POLIANO / POLISTA

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

 

1.    Planteamiento.

 

La riqueza del español permite diferenciar netamente actitudes humanas distintas con adjetivaciones como las de –(i)ano e –ista. El sufijo –(i)ano puede servir para formar adjetivos que derivan de un pensamiento o doctrina, de un estilo, modo de vida o método de pensamiento, y, en esa medida, califican los respectivos substantivos vinculándolos o refiriéndolos a aquéllos. Lo mismo que robinsoniano califica al que vive al modo de Robinsón Crusoe, y kantiano el que piensa como Kant o sigue su doctrina o método, así poliano puede ser el que se orienta en filosofía por los derroteros marcados por Leonardo Polo. En cambio, la adjetivación en –ista puede contener la indicación de «partidario de» o «adicto a» con las que se insinúa una disposición más emotiva que racional, muy rica en sentimientos, pero incompatible con el filosofar. Uno de los aciertos de esta incipiente revista consiste en su propio título de Studia Poliana. Mientras que la terminación en -ista parecería remitir a un nuevo -ismo, en la línea del escot-ismo, tom-ismo, agusti-nismo, etc., el adjetivo poliano contiene un matiz de flexibilidad y apertura que no adscribe necesariamente la revista a un nuevo escolasticismo. Polo muchas veces y de muchas maneras ha afirmado que él no quiere fundar una escuela, sino promover el pensamiento filosófico autónomo de aquellos que encuentren en su filosofía una orientación para proseguir con la gran tarea de buscar la verdad. Convertir una filosofía en la filosofía es un grave error, el error en que incurrieron, por ejemplo, los averroístas latinos. Con ser grande, si no el más grande de los filósofos, Aristóteles no agota el filosofar, su filosofía no es la filosofía. Esto no significa tampoco que los hallazgos aristotélicos deban ser olvidados, pues ningún hallazgo filosófico, viniere de donde viniere, ha de ser marginado u olvidado por quien busca sinceramente la verdad. La adecuada valoración de la filosofía de cualquier filósofo, sea la de Aristóteles, la de Descartes o la de Leonardo Polo, es aquella que las considera como indicaciones fecundas y perennes que, al modo de las Erinias en el poema de Parménides, van indicando al auriga filosófico el camino acertado hacia la verdad que nos trasciende. Ser aristotélico, cartesiano o poliano es un modo legítimo de enraizarse filosóficamente. En cambio, ser aristotelista. cartesianista o polista es la peor manera de entender y recomendar a las respectivas filosofías, y en especial el pensamiento de Leonardo Polo.

 

Pero estos matices lexicógicos sólo son importantes si realmente se hace con el pensamiento lo que se insinúa con los términos. De poco servirían las aclaraciones antes propuestas, si luego utilizáramos como medida de los demás pensamientos el de Leonardo Polo, o si en vez de en filósofos nos convirtiéramos en comentaristas de Polo. La gran aportación de Polo, sólo parangonable a la de Aristóteles, Tomás de Aquino, o a la de Leibniz, aunque ésta en menor y diferente proporción, es que su método de pensamiento da acogida y lugar (en relación con la verdad) a todo otro pensamiento humano, no estableciéndose a sí mismo como patrón de medida, sino como prosecución positiva o correctiva de los mismos hacia la verdad. La medida de lo verdadero es la verdad sin medida, no filósofo alguno, llámese como se llame.

 

Dar a conocer la filosofía de Polo es una tarea imprescindible en esta época de escepticismos teóricos y dogmatismos prácticos; más aún, es una tarea imprescindible para la continuidad de la filosofía de todos los tiempos. Lo digo como filósofo, no como discípulo. Pero para darla a conocer adecuadamente se ha de evitar el presentarla como un conjunto de asertos o filosofemas, es decir, como un corpus filosófico completo y cerrado, y en cambio se ha de tener la gracia de proponerla como lo que es: como una incitación a buscar la verdad con una amplitud y profundidad dignas de la trascendencia de ella. Es difícil de conseguir ese punto de adecuación en el que quien busca la verdad habla, pero al hablar se retira de la escena lo suficiente como para que lo que se muestre por sí sea, misteriosamente, la verdad. Algo parecido pasa con la exposición del pensamiento de un filósofo: el que lo expone debe hacerlo con tanta veracidad que lo muestre como pensamiento vivo en el que, a través de los verdaderos hallados, trasparezca la verdad como buscada por él, pero distinta de él. La mera exégesis de un pensamiento es incompatible con el filosofar, porque hace implícitamente de ese pensamiento la verdad. Si el averroísmo es filosóficamente desacertado es precisamente por pretender ser una mera hermenéutica de Aristóteles. En cambio, el diálogo intelectual ha sido y es la forma clásica de articular todos los matices referidos.

 

Por todo lo dicho, en vez de aplicarme a labores de masoreta, me parece conveniente promover un estilo poliano que se ocupe de cuestiones vivas, discusiones o diálogos suscitados por el pensamiento de Polo y el de sus discípulos. Mejor que repetir escolarmente a Polo es, sin duda, tomárselo en serio en sus dificultades y desafíos, en su problematicidad. Si se presenta como un pensar en crecimiento será mucho más atractivo que si se presenta como un monumento, y de esta manera será más fácil animar a que se lean y piensen sus escritos, que es la meta a alcanzar por la revista.

 

Como mi pensamiento se mueve con libertad dentro de la inspiración poliana y carece de la autoridad que el maestro nos merece a todos sus discípulos, el lector me permitirá que, a fin de introducir un foro de discusión poliano, que no polista, o sea, en el que se dialogue acerca de la verdad con ocasión de problemas reales tal como pueden ser tratados desde el filosofar de Polo o desde la inspiración de sus hallazgos, someta en lo que sigue a discusión mi propio pensamiento, a cuyo fin me serviré de los apuntes críticos realizados por Juan Fernando Sellés, en el número 1 (1999) de Studia Poliana, sobre mi libro Hombre y Destino.

 

 

 

 

 

2. Discusión con Juan Fernando Sellés en torno a mi libro Hombre y destino (Eunsa, Pamplona, 1998).

 

 

 

Poniendo por delante mi agradecimiento a la esmerada atención que el Prof. Dr. J. F. Sellés ha dedicado a este libro, así como mi respeto a su intentio veritatis, me parece interesante responder a algunas de sus observaciones y sugerencias, que son muy útiles para aclarar puntos relevantes de esa obra, así como para entrar en el ámbito de lo poliano.

 

La primera observación crítica (p.129)  que hace es la falta de alusiones a los hábitos cognoscitivos como medios de crecimiento intelectual en el primer capítulo. Eso es cierto, pues salvo una alusión indirecta en la nota 56 de la p. 40, no me ocupo de ellos. Pero no lo hago porque no es pertinente para el propósito de este capítulo ni del libro. El centro de atención del primer capítulo es la realidad del entender. No he tratado de atender a la diversidad de los actos del entendimiento, esto es, de desarrollar una teoría del conocimiento, ni de entrar en referencias a ella, como parece entender Sellés. Mi atención se dirige a lo que es realmente entender en cualquiera de sus actos, de manera que sea aplicable a cualquier entender y a cualquiera de sus actos. Porque el entender es real. El problema que late en este capítulo es el de que, siendo real, el entender no es el ser. En general, la realidad como tema se suele reducir al ser: ser real suele entenderse como ser sin más. Sin embargo, entender es también real, mas no es el ser. Ahora bien, si no es el ser, ¿cómo es real el entender? A dar respuesta a esa cuestión es a lo que va dirigida la investigación, aunque de una manera gradual, para ir haciendo surgir la cuestión dentro de una tradición filosófica y con los referentes históricos más señeros. Mi respuesta es que la realidad del entender, sea quien fuere el que entiende y los actos concretos de entender, no es ser, sino hacerse otro. Si el ser es acto, el entender es acto de acto, o en fórmula bárbara, pero más precisa: si el ser realea como acto, el entender realea como acto de acto. En la fórmula «hacerse otro», «hacerse» no es pasividad, sino acto; y «otro» no es aquí to thateron de Platón, ni, de momento, el Otro de Lévinas. «Otro» es novedad, nueva, noticia. Entender es acto noticioso, trasparecer activo: un desdoblamiento del acto tal que, sin dejar de ser acto, acoge cabe sí como acto novedoso al acto de ser del mundo, a las potencias activas de su esencia, o a otros actos de entender. Es evidente que todas estas fórmulas son meramente conativas, insinuantes, indicativas, pero más explícitas que la mera afirmación de la apertura intelectual, mucho más usual entre nosotros desde Zubiri, pero poco proseguida investigadoramente, y respecto de la cual el «hacerse otro» no pretende ser sino una elucidación con base en la tradición. Sin ningún género de duda tienen que ser posibles caminos mejores y más lúcidos para mostrar lo que sugiero. Pero se trata de algo que requiere un agudo ejercicio de la atención mental y que ha de ser considerado como previo a toda teoría de conocimiento, si no en el orden didáctico, sí en el jerárquico. Como es éste suficiente problema, no parece necesario ni conveniente entrar en otros detalles del conocimiento humano. Por eso no hago referencia a los hábitos intelectuales, que, por lo demás, no serían posibles si entender no fuera hacerse otro y el crecimiento intelectual no consistiera en la ganancia noticial. Quede por lo menos claro que, tal como desde el planteamiento del libro advierto, no pretendo hacer, en este capítulo, teoría del conocimiento o un estudio completo del entender, sino investigación sobre la realidad del acto de entender. Que lo haya conseguido es otra cosa, pero el sentido de todo ese esfuerzo debe quedar elucidado: el realismo es la afirmación de la primacía del ser, pero no de su unicidad; el ser no sería activamente primero si no hubiera una segunda actividad del mismo rango real que la de aquél y capaz como realidad de referirse activamente a él como a lo primero. ¿Cómo será la realidad de este segundo? Esa es la cuestión. Con esto no niego la importancia de los hábitos, antes bien doy la razón en este punto a Sellés, pero no le doy tanta que reduzca la realidad del entender a aquéllos. Los hábitos son importantes para el entender humano, no para todo entender. En cambio, la realidad o acto del entender es superior a los hábitos intelectuales incluso en el hombre.

 

Creo que puede ser sumamente ilustrativo, para aclarar tanto lo que vengo diciendo como el propio filosofar de Polo, acudir a la distinción que se propone en Hombre y destino (155) entre conocer, entender y saber. Abreviadamente dicho, conocer es iluminar, o sea, la función atribuída por los clásicos al entendimiento agente; entender es darse cuenta, es decir, la actividad del trasparecer cognoscitivo; saber es discernir, esto es, un apreciar el rango, orden y función reales de lo conocido por iluminación y de lo entendido al darse cuenta. Si se tiene en cuenta esta (aparentemente) sencilla distinción, inspirada en el estudio de la Trinidad Santa[1], y que filosóficamente está elaborada desde el saber como discernimiento, se puede escrutar mejor el sentido del capítulo I de Hombre y destino: no se trata del mero iluminar y darse cuenta, sino de escrutar o discernir el entender.

 

Pero además, sin esta distinción no se puede entender de modo correcto la filosofía de Polo. Por ejemplo, muchos intérpretes suyos se han quedado un tanto perplejos ante las nociones de conmensuración y congruencia propuestas por él, y según las cuales el error intelectual sería imposible. Aparte de que el error entra en la teoría del conocimiento de Polo por la vía del logos, en cuanto que operación unificadora, existen muchos otros errores que no pueden explicados sólo por la vía del logos, sino que han de ser explicados desde un déficit del darse cuenta y desde la falta de discernimiento. Por ejemplo, la macla entre los primeros principios que afecta de modo diverso, pero radicalmente, tanto al pensar moderno como al medieval, no puede deberse simplemente a una defectuosa unficación del logos, dado que esta operación no alcanza los primeros principios: se trata, sin duda, de un déficit en la intelección o darse cuenta y de una carencia de discernimiento. Más aún, el gran descubrimiento de Leonardo Polo consiste precisamente en la distinción entre ser consciente y darse cuenta: del límite mental podemos darnos cuenta, pero no ser conscientes. Si no se distinguen netamente el conocimiento iluminante y el darse cuenta, el filosofar de Polo incurriría en una grave incongruencia: parecería el intento de hacer consciente lo que de ningún modo es ni puede ser consciente, mientras que, por el contrario, toda su filosofía es la muestra de que, contra lo que todos inicialmente pensamos, el entender se eleva por encima de la conciencia objetiva.

 

La aludida distinción nos permite, por otra parte, tener una visión de conjunto del filosofar de Polo. Su monumental Curso de Teoría del Conocimiento es un neto y superlativo ejercicio del darse cuenta y del discernir, pero aplicado de manera preponderante y casi exclusiva al conocer o iluminar. Su obra El Ser I es el desarrollo del darse cuenta y discernir en torno al tema mundo. En cambio, en su Antropología Trascendental I el discernimiento recae en especial sobre el darse cuenta o entender humanos como realidad, aunque también sobre el iluminar y el querer, tareas que han de ser proseguidas en el volumen II. Y es de esperar que en un futuro próximo el discernimiento recaiga sobre el tema Dios. Quizá lo que voy a añadir ahora pueda molestar a algunos, pero ayuda más aún a situarse en la línea de lo que se pretende en mi libro. A lo largo de la historia de la filosofía, los filósofos han iluminado el mundo y el hombre, y en mayor o menor medida todos se han dado cuenta de algo, aunque sólo los que son más dignos de ese nombre se han dado cuenta del darse cuenta, es decir, han entendido verdaderamente. Lo que distingue a L. Polo en la historia de la filosofía es que su filosofar ha realizado el más amplio desarrollo del darse cuenta puro y el más preciso discernimiento de los principios y de los temas que hasta ahora se hayan ofrecido. En la prosecución del darse cuenta y del discernir es en lo que me ocupo filosóficamente, y en particular (especialmente respecto del hombre) Hombre y destino.

 

Una vez declarado que el interés de este capítulo es, en vez de desarrollar una teoría del conocimiento, averiguar la realidad del entender, queda por explicar cómo siendo tan complejo el ejercicio de la inteligencia (teoría del conocimiento) me he detenido en lo que mi maestro considera de algún modo sólo el ejercicio «históricamente» primero, el entender operativo. El acto de entender ha de dejarse ver, sin duda, mucho mejor en actos superiores a los que mi maestro encuadra dentro del conocimiento operativo o alteración. Sin embargo, deben tenerse en cuenta varios extremos: 1.- la actividad última del entender humano está ejercida toda ella (aunque en distintos modos y grados) en cada uno de sus actos; 2.- el entender más bajo es como la frontera limítrofe con lo que no es el entender y, por tanto, el entender operativo nos proporciona un saber diferencial o mínimo de la realidad del entender; 3.- por ser mínimo o diferencial, es sumamente pedagógico, o sea, cómodo y útil, para captar la realidad del entender, sin perjuicio de que se pueda ascender gradualmente desde ella hacia elucidaciones más altas; 4.- por otro lado, la revelación se sirvió de él especialmente. Por todas estas razones me he elevado desde lo que parece convenir sólo al inteligir operativo hasta el acto de entender radical que lo ejercita. Lo cual en el fondo concuerda con la doctrina de Tomás de Aquino, quien siempre sostuvo que nuestro conocimiento de lo superior ha de hacerse traslaticiamente, partiendo desde lo inferior, dada la situación del hombre, viador y caído.

 

También la alteridad genera problemas a Sellés (p. 130) para la intelección del segundo capítulo. No es de extrañar, puesto que no le ha aparecido con claridad su sentido en el primero. «Otro» en el lenguaje usual puede tener significaciones dispares: puede significar «diferente» («otro que»), puede significar «no lo mismo», puede significar cierta multiplicación de lo uno («uno más»). Todas estas versiones suelen ser entendidas por remisión a la mismidad (o a la unicidad) de modo comparativo, por lo que llevan a pensar en cierta oposición. Sin embargo, «otro» y «alteridad», tal como los propongo, no han de ser pensadas de modo reductivamente lógico, es decir, en referencia a mismidad alguna. Si, como sugiero, en «hacerse otro» «hacerse» es la indicación de la actividad y «otro» lo es de la apertura o novedad del acto, entonces «otro» no indica oposición real alguna, pues todas las oposiciones -al incluir negación- son meramente pensadas, no son el entender. Algo semejante acontece con las voces «diferente» y «diferencia», aunque estas voces entren aquí por motivo distinto del «hacerse otro», a saber: por el carácter creatural (elevado) de la persona humana. Mientras el lector no abandone la mismidad, como reiteradamente le pido precisamente en este pasaje del libro, no entenderá lo que se sugiere con un lenguaje que es siempre conativo, insinuante, a contrapelo de los usos normales, pero sin prescindir del lenguaje o -en la metáfora- del pelo. Sé bien que Polo suele utilizar la voz «diferencia» en el orden del conocimiento objetivo, pero por desgracia el lenguaje humano no tiene una riqueza de léxico tan grande que permita utilizar un término para cada noción real. Por eso nos hace falta a todos atender a la congruencia del pensamiento para saber lo que se significa con los términos. Yo he reservado el término de diferencia real no para significar otra mismidad, sino la inidentidad.

 

Pues bien, en el uso que hago del lenguaje, «otro» no se opone ni a mismo ni tampoco a uno; «otro» es la novedad del acto de entender, el desdoblamiento del acto en acto de acto. «Otro» es la realidad de la noticia. Por tanto, «otro» se dice en referencia al acto de ser: entender es otro acto, un acto distinto (del de ser), cuya realidad consiste precisamente en la actividad de hacerse otro sin dejar de ser ni de referirse al ser: hacerse noticia de la realidad del ser. La alteridad no existe fuera de la inteligencia, más aún: es el propio entender. En la realidad existen diferencias reales y distinciones reales, pero no existe más alteridad que la del inteligir. Con esto no digo que la alteridad sea sólo pensada: la alteridad que es sólo pensada es la lógica. Lo que afirmo es que entender es aquella realidad que se hace noticia del ser sin dejar de ser, por eso la llamo acto de acto, y por eso, según he podido comprobar después, Polo la llama intellectus ut co-actus.

 

Bien entendido lo anterior, el capítulo segundo lleva a cabo una averiguación que amplía prosecutivamente al primero. Tras haberse elevado el capítulo primero desde el entender humano a la realidad del entender, lo que en el segundo se añade es que el entender es personal[2], cosa que había sido insinuada vagamente en el primero, pero que se procede a mostrar con más detalle a través del entender humano en el segundo. La mediación que se propone es la de darse cuenta del autotrascender. El autotrascendimiento es el desarrollo humano más alto del entender como hacerse otro. Ante todo, «otro» pasa a significar ahora «irreductible». Si las personas somos «otras» o irreductibles, lo somos gracias al acto de entender, porque hacerse otro no es disfrazarse, sino dar cobijo -en calidad de acto- cabe sí a la distinción y diferencia reales (no meramente pensadas). Las personas somos otras o irreductibles en la medida en que acogemos la distinción y la diferencia reales otorgándoles, sin perderlo, nuestro acto de entender. Los seres inteligentes somos personas, porque el acto de entender, al hacerse por sí otro (incluso) que sí, no puede ser reducido a ningún otro acto de entender y, al poder dar cobijo cabe sí a todo acto o potencia real, ha de tener intimidad. Pero, además, por medio del autotrascendimiento se llega a descubrir, como implícita en el «hacerse otro», la libertad destinal que somos, o sea, el ingreso activo en el ámbito de la amplitud irrestricta: la capacidad de una vida superior a la que, como términos de una creación, nos corresponde. La alteridad como «otridad» respecto del ser en el acto de entender se nos muestra ahora como irreductibilidad y como capacidad para vivir una vida que no es la nuestra, sino trascendente o irrestricta, sin perder la natural[3], ambos extremos (irreductibilidad y capacidad irrestricta) nos permiten subsistir ante Dios, mantenernos ante la realidad suprema sin ser absorbidos o destruídos por ella, o sea, ser personas realmente diferentes y capaces de toda diferencia real (incluso de la diferencia reduplicativa o para consigo).

 

Lo que añade la persona al acto de entender es el autotrascendimiento, o sea, la anulación del como centro, el crecimiento de modo irrestricto por referencia a un acto irrestricto en vez de al propio acto, y, por tanto, la excentricidad o acto potencial que es activa apertura (aperición) y sobrepasamiento de sí[4], no clausura ni limitación cerrada, sino capacidad de lo irrestricto o de Dios, sin pérdida de sí; y como consecuencia, la apertura activa a otras personas o aperturas activas, En este sentido consecuencial, «otro» pasa a significar también el otro, el prójimo o semejante.

 

No parece entenderlo así Sellés cuando interpreta que denomino a la persona alteridad trascendental “en el sentido de que la libertad será ‘otra’ que la que es ahora” (p. 130). Si la alteridad trascendental se contrapone al ahora de su ser, se malentiende el futuro, se pone en un futuro que se desfuturiza, y se incurre en una contradicción: ser otra que la-que-es-ahora significaría haber dejado de ser. No se trata de otro estado ni de la otra vida (eterna), sino de que, en su ser, la persona, sea cual fuere su estado, es capaz de «hacerse otra», o sea, de ser «otra» sin dejar de ser, o lo que es igual, de crecer. Autotrascenderse sería un puro sinsentido, si no se entiende, y eso era lo que quería mostrar el capítulo primero, como crecimiento, como acto creciente: la vida de la persona siempre va más allá de lo que va llegando a ser.

 

Espero que, tras todas estas aclaraciones, se vea con nitidez que «otro», alteridad y diferencia no tienen carácter lógico alguno, son términos usados en sentido real, y por ello no llevan consigo oposición. Dicho resumidamente, en Hombre y destino «otro» (en sentido específico) significa noticia real, irreductibilidad real, capacidad real de vivir una vida superior.

 

  Muy interesante es también, para mí, su crítica a mi propuesta de que en el hombre (y en toda criatura elevada) la potencia es superior al acto (p.131). Gracias a su observación crítica tengo la ocasión de traer a la luz algunos implícitos, para mí importantísimos, que están sólo apuntados en este libro, pero que son el tema directo del Esbozo de una filosofía trascendental, obra de cuya elaboración me ocupo todavía.

 

Sellés ha entendido bien lo que implica mi propuesta, puesto que, en efecto, esa tesis abre las puertas a la recuperación de lo más profundo del pensamiento de Escoto y de la modernidad, como yo mismo sugiero en la p.164. Recuperar todo cuanto de verdadero pueda haber en otras filosofías es una de las tareas de la filosofía cristiana, y debiera serlo para cualquier filosofía que busque humildemente la verdad. Y según entiendo, el gran acierto de la modernidad, bajo la guía de Duns Escoto, ha sido descubrir que en el hombre la potencia es superior al acto. Precisamente por eso la filosofía moderna es antropología. El desacierto, en cambio, de la modernidad consiste en haber antropologizado el mundo, con la consiguiente fisicalización del hombre, es decir: en haber entendido al mundo según la antecedencia de la potencia al acto, y, a la recíproca, en haber entendido esa antecedencia en términos de fundamento. Por eso dice Polo que la filosofía moderna introduce una simetrización del fundamento (acto-potencia / potencia-acto). Tal desacierto estuvo precedido y propiciado por el error de Duns Escoto y de Ockham de haber antropologizado a Dios. Al sostener ambos que la esencia de Dios es la omnipotencia, ponían la potencia como lo más originario de Dios. Pero nótese que la potencia en el hombre es infinita. Por eso, en verdad, lo realmente infinito es el hombre, y lo es sólo de modo potencial. Al entender a Dios antropológicamente resultaba conveniente proponerlo como positivamente infinito. Así se viene a descubrir cómo es posible que Duns Escoto sostenga a la vez que la esencia de Dios es la omnipotencia y la infinitud. Mas una vez entendido Dios como potencia infinita, es decir, antropologizado, quedaba el camino expedito para antropologizar el mundo y mundanizar al hombre.

 

No es novedad alguna que de lo verdadero puede seguirse, por defecto de intelección, lo falso; pero tampoco lo es que las falsas consecuencias no deben invalidar la verdad de alguna de sus premisas. En este sentido, sostengo que la potencia es anterior al acto exclusivamente en antropología, no en metafísica ni en teología racional. Para entender mi propuesta es preciso advertir que si bien toda esencia es potencial respecto de su acto de ser, no toda potencia ha de ser esencia. Piense, por ejemplo, en la potencia obediencial, que es el referente directo de mi propuesta. Como ya adelanté en mi trabajo sobre la distinción real (1985) -ahora incluído con modificaciones en Crisis y Renovación de la Metafísica[5]-, el acto de ser creado -no ya la esencia- es el que está en potencia obediencial respecto del creador. Naturalmente, cuando se refiere uno a la primera creación, es decir, a la creación sin más, que es la creación del ser del mundo, la potencia obediencial es, tal como genialmente supo ver Tomás de Aquino, nuda potencia pasiva, o sea, pura sumisión a la omnipotencia del creador. Sin embargo, la llamada destinal convierte en activa la potencia obediencial meramente creada, haciendo al hombre capaz de obedecer activamente al Irrestricto, en la forma de recibir activamente su ser y su entender. La potencia obediencial activada por la llamada divina es lo que entiendo por potencia trascendental y superior a los actos de ser y de entender, por cuanto los convierte entre sí como actos-potenciales: porque la llamada divina es en nosotros potencia activa de respuesta en la que hemos de emplear por entero nuestros actos de ser y de entender. En este sentido, Hombre y destino distingue entre la potencia trascendental y la potencia esencial del hombre en las pp. 165 ss.

 

En pocas palabras, y adelantando ideas de mi investigación sobre la filosofía trascendental, ha de afirmarse que también la dynamis o potencia “pollajos legetai”. La creación entera no es sino una distribución creciente de potencias. Si Dios es el pollajós del acto puro, las criaturas son el pollajós de la potencia, o con más exactitud, de los actos potenciales.

 

En cuanto a la observación de que el hombre no puede ser intrínsecamente histórico (pp. 131-132) tengo que agradecérsela muy especialmente a Sellés, puesto que en mi afirmación se contienen posibles equívocos e inconfesados supuestos que es preciso aclarar. Estoy plenamente de acuerdo con él en que el hombre no es un ser intrínsecamente histórico en el sentido de intrahistórico: el hombre no pertenece a la historia. Pero, en cambio, la historia sí pertenece al hombre, o sea, es intrahumana. El punto de la equivocidad estriba en el término «intrínseco», que puede ser y es usado por mí de varias maneras: intrínseco se puede decir por referencia a la esencia o al ser, pero, además, en el caso del hombre también se puede decir de lo transitorio o de lo estable.

 

Para entender adecuadamente lo que sugiero ha de tenerse en cuenta que el ser  y el entender del hombre son actos crecientes. Esto implica que incluso más allá de la muerte, en la metahistoria, el hombre seguirá creciendo o decreciendo, pero nunca quedará quieto o detenido, porque eso sería su aniquilación (como ser creciente que es).

 

Precisamente nuestra condición existencial de actos crecientes implica que en el hombre pueden existir actos que sean intrínsecos y, eso no obstante, sean transitorios o pasajeros. Sirviéndome de una metáfora, una fase del crecimiento, por ejemplo: la adolescencia, es pasajera, pero sin ella no se daría la siguiente, por lo que se conserva en las fases sucesivas, aunque al modo y manera de las más altas. Hablando ahora en un sentido más propio, esta vida es una fase de nuestro ser: lo que llamamos los cristianos el estado de viador es pasajero, pero intrínseco al hombre. Si no fuera intrínseca, esta vida sería pura apariencia y banalidad, si no fuera pasajera, o bien el cuerpo no sería mortal o el bien alma no sería inmortal, es decir, en ningún caso habría otra vida, un más allá.

 

Si esto que digo vale para el ser del hombre, a fortiori vale para la esencia del hombre. Nuestras obras, siendo pasajeras, nos afectan intrínsecamente de manera que las anteriores condicionan, aunque no determinen, las siguientes, a la vez que nos hacen mejores o peores como hombres, es decir, intrínsecamente.

 

El carácter intrínseco de la historicidad a la que aludo se entenderá mejor si no se la refiere en exclusiva a la temporalidad entrópica o física a que está sometido nuestro cuerpo. La historia no se reduce a una mera situación temporal del hombre, es decir, a algo pasajero, sino que nace específicamente del peculiar carácter de la libertad humana, tal como Millán Puelles[6] y Polo[7] han subrayado, aunque de distintas maneras. Naturalmente que la historia de los hechos es pasajera, e incluso la historificación de los modos de sabiduría y de la filosofía son también pasajeros. Pero la condición intrínsecamente histórica a que aludo no nace de una mera situación extrínseca de la libertad humana, sino del intrínseco carácter potencial de la libertad, el cual no es pasajero y permite un crecimiento irrestricto. Cuando digo que el hombre es acto creciente, por el lado del crecimiento se introduce un factor procesual, que en esta situación o vida es incierto y expuesto, y en la próxima será seguro y sin fallos. El hombre no dejará de crecer en la vida futura, si bien su crecimiento no será ya alternativo (historia de hechos), ni siquiera modalizado (sapiencialmente), antes al contrario será crecimiento pleno e integral. Y, siendo eterno o inacabable, será -con todo- un proceso: la eternidad del hombre no es idéntica a la eternidad de Dios, aun cuando participe de ella plenamente. En la vida futura no se perderá la libertad humana, y la libertad es la raíz última y positiva de la historia. En ese sentido, creemos los cristianos que también en la vida futura existirán narrativas hechas por la persona y el yo de cada uno, pero esas narrativas no será ya exposiciones del yo, sino manifestaciones de Dios hechas por la persona y el yo. Es lo que hacen los coros angélicos (“santo, santo, santo”) y harán los que se salven: la alabanza de Dios. Tal alabanza no consistirá simplemente en decir palabras ineficaces, sino, como acontece en el Magnificat, en exponer las maravillas reales de Dios, de manera que en esas manifestaciones quedaremos manifiestos cada uno de nosotros acompañados por nuestras obras temporales[8].

 

En consecuencia, sin negar que la historia sea una situación, cabe decir que es intrínseca al hombre, en la medida en que, siendo transitoria, por su medio se destina el hombre a Dios. La situación es pasajera, nuestro destino no: en la medida en que la historia está destinada no es extrínseca. Reuniendo la observación crítica anterior con la presente, propongo que el obrar humano es superior a nuestro ser, pero sólo por razón de que el destino de mi obrar no es mi ser, sino Dios: mi ser se destina a Dios intrínsecamente, y esa destinación ha de atravesarme por entero (incluída mi esencia) y alcanzarse mediante el obrar, como premio o castigo. Por tanto, el obrar histórico transitorio nos vincula intrínsecamente con Dios. Entiéndaseme bien. No digo que en la próxima vida haya historia tal como es ahora, sino que la historicidad intrínseca al ser humano no será suprimida, será trasformada. De este modo cabe dar sentido profundo y salvar la verdad que se encierra en las débiles fórmulas que utilizan nuestros contemporáneos, una de las cuales es la de las narrativas del yo.

 

En cuanto a la indiscernibilidad entre método y tema en el núcleo del saber, señalada por Sellés como poliana (p.132), conviene matizarla. En el hombre el ser y el entender no se identifican (esto es, no son puramente convertibles) y eso implica que son más que discernibles: son realmente diferentes. Ser y entender son discernibles y distinguibles personalmente incluso en Dios, pero su conversión es perfecta, por lo que sus realidades se identifican, pues identidad no es mismidad, sino convertibilidad perfecta[9]. Ni siquiera en Dios el ser y el entender son lo mismo, ni tampoco realmente indistintos, sino realidades tan perfectamente intercomunicadas que no son separables, pero sobre todo que no están separadas, es decir, cuyas actividades son intrínseca y puramente relativas. Mas para quien estudia la realidad del hombre es imprescindible no sólo distinguir mentalmente, sino distinguir real y trascendentalmente entre el ser y el entender; ambos actos son los supremos actos humanos, pero no son el mismo acto, ni tampoco idénticos por conversión, pues su conversión es potencial, no pura.

 

De acuerdo con lo anterior, el hombre como tema (ser del hombre) no es el hombre como método (entender del hombre). Ambos son congruentes por convertibles, pero su convertibilidad es la potencia o libertad trascendental. Tampoco el entender humano (metódico) es idéntico consigo, o sólo método, dado que sólo es trasparente para sí cuando se autotrasciende, cuando va más allá de sí, o sea, el método es también un tema para el entender, aunque el entender sea metódico. En este sentido, el hombre tiene que ver intrínsecamente con el método, pero no es el método. La autotrasparencia es lograda gracias a la potencia irrestricta de la libertad que lleva a nuestro ser y nuestro entender más allá de sí. Se trata de una trasparencia obtenida al traspasarse, no de una trasparencia pura. Entender el entender en el caso del hombre no es noesis noeseos noesis. Sólo el Verbo es trasparencia pura, nosotros somos trasparencias potenciales. De donde se deduce que toda trasparencia humana se obtiene por el además, y la persona se entiende como además porque no deja de ser además que su propio entender ni siquiera cuando se entiende. Indiscernibilidad no puede querer decir, pues, en Polo identidad, sino que entender el además es además que entender, o sea, congruencia en el plano trascendental. El además es congruente. Por eso, indiscernibilidad debe querer decir que, siendo distintos, el tema se hace método y el método se hace tema, o sea, la intercambiabilidad de método y tema, pero por conversión potencial o imperfecta, es decir, que la intercambiabilidad es potencial o imperfecta. Saber el saber es hacerse tema el método y metodizar el tema, pero no en reciprocidad perfecta, porque para tematizar el método tengo que ir más allá del método, y para metodizar el tema tengo que ir más allá del tema. La indiscernibilidad a que se refiere Polo es simplemente la congruencia intrínseca de la trasparencia por rebasamiento de sí. En Dios no existe tema ni método, no porque sean indiscernibles, sino porque simplemente en su saber son idénticos o perfectamente convertidos y comunicados.

 

Por último, aunque debe quedar claro que yo no he escrito Hombre y destino teniendo conocimiento de la obra Antropología trascendental de Polo, que ha sido publicada con posterioridad, y de cuyo contenido no he tenido otros avances o noticias que un escrito de D. Leonardo denominado Libertas trascendentalis y el capítulo último de Pasado y Futuro del Hombre, amén de varias charlas que hemos compartido y de algunas conferencias que le he oído, ciertamente mi libro es poliano. Pero esto debe ser entendido en su justa medida. A D. Leonardo le debo innumerables ideas, y así suelo hacerlo notar muchas veces –para algunos, demasiadas veces– en cita expresa cuando las uso, pero si sólo le debiera ideas no sería su discípulo. Pues lo mismo que cuando cito a todos los que puedo en favor de mis averiguaciones, o en contra de ellas, con el cometido de orientar mi investigación, para concordar en la verdad de otros o discrepar de lo que en otros me separa de ella, no me convierto necesariamente en discípulo de ellos, del mismo modo el que cite a D. Leonardo de una manera especial, e incluso me permita decir que sigo su inspiración «como casi siempre», no significa que sea un pedísecuo suyo. La verdad de lo que digo la propongo y la sostengo yo, y no porque lo haya dicho mi maestro, que no es la medida de la verdad y de la falsedad, sino porque así me sale al encuentro lo real. Pero, eso no obstante, es cierto que habiendo nacido y crecido filosóficamente gracias a la inspiración de D. Leonardo, aun cuando llevemos ya muchos años sin tener más que esporádicos encuentros, mis hallazgos suelen coincidir con los suyos. A veces nos ha sorprendido a los dos haber utilizado, sin saberlo ni uno ni otro, las mismas expresiones ante temas nuevos. Y ahora nos siguen sorprendiendo las profundas coincidencias en los trayectos que recorremos por separado. Todo esto es indicio de un discipulazgo mucho más profundo que el del comentarista o escolar, pero que, por más profundo, no consiste en un mero aprovechamiento de ideas ajenas. Lo más importante que le debo a D. Leonardo es el descubrimiento en vivo de la libertad de pensar: él me inició en el darme cuenta y en el discernir. Sólo los que no saben qué es un gran maestro confundirán ser discípulo con carecer de pensamiento propio. Por mi parte, puedo testificar que el magisterio de Polo no anula la creatividad, antes bien la estimula en quien lo entiende.

 

Espero que el lector, una vez leído este trabajo, pueda sacar la impresión de que la pasión del filosofar se nutre del amor a la verdad real, y de que la filosofía poliana suscita problemas apasionantes justamente porque en su búsqueda de la verdad descubre de un modo inédito problemas reales que obligan a seguir buscando. Precisamente por eso me declaro poliano y discípulo de Polo.



[1] I. Falgueras, Esbozo de una filosofía trascendental (I), Cuadernos de Anuario Filosófico, Universidad de Navarra, 1996, 84.

[2]Aunque la persona humana no es sólo su acto de entender, no puede ser menos que su acto de entender.

[3] Me estoy refiriendo a la elevación qua talis. La pérdida de nuestra vida se produce, en cambio, cuando nos negamos a vivir la vida superior, porque entonces nuestra capacidad de lo irrestricto se autoincapacita. Es el drama del pecado.

[4] Nótese que no añado «mismo».

[5]Universidad de Málaga, Málaga, 1997, pp. 93-99.

[6]"Tener historia es esencial al hombre. El hombre es un ser radicalmente histórico" Ontología de la existencia histórica, Rialp, Madrid, 1955, 168.

[7] Cfr. I. Falgueras, J. A. García, R. Yepes, El pensamiento de Leonardo Polo, Cuadernos de Anuario Filosófico, Pamplona, 1994, c. I.

[8] Si se me permite matizar lo dicho, lo que diferencia abismalmente al cielo de la tierra es la desaparición de las alternativas y exclusiones, así como –sobre todo- la instauración de una comunicación perfecta, como miembros del Cuerpo de Cristo, entre todos los santos. También habrá desaparecido el tiempo tal como nosotros lo vivimos en esta coyuntura. Coyuntura es la noción apropiada. El tiempo físico y biológico condicionan negativamente nuestra libertad, y por eso nuestra libertad en esta vida es, en cierta medida, liberación de condicionamientos. Los condicionamientos a que me refiero no son “condiciones previas” o predeterminaciones, sino coyunturas (ocasiones u oportunidades). Pero ni la vida futura es una coyuntura, ni en ella caben condicionamientos, sino la libertad humana en su pleno despliegue sin retrasos ni problemas, mediada por la muerte de Cristo y convertida en alabanza de gloria por amor y obediencia filial, pero sin ser acallada, antes bien siendo convertida en clamor consumado. Dios no condiciona. El cuerpo con cierta temporalidad, el alma con su procesualidad, así como su expresión conjunta no serán eliminados, antes bien serán sobreelevados y hechos capaces, gracias a Cristo, de mostrar la vida íntima de Dios de una manera ahora inefable e incomprensible.

[9] Cfr. I. Falgueras, Esbozo de una filosofía trascendental (I),  Cuadernos de Anuario Filosófico, Universidad de Navarra, Pamplona, 1996, 70 ss.