LEONARDO POLO ANTE LA FILOSOFIA CLASICA Y LA MODERNA

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

El pensamiento de L. Polo no es nunca simple, aunque en su complejidad sea sin duda sumamente clarificador. Por eso, aun ante una cuestión aparentemente sin complicaciones, como es la de la índole histórica de la filosofía, la exposición de su pensamiento requiere hacer un buen número de matizaciones que lo perfilen por completo.

 

Para resumir la complejidad del asunto, citaré un texto que se remonta ya al Acceso al Ser:

 

"Ninguna doctrina metafísica surge del vacío, sino que nace situada en la historia. Gracias a esto puede aspirar a traer algún avance o alguna novedad. Pero también por eso se liga al pasado mismo, del cual pretende ser continuación. Aunque el conocimiento del ser principial no es histórico, la historia tiene que ver inmediatamente con la libertad. La libertad decayendo de alcanzarse en su destino, da lugar al ocultamiento histórico del ser que sólo en la historia puede también superarse"(378).

 

El texto enuncia, por una parte, el carácter histórico de las doctrinas metafísicas, y, por otra, el carácter ahistórico del conocimiento del ser principial, propio de la metafísica. He ahí, en su núcleo, la complejidad aludida, aunque contenga aún bastantes más implícitos, que voy a intentar exponer a grandes rasgos, asumiendo como siempre el riesgo de hacerlo desde las limitaciones impuestas por mi propia asimilación discipular de su pensamiento.

 

1. La libertad y la pluralidad de historias.

 

Por lo pronto, la historicidad de la metafísica y con ella la de la filosofía se vinculan directa e inmediatamente con la libertad humana, como dice el texto recién citado, y no con la historia general o historia de los hechos humanos. Si el hombre no fuera libre, no tendría historia alguna. Pero, a su vez, ninguna historia agota el ser ni la esencia del hombre: el hombre no es histórico, no es definido por la historia, sino al revés, la historia es definida por el ser y la esencia del hombre. En este sentido, toda historia es un estado, situación o modalidad del tener dispositivo en que se ejerce la esencia del hombre. Precisamente porque el ser del hombre es la libertad, la esencia que despliega ese ser es un tener dispositivo, el cual, sin embargo, por no agotar nunca la libertad admite diversos estados o grados. Uno de esos estados o situaciones, por cierto el más bajo, es la historia de los hechos humanos, que es la que generalmente se entiende por historia sin más.

 

Las posibilidades factivas hechas por el hombre y los hechos humanos son posibilidades de acción. La acción práctica introduce las ideas u objetos en el tiempo físico, dotándolos de la causalidad de que ellos de suyo carecen, a la vez que se deja configurar por ellos. Y los productos de la acción humana dotan a ésta, al incorporarlos a ella como instrumentos, de la posibilidad de nuevas acciones antes no viables, las cuales, a su vez, abren la posibilidad de introducir nuevas ideas en el tiempo físico. Se origina así un proceso o conexión de posibilidades, al que suele llamarse progreso, pero que por su misma índole no culmina nunca y, en ese sentido, es indefinido. Por otro lado, los hechos humanos nos permiten subvenir holgadamente a nuestras necesidades, pero nunca pueden conseguir eliminarlas. Las posibilidades del hacer humano son, pues, inesquivables, en la medida en que hay que contar con ellas para sobrevivir, e insuperables, en cuanto que no alcanzan un fin último ni eliminan las necesidades de raíz. La conjunción de inesquivabilidad e insuperabilidad hace de la cadena de las posibilidades factivas un proceso problemático‑práctico general, al que está vinculada nuestra libertad, pero sin quedar agotada en él. Esta vinculación que no agota la libertad, sino que es un grado o estado de la misma, es lo que se llama historia de los hechos humanos, a saber: la situación problemático‑práctica general según la cual disponemos mediante la activación de objetos. Sin embargo, "situación" no quiere decir en absoluto localización espacio‑temporal, sino improrrogable necesidad de decidir libremente en cada coyuntura histérica, que por lo demás es también irrepetible e indetenible.

 

Una vez descrita la noción de historia de los hechos humanos, debe añadirse de inmediato, y de acuerdo con lo anteriormente dicho, que la historia de los hechos humanos no es el único modo de encontrarse situado o de disponer. "El hombre también se encuentra pensando, o amando"(Hegel y el Posthegelianismo, 374).

 

La libertad que somos se despliega en otros modos de disponer distintos de la activación de objetos, que dan lugar a otras historias, como son la historia del pensamiento o la historia de la salvación, que tiene su iniciativa en Dios. Estas historias son historias jerárquicamente distintas, según la intensidad que alcanza la libertad en ellas, pero no incomunicables ni incomunicadas. Aunque, dada la propensión generalizada a confundirlas todas por reducción a la historia de los hechos humanos, conviene primero diferenciarlas cuidadosamente.

 

En otro trabajo mío traté de la diferenciación y comunicación de la historia de los hechos con la historia de la salvación (Cfr. L a responsabilidad del hombre ante la historia en Estudios sobre la Encíclica "Sollicitudo reí socialis", Madrid, 1990, 303‑332). A este trabajo le corresponde diferenciar y comunicar, siquiera sea elementalmente, la historia del pensamiento con la historia de los hechos.

 

Ante todo, he de aclarar que la historia del pensamiento no se reduce a la historia de la filosofía, aunque tenga en ella su más alta realización.

 

Lo que propiamente debe considerarse como historia del pensamiento humano es un disponer que intenta ir más allá del mero disponer como activación de objetos, para contactar con las ultimidades de lo real. En sí misma es una irrupción de la libertad que amplía el orden de lo atendible por encima de la inmediatez de la (inesquivable e insuperable) situación histórica. Este disponer en apertura a las ultimidades es lo que se puede denominar sabiduría humana. La historia del pensamiento humano es la historia de la sabiduría humana.

 

Como las ultimidades no son producto del hacer humano, la apertura de nuestra libertad a ellas se historifica de un modo por completo distinto a la historia de los hechos. Los modos de sabiduría no constituyen una cadena de posibilidades que convierte en pasado a unos, para sobre ellos edificar otros futuros. Los modos de sabiduría no pasan; aunque revistan formas diversas, vienen a ser como distintos grados de intensidad en la referencia de la libertad a las ultimidades. De manera que aparecen y vuelven a reaparecer bajo distintas formas a lo largo de la historia de los hechos.

 

Los modos de sabiduría se historifican según los golpes de aliento con que irrumpe la libertad en la situación de la historia de los hechos. De acuerdo con ello, hay dos tipos básicos de modos de sabiduría meramente humana: por un lado, los que para contactar con las ultimidades toman como hilo conductor un modo de producción, y, por otro, el que en su abrirse a las ultimidades prescinde por completo de toda referencia al hacer o producir humanos. Los primeros modos de sabiduría mantienen una dependencia indirecta de la historia de los hechos, tanto en la determinación del grado de intensidad alcanzado por la libertad, cuanto en la diversificación de formas histórico‑factuales que los revisten. El otro modo, por completo singular, de habérselas con las ultimidades sin referencia alguna al producir humano es el propio de la filosofía.

 

Aunque en cada modo de sabiduría lo definitivo es la forma personal de ejercerlo, o sea, la historificación personal, en aquellos modos de sabiduría en que existe una dependencia indirecta de un modo de producción, como son la magia, el mito, el budismo y la techne, es decir, en los que podríamos llamar modos de sabiduría poyéticos, se dan formas comunes derivadas de los respectivos modos de producción, las cuales ofrecen variaciones culturales y fácticas en la historificación de los mismos.

 

La filosofía, en cambio, nace del ocio, o sea, con total independencia de la historia de los hechos; en este sentido debe decirse de ella que es emergente respecto de la historia de los hechos: no es precedida ni indirectamente guiada por ningún modo de producción. De manera que la irrupción de la libertad de la que nace está absolutamente exenta de todo interés poyético, y, en consecuencia, tiene una peculiar forma de historificación sapiencialmente pura.

 

Primeramente, para la filosofía las ultimidades se hacen tema, o lo que es igual, se ofrecen donalmente a la consideración del hombre. Al no estar indirectamente preconfiguradas por los intereses y necesidades humanas, las ultimidades se muestran sin interferencias de preocupaciones y sin urgencias temporales, en un clima de gratuidad y atemporalidad que marca el tenor de fondo de todo filosofar. No se afirma con esto que los demás modos de sabiduría sean falsos, sino que no dejan mostrarse a las ultimidades en su ser puro. Las ultimidades tampoco son propiamente históricas para los demás modos de sabiduría, pero adoptan formas variadas según la historia de los hechos, pues los modos de producción que los acompañan son intrahistóricos. La filosofía se desenvuelve, en cambio, en el ámbito mismo de las ultimidades, y eso le permite no contaminarse con el tiempo histórico, sino mantenerse en el orden de la amplitud máxima, en el que no rige la alternativa ni la disyunción. Por este cabo, la filosofía no es histérica. Y así se decía, en el texto inicialmente citado, que el conocimiento del ser principial no era histórico.

 

Si en sus temas el filosofar no es histórico, sí lo es, empero, en sus métodos. Los métodos son las iniciativas de la libertad humana en su búsqueda pura de las ultimidades. La búsqueda pura es el denominador común de toda actividad filosófica, pero es susceptible de una rica variedad de modos de ejecución, que dependen, en última instancia, del aliento e inspiración de la libertad de cada intelecto personal. Lejos de proponer un total subjetivismo en la filosofía, lo que sugiero es que el modo de tematizar las ultimidades está condicionado por los modos de pensamiento con que se las busca. Pero los modos de pensamiento no son arbitrarios: son expresiones del acto de ser de nuestra libertad, que no es absoluta, sino destinada.

 

El ejercicio de la libertad humana en el pensar admite el crecimiento y, en esa misma medida, una forma peculiar de historificación. A diferencia del proceso de la historia de los hechos, que va de potencia a potencia, e incluso del proceso ético, que va de la potencia al acto, el crecimiento intelectual va de acto a acto, y en este sentido ningún paso de dicho crecimiento se queda atrás o es desplazado por el siguiente, sino que todos sus momentos son coactuales. De modo paralelo, los hallazgos filosóficos no se quedan nunca atrasados, sino que permanecen vigentes siempre junto a los nuevos. Lo pensado en filosofía no es pasado, y no obstante la filosofía es también histérica. Es historia como crecimiento de acto en acto. La filosofía es una tradición occidental, pero una tradición que no es la mera reposición de un pasado, sino la puesta en acto de muchos actos.

 

La situación filosófica es definida por las aportaciones metódicas que la libertad y las ultimidades han inspirado a quienes han filosofado hasta ahora. "Lo primero que tiene que plantearse un filósofo es cómo continuar la filosofía. Dependemos de una gran tradición. La filosofía es una creación occidental que empieza en Grecia, pero esa tradición no la podemos considerar como un depósito al que estudiar monográficamente. No es asunto de erudición. Si uno se dedica a la filosofía debe tratar de ampliar o de ir más allá continuándola"(Libertas trascendentalis, 1‑2 pro manuscripto).

 

El filósofo no puede desentenderse de la historia de la filosofía, si quiere estar a la altura histórica que le corresponde a su actividad filosófica; por una parte, porque prescindir del pensamiento de los demás es perder altura: "La pura exclusión de la dimensión objetiva de otro pensamiento conlleva una limitación de la propia indagación filosófica..."(Prólogo a "La Res Cogitans enEspinosa,13); por otra, porque, como ya vimos en la primera cita: "Ninguna doctrina metafísica surge del vacío, sino que nace situada en la historia. Gracias a eso puede aspirar a traer algún avance o alguna novedad. Pero también por eso se liga al pasado mismo, del cual pretende ser continuación". No se niega con ello que la filosofía tuviera un comienzo emergente, o sea, sin precedente alguno, sólo se afirma que la filosofía también avanza, de una forma muy peculiar ciertamente, pero que la historifica en etapas, períodos, corrientes y modulaciones personales.

 

Naturalmente, la clasificación extrínseca de las doctrinas filosóficas que atiende a la mera ordenación temporal y a la catalogación de los filosofemas de los filósofos no consigue captar ni ofrecer la línea de avance de la filosofía, sino que deja la impresión de un cúmulo de discordancias inconciliables en el que no hay una sola verdad compartida por todos los filósofos. Para poder reconocer la línea creciente del filosofar es preciso atender a los temas y a los métodos o modos de pensamiento. Los temas (ahistóricos) son lo común a todos, los métodos son lo que varía. Cada etapa histórico‑filosófica está dominada por un método de búsqueda compartido por todos los filósofos, pero que admite usos y modulaciones muy variados en su aplicación, lo que permite la gran diversidad de hallazgos propios de las distintas filosofías. El avance se puede dar tanto dentro de la aplicación de un mismo método, como ‑sobre todo‑ con la introducción de nuevos métodos, pero no está garantizado, sino que justamente depende de la congruencia con que se aplique el método a los temas y con que se ajuste el método nuevo a los anteriores, respectivamente.

 

La independencia de la historia de la filosofía respecto de la historia de los hechos, no significa falta de comunicación entre ellas. Su punto de unión es la libertad humana. De manera que desde la altura filosófica puede y debe atenderse a la situación histórico‑factual, para integrarla en el desarrollo pleno de la libertad humana.

 

2. La historificación de la filosofía.

 

Los métodos que han jalonado las etapas de la historia de la filosofía hasta el presente han sido tres: el theorein griego, la speculatio medieval y la reflexión moderna. Por otra parte, el uso de estos métodos ha ido creciendo lentamente en completitud y congruencia hasta alcanzar, en cada caso, su pleno rendimiento durante un período de tiempo relativamente breve y en un círculo reducido de pensadores, para luego decaer rápidamente.

 

El theorein es un salir al encuentro de las ultimidades dejando que se presenten en su relación con las cosas mismas. Aparecen así las ultimidades como estando activamente en las cosas, o sea, como su principio, y las cosas como asistidas por sus principios o fundadas en presente. Lo real deja de ser pura secuencia temporal o mera apariencia descargada de sentido para quedar estabilizado, firme y dotado de su propia explicación y sentido en presente. Por su parte, el theorein que corresponde a este hallazgo ha de ser una actividad igualmente permanente y presencializante del ser humano, en el que, por tanto, no todo es mudable y mortal. En el hombre ha de haber algo que se mantenga coactualmente con lo real y sea capaz de captarlo, se trata del noús, el cual es inmortal y lo divino en el hombre. Este primer hallazgo de la dignidad humana, unido al hallazgo de la firmeza de lo real, otorga a los griegos un optimismo sin precedentes en la historia de la sabiduría humana, que incluso les permite proyectar la implantación de lo permanente y eterno en la vida práctica del hombre, aun cuando ésta se halle sujeta a la caducidad y contingencia del tiempo. La realización de este proyecto consistía en una organización de la vida práctica según normas basadas en la estabilidad de lo real y en la presencialización del noús, o sea, en la ley eterna o natural. Precisamente la incapacidad humana para encarar desde la pura actualidad el problema del futuro, o lo que es igual, para discernir metódicamente el tratamiento de la ultimidad destino respecto de la ultimidad fundamento es lo que arruinó el optimismo griego e indujo al abandono o postergación del theorein que caracterizó los últimos siglos del pensamiento antiguo.

 

Desde la inspiración de la fe, la filosofía medieval reanudó la actividad filosófica con una ampliación del tema del fundamento y una iluminación innovadora del tema del destino. La fe aporta la idea de libertad, libertad en Dios, libertad en el hombre. Como en Grecia, se entiende que el fundamento funda actualmente los fenómenos, pero que recibe su poder fundante de una creación libre "ex nihilo". Hay, por lo tanto, un principio principiado y un principio sin principio. Las esencias de las cosas, es decir, lo estable, fijo y fundado de la realidad, son espejos en los que se refleja y reconoce la huella del principio sin principio. De esta manera, sin perder el hallazgo griego de la solidez y estabilidad de lo real, se refuerza la función del fundamento y se amplía el horizonte sapiencial hacia el tema del Origen. Este trascender las esencias de las cosas creadas para elevarse especularmente desde ellas hasta el conocimiento de lo increado es lo que he denominado método especulativo. En el momento culminar de la filosofía medieval, representado por el pensamiento de Tomás de Aquino, no sólo se trasciende especularmente las esencias de las cosas, sino incluso su fundamento, pues se distingue realmente entre ellos y se los somete al Ser Subsistente como a su Origen. En consonancia con lo dicho, los medievales entienden su quehacer filosófico como una recuperación y continuación del filosofar antiguo.

 

Por otra parte, la fe nos revela que el destino a que está llamado el hombre es Dios mismo, o sea, ese principio sin principio que hemos visto estar más allá del fundamento de las cosas. Por donde viene a resultar que el hombre se relaciona libremente con el origen y tiene como premio la eternidad de una vida superior a su naturaleza. Todo esto sobrepasa con mucho el horizonte del pensamiento antiguo,

incluido el de su máximo exponente, Aristóteles, y plantea el problema de la doble verdad. Si Aristóteles es el representante del alcance máximo de la razón humana y no pudo atisbar el destino sobrenatural del hombre, es que ante esa ultimidad la razón humana obtiene un conocimiento distinto del que propone la fe. La dificultad de integrar la revelación con la herencia del pensamiento griego en este punto, aunque no detuvo a Tomás de Aquino, sí iba a detener en poco tiempo la marcha del pensamiento medieval.

 

El planteamiento polémico que la postura de los "filosofantes", o defensores de una verdad filosófica distinta de la verdad de la fe, indujo a adoptar a los teólogos trajo consigo por reacción un reduccionismo progresivo de la capacidad del entendimiento humano y, consiguientemente, del proyecto de optimización del hombre, iniciado por los griegos y potenciado hasta entonces por los medievales.

 

El miedo a que la verdad filosófica en su suficiencia hiciera superflua a la verdad de la fe hace que Daos Escoto reduzca el alcance de la primera en favor de la segunda. Escoto interpreta que la verdad de la fe es en lo esencial una verdad práctica, cuyo gerente directo es la voluntad. La verdad filosófica es, en cambio, asunto del entendimiento. Pues bien, la voluntad para Escoto es la instancia activa, vital y creciente, mientras que el entendimiento, a la inversa que en Aristóteles, es pasivo reflejo de la realidad. Desde Escoto, la especulación se contrapone al theorein, no lo amplía y desarrolla, sino que se reduce a sí misma a mera pasividad reproductiva de la realidad. Prescinde del carácter vital del entendimiento, de su dimensión operativa, y se queda con el puro estar dado del objeto ante él. Es la voluntad la que alcanza el destino del hombre, no la inteligencia.

 

Poco después Ochkam proclamará un voluntarismo absoluto. Sólo la fe, sostenida y guiada por la voluntad, puede darnos noticia acerca del fundamento y del destino del hombre. Por otra parte, si la voluntad es la única actividad real, ella actuará sin tener que ver con ningún plan ni con ninguna forma: será puramente arbitraria. Si, además, se interpretan los datos de la fe de acuerdo con la tesis voluntarista, entonces Dios es entendido como una voluntad arbitraria. Con lo cual nada puede tener una justificación intrínseca, y nada puede ser conocido más que de hecho: a Dios no lo podemos conocer, porque no es un hecho, y a las demás cosas sólo les podemos imponer nombres que supongan por su facticidad.

 

De esta manera, la filosofía medieval abdica, al final, del optimismo de los griegos y deja sin realizar su propio proyecto, a saber, el aprovechamiento y potenciación desde la fe de las capacidades de la razón, y la consiguiente optimización del ser humano. Es el momento de mayor pesimismo de la historia de la filosofía: el miedo a Aristóteles y a la razón humana induce a abandonar como imposible el ideal de perfeccionamiento integral humano, a declarar utópica nuestra capacidad de Dios. Con ello se renunciaba también a la tarea de recuperación y continuación filosófica de lo mejor del pensamiento griego. Según decía el texto que tomé como guía al principio de este estudio, "La libertad decayendo de alcanzarse en su destino, da lugar al ocultamiento histórico del ser..."

 

El planteamiento de los últimos medievales fue aceptado básicamente por todos los pensadores posteriores. Aun cuando intentaran llevarles la contraria en algunas de sus posturas, la discusión es abierta por ellos desde la aceptación del planteamiento descrito.

 

La filosofía moderna nace ya con una restricción de horizontes que le obliga a cuestionarse preliminarmente por las auténticas posibilidades del ser humano, y a tomar como criterio para resolver esa cuestión el principio del resultado. No todo es posible para el hombre, de ahí que haya de determinarse qué es en concreto posible para él, cuál es su poder, y de ahí también que el único modo de determinarlo ‑frente a las interminables y bizantinas discusiones medievales‑ sea el ejercicio efectivo y exitoso de sus posibilidades.

 

En consonancia con ello, y siguiendo el planteamiento escotista, el hombre es concebido como un dinamismo o eficiencia en busca de su forma. Lo cual imposibilita todo proyecto optimizador del hombre, ya que de entrada las operaciones humanas son entendidas comogénesis, no como praxis, es decir, como faltas de forma o perfección, y por tanto como indestinables. En otras palabras, las operaciones humanas no son capaces de una perfección superior, porque están afectadas previamente por el problema de su propia imperfección constitutiva. La libertad será exaltada por la mayoría de los modernos, pero no será entendida como libertad para lo óptimo, sino como la mera tarea de la autorrealización.

 

Enredados como están en el problema de la autorrealización, los modernos no pueden encarar el tema de la metafísica más que como proyección de aquel problema. Si la metafísica antigua y la medieval habían entendido al hombre desde el fundamento, la metafísica moderna va a entender al fundamento desde el hombre. Se produce así una inversión del planteamiento antiguo‑medieval, en vez de una ampliación e innovación temáticas: la realidad es interpretada también como un proceso de autorrealización.

 

Esto implica que la posibilidad o potencia es entendida como anterior al acto, el cual sobreviene terminalmente a la potencia. Frente al estatismo clásico que vinculaba el ser a la substancia, la modernidad pone el acento metafísico en el movimiento; De esta manera, el movimiento y la potencia no son algo sobrevenido al acto, y por tanto finitos, sino, al revés, el acto es algo sobrevenido a la potencia y al movimiento. La potencia se infinitiza y puede alcanzar terminalmente su realización en acto, o sea, es posible el infinito en acto, pero como cumplimiento de una potencia infinita.

 

Según lo que voy diciendo, el ser o la identidad real sobreviene terminalmente y es conquistado como fruto de un dinamismo precedente. Esto significa que la realidad es entendida según la superposición o unificación de los principios de identidad y causalidad. A diferencia del pensamiento antiguo‑medieval que pensó la realidad según la unificación o, mejor, el maclaje de los principios de identidad y no‑contradicción, para los modernos la identidad es causal y la causalidad idéntica.

 

Los planteamientos anteriores se aplicaron ante todo al saber humano. ¿Cuáles son las posibilidades del saber humano? Para responder a esta pregunta es preciso encontrar un fundamento real y sólido en el saber humano. La cuestión central del saber humano será, por tanto, la de su comienzo o fundamento, entendiendo por tal aquello que es sabido de tal manera que sea absolutamente cierto y de lo que pueda deducirse o en lo que pueda fundarse todo otro saber. No todo es sabible por el hombre, sólo será sabible lo sabido con certeza absoluta y cuanto, de una manera u otra, derive de dicha certeza. Se incurre así en una simetrización del fundamento: si el fundamento era, para los clásicos, fundamento o arkhé de las cosas en las cosas, ahora ha de buscarse un fundamento del saber en el saber. La discusión acerca del comienzo o fundamento del saber es el hilo conductor del filosofar moderno, el cual es esencialmente discontinuo, dado que cada autor propone un comienzo distinto, del que depende el resto de sus ideas, las cuales tienden a formar un sistema sobre la base de dicho comienzo. La filosofía moderna es una sucesión de sistemas independientes entre sí y sólo unidos por la común exigencia de certeza que se plasma en la cuestión del comienzo. Huelga decir que la centralización del problema del comienzo lleva implícita la pretensión de autonomía en el saber y la ruptura necesaria con todo saber anterior al establecido por la propia búsqueda del comienzo. Si el fundamento del saber es lo que le da certeza y seguridad, el saber mismo, por su parte, se convierte en algo fundado o pasivo, con valor puramente especular respecto de su fundamento.

 

Y en la medida en que ese fundamento ha de ser buscado, el saber se problematiza y la cuestión del método del saber se adelanta al saber mismo. En lo anterior va implícito que, de entrada, las determinaciones directas del saber, o abstractos, no son inmediatamente fiables, sino meros prejuicios. Sólo la determinación segunda, mediante procedimientos de reducción al fundamento, hace seguros y aceptables los sabidos. En este sentido, la especulación moderna es reflexiva, no intencional como la de los medievales hasta Duns Escoto.

 

El primer paso en la búsqueda metódica de la certeza lo dio la ciencia moderna. Poco a poco ésta fue definiendo como criterio inconmovible de la verdad real de todo conocimiento del mundo al experimento, o sea, a la verificación particular e instrumental de la generalidad de una hipótesis. De esta manera, se pretendía que fuera la realidad misma la que hiciera válido su conocimiento, el cual vendría a ser un saber real. Los esperanzadores éxitos de la física‑matemática alentaron, a su vez, los inicios de la especulación filosófica en la búsqueda de un fundamento del saber que garantizara también la verdad real de lo sabido: si se hallase el fundamento real del saber y se fundase sobre él todo lo sabido, se obtendría un saber real en vez de un mero amor por el saber. En la sucesión discontinua de los sistemas modernos la máxima ambición especulativa se alcanzó en el idealismo alemán, y especialmente en Hegel. En este momento álgido de la modernidad se pretende haber conseguido que la filosofía sea el saber real absoluto: en su sistema se obtiene la identidad absoluta de sujeto y objeto, de lo racional y lo real.

 

Hegel construyó un sistema grandioso y admirable, pero pronto se descubrió que era estéril, porque la única manera de que su saber fuera real consistía en que todo estuviera pensado en presente, pero entonces no quedaba lugar para el futuro, el cual le era inasequible. El fracaso destinal del sistema hegeliano era en verdad el fracaso del programa moderno que pretendía obtener especulativamente un saber real, o, lo que es igual, el fracaso del principio del resultado en el saber especulativo. Por eso fue interpretado como un fracaso del saber especulativo en general, no como un fracaso particular de Hegel.

 

Pero en vez de servir este fracaso para abandonar el planteamiento moderno de una definición de las posibilidades del hombre según el principio del resultado, sólo impelió a buscar fuera del saber las posibilidades verdaderamente humanas. Y así se apeló al querer o voluntad separada de todo entendimiento o, al menos de todo entendimiento especulativo, y al sentimiento 0 afectividad aislado tanto de la voluntad como del entendimiento. Pero ambas operaciones y facultades humanas al absolutizarse se inhabilitan igualmente para hacerse cargo del futuro destinal humano. Se llega así a una situación terminal de la filosofía moderna en la que el futuro queda obturado y hace crisis la concepción enteriza del hombre.

 

Y esa es la situación actual, una situación de crisis total: está en crisis la concepción del cosmos, el valor universal de la historia, el sentido de la cultura humana, la noción misma de espíritu y la dimensión religiosa del hombre. Pero detrás de todas estas crisis lo que está configurando la situación es la aceptación del planteamiento tardomedieval: el hombre no es capaz de todo. El escarmiento producido por el fracaso hegeliano al intentar hacerlo todo posible para el hombre explica, pero no justifica, que después sólo se ejerza un pensamiento parcial y resignado. De esta manera, siendo sumamente compleja la situación histórica en que nos hallamos, se la afronta con un pensamiento reducido y parcial, incapaz de hacerse cargo de ella, con lo que la sensación de impotencia aumenta progresivamente.

 

Para continuar la filosofía en esta situación ‑tarea primera del filósofo, como se vió‑ es preciso simultáneamente corregir el pensamiento moderno y recuperar el planteamiento clásico, según el cual el hombre es capaz de todo y especialmente de lo óptimo, que es siempre futuro para el hombre.

 

 

La filosofía clásica quedó detenida hace siete siglos al renunciar a la búsqueda de una síntesis teórica de la libertad humana de inspiración cristiana con la metafísica de Aristóteles. Entretanto, la filosofía moderna intentó construir un saber real del hombre basado en sus posibilidades efectivas. Los hallazgos de la modernidad no son continuación de la filosofía clásica, sino que por no aprovechar su inspiración más que parcial y distorsionadamente han contribuido a que ésta llegue hasta nosotros con un aire monumental: como una gran obra, pero desprovista de vida, anclada en el pasado.

 

3. La propuesta de L. Polo para la continuación del filosofar en nuestra situación histórica.

 

Desde luego la tarea actual del filósofo no es entendida por L. Polo como una mera vuelta erudita al pensamiento clásico. No se trata de satisfacer la curiosidad por el pasado, sino de recuperar su inspiración, pues la filosofía clásica es perenne, o sea, continuable fructíferamente por el pensamiento en su búsqueda de la verdad. Los planteamientos y los hallazgos clásicos no son caducos, están abiertos a la verdad como futuro no desfuturizable de nuestro saber. En cambio, la filosofía moderna no es perenne: su planteamiento y sus construcciones no son proseguibles, sino ensayos erróneos, callejones sin salida hacia la verdad que dan lugar a sistemas cerrados, los cuales ni continúan el saber ni son sapiencialmente continuables. Por eso el cese de la filosofía medieval no es parangonable, como tampoco el de la filosofía antigua, a la situación de extinción de la filosofía moderna en que nos encontramos. Aquellos fueron detenciones en una vía con futuro posible, ésta es el agotamiento de una línea metódica inconducente.

 

Con todo, el saldo final de la filosofía moderna no se reduce al conocimiento escarmentado de una vía sin salida. La filosofía moderna intentó establecer un saber acerca del hombre independiente de la antigua metafísica. Es verdad que no supo cómo hacerlo, o mejor, que erró el planteamiento, al incurrir en una simetrización del fundamento, es decir, al intentar hacer en antropología lo mismo que la metafísica había hecho con el tema mundo. Pero su propósito no era en sí mismo erróneo; es más, apuntaba a subsanar el defecto filosófico en que incurrió el bajo medievo: desesperar de alcanzar un saber natural en torno a la libertad humana. Por eso, si se consiguiera desarrollar adecuadamente la tarea que se propuso la filosofía moderna, cabría suprimir la detención del pensamiento clásico o, lo que es equivalente, se podría continuar la inspiración clásica, obteniendo una síntesis entre el moderno filosofar y el filosofar perenne.

 

Ciertamente son muchos los obstáculos que de entrada dificultan una síntesis entre las filosofías clásica y moderna. Ya he citado entre los decisivos la distinta manera de entender los primeros principios, la concepción dinámica del hombre y de la realidad por el pensamiento moderno frente al estatismo de los clásicos, a lo que se puede añadir la diversa ordenación de los trascendentales, la diversa concepción de la libertad, etc... Sin embargo, hay también vías de aproximación entre ambas filosofías. Hoy, por ejemplo, la ciencia moderna ha superado el mecanicismo dominante en los siglos precedentes y apunta cada vez con más nitidez a la recuperación de la causalidad final, lo que permitiría enlazar de nuevo con Aristóteles y los aristotélicos. Por su parte hay muchas ideas en los clásicos que han quedado sin desarrollar y que permitirían enlazar de manera correcta con los enfoques modernos. Eso ocurre destacadamente con la noción de hábito, cuya debida comprensión permitiría introducir un dinamismo infinito en el acto.

 

Desde luego, la síntesis entre pensamiento moderno y clásico no será posible nunca por mera superposición o yuxtaposición de sus respectivas doctrinas, sino que sólo será posible mediante una prolongación o crecimiento del saber tal que corrija al uno y amplíe al otro. Para eso se requiere una nueva inspiración metódica que no siegue ni los hallazgos perennes de los clásicos ni las aspiraciones irrealizadas de los modernos. Aunque el método no antecede ni funda los temas filosóficos, su ajuste con los temas sí es la primera cuestión a debatir.

 

El nuevo método de pensamiento propuesto por L. Polo es el abandono del límite mental. Se trata de una propuesta de ajuste del modo de pensamiento a los grandes temas del filosofar. El límite mental es la presencia mental o conciencia objetiva. Con la denominación de "límite" se indica no sólo que lo conocido u objeto es limitado, sino también que el conocimiento u operación correspondiente es limitada. Al incitar a su abandono se sugiere que es posible ir más allá del objeto, que el objeto no es lo único conocible, sino que la realidad está más allá de él, siendo también conocible; pero, a la vez, se sugiere que la presencia mental o la conciencia es la operación mínima de conocimiento y que ella no es el sujeto, sino que el núcleo del saber es además de la conciencia y de las operaciones. El objeto en presencia es único, y la presencia es unicidad, pero ni la realidad es única ni el sujeto es unicidad.

 

Que la realidad no sea única significa, ante todo, que no es meramente objetiva, sino trascendental, pero también que su sentido de la trascendentalidad no es exclusivo, y por ello es posible proceder a una ampliación temática de los trascendentales, en concreto es posible proceder al desarrollo de una antropología trascendental, tema que intentaron abordar de modo equivocado los modernos, y que dejaron inédito los últimos filósofos medievales. Pero, a su vez, tampoco el

 

sujeto o núcleo del saber es único, y eso implica, primero, que la conciencia objetiva no es todo ni lo más alto, sino que existe un además trascendente en el hombre, y, en último término, que lo trascendente en el hombre no puede ser entendido como unicidad, sino como coexistencia.

 

El abandono del límite mental permite así advertir el ser fundamental y alcanzar el ser personal. La advertencia del ser fundamental es una prosecución de la metafísica que la refrenda frente a los modernos, y mejora su congruencia. La llegada al ser personal es una ampliación del saber trascendental al margen de la metafísica, que corrige los planteamientos modernos, pero da cabida a sus aspiraciones.

 

La vía de continuación del filosofar que acabo de describir no es pensada por su autor como la única tabla de salvación para el saber filosófico en la actualidad. La filosofía clásica es correcta y válida también hoy día, pues es perenne. Una simple vuelta viva a ella permite refutar a los modernos y mantener las verdades ya halladas, o sea, filosofar después de la modernidad. Eso no obstante, la posible continuación del filosofar que se ha ofrecido aquí sí se presenta como un método muy adecuado y conveniente para nuestro momento histórico‑filosófico. Bien sabido que en estos asuntos la conveniencia puede ser una razón más alta que la necesidad, porque señala algo así como un deber. Es mejor corregir que refutar los errores. La corrección rescata lo que haya de verdadero en ellos, mientras que la refutación no reconoce ninguna posible verdad a lo refutado. Además, la corrección hay que hacerla desde los propios supuestos de lo corregido, enmendándolo por dentro, mientras que la refutación de la modernidad desde el pensamiento clásico apela a supuestos distintos de los modernos y los desecha desde fuera, sin considerarlos en su pretensión de verdad.

 

Por otra parte, desde la metafísica no cabe dar al tema del hombre más que un tratamiento predicamental, haciendo de la antropología una filosofía segunda. Este tratamiento puede no ser equivocado, pero se queda corto: el ser del hombre no es el ser del que se ocupa la metafísica, ni puede serlo. A la dignidad del hombre le conviene un tratamiento filosóficamente trascendental. No es que sea imprescindible, pues el tratamiento más alto de la dignidad del hombre nos viene dado por la revelación. Pero es conveniente, porque el filósofo debe investigar cuanto esté a su alcance. Y, precisamente, el acierto de la filosofía moderna consistió en haber intentado hacer una antropología independiente de la metafísica clásica, una filosofía del sujeto. No supo, sin embargo, alcanzar una antropología trascendental, por lo que al final desembocó en concepciones arbitrarias o absurdas del hombre. He ahí, nuevamente otra razón de conveniencia para la elaboración de una antropología trascendental: corregir las mal planteadas tesis modernas acerca del hombre, a la vez que dar cumplimiento.a los objetivos por ellas señalados.

 

Asimismo, siendo el límite mental lo que impide tener un conocimiento adecuado del ser extramental y del núcleo personal del saber, su abandono permite alcanzar un saber real de ambos, justo lo que pretende fallidamente el pensamiento moderno. Pero bien entendido que dicho saber real no consiste, como en el pensamiento moderno, en una autofundamentación del saber que construye la realidad (idealismo), que la incorpora metódicamente (ciencia empírica) o que coincide idénticamente con ella (racionalismo), sino en la coexistencia activa de realidad y saber.

 

Queda, pues, claro que la continuación del filosofar propuesta por L. Polo no amputa ni elimina ningún pensamiento filosófico anterior ni contemporáneo, sino que pretende mejorarlos y ampliarlos, conservando sus hallazgos o, cuando menos, sus tareas y proyectos, sin arredrarse ante la ingente dificultad de sintetizar prosecutivamente la disparidad metódica que ofrece la tradición filosófica. Su filosofía es una filosofía que no excluye ni interpreta su dimensión histórica, antes bien se historifica a sí misma, ofreciéndose como peldaño para mejoras futuras.

 

Por último, la propuesta de L. Polo no se restringe a la elaboración

 

de una metafísica congruente y de una antropología trascendental. El abandono del límite puede ser descrito en toda su amplitud como: advertir el ser extramental dejando de pensarlo como presente, alcanzar el ser del hombre, o libertad humana, dejando de pensarla como presente, teorizar la esencia extramental dejando de pensarla como presente, y detenerse en la esencia humana dejando de pensarla como presente. De esas cuatro dimensiones recién descritas, las dos primeras

 

corresponden a la mencionada elaboración de una metafísica congruente y de una antropología trascendental. Las dos últimas, en cambio, dan lugar al desarrollo de una física y de una antropología predicamentales, que están abiertas y permiten conectar con los resultados de las ciencias empíricas y de las ciencias humanas del siglo XX, así como con los problemas concretos de nuestra existencia. De forma que la filosofía propuesta no sólo continúa la tarea del filosofar en el momento histórico‑filosófico en que nos encontrarnos, sino que no está separada o incomunicada respecto de la situación histérica general de nuestro tiempo. No es una filosofía de gabinete, sino una filosofía abierta al diálogo con otros saberes y capaz de guiarlos sapiencialmente.

 

El ofrecimiento filosófico de L. Polo ‑pues se trata de un verdadero ofrecimiento, sin pretensión de exclusividad ni de exhaustividad‑ es, por tanto, el de una vía metódica nacida del nuevo aliento de una libertad que, esperando alcanzarse en su destino o, lo que es igual, reabriendo las expectativas de su optimización, se muestra capaz de superar en nuestra situación histórica el ocultamiento, también histórico, del ser: del ser del mundo, del ser del hombre y del ser de Dios.

 

Bibliografía:

 

1. Evidencia y realidad en Descartes, Madrid, 1963.

 

2. El Acceso al Ser, Pamplona, 1964.

 

3. Prólogo a La res cogitans en Espinosa de Ignacio Falgueras

Pamplona, 1976.

4. Hegel y el Poshegelianismo, Piura, 1985.

5. Juan Cruz, Filosofar hoy. Entrevista con Leonardo Polo, en

"Anuario Filosófico" 25 (1992) 27‑51.

6. Prólogo a La doctrina del acto en Aristóteles de Ricardo Yepes,

1993.

7. Presente y futuro del hombre, Madrid, 1993.

8. Libertas trascendentalis (Pro manuscripto).

9. I. Falgueras, Kant en la filosofía española de los años sesenta

(1960‑70), en Kant in der Hispanidad, Herausg. von J. E. Dotti, H.

Holz, H.Radermacher, Verlag Peter Lang, Bern, 1988, 73‑95.

10. R. Yepes, Leonardo Polo y la historia de la filosofía, en "Anuario

Filosófico" 25 (1992) 101 ‑124.