al fantasma es término final de la abstracción, pero no es una  marcha atrás que vaya del objeto obtenido a la imaginación previa al acto  iluminante, como si la especie impresa fuera una  modificación del fantasma e hiciera falta volver a él para no  perder  el contacto  con la realidad. La conversión es sólo el paso del  segundo momento abstractivo al primero, o sea, de la formación  del objeto a la iluminación del fantasma, o más estrictamente  dicho, del  acto de entender predicamental al acto de entender  trascendental. No se trata, pues, de una vuelta al comienzo, sino de que el comenzar, o abstracción, incluye una retroferencia,  o retracción que  coactualiza  el acto predicamental de entender  con  el trascendental, de manera  que éste ilumina ahora al acto abstractivo junto con sus abstractos,  y lo ilumina mostrando su  intencionalidad, la cual apunta al acto iluminante del intelecto agente  y, a  su través, a lo iluminado por él o fantasma, por lo que además de la determinación directa y objetiva obtiene una  determinación material.  La abstracción se determina en y por sí misma no sólo directamente, sino también materialmente, siendo el  fantasma la condición  material  de determinación  para la presencia mental.

 

     Como  último grado de información física elaborado  por  los sentidos, el fantasma contiene la última y más depurada  o  sutil referencia a la causa material cósmica.  Ahora bien, la causa material se caracteriza, físicamente, por ser una síntesis peculiar de  la esencia del mundo -en concreto, de su carácter de  "antes" pasivo-, y, en relación con el conocimiento,  por no ser un principio, y no ofrecer,  en consecuencia,  resistencia alguna al carácter de comienzo de la presencia mental  -como,  por el contrario,  ocurre con el ser-.  De manera que,  cognoscitivamente,  la presencia mental engarza, a través del fantasma y de la causa material,  con la esencia mundana;  no la sustituye o suple  -en la medida en que ella no se opone al acto presencial-,  sino que  se introduce, y sin reducirse a ella  ni modificarla,  la constituye en esencia pensada. La ganancia obtenida aquí por el conocimiento es simplemente su determinación material,  por lo que puede afirmarse que abstraer es trasmutar la síntesis material en condición de determinación presencial.

 

     La esencia pensada no es, por tanto, la esencia  extramental como  extramental, sino la esencia independizada de su  principio  (el ser),  merced a la introducción de la presencia, pero tampoco  es  un mero engendro del conocimiento, sino una  intersección  de ambos,  a saber:  una determinación material del conocimiento. El objeto  presentado tiene una determinación directa y, a  la  vez, material. En este sentido el objeto es fenómeno o materia referida a presencia. Esto implica que el fenómeno -como el objeto-  no contiene, o remite a, nada suyo que está detrás de él.  No existe ningún en sí detrás del fenómeno:  ni un en sí extramental, ni un en sí mental.  La noción de "en sí" es la de causa oculta del fenómeno, pero ni el ser -suplido por la presencia- puede causar al fenómeno  -que como tal prescinde de aquél-,  ni la presencia  es causa alguna, sino una introducción oculta que destaca en presencia.  El fenómeno no es sino la mostración directa de la síntesis material, y esa mostración ha sido introducida como una trasmutación de la causa material, o síntesis de la esencia, en condición de determinación objetiva,  gracias a la hegemonía o superioridad del  núcleo del saber,  activo incluso en el más bajo acto de conocimiento predicamental,  que es la presencia mental,  sobre  la esencia mundana.  La trascendencia del intelecto agente  sobre la esencia mundana  es  tan elevada  que puede hacerla presente  sin trabajo o elaboración algunos, y trasmutarla en fenómeno que nada guarda a su vista,  sino que tan sólo determina materialmente  su objeto[15].  

     

     Esto supuesto, la detección de la presencia mental  -o  acto abstractivo-  como límite lleva consigo la existencia de una pluralidad de métodos discontinuos de entender. Por un lado, la presencia da lugar a un modo de pensamiento que no agota nuestro entender trascendental,  y, por otro, su carácter terminal en antecedencia impide toda posible continuación de la misma como saber. La presencia es un método  o acto  cognoscitivo,  pero que por su constancia no puede ser el único para el saber -pues la  constancia  se opone al crecimiento destinal y operativo del  saber-,  y que por su unicidad presencial no puede formar parte de un método que progrese continuadamente. Si hay más métodos, éstos habrán de ser  discontinuos  respecto de la presencia mental.  Pero han  de darse más métodos, dado el carácter trascendental y creciente del acto de entender que somos,  luego ha de darse una pluralidad metódica o de actos heterogéneos de saber.

 

     Siendo perfectamente ajustados a su objeto y limitados en el sentido  antes aclarado,  los actos abstractivos sólo pueden  ser continuados gracias una  nueva  iluminación directa del  entendimiento agente, que ahora recaer  sobre los actos mismos y los objetos obtenidos, no sobre la información sensible.  El primer resultado de esta nueva iluminación es convertir los actos abstractivos  en hábitos, o sea, en actos cognoscitivos unibles a nuevos  y relativamente superiores actos cognoscitivos. Este paso de acto  a hábito no requiere repetición de actos, sino -como digo- la mera  iluminación  del intelecto agente.  Así el acto de conciencia pura, se convierte en hábito de conciencia,  y el acto de articulación temporal se convierte, directamente, en hábito del lenguaje e, indirectamente, en hábito productivo.

 

     El  segundo resultado de esa nueva iluminación  consiste  en aclarar una doble limitación de la presencia mental  para el cumplimiento  perfectivo  del saber.  De una parte,  el conocimiento abstractivo o presencial es insuficiente para el crecimiento destinal del intelecto agente,  que aparece como un desnudo "además" inalcanzable para aquéllos actos y hábitos.  De otra, el conocimiento abstractivo es diferente del conocimiento del ser, al que suple y oculta.

 

     El  tercer resultado de la nueva iluminación consiste en  la apertura  de las operaciones cognoscitivas, es decir, de una  potencia cognoscitiva capaz de pasar a nuevos actos gracias al acto trascendental  de  conocer  y  apoyándose en el carácter habitual conferido al acto abstractivo; o sea, consiste en la capacitación para la formación de nuevos actos y objetos cognoscitivos que superen la inercia de la abstracción y queden a disposición del núcleo del saber.

 

     Estas  nuevas operaciones son la consecución  y  la prosecución. La consecución  destaca la insuficiencia cognoscitiva de la abstracción para el núcleo del saber. Como sugiere el término, la consecución es una operación que sigue a la abstracción  acompañándola o contando con ella,  de tal manera que la declaración de insuficiencia  del abstracto se hace negativamente, o sea,  estableciendo una dualidad o diferencia entre la unicidad de lo tenido en presencia y el propio tenerlo: esa diferencia es la  noción de "todo lo demás", "mundo" o "idea general".  Por ello,  si bien la supone, la consecución consigue contra la presencia un acto cognoscitivo nuevo,  la generalización,  y un objeto con  ella conmensurado, la determinación segunda o caso particular[16].  Esta nueva  operación admite grados (aplicación, atribución y  pregunta), que proporcionan, de más a menos, un incremento negativo del  saber  y que, a su vez, puede ser objeto de una nueva iluminación intelectual  que convierta esos actos en hábitos,  concretamente:  en  el hábito del saber matemático,  en el de  la Lógica negativa (de clases, predicados, etc.), en el de la ciencia empírica o positiva, cada uno  de los cuales presuponen y repercuten a su modo en los  hábitos lingüístico y productivo.

 

     El salto a la prosecución lo otorga el entendimiento  agente cuando ilumina la diferencia entre la abstracción presencial y el conocimiento del ser o principio extramental  creado,  oculto por la suplencia del mismo llevada a cabo en el acto presencial. Esta  nueva operación no es una consecución  o triunfo teórico-práctico  sobre la limitación abstractiva, sino una prosecución, un llevar adelante el carácter intencional de la presencia, o sea, un aprovechamiento de la determinación directa para explicitar el ser  o principio.  Su nombre más adecuado es el de razón u operación racional.  Esta operación se articula en fases -no grados ni momentos-,  y, en ese sentido,  es sucesiva e integradora de los pasos precedentes en los siguientes,  lo que da ocasión a un incremento positivo del saber[17].

 

     La primera fase es la devolución de la determinación directa u objeto a la realidad, devolución que destaca el valor universal o completo de la presencia objetiva abstrayente frente a la  pluralidad heterogénea  y  parcial de los contenidos abstractos. Esa  devolución se objetiva  como concepto, que es unum in multis, expresión en la que implícitamente se recoge, por un lado, la pugna  -que no incompatibilidad irreductible- entre el comienzo racional (universalidad)  y el abstractivo (pluralidad singular),  y,  por otra,  la pugna entre la  prioridad  del principio radical  (ser)  -que está más allá  del concepto y es suplido por la presencia-  y la prioridad de la antecedencia  o  principio temporal (materia),  que es distinta e inferior al acto abstractivo,  al que no ofrece resistencia alguna para su introducción,  pero que tampoco es  el comienzo del pensar ni lo primero pensado.  La explicitación conceptual consiste, pues,  en la comparación unificadora de la presencia con la prioridad real de la materia, pero entonces la presencia se sigue manteniendo como  requisito de la unificación explicitativa, y el ser queda inédito[18].

 

     La segunda fase es la distribución o juicio[19], que explicita la pugna implícita, antes señalada en el concepto, entre los  comienzos conceptual y abstractivo, y las prioridades de la materia y el ser, pero la explicita en la forma de una co-implicación entre los abstractos  y  los conceptos,  que lleva consigo,  a la vez, una co-implicación entre los principios o causas.  El juicio  no  explicita el ser,  en la medida en que requiere también de la presencia  ocultante,  pero sí explicita la  diferencia  entre la causa material y la causa final (hegemonía del ser), así como las causas intermedias,  y las explicita unificándolas  distributivamente, o sea, co-implicándolas.

 

     Por último, la tercera fase es la fundamentación o  raciocinio,  que explicita la diferencia del ser con  los  coimplicados. Esta  fase de la operación racional explicita  la  co-implicación  judicativa, en la forma de la deducción racional, para lo que  ha de  constituir al ser,  o principio trascendental no contradictorio, como base o fundamento de la misma, pero precisamente entonces  lo guarda definitivamente implícito tras la ilación de  los juicios.  La operación racional termina aquí su labor  explicitativa,  aunque la posibilidad de actos cognoscitivos tanto negativos como positivos, sea potencialmente infinita[20].  Como es natural, de nuevo la iluminación activa del entendimiento agente puede hacer de la entera operación prosecutiva un hábito,  a  saber, el de la ciencia racional, explicativa o por causas.

 

     Todo  esta variedad de actos cognoscitivos y de objetos  con ellos  conmensurados no sólo es introducida por el  entendimiento agente,  sino que es convertida por él en diversos  hábitos,  los cuales quedan a disposición del entendimiento agente para  unificarlos  operativamente y obtener actos y objetos  nuevos.  Quiero decir, con lo anterior, que ese cúmulo indefinido de posibles actos no agota la intelección activa del acto trascendental de  inteligir humano, y porque no la agota, queda como digo a su disposición, una disposición que no debe ignorar la discontinuidad metódica, o diferencia entre los actos, pero a la que cabe unificar según los hábitos, los cuales indican por un lado la superioridad del entendimiento agente, y recogen por otro la limitación originariamente introducida por la presencia mental.  Así pues, aunque los hábitos derivan de la superioridad del intelecto agente, también la limitan.  De ahí que,  si bien quien tenga y disponga  de los hábitos  y, a su través, de los actos, es el acto trascendental de entender humano,  su disponer y tener se lleve a cabo "según"  una instancia dependiente del mismo,  pero independiente de todo  lo demás. Esa instancia es el logos, naturaleza o  voluntad racional[21]. Es función del  logos  unificar operaciones y objetos mediante los hábitos,  o formas de tener y disponer de los actos, pero esa unificación ha de hacerse "según" los actos y objetos  a unificar,  adecuándose a ellos y siendo congruente con ellos.  La arbitrariedad en la unificación es posible, pero va contra el logos, cuya libertad deriva y está sometida a la libertad del intelecto agente o persona, a la que no debe coartar ni tampoco absolutizar[22].

 

     Debe  aclararse, no obstante, que la operación del logos  no deriva del límite mental, sino del análisis o despliegue en actos  predicamentales  del intelecto agente,  o sea,  de la inexcusable  distinción entre el ser del intelecto y su esencia. Puesto que el acto trascendental de entender humano es destinalmente libre,  su despliegue operacional  no  debe originar una mera dispersión  de actos,  sino que requiere y exige una unificación destinal de los mismos, de manera que en el modo de unificación de ese despliegue quede  expresada  la libertad radical del entendimiento.  Más aún cabe decir que el modo de unificación de las operaciones  -que es derivadamente libre-  concreta  y  da cuerpo a la libertad personal.  En resumen, aunque no existiera el límite mental, la operación  del logos sería absolutamente imprescindible para la  libre destinación humana.

    

     Pero el hecho es que el límite mental afecta al  conocimiento, y por ello el logos ejerce su poder unificante con el  condicionamiento de aquél.  Y así, por desgracia, la falta de "lógica" es predominante en el pensamiento humano, que tan pronto confunde actos y objetos como detiene  o absolutiza el saber en una operación determinada,  con la pretensión de agotar tanto el ser  como el entender, de igual manera que el objeto y la presencia se agotan mutuamente. El motivo inmediato de esa falta de lógica estriba en la  precipitación  que está implícita en la propia  presencia mental y en su éxito prematuro, y  que, como dije, desorienta la  atención de la mente  y  la desvía de la verdad trascendental hacia  el dominio de lo predicamental.  Pero la pura  y  estricta verdad es que esa precipitación desorientadora deriva de una previa  y  libre insumisión del intelecto agente humano a la verdad, que  tomó cuerpo y expresión en un mal uso del logos.   Dicho  de otro modo,  el adelanto de la presencia mental como  primer  acto cognoscitivo es debido a un descontrol del logos,  que,  como consecuencia de un acto de libre  insumisión  a la verdad (pecado original),  antecede en el tiempo  y obscurece la propia libertad trascendental.  La extensión común de ese descontrol entre  todos los humanos se basa en el obscurecimiento del carácter  donal  de los inteligibles innatos,  por la pérdida de la noticia  indicial donada de Dios y de su verdad como nuestro destino.  En cualquier caso, los extremos entre los que suele oscilar el disponer lógico  no congruencial, en las teorías filosóficas, son  o  bien la pretensión del saber absoluto,  que equivale a la absolutización  de un  objeto,  de manera tal que el saber quede detenido en él,   o bien la perplejidad,  que es la paralización del saber por reiteración indefinida  de una operación que, por confusa, no consigue objetivar nada. Los dos extremos anulan el crecimiento  del saber e inducen al descontrol práctico-ético,  pues impiden advertir el destino.

 

     Todas las operaciones, actos y objetos hasta ahora  examinados han sido formados por nuestro inteligir, salvo el logos  que, como operación unificante, no es sino la propia hegemonía del  entendimiento agente respecto de su análisis o despliegue en la medida en que éste ha de ser medio de destinación. El logos es  una operación dispositiva y, como toda operación, redunda en un conocimiento, que es superior al de los actos y objetos unificados, y goza, como he dicho, de independencia respecto de ellos.  Esa independencia  no puede ser,  sin embargo,  absoluta  o arbitraria, porque el logos no es el saber  humano supremo, y ni siquiera éste es absoluto:  la falta de lógica de las unificaciones se puede  mostrar,  y ello significa que su conocimiento y libertad  no son necesariamente verdaderos.  Más aún, puesto que el logos  depende del intelecto agente, por encima de él han de existir otros conocimientos que  ya no son formados por nosotros,  sino que nos son innatos.  Se trata del conocimiento de los primeros principios  y del conocimiento habitual de sí mismo, es decir, de los inteligibles que nos fueron donados junto con el inteligir trascendental.  El acto de inteligir trascendental ilumina al logos desde los hábitos innatos e incrementa así el saber.

 

     Pues bien, aunque sean superiores, tales conocimientos  pueden  ser unificados con los conocimientos inferiores, o  formados por nosotros, mediante el logos. Sin embargo, aquí el logos  goza  de  otro  tipo de libertad que el meramente unificante:  se puede unificar lo superior como ampliación  y  elevación de los conocimientos logrados por nosotros,  o bien sólo como mero complemento  de lo ya logrado.  En una palabra, la libertad del logos respecto de sus inferiores era una libertad meramente lógica, o conforme a su estricta naturaleza; ahora, en cambio, su libertad consiste en dejarse  iluminar por los conocimientos superiores,  ampliando  y elevando su unificación,  o,  por el contrario,  utilizarlos sólo como medios para refrendar  y  redondear las unificaciones ya logradas.  Esta libertad no es ya meramente lógica,  sino donal,  o no,  y  supone la apertura del logos a un saber  superior,  o  su clausura en sí mismo.  Por supuesto,  este dejarse iluminar  congruentemente, o no,  por un saber superior es la expresión de  la libertad última del intelecto agente:  propiamente es el intelecto agente el que abre o cierra el logos, según él mismo se abra o cierre al inteligir trascendental puro[23].

 

     Así  se introduce una nueva dimensión cognoscitiva según  la cual  se  manifiesta que la independencia del logos  respecto  de todo  lo  demás  implica una dependencia exclusiva  para  con  el núcleo  del saber. Esta dimensión cognoscitiva según la  cual  se matiza la exclusividad de la dependencia del logos es el intelecto[24].

 

     El intelecto tiene una doble función cognoscitiva. Una, respecto de la identidad trascendental, cuya modalidad es la búsqueda.  Ahora bien, la búsqueda de la identidad es inseparable de la  dependencia del logos respecto del núcleo del saber:  ver a  Dios es el tener que se busca en cuanto que la libertad está  otorgada en el orden de la plenitud.  La matización del logos según el intelecto es la unificación respecto a la identidad,  pero como  el logos no es idéntico, sino que depende de la libertad, la novedad  ganada no puede ser una autoconstitución dellogos ni por lo mismo una operación prosecutiva. Tampoco puede ser un buscar "algo", puesto que la presencia unificada con el intelecto no tiene poder  de constitución supletiva  u  objetivación, dado que el intelecto  no depende de ella, sino del núcleo del saber.  Por todo ello, la novedad del intelecto es buscar-se, o la búsqueda incondicionada.

                           

     Eso  no implica que el intelecto no pueda ser unificado  con la presencia, pero de manera que no la tenga a ella como requisito, sino sólo en cuanto depende exclusivamente del núcleo del saber.  La ganancia de esta unificación es el tema del  pensamiento como acontecer. Acontecer-pensar significa buscarse referido a la mismidad, a lo que puede considerarse como la operación problemática: la llamo operación problemática porque en ella el intelecto no es cognoscitivo, y no puede serlo por la diferencia entre mismidad antecedente (presencia) e identidad trascendental (origen).  Sólo el  abandono del límite  puede mostrar el sentido exacto  de  esta  diferencia,  y alcanzar el valor de inmanencia  interminada que corresponde a la búsqueda incondicional.

 

     La otra función cognoscitiva del intelecto tiene que ver con el  ser trascendental, función que es regulativa, es decir,  que, no es problemática ni operativa. Por no ser ni lo uno ni lo  otro puede unificarse con cada una de ellas: al unificarse con la presencia  impide que el ser trascendental se suponga  y  cristalice por separado, sirviendo para ligarlo con la identidad originaria; en cuanto que se unifica con el conocimiento operativo,  el intelecto abarca la prosecución o el conocimiento del ser principial, sancionando  la persistencia con el ligamen  trascendental.  Todo lo  cual permite una nueva unificación del logos en  atención  al intelecto,  la unificación como conjunto, que es lo que se  llama "experiencia".

 

     La función regulativa se ejerce como vigencia, es decir, como  concentración atencional que evita la  desorientación  de  la presencia y se mantiene inacabada, sin que la falta de acabamiento  le impida conocer.   Aunque dicha concentración atencional no sea todavía suficiente para persistir en una atención  congruente con la realidad tal que le permita advertirla, los primeros principios son ya una pura referencia del conocimiento a la realidad, no a una realidad objetiva, pero sí a una realidad todavía latente  para el logos. Los primeros principios son, en  concreto,  mi referencia a la experiencia,  es decir,  a la unificación  lógica abarcante de la prosecución, pero la experiencia contiene un  inexorable vacío, a saber, la carencia de sentido existencial de la afirmación referida a lo experimentado:  no hay  experiencia  del fundamento.  La existencia o fundamento no es pensable,  esto es, no es dable en presencia u objetivable, pero tampoco es un contenido de la experiencia. En este sentido,  aunque la existencia es lo primero que se nota en la experiencia,  su experiencia es  una experiencia vacía de contenido:  no es existencia de algo ni ella misma es algo.  Los primeros principios son el único saber acerca de esa carencia, a la que Polo llama sustrato. El valor regulativo de los primeros  principios significa ante todo que su función no es la de hacer patente lo latente,  sino la de distinguirlos y mantener  atentamente esa distinción entre patencia  y  latencia. Tampoco se trata de asignar un valor  extramental directo al sustrato -noción de substancia o sujeto de predicados-, pero la función de sustentar es incompatible con el fundamento, pues equivale a suponerlo o suplirlo como algo, lo que es contradictorio con su valor de principio. Por último, función regulativa no significa agnosticismo  o  absoluta ausencia de valor noético,  pues eso equivale a conceder valor cognoscitivo sólo a la presencia mental o pensamiento: los primeros principios son conocimiento en el modo  de una referencia  regulada  por la que se detecta el ligamen del principio con la identidad originaria,  lo que implica que el ser  o  fundamento no es el único principio, y lo que es más, que el conocer no es principio alguno, sino un tipo de existencia por completo distinto de la principial, pero para poder advertir todo esto  es preciso  abandonar el límite  o  renunciar a suponer  la existencia,  es decir, hacer del límite mental un método con  alcance metafísico[25].

 

 

     B) La ampliación trascendental del saber.

 

 

     El intelecto o hábito donado de los inteligibles propios  de nuestro  entender (primeros principios y conocimiento de sí)  es, como he dicho, un hábito innato,  o sea,  connatural al intelecto agente, aunque no sea el mismo intelecto agente. Pero es el hábito por el que el logos depende en exclusiva del intelecto agente: una forma de tener por la que el entendimiento agente muestra  su superioridad independiente del tener lógico y su dependencia respecto del intelecto divino.

 

     Lo primero a resaltar es que el intelecto no está  condicionado por el requisito de la presencia: la presencia no es un  comienzo  para el intelecto,  como en cambio sí lo es de hecho para el ejercicio del logos. Esta primera consideración muestra bien  a las  claras que el intelecto no es derivado de nuestro acto trascendental  de  entender, sino de una donación tan originaria como el propio acto trascendental de entender. Además ese mismo primer detalle nos invita a detectar la presencia como una desviación de la atención cognoscitiva que limita  el alcance trascendental  de nuestro entender, y por lo mismo a abandonarla como verdadero comienzo del entender,  pero utilizando su abandono como guía, para el ejercicio del mismo.  El uso meramente lógico de los  primeros principios es una consecuencia de la desviación atencional introducida por la presencia mental: la presencia objetiva es incompatible  con una distribución judicativa que separe al objeto de la presencia,  y  viceversa,  -un mismo objeto no puede  haber-lo  y  no  haber-lo a la vez (presencia)  y  bajo el mismo aspecto  (objetivo)-,  o  bien la presencia objetiva es incompatible con  una co-implicación  (causal) que separe al objeto de la presencia -ex nihilo nihil fit-.

 

     En  cambio,  el abandono del límite permite referir los primeros principios a la realidad más allá  de la presencia. Al  mantener  la atención en el ser trascendental podemos descubrir  que el ser es, en congruencia con la atención en él concentrada, persistente,  o también, un comienzo sin límite presencial y que por  lo mismo ni cesa ni es seguido:  es el principio de no contradicción  entendido como principio real, pues para un comienzo, o movimiento que tiene inicio en la realidad, contradecirse sería sólo cesar o ser seguido.

 

     Igualmente, el abandono del límite mental permite referir la causalidad  a lo real más allá  de la presencia: el comienzo  real es fecundo sin requisitos o condiciones previas anteriores a él e impuestas por la presencia mental (sin "ex"),  y,  por tanto,  es causa incondicional de dones,  pero esos dones no se conmensuran,  agotan  ni igualan nunca al comienzo real  -como en cambio ocurre con el objeto y la presencia-,  de manera que el comienzo real se analiza o despliega fecundamente en una esencia que le es inseparable, pero no realmente idéntica.

 

     El  intelecto,  al abandonar la presencia como  límite,  nos muestra, pues, el valor de principio extramental de la no-contradicción,  pero  al mismo tiempo nos muestra que no  es  el  único principio  extramental, ya que señala también la dependencia  del ser  o  fundamento  respecto de la identidad  real,  mediante  la interpretación  metafísica de la causalidad. Son, pues, tres  los principios primeros: el de identidad, el de no contradicción y el de  causalidad. Los principios de no-contradicción  y  causalidad son realmente distintos, como principios del ser y de la esencia, pero  inseparablemente  constitutivos de la  criatura  mundo.  El principio de no-contradicción equivale a la novedad trascendental del acto de ser, el principio de causalidad equivale a la  subordinación y dependencia de aquella novedad respecto de la  identidad. Sin embargo, ambos son inseparables, pues el ser es  fecundo según la causalidad y la causalidad es principio como  fecundidad donal de un comienzo que ni cesa ni es seguido. Y, para  terminar alcanzando el máximo rendimiento cognoscitivo posible,  la  diferencia real de ambos puede ser matizada desde el abandono del límite como la diferencia entre un antes potencial, que era captado por la presencia  para introducirse cognoscitivamente,  y un después activo, que la presencia suplía e impedía advertir: el antes es  la esencia mundana,  el después es el ser.  El antes sin presencia es un despliegue potencial que antecede en el tiempo y dice una referencia intrínseca al después, cuya antecedencia es, en cambio,  metafísica y trascendental,  y por ello mismo es el inagotable comienzo,  o principio, que ni cesa ni es seguido, o sea, más allá  del cual no existe nada, en su línea de  trascendentalidad, salvo la identidad.

 

     Pero, además, como conocimiento que no requiere la presencia mental, el intelecto hace patente que ella no es la máxima luz ni el  conocimiento más alto o del que dependan todos los demás.  El intelecto invita, pues, también a abandonar el límite mental como comienzo del entender, y a utilizar dicho abandono como guía para centrar  la atención en éste. En realidad, si la presencia es  el comienzo  del entender, pero no es lo más alto, acontece aquí  lo contrario que en el abandono del límite respecto del  fundamento. Respecto del ser la presencia no es comienzo alguno, ni  temporal (esencia) ni trascendental (existencia); en cambio, respecto  del pensar la presencia sí que es comienzo, si bien no es trascendental: luego lo pertinente es concluir que lo trascendental del conocimiento no es en manera alguna comienzo o principio. No existe comienzo trascendental del conocer, y, por lo mismo, no todos los trascendentales  son principios, y así se explica que el  conocimiento de éstos,  con ser tan originario como ellos, sea distinto de ellos. En verdad, el entender humano -abandonada la presencia-  no tiene ni es ningún comienzo,  sino que tiene destino y se destina.  La identidad juega aquí como fin o destino,  no como principio del entender. Destinarse es posponer el propio ser más allá   de sus actos presentes,  o sea, buscarse y alcanzarse en el futuro.  Pero alcanzarse en el futuro es mucho más que persistir:  la persistencia depende de la identidad en términos de no contradicción, o movimiento que ni cesa ni es seguido, pero que ni sale de sí ni es libre;  la destinación depende de la identidad en términos  de sanción que está más allá  de sí mismo  y,  en esa medida, hace  depender el propio ser de su relación libre con  el  futuro idéntico.  Por lo tanto, los primeros principios no agotan el orden de lo trascendental:  el entender es un trascendental que  no es principio.

 

     Naturalmente, un trascendental que no es principio, sino que está  destinado  no puede analizarse o desplegarse,  como el trascendental principiante, en una secuencia potencial concausal, sino que su análisis se hará  en una serie de actos que deberán unificarse en referencia a la destinación. Como la destinación es el acto libre y trascendental de entender creado, su análisis o despliegue  ser  una serie de actos que requieren de una unificación  derivadamente libre por la que es expresada y condicionada  aquélla. Por tanto, abandonada la presencia como principio del saber, nos encontramos con dos actos de entender libres:  uno superior y trascendental  (intelecto agente),  otro inferior  y dependiente, pero que expresa  y  concreta a aquél (el logos).  Dicho de  modo más claro: como la destinación trascendental del acto de entender significa que es diferente de la identidad,  a la que está destinada, y que sólo alcanzar   su ser,  y su ser amada,  mediante la sanción que la identidad otorgue al modo como el acto trascendental de entender haya ejercido libremente su destinación,  la unificación de los actos en que se analiza aquél acto, y que adelanta paso a paso su destinación, condiciona, aunque no determina, el futuro juicio o sanción de su libertad. Tal juicio corresponde a la identidad destinal,  y  depende en definitiva de la sumisión del  logos  al intelecto  agente, sumisión que, a su vez, expresa y ejecuta la del intelecto agente a la identidad. Abandonada la presencia mental como comienzo del saber,  quedan, pues, la unificación de actos que condiciona la destinación,  y el encuentro consigo mismo  más allá   de los propios actos,  en la identidad que nos dar  el ser  y  el nombre  que nos correspondan  para siempre.  Tenemos, como cognoscentes, una  existencia futura  que nos impide conocernos en presente,  y un conocimiento en presente que tiende a ocultar nuestra existencia futura. Si se abandona el conocimiento presente como  requisito  previo del saber, la tarea que se abre ante nosotros, en esta vida, es la de una unificación lógica que sea congruente con el destino:  que respete en sus actos la índole de los inteligibles.

 

     Supuesta la verdad de todo lo anterior, los verdaderos irreductibles no son la presencia mental  y  el ser,  o  la presencia  mental  y el núcleo del saber, sino los diversos  trascendentales creados,  entre  sí y con respecto a la identidad.  La  presencia mental puede ser abandonada en todos los casos,  pero su abandono tendr   diversos  resultados cognoscitivos según  los  auténticos irreductibles a que se refiera.  El abandono de la presencia respecto del mundo nos permite centrar la atención en el ser o principio  extramental creado,  así como distinguirlo respecto de  su esencia, que es la muestra del ligamen de dependencia que lo  somete a la identidad.  El desarrollo congruente de estos temas tocar  realizarlo a la Metafísica.

 

     Pero si la existencia humana, o acto trascendental de entender que somos, es irreductible por completo al ser extramental  y a  su  esencia, por depender de una manera propia  y  diferencial respecto  de  la identidad, entonces el hombre no ser  ni  en  su existencia  ni en su esencia objeto de estudio de la  Metafísica, sino  que un estudio congruente deber  diferenciar  Metafísica  y Meta-antropología, o  Antropología trascendental  y  Antropología esencial.  

 

     Por  último, si Dios es la identidad de la que proceden  donalmente  tanto el mundo, como el hombre, pero de la que se  distinguen  ambos, uno por ser comienzo sin antecedente, y  el  otro por  estar destinado finalmente a él, entonces Dios ser  tema  de otra disciplina que, sin menospreciar los conocimientos negativos ofrecidos por la Metafísica y la Meta-antropología sobre él,  intente  congruenciarlos  con la irreductibilidad  absoluta  de  la identidad, tarea por la que di comienzo a mi exposición.  Todo lo cual equivale a negar que el ser sea uno, o que el uno sea  trascendental, como ya se dijo más arriba.

 

  

     IV. Conclusión.

 

 

     Tras lo expuesto,  los planteamientos filosóficos de  L.Polo puede resumirse finalmente en estas pocas tesis:

 

     1.- El entendimiento humano es trascendental u omninoticial: tanto  el mundo, como el hombre e incluso Dios pueden ser conocidos  y con un conocimiento congruencial,  es decir,  en el que el modo  como se conoce y lo conocido sean perfectamente acordes,  o también  en el que no existan discordancias (cognoscitivas) entre el conocer y lo conocido, en su carácter de "otro".

 

     2.- Para poder ejercer esa trascendentalidad del conocer debemos abandonar el límite o la presencia mental como  comienzo  y medida del conocimiento, pues la presencia erigida en comienzo  y medida  oculta el ser extramental, oculta el núcleo del saber  y, lo que es más, oculta la dependencia de ambos respecto de Dios.

 

     3.-  El abandono del límite mental no es una  mera  dejación (imposible) del mismo,  sino su detección y uso como método.  Con ello se admite, a la vez, la antecedencia del planteamiento metódico respecto del tratamiento de los temas filosóficos. El  abandono  del límite es la detección de un método que se oculta  -por eso puede pensarse erróneamente que no ha de ser considerado  con antelación a los temas-, que no puede ser el único y que trastorna el conocimiento adecuado de los temas,  induciendo bien al saber absoluto, o bien a la perplejidad. En consecuencia, el método precede a lo conocido;  no existe un sólo método;  y no todo  método es adecuado a cualquier tema.  Y de ahí también la exigencia de una congruencia metódica en todos los campos del saber.  Dicha exigencia no se refiere a la obligada y natural conmensuración de las operaciones mentales con sus objetos, sino al ajuste del modo de  entender con los trascendentales, y, consiguientemente, al de las unificaciones entre actos y objetos a realizar por el  logos: es la exigencia de sumisión de las operaciones al logos, del  logos al núcleo del saber y del núcleo del saber a la verdad  idéntica.

 

     4.-La detección del límite obliga a distinguir entre comienzo del saber y principio extramental, así como a distinguir entre el principio extramental y el de identidad, fraguando ésta última distinción  como distinción interna a la criatura mundo, entre el principio de  la existencia  (no contradicción) y el principio de la esencia (causalidad).

 

     Por otra parte, obliga igualmente a distinguir entre la presencia  como comienzo y el núcleo del saber o acto  trascendental de entender.  Tal distinción lleva emparejada consigo que el  núcleo del saber no es comienzo ni principio alguno,  sino que está destinado o que cobra su ser intelectual auténtico  y  definitivo en un futuro que no se desfuturiza, el cual es también la identidad, aunque no como principio, sino como fin. El núcleo del saber no es idéntico,  sino que la identidad es su futuro no desfuturizable. Por ello el núcleo del saber se distingue radicalmente del  ejercicio del saber, como la libertad de donación (de sí mismo) y la libertad de disposición de sus actos,  o sea, como la existencia y la esencia humanas.

 

     5.-  La detección del límite mental pone al  descubierto  la incongruencia, entre otras, de las nociones modernas de "en sí" y  "para sí", así como también el carácter no principial ni trascendental  de las nociones  clásicas  de substancia y de ente, a las que se les suele otorgar, incongruentemente, un papel que no  les corresponde.  Y si se ha entendido de modo adecuado la precedente tesis 4, la detección del límite mental pone igualmente al descubierto  la incongruencia de que el ser sea uno, o de que  el  uno sea un trascendental:  son  tres  los sentidos irreductibles  del  principio y  existe, al menos, un sentido de lo trascendental que no  es el de principio, por un lado; pero además las  existencias creadas  se distinguen realmente de sus esencias, por  otro.  Esa equivocidad del ser es lo que exige un tratamiento metódico  discernido para el mundo,  para el hombre  y para Dios. La unidad no es un trascendental ni increado ni creado, sino la referencia intrínseca de los trascendentales creados a la identidad  originaria de los trascendentales increados.

 

     6.- El abandono del límite puede realizarse congruentemente: a) como un dejar de atender a "lo que hay"  y concentrar la atención en lo que queda fuera del haber -con ello se abre el tema de la  existencia extramental  o Metafísica trascendental-;  b) como un descontar  o  restar el haber,  quedándonos sólo con lo que el haber  nos da,  a fin de realizar plenamente la devolución,  -así surge el tema de la esencia extramental, o la Metafísica predicamental-;  c)  como un dejar estar el haber,  para superarlo en el orden del saber y alcanzar lo que es "además", o núcleo del saber  -es el tema de la existencia humana, Meta-antropología o Antropología trascendental-;  y  d) como eliminación de la reduplicación del haber -el haber no lo hay- para llegar a su carácter de no-sí mismo, al tema de la esencia humana o Antropología predicamental. Estos cuatro modos de abandono, en cada uno de los cuales se hace referencia congruente a Dios,  constituyen el proyecto del  saber filosófico estricto para L.Polo[26].

 

     7.-  La congruencia es la exigencia común para  todos  estos abandonos del límite, ya que la detección del límite es, en cierto modo,  solidaria del descubrimiento del carácter  donal  tanto  del hábito de los primeros principios y conocimientos trascendentales, como de las existencias mediante ellos conocidas:  el ser, el entender y del amar.  Y sólo un tratamiento donal de lo  donal puede tener como consecuencia la deseada adecuación del  entendimiento y la realidad.

 

 

     La novedad de estos planteamientos y enfoques del  filosofar es tan radical que no implica en manera alguna el desconocimiento  y, menos aún, el desprecio de los otros planteamientos que históricamente se han dado,  sino que,  antes bien, los supera tan ampliamente que permite el aprecio de sus aciertos plenos o parciales  y la explicación congruente de los mismos.  De manera que el propio desarrollo de las investigaciones transcurre en un diálogo incesante y abierto con todos los filósofos según el  tema  y  el método correspondientes.  Sólo esta magnanimidad,  consecuente  a sus propios planteamientos,  es ya un indicio externo, pero  convincente, del acierto de los mismos, a la vez que un decisivo estímulo  para quienes sientan la imperiosa llamada a recuperar  la perennidad del filosofar y a ejercer la actividad filosófica como diálogo  universal  entre quienes buscan la verdad, por encima de la discordancia general que a simple vista parece reinar en ella.         

 

                           Prof. Dr. D. Ignacio Falgueras Salinas

                                 Departamento de Filosofía

                                 Campus de Teatinos s/n.

                                 Universidad de Málaga

                                 29071 Málaga.



[1] I.Falgueras, El crecimiento intelectual, en El  hombre: inmanencia  y  trascendencia, Pamplona, 1991,  vol.  I, 610-622.

[2] La estructura de la subjetividad, Madrid, 1967, 198.

[3] O.c. 621, nota 59.

[4] Cfr. I.Falgueras, Consideraciones filosóficas en  torno a  la distinción real 'esse-essentia', en  "Revista de Filosofía" 2& Serie,  VIII (1985),  236-237.  La  fuente  de inspiración de mi teoría sobre el dar  -de la que también  presenté otra muestra bajo la  forma  de ponencia titulada "Causar, producir, donar"  en  el Simposio  Internacional  "Befreiung von Hispano-Amerika",  en  la Universidad de Münster (W.), el 14.9.l984-, se puede encontrar en la  obra de L.Polo El Ser I., Pamplona, 1965, 309 ss., así como en el núcleo del pensamiento de S.Agustín.

[5] Si se quisiera entender la unidad como la identidad  divina, habría que advertir que la identidad en Dios no es un trascendental que se sume a los otros tres, sino la pura y mera  conversión mutua de los trascendentales,  la equivalencia "energética"  perfecta  y total de los actos de ser, entender y  amar.  La identidad sólo está vigente, con valor independiente, ad extra, o para las criaturas, como el referente único e inalcanzable de todas  ellas.  Pero no es ni un acto trascendental distinto de  los tres  increados,  ni un acto trascendental  creado  -lo que sería contradictorio-.  Dicho sea todo ello con la respetuosa prudencia y circunspección que requiere el misterio.

[6] I.Falgueras, Libertad y verdad, en "Anuario Filosófico", XIX (1986), 59.

[7]  "El método metafísico que se propugna en estas  páginas liga  su  suerte al acierto de la siguiente proposición,  a  cuya elucidación se dedica este capítulo: sólo acontece que la esencia "es"  algo a que se llega, o algo que aparece, porque se ha  llegado  a pensar-la, es decir, porque se ha introducido la  presencia  mental...Esta introducción es, en rigor, el límite, de  cuyo abandono es solidario el problema de la perplejidad", El Acceso al Ser (AS), Pamplona, 1964, 303).

[8] AS,199.

[9] Por "método" no se entiende aquí un conjunto de normas o procedimientos arbitrados para obtener ciertos resultados  previsibles, sino un modo de pensamiento, o mejor, todo acto cognoscitivo, que en su condición de actividad donante de acto a lo inteligido, viene a ser un "camino" intelectual jerárquicamente anterior, si bien coactual con él.

[10] AS, 314.

[11] AS, 180.

[12] En la exposición que sigue tomo como guía principal  la doctrina del AS, no sin aprovechar algunas  sugerencias y aclaraciones de otros escritos de L.Polo, principalmente de su Curso de

Teoría del Conocimiento (CTC).

 

 

[13] CTC II, 3., 294 ss.

[14] AS 310-311.

[15] AS 146 ss.

[16] Declarar la insuficiencia del tener abstractivo  (presencial y lingüístico)  no afecta en absoluto a la presencia mental,  sino al tener o hábito presencial,  y redunda en una ganancia:  la unicidad de lo presente no es suficiente para el  tener, 

pero entonces cabe tener  más que lo tenido en unicidad objetiva, 

y eso que cabe tener es pensado como  "todo lo demás que cabe tener" por el núcleo del saber.  Desde esta noción, ganada al negar

la suficiencia del abstracto,  no se puede modificar la presencia

o  unicidad del objeto,  que es obligadamente supuesta para poder

ser declarada insuficiente. Sin embargo,  sí es posible  hacer un 

nuevo uso de lo presente en hábito, ganando un tener negativo que 

amplía el tener presencial. El nuevo uso consiste en un volver la

atención sobre el tener presencial despojándolo o  vaciándolo  de

su carácter de determinación directa. Ahora bien, como la presencia y lo presente no desaparecen por ello,  ese vaciado o despojo

da lugar a una positivación del mismo: por un lado, da lugar a la

idea  general  vacía, o  a la indeterminación  nocional ("todo lo

demás"),  y, por otro, suscita -para llenar y ajustar el vacío de

la idea general con el tener presencial- la determinación segunda

o caso particular.  La consecución,  u operación de negar,  puede

ser definida, pues, como poner, positivando, lo que se quita, vaciando la determinación directa del abstracto, a quien no lo tiene -tener presencial-.  El incremento  negativo  del saber es una

vuelta que despoja en general, o sea, una reflexión meramente lógica, pero la unificación (logos) de la operación negativa con el 

hábito presencial,  no lo desliga de la presencia, sino que sirve

para declarar la independencia  del logos según la presencia misma.

[17] Lo que caracteriza a la operación prosecutiva frente  a la  obtención abstractiva y a la consecución  reflexivas,  por un

lado, su continuidad  y, por otro, su caracter creciente.  Ese es

el motivo por el que sus pasos se denominan  fases,  pues en cada

uno de ellos se ejerce toda la operación, pero en estadios  sucesivos y crecientes  de  elaboración. Este hecho lleva consigo que 

la  operación entera pueda ser denominada y definida  desde  cada una de sus fases,  aunque preferentemente lo sea desde la última.

Así se llama "razón" porque lo propio de esta operación es explicar o explicitar el implícito (ser)  y la explicación por antonomasia, se da en el raciocinio  o  fase última,  aunque no sólo en

ella.  Pero la misma razón puede ser definida toda ella  como  la devolución  de la determinación directa a la realidad,  cosa  que ocurre preponderante,  pero no exclusivamente,  en el concepto  o

primera fase. Por un motivo semejante debería poder definirse todo el proceso  como descubrimiento y ajuste de una pugna entre el

comienzo del saber y el principio del ser, lo que acontece de modo sobresaliente en la fase judicativa.

[18] La presencia se diferencia del ser, pero no lo excluye,

antes bien lo supone,  y así limita su conocimiento, a la vez que

marca la diferencia del conocimiento con  el ser.  Pero entonces, 

por un lado, límite no significa ignorancia, sino desatención supositiva, y,  por otro, cabe intentar un incremento operativo del 

saber,  que busque  unificar el conocimiento del ser con el tener presencial. El primer paso en ese incremento consiste en declarar

el carácter completo (universal) de la  suplencia  del ser por la

presencia. Se trata de una  devolución, pero que no es una vuelta

reflexiva  sobre lo presente,  sino el reconocimiento de  que  lo

presente  es enteramente supuesto por el tener presencial, en vez

de ser puesto por el principio o ser. El concepto u objeto resultante  de  dicha devolución nos cerciora de la  diferencia  entre comienzo del saber y principio real,  y lo hace destacando el comienzo y conservando inédito el principio.  En pocas palabras, el

concepto impide interpretar  el principio (ser) como comienzo del

saber:  el principio resulta de esta manera trascendental respecto  del comienzo,  de ahí que quepan y convengan otras fases  que

acerquen más el conocimiento al ser;  y de ahí también que, si se

intenta unificar presencia y ser en el concepto, surja el concepto de ente (que es meramente general)  con la pretensión de valor

trascendental,  arbitrando la  analogía  como método que salve la 

diferencia, aunque en vano,  pues la analogía obscure el carácter

verdaderamente trascendental del principio.

[19] Juzgar no es conectar un sujeto con un  predicado,  ni afirmar  el ser, sino proseguir en la devolución del  concepto  o explicitar  la pugna implícita en éste, sin abandonar el  límite, antes  bien unificando la devolución (o conocimiento  intencional del ser) con la presencia. Ahora bien, toda la prosecución u operación  racional es conocimiento de principios explicativos.  Las pugnas mencionadas al hablar del concepto no son sino  indicaciones  implícitas de una pluralidad de principios explicativos.  El ser como principio trascendental quedaba más allá de todo concepto  y está también más allá de la explicitación judicativa.  Esta detiene su atención en el antes temporal o  causalidad  material, que   por ser distinta del ser, no es trascendental ni  autosuficiente, por lo que es explicitada como una con-causa o  principio no  trascendental sometido al ser. El sometimiento al  ser  queda recogido  como  el valor de la causa final, que es  la  con-causa opuesta a la material, y entre ambos opuestos el juicio explicita otras dos con-causas reales: la eficiente y la formal. La distribución y coimplicación de estas causas reales -no causas del  co-nocimiento, ni sólo para el conocimiento- es la función operativa de  la fase del juicio y su aportación al incremento  del  saber, que no es otra cosa que el conocimiento del análisis o despliegue real del principio trascendental todavía implícito. Naturalmente, cuando no se abandona el límite, lo que cabe hacer es declarar la

insuficiencia de la detención distributiva  (juicio)  para el saber, o sea, utilizar negativamente el juicio, entendiendo las categorías  como géneros  y  regulando de modo gradual la  negación -aplicación, atribución, opción-, con lo que se  desvían las  ganancias  prosecutivas  hacia la parálisis del saber  (absoluto  o perplejo).

[20] Al guardar definitivamente el implícito (ser), la  prosecución unificada con la presencia (diferencia pura respecto del ser)  deja de manifiesto que el ser está allende de todo término, sin que su conocimiento necesite tampoco de término alguno. A esta  explicitación que guarda interminado  el conocimiento del ser es a lo que conviene en grado más alto el nombre de intencionalidad.  Como, incluso en esta fase última, el conocimiento interminado del ser, que es alcanzado, se mantiene diferente de la  presencia mental, se ha de concluir de toda la operación prosecutiva que  el conocimiento del ser creado no agota ni constituye al entendimiento agente humano,  sino que es una ganancia obtenida por el logos humano.

[21] En cuanto tener que dispone, el logos es la voluntad -a diferencia del entender trascendental-,  es esencia -a diferencia de la existencia humana-  y es naturaleza racional  -a diferencia de la libertad trascendental-  del hombre. (Cfr.AS 79-80).

[22] El logos es novedad unificante al servicio del  núcleo del saber: un hacer suyas las distintas operaciones e incrementos del  conocimiento presencial humano. El núcleo del saber  dispone "según"  el logos, o poder unificante, del análisis operativo  de su  propio  ser. Como poder unificante posee  valor  cognoscitivo respecto  de lo que unifica, pero no respecto del núcleo del  saber, e igualmente posee libertad respecto de lo que unifica, pero no  respecto del núcleo del saber, del que depende en  exclusiva. Precisamente porque depende en exclusiva del núcleo, es a la  vez independiente de todo lo demás, y así puede trocar el disponer en usar, es decir, puede intentar disponer del disponer. Cuando hace esto,  no sólo oculta su dependencia del núcleo, sino que  ha  de echar mano de las propias operaciones que unifica para cerrar  su saber,  primando alguna de sus unificaciones sobre las demás  -lo que  además de injustificable, produce confusión y al final  perplejidad-. Pero si reconoce, en cambio, que su independencia  deriva del núcleo del saber, entonces es capaz de controlar su propio uso, para lo cual ha de respetar, primero, las diferencias de las  operaciones e incrementos del saber, y en segundo lugar,  ha de  modular su poder respecto de ellas, matizar el "según" de  su unificación,  para que así la unificación no sea homogénea,  sino novedosa en cada caso, por cuanto quien dispone y de quien dependen finalmente es de la libertad trascendental.

[23] Como la libertad trascendental del hombre se  despliega analíticamente en la libertad predicamental o disposición  lógica con que  hace suyos  los diversos actos de entender predicamentales, la sanción destinal del hombre está indirectamente condicionada  por su modo de disponer o tener.  Pero la mera  disposición del ser y de la esencia mundanos no son suficientes de suyo  para determinar la sanción destinal del hombre, dado que ésta  depende directamente de la verdad trascendental pura y donal. Esto implica que la libertad verdadera no se alcanza en el logos,  sino  en el  núcleo del saber, pero tampoco por el logos ni  tan  siquiera por  el intelecto agente, aunque ambos la condicionen  receptivamente,  sino como don gratuito que premia su aceptación donal  de la verdad.

[24] AS 140 ss.

[25] AS 323 ss.

[26] AS 383.