ESTUDIO INTRODUCTORIO

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

     Tres son los atractivos especiales que adornan a esta Historia de la Filosofía Moderna: el haber sido escrita por un gran filósofo, el contener una amplia referencia a su propia filosofía, y el tener un fuerte carácter crítico respecto de la orientación fundamental de la filosofía moderna, lo que la carga de cierto dramatismo, puesto que al estar incluído su mismo autor en el curso de ella, su crítica tiene el valor de una autocrítica.

 

     En efecto, es ésta una de las escasas Historias de la Filosofía escritas por un protagonista directo de la misma, pues han sido contados los grandes filósofos que han tenido tiempo e interés en historiar el periodo de pensamiento en el que ellos mismos se inscriben. Ciertamente tales Historias carecen de la erudición y riqueza de datos que, en cambio, suelen caracterizar a las escritas con criterios preferentemente históricos, y de cuyos resultados pueden, incluso, servirse aquéllas[1], aunque sigan criterios de índole filosófica. Y así, estas Historias se permiten a veces descuidar el orden cronológico[2] o ceñirse exclusivamente a los autores y doctrinas que consideran relevantes para la continuidad constructiva del curso del pensamiento por ellas examinado[3]; pero, eso no obstante, ofrecen una incomparable ocasión para poder aproximarnos a la comprensión de los supuestos básicos, de la meta final y del modo de pensamiento que comparten los autores del periodo, comprensión que no puede ser alcanzada más que filosofando y sin la que la historia de la filosofía sería el mero lugar geométrico de todos los disparates. Pero, incluso desde una consideración meramente histórica, esta Historia de la Filosofía, por incluir una expresa y extensa referencia al desarrollo del pensamiento de su autor, tiene el singular interés de descubrirnos qué significación atribuye Schelling a su propio filosofar, a la vez que nos proporciona una presentación global del mismo difícilmente mejorable para el fin de una introducción a su pensamiento, que constituye un objetivo primordial de la presente

traducción.

 

     Por último, como digo, la Historia de la Filosofía de Schelling está orlada de cierto pathos intelectual, en la medida en que, habiendo sido su autor uno de los promotores más precoces y geniales de la línea metódica iniciada en la modernidad, se convierte aquí en un fuerte crítico de la misma, y por tanto de su propia filosofía, señalando los problemas no encarados, las limitaciones de la vía moderna y la urgente y necesaria transformación que la pueda guiar a la verdad.

 

     Ese dramatismo latente en la presente obra justifica la ordenación de su glosa, por mi parte, bajo los epígrafes de: argumento, trama, nudo y desenlace, que jalonan esta introducción. 

 

Para elaborar dicha glosa, aparte del texto traducido, me serviré, sobre todo, de los manuscritos Helmes publicados por H. Fuhrmans con el título de Fundamentación de la Filosofía Positiva cuya primera parte constituye un adelanto muy clarificador de la Historia de la Filosofía traducida, y, en la medida en que resulten ilustrativos me servir también, aunque en menor grado, del Prólogo a V.Cousin, y de la Exposición del Empirismo Filosófico[4], obras todas ellas contemporáneas de la que aquí se considera.

   

 

      I. Argumento.

 

 

     La Historia de la Filosofía moderna escrita por Schelling forma junto con la Exposición del Empirismo filosófico la denominada "Gran Introducción de Munich". Ya en el primer periodo de su largo itinerario filosófico había escrito Schelling una breve Historia de la Filosofía con carácter exclusivamente propedéutico cuyo interés residía en ofrecer a los principiantes una cierta preparación para la filosofía; no en el sentido de que la filosofía requiera ella misma, objetivamente, ser preludiada por ningún otro saber, sino por razón de una necesidad subjetiva del aprendiz al que se ha de ayudar a recorrer paso a paso el camino seguido por el espíritu humano en su conjunto para que pueda alcanzar el punto de vista apropiado. Se trata, pues, de un comienzo de valor meramente negativo cuya utilidad reside en remover obstáculos, no en fundar positivamente el saber filosófico[5].

 

     En el breve exordio que antecede a las lecciones para la Historia de la Filosofía Moderna se expresa igualmente su valor propedéutico y se justifica su conveniencia -que no su necesidad objetiva (GP 118)- por el carácter histórico tanto del saber como del aprendizaje. Siendo todo, incluso la ciencia, obra del tiempo (GP 85), resulta conveniente que el científico, a fin de que su investigación sea entendida adecuadamente,  indique en qué momento del desarrollo de la ciencia se inserta ella y a qué meta próxima la dirige. Si, además, consigue mostrar que todavía no ha sido alcanzada la meta última de esa ciencia, estimular en los demás su estudio y el interés por las propias investigaciones. Por otro lado, resulta muy útil para el aprendizaje de la filosofía establecer un primer contacto histórico con los temas filosóficos, así como un primer contacto negativo con la verdad, pues la manera más fácil de descubrir la índole del error consiste en comprobar históricamente cómo los distintos sistemas filosóficos yerran, antes que por lo que afirman, por su carácter excluyente (GP 84,101). 

 

     A estas razones de conveniencia se añade la que tiene sin duda el mayor peso en el ánimo de su autor, a saber: la naturaleza de su propia contribución a la historia del pensamiento. Lo que Schelling estima aportar a la filosofía no es una novedad metódica o temática, sino una mutación de su mismo concepto. Tan grave cambio exige que, con anterioridad e independencia de su valor de verdad -o sea, de su necesidad objetiva-, se muestre la necesidad histórica -o subjetiva- de alcanzar, a la altura de su tiempo, ese nuevo concepto.

 

     El propósito, pues, de esta Historia de la Filosofía es el de ofrecer un desarrollo genético del pensamiento moderno que muestre la necesidad de imprimir un cambio radical en el modo de concebir la filosofía misma (GP 118). Ya en la Historia de la Filosofía del periodo de Würzburg se ensayaba también un desarrollo genético. El curso de la filosofía moderna era resumido allí como sigue.

 

     Los primeros pasos de la filosofía moderna se dieron poniendo el principio de la filosofía en lo real, y dentro de la esfera de lo real se puso primero la identidad, o primer principio, en lo finito (materia), luego se opuso a lo finito lo infinito, proponiendo un dualismo de principios, y por último se alcanzó la absoluta identidad de ambos en lo real. Posteriormente se inició un proceso semejante en lo ideal: primero se puso el principio de lo ideal en lo finito, y luego se propuso -con Kant y Fichte- un dualismo de principios opuestos, de manera que lo único que quedaba por hacer era alcanzar la absoluta identidad de los opuestos en el plano ideal y con ella la absoluta identidad de lo real y de lo ideal, tarea ésta que coincidía con la de la filosofía de Schelling[6].

 

     De manera semejante, en la presente Historia de la Filosofía Moderna Schelling va a proponer un proceso genético que deje al descubierto lo que queda todavía por hacer, para atribuirlo como tarea a su propio filosofar. Sin embargo, y a diferencia de su primera Historia de la Filosofía Moderna, se advierte ahora un claro pesimismo del que son indicio algunos detalles de su breve introducción, como la acusación de reiterado fracaso en alcanzar la meta en las filosofías precedentes, el reconocimiento de la antecedencia histórica del error con respecto a la verdad y la necesidad de un cambio de dirección en el curso de la filosofía. Estos indicios de pesimismo fueron desarrollados con mayor detenimiento en otros cursos de esta misma época, en los que se llega a considerar a los sistemas modernos como sistemas del error, como ruinas colosales o lápidas erosionadas, cuya caducidad viene probada por la experiencia y cuya única ganancia se reduce a agudizar la fuerza del pensamiento mediante un ejercicio meramente formal, pero que carecen por entero de todo valor positivo para la vida (GP 73-74). Lo que tienen en común todos los sistemas modernos, hasta ahora, es su reiterada incapacidad para llevar a cabo su tarea. Lo cual hace sospechar que debe existir en todos ellos un error fundamental, un defecto común. Por eso, quien considere el curso entero de la filosofía moderna se sentir lleno de tristeza por la vanidad de todos los esfuerzos humanos, y llegar a pensar que el error es natural al hombre, que antes de alcanzar la verdad el hombre se ve precisado a agotar el error. Pero también cabe entonces proponerse como tarea inmediata encontrar ese error fundamental y tratar de superarlo.

 

     Por consiguiente, la tarea que encomienda Schelling a sus lecciones de Historia de la Filosofía Moderna es la de mostrar el error básico en que han incurrido los sistemas modernos e indicar cuál deba ser el camino a seguir para alcanzar la meta que aquéllos no supieron conseguir.

 

 

 

 

     II. Trama.

 

 

     El fundador de la Filosofía Moderna es Descartes. El paso inicial de Descartes fue el de romper con toda la filosofía anterior e intentar construir su filosofía desde el principio. Esta radical ruptura tuvo consecuencias negativas y positivas. Entre las consecuencias negativas la primera fue la pérdida para la filosofía de la relación que durante la Edad Media había entablado con la religión positiva. La Escolástica presuponía en su doctrina todo el contenido positivo de la revelación, pero Descartes al apartarse de la Escolástica quiso proporcionar un contenido propio a su filosofía, a la que sólo exigía no contradecir los dogmas de la religión oficial. Por tanto, en la medida en que su filosofía pretendía ser independiente de la religión positiva, en esa misma medida tuvo que caer en lo negativo (178/248 - 179/249; GP 121).

 

     Otra consecuencia desfavorable era la recaída en una suerte de segunda infancia filosófica. La duda sobre las cosas externas ha sido siempre el comienzo de toda filosofía(GP 106), de ahí que Descartes comenzara por la duda. También Tales de Mileto empezó por ahí cuando se preguntó por lo primero y primordial en la naturaleza. Pero a diferencia de Tales, cuya pregunta buscaba un principio objetivo, Descartes se preguntaba sólo por el principio para mí, o principio subjetivo del saber: su duda era una duda subjetiva y basada en razones puramente empíricas, como la experiencia de haber sido engañado a menudo por los sentidos (6/76; GP 124).

 

     Pero, por otra parte, la duda tiene también su lado ventajoso. El verdadero sentido de la duda como método es el sistema, es decir: que no se debe dar por verdadero nada antes de conocer su conexión con lo demás. No se trata por tanto de una auténtica duda, sino más bien de dejar de lado todas las demás verdades en tanto no se descubra el principio fundamental del que dependen (7/77). En un verdadero sistema nada está aislado, sino que se da la concordancia o simpatía general de todas la partes. Y, además, esa unión de todas las partes ha de ser producida por el movimiento del objeto mismo, no por la habilidad subjetiva del filósofo (30/100 y 32/102). Por eso no se puede desarrollar la filosofía por capítulos o por parágrafos independientes, como ocurría en la antigua metafísica, y aún menos puede pretenderse que en la verdadera filosofía existan doctrinas o frases particulares: toda proposición es falsa en la misma medida en que es expresada como proposición (61/131 y 63/133; GP 119-120). En pocas palabras, la filosofía es esencialmente sistema (GP 119) o filosofía real, y sólo los modernos han sabido entenderlo así, a la par que proponerse realizarla como tarea.

 

     Y también la vuelta a los comienzos tuvo, por su lado, consecuencias favorables. Concretamente trajo consigo el replanteamiento del problema del comienzo, que es el problema primero y decisivo de todo filosofar, hasta tal punto que la propia filosofía puede ser definida como la ciencia que comienza absolutamente por el principio. Al desentenderse de los complejos desarrollos alcanzados en las Edades Antigua y Media, la filosofía moderna pudo centrarse en el que había de ser su único gran problema, el problema del comienzo. La dificultad de dicho problema es, sin duda, grande, pero la fecundidad de su solución es mayor aún, pues el que empieza bien ha realizado ya la mitad del trabajo (GP 102).

 

     El carácter empírico y subjetivo de la duda cartesiana llevó a este autor a creer encontrar lo indubitable e incondicional en el propio yo pensante, al que en consecuencia situó como principio del saber. Desde luego, Descartes se sintió obligado a sobrepasar el cogito, es decir, a señalar un comienzo en sí (Dios), pero no utilizó este último comienzo más que como garante del cogito o comienzo para mí, por lo que en su filosofía no coinciden el principio del ser y el del conocer (14/84; GP 140). Con todo, la más importante contribución de Descartes a la filosofía moderna, y lo que justifica su inclusión en esta Historia de la Filosofía, no es el cogito, sino su famoso argumento ontológico.       

 

     El argumento ontológico de Descartes incurre al menos en dos claras confusiones: por un lado confunde la esencia con la existencia y, por otro, confunde al Dios de la razón con el Dios de la fe. En efecto, en el susodicho argumento ontológico cartesiano se arguye a partir de la modalidad esencial: el ente absolutamente perfecto no puede ser pensado como ente contingente, sino que sólo puede ser pensado como ente necesario o, lo que es igual, a la esencia del ente absolutamente perfecto le corresponde un ser no contingente, sino necesario. Tras la premisa menor (Dios es el ente absolutamente perfecto) debería concluirse que Dios sólo puede ser pensado como ente necesario o, lo que es igual, que a la esencia divina le corresponde un ser necesario. Pero en ningún caso se seguiría que Dios existe, sino tan sólo que, si existe, habrá de existir según el modo de su esencia, o sea, de modo necesario. Precisamente este Dios cuya esencia no admite más que la necesidad y, por tanto, que no es precedido por posibilidad alguna, es el Dios de la razón, fundamento de todo, pero carente de libertad, Dios ciego, rígido e inmóvil, que por ello mismo no es el ente absolutamente perfecto que anhela el corazón del hombre. Sin embargo, Descartes cree referirse con su argumento ontológico al creador libre (GP 133) de todo cuanto hay, confundiendo de esta manera al Dios de la razón con el Dios de la fe.

 

     Con su doble confusión Descartes ha desorientado a toda la filosofía moderna (GP 127), induciéndola al error fundamental y común a que antes aludíamos y que obliga a una trasformación radical del concepto de filosofía.

 

     Y así Espinosa, mediante una simplificación obvia, llegó a proponer el sistema más sencillo y atrayente de toda la modernidad. Por un lado, prescinde del Dios de la fe y se queda con el Dios de la razón. Si el Dios de la fe coincide con el de la razón sin añadirle nada, bastará con atenerse a la razón y considerar la fe como un sucedáneo suyo, útil sólo para quienes no son capaces de elevarse por encima de la imaginación. Por otro lado, Espinosa hace del principio en sí el único comienzo de su filosofía, unificando el principium cognoscendi y el principium essendi. Por lo que, para él, Dios no es más que el ente que existe necesariamente y la fuente de la que emanan por necesidad (no por libre creación) todos los demás entes.

 

     Espinosa empieza allí donde terminaba la metafísica de Descartes -y también de Bacon (32/102)-: en el primer principio o Dios. Lo primero, aquello antes de lo cual nada puede ser pensado, es la esencia que no puede depender de ninguna otra para existir -de lo contrario no sería lo primero-, sino que envuelve en su mismo concepto la existencia, o sea, que es causa sui. El comienzo es aquello que no puede no ser, aquello que tengo que pensar como existente, y que tengo que pensar no sólo como existente en mi pensamiento, sino como existente in intellectu et in re. Precisamente por eso tengo que pensar el comienzo como lo absolutamente independiente tanto en el orden del ser como en el orden del pensar, es decir, como lo que es en sí  y  es concebido por sí, como lo que no necesita de ninguna otra cosa para ser ni para ser concebido: como substancia absoluta. Al ser absolutamente independiente, nada puede limitar a esa substancia, que por lo tanto ser única e infinita, y se dará a sí misma todo cuanto tiene y necesita, aunque de modo automático y ciego.

    

     Tan integral e inmediata es esa necesidad -de pensar que la esencia primera existe-, que no puedo pensar que quede algo de la esencia sin haber transitado a la existencia, alguna posibilidad que no haya pasado a la realidad, alguna potencia que no se haya hecho acto, alguna fuerza causal que no haya sido llevada a efecto, algún pensar que no haya sido ya pensado. De manera que Espinosa encuentra la substancia ya acabada, perfecta e inmóvil con anterioridad e independencia de su propio pensamiento, al que no le cabe otro remedio que reconocerse ya enteramente pensado o producido necesaria y eternamente en el entendimiento infinito por la substancia en cuanto que res cogitans. Y lo mismo que su pensamiento, todas las cosas que existen (el mundo) son una consecuencia de la existencia de Dios (47/117 y 42/112), es decir, se siguen de la esencia o naturaleza divina con la misma necesidad que la existencia: son meras emanaciones lógicas (51/121) de la esencia de Dios.

 

     Este Dios ciego, sin libertad, movimiento ni vida es el centro en torno al cual se mueve toda la filosofía moderna, la prisión del pensamiento de la que en vano, hasta ahora, han intentado evadirse todos los sistemas de la modernidad (34/104). De ahí que, si bien es incompleto y deja sin explicar cómo puede aparecer lo finito en lo infinito, el sistema de Espinosa contenga en germen todos los desarrollos posteriores, y que no sólo sea estimulante y digno de estudio (40/110), sino insuperado e imprescindible para quien quiera alcanzar la perfección en filosofía (36/ 106).

 

     El primer gran filósofo que siguió a Espinosa en el curso del pensamiento moderno fue Leibniz. Aunque ya muy pronto creyó encontrarse en la doctrina de Leibniz el antídoto contra el espinosismo, la verdad es que su relación con Espinosa es más la de un intérprete conciliador que la de un adversario. Schelling distingue entre el Leibniz de la Monadología y el Leibniz de la Teodicea. A pesar de las apariencias, la doctrina de las mónadas concuerda en lo básico con la filosofía de Espinosa, ya que concibe la producción de las mónadas como una emanación natural a partir de la mónada suprema, que es también aquí la esencia que no puede no ser. Las diferencias fundamentales entre la doctrina de las mónadas y la de Espinosa se reducen, según Schelling, a dos. Por un lado, Leibniz en su consideración de la naturaleza descendió a más detalles que Espinosa, distinguiendo tres tipos de mónadas (la durmiente, la soñante y la vigilante), con lo que daba el primer paso para establecer una sucesión de grados dentro de la unidad esencial de aquélla. Por otro lado, al sostener el monismo esencialmente pensante de las substancias, eliminaba la dualidad pensamiento-extensión conservada en el espinosismo como germen de un desarrollo especulativo posterior, por lo que trasmitió a su época y a la siguiente un espinosismo atrofiado, una filosofía carente de sentido especulativo.

 

     La Teodicea tiene también como referente implícito constante a Espinosa, pero con el propósito de evitarlo. En esta obra, que Schelling estima aquí[7] como la más seria de Leibniz, se afirma el comienzo del mundo en el tiempo, a la vez que la existencia de un tiempo anterior al comienzo del mundo, y así se presupone la creación libre del mundo por parte de Dios, pero dejando completamente infundada tal presuposición (56/126-57/127). Si, además, se tiene en cuenta que, para Leibniz, Dios está sometido por su propia naturaleza a la necesidad moral de elegir el bien, e incluso lo mejor, ¿no se deber también la aparentemente libre decisión de crear el mundo a la intrínseca necesidad de su naturaleza? Según Schelling, indudablemente sí (57/127-58/128). De manera que también esta obra puede ser entendida como una versión suavizada y conciliadora del espinosismo.

 

     En definitiva, puesto que la esencia de todo racionalismo es la negación de la libertad en Dios (58/128), Leibniz no hizo otra cosa que mitigar el racionalismo objetivo de Espinosa con un racionalismo puramente subjetivo que volvía de nuevo a la Metafísica medieval, y daba pie así a la filosofía de Wolff o Escolástica moderna, coincidente en lo esencial, para Schelling, con la Escolástica del medievo (60/130). De esta manera se perdía por el momento el espíritu revolucionario de la modernidad introducido por Descartes y que consistía, como ya se indicó antes, en el desarrollo de una filosofía real, o dialéctica objetiva, en la que es el objeto mismo el que por su movimiento produce el sistema de la ciencia (30/100).

 

     La amplia consideración que dedica Schelling a la Escolástica es justificada por él por dos razones, una de hecho y la otra de conveniencia: de hecho, la Escolástica había sido hasta este momento la única filosofía oficial y pública, o sea, la que gozaba entonces del consenso general, meta natural de toda teoría filosófica (124/194); pero, además, su dialéctica subjetiva resulta útil como preparación para una filosofía superior (71/141).

 

     En general, la Metafísica escolástica partía de un doble presupuesto, a saber: la existencia de ciertas ideas innatas y la existencia de ciertos objetos dados en la experiencia. Las ideas innatas eran la de ser, esencia, substancia, causa, simplicidad, finitud, infinitud, etc. Entre los objetos dados se contaban no sólo los objetos sensibles, sino también el mundo, el alma y Dios. La ciencia consistía entonces en establecer una conexión extrínseca entre ideas innatas y objetos de experiencia. En vez de ser el objeto mismo el que mediante una lógica interna se fuera expresando sucesiva y continuamente en la serie entera y sistemática de lo conocido, era una lógica subjetiva la que intentaba poner en conexión una idea con un objeto en una proposición estable y que, con ello, se consideraba ya demostrada.

 

     En consecuencia, esta Metafísica tenía que tratar por separado los distintos contenidos del saber y así se subdividía en varias ciencias particulares yuxtapuestas entre sí, de las que la primera era la Ontología. Al no ser sistemática ni por el lado de los contenidos ni por el lado de los conceptos, tal Ontología venía a ser un mero léxico en el que se ofrecía las definiciones básicas de los conceptos que se iban a usar posteriormente, y que eran necesarias para comprender lo que seguía. En segundo lugar, se ponía o bien la Psicología racional, que estudiaba la simplicidad y la inmortalidad del alma, o bien la Cosmología racional, que trataba de la creación del mundo, de su finitud o infinitud, de la necesidad o contingencia, de las leyes universales de la naturaleza y del movimiento.

 

     En último lugar venía la Teología racional, en la que se trataba, primero, de la existencia de Dios y, después, de sus propiedades. Respecto de la existencia se proponen en la Escolástica tres pruebas sucesivas, lo que según el parecer de Schelling es indicio de la insuficiencia de cada una por separado. La primera prueba ofrecida era el argumento ontológico, cuyo defecto ha sido ya referido. La segunda era el argumento cosmológico, que, partiendo de la existencia en el mundo de una cadena ininterrumpida de causas, concluye la necesidad de la existencia de una causa primera. Schelling confiesa no haber entendido nunca este argumento, pues si la cadena de causas se identifica con la relación genética de los seres vivos, entonces no cabe dentro de ella la naturaleza inorgánica. Si se entiende esa cadena como integrada sólo por los movimientos naturales, entonces queda fuera de ella la substancia, de la que el movimiento es accidente. Si la relación causal se entiende como dada entre cosas, entonces en vez de cadena causal tendríamos acción recíproca. Y si se entiende aquella cadena como una vinculación de los cuerpos inorgánicos entre sí tal que, desaparecido uno, debieran desaparecer todos, entonces no tendrían cabida en ella los seres orgánicos, cuyas especies pueden desaparecer por separado sin que desaparezcan las otras. Pero, aun admitiendo la posibilidad de dicha serie causal, sólo se podría concluir de este argumento que Dios es causa primera, pero no que sea creador o causa libre.

 

    El último argumento era el físico-teleológico, que concluía la existencia de una causa inteligente, tomando como punto de partida la ordenación final de la naturaleza. Para Schelling tampoco ésta sería una prueba concluyente, pues existen dos tipos de finalidad, la extrínseca o mecánica y la intrínseca u orgánica: en la primera la ordenación procede de fuera de la obra, en la segunda la ordenación final es inherente al organismo. Si se admite el argumento, habría o bien de concluirse la existencia de una inteligencia ordenadora inherente al mundo -cosa que rechaza aquella metafísica-, o bien de admitirse que la forma impresa en la materia por dicha ordenación es extrínseca a ella -cosa que no conviene en absoluto a la naturaleza orgánica-. Por otro lado, el mero concepto de una causa inteligente no es suficiente para satisfacer la idea de un Dios creador, la cual exige que Dios sea causa no sólo de la forma, sino también de la materia del mundo.

 

     Para terminar, se estudiaban las propiedades de Dios, cosa sorprendente, pues según la lógica uno debería haberse cerciorado del concepto de Dios, integrado por esas propiedades, antes de pensar en la demostración de su existencia. Entre dichas propiedades se recogían asistemáticamente tanto aquellas sin las que Dios no sería Dios, o negativas (eternidad, infinitud y aseidad), como aquellas por las que Dios es Dios, o positivas (libertad, inteligencia, bondad, providencia), aprovechando estas últimas para refutar el espinosismo. Pero, sobre todo, se pensaba estar a salvo de Espinosa por haber situado a Dios al final de la Metafísica, creyendo que de ese modo se preservaba la autonomía de las cosas creadas frente a la omnipotencia divina, que -desde Ockham- dejaba reducida toda criatura a la más absoluta impotencia, así como la libertad de nuestras acciones frente a la amenaza de la omnisciencia de Dios. Sin embargo, olvidaban que Dios es, en realidad, anterior y, según Schelling, no posterior a las criaturas.

 

     Con ser un paso atrás en la marcha del pensamiento moderno, el dogmatismo escolástico permitió, no obstante, debido a su racionalismo subjetivo, una cierta libertad frente al objeto en el uso del entendimiento por parte del sujeto filosofante (71/141 y 91/161 en nota), que le daba una relativa superioridad sobre el espinosismo, y que desembocó pronto en la anarquía de la Ilustración, época en la que cada uno se creía en la obligación de hacer su propio sistema.

 

     Lo que Descartes fue frente a la Escolástica medieval, lo fue también Kant frente a la Escolástica wolfiana (60/130). La crítica kantiana en la medida en que exigía, antes de intentar construir la Metafísica, cerciorarse de los materiales de que se dispone y de la capacidad propia para hacerlo, o dicho de modo más sencillo, en la medida en que exigía someter a examen nuestra facultad de conocer antes de pretender conocer algo, en esa misma medida iniciaba -como Descartes- un giro hacia los principios y hacia la seriedad científica, que había de acabar con la anarquía o falta de principios reinante por entonces en la filosofía; en particular, su afirmación de la necesidad y universalidad del conocimiento humano puso coto al sensualismo y al escepticismo. Sin embargo, el modo concreto en que procedió Kant deja mucho que desear, pues su crítica, en vez de anteponer una investigación sobre la naturaleza del conocimiento, suponía como dadas y obvias a la experiencia las facultades cognoscitivas. De este modo, el interés de su pensamiento, lo mismo que el de Descartes, radica más en las cuestiones que suscita que en las soluciones que ofrece, ya que éstas abortaron las esperanzas de mediación entre los conceptos trascendentales del entendimiento puro y el mundo objetivo, que había abierto el dogmatismo.

 

     El resultado final de la crítica kantiana es la imposibilidad de todo conocimiento efectivo de lo suprasensible y con ella la imposibilidad de toda Metafísica. Pero este resultado, por un lado, se quedaba corto respecto de las pretensiones kantianas, y, por otro, las excedía con mucho.   

 

     En efecto, la crítica de Kant iba dirigida de un modo tan exclusivo contra la Metafísica wolfiana que se convirtió en una involuntaria defensa de la misma. El suponía que, si hubiese una Metafísica verdadera, tendría que proponerse exclusivamente -lo mismo que la wolfiana- probar que Dios es creador libre del mundo, que la libertad moral del hombre es compatible con el nexo causal físico, y que la esencia del hombre es inmortal. Por eso no se ocupó en absoluto de satisfacer la primera exigencia que ha de hacerse a la filosofía, a saber, la de explicar la génesis de la naturaleza. Es más, para alcanzar aquellos objetivos, ni tan siquiera reconocía Kant otros medios que los propios del racionalismo subjetivo. Respecto de la existencia de Dios, por ejemplo, no tomó en cuenta, para ejercer su crítica, más que los argumentos antes referidos de la Escuela. De ahí que su crítica, que él creía válida respecto de toda Metafísica, no afectara, en concreto, a la filosofía de Espinosa, la cual tiene un concepto de Dios, como suprasensible, distinto del de la Escuela.

 

     Pero, por otro lado, la crítica kantiana va más allá de lo que él quiere, hasta el punto de llegar a contradecirse. En rigor, esa crítica no sólo hace imposible todo conocimiento efectivo de lo suprasensible, sino que imposibilita incluso todo pensamiento sobre ello, ya que prohíbe la aplicación de los conceptos del entendimiento a lo suprasensible, con lo que entra en contradicción consigo misma.

 

     Y efectivamente, aunque Kant no supo distinguirlos ni relacionarlos entre sí, en su crítica hay dos tipos de suprasensibles: uno es lo extrasensible; el otro, lo propiamente suprasensible. El primero es denominado (incongruentemente) por él la cosa en sí, entendiendo por tal el fundamento inteligible de nuestras representaciones, o la causa desconocida de las impresiones de nuestros sentidos. Si bien esa causa nos es desconocida, no por ello deja de ser pensada por él como un factor necesario de todo conocimiento, para lo cual se requiere la aplicación de alguna de las categorías -la de substancia, si se entiende lo extrainteligible como inferior a lo sensible; o por lo menos la de causalidad, si se entiende como superior a lo sensible-. Pero Kant sostiene que la cosa en sí no cae ni bajo la forma del espacio ni bajo la del tiempo, y no puede recibir ninguna de las determinaciones conceptuales del entendimiento, por lo que no se le pueden aplicar los conceptos de substancia o accidente, de causa o efecto, etc., en cuyo caso tampoco podrá ser para nuestro pensamiento más que una nada. Y así, además de contradecirse -puesto que la cosa en sí es pensada por él- y dejar la experiencia tan inexplicada como lo estaba en el dogmatismo, suscitó inevitablemente problemas -como el de las relaciones entre la cosa en sí y el sujeto cognoscente- que no supo ver y, menos aún, resolver.

 

     El segundo tipo de suprasensible comprende los que Kant considera como los verdaderos temas de la Metafísica, a saber, Dios, la inmortalidad del alma y la libertad. Son éstos ideas de la razón o términos de nuestra tendencia cognoscitiva que no forman parte de ninguna experiencia posible, pero por ello mismo han de ser pensados como factores del conocimiento, anteriores a él e indeterminables por las categorías del entendimiento, es decir, como objetos teóricamente incognoscibles. Luego Kant los piensa como elementos necesarios del conocimiento, es decir, como objetos no de un conocimiento efectivo, sino de un pensar necesario, ni más ni menos que como lo había hecho la Metafísica de Wolff. Y lo que es más, después de haber anulado la idea de Dios como objeto del conocimiento teórico, en la Crítica de la Razón Práctica esa misma idea es convertida en objeto de fe, lo que exige que al menos pueda ser pensada. Sin embargo, ¿cómo podremos pensarlos, si no es bajo alguna de las categorías?, ¿qué queda de la idea de Dios, si no lo pienso por lo menos como substancia o causa? De nuevo, como es palpable, vemos a Kant caer en contradicción, pero también le vemos suscitar problemas que sólo serían captados y solubles después de él. En efecto, las ideas son independientes de toda experiencia y, en ese sentido, a priori, pero por otro lado no pueden ser a priori como los conceptos del entendimiento, que lo son respecto de la experiencia fenoménica, por lo tanto son unos conceptos a priori relativamente a nada. Más aún, sólo venimos a descubrirlas en su verdad por experiencia interna, como tendencias naturales nuestras. Los contenidos mismos de la Crítica de la Razón Pura están tan radicalmente tomados de la experiencia que, si pudiéramos preguntar a Kant si el conjunto de su filosofía es una ciencia a priori o a posteriori, no tendría ninguna respuesta unívoca al respecto. Sólo la exigencia de un sistema que lo dedujese todo de un único principio y en un desarrollo continuo podía plantear semejante cuestión.

 

      Sin embargo, el impulso de rigor introducido por el espíritu crítico de Kant en la filosofía produjo un efecto tal que cambió el curso de la misma, justificando que pueda considerársele como instaurador del moderno filosofar. Aunque no se sabía adónde se había de llegar, aquel impulso produjo el convencimiento de que el camino era seguro y de que existía un objetivo último digno de ser alcanzado. Por eso, en realidad, desde Kant no ha habido varios, sino un único sistema: lo que a los observadores externos parecía una rápida sucesión de sistemas, no era más que la rápida sucesión de los momentos del desarrollo y formación de un único sistema que a través del conjunto de sus sucesivas manifestaciones tendía hacia configuración final suya y de la modernidad. Y tal rapidez y universalidad es lo que singulariza a esta época respecto de todas las anteriores.

    

     Indudablemente, el efecto inmediato más llamativo que produjo Kant fue el giro de la filosofía hacia lo subjetivo, que abrió de modo imparable el camino hacia el idealismo. Pero, como suele ocurrir, el efecto más profundo del kantismo no fue siquiera vislumbrado por él. En realidad, la filosofía de Kant obliga a discernir entre lo positivo (experiencial) y lo negativo (a priori), de manera que si bien sus seguidores inmediatos desarrollaron por imperativos del sistema el lado negativo del saber, en la crítica kantiana quedaba a salvo la consideración de lo positivo, sólo que ahora, una vez consumada la aventura de la razón negativa, puede aparecer lo positivo con total independencia de lo negativo y transfigurado en una forma nueva y definitiva de filosofía, la filosofía positiva, cuyo contenido coincide con lo que perseguía la antigua Metafísica y que, como se dijo, Kant tuvo siempre en el centro de su intención.

    

     Pero, como digo, el paso siguiente al giro crítico kantiano fue que, eliminando la cosa en sí, sólo quedase el sujeto como principio último del saber, y este paso fue dado por Fichte cuando afirmó que el yo de cada uno es la única substancia.

 

     Fichte reivindicó para las representaciones del mundo exterior la misma autonomía que Kant había reconocido para la autodeterminación moral, de manera que el yo de cada uno no sólo se pone a sí mismo como moralmente libre, sino como conciencia de sí. El acto por el que el yo se autopone ha de ser, como en Kant, trascendental, es decir, anterior a toda conciencia empírica, por lo que con él queda también puesto el universo cognoscitivo entero: ese acto es el comienzo intemporal y eterno de sí mismo y del mundo.

 

     Las ventajas de este idealismo trascendental eran, según Schelling, la de restablecer y afirmar la libertad del sujeto filosofante frente al objeto -perdida por Kant-, y la de escapar, aparentemente, a las dificultades de explicación del mundo objetivo, o sea, al inevitable dualismo entre sujeto y objeto en el saber, mediante la unificación del principio de explicación de todo: el yo que se autopone y es comienzo absoluto del saber y del hacer.

 

     Con la proposición central de su sistema "todo es solamente por el yo y para el yo", el idealismo de Fichte alcanzó, pues, la inversión perfecta del espinosismo, oponiendo al objeto absoluto de Espinosa, que niega todo sujeto, un sujeto absoluto que pone activamente incluso su propia negación (el objeto), y substituyendo el ser inmóvil de la substancia (Dios) de Espinosa por la acción absoluta del sujeto humano, el cual -lo mismo que la substancia lo contiene todo eternamente- lo pone todo (pasado, presente y futuro) en un solo acto eterno.

 

     Sin embargo, Fichte había dejado incompleta su tarea, pues si bien había afirmado rotundamente el carácter principial del yo respecto del mundo objetivo, no se paró a establecer detalladamente cómo es puesta por y para el yo la naturaleza, o mundo exterior, con todas sus determinaciones, tanto necesarias como contingentes. El habría podido comprobar que las cosas exteriores son al menos mediaciones respecto del acto de autoposición, pero se detuvo en la mera consideración negativa del mundo objetivo; para él, es como si todas la diferencias del mundo exterior se redujeran a la pura oposición al sujeto, sin que considerara necesaria una deducción que, yendo más allá de lo general, llegara hasta lo particular. La experiencia quedó por completo marginada de su sistema, que fue construído todo él con la sola reflexión.

 

     Tal omisión le impidió descubrir las limitaciones y defectos de su sistema, pues en efecto ningún idealismo, por obstinado que sea, puede pretender que las determinaciones del mundo objetivo sean puestas libre y voluntariamente como tales por el yo, ya que son demasiadas las cosas de aquél que nos sorprenden y que contradicen nuestra voluntad. Ni el idealista más radical puede dejar de pensar que, en lo referente a las representaciones del mundo exterior, el yo es dependiente, si no de una cosa fuera de él, al menos de una necesidad interna, de manera que ellas no pueden ser producto de una voluntad libre, sino de la naturaleza necesaria del yo. Fichte fue insensible a este problema, negando en abstracto la necesidad y desarrollando sólo una reflexión contingente.

 

     El descubrimiento de esta dificultad ponía de manifiesto, a la vez, un dato decisivo: si mi yo no produce libremente el mundo exterior, su aparición ante mi conciencia ha de ser tan originaria como el yo consciente mismo. Con ello se hacía patente que el dualismo sujeto-objeto no estaba verdaderamente superado, y que había de irse más allá del yo consciente para establecer el principio común del mismo y de la naturaleza.  

 

     El joven Schelling, que sólo intentaba en principio desarrollar y completar el sistema fichteano, supo descubrir el mencionado problema junto con sus implícitos e intentó conciliar la innegable necesidad del mundo objetivo con la substancialidad del yo fichteano, o lo que es igual, poner de acuerdo el idealismo de Fichte con la realidad. A ese fin, urdió la hipótesis de un pasado trascendental del yo respecto de la conciencia actual: una actividad inconsciente que llega a constituir la conciencia y en ese momento cesa, dejando como único testimonio de sí los monumentos silentes de la objetividad con los que inexplicable y necesariamente se encuentra la conciencia nada más ser puesta. El carácter inconsciente de la actividad del yo, introducía, por un lado, -al estar vinculada la conciencia a la individualidad- un yo no individual, absoluto y común, que es igual y general para todos los individuos, los cuales son efecto suyo; y explicaba, por otro, la necesidad y opacidad de las representaciones del mundo exterior, en las que cada uno cuenta de antemano y a priori con el consenso de todos los sujetos individuales.

 

     En congruencia con lo anterior, la tarea que inmediatamente sale al paso a la filosofía es la de recorrer en sentido contrario el camino de la génesis de la conciencia: partiendo de la conciencia y apoyándose en las reliquias de la actividad inconsciente -o sea, en el mundo objetivo- descubrir conscientemente la actividad inconsciente que la produjo. Filosofar será, pues, recordar o traer a la conciencia lo que el yo inconsciente hizo y padeció en sí mismo hasta engendrarla, reuniendo así en unidad espíritu y naturaleza. De manera que el propio Schelling no tiene inconveniente en reconocer el tinte platónico-romántico de estos sus primeros esbozos filosóficos.

 

     Aunque los inicios filosóficos de Schelling se produjeron dentro del marco de la filosofía de Fichte, la originalidad de sus planteamientos y enfoques fueron abriendo camino a una nueva filosofía, que si en principio caía fuera de sus propósitos, más tarde hizo patente su diferencia. Como adelantos de su futuro filosofar destaca él mismo en esta etapa inicial, primero, su tendencia hacia lo histórico, al proponer -como hemos visto- una especie de historia trascendental del yo, cuyo camino ha de ser recorrido por la anámnesis filosófica; y, después, sobre todo, el descubrimiento del método que será el alma de su posterior filosofía. 

 

     Este último hace su primera aparición en la que Schelling considera la obra capital de este periodo, el Sistema del idealismo trascendental. En esta obra intentó introducir por primera vez en filosofía un desarrollo histórico: la filosofía era toda ella, para él, la historia de la autoconciencia y fue dividida formalmente en épocas, concretamente en tres épocas que iban: 1.- de la sensación originaria a la intuición productiva; 2.-de la intuición productiva a la reflexión; y 3.- de la reflexión hasta el acto de querer absoluto. El progreso entre estas tres épocas tiene lugar, precisamente, según el nuevo método, de manera que el hallazgo del método está intrínsecamente relacionado con el desarrollo histórico. Schelling compara su método con el método socrático, en el que hay un alumno y un maestro: en los dichos del alumno se contiene implícitamente más de lo que el alumno sabe, por lo que toca al maestro ayudar al alumno a tomar conciencia de lo que no sabía al principio, pero estaba ya implícito en lo sabido desde el principio. De igual manera, en El sistema del idealismo trascendental se distingue entre un yo objetivo o productivo y un yo filosofante o reflexivo. Cada momento del proceso pone o produce una determinación en el yo objetivo, pero no para el yo objetivo, sino sólo para el filosofante. El progreso consiste en que en el momento siguiente, gracias a la mediación del yo filosofante, lo que estaba sólo puesto en el yo objetivo pasa a estar también puesto para el yo objetivo. De esta manera el yo objetivo llega a ser, al final, igual al yo filosofante o subjetivo. Aunque el método mencionado es utilizado sólo en una parte de la obra, debido todavía a la limitación del mismo, sin embargo en él se contiene ya lo esencial del método futuro, a saber, que lo puesto de modo sólo subjetivo en el momento precedente pasa al objeto en el momento siguiente.

 

     En realidad, pues, bajo el velo del pensamiento de Fichte, la innata capacidad filosófica de Schelling había ido configurando las líneas fundamentales del que habría de ser su propio sistema.

 

     Schelling resume la novedad de su sistema en dos puntos, uno referente a Fichte y otro a Espinosa. Por relación a Fichte, su comienzo no es el yo humano, sino el yo infinito o el sujeto en general, que es la única certeza inmediata. Por relación a Espinosa, la infinitud de ese sujeto es tal que nunca puede dejar de ser sujeto, es decir, que nunca puede resolverse en mero objeto, cosa que le sucedió a aquél por un acto del pensamiento del que no supo darse cuenta. Dicho de modo más compendioso: por ser infinito el yo de Schelling es un yo real (no meramente para mí), pero, por ser del sujeto, esa infinitud no puede ser real en sentido positivamente objetivo. Así pues, si Espinosa representaba la cima del pensamiento moderno en el orden de lo objetivo o real, y Fichte representaba lo mismo en el de lo subjetivo o ideal, la nueva filosofía de Schelling venía a ser la síntesis unitaria de lo real y de lo ideal, tal como él mismo expuso en su primer esbozo de Historia de la Filosofía, que se contiene en la Philosophische Propädeutik de 1804[8].

 

     En este sentido, Schelling sigue pensando que el nombre que mejor cuadra a su primer sistema filosófico es el de "real-idealismo", en cuanto que en él el idealismo se desarrollaba a partir del realismo. El nombre de Filosofía de la Naturaleza, que también recibió, no era por completo falso, aunque sí parcial, pues era una denominación tomada de lo que, como veremos, ocupaba el primer lugar en el sistema, y que por ello mismo era lo subordinado, pero sólo correspondía a una parte o lado del sistema total, el cual incluía también la Filosofía del Espíritu[9]. Por eso, en la introducción a la primera exposición del nuevo sistema, prefirió llamarle Sistema de la Identidad absoluta, pensada como la identidad de lo real y de lo ideal. Pero dicha denominación fue, a su juicio, mal interpretada y mal utilizada por algunos, como si con ella se quisiera afirmar que todo es lo mismo (107/177).

 

     A continuación compendio la exposición propiamente dicha de este su primer sistema.

 

     En el principio el yo infinito en su pura substancialidad es sólo sujeto, carece de ser objetivo o real, es decir, de existencia distinta de la esencia. Sin embargo, de la misma naturaleza de ese yo infinito se sigue que él se haya de querer a sí mismo como algo, es decir, que se objetive. La objetividad es algo contingente y añadido, pero que inevitablemente atrae al sujeto infinito hacia sí. Y lo atrae inevitablemente, porque siendo él lo único que hay, está en sí, pero no es para sí, no está presente a sí mismo, es decir, no es objeto para sí, está privado de sí. La autoatracción no es sino un deseo u orexis de identidad cognoscitiva, una voluntad de saberse, un quererse a sí mismo que se genera a sí mismo en el ser (objetivo) y durante ese trayecto lo genera todo. Sin la autoatracción no hay vida ni acción y el sujeto infinito sería como nada. La autoatracción o tendencia a la autoposesión cognoscitiva es, pues, el desencadenante del proceso que genera toda la realidad y la idealidad.

 

     Sin embargo, al ponerse a sí mismo, al pasar a existir fuera de su esencia, por una fatal necesidad el sujeto absoluto se pone como otro que sí. Lo mismo que la candidez y la gracia se pierden automáticamente cuando el sujeto se da cuenta de que las posee, así el sujeto originario pierde, al conocerla, la naturalidad de su relación con su ser originario (ser de la esencia) y experimenta su existencia como algo distinto, añadido o contingente. Concretamente, al ponerse primeramente como objeto, el sujeto absoluto se finitiza. La finitud, o desigualdad respecto de sí, es la contingencia originaria del ser infinito, cuando se autoatrae. 

 

     El sujeto infinito puede quererse a sí mismo, puede querer autoponerse para sí, pero le está vedado el poder hacerlo inmediatamente, y con ello se cierra el paso a la tentación inicial del espinosismo. Cuando se quiere a sí mismo, aparece ante sí como otro al que, en su desemejanza consigo, sólo puede querer como medio para conocerse a sí mismo. Pero lo que adquiere a través de ese medio es, más bien, la conciencia de que él no es lo que aparece en su primera objetivación. Al afirmarse en su diferencia, el sujeto absoluto supera la primera objetivación y se conoce ahoracomo sujeto in-finito, pero con una infinitud por completo relativa a la finitud negada. De manera que al volver sobre sí el sujeto absoluto adquiere un conocimiento reduplicativo de sí mismo como lo que es, y en este sentido se ha elevado a una potencia superior de sí mismo (A2), pero este grado, en la medida en que es relativo a la mediación negadora de la primera objetivación está todavía en tensión diferencial con el sujeto originario.

 

     El límite y la dualidad fueron así introducidos dentro del propio sujeto absoluto, sentándose la base de un proceso ulterior necesario, puesto que dicha tensión diferencial ha de ser necesariamente superada por el sujeto absoluto para volver a sí mismo: justamente porque el sujeto no puede nunca ser mero objeto, el movimiento comenzado como autoatracción tiene que progresar hacia la subjetividad perfecta y reflexiva. Pero en este proceso no es el sujeto humano o filosofante el que se mueve y media entre las distintas objetivaciones, sino el propio sujeto absoluto, por lo que el método se hace también inmanente al asunto considerado. Además, la tendencia hacia lo objetivo es sólo medial y por eso se agota cuando se alcanza la subjetividad como conciencia absoluta. De manera que, en definitiva, el proceso real y el ideal coinciden y dan lugar a un despliegue finito del saber en el que el sujeto absoluto realiza su propio autoconocimiento.

 

     Los pasos concretos del mencionado proceso son resumidos por Schelling en las siguientes determinaciones capitales:

 

     1.-La primera objetivación del sujeto absoluto es la materia, no la materia sensible misma, sino la materia o el elemento de toda materia, incluída la sensible. Esta materia primordial no es sino el primer ente no libre, el primer ser realmente algo en general.   

 

     2.-Al conocer la diferencia de su objetivación primera respecto de sí, el sujeto absoluto niega la materia, afirma su nada, pero como una nada relativa a la materia y real como ella, como la subjetividad o idealidad de la materia. La idealidad real que se opone a la materia es la luz. La luz no es materia ni un accidente de la materia, sino el concepto real de la materia, o sea, una substancia ideal o una subjetividad física. Es la  segunda autoposición o potencia del sujeto absoluto.

 

     3.-Aunque materia y luz se oponen como objeto y sujeto, la luz tampoco es la subjetividad absoluta, por lo que el sujeto absoluto tiende a superarla, para lo cual se requiere superar la oposición materia-luz en un tercero que los unifique. Pero la materia se resiste a ser eliminada como opuesto y da lugar a una gradación de momentos, accidentales para la misma, cada uno de los cuales está más cerca de la unificación de ambos: son el momento magnético, el momento eléctrico y el momento químico. Finalmente, cuando la resistencia es vencida y la materia pierde su independencia frente a la luz, sobreviene la vida. La vida es la potencia tercera, el espíritu o sujeto absoluto que afirma, a la vez, a la materia y a la luz como potencias suyas y a sí mismo como superior a ambas. Sin embargo, este triunfo se obtiene también gradualmente, puesto que la unidad de los opuestos no los elimina, y así comienza comportándose en parte subjetivamente, hasta alcanzar el perfecto equilibrio sujeto-objeto.

 

     4.-Sin embargo, tampoco la vida orgánica es el sujeto absoluto, por lo que, aunque con ella se cierra el ámbito de lo real o mundo objetivo, aquél vuelve a afirmarse frente a ella como lo ideal o subjetivo que está en su ámbito frente a la totalidad de lo real, es decir como saber. Aquello cuyo ser es saber es el alma inmaterial, y asimismo el hombre es el punto en el que se unen el final de la naturaleza y el comienzo del espíritu.

 

     El hombre es, pues, la cuarta potencia del sujeto absoluto que ahora se despliega en su reino, pero al hacerlo vuelve a recorrer los mismos pasos que recorrió en su comienzo primero.

 

     5.-En efecto, cuando el sujeto absoluto se autoatrae en lo ideal se hace hombre. El hombre es conciencia o saber finito, por tanto, cuando el sujeto absoluto se hace hombre, se hace saber finito y se ve forzado a participar en todas las determinaciones, relaciones y limitaciones propias del saber finito, o, lo que es igual, se enreda en la necesidad ideal propia del conocimiento consciente humano. Aquí se recogía, convenientemente corregido, todo el contenido de la crítica kantiana de la razón, o sea, la independencia de los contenidos sensibles u objetivos respecto de los principios puramente formales de la subjetividad. 

 

     6.-El sujeto absoluto que en su elevación por encima de toda la naturaleza era esencialmente saber infinito y completamente libre, no podía reconocerse a sí mismo en esta su primera objetivación o existencia ideal, por lo que había de negarla y autoafirmarse como infinito y libre en su respecto. Si la finitud y la necesidad tienen que ver con el conocer humano y sus objetos, la libertad o infinitud tienen que ver con el hacer, por donde se venía a parar en la filosofía práctica, en la que se trataba de la libertad moral del hombre, de la oposición entre el bien y el mal y del sentido de dicha oposición.

 

     7.-Finalmente, la oposición entre la necesidad y finitud del primer momento y la libertad e infinitud del segundo había de ser superada también por el sujeto absoluto, reuniéndolas en unidad. Este momento supremo en el que necesidad y libertad se hacían compatibles era la historia. En efecto, es innegable que el hombre es responsable moralmente de sus acciones y que sus acciones constituyen la trama de la historia. Pero también es innegable que no somos responsables de las consecuencias que deriven de nuestras acciones para el resto de la humanidad, y que en la historia está implicada toda la especie. De manera que, si ha de ser la historia un proceso racional, habrá de admitirse que las consecuencias de nuestras acciones se rigen por una legalidad más alta que la mera libertad del individuo. Esa legalidad que guía a la historia por encima de nuestras decisiones personales no puede ser una necesidad ciega, dado que no anula la libertad, sino que la concilia consigo, y por tanto no es sólo relativamente libre -como la libertad humana-, sino libertad absoluta, providencia y sujeto que nunca puede devenir objeto. Naturalmente tal sujeto se sitúa por encima del saber y por encima de todo, y todo le está sometido, siendo indiferencia pura, justo como al principio, pero mostrándose ahora como lo que ya desde entonces era.

 

     8.-Puesto que el sujeto absolutamente libre es por naturaleza inaccesible, en cuanto que nunca puede llegar a ser objeto, sólo puede entrar en relación con la conciencia en la forma de una mera manifestación, en la que la conciencia humana se comporta como mero órgano o instrumento, pues Schellling entiende por mera manifestación una actuación no inmediata, sino ejecutada sólo por medio de otro.

 

     Tres son las actividades humanas en las que se manifiesta el sujeto absoluto y trascendente, el arte, la religión y la filosofía. En la actividad artística por la que el hombre es capaz de producir un mundo propio, el sujeto absoluto se muestra como genio del arte que domina la materia en las artes plásticas, que crea la materia artística misma en la poesía, y que une poesía y arte plástica en la tragedia, en la que el espíritu del artista juega el papel de la providencia. En la actividad religiosa, en vez de una actividad productiva, el hombre tiende a poner todo lo que es en relación con el sujeto supremo, quedando éste de manifiesto como aquello ante lo que todo se reduce a nada. Por último, en la filosofía se reúne la objetividad del arte y la subjetividad de la religión, pues ella reproduce idealmente y paso a paso todo el proceso creador mismo, pero sin detenerse en ninguna criatura, para poder remitirlo todo realmente al sujeto supremo que la sobrepasa por completo y que se le manifiesta como Dios, alcanzando así su meta y su descanso sabático.

 

     A esta exposición de su propio pensamiento se le ha objetado, no sin razón, que no se corresponde exactamente con ninguna de las anteriormente hechas por él (Escritos de Würzburg, Lecciones Privadas de Stuttgart, Lecciones de Erlangen), y sólo a retazos concuerda con las múltiples y temáticamente dispersas obras de este periodo de su pensamiento. Es ésta una objeción que nace de criterios historiográficos y no tiene en cuenta los criterios específicos del presente escrito de Schelling. Ya indiqué al principio que la Historia de la Filosofía de Schelling obedece a criterios especulativos propios, es decir, está escrita por un filósofo, no por un historiador. Para Schelling no tiene interés repetir con fidelidad literal las etapas de su pensamiento anterior, cuya unidad verdadera no reside en sus expresiones fragmentarias, sino resumir el sentido y el alcance del mismo con la mira puesta en el futuro, o sea, en la necesaria prosecución del filosofar hacia la verdad. En pocas palabras: Schelling compendia su orientación fundamental en el pasado y el juego de posibilidades máximo a que ella podía dar lugar. Pero, aun dentro de este enfoque especial, su exposición no carece de valor histórico-filosófico, pues, aunque, entre otras licencias, puedan observarse ciertas adaptaciones que la asemejan a la filosofía hegeliana, lo cierto es que en ella no se retoca todavía la filosofía anterior, o negativa, para adaptarla a la nueva, o positiva[10]. Teniendo, pues, en cuenta el carácter generalmente unilateral de sus escritos, debe ser considerada ésta como la exposición más unitaria y completa de su primera filosofía.

 

    

 

     III. Nudo.

 

 

     La primera filosofía de Schelling abarcaba todo lo conocible, sus contenidos eran descubiertos por el movimiento del pensamiento en general, o sea, con un método puramente objetivo, y eran ordenados en la forma de un proceso; en pocas palabras, constituía un sistema perfecto que -según él mismo- parecía imposible que fuera falso, hasta el punto de suscitar una acogida entusiasta por parte del público, acogida que ni antes ni después ningún otro sistema volvería a encontrar.

 

     Sin embargo, muy poco tiempo después de la aparición del primer sistema de Schelling hizo acto de presencia en el escenario filosófico el pensamiento sistemático de Hegel. Como ya nos había anunciado Schelling, las filosofías postkantianas son en realidad distintos momentos del desarrollo y formación de un único y mismo sistema (74/144 en nota), de manera que lo mismo que Schelling había intentado desarrollar y perfeccionar el pensamiento de Fichte, dando lugar, a una filosofía propia, así también Hegel se propuso elaborar y llevar a su forma perfecta la Filosofía de la Identidad de Schelling, aunque en realidad no pasó de ser un mero episodio (128/198 final) para el verdadero desarrollo posterior de la filosofía.

 

     La exigencia radical del pensamiento de Hegel era la de retrotraer la filosofía al pensamiento puro, tomando al concepto como único objeto inmediato. Aunque sea falso que el concepto sea el único contenido del pensamiento, es verdad que todo lo que es está en la Idea, pues lo que no tiene sentido no puede existir nunca ni en ninguna parte. Y precisamente por eso, es verdad también que el pensamiento puro o meramente lógico es aquello sin lo cual nada podría existir, pero de ahí no se sigue que todo exista por lo lógico. De manera que todo puede estar contenido en la Idea sin que nada sea explicado en su existir concreto por la mera Idea (143/213).

 

     Una cosa es que la filosofía conste sólo de pensamientos, y otra es que esos pensamientos hayan de versar sólo sobre pensamientos (142/212). Sin embargo, para Hegel, se ha de comenzar la filosofía por ese retraimiento al pensar puro, o sea, se ha de empezar por la Lógica, puesto que, para él y sus seguidores, pensamiento puro es el que contiene meros conceptos, y retraerse al puro pensamiento significa sólo decidirse a pensar sobre el pensar (141/211). De esta manera, los conceptos eran sacados del lugar que ocupaban en el sistema de Schelling, que era su lugar natural, a saber, eran sacados de la conciencia humana, y eran antepuestos a la Filosofía de la Naturaleza y convertidos en el comienzo del filosofar (140/210).

 

     Este cambio de orden no anula la necesidad de buscar un comienzo objetivo -lo mismo que en el sistema de Schelling, que era su modelo  y  presupuesto-  sólo que ese comienzo es pensado  por Hegel como la negación de todo lo subjetivo,  o sea, como el concepto más objetivo de todos, a saber: el del ser puro o limpio de todo sujeto (131/201). Este concepto del ser no es ni el ser de la esencia ni el ser de la existencia, sino el ser en general, concepto que toma de la Escolástica (wolffiana), pero que en realidad no sólo está completamente vacío de toda determinación o contenido, sino incluso vacío de toda realidad efectiva, pues no hay ningún ser en general, ya que todo ser es siempre y necesariamente un ser determinado (133/203).

 

     En su elaboración particular de la filosofía del primer Schelling, Hegel introdujo en la Lógica el método de la Filosofía de la Naturaleza (138/208). En efecto, lo mismo que en ésta el sujeto absoluto inicia un movimiento en el que se va elevando cada vez a una potencia más alta de la subjetividad hasta llegar al sujeto puro, que ya no puede objetivarse, sino que permanece por entero cabe sí; de la misma manera el concepto hegeliano inicia un movimiento, que también es llamado proceso, en el que pasa por diversos momentos hasta llegar a concebirse a sí mismo, incluyendo en sí todos los momentos anteriores (137/207).

 

     La violencia que entraña dicha trasposición metódica, al intentar aplicar a lo puramente lógico un método que había sido pensado para la naturaleza y que en todo momento iba acompañado de la intuición, se hace patente en la doble necesidad que recorre la Lógica de Hegel, a saber: la de negar por un lado las formas de la intuición sensible y tener, por otro, que estar presuponiéndolas constantemente (138/208).

 

     Pero no acaban ahí las violencias. Hegel hubo de intentar que el concepto se moviera a sí mismo y que en ese movimiento el pensar fuera impulsado hacia adelante, es decir, hubo de intentar inhalarles vida y necesidad interna a los conceptos, pues para él la Lógica no era mero instrumento u órgano, sino que por ser el saber primero había de hacer las veces de la Metafísica, y de hecho Hegel no intentaba en su Lógica otra cosa que dar forma sistemática a las categorías de la ontología wolffiana. Y aunque es verdad que en la Lógica de Hegel podemos encontrar todos los conceptos disponibles en su época con una ordenación precisa, lo cierto es que en ella ni están  todos los conceptos filosóficos posibles, ni los que están han sido respetados todos en su verdadero sentido, sino que con gran frecuencia -sobre todo los conceptos morales y religiosos- han sido distorsionados para armonizarlos con el sistema (139/209).

 

     Estas violencias se fundan, según Schelling, en el intento imposible de imitar su método de las potencias en el campo de la Lógica. Como era completamente natural, al dislocar el lugar natural de los conceptos, que era la conciencia, y anteponerlos a todo (140/210), Hegel no pudo utilizar más que abstracciones carentes de todo apoyo positivo real ni poner con ellos en marcha más que puras especulaciones en el vacío, en el éter del pensar, donde no hay verdadera resistencia ni, por tanto, verdadera superación y progreso (141/211). El comienzo se comporta aquí respecto de lo que sigue como un simple vacío de contenido que es posteriormente llenado. Ahora bien, entre lo vacío y lo lleno no hay oposición viva y verdadera: lo vacío no ofrece resistencia real alguna a ser llenado. Por eso el método dialéctico es monótono y carente de vida, pues, por ejemplo, entre el ser y la nada no hay interacción alguna (137/207), sino que dan lugar a una proposición puramente tautológica, que no hace progresar el pensamiento en absoluto y acerca de la cual no es posible juicio alguno (134 /204 - 135/205).

 

     Pero, aun admitiendo ese inerte tipo de proceso que va de lo vacío a lo lleno, Hegel cae al desarrollarlo en una doble ilusión, en cuanto que atribuye el automovimiento al concepto y en cuanto que lo entiende como un progreso nacido del mismo concepto(132/202). Es obvio que se trata de algo puramente ilusorio, pues la verdad es que la necesidad de llenarse no puede tener su origen en el concepto, ya que no es el concepto el que se llena de contenido, sino el pensamiento; y además sólo puede exigirse un contenido más concreto, en la medida en que el pensamiento del que filosofa tiene ya, en su memoria, contenidos más ricos. Es, pues, el pensamiento del que filosofa, no el concepto en sí, el que se retrotrae al mínimo posible de contenido, para luego volverse a llenar, y así sucesivamente hasta alcanzar el contenido global del mundo, y, por tanto, es sólo el pensamiento del que filosofa el que alienta todo aquel movimiento en tanto que tiende al mundo efectivo como a su término ad quem (131/201; 138/208).

 

     Dos son las ventajas substanciales que esta reelaboración lógica de la Filosofía de la Identidad de Schelling pretende haber obtenido como ganancias propias frente a ésta: presentar a Dios como mero resultado de todo el proceso, en vez de como mero comienzo, y ofrecer, además, una filosofía sin presuposición alguna (144/214).

 

     Por lo que hace a la ausencia absoluta de toda presuposición, se trata más bien de una pretensión que de una verdad. Primeramente, la anteposición de la Lógica como primer saber filosófico trae consigo que Hegel utilice las formas lógicas comunes sin justificación previa. Así ocurre con el uso de la cópula "es", o forma general de toda proposición, con el concepto de nada y con el número tripartito de momentos que jalonan los pasos del proceso (134/204; 144/214 - 145/215). Pero es que además, lo mismo que la Filosofía de la Identidad partía del sujeto puro, Hegel parte del concepto de ser puro, el cual es tan presupuesto como podía serlo aquél (145/215; 146/216). Hegel supone, primero, que pueda pensarse el ser en general y, luego, que en el ser en general sea pensado todo ser, y presume que tales observaciones son evidentes de suyo o triviales. Pero lo cierto es que no puede pensarse un ser en general, es decir, un ser sin sujeto ni determinación, y, por consiguiente, tampoco se pensar con él todo ser (132/202 - 133/203).

 

     Con todo, el objetivo principal de la Lógica y la gloria que preferentemente pretendía para sí era la de haber alcanzado la idea de Dios como resultado, y sólo como resultado, de todo el proceso. Es decir, la principal ventaja de la que se vanagloriaba frente a la Filosofía de la Identidad era la de haber adquirido al final el valor y significado de una teología especulativa y ser, por tanto, una auténtica construcción de la idea de Dios (144/214). Esta pretensión hegeliana era en parte falsa y en parte verdadera. Era falso que la filosofía de Schelling, sobre la que se montaba la de Hegel, sólo pusiera a Dios como presupuesto y no, también, como resultado y consumación del proceso, al que había pensado como identidad viva, eternamente móvil y en nada superable, de lo subjetivo y de lo objetivo (145/215 - 146/216). Pero era, en cambio, verdad que para Hegel Dios se hallaba sólo al final y, en este sentido, había una notable diferencia entre los procesos metódicos de las respectivas filosofías.

 

     En efecto, el proceso metódico de Schelling progresa porque cada momento precedente se hunde a sí mismo para constituirse en fundamento, o causa eficiente, del momento siguiente y relativamente superior, en el que encuentra su verdad (157/227). Hay, pues, una tensión, no una exclusión, entre el comienzo o fundamento y el final o término del pensar, de manera que el proceso dura en tanto que hay en el pensar algo del comienzo todavía no pensado. El comienzo no es, pues, substancia ni ente, sino más bien una materia prima en constante trasformación para el pensar, hasta que al final es tematizado como ente o substancia a la vez que como absoluto, en el que reposa el pensar(150/220 - 151/221).

 

     En cambio, en la filosofía de Hegel la Idea absoluta, que es el motor del proceso, es excluída y separada por completo del comienzo, de cuyo vacío se nutre, no obstante, para estar en continuo devenir a lo largo del proceso y llegar a trasformarlo todo en sí, haciéndose al final sujeto-objeto (151/221). Sólo después de haber llegado al final, esa Idea absoluta se hace comienzo, por lo que antes del final cada momento del proceso es causado por el momento siguiente, el cual sólo puede actuar como causa final del anterior, no como su causa eficiente. De manera que, excluído el comienzo, el proceso progresivo es un proceso de puras causas finales, que sólo por vía de descenso o retrogresión se convertirían en causas eficientes. Pero entonces el resultado final de este descenso tendría que ser que el devenir es causa eficiente del ser en general, el cual era, como ya se dijo, igual a nada, y por lo mismo el devenir -y con él todo el proceso descendente- sería causa eficiente de nada (157/227 - 159/229).

 

     De las diferencias expuestas hasta aquí entre las filosofías del primer Schelling y de Hegel se deduce una valoración muy desfavorable para esta última: Hegel tergiversó y violentó la Filosofía de la Identidad, sin ofrecer a cambio verdaderas ganancias respecto de ella. Sin embargo, no es ésta la parte más significativa del complejo juicio de Schelling sobre la aportación filosófica hegeliana, en el que, como ya se dijo, se incluye una revisión crítica de su propia filosofía.

 

     Según Schelling, es mérito indiscutible de Hegel haber descubierto la naturaleza puramente lógica de su propia Filosofía de la Identidad (126/196). Con el procedimiento de la dialéctica conceptual Hegel cubrió todo el espacio existente entre el comienzo puro y la Idea de Dios, o Idea del sujeto-objeto absoluto, es decir, todo el trayecto de su Filosofía de la Identidad, poniendo así al descubierto las relaciones lógicas que permanecían ocultas en la filosofía anterior (128/198).

 

     Sólo que al haber desarrollado el conjunto del sistema exclusivamente dentro de la Lógica, Hegel obtenía una clara ventaja sobre la filosofía de su predecesor, pues le quedaban fuera de la Lógica toda la Filosofía de la Naturaleza y la del Espíritu. Esto que, en la filosofía hegeliana, genera un contrasentido -en cuanto que, habiendo definido la filosofía como esencialmente lógica, admitir otros saberes fuera de la Lógica era encomendar a otras ciencias la tarea de conocerlos (146/216; 151/221)-, representa, en cambio, una ventaja respecto de la filosofía anterior, pues da lugar a un doble proceso: uno lógico o negativo y otro real o positivo (146/216). En la Lógica hegeliana se consuma la Idea divina dentro del puro pensamiento y antes de toda efectividad, naturaleza y tiempo, tanto que Hegel es consciente de la falta de realidad y efectividad en su sistema y exige a la Idea, ya consumada lógicamente, que se consume también realmente (146/216).

 

     Antes de entrar en el análisis de este paso, ha de resaltarse sobre todo que Hegel es consciente del carácter puramente negativo, o lógico, de la Idea de Dios, pues de lo contrario no le exigiría salir de sí misma para obtener la realidad que le falta. Hegel, pues, al igual que la Filosofía de la Identidad, no había perdido al principio la conciencia del carácter negativo del término final de su filosofía (156/126). Sólo la necesidad apremiante de lo efectivo y positivo les hizo transgredir a uno y a otra los límites verdaderos de su saber, pues lo negativo no puede existir en su pureza sin exigir al mismo tiempo el polo positivo (126/196).

 

     El modo como Hegel realiza el tránsito del mundo de la Lógica al mundo real es por completo insatisfactorio. Ese tránsito es descrito como una "caída" de la Idea en la naturaleza, pero no tiene ninguna justificación verdaderamente objetiva: no hay nada en la Idea que la obligue o incline a abandonar su reino lógico, puesto que nada le falta en él. Se ha intentado explicar el tránsito mediante la necesidad que tendría la Idea de ser "contrastada", pero esa sería una necesidad del filósofo, no de la Idea, que ha sido expuesta con anterioridad como segura y cierta de sí. Es el filósofo el que necesita que la Idea le d la oportunidad de explicar la naturaleza y el mundo de la historia, porque tanto uno como otro están ahí (152/222 - 153/223) y, por cierto, llenos de relaciones contingentes, irreductibles a pura lógica.

 

     Sea como fuere, Hegel afirma que la Idea en su libertad infinita se decide a desprenderse de sí como naturaleza, o en la forma de ser otro. Aparte de la ambigüedad e imprecisión de los términos, a esta explicación del surgimiento de la naturaleza se la puede considerar, pues, como una explicación teofísica. Y además, no puede ponerse en duda de que para decidirse libremente a algo la Idea tiene que tener una existencia efectiva, no meramente lógica, pues un mero concepto no puede decidirse a nada (153 /223 - 154/224). Por consiguiente, la existencia efectiva que se desea ganar con la alienación para la Idea, se le atribuye ya a parte ante, y por ello se la debe considerar, desde ese momento, como Espíritu absoluto. Pero entonces la alienación es una inexplicable degradación del Espíritu absoluto, una absurda pérdida de su libertad en el mundo. Es éste un abominable final que no había sido previsto al comienzo de la Lógica.

 

     Es verdad que la Idea se hunde en la naturaleza para recuperarse después como espíritu, sobre todo como espíritu humano, y para superarse finalmente como Espíritu absoluto, con la pretensión adicional de incluir como momentos de su filosofía total los dogmas cristianos, concretamente el dogma trinitario, ya que el Padre sería la Idea antes de la alienación, el Hijo sería la Idea encarnada en la naturaleza y el Espíritu Santo sería el espíritu humano (128/198). Pero con ello no se eliminan las dificultades que se han señalado antes para la Lógica. En efecto, como la naturaleza sigue existiendo ahí, el tránsito o alienación de la Idea en la naturaleza no sólo es algo que ocurrió ab aeterno, en el reino del pensar, o de la lógica, sino que también ocurre in aeternum: el Espíritu absoluto se arroja incesantemente a la naturaleza para recuperarse también incesantemente de ella. El proceso externo a la Lógica es, por ende, un acontecer eterno o continuo, pero un acontecer eterno no es un acontecer efectivo, sino meramente pensado, o puramente lógico (160/230).  

 

     Hegel mismo estuvo a punto de romper ese círculo vicioso cuando en su segunda edición de la Lógica introdujo una notable modificación que parecía dar paso a la admisión de una creación libre del mundo por parte de Dios, al hablar de una inversión del sentido del proceso por la que lo que era resultado del mismo se convertía en principio del que depende un nuevo comienzo. Sin embargo, Hegel no realizó en serio tal inversión, pues siguió explicando el tránsito de la Lógica a la Filosofía de la Naturaleza no como una mera posibilidad libre (156/226 - 157/227), sino como una exigencia o necesidad, con el fin de llegar a ser consciente de sí mismo (160/230).

 

     Schelling reconoce abiertamente deber a Hegel el descubrimiento del carácter meramente negativo o puramente racional de su Filosofía de la Identidad (126/196; 128/198;141/211), pero puesto que el propio Hegel no se mantuvo nunca dentro de los límites de ese descubrimiento, debe deducirse que han sido los excesos de la filosofía hegeliana, más que sus pretendidas aportaciones[11], los que han alertado a Schelling acerca de los defectos de su primer sistema y han determinado su autocrítica. Tanto es así que Schelling reconoce que su anterior filosofía mereció pronto la repulsa de muchos contemporáneos por causa de la falta de comprensión respecto de sí misma en que se encontraba y que hizo que se la pudiese tomar por lo que ella no era original y verdaderamente; y de esa falta de autocomprensión le obligó a salir la filosofía de Hegel (123/193; 126/196).

 

     Más aún, los propios términos de la autocrítica realizada por Schelling coinciden en lo substancial con los puntos básicos de su crítica a Hegel. Dejando al margen las diferencias relativas a la mutua interpretación de sus filosofías, esos puntos básicos son dos, si bien estrechamente relacionados entre sí, a saber: el carácter terminal de Dios y el valor puramente lógico de todo el proceso, en ambas filosofías.

 

     Sobre todo, el carácter terminal que era atribuído por Hegel a la Idea de Dios, carácter que era compartido, como hemos visto, por la Filosofía de la Identidad, parece haber significado para Schelling un serio toque de atención para iniciar una revisión de su filosofía primera. Veámoslo.

 

     Conviene notar que, para Schelling, el sentido de la filosofía no es otro que el de obtener un consenso general por parte del público (124/194). Podría parecer ésta una manera extensional y no muy apropiada de expresar lo que en verdad implica todo ejercicio efectivo del filosofar: la pretensión de poder encontrar o de haber encontrado algo verdadero y, en esa medida, válido para todos, aunque no todos sepan entenderlo. Sin embargo, la tesis de Schelling tiene matices propios, puesto que el objetivo de la filosofía va dirigido a un consenso, cuya índole es más voluntaria que intelectual. De hecho, según Schelling, hay un punto en el que la filosofía (racional) entra en competencia con la conciencia humana en general, a saber, cuando ella habla sobre lo más alto, sobre Dios (123/193). Esto implica que la filosofía racional no tiene la exclusiva del conocimiento de Dios, y que hay otras vías de acceso a ese conocimiento que, sin ser racionales, permiten, no obstante la formación de una conciencia humana general al respecto, o conciencia religiosa (22/92). Sin duda se trata de una tendencia volitiva -al estilo de la Idea kantiana de Dios- que está en el fondo de toda conciencia y establece ciertas exigencias o condiciones a la hora de pensar a Dios, a las que se ha de plegar la filosofía racional, si es que no quiere entrar en conflicto con ella y marrar el objetivo del consenso general.

 

     En este sentido, situar a Dios como término final de la filosofía contraviene el concepto que la conciencia general humana tiene de él, pues aquello que no va más allá del final, que sólo tiene la función de subsumir todo los momentos precedentes como su conclusión, no es capaz por sí mismo de ser principio y comienzo de algo, es decir, de ser productor o creador libre, de tener un futuro operativo. A un Dios así se le podía llamar espíritu, pero no podía pasar de ser un espíritu substancial, no llegaría a ser un verdadero espíritu libre, que es lo que la religión y la piedad, es decir, la conciencia general, entiende por espíritu (154/224 - 155/225).

 

     Ciertamente se puede pensar a Dios como el término final del pensamiento humano, -de hecho en la mayor parte de los sistemas filosóficos modernos Dios es sólo el final de la filosofía (GP 77)-, pero no como resultado de un proceso objetivo extramental. Pues si fuera pensado como resultado de un proceso objetivo extramental, entonces ese Dios final no podría tener como presupuesto nada que no fuera él mismo, de manera que el Dios del final debería estar ya también en el comienzo y debería ser el sujeto que atraviesa todo el proceso: en este sentido, todo sería Dios (124/194) y estaríamos en un panteísmo, no puro y sosegado como el de Espinosa, sino activo y dinámico, pero en el que la libertad divina se habría perdido también (159/229). Por otro lado, se habría comprometido a Dios en un proceso o devenir real para llegar a ser Dios, lo cual choca de nuevo con la conciencia general acerca de Dios (124/194).

 

     Más aún, es verdad, según Schelling, y por tanto hay que decir, que debemos pensar a Dios empeñado en ese devenir, pero sólo para ponerse como Dios. Mas, una vez admitido esto, se ve claramente que: o bien se ha de admitir un tiempo en el que Dios no existía, es decir, se ha de admitir justamente lo que rechaza la conciencia religiosa en la idea de un proceso de autoconstitución de Dios, o bien se debe afirmar que tal proceso, movimiento o acontecer es eterno. Ahora bien, un acontecer eterno no es un acontecer real. Por consiguiente, toda la representación de aquel proceso se ha desarrollado exclusivamente dentro del pensamiento, y, por tanto, todo el proceso no ha sido más que un movimiento del pensamiento (124/194 - 125/195). Por donde viene a concluirse que, lo mismo que se dijo de la filosofía de Hegel, la primera filosofía de Schelling tiene también un valor únicamente lógico. Lo que era evidente en la dialéctica conceptual de Hegel ha de ser afirmado también de la doctrina de las potencias del primer Schelling: no es más que una concatenación necesaria de pensamientos.

 

     Esto supuesto, si la filosofía de Schelling -que era la síntesis de las dos tendencias hacia lo real e ideal seguidas, respectivamente, hasta él por la filosofía moderna- era una filosofía puramente lógica, entonces toda la filosofía moderna era también una filosofía puramente lógica. La mayor parte de ella era filosofía subjetivamente lógica, en el sentido de que situaba a Dios como término de un proceso subjetivo o lógico. Pero incluso los que, como Espinosa, habían puesto a Dios sólo al comienzo, también habían incurrido en un logicismo, aunque objetivo, al entender a las criaturas como puras emanaciones lógicas de la esencia divina. Cabe, pues, ahora identificar el rasgo común y la causa que, como se indicó desde el principio, han determinado la caducidad y la reiterada impotencia de los sistemas modernos para alcanzar su meta (GP 74). Se trata del siguiente error fundamental:

 

     "todos los sistemas hasta ahora han sido meramente sistemas lógicos, ahistóricos, tanto aquellos en los que Dios es meramente final, resultado, como aquellos en los que Dios es comienzo, pero que le otorgan una relación meramente lógica con el mundo" (GP 80; cfr. 75/145).

 

     Este descubrimiento se lo debe Schelling en parte a la filosofía hegeliana, por cuanto su método hizo manifiesta la índole lógica de las filosofías anteriores, pero fundamental y temáticamente se lo debe al atisbo, por él mismo tenido, del gran problema irresuelto del moderno filosofar, o sea, de la que podemos llamar antinomia fundamental del pensamiento moderno, a saber: la antinomia entre el Dios del pensar y el Dios de la fe (23/93), entre el Dios que existe necesariamente -o existente ciego- y el Dios que es creador libre de todo (20/90 - 21/91). Kant había pensado que las antinomias o proposiciones contradictorias sólo se presentaban en las ideas cosmológicas, pero esto no es verdad, sino que esas antinomias se extienden a la Psicología racional y a la Teología, en la que alcanzan su máximo encono y dificultad. Existe, no obstante, la falsa opinión, cuyo origen atribuye Schelling al dogmatismo leibniziano-wolffiano, de que a la razón no le afecta en nada el que Dios creara desde la eternidad o en el tiempo. Pero no puede ser en verdad indiferente para el concepto de Dios que el mundo tenga un comienzo (temporal) o bien sea simplemente eterno, ni tampoco que la naturaleza se rija por una causalidad necesaria o bien admita acciones libres, pues esa misma necesidad o libertad ha de ser cuestionada en Dios, su hacedor (61/131 - 62/132). 

 

     La verdad es que la oposición entre necesidad y libertad así como su solución no son una novedad en la filosofía de Schelling. Finitud-infinitud, objeto-sujeto, necesidad-libertad fueron desde el principio las formas elementales de la antinomia fundamental, que fue siempre, para el primer Schelling, igual que para Fichte, posterior a la unidad o identidad, y que se resolvía finalmente en ella. Necesidad y libertad son la forma en que existen las cosas fuera de lo absoluto[12], mientras que en lo absoluto se identifican[13], de manera que no hay verdadera libertad sino a través de la absoluta necesidad[14]. Esta última fórmula condensa el sentido exacto de la posición del primer Schelling en torno a este problema.

 

     Dos son los cambios que se producen ahora. Por un lado, se corrigen las antinomias introduciéndolas en el concepto mismo de Dios, es decir, en el concepto más alto de la filosofía; y por otro lado, se produce una vuelta a Kant, en el sentido de anteponer las antinomias, una vez reducidas a la de necesidad-libertad en Dios, al curso mismo de la filosofía. Con ello se centraliza y potencia el problema del comienzo, a la vez que se lo vincula con el problema clásico de las relaciones razón-fe.

 

     El problema del comienzo de la filosofía no será ya simplemente el problema de partir sin ningún presupuesto (Hegel) o el de partir empezando por el presupuesto real de todo (primer Schelling), sino, más bien, el de si el comienzo de todas las cosas (Dios) es libre o necesario, y consiguientemente, también el de si el comienzo de la filosofía es libre (objeto de fe) o necesario (objeto de razón) para el filósofo. Se trata del problema capital de la filosofía moderna (GP 79-80), pues "todas las filosofías hasta ahora están en contradicción con la fe general" y esta oposición ha llegado a su punto más crítico con las filosofías de Hegel y Schelling (GP 76), al abarcar ellas en sí todo el campo de lo conocible y explicarlo mediante leyes necesarias. En esta confrontación con la religión oficial, es decir, con el cristianismo o la fe común en Europa, la filosofía -en la medida en que busca el consenso general- lleva todas las de perder, ya que el atractivo del cristianismo radica en su esencial historicidad que sobrepasa nuestro pensar y que se basa en la noción de creación ex nihilo. El racionalismo, en cambio, trae consigo el aburrimiento (GP 82), pues no se puede tomar en serio una filosofía que sea sólo Lógica y no sepa nada del mundo efectivo (153/223), el cual parece todo menos una muestra de la razón pura, dado que la cantidad de irracionalidad es tan preponderante, que se podría decir que lo racional en él es sólo un accidente de lo irracional (GP 99-100).

 

     Como consecuencia de todo lo dicho, Schelling estima necesaria una verdadera "reforma" de la filosofía (GP 80) mediante la cual se vuelva a recuperar el contenido positivo de la revelación cristiana, perdido con Descartes, pero no en un movimiento de mero retorno hacia la Escolástica, sino en una potenciación de la filosofía moderna que, sin afirmar ese contenido positivo marginando al entendimiento -como hacía la Escolástica-, sea capaz de sacarlo victoriosamente de la prueba de fuego del más maduro entendimiento (GP 123).

 

     Con la realización de esta tarea se llevaría a su término el sistema único, aunque gradual, que se inició con Kant. Kant en realidad quería hacer lo mismo que había hecho la Metafísica tradicional: probar que Dios es el creador libre del universo, que la libertad moral coexiste con el nexo causal inexorable de la naturaleza y que la esencia del hombre es inmortal (85/156), es decir, alcanzar el contenido positivo de la religión oficial. Pero su crítica creyó acabar con todo conocimiento de lo suprasensible, cuando en verdad a lo único que obliga es a distinguir entre lo que alcanza nuestra razón (que es un conocimiento puramente lógico o negativo) y el contenido positivo que desea vivamente obtener nuestra voluntad, es decir, entre la Filosofía Negativa y la Positiva (74/144 - 75/145).

 

     En resumidas cuentas, la autocrítica de Schelling exige una vuelta al dualismo, un dualismo de filosofías (Negativa y Positiva) y un dualismo de facultades (razón y entendimiento), y suscita de nuevo el problema de la perplejidad[15], que corre parejo con la ubicación de la antinomia necesidad-libertad no en las cosas en cuanto que existen fuera de Dios, sino en Dios mismo.

 

 

     IV. Desenlace.

 

 

     Sería sencillamente engañoso presentar la filosofía del último Schelling como una abdicación de su primera y primitiva idea del filosofar. Una cosa es que Schelling reintroduzca el problema de la perplejidad y el dualismo como puntos de partida para una  nueva andadura filosófica, y otra que se conforme simplemente con ellos. Schelling no cesa de afirmar que la exigencia de la filosofía sigue siendo el sistema (GP 70-71),  y  más en concreto la  búsqueda de una conexión general,  que ha de ser la conexión con Dios (GP 77)[16]. Pero justamente es ése el asunto que nos toca examinar ahora: cómo se fundan y se resuelven el dualismo y la perplejidad en la Gran Introducción de Munich. O, dicho de otro modo: cómo se supera el logicismo, error fundamental de la filosofía moderna, sin renunciar a la ganancia propia de la misma, es  decir, a la sistematicidad. En lo que sigue procederé, pues, a atender a esas dos grandes cuestiones: cómo se puede superar el logicismo moderno y cómo se puede mantener la unidad sistemática.

 

     Para superar el logicismo de la modernidad, Schelling  recurre a una vieja distinción,  la distinción entre esencia y  existencia o ser:

 

     "distinguimos en todo ser:

                                    a) aquello que es, el  sujeto del ser o, como se suele decir también, la esencia.

                          b) el ser mismo, que se relaciona como predicado con aquello que es y del que incluso puedo  decir, hablando en general, que es el predicado absoluto, aquello que sola y propiamente se predica en todo predicado." (17/87; cfr. GP 135).

 

     Que Schelling  se está  refiriendo a la distinción clásica esencia-ser o esencia-existencia se deduce no sólo de la literalidad de los términos: "se suele decir", "esencia", "ser", sino sobre todo del modo como entiende tal distinción. Y así distingue entre un sentido substantivo y otro verbal del ente que no  puede reflejar con exactitud la lengua alemana ni la francesa, pero que en latín  queda  perfectamente  recogido con los términos "ens" y "existens" (GP 109-110; VC 459 nota). De igual modo cuando se refiere a las preguntas por la esencia o la existencia de Dios utiliza las expresiones  "quid sit" y "quod sit", respectivamente, que él mismo traduce al alemán con el "Was" y el "Dass" (GP 108 y 111). Estos indicios son suficientes como para poder asegurar que se trata de una reasunción de la vieja distinción medieval  entre esencia y existencia, pues no puede ser mera coincidencia la distinción entre el sentido nominal y verbal del ente,  ni pura  casualidad el recurso a las fórmulas latinas para aclarar su pensamiento.  Aunque no sea fácil localizar sus fuentes,  lo cierto es que esa distinción está  suficientemente indicada en la mayoría de los manuales de Historia de la Filosofía de la época[17].

 

     Sin  embargo,  debe advertirse que, aunque la tomara  de  la tradición, Schelling entiende de modo muy peculiar  esa  distinción. En primer lugar, no la entiende en el sentido de Tomás de Aquino, su gran propulsor, sino más bien en el de Enrique de Gante, es decir, entiende que hay un esse essentiae y, además, un esse existentiae. Nótese al respecto que esa distinción es explicada  por  él como la distinción de un doble ser: la de un ser objetivo,  añadido al sujeto y sometido a la duda, y la de otro tipo de ser sobre el que no cabe dudar, que se identifica con la esencia y es el puro esente (Wesende). Este último ser es un ser interno, inmanente, negativo, justamente aquél que no puede no ser (GP 135 ss.). Aunque la distinción parece formularse en principio sólo en términos de pensamiento, en cuanto que "soy  libre de pensar única y puramente lo que es, sin que tenga que enunciar el ser",  o en cuanto que "aquello que es es el concepto de todos  los  conceptos", sin embargo el sujeto del ser no es una pura nada, sino el ser mismo, autó to ón, el punto en que ser y pensar son una sola cosa (17/87 - 18/88).  Y este "mero ón" se distingue realmente del óntos ón, o sea, del ente en sentido positivo, como un me ón, no como un ouk ón (GP 136 y 238).

 

     Schelling no ignora la tradicional identificación de esencia y ser en Dios, pero la admite exclusivamente para el sujeto o substancia del ser, o sea, para el ser de la esencia, mientras que la rechaza para el ser de la existencia, para el Dios que es Señor del ser, o sea, para la Inteligencia que quiere y crea libremente el ser (GP 163-164 y 238).

 

     No cabe duda, por tanto, de que Schelling revitaliza la distinción real entre un esse essentiae y un esse existentiae. Pero lo más original de Schelling es que, contra toda la tradición filosófica que hizo algún uso de la distinción entre esencia  y existencia,  él introduce dicha distinción en Dios mismo y no la restringe, como habían hecho los demás, sólo a las criaturas. Esta distinción es, precisamente, la base de la antinomia fundamental, a saber: Dios ser necesario - Dios ser libre.

 

     Dios es la esencia de todo ser, to ón (21/91), y ello implica no que es el ente necesario, sino que es necesariamente el ente, o sea, que es simplemente el ente, aquel ente que no es precedido por ninguna potencia, que no ha pasado de la potencia al acto, sino que existe directamente y sin potencia previa (65/135), el ser originario(Ursein) (GP 134). Dios es la esencia que no puede ser pensada más que como existente,  lo que no puede no ser, si bien la existencia que le corresponde es, en cuanto que tal, una existencia inmanente, negativa.

 

     Dios es todo esto, pero no sólo esto: Dios es también un existente objetivo, real y efectivo (22/92), con una existencia absolutamente original, es decir, indeductible de su esencia, o cuya posibilidad sólo es comprensible a través de su  efectividad (GP 127-128). Ahora bien, una existencia que no se sigue espontáneamente de la naturaleza o esencia de Dios, sino que carece  de necesidad, es una existencia contingente e histórica en el más estricto sentido.

 

     Dios es, pues, necesaria o simplemente ente  y a la vez contingente o accidentalmente ente. Esta es la distinción real entre el ser esencial y el ser existencial de Dios, que constituye también la antinomia básica de la filosofía.

 

     Paralelamente a esta distinción Schelling introduce otra  en el orden del conocimiento: hay que distinguir entre pensar y  saber. Antes de especificar esta distinción es preciso aclarar  que la  voz "saber" admite dos sentidos, uno amplio y otro  estricto. En sentido amplio, se sabe todo aquello cuyo contrario es imposible. En cambio, en sentido estricto y propio sólo se sabe aquello que  se  decide no por el mero pensar, sino mediante el  acto  de ser. Para que pueda darse un saber en sentido estricto es preciso que  lo contrario de lo que se llega a saber fuera también  posible,  y  que sólo la exclusión fáctica de ese contrario funde  el saber. A este saber estricto lo llama Schelling el "saber sapiente" o el "saber enfático",  frente al saber en sentido amplio que él  considera como meramente lógico. Y puesto que  ambos  saberes formulan proposiciones, debe distinguirse entre el "es" o  cópula con  énfasis  y el "es" o cópula sin énfasis: la proposición  que constituya un verdadero juicio debe tener un "es" enfático, y para  ello el sujeto de la misma tiene que poder ser y no  ser,  es decir,  tiene  que ser contingente (GP 97). En este  sentido,  el verdadero saber admite intrínsecamente la duda, de la que sólo se puede salir por decisión a posteriori.

 

     Ambos tipos de saber pueden ser aplicados con verdad a Dios. Hay  un concepto de Dios  que nos hace pensar  necesariamente  su  existencia, la cual, por tanto, es sabida a priori.  Schelling no niega  esto (GP 114).  Pero como el concepto (humano) no es en sí anterior al ser mismo, debe admitirse que, incluso en Dios, no es posible un concepto o certeza de su existencia más que por el hecho de su existencia (GP 112),  por lo que antes de concluir la existencia necesaria de Dios es preciso haber demostrado su existencia positiva. Hay, pues, también otra manera, y por cierto más originaria,  de conocer el ente primero o ente a priori: puesto que dicho ente no admite ningún prius a partir del cual pueda ser conocido, sólo ser posible conocer su existencia a posteriori (GP 114). Ése es, justamente, el sentido en que acepta Schelling aquella fórmula de que "en Dios concepto y ser son uno", que parece contradecir su planteamiento, pero que, como digo, él interpreta  como la afirmación de que  acerca del ser  no cabe obtener saber más que a través del ser (GP 111). Schelling se alinea aquí conscientemente  junto a la vieja filosofía, sosteniendo que  el saber primero y principal acerca de Dios es un  saber a posteriori. Lo que no debe ser entendido necesariamente en el sentido de la Metafísica al uso, es decir, como si él aceptara la ilación "a natura effectus ad naturam efficientem" que, por ejemplo, se utiliza en el argumento físico-teológico para demostrar la existencia de Dios (GP 112).

 

     No, la filosofía de Schelling va por otros derroteros. Ante todo, él sostiene la existencia de un doble sentido de la contingencia: una contingencia hipotética y otra absoluta o anhipotética. La contingencia hipotética es aquella que se da en los  entes dependientes o ab alio: ellos pueden ser o no ser en la medida en que  otro ente es. Pero hay una contingencia de una  especie  más alta, a saber, la del ser al que le es absolutamente posible  ser o no ser, la del ser a se, pero entendiendo este a se no como  lo entendió  Descartes, es decir, como mera espontaneidad o como ausencia de fundamento, sino como libertad para ser, lo  que  no significa ausencia de fundamento, sino más bien imprevisibilidad o contingente desconocimiento del fundamento (GP 127). Así es la existencia positiva de Dios, a cuya libertad le es posible tanto ser como no ser, de manera que respecto de ella no cabe deducción argumentativa posible, tan sólo si es, puede ser objeto de afirmación (GP 128) por nuestra parte.

 

     Habida cuenta de esta doble distinción, por una parte, de un ser de la esencia y otro de la existencia, y por otra, de pensar y saber, la filosofía se articularía en tres pasos:

 

     1)  Querer. La primera declaración de la filosofía, anterior a su ejercicio mismo,  sólo puede ser la expresión de  un  querer (166/236).  La filosofía es un tender hacia el conocimiento total  y perfecto, hacia el sistema absoluto. Pero al partir no sabe qué es exactamente lo que quiere.

 

     2)  Pensar.  En su ejercicio, la filosofía descubre  que  el conocimiento perfecto es la ciencia del ente total y perfecto,  y entonces toma conciencia de que lo que quiere es el ente total  y perfecto, formando el concepto del ente supremo.

 

     3)  Saber. Finalmente la filosofía descubre que lo que, tras el concepto de ente total y perfecto, en verdad quiere es el  Espíritu omnipotente, absolutamente libre (GP 108), pues lo que desea  en el fondo  es llegar a ser libre frente al mundo  (GP 87).  Pero entonces todo su pensar queda en suspenso, ya que la esencia del espíritu consiste en la libertad para exteriorizarse o no exteriorizarse (GP 112).  Al estar sometido el pensar a la  contingencia absoluta de una decisión libre por parte del Espíritu  divino, la duda o perplejidad, que la ha acompañado hasta aquí,  se adueña por completo ahora de la filosofía,  y sólo es posible salir  de ella mediante el reconocimiento fáctico de la  manifestación, o no, del espíritu omnipotente. Sólo el actus o hecho positivo de la exteriorización del espíritu absoluto fundar  de ahora en adelante lo que ya ser  un verdadero y estricto saber, el sistema positivo o histórico (GP 195-118).

 

     Ahora bien, el reconocimiento fáctico de una exteriorización del Espíritu omnipotente no se puede alcanzar mediante el mero análisis de la realidad efectiva, sino que se requiere una elección previa, un acto de la voluntad del que filosofa por el que se decide a favor del sistema histórico (GP 101) como aquel sistema que satisface la más honda aspiración de nuestra voluntad, la de ser libre frente al mundo. Para ello se requiere considerar al mundo como no eterno: pensando un tiempo en el que el mundo no era, un tiempo anterior al mundo, se trasciende el mundo. Así resulta que el tiempo de este mundo no es el tiempo único y total, sino que hay un pasado y un futuro más allá del mundo, cuyo tiempo, en cambio, es el presente y cuyo órgano es la razón, de la que con verdad se dice que es incapaz de investigar los secretos de Dios (GP 87-90), el cual debe ser considerado como el creador libre o Señor del ser.    

 

     Es, pues, la fe filosófica como afirmación voluntaria y libre de la manifestación del Espíritu omnipotente la que funda el saber y, a su través, también el pensar. Pero entonces entre el segundo y el tercer paso señalados para la filosofía hay un hiato racionalmente insalvable: no se puede llegar a la afirmación objetiva de Dios como creador libre  por razonamiento o deducción lógico-racional (GP 108) -ya que existe una auténtica antinomia entre aquello que se sigue necesariamente de la razón y lo que verdaderamente queremos cuando buscamos a Dios (21/91)-, sino por un salto volitivo, por una decisión a favor del sistema histórico o positivo.

 

     Ese hiato obliga a distinguir drásticamente entre una  filosofía racional, lógica o negativa, y una filosofía empírica, histórica o positiva. Y todo ello no es más que una consecuencia necesaria de la distinción entre el ser de la esencia y el ser de la existencia,  a la que sigue inmediatamente la distinción entre pensar y saber.

 

     Hegel desconoció aquella distinción (133/203) y Espinosa sólo habló de la existencia que compete a la esencia (47/117), y lo mismo  cabe decir del resto de los  filósofos modernos. Con  esa distinción, en cambio, se puede evitar, según Schelling, la causa del error fundamental imperante en la modernidad: tomar relaciones esencialmente verdaderas, o sea, verdaderas en sentido puramente lógico, como si fueran relaciones efectivas o existenciales,  en  las cuales toda necesidad desaparece (161/231).  Por el  contrario, Schelling la introdujo ya en la primera exposición de su filosofía, y desde luego la encontramos claramente en Las Investigaciones filosóficas sobre la esencia de  la libertad[18]. Por eso se podía esperar que él no hubiera caído en el mero logicismo  y hubiera sabido reconocer, desde el principio, el valor meramente negativo de la misma,  pero la precipitación por alcanzar la objetividad le impidió ceñir su primera filosofía al papel que le correspondía, y fue necesario el "episodio" hegeliano para que comprendiera que no había respetado todas las consecuencias de aquella distinción.

 

     Pero, una vez establecida esa cadena de distinciones: ser de la esencia - ser de la existencia, pensar-saber, Filosofía Negativa - Filosofía Positiva, quedan instaladas la antinomia y la perplejidad en Dios, en el comienzo y en el contenido de la filosofía, respectivamente. ¿Cómo salvar entonces la unidad y la sistematicidad frente al dualismo en el ser y en el saber?

 

La unidad entre el ser de la esencia y el de la existencia la encuentra Schelling en la afirmación de la libertad, es decir,  en la fe sobre la omnipotencia de la voluntad divina. Dios sería aquel ser que es capaz de trasformar su  ser esencial inmediato, inmanente e independiente de todo, en un ser autopuesto. Dios está  dotado de vida verdadera, o sea, de la capacidad de elevar el ser de su esencia  y  expresarlo  fuera de sí  en un ser fáctico, efectivo, objetivo (22/92). Dios no es el ente necesario, sino el mero ente, lo que es simple e independientemente de todo, pero dicho mero ente ha de ser creído como espíritu o ente capaz de exteriorizarse o no exteriorizarse,  o sea,  de causar libremente el  ser de su existencia, previa interrupción del ser de su esencia.  En el fondo la distinción real entre el ser de la esencia y el ser de la existencia se reduce a la disyuntiva entre la  inmanencia y la transitividad,  entre la mera interioridad y la exteriorización del ser. En sí mismo, el ser de la esencia está  siempre en la base, es como la naturaleza de Dios, pero esta  naturaleza deviene -supuesta la interrupción de su ser esencial- lo que puede ser o no ser (Seinkönnende) (GP 137; 440) respecto  de  su exteriorización. En la primera forma de su ser, el sujeto del ser se hace ahora mera esencia, mera potencia[19]; pero no potencia de su propio ser,  sino potencia de otro ser  (GP 443)  (del esse  existentiae). Para superar la antinomia entre el Dios de la fe y el de la razón, hemos de creer, por tanto, que la posibilidad abierta por la suspensión de su ser originario hace a Dios libre de elegir entre mantenerse en su inmanencia o devenir transitivo, es  decir, libre respecto de la manifestación de su naturaleza. Con todo,  la clave de la unidad entre el esse existentiae y el esse essentiae estriba en que aquél,  que es el ser del que éste carece, es sólo la exteriorización de éste, es decir, en que el contenido de ambos es el mismo, la naturaleza de Dios. 

 

     En realidad se trata, pues, de introducir la libertad en la noción  de causa sui de Espinosa. La causa sui es aquello que  se pone a sí mismo (37/107), justo como el Dios libre de  Schelling, pero  el sistema de Espinosa era un sistema de la pura necesidad, que lo explicaba todo como una consecuencia necesaria de la naturaleza divina. Ahora bien, si consiguiéramos entender la existencia  de Dios y la de las cosas como una consecuencia libre y contingente  de su voluntad (47/117),  entonces estaríamos en condiciones de alcanzar el ideal: un sistema tan simple y general como el de Espinosa, pero regido por la libertad (36/106). Por lo tanto, Schelling no elimina la oposición necesidad-libertad, pues la filosofía sigue siendo una ciencia mixta de necesidad y  libertad (GP 94), sino que pretende superarla haciendo anteceder la libertad a la necesidad en el filosofar (GP 101).

 

     La  introducción  de la libertad en el Ursein o  ser de la esencia no es, en absoluto, asunto fácil. El ser de la esencia es descrito por Schelling como actus purissimus que  desconoce  por completo su contrario.  No obstante,  este ser de la esencia, que constituye  por naturaleza el Uno-Todo, es de tal índole  que  no dejaría de ser el Uno-Todo,  si suspendiera el carácter  purísimo de su acto,  introduciendo con ello la posibilidad de ser de otra manera (ser de la existencia). Esa capacidad de suspender su acto purísimo  de  ser  deriva de que la forma  primera  (necesaria  e inmanente)  de su ser no es la causa de su  existencia  esencial, sino el resultado de que él "sin fundamento alguno es a se"  (GP 438).  Ahora bien,  si es la aseitas sin otro fundamento ulterior la razón determinante de la forma inmemorial  (unvordenklich) y originaria del ser de la esencia divina, entonces de igual manera que él está encerrado ab aeterno en su ser quieto  e  inmóvil, es también ab aeterno interiormente independiente de dicha forma de ser y goza de libertad para ser de otra forma: puede destruir aquella forma sin por ello dejar de ser. La libertad originaria es, pues, la libertad frente al ser -o mejor, frente a la forma de ser- y dicha libertad es lo que hace de Dios espíritu, no un espíritu, sino el Espíritu Absoluto (GP 438-439). Dios no está, por tanto, atado por su ser originario e inmemorial, sino que puede obrar o no obrar sobre su propio ser, y de esta manera goza de la  libertad de poder salir de sí mismo o, lo que es equivalente, de tomar sobre sí un ser distinto de su ser originariamente intransitivo. Su libertad ha de ser juzgada, además, como perfecta, ya que lo que puede hacer o no hacer con respecto a sí mismo no lo hace, o deja de hacer, por motivo de sí mismo. (GP 443-444).

 

     Es de notar que la libertad originaria es libertad frente al ser originario, o mejor, contra la forma originaria de ser (Cfr. GP 419). Ello implica que la libertad supone como anterior, si no en el tiempo, sí en el orden y dignidad, a su contrario, la necesidad, pero que no anula de ella más que su forma cerrada, inmanente o intransitiva, de manera que es compatible con la necesidad, como la manifestación lo es con lo manifiesto.  Pero, para ello, la libertad ha de ser mera libertad de manifestación, que se ejerce como negación, suspensión  o  destrucción de la forma primitiva del ser:  temporalizando la eternidad, dando forma finita a lo absoluto.

 

     Tres parecen ser, según entiendo, los puntos nucleares  en que  se apoya la distinción, como antinomia superable, entre el esse  essentiae y el esse existentiae El primero es el carácter impensable del esse essentiae:  la esencia es unvordenklich y anterior a todo pensamiento, y sin embargo llega a ser captada  por el pensamiento como inmóvil, quieta, eterna y necesaria[20]. Eso no obstante, y antes de todo pensamiento, dicha esencia es libre para suspender su inmovilidad, quietud, eternidad y necesidad,  generando la posibilidad de sus contrarios  y, con ella, la posibilidad del ser y del conocimiento objetivos.  El primer punto  nuclear parece ser, en buena lógica, la antecedencia de la voluntad al pensamiento y al conocimiento objetivo,  lo cual concuerda con el esquema antes indicado de su filosofía reformada, y, en parte, con su esquema antropológico[21] y con su primera filosofía, pero esa antecedencia vale no sólo para el hombre y su filosofía, sino en el propio orden del ser: el ente que no-puede-no-ser puede libremente dejar de ser  en cierto sentido,  y el ejercicio de  ese poder trasforma al mero ente (ser esencial) en fundamento o causa en acto[22].

 

     El segundo punto nuclear de esta distinción es que, en  consecuencia,  el pensar  y  el conocer pertenecen ya a lo fundado o creado, son posteriores a la decisión inmemorial, y por tanto son en  sí  mismos modos contingentes del esse  existentiae  que  libremente  se  ha dado el ser esencial. Si el pensar  y  el  saber conscientes son la memoria de su propia génesis, el adjetivo  inmemorial  debe indicarnos que el ser de la esencia y su  decisión originaria están más allá  del pensar y del saber, los cuales  reflejan  exclusivamente el proceso tal como deriva a partir de  la decisión libre divina de manifestarse. Y el tercer punto es, como ya indiqué más arriba, que todas las criaturas -incluídos el pensar y el saber propios del hombre- son manifestaciones libres  de la  esencia por cuya decisión existen, son modos homogéneos  con ella, en cuyos distintos grados se fenomenizan las determinaciones inmanentes de la esencia divina, que como hemos visto  tienen como rasgos en común la necesidad y la libertad.

 

     El resultado de todo esto es una concepción del comienzo como emanación manifestativa de la naturaleza divina, libremente producida por el sujeto -ahora Señor- del ser, cuyo efecto inmediato es la materia, o la exteriorización objetiva de lo inmanente,  pero cuyos contenidos objetivos son los mismos que los de su causa.  A esta conversión del Dios inmanente e independiente en causa productiva y reveladora de su intimidad es a lo que llama Schelling creación.   

    

     Hasta  aquí la concepción de la unidad y del sistema  en  el orden del ser;  pasemos ahora al del conocer. Es natural, tras lo dicho, que el sistema de Schelling no pueda ser simple  o sencillo,  puesto que ha de estar integrado por dos sentidos del ser y por dos filosofías, la Negativa y la Positiva, lo que, sin embargo, no le impide pretender, al menos, ser unitario,  pues  aunque la libertad en Dios sea segunda o relativa a la necesidad,  lo es de manera que no elimina a ésta, sino que la conserva y manifiesta en la concatenación de las potencias.

 

     En efecto,  las Filosofías Negativa y Positiva no se contradicen entre sí. Su relación es como la que existe entre lo más y lo menos. La Filosofía Positiva pone al descubierto la falta de ser  efectivo de la Negativa,  pero no la elimina ni la considera como falsa, sino sólo como deficitaria. La Filosofía Negativa sería falsa si pretendiera suplantar a la Positiva, pero la Positiva no rechaza la existencia de la conexión lógica o racional  que aquélla  establece (GP 101).  Lo falso reside  propiamente  en la pretensión de  exclusividad,  por eso ningún sistema es sencillamente falso.  En cambio,  el sistema verdadero es aquél en el que se concede a cada sistema su lugar  y  su verdad, sin que haya de parar en el eclecticismo (GP 84)[23]. Y esa generosa amplitud, signo de la verdad, es la que corresponde a la Filosofía Positiva.

 

     Por  otro  lado, las Filosofías Negativa y Positiva tienen direcciones distintas, que no se estorban, sino que se complementan. La Filosofía Negativa camina regresivamente, es decir, va de la esencia o contenido de la realidad hasta el concepto de  Dios, en el que termina como en su concepto más alto. En cambio, la Filosofía Positiva es la ciencia que empieza desde el principio real y efectivo, desde la libertad del creador, y progresa en el conocimiento de las existencias contingentes como manifestación del Dios libre, del que dependen en una conexión histórica o causal  (GP 77-78). Pero ambas coinciden en un punto, justamente  en aquel  punto en el que la filosofía regresiva transita a la  progresiva  (GP 121). A ese punto crucial (Wendepunkt) se llega  por parte  de la Filosofía Negativa o subjetiva cuando desde la  idea del  ente perfecto se pasa  a la idea del espíritu  perfectamente libre, o sea, al quid sit;  pero entonces, se descubre la insuficiencia de la Filosofía Negativa para responder a la cuestión delquod sit (GP 110-111). Ahora bien, sólo la  existencia  objetiva del Espíritu omnipotente es capaz de satisfacer el deseo de libertad de la voluntad humana frente al mundo, por lo que ser la Filosofía Positiva la que evidencie como carencia o falta de ser esa incapacidad de la Negativa para mostrar la existencia empírica del mismo, incapacidad que se corresponde con la índole de un proceso que ha transcurrido sólo dentro del pensar. En congruencia con lo dicho, la Filosofía Negativa no funda a la Positiva, sino que es ésta la que se funda a sí misma y muestra las  carencias de aquélla sin que, por ello, la rechace como falsa, sino que más bien la acepta como una  dimensión o parte suya (GP 118 y 121).

 

     Por último, en el plano de los contenidos la Filosofía Positiva trae consigo una ampliación de la conciencia filosófica  tal que -sin rechazar la conexión racional descubierta por la Filosofía  Negativa, sino reconociendo que las cosas mantienen un  nexo lógico  con el entendimiento divino, el cual asegura un orden sapiencial  en el mundo (GP 101)-  sea capaz de incluir  además  al cristianismo como un eslabón esencial, pero sólo como un eslabón, de su saber (GP 84). Y aquí empieza ya a atisbarse la complejidad del nuevo planteamiento schellinguiano. Sería, en efecto, un puro malentendido creer excluida de la filosofía histórica el  conocimiento de la naturaleza,  o, lo que es igual,  reducir el conocimiento de la naturaleza a la Filosofía Negativa. La Filosofía Negativa ciertamente nos suministra el contenido esencial o  racional de la naturaleza,  pero en el mundo, como ya se dijo, la cantidad  de lo irracional supera con creces a lo racional,  que  es sólo un accidente de aquéllo (GP 99-100),es decir: en el mundo lo contingente  e indeducible es mucho más que lo lógico y racional. De ahí que la  Filosofía Positiva  o  histórica haya de  explicar también la naturaleza, pero a partir del comienzo efectivo o libremente  causal del mundo (GP 84). De donde se concluye que  hay dos conocimientos distintos del mundo natural: uno a priori, puramente racional o negativo, y cuyo valor histórico es sólo propedéutico para el yo filosofante; y otro el conocimiento positivo, históricamente real, en el que coinciden perfectamente el valor  contingente de las cosas junto con su necesidad  eterna  por ser  manifestación libre de la esencia necesaria de Dios. Luego, en  parte los objetos estudiados por ambas filosofías  son  materialmente coincidentes, aunque sean enfocados de modo más extenso y abarcador los de la Positiva, que incluyen a los de la Negativa, y añaden los objetos mitológicos y revelados.

 

     A  estas diferencias ha de sumarse la que existe  entre  sus respectivos  métodos: completamente a priori el de la  Negativa, completamente a posteriori el de la Positiva,  pero bien  sabido que éste último no debe excluir al primero, sino contenerlo como una dimensión suya. Problema éste que abordaré un poco más  adelante, una vez definida por completo la postura de Schelling respecto del conjunto de la filosofía moderna, cuya exposición es todavía incompleta, y a la que voy a prestar atención de inmediato.

 

     Salta a la vista, desde luego, el carácter meramente programático de todo el desenlace hasta aquí descrito: se trata de una tarea o proyecto a realizar, no de un trabajo ya consumado, por más que se sepa a dónde se quiere ir y se hayan dado ya algunos pasos decisivos en esa dirección. De ahí que Schelling dé cierta importancia en su obra a la indicación  de los antecedentes  históricos del cambio a realizar así como de la relativa insuficiencia de los mismos para producirlo.

 

     Si se tiene en cuenta, por un lado, que como ya se dijo los desarrollos básicos de todas las filosofías expuestas desde Descartes hasta Schelling son desarrollos lógicos de un único sistema, sean lógico-objetivos o lógico-subjetivos; y se advierte, por otro, que para Schelling la razón es el conocimiento de lo que no puede no ser, de lo negativo o lógico, con exclusión de todas las determinaciones particulares o empíricas (173/243 - 174/244), entonces  toda la filosofía moderna expuesta hasta aquí  puede  ser calificada de racionalismo, y el racionalismo puede ser descrito como el proceso por el que la razón se hace consciente de su  ser  (GP  247),  siendo lo que conoce en nosotros  lo mismo que lo que es conocido (121/191). Pero puesto que la tarea consiste en superar el mero racionalismo, aunque sea sin eliminarlo, la nueva filosofía de Schelling habrá  de ser en  alguna medida un empirismo,  que es lo que histórica  y  sistemáticamente se opone al racionalismo.  Los antecedentes de la Filosofía  Positiva se encuentran, pues, en el empirismo, cuyas clases paso a exponer.

 

     El  principio general del empirismo es que sólo en la experiencia hay verdadero saber (GP 240; 196/266). Según los tipos de  experiencia a que apelan, distingue Schelling tres tipos de empirismo: 1) el empirismo puramente subjetivo  e  individual que se remite al mero sentimiento y que no puede originar ningún saber ni inmediato ni mediato;  2) el empirismo que descansa en la experiencia subjetiva, pero cuyo contenido se pretende objetivo en la medida en que coincide con la subjetividad divina, y da origen a un saber inmediato; 3) el empirismo científico u objetivo, que apela a la experiencia objetiva y procura un saber mediato (GP 249). El primero es el de Jacobi, el segundo el de los teósofos, el tercero el de los conocidos usualmente como empiristas: Bacon, Newton, Locke, Hume, etc., y que, por lo demás, es la corriente  de pensamiento que prevalece fuera de Alemania (GP 268).

 

     Por lo que hace a Jacobi, Schelling lo presenta como un precursor, aunque involuntario, de su Filosofía Positiva. Como  precursor, Jacobi fue un hombre entre dos épocas y, en esa misma medida, un hombre internamente roto o disociado e incluso titubeante entre ellas, como caña que azota el viento de acá  para allá.

 

     Jacobi se distinguió desde el principio por una alta aspiración hacia lo espiritual y hacia lo suprasensible. Guiado por sus nobles  sentimientos,  fue el primero en descubrir y rechazar  la vaciedad  del racionalismo:  los sistemas racionales  no explican nada  en realidad,  sino que son como un  juego  que nos  distrae  mientras no llegamos a conocer todas sus combinaciones. Frente al verdadero deseo de nuestro corazón (Pascal),  que es el de ir más allá  de nuestro pensamiento,  el racionalismo sólo proporciona un saber que se desarrolla exclusivamente dentro del pensar  y no se eleva nunca por encima de él.  El corazón de Jacobi exige un Dios personal, un Tu eterno que responda a mi yo, y por eso rechaza el racionalismo,  pero quedándose en la pura negativa,  sin intentar transformar ese sentimiento en una ciencia,  es decir,  sin someterse al dictado de la mera razón,  pero también sin procurar superarlo en un saber superior.  Por eso,  al mismo tiempo que deja el campo libre al racionalismo en el orden del saber, la propuesta  de Jacobi se reduce finalmente a un no saber, y su  filosofía se queda en un dualismo (razón-sentimiento) absoluto o  irresuelto.  Razones éstas por las que él no podía admitir la posibilidad de una época mejor en la que se desarrollara un saber que satisficiera las aspiraciones del corazón y pusiera, a la vez, en su lugar debido a la razón.

 

     El problema de Jacobi radica en que sus altas aspiraciones espirituales no estaban compensadas con el contrapeso de lo natural. Quizá debido al concepto puramente mecánico de la naturaleza que había recibido en su formación cartesiana, él había  excluído a la naturaleza de su consideración filosófica, como lo opuesto al espíritu, a la libertad y a la divinidad, como lo puramente negativo frente a lo positivo. Ahora bien, la filosofía no puede ocuparse sólo de lo más alto, sino que debe intentar  enlazar lo más bajo con lo más alto, puesto que ha de abarcarlo todo. 

 

     Tal falta de equilibrio se trasluce también en las  llamativas  vacilaciones de su pensamiento.  Así,  en sus comienzos,  al propio tiempo que confesaba que el único saber posible era el racionalista, le negaba desde las exigencias del sentimiento todo valor real, y propiciaba contra los sistemas que todo lo reducen a puras relaciones racionales una filosofía que llegó a llamar histórica,  si bien no la entendía como  internamente  histórica, sino sólo como fundada en la revelación externa y en la historia. En este sentido parecía decantarse hacia el lado de los  supranaturalistas, concediendo demasiado poco a la razón. En cambio, hacia el final de su vida,  Jacobi se arrojó en manos del  racionalismo de corte ilustrado,  un racionalismo puramente subjetivo  y mezquino.  En efecto, propuso atribuir a la razón todo cuanto había dicho del sentimiento,  haciendo jugar a aquélla el mismo papel que a éste,  es decir:  convirtiéndola en un órgano inmediato del saber sobre Dios y lo divino.  Con ello no sólo otorgaba a la razón  más de lo que puede hacer,  sino que se alejaba de sus intenciones primordiales, dado que la razón es esencialmente mediata e impersonal, y, por tanto, incapaz de entablar relaciones inmediatas y personales con Dios.

             

     En resumen, la gran lección que arroja el pensamiento de Jacobi, y que hace sumamente instructiva su filosofía para  los  ya avezados, consiste en haber puesto de manifiesto que toda filosofía que no mantiene su fundamento en lo negativo y que quiere alcanzar sin la mediación de esto lo positivo,  muere de inevitable atrofia espiritual.

 

     A diferencia del empirismo del sentimiento,  que sólo es capaz  de expresarse polémica o negativamente respecto  del  saber, hay una segunda forma de empirismo subjetivo que pretende  alcanzar un saber no científico, pero sí eminente y supremo. Se  trata del teosofismo, que no es propiamente una forma de filosofía, sino  de misticismo, a saber, un misticismo objetivo  -no puramente práctico o subjetivo-  que pretende tener un contenido téorico  o especulativo,  aunque como todo misticismo prescinda de la  forma científica.         

 

     El teósofo se piensa inspirado directamente por Dios, de manera que pretende poseer una intuición inmediata de la naturaleza divina  y del origen divino de las cosas. El supuesto  básico  de esta corriente es un hallazgo común con el de la primera  filosofía de Schelling y, por cierto, tenido por éste como muy verdadero e incluso como inteligible de suyo, a saber: que lo que conoce en nosotros es lo mismo que lo que es conocido (121/191; GP 105).De manera que lo que en el hombre llega a ser conciencia ha pasado  a través de toda la creación.  La conciencia humana en cuanto que  momento final del desarrollo cósmico tendría, pues, en sí misma una ciencia innata tanto del comienzo como de la génesis de todo.  Sin embargo, una catástrofe natural o caída le ha  privado de tener actualmente en sí una ciencia semejante, que no por ello ha  sido aniquilada, sino que tan sólo subyace potencialmente  en el  fondo del alma.  Esa catástrofe puso al hombre fuera de sí, fuera  de la situación natural en la que era conocedor  de todas las cosas, o sea, en un éxtasis falso. Pero un éxtasis contrario puede de nuevo devolverle a su situación natural y actualizar su intuición de lo divino, siendo arrebatado a la divinidad misma de la que se separó por la caída.

 

     El problema del teosofismo es que si se llegara alguna vez a cumplir lo que pretende,  el carácter intuitivo, extático o  contemplativo  de su saber haría imposible toda comunicación de  sus conocimientos.  Si se hallaran realmente en el centro del  saber, ellos deberían enmudecer, pero en cambio ellos se empeñan en  hablar  y  pretenden comunicar su saber a los que están  fuera  del centro. La contradicción se hace manifiesta en lo que dicen,  que no  sólo es completamente ininteligible para los demás, sino  que en sí mismo es un hablar descontrolado, que lucha en vano por expresar  lo que no tiene medio de expresar.  Y no lo tienen por su decidida intención de hablar desde el objeto intuido,  sin mediación alguna racional o discursiva.

 

     El teósofo es, en congruencia con todo lo anterior, un filósofo de la naturaleza,  pero sólo por el lado de los contenidos, que por cierto se hipertrofian hasta el punto de ahogarle en la sobreabundancia de la mera materia del saber. Es su aversión hacia la forma científica del saber lo que los separa de la filosofía y de la fecundidad, al tiempo que los emparienta con el misticismo. Pues el misticismo no es, como equivocadamente creen muchos,  la admisión de un saber superior o inaccesible a nuestra actual capacidad de comprensión, sino la aversión hacia la inteligencia clara, el desprecio de la fundamentación y del análisis científicos. Precisamente en eso se distingue y opone al  racionalismo: no por el lado de los contenidos, sino por el lado de las formas.

 

     El teosofismo coincide, por tanto, materialmente con  contenidos de la Filosofía Negativa,  y anticipa el intento de  partir desde la  revelación por parte de la Filosofía Positiva de  Schelling, aunque prescinda de la necesaria y fecunda racionalidad, a cuya dualidad reflexiva  nadie que haya sentido alguna vez lo saludable que es el análisis de sus pensamientos querrá  renunciar a ningún precio (188/258).              

    

     Por último, existe una tercera forma de empirismo  que Schelling  denomina científico y al que pertenecen los filósofos  modernos conocidos comúnmente bajo ese rótulo:  Bacon, Newton, Locke, Hume, etc.  Naturalmente,  el principio de este empirismo  es también que sólo en la experiencia hay verdadero saber,  pero  en vez de la subjetiva entienden por experiencia la experiencia  objetiva,  los hechos o cosas dadas en la experiencia sensible.  Es  característica de este empirismo su carencia  de  sistematicidad,  como se deduce obviamente del carácter contingente y aleatorio de su principio de experiencia.  Por lo demás, esa falta de sistematicidad se hace naturalmente extensiva a la historia del empirismo,  que a diferencia de la del racionalismo no sigue una trayectoria unitaria y sistemática (GP 273).

 

     Empirismo y racionalismo se oponen frontalmente entre sí por lo  que se refiere al principio supremo (Dios)(32/102).  En  este punto  crucial se oponen tanto por razón de la materia  como  por razón de la forma.  Por razón de la materia,  porque el empirismo afirma  que el principio supremo no es un principio abstracto  ni un puro concepto,  sino una personalidad empíricamente determinable (GP 243), y por eso el auténtico empirismo es el que concluye la existencia de Dios, como la de cualquier otra personalidad,  a partir de indicios experienciales (GP 271; cfr. 198/268). En cambio,  el racionalismo,  que se mueve sólo dentro del pensar,  comienza excluyendo que el principio sea una persona, puesto que su comienzo es exclusivamente lógico (GP 242), y le atribuye sólo el ser del concepto.  Por razón de la forma, se oponen también en la medida en que el racionalismo parte del concepto de Dios y lo deduce todo aprióricamente de él,  con exclusión formal de toda experiencia, mientras que el empirismo parte de la experiencia sensible y sólo llega a Dios conclusivamente. 

 

     Con  ser opuestos entre sí, según acabamos de ver,  racionalismo  y empirismo tienen entre sí cosas comunes.  Para  empezar, ambos buscan un saber real y efectivo en el que sea la cosa o  el objeto mismo el que por su movimiento produzca la ciencia, a  diferencia  de la Escolástica, en la que una  dialéctica  puramente subjetiva  o exterior al objeto, o sea, una  filosofía  puramente raciocinante,  era el motor del saber (30/100 - 32/102;  71/141). Pero, además, el empirismo es también una forma de filosofía  regresiva  o negativa, igual que el racionalismo, si bien de  curso inverso. En efecto,  en el empirismo se parte de la experiencia o del ser, pero se intenta remontar desde ella hasta el concepto de lo que verdaderamente existe (GP 246). En este sentido, el  empirismo superior o verdadero no se opone,  como a veces se ha  pretendido, a lo suprasensible o sobrenatural (198/268; GP 271),  no es un mero sensualismo que niegue todo lo general y necesario  en el  conocimiento humano, sino que en su más alto  sentido  afirma que  el verdadero Dios no es el mero ente general,  sino a la vez un ente singular o empírico (VC 460).

 

     Por otra  parte, el racionalismo sólo excluye la experiencia  formalmente, es decir, metódicamente, pero no materialmente, sino  que  la experiencia es su silenciosa suposición en la  medida  en que  todo  pensar humano supone una materia (GP 273-274).  Y  así aunque  el racionalismo moderno comenzó expulsando de la conciencia la naturaleza con Descartes y los cartesianos, cada vez se ha ido aproximando más en su desarrollo a la experiencia, hasta llegar a incluir la naturaleza en su temática. El último paso en este proceso de acercamiento lo representa la Filosofía de la Naturaleza de Schelling, en la cual por vez primera se ha expresado y desarrollado el  gran  hecho objetivo del mundo, el primer enlace entre la naturaleza y lo divino,  por lo que constituye el resultado supremo de todas las investigaciones filosóficas desde  Descartes hasta su tiempo.  Ese gran hecho fundamental descubierto y expresado por la Filosofía de la Naturaleza se puede resumir así:  la  génesis de toda la naturaleza descansa en  la  preponderancia que progresivamente ha recibido  lo subjetivo  sobre lo objetivo, hasta el punto de que lo objetivo mismo se ha hecho subjetivo  en la conciencia humana (DPE 275; GP 274-275).

 

     Aunque sea unilateral, el curso histórico del racionalismo, al haber tenido un carácter sistemático del que carece el empirismo, constituye, pues, un experimento único y decisivo para todo el pensamiento moderno (GP 273-274), que muestra una tendencia  a la conciliación de ambos métodos. Precisamente ésa es la posibilidad que asume como tarea la Filosofía Positiva de Schelling, la de alcanzar una filosofía universal, que por encima de las diferencias nacionales recoja lo que de verdadero y conciliable hay en racionalismo y empirismo (199/269 - 200/270).

 

     La Filosofía Positiva de Schelling contiene tanto al racionalismo como al empirismo, pero en una relación distinta para con  cada uno.  Con el racionalismo coincide  formalmente,  por cuanto que  entiende la filosofía como la ciencia que comienza desde  el principio  y, en consecuencia, procede a priori: del principio  a las consecuencias (GP 241).  La Filosofía Positiva quiere y parte del  deseo y concepto de un prius absoluto o  ente  trascendente, pero  ella no afirma nada a priori acerca de la naturaleza de ese comienzo ni de la manera e índole de su comenzar (GP  241-242), por lo que difiere materialmente del racionalismo, el cual  pretende determinar a priori y de modo puramente lógico la naturaleza del principio.

 

     Con el empirismo, por su parte, coincide materialmente, pues su saber sobre el prius absoluto no se basa en ningún conocimiento a priori, sino sólo a posteriori. Se parte, es cierto del concepto formal del prius, pero su existencia y su índole efectivas sólo se reconocen a través de su acción contingente (GP 244). Se diferencia, en cambio, del empirismo formalmente,  ya que ella parte del concepto y busca el ser efectivo, mientras que el empirismo parte del ser y busca el concepto: lo que para una es comienzo, para la otra es final. La Filosofía Positiva es progresiva, pues va de lo menos (concepto) a lo más (ser), el empirismo es regresivo, pues va de lo más (ser) a lo menos (concepto) (GP 246).

 

     Precisamente aquí reside lo peculiar de la Filosofía Positiva. Para ella, lo último en el orden del pensar coincide con  lo primero en el orden del ser.  Lo último en el orden del pensar es conocido,  de modo aparentemente paradójico, a  priori,  mientras que lo primero en el orden del ser lo es a posteriori; y sin  embargo  no hay dificultad en que ambos coincidan, puesto que una misma cosa puede ser conocida a la vez a priori y a  posteriori, como por ejemplo ocurre con las obras de arte, que son conocidas a priori  por el artista, y a posteriori por el  espectador  (GP   241). De acuerdo con esto, aunque exista un doble orden del ser (ser de la esencia y ser de la existencia)  y un doble orden del pensar (a priori y a posteriori), Schelling puede seguir manteniendo el principio de Espinosa según el cual el orden del ser y el orden del pensar son idénticos (GP 140), pero con un correctivo: esa identidad es una mera identidad de hecho. En lo cual va implícito que la coincidencia no es igualitaria ni hace intercambiables a los coincidentes: se trataría de una mera coincidencia entre un contenido y una  forma. Según Schelling, lo primero en el orden del pensar (ser necesario)  se subordina cognoscitiva o formalmente a lo primero en el orden del ser de la existencia, y lo primero en el orden del ser  existencial  (ser libre)  se subordina entitativa  o  materialmente a lo primero en el orden del pensar. En la medida en que el pensar humano pertenece al plano de la manifestación existencial de Dios queda sometido a la decisión divina de manifestarse y, por ende, al método experiencial, o a posteriori;  pero en la medida en que lo pensado es la esencia de lo manifiesto  y en que ésta es anterior a toda manifestación, lo pensado es necesario y a priori. De manera que no porque existe un primero según el pensar humano ha de ser eso mismo lo primero en el ser existencial, sino al revés, porque lo primero en el ser existencial es el ente total y perfecto (término de la fe o deseo del pensar), por eso es también lo primero para el pensar. La coincidencia se basa, pues, en que la  forma contingente de lo conocido por el pensar humano no excluye, sino más bien reclama el contenido necesario de lo pensado por  el pensar humano. De ahí que el sistema positivo incluya  y subordine al negativo; de ahí que el ente supremo y positivo sea trascendente respecto del término del pensar (GP 245); de ahí que la libertad anteceda a la necesidad, y de ahí también que la Filosofía Positiva pueda empezar de modo absoluto, sin necesidad de ser precedida por la Negativa (GP 118).

 

     Con  todo, la Gran Introduccion de Munich hace anteceder  el cuerpo histórico de la Filosofía Negativa, es decir, el curso entero y detallado de la filosofía moderna, que es coronado por la  Filosofía de la Naturaleza de Schelling, a la Filosofía Positiva,  para servirle de preparación.  Y así, la Historia de la Filosofía Moderna  -en la versión de los manuscritos Helmes- se cierra con la declaración del hecho cósmico esencial: la progresiva preponderancia de lo  subjetivo  sobre lo objetivo en el desarrollo  de las potencias. Justamente ése será el comienzo de la Exposición del Empirismo Filosófico,  obra que completa esta  Gran Introducción y cubre el trayecto entre el hecho cósmico esencial y la creación libre del mundo, que es el comienzo de la Filosofía Positiva. Tal comienzo es objeto de un acto de fe filosófica, o de una afirmación voluntaria, de lo que constituye el deseo más profundo de nuestra razón, a saber, la existencia de un Espíritu supremo libre y omnipotente. Tal acto de fe es, sin duda, a priori, pero es conocido y comprobado experimentalmente mediante una hermenéutica de la existencia contingente  del mundo y de la historia.

 

     En  definitiva, la síntesis entre empirismo y  racionalismo, entre  Filosofía Positiva y Negativa, y entre el Dios de la fe  y  el  de  la razón se obtiene gracias a la idea de  creación libre (199/269) o de ente supremo y perfecto capaz de cambiar su ser necesario en un ser autopuesto o libre (22/92), idea que es precisamente objeto de fe filosófica (179/249), o sea, de un acto de afirmación voluntario y congruente con el acto de libertad divina que da origen al mundo, el cual por ser libre sólo puede ser conocido a posteriori.

 

 

 

     VI. Epílogo.

 

 

     Hasta  aquí  he procurado seguir fielmente los pasos  de  la Historia  de la Filosofía Moderna de Schelling resaltando su  carácter de introducción al cambio radical de la filosofía  pretendido  por él. Sin embargo, ahora quisiera examinar, dentro de los límites de este escrito, el interés (A), el alcance (B) y las limitaciones (C) del proyecto expuesto.

 

 

     A) En esta obra, Schelling justifica y propugna una verdadera reforma de la filosofía (GP 80), un cambio radical que permita superar la antinomia fundamental del pensamiento, a saber, la antinomia entre el Dios necesario de la razón y el Dios libre de la fe,  entre el Dios término del pensar y el Dios comienzo del ser. La superación de dicha antinomia, tanto por parte del objeto mismo (Dios), como por parte del saber humano,  debe dar lugar a una filosofía o sistema intrínsecamente históricos, para los cuales la  existencia tenga un sentido contingente inédito dentro de  la  filosofía racionalista y que permita acercarla a la filosofía empirista, alcanzando así por vez primera una síntesis total de las dos corrientes históricas por las que ha discurrido separadamente el moderno filosofar. En este sentido, el curso de su filosofía, tal como se ve desde la Gran Introducción de Munich, ni es rectilíneo ni parece ser el acabamiento perfectivo del idealismo alemán, como sugiere  W.Schulz[24], sino que es una rectificación de las parcialidades propias de la modernidad, incluída la del idealismo, y así se presenta como el lugar geométrico en el que se reúnen unitariamente las líneas de dispersión de la  filosofía moderna,  es decir,  como la coronación en coherencia de toda la modernidad. Resumidamente: la filosofía del último Schelling pretende  obtener, mediante reforma o inversión, aquella filosofía real que, por distintos caminos, pero desde el principio,  habían perseguido racionalistas y empiristas (32/102).

 

     Desde luego, no puede negarse la clarividencia y la valentía de Schelling  al señalar que el problema básico de la filosofía moderna es el conflicto entre el Dios de la razón y el Dios de la fe. Aunque se trate de un problema heredado de la filosofía  medieval, desde una consideración estrictamente histórico-filosófica el conflicto es sencillamente innegable y, como entiende Schelling, determina en lo básico todos los planteamientos  filosóficos modernos.  El mérito y el interés de la denuncia de Schelling consisten en que no llega a formularla a partir del  conocimiento de la historia de la filosofía medieval  y de sus problemas irresueltos, sino desde el análisis mismo del moderno filosofar. Y su valentía reside en haberlo proclamado contra viento y marea en un  momento histórico predominantemente adverso a semejante  diagnóstico.

 

     El punto de ruptura o reforma de Schelling con la modernidad y con su anterior filosofía se contiene en la adopción de la idea cristiana de la creatio ex nihilo, que había sido excluída en su primera filosofía, y no había sido admitida plenamente ni siquiera en las primeras elaboraciones de sus Die Weltalter[25]. El hilo de continuidad con el pensamiento moderno y consigo mismo, en cambio, se mantiene en la concepción de la eternidad como la  anterioridad al tiempo,  o sea, en la concepción de Dios como  el precedente necesario a partir de cuyas determinaciones inmanentes toman cuerpo y contenido las criaturas, las cuales, en consecuencia, no pueden ser más que fenómenos o manifestaciones de la naturaleza del ser divino, y su esse existentiae[26].

 

     De forma que, si resulta textualmente innegable que el error común a toda la filosofía moderna, y no sólo al idealismo alemán, que intenta corregir Schelling  ha sido el de desarrollar una filosofía al margen o de espaldas a la fe cristiana, no menos innegable  es  que la interpretación de tal error es realizada por Schelling desde sus planteamientos básicos, pues es regla bastante extendida que todos los grandes filósofos que han experimentado cambios notorios en la dirección de su filosofía (Kant y Heidegger, por ejemplo), nunca se han replanteado sus supuestos radicales,  sino que tan sólo los han modificado de modo parcial o, cuando más, los han invertido. De ahí que la última filosofía de Schelling sea una curiosa reforma de su anterior filosofía idealista, al mismo tiempo que una reafirmación indirecta de un peculiar idealismo: un idealismo que explica desde la esencia todas las cosas, pero marcando una diferencia entre la forma libre y  el contenido necesario de las mismas.

 

 

     B)  El problema es planteado por Schelling en los siguientes términos. El concepto racional de Dios es el concepto del ente necesario, que no es precedido por ninguna posibilidad, y por lo mismo es rígido, inmóvil, incapaz de progresar o salir de sí mismo, o sea, de tomar cualquier iniciativa o de comenzar libremente algo. De manera que su acción ha de ser ciega (o sea, no precedida por la posibilidad) y no libre, y por ello ese ente no puede ser concebido como un ente personal. Un ente así concebido es un ente falto o manco de ser, no en el sentido de que no exista, sino en el de que le falta la vida, el grado más alto de ser: sería un ente inerte. Sin embargo, el Dios de la fe, el Dios que desea nuestro corazón, es concebido como aquel ente que puede hacer  lo  que quiera,  esto es, como la libertad absoluta del hacer, capaz de trascender o salir de sí mismo para poner otro ser (19/89 - 23/93), más aún, es concebido como espíritu, o ser que puede exteriorizarse o no exteriorizarse (GP 112), y como persona, o sea,  como Tú eterno que responda a mi yo, no como un ente que está sólo en mi pensamiento, en el que se agote y con el que se  identifique (167/237).

 

     Sin embargo, la denuncia de esta antinomia no tiene como meta, en la intención de Schelling, la pura perplejidad ni la admisión de una especie de bicefalismo parmenídeo en torno a la cuestión  central  y  suprema de toda filosofía, sino la propuesta de una conciliación entre la razón y la fe:  la filosofía del último Schelling es un peculiar intento de armonización de razón  y  fe, pero  no en términos puros o neutrales,  sino entendiendo por razón el método propio de pensar de la filosofía moderna, que él no duda en calificar -con todo acierto- de reflexivo y lógico, y los datos de lo que él llama la religión oficial,  que son  hallazgos de un órgano distinto dentro del espíritu humano, a saber, el entendimiento,  o facultad que hace comprensible todo lo que  trasciende el contenido del propio pensamiento,  y en esa medida responde al deseo o voluntad profunda de superar el enclaustramiento del pensar racional (173/ 243 - 174/244, y 169/239).

 

     Naturalmente, como se trata de un intento de armonización, ni la razón ni la fe deben ser excluídas como medios de conocimiento del que se ha declarado problema central: el concepto de  Dios (24/94). Pero obviamente, desde los supuestos schellinguianos, la antinomia debe ser superada tanto en el objeto como en el saber.

 

     Respecto del objeto, la solución de Schelling  consiste en apelar a una antigua distinción, a saber, la distinción entre esencia y existencia, pero: a) introduciéndola en Dios y sólo en Dios, cosa a la que nadie nunca se había atrevido,  y  b)  entendiéndola   como una distinción entre un esse essentiae y un  esse existentiae, que al margen de sus relativos precedentes históricos (Enrique de Gante, Gil de Roma, etc.), implica una distinción entre dos modos de ser originarios. Con ello se acerca al racionalismo, a la vez que impide el planteamiento hegeliano.

 

 

 

     Dios  es, para Schelling, el  sujeto del ser, el esse essentiae. Este sujeto del ser no es una mera nada, sino el punto en el que ser y pensar coinciden, o sea, el ipsum ens, el ser necesario, que no puede no ser y, por ello mismo, no es antecedido por  ninguna posibilidad previa. Si quisiéramos negar que Dios es el ente necesario, eliminaríamos su concepto verdaderamente original, irrenunciable para el pensamiento, y que está en la base del esse existentiae (21/91 - 22/92).  Hasta aquí su pensamiento  concuerda,  en parte, con el del racionalismo, el cual admite  un esse existentiae empírico y añadido a la esencia, aunque sólo en las criaturas.

 

     Lo que ocurre es que Dios es eso, pero no sólo eso. Dios es, al mismo tiempo, espíritu capaz de exteriorizarse o no exteriorizarse, o sea, libre de suprimir o anular su ser meramente puesto y convertirlo en un ser autopuesto, capaz de trasmutar la quietud e inmovilidad de su ser necesario en la movilidad y procesualidad de un ser contingente.  En pocas palabras,  Dios es el ser que no puede no ser (esse essentiae), pero que es libre de darse a sí mismo un esse existentiae, una existencia  externa, manifiesta, transitiva, por oposición a la existencia inmanente o interna que le corresponde a su esencia. En este sentido, Dios es libre  respecto  de su existencia externa (22/92). La omnipotencia de Dios recae sobre sí mismo, y consiste en el poder de convertir determinaciones inmanentes de su ser necesario en potencias transitivas de su manifestación. El esse existentiae de Dios es producido por Dios mismo sin que haya en él precedente alguno de aquél, sin ninguna anticipación potencial, o sea,  -en la interpretación de Schelling-  "ex nihilo" (DPE 328). En el Dios esencial originario no hay potencias ni posibilidades respecto de otras cosas, sólo inmanencia y necesidad, pero Dios tiene el poder o potencia absoluta de trasformar su inmanencia y necesidad en posibilidad o potencia relativa. En ese poder trasformador absoluto radica la omnipotencia de Dios,  la creación ex nihilo  y la originalidad delesse existentiae schellinguiano.

 

     Es  obvio  que la propuesta de Schelling reúne a la  vez  en Dios necesidad y libertad, es decir, los dos extremos de la antinomia por él señalada, y en esas circunstancias todo lo que puede intentar es que ambos opuestos no se  contradigan  abiertamente. Así, Dios tiene que seguir siendo el ente que no puede no ser, pero se admite por fe que ese "ente que no puede no ser" sea  libre de manifestarse o no, es decir, que pueda no ser en un sentido determinado (fáctico y objetivo)  y, paralelamente,  que pueda dejar de ser en otro sentido determinado (inmanente y eterno). La  libertad se opone sólo a la necesidad de la inmanencia, que es un no-ser en sentido transitivo, característico del esse  essentiae, pero no a la necesidad del ipsum ens. De modo semejante, el ejercicio positivo de esa libertad anula el carácter inmediato y cerrado del esse essentiae, pero no el carácter necesario o esencial de lo manifiesto, pues lo que se manifiesta son, inevitablemente las determinaciones  -que antes eran sólo inmanentes y ocultas- de la esencia de Dios.

 

     Entre  el esse essentiae  y el esse existentiae de Dios se introduce una decisión libre e inmemorial, que es lo que los distingue, que antecede a toda la creación, y según la cual lo primero respecto de lo creado es la acción. La acción no es lo absolutamente primero, pues antes existe el sujeto, pero sí es  lo primero  relativamente a lo creado. Lo mismo ocurre con el ser: supuesta la decisión inmemorial, el ser objetivo es anterior a la esencia, como la manifestación es anterior a lo manifiesto. Pero el ser de la esencia antecede absolutamente al ser de la existencia, pues está en la base, como fundamento, de la autoposición del ser externo.

 

     Por supuesto, como el esse existentiae es fruto de una decisión libre, todo lo creado es contingente, incluso el orden de las potencias -que son también creadas- es contingente. Sin embargo, tal contingencia no excluye lo lógico o racional, puesto que lo manifiesto en el orden contingente y temporal no es más que la esencia necesaria e intemporal de Dios.

 

     Éste es quizás el punto crucial de todo el planteamiento filosófico del último Schelling: que ha entendido la creación como una  acción  de Dios sobre sí mismo (22/92 - 23/93). Tal acción consiste en una conversión de determinaciones  inmanentes  en potencias transitivas. Antes de la acción libre conversora, las potencias no existían  como  potencias, y en este sentido pasan del no ser al ser.  Pero es obvio, que una conversión de lo inmanente en transitivo,  no es más que un cambio de situación de lo mismo,  pero en manera alguna es una creación ex nihilo,  tal como la entiende la fe revelada. 

 

     Igualmente, un Dios que no puede no ser, pero que no es en cierto sentido, porque le falta la dimensión objetiva del ser, o sea, el esse existentiae, no es un verdadero Dios, pues es imperfecto. Schelling añade entonces que el verdadero concepto de Dios es el del ser omnipotente que puede producir en sí mismo lo  que no tiene, más aún, que la omnipotencia divina consiste en la posible interrupción de su acto purísimo de ser esencial, pero con ello ha de admitir de modo inexorable que o bien carece inicialmente de aquello que produce, o bien introduce posteriormente y de modo libre una falta o deficiencia en su acto purísimo de ser, es decir: ha de admitir inevitablemente la idea de un Dios imperfecto o falto de ser en algún sentido. Si, para disminuir el impacto de esta objeción, se dijera que, en realidad, lo que Dios produce en sí mismo no es nada más que la manifestación o revelación de lo que ya era, entonces no sólo el concepto de omnipotencia quedaría reducido a la mera posibilidad de expresarse -lo que no parece en nada un poder extraordinario y,  mucho menos, una creación ex nihilo-, sino que se pondría al descubierto que Schelling confunde creación de la naturaleza con autorrevelación sobrenatural de Dios[27], o sea, creación del mundo y del hombre con encarnación del Verbo. Por decirlo de otra manera, Schelling invierte a Espinosa:  si para éste no hay otra revelación verdadera que la revelación natural, de modo que la creación es sólo causación, o manifestación necesaria de la causa, y lo  primeramente creado es el hijo de Dios; para Schelling, incluso la revelación natural es libre y es manifestación de las determinaciones  inmanentes  de Dios, de modo que la revelación es,  en cualquiera de los casos, revelación no natural,  sino voluntaria, de la intimidad divina. Pero tanto en Espinosa como en Schelling se confunden  revelación y producción o creación, y en ambos tenemos la causa sui, sea espontánea y necesaria, sea deliberada y libre, respectivamente. La filosofía del último Schelling sería, entonces,  como él mismo propone, un espinosismo desarrollado y ampliado.

 

     Y tal parece haber sido, en definitiva, el supuesto de Schelling: la revelación es mera manifestación de la naturaleza divina realizada por creación;  las criaturas son modos o  manifestaciones libres y temporales de la esencia  eterna  y  necesaria de  Dios.  Del panteísmo corrige sólo el carácter inmediato y necesario de la creación,  el emanatismo espontáneo,  pero conserva  la identidad esencial  y  la diferencia exclusivamente  modal  de la criatura con Dios[28]. De modo paralelo, con la admisión del esse essentiae  como anterior al  esse existentiae se soslaya la idea de proceso autoproductivo de Dios en su ser esencial -idea que hiere la conciencia general religiosa sobre Dios  (124/194)-,  pero con la interpretación del esse existentiae como pura manifestación se pierde la novedad real del ser creatural: la concepción del actus y de la originalidad del ser creatural se reduce a  mero  contingentismo, o sea, a mera diferencial modal con la esencia -aquello que en Dios es necesario, en la criatura es contingente-. Y,  lo que es más, el Dios de la fe es reducido a mera manifestación modal (histórica) del Dios de la razón. 

 

     En estos términos, aunque él lo pretenda[29], el racionalismo moderno no es superado verdaderamente por la filosofía del último Schelling, pues es también característico de los racionalistas entender que la existencia es posterior a la esencia, a la que sólo añadiría la facticidad exterior. En Schelling hay ciertamente un idealismo que se hace manifiesto en la exigencia de explicar cómo la esencia lo es positivamente todo  -de ahí su  ampliación del idealismo de Fichte-, mientras que el racionalismo se conformaba con establecer cómo todo se reduce a la esencia. Entre el racionalismo y el idealismo hay una clara  continuidad, según la cual el idealismo cierra y redondea perfectivamente el proyecto racionalista: no basta con saber que todo se reduce a la esencia, hace falta averiguar cómo la esencia llega a serlo todo.  Si uno  detiene su marcha cuando consigue que  todo  (lo que existe)  esté en la esencia,  queda un residuo inexplicado, el de la existencia fáctica o extraesencial,  de la que se había partido y que no añade a aquélla nada más que facticidad o denominación extrínseca, como el caso particular no añade nada a la ley general.  En cambio, si a la reducción de todo a esencia,  se le añade la exigencia adicional de mostrar cómo la esencia es todo, entonces nada (ni siquiera la existencia)  puede quedar fuera de la esencia.

 

Quien llevó tal exigencia al ápice de su rigor fue Hegel[30]. Para Hegel no hay más ser que el de la esencia -como muy bien supo ver Schelling-, pero el problema del ser de la esencia es exclusivamente  el de su inteligibilidad, no el de la existencia fáctica, ni el de su manifestación  o  fenomenización extramental: no hay falta de ser extramental en la esencia, según Hegel, sino sólo falta de inteligibilidad. Dicho de otro modo, si la esencia es lo pensable, la esencia se hace real al pensarla: al intensificar su  inteligibilidad,  queda reducida la diferencia interna con su ser. Por el contrario, la realidad extramental es mera alienación para el ser de la esencia, cuya realidad es puramente racional, y ha de ser hallada sólo racionalmente, según Hegel, cosa que sucede -tras la alienación-  en la forma de una pura recuperación por sí misma, o resurrección de lo racional.  De ahí que, al distinguir Schelling en Dios entre un esse essentiae y un esse existentiae, introduzca cierta falta (libre) de ser en el esse essentiae divino, que ha de ser llenada con el  esse existentiae, para lo cual es insuficiente la mera inteligibilidad de la esencia. La reforma filosófica de Schelling constituye, pues, un paso atrás, una  vuelta del pleno idealismo de Hegel a cierto racionalismo, por lo que más que una culminación del idealismo, es una evitación en su mismo origen de la Metafísica de Hegel,  o idealismo absoluto[31].

 

     Por lo que se refiere ahora al saber, para superar la antinomia fe-saber (versión implícitamente luterana de la distinción fe-razón), distingue Schelling dos posturas básicas en las relaciones entre ambas. La primera sostiene la separación absoluta de ambos extremos. Es la postura de quienes o bien son indiferentes a la filosofía, o bien están interesados en destacar su insuficiencia como conocimiento, y, en consecuencia, sostienen que la fe contiene lo que la filosofía ni contiene ni es capaz de contener:  saber, o filosofía, y fe son ámbitos separados incluso por sus  contenidos. Aunque esta posición es comprensible  desde  un punto de vista histórico, ya que como se dijo, desde Descartes la filosofía deja de lado el contenido de la religión positiva (178/248; GP 257), no es, sin embargo, -para Schelling- sostenible con coherencia,  pues o bien ha de acudir a una autoridad (revelada e histórica) que es y permanece externa a nosotros, de manera que quiera y proponga una fe ciega y sin fundamento  -lo que suprimiría por completo la filosofía-, o bien quiere una fe  fundada  y apoyada en motivos racionales, en cuyo caso necesita de una filosofía autónoma  e  independiente de aquella autoridad, pero  que sirva para apoyarla, es decir, para que tenga autoridad  (165/235 - 166/236). En realidad, pues, quienes sostienen esta postura (los supranaturalistas) pertenecen a una clase de hombres muy extendida, pero denigrante para el ser racional, a saber, a la clase  de hombres que no saben lo que quieren:  porque o tales  creyentes se representan la fe como conocimiento no intuitivo, y, en ese caso, no tienen por qué rechazar el saber en general, y menos aún el saber mediato -antes bien lo necesitan-,  o por el contrario  la imaginan como una intuición directa de las verdades divinas,  pero en este caso no son  creyentes, sino  videntes o seres que se consideran inmediatamente  inspirados  por Dios,  como los teósofos (184/254), pues lo que se opone y excluye verdaderamente a la fe es la visión (GP 259).

 

     Menos comprensible  desde el punto de vista histórico,  pero más  coherente es la segunda postura básica en torno a las  relaciones  fe-saber, la cual consiste en entender que la  distinción entre saber y fe es una distinción dentro del saber mismo, es decir, dentro de la filosofía.  Según esto,  tanto el saber como la fe  son filosóficos, por lo que junto al saber filosófico  ha  de admitirse una fe filosófica (179/249).  Ahora bien, esta duplicidad de saberes puede, a su vez, ser entendida de dos maneras: como  una simple concordancia de razón y fe en cuanto que modos del saber, sin oposición alguna entre ellas, o como una oposición absoluta  de ambas dentro del saber.  En el primer caso,  quizá  sea posible que Schelling se refiera a Hegel,  del cual ha dicho  antes: "él va tan lejos que atribuye a su filosofía un conocimiento de los  dogmas  cristianos" (128/198).  En el segundo, en cambio,  manifiesta expresamente que ése es el pensamiento de Jacobi, cuyo sistema es un dualismo perfecto e irresuelto: la razón y el saber llevan al ateísmo y al fatalismo,  mientras que el sentimiento  y la voluntad aspiran mediante la fe a un Dios personal y a una libertad efectiva.  El paso del uno a la otra es absolutamente  incomprensible,  de manera que Jacobi es por su razón  espinosista,  mientras que por su fe es cristiano, pero en una perfecta ruptura  interior.

    

     La doctrina de Schelling sobre las relaciones fe-razón se integra en la línea de esta segunda postura general que incluye ala razón y a la fe como dos partes de la filosofía, y dentro  de la cual  presenta una tercera posibilidad distinta de la de Hegel y de la de Jacobi. Desde luego, de entrada entiende que razón y  fe son formas de saber opuestas,  es decir,  se pone del lado  de Jacobi, al que considera su precursor. No podía ser de otra manera,  puesto que ya hemos visto que para él la antinomia fundamental de la filosofía es la que existe entre el Dios de la razón y el de la fe. Pero discrepa de Jacobi por haberse instalado en la  antinomia y no haber intentado superarla, por ello Schelling dedica algunos complicados desarrollos doctrinales para explicar la  superación de la antinomia mediante el tránsito de la razón a la fe.  Así pues, él defiende la concordia de razón y fe, pero no de manera  directa tal que, como en Hegel, los contenidos de  la  fe sean inmediatamente objeto de la razón, sino obtenida por la  superación de la diferencia entre ellas.

 

     Ante todo, Schelling distingue dentro del saber entre razón y entendimiento. La razón conoce solamente lo inmediato, lo  que no  puede no ser, la certeza inmediata, por eso es el fundamento, lo inmóvil sobre lo que debe construirse todo. Su exigencia radical es que todo debe hacerse inteligible para ella,  por donde se deduce  que ella no es la que comprende originariamente o que  no todo  es inicialmente inteligible para ella. Ella se aferra a lo necesario y negativo. En cambio, el entendimiento es lo que hace mediatamente comprensible todo cuanto trasciende su propio contenido inmediato, y en esa medida supera lo negativo y es el órgano de lo positivo. Si la razón es lo que da coherencia y lo que limita el saber, el entendimiento es lo que se extiende, progresa y actúa, es decir, lo que construye activamente el saber (173/243 - 174/244). El entendimiento es mediador, la razón es contemplativa: en la contemplación no hay entendimiento (188/258), pero en la razón no hay mediación. El entendimiento no es un principio cognoscente, sino el deseo y afán de saber (189/259), el órgano de la verdad del corazón. Nuestro destino no es vivir en la contemplación, sino en la fe, que es fruto del entendimiento, de ahí que nuestro saber está hecho a retazos, sea fragmentario y sucesivo, aunque quien haya sentido alguna vez lo saludable que es el análisis de sus pensamientos, lo saludable de una producción  sucesiva del saber, no renunciar  a ningún precio a esta dualidad reflexiva (188/258 - 189/259). Dios en su positividad no es asequible más que al entendimiento, y sólo al entendimiento más elevado y mejor formado, mientras que la razón está tan lejos de ser el órgano inmediato de lo positivo que únicamente en contradicción con ella puede elevarse aquél al concepto positivo de Dios  (174/244)[32].

 

     Esta oposición puede explicarse mediante una catástrofe ocurrida  a la esencia del hombre por la que se ha producido  en  él una interna duplicidad de principios, uno meramente  substancial, el  otro meramente sapiente. El primero no ha dejado por completo de ser un saber, tan sólo ha perdido su carácter actual, de manera  que el principio substancial o sujeto es sólo ciencia  en potencia,  no en acto.  El contiene la posibilidad de saberlo todo,  pero su saber está  sumido para él en el olvido, por  lo que tiene  que ser despertado y activado por otro. Este otro no está  contenido en él,  sino en un principio más alto al que cabe llamar entendimiento activo. Al primero cabe llamarlo razón,  y no es sino  el entendimiento en potencia. En la oposición y  composición de estos dos principios reside la ciencia libre y reflexiva. Pues el principio más alto o entendimiento activo es también a su  manera  no cognoscitivo: es una ignorancia sapiente, puro  deseo  o afán  de saber, que sabe e indaga lo que desea saber, pero no  lo tiene como sabido.  A él le toca tan sólo el despertar y producir  la ciencia, pero no es el que sabe. En cambio, el principio substancial  o  razón es el que pasa de la potencia al acto de saber; para él, llegar a saber es sólo recordar, y así viene a ser como la conciencia del principio superior, el que responde a las preguntas del principio superior. En este diálogo entre entendimiento y razón,que Schelling compara también al método socrático, se encierra todo el misterio de la filosofía, y el arte de este diálogo constituye la verdadera e interna dialéctica. Así es como se alumbra la filosofía en el interior mismo del que filosofa, y  no  como método externo, pues este movimiento interno no sale a relucir en el producto o resultado del filosofar (GP 261-263). Dicho método interno antecede y determina el carácter histórico del método de las potencias, pero no lo elimina ni lo substituye, pues no  se trasluce en el resultado del filosofar, el cual sigue  estando regido por el método de las potencias.

 

     Pues bien, la razón o saber meramente substancial podría ser dentro de sí misma atea. Pero  entonces llegaría a un punto en el que el sujeto del saber se reconocería como principio de todo ser finito. No que la razón se conozca a sí misma como  siendo  todo ser, pues, en ese caso, la razón sería Dios -no atea-, sino que sólo se conoce como siendo todo ser finito, por mor de su pura subjetividad. En este retroceso a la subjetividad, el sujeto del saber se reconocería como tal, porque la subjetividad es a su modo infinitamente necesaria y lleva consigo una referencia de suyo a una objetividad infinita. Al reconocerse como principio de todo ente finito, se conocería como substancia y a su saber como saber consumado o auto-objetivo. Sin embargo, aquello que es en su interioridad el saber puro es, a la vez, cierto no ente -pues el cognoscente, en cuanto que tal, es el ente que no es sí mismo-, o sea, ha de ser en su existencia, o en su estar fuera de sí, un producto del ser objetivo. Por eso, en el mismo momento en que se sabe mero sujeto (mera substancia) y saber auto-objetivo tiene que saberse también como no siendo todo ente y como no siendo lo verdaderamente objetivo,  sino sólo lo finitamente subjetivo,  es decir, lo negativo. Con ello, la razón podría anonadarse como "todo" y poner en Dios lo infinitamente positivo u objetivo. Ese anonadamiento consistiría en retroceder desde su precedente auto-objetividad, o consumación como objetivación de sí misma, a la plena subjetividad. Desde luego, se trataría también de un acto subjetivo de la razón, semejante al acto de la devoción, en la que se renuncia a uno mismo frente a un ser superior, que es completamente sujeto. Tal acto es un acto de fe, fruto del entendimiento o afán de saber total. El saber humano se cerciora del ente sobreabundante autoaniquilándose libremente, en la fe o confianza de que, en recompensa por haber renunciado a su ipseidad,  se le va a hacer presente lo sobreabundante o divino. Saber negativo y comienzo del saber positivo coinciden, pues el anonadamiento de la razón sólo niega la auto-objetivación, no la subjetividad de la razón, gracias a la cual puede creer, y gracias a la cual permanece como saber (sólo en la subjetividad), junto al saber positivo. (Cfr.179/249; GP 258-259).                

 

     Llegamos así al punto crucial en el saber, por el que el método de la Filosofía Negativa se trasforma en el de la  Filosofía Positiva,  de manera, empero, que este último abarque al primero. Por lo pronto, el denominado método socrático  -que Schelling entendía como una relación  alumno-maestro  entre el yo objetivo o productor de la autoconciencia,  y el yo filosofante o reflexivo, mediante la cual cada determinación puesta en el yo  objetivo, si bien sólo lo era en principio para el yo filosofante, gracias a la mediación de éste se hacía objetiva incluso para el yo objetivo en el momento siguiente (98/168)-, se trasforma ahora en un diálogo también socrático entre entendimiento y razón, es  decir, en  el interior mismo del que filosofa, sin que se transfiera  al exterior  o al contenido de su filosofar.  El entendimiento, como principio superior, despierta con su docta ignorancia, o sea, con su puro deseo por saber, a la razón, que es a la que toca responder a sus preguntas, en cuanto que órgano de conocimiento en potencia. En este diálogo el entendimiento hace reconocer a la  razón, que, aunque sea ella el principio cognoscitivo de todo, no es -precisamente por cognoscente-  un ente en sí mismo,  sino un producto del ser objetivo: ni es todo ente ni es lo verdaderamente objetivo, sino sólo lo negativo, lo finitamente subjetivo. Así el entendimiento la induciría a anonadarse o renunciar a sí misma frente a un ser superior que es completamente sujeto. El anonadamiento de la razón es un movimiento similar, pero distinto al del método de las potencias:  en éste, cada momento anterior se hunde para convertirse en  fundamento  o causa eficiente del siguiente; en cambio, la razón se hunde ahora a sí misma,  pero no para convertirse en causa eficiente de lo siguiente,  sino para  atribuir esa  causalidad a una subjetividad absolutamente libre, es decir,  se anonada como causa,  para creer que todo cuanto sabe tiene  su origen en una  causa superior  y  libre. No hay renuncia a lo que ella sabe,  sino sólo al modo como lo sabía,  a la necesidad aparente de entenderse a sí misma como causa de lo sabido.

 

     De lo recién dicho se deduce que la fe no es sino un acto de anonadamiento de la razón, por el que niega su valor de completitud y se abre al entendimiento, o sea, a la voluntad de saber que  hace  mediatamente  comprensible lo inicialmente desconocido.  De  hecho,  Schelling propone como fe todo saber mediato,  es  decir, cuyo  resultado no sea alcanzado intuitivamente,  de  manera  que allí  donde se d un saber mediato se  da  necesariamente  la fe: creer significa tener confianza en la posibilidad de aquello  que inmediatamente es imposible.  Por eso, en la fe se presupone  una meta que alcanzar y la voluntad y la acción para mediarla. En este sentido, todo ocurre en la fe: la obra del artista o el descubrimiento del aventurero suponen la fe;  la fe es también un elemento  esencial de la verdadera filosofía, e incluso toda ciencia tiene su origen en la fe (183/253 - 184/254).

    

     Queda,  pues, claro que la fe a que se refiere Schelling  es una fe meramente filosófica:  un método filosófico, por el que la razón se abre -mediante su autonegación-  al entendimiento,  para querer la existencia de un Dios libre y creador. La religión oficial y la filosofía coinciden en ser ambas metafísicas, en la medida  en que se  vinculan  al mundo suprasensible o sobrenatural: ambas tienen en común los  últimos  y más altos objetos  -el alma humana, la libertad, la vida más allá  de la muerte, la distinción  entre el bien y el mal y sus destinos respectivos- (GP 77).  Pero que tengan objetos comunes no significa, en absoluto,  que la revelación sea una  fuente  para la filosofía, sino tan sólo un objeto suyo. El cristianismo no es una autoridad para la filosofía, más que  en el mismo sentido en que cualquier otro objeto es  una  autoridad para la ciencia respectiva.  Por supuesto, la filosofía no puede hacerse cargo del cristianismo  sin una ampliación de la  conciencia filosófica, concretamente sin una  historificación  de la misma.  Mas para la filosofía histórica,  que es la que expone la conexión general, el cristianismo, aunque sea un eslabón esencial,  no  es más que eso, un eslabón (GP  83-84).  La  filosofía coincide,  pues,  con la religión oficial en la afirmación de que la conexión general es histórica y causal (GP 77),  pero se  distingue de ella  en que la filosofía debe mostrar  y  explicar esa conexión causal (GP 78), o sea, debe entender la historicidad como  historicidad interna, no como mera historicidad externa (169/239). En pocas palabras: la revelación y la religión oficial son, como la fe,  frutos del entendimiento o voluntad de saber humana,  y por ello mismo filosóficas o metafísicas,  pero la filosofía no puede quedarse en el mero entendimiento,  sino que tiene que procurar  llevar de nuevo lo creído a la razón,  que es  -como ya se vio-  el terreno en el que las cuestiones o preguntas  planteadas por el entendimiento encuentran respuesta.  En cambio, una verdadera revelación sobrenatural,  a la que se prestara fe como a una verdadera autoridad externa, es descartada por Schelling como lesiva para la filosofía y la razón humanas (165/235 - 166/236; 169/239).  Para Schelling, ni la fe es cognoscitiva ni la  autoridad sobrenatural es compatible con la razón.

 

     Según  todo lo expuesto, la filosofía de Schelling  pretende ser una filosofía real, interpretada como una filosofía intrínsecamente histórica, en la que contingencia y necesidad se den conjuntamente sobre la base de un Dios que trasforma  su  existencia necesaria y simple en existencia contingente y compleja; sobre la  base de unas criaturas cuyas esencias revelan contingentemente la  necesidad de la esencia de Dios; y sobre la base de una fe que es sólo la voluntad firme de esperar que lo no inmediatamente sabido se nos haga inmediato por medio de la reflexión.  En realidad, el acercamiento  o conciliación del Dios de la razón con el Dios  de la fe consiste sólo en un anonadamiento provisional de la  razón, para satisfacer un deseo o tendencia interna del corazón, que finalmente  se resuelve de nuevo en un saber racional. De  ahí  que Schelling se oponga rotundamente al dicho de Jacobi: "un Dios sabido, no es ningún Dios" (175/245; GF 96) con su tesis de que "un Dios no sabido no es ningún Dios" (GF 128). Con esta tesis, Schelling se opone también a la fuente de inspiración de Jacobi,  que fue, sin duda, de modo directo o indirecto, el famoso pensamiento agustiniano "si cepisti, non est Deum; si comprehendere  potuisti aliud pro Deo comprehendisti"[33], pero de modo confuso, puesto que la versión de Jacobi  no  recoge la distinción agustiniana  entre intelligere y comprehendere o capere:  a Dios podemos entenderlo, mas no comprenderlo. Entender es una forma de saber cognoscitivo, aunque por completo distinta del comprender.  Es falso, pues, que Dios  no sea sabido,  pero también es  falso que Dios sea  sabido "sin más", máxime si, como pretende Schelling, es sabido al final por la razón. Para Agustín de Hipona[34], la fe no es ni supone anonadamiento alguno, ni siquiera por parte de la razón, sino ampliación y apertura donal de la inteligencia humana al  inteligir divino, un verdadero "inteligir amante" por el que nuestro intelecto se dona a sí mismo y hace así suyo el don divino de la  revelación sobrenatural. Y, lo que es más, la fe no es, para Agustín, el destino del hombre ni en ésta -como afirma Schelling-  ni en la próxima vida, sino un medio para que entendamos -no para el comprender-, y entendamos sin límites.

 

     La reforma de la filosofía schellinguiana,  recién descrita, muestra  un  notorio retorno a la filosofía de Kant, tal  y  como opinan un amplio número de especialistas.  En  primer  lugar,  la centralización de una antinomia en el corazón mismo del saber; en segundo lugar,  el recorte o anonadamiento de la razón para hacer  sitio a la fe;  en tercer lugar,  la índole tendencial y volitiva del acto de fe,  que comparte la naturaleza de las Ideas  kantianas;  y, por último,  la medida final de la fe por la razón,  que hace  que lo que en principio era un acto del  entendimiento,  se someta al final al análisis de la razón, y el creyente sea,  como en Kant,  un Vernunftgläubiger (184/254).  Los dos primeros pasos son los que justifican la afirmación, hecha por m! en otro escrito[35],  de una suscitación voluntaria de la perplejidad por  parte del último Schelling.

 

     Sin  embargo, esta vuelta a Kant no repite la solución  kantiana al problema de la perplejidad: Schelling no recurre al "als ob"  para construir su nueva filosofía,  porque la antinomia inicial  -y  con ella la perplejidad-  queda superada, no  meramente evitada, mediante la síntesis dialógica de entendimiento y razón, o también de fe y saber:  la fe, según Schelling, nos permite conocimientos  experienciales  mediatos que la razón analiza y comprende, y de esta manera estima conectar por encima de la  modernidad con el espíritu de la filosofía medieval.

 

 

     C) Es fácil entender que introducir una composición en Dios, aunque se diga voluntaria, contradice la noción de Dios tanto racional -simplicidad idéntica-, como cristiana.  También es  fácil comprender que la novedad de la criatura respecto de Dios no puede  reducirse a una mera diferencia modal, puesto que un modo es siempre y sólo un modo de lo mismo, es decir, homogéneo con aquello de lo que es modo; pero semejante diferencia entre Dios y la criatura ni satisface las exigencias de la razón ni tampoco las de la fe. Y, por último, una fe como acto volitivo desiderante que antecede y determina lo que ha de ser creído es más una fe en sí mismo que en Dios.

 

     La reforma filosófica de Schelling, aunque haya acertado en señalar los grandes problemas de fondo de la modernidad, no pasa, pues, de ser un intento fallido de prosecución del filosofar, a mi juicio por razón de tres limitaciones intrínsecas: el objetivismo, la prevalencia de la ultimidad fundamento y el olvido de la noción de don.

 

     El  objetivismo es la negación de la trascendentalidad del conocimiento. El acto de conocer no es trascendental en Schelling. Es cierto que hay elementos en el segundo Schelling que podrían haber abierto camino a la trascendencia cognoscitiva, como, por ejemplo, la distinción entre inteligencia y razón, la cual debería haber permitido la apertura de un espacio cognoscitivo para lo suprarracional o propiamente revelado, pero al final se resuelve en pura fe filosófica, pues la inteligencia, en vez de tal, viene a ser -en virtud de la caída- un órgano no cognoscitivo, un mero deseo del corazón, o mera voluntad ciega, que sólo puede consumar su deseo en la razón como análisis objetivo. La referencia objetiva tampoco es superada, pues, por el segundo Schelling: el mundo, el alma y Dios son simples objetos de la filosofía, meros hechos de experiencia analizables racionalmente (86/156 en nota 3; cfr. GP 77).   

 

     Además, a pesar de la innegable primacía del esse existentiae -o libre creación manifestativa de Dios- respecto del saber humano, la filosofía de Schelling no dejó de ser nunca una filosofía del puro fundamento[36]. El valor simplemente expresivo y manifestativo del esse existentiae o del ser creatural, hace del esse essentiae un mero principio o fundamento, pues si bien el esse essentiae pudiera querer referirse en un primer momento a la ultimidad Origen (identidad como principio), suspende inmemorialmente la trascendencia absoluta de ésta a fin de poder convertirse en fundamento de todas las cosas: el fundamento anula o, al menos, prevalece sobre el Origen. La razón, como memoria del proceso, es la última medida cognitiva del saber, en contraposición a la apertura volitiva al futuro que nunca se agota: la fe y el entendimiento son, aquí, un medio para el análisis racional de lo empírico. La novedad creatural es, por su parte, mero mimetismo contingente del arcano de la esencia divina. En pocas palabras, la  filosofía de Schelling quiere ser radicalmente una filosofía del comienzo y que todo lo resuelve en el comienzo: para él, Dios es anterior y no posterior a las cosas (71/141), y la filosofía es la ciencia que comienza por el principio (4/74; GP 241), procediendo desde el comienzo a las consecuencias o efectos. Sólo que, para él, el comienzo no es simplemente el fundamento, sino sólo el fundamento que decide libremente manifestarse. Se dan, pues, dos fundamentos, uno el necesario y otro el libre, cuyas complejas relaciones determinan la forma y el contenido de todo cuanto es. En plena concordancia con todo ello, la filosofía de Schelling sigue siendo, en línea con el resto de las modernas, una filosofía causal, o que mezcla confusamente los principios de identidad y de causalidad.

 

     Por último, como en toda la filosofía moderna, se echa en falta también en Schelling si quiera sea un atisbo de una concepción donal, tanto de la creación como de Dios[37].  Sin ella es imposible  abandonar tanto la concepción fundamentalista  del  ser, como el naturalismo y la clausura inmanentista de la razón. Eso fue lo que le faltó a Schelling para poder superar verdaderamente a Hegel y a los planteamientos modernos -cosa que nunca pretendió total y decididamente-. El dar no depende del  fundamento, cuya actividad es más bien causante, sino antes bien permite entender el fundamento como una forma de dación junto a la que caben otras superiores, que no sólo impiden la exclusividad del fundamento como ultimidad, sino que descargan al fundamento y a la realidad física del peso de la necesidad, la cual queda matizada y reservada sólo para ciertos cotos de lo real, con lo que se evita la radicalidad de la antinomia necesidad-libertad, así como el confuso planteamiento de un ser de la esencia (necesario) distinto del ser de la existencia (contingente). El dar permite también entender las relaciones razón-fe como relaciones donales entre la autoridad externa de la fe y la interna de la razón, sin que ni la una ni la otra pierdan nada, sino que se armonizan activamente como mutua y libre donación, en la que una tiene la libertad de iniciativa, y la otra la libertad de aceptación.

 

     En resumen, las lecciones de Munich sobre la historia de  la filosofía moderna son una introducción histórica a un cambio sistemático. Como introducción histórica, insisten en la necesidad del cambio y, por tanto, en la crítica a las insuficiencias de la filosofía anterior, señalando especialmente el punto de inflexión, la ruptura necesaria entre lo anterior insuficiente y lo nuevo completante. Esto da lugar, tal como se ve desde la  Gran Introducción de Munich, a unas complejas relaciones entre la Filosofía Positiva y la Negativa. La Filosofía Negativa alcanza a conocer el fundamento necesario y absoluto, que no puede no ser, pero no el fundamento relativo o comienzo libre de lo que  puede no ser, que en cambio es alcanzado sólo por la Filosofía Positiva. De ahí que ésta pueda "comenzar" por sí misma, sin depender de la Negativa, a cuyo fundamento necesario hace cesar en su dimensión inmanente e intransitiva. Pero aunque la excluya en cierta medida, no por eso la elimina en su totalidad ni le resta significación, pues sin la base o fundamento puramente racional no cabría la elección de manifestarse o dar comienzo al mundo histórico: si la libertad suspende en cierto sentido la necesidad, ésta es requerida previamente para poder ser suspendida. Por otra parte, incluso una vez ocurrida la decisión inmemorial que hace de todo lo creado algo contingente e histórico, la Filosofía Positiva no expele por completo de sí a la Negativa, pues sus contenidos siguen mostrando cierta conexión necesaria, aunque ahora condicionalmente necesaria, tal como sucede en la Filosofía de la Naturaleza, que en el fondo es manifestación de las determinaciones inmanentes de la naturaleza divina. Además, en la propia historia humana, tras el precedente de la caída libre, lo cierto es que el pensamiento puramente racional precedió al pensamiento positivo. Y aunque se invoquen razones pedagógicas para el estudio del desarrollo histórico del filosofar, Schelling reconoce una necesidad subjetiva de que la Filosofía Negativa preceda históricamente al descubrimiento de la Filosofía Positiva. Por último, la propia Filosofía Positiva no excluye de su seno a la Negativa: por más que haga un uso condicional de ellas, seguirá admitiendo en sus desarrollos la doctrina de las potencias, las cuales deben contribuir a dar racionalidad a los momentos del sistema positivo. 

 

   De estas tres funciones, tan distintas, que se infieren para la Filosofía Negativa en su relación con la Positiva -las funciones de base, de crítica histórica, y de racionalización  de lo positivo-, la obra que comentamos se centra en la de crítica histórica, que es intermedia entre las otras dos y debe servir para introducirlas en el saber, tanto distanciándolas como uniéndolas. El punto de inflexión crítica gira en torno a la distinción entre el Dios de la razón y el Dios de la fe, cuyas diferencias y posible conciliación dan lugar a las complejas relaciones señaladas.

 

     De esta manera, sin ser continuación rectilínea de su pensamiento primero, sino reformadora de sus planteamientos, la filosofía del último Schelling puede pretender completar no sólo su idealismo inicial, sino todo el pensar de la modernidad, pero, insisto, no siguiendo su trazado original, sino retrotrayéndose a una visión más amplia y pretendidamente conciliadora con la revelación cristiana, si bien ésta reducida a la condición de  mero objeto de la filosofía. Según Schelling, la esencia es todo por y en sí misma, pero llega a hacerse todas y cada una de las cosas mediante  la  libre decisión divina de automanifestarse en una existencia fáctico-creatural, cognoscible empíricamente, pero no incompatible con cierto análisis racional.

 

En conclusión, Schelling ha sabido encontrar el fallo central de toda la filosofía moderna, a saber, el uso meramente pensante o reflexivo de la razón como único medio para la verdad, lo que impide el descubrimiento de un ser auténticamente trascendente, como el Dios cristiano. Pero no ha encontrado el camino adecuado para alcanzar inteligiblemente dicha trascendencia y mantenerla en los contenidos revelados, debido a una doble reducción. Por un lado, y al igual que Ockham, reserva exclusivamente para Dios el ser de la esencia (21/91), reduciendo a las criaturas al ser de la existencia,  es decir, a la condición de meros modos o manifestaciones de la esencia divina. Por otro lado, cifra la trascendencia divina en la libertad para optar entre la inmanencia y la transitividad, entre la exteriorización, o no, de su esencia. En virtud de la primera reducción, la diferencia posible entre lo natural-creado y lo sobrenatural-creador viene a ser una mera diferencia no esencial, sino exclusivamente modal. En virtud de la segunda reducción, la diferencia entre la creación, o revelación impropiamente dicha en cuanto que manifestación de lo conocible de Dios, y la encarnación, o revelación propiamente dicha  en cuanto que manifestación de la, para nuestra iniciativa, incognoscible intimidad divina, queda circunscrita a la diferencia entre lo sensible y lo suprasensible: lo sensible revela contingentemente la necesidad de la naturaleza divina, lo suprasensible revela necesariamente la libertad automanifestadora de la naturaleza divina. Lo único incognosciblea priori de Dios es su decisión libre de crear, o no, pero eso y todo lo demás resulta cognoscible a posteriori, pues incluso las determinaciones inmanentes de la esencia divina han sido convertidas por su libertad en transitivas o manifiestas. Lo a posteriori abarca, pues, a lo a priori. Pero el costo de esta mutación en el filosofar se cifra en la doble reducción antes señalada, que lleva consigo una doble confusión: la de la homogeneidad de lo criatura con el  creador, y la de la identidad de lo suprasensible con lo sobrenatural. Tomar la trascendencia divina por una simple libertad de elección entre exteriorizarse, o no, es atribuir a Dios una libertad como la de las criaturas, que tiene el claro defecto de perder la opción desdeñada. En cambio,  Schelling desconoce la auténtica libertad y personalidad divinas, que no es una mera  libertad de elección, sino la libertad del dar puro, según la cual lo que se da no se pierde, ni tan siquiera se presupone, sino que procede puramente del dar ad intra y surge ex nihilo al dar ad extra, y que, aun siendo incomprensible, no es incognoscible para  nosotros.

 

 

 

[1] Como ha señalado J.-F. Marquet en su introducción  a  F.J.W. Schelling.  Contribution a l'Histoire de la Philosophie  Moderne, Paris, 1983, 9-10 en Schelling se encuentran trazas indudables de ideas tomadas de los manuales de Historia de la Filosofía de Tennemann y de Bühle, así como trazas difusas de ideas comunes a los manuales entonces en uso, 9-10.

[2] "Si nos hubiéramos inclinado a seguir el desarrollo histórico de los sistemas modernos según un orden cronológico..." cfr. p.29/99, indicadas en los márgenes de esta traducción.

[3] "De todos modos, lo más importante para nosotros  y  aquello por lo que principalmente me he propuesto ofrecer una idea de  la filosofía de Descartes es, precisamente, ese argumento ontológico que he traído a colación. Si Descartes ha ejercido una influencia decisiva en todo el desarrollo posterior de la filosofía moderna, no ha sido tanto por lo que ha dicho sobre los principios, cuanto en cambio por su exposición del argumento ontológico"  cfr. p. 14/84 indicadas en los márgenes de esta traducción.

[4] Las  referencias a la Grundlegung der positiven  Philosophie (GP), al Vorrede zu einer philosophischen Schrift des Hrn. Victor Cousin (VC) y a la Darstellung des philosophischen  Empirismus (DPE), así como las referencias a la propia Zur  Geschichte  der neueren  Philosophie, aquí traducida, aparecerán por lo general incluídas entre paréntesis en el texto de esta introducción:  las dos primeras precedidas por sus respectivas siglas y seguidas de la paginación propia de la edición de Fuhrmans  (Torino, 1972) y de  Schröter, respectivamente;  la tercera, será citada a  veces bajo GP, a veces bajo DPE y las correspondientes ediciones recién citadas; en tanto que la última aparecerá  sin siglas,  pero con doble indicación de la paginación correspondiente a las ediciones del  hijo  de Schelling y de la Münchener Jubiläumsdruk  (MJ)  de Manfred Schröter, separadas entre sí por el signo "/".

[5] MJ 2.Ergb.,3

[6] Cfr. MJ 2.Ergb.,60.

[7] Acerca de las vacilaciones de Schelling respecto de su juicio sobre  la filosofía de Leibniz, especialmente en torno a la  preponderancia interpretativa atribuída a la Teodicea sobre la Monadología o viceversa, cfr. J.-F.Marquet, o.c., 259.

 

[8] MJ 2.Ergb.,60.

[9] Cfr. MJ 2, 331-332; MJ 3, 3 ss.

[10] Cfr.  X.Tilliette, Schelling. Une philosophie  en  devenir, Paris,  1970,  vol. II, 167, donde afirma que es una elaboración cuidadosa de la Prinzipienlehre y de la filosofía negativa, ésta en una interpretación histórica y antes de decidir rehacerla de pies a cabeza.

[11] "Por consiguiente,  este episodio en la historia de la filosofía moderna,  si bien no ha servido para hacerla avanzar en  su desarrollo,  por lo menos ha servido para mostrar de nuevo que es imposible arribar con lo puramente racional a la efectividad" (VC 457).

[12] MJ 3,328.

[13] MJ 3,332.

 

[14] MJ 3,244.

[15]I.Falgueras, Del saber absoluto a la perplejidad. La  evolución de la doctrina de las potencias en Schelling, en "Revista de Filosofía (C.S.I.C.), 6 (2& Serie) (1983) 32-34.

[16] Para una comprensión de la noción de Zusammenhang, cfr.  I.

Falgueras,  La noción de sistema en Schelling, en  Los  comienzos

filosóficos de Schelling, Málaga, 1988, 54 ss.

[17] Cfr. D.Tiedemann, Geist der spekulativen Philosophie,  Marburg, 1795, IV, 492 y 496; J.G.Buhle, Geschichte der Philosophie,

Götingen,  1802, I, III.Abschnitt, 866-7; F.Ast, Grundriss  einer Geschichte  der  Philosophie, Landshut,  1807,  244;  T.A.Rixner, Handbuch der Geschichte der Philosophie, Sulzbach, 1823, II,  92-93.

[18] MJ 4, 249-250. En cualquier caso, en estas primeras obras la

distinción no estaría fundada de ninguna manera en la libertad de

crear o no crear por parte de Dios.

[19] En este sentido, la "falta de ser", a que alude  reiteradamente  Schelling, y en la que ha insistido especialmente  M.Frank (Der unendliche Mangel an Sein,  Frankfurt a.M., 1975)  no  sería una falta de ser originaria,  sino que vendría introducida por la suspensión libre y voluntaria del acto purísimo del ser esencial. La  posibilidad de suspender dicho acto purísimo no es en  manera alguna anterior al acto, sino post actum, y aunque sea ab  aeterno es relativa a él (GP 434-435 y 439), de manera que,  si bien el ser de la esencia es originariamente intransitivo,  no excluye  de sí lo transitivo (GP 440), sino que incluye su posibilidad como libertad de acción respecto de sí mismo.  Ahora bien,  como al acto purísimo no le falta nada en sí mismo, su propia acción sólo  puede recaer sobre él,  deteniendo o negando su suficiencia.  Entonces es cuando el ser de la esencia se convierte en el mero ente o potencia, falto de ser.

[20] Que el ser de la esencia sea anterior al pensar es dicho expresamente por Schelling: "La naturaleza del existente  necesario (el concepto del que partimos) lleva consigo que él existe  antes de que se autoconozca....ello está siendo antes de que se  piense, por consiguiente está  siendo de manera inmemorial" (Paulus,459,2; cita tomada de M.Frank,o.c.,151). Por otra parte, la compatibilidad de comprensión e incomprensión se puede entender a la luz  de este otro pasaje:  "El ente, el Es, es lo independiente, lo  perfecto,  lo que es comprendido en todas las formas del  ser,  pero también es lo incomprendido, porque él noestá obligado a ninguna de dichas formas en especial, en tanto que excluiría a las otras. Sólo éste es el Absoluto efectivo." (GP 419-420). Por consiguiente, lo que pone al Absoluto por encima del pensamiento es la  libertad, su no compromiso con ninguna de las formas de su ser.

[21] MJ 5, 335.

[22] El ente necesario no es en su quietud e intransitividad fundamento o causa alguna, pero la libertad originaria en que se halla ab aeterno respecto a las formas de su ser, al abrir la posibilidad  de un modo de ser contrario o, lo que es igual, de  suspender  su modo de ser inmemorial, lo convierte en  fundamento  o causa potencial de "otra" existencia que la intransitiva.  Finalmente, la decisión inmemorial de ejercer esa posibilidad de  suspensión del modo de ser inmemorial, convierte a Dios en fundamento  o causa actual de su ser existencial. La unidad del esse  essentiae  y del esse existentiae se halla, pues, en  la  libertad, cuyo  primado práctico hace de ambos opuestos alternativas  optables  por ella y abiertas desde ella. No le falta razón a  H.Holz cuando encuentra cierto paralelismo entre la crítica de Schelling a Hegel y la oposición del voluntarismo por Duns Scoto al intelectualismo de Tomás de Aquino (Cfr. Spekulation und  Faktizität, Bonn, 1970, 154-155 nota 9).

[23] Schelling no aceptó el eclecticismo de Cousin tal cual, sino "algo parecido" a él, a saber,  que el desarrollo histórico de la filosofía moderna puede ser entendido como una preparación subjetivamente necesaria para la  comprensión  de la aclaración por la que ella  podría  comenzar puramente:  que mi Yo desea no el mero ente, sino el ente que es o existe (Cfr. VC 459).

[24] Cfr. Die Vollendung des Deutschen Idealismus in der Spätphilosophie Schellings, 2.Auflage, Pfullingen, 1975.  Como es  natural,  mi interpretación,  al centrarse obligadamente en el  Schelling  de la Gran Introducción de Munich, presenta  aparentemente más rasgos en común con la de H.Fuhrmans que con la de  W.Schulz, cifrada más bien en la filosofía del periodo berlinés. Sin embargo,  eso no significa una adscripción por mi parte a una  de  las dos  más señaladas corrientes interpretativas de la  Spätphilosophie de Schelling, la erudita o la especulativa, sino que en realidad  me parece más adecuado moverme con Tilliette en una  línea que  permita  aprovechar y corregir las verdades y  los  excesos, respectivamente, de una y otra.

[25] En Las edades del mundo se sugiere claramente que el concepto  de creación ex nihilo es admitido sólo si por "nada"  se  entiende el me ón y no el ouk ón (Cfr. MJ 4, 597), mientras que  la DPE afirma netamente entender por "nada" en la creación ex nihilo el "ouk ón" (Cfr. MJ 5,330).

[26] Ya en  el Freiheitschrift decía Schelling: "Die  Folge  der

Dinge aus Gott ist eine Selbstoffenbarung Gottes" (MJ 4,239).  Si

las criaturas son, a su vez, la existencia de Dios (cfr. W.  Kaspers, Das Absolute in der Geschichte, Mainz, 1965, 277), existencia y revelación han de ser equivalentes.

[27] Aunque hay una fundada y amplia tradición que  entiende  la

creación como una suerte de revelación natural de Dios, de manera

que, por ejemplo, Tomás de Aquino afirma que la creación es una 

enseñanza más alta que cualquier otra enseñanza humana, pues tiene a Dios como maestro (Summa Theologiae III, q.12, a.3, ad 2); o que también, desde S.Agustín al menos, se suele considerar la naturaleza como un gran libro (Contra Faustum Manichaeum, l.XXXIII, c.XX, PL 42, 509)  en el que se puede leer la bondad y grandeza del creador;  aunque -como digo- existe tal tradición, en la  modernidad esa manifestación  o  revelación natural de Dios  recibe una carga significativa nueva y especial.  Por ejemplo, en  Malebranche:  al interpretar nuestro intelecto como una pura potencia pasiva, todo ha de serle revelado por Dios, tanto lo natural como lo  sobrenatural,  de manera que la llamada  revelación  natural, hasta ahora adquirible por la sola razón humana, deja de ser  una expresión de la dependencia creatural en el ser y en el obrar respecto del creador  -que es lo que hasta ahora era-  y  se convierte en una auténtica y positiva revelación. En Espinosa, la cosa es aún más grave y decisiva: la única verdadera revelación es la revelación natural, mientras que la llamada revelación sobrenatural es sólo una ayuda imaginativa para que los menos dotados, que son la mayoría, obren conforme a razón aun sin haber alcanzado la razón. En Schelling, no hay más que una revelación, efecto de la creación divina, que admite etapas o grados según el desarrollo y sucesión de los contenidos revelados y de la libertad humana.

[28] Del panteísmo critica Schelling expresamente su negación de la libertad divina (159/229), pero no otros aspectos  de  dicha doctrina, hacia la que manifiesta una clara simpatía  cuando  defiende a Espinosa de la acusación de panteísmo (46/116 - 47/117).Aunque no todo es Dios, sí es verdad que, para Schelling, Dios lo es todo.

[29] Las críticas de Schelling al racionalismo recaen básicamente sobre su negación de la libertad en Dios (58/128) y sobre su carácter puramente lógico, que es causa de franco aburrimiento  (GP 82) y de que no pueda tomarse en serio (153/223); pero concuerda con él en el discernimiento de un esse essentiae y de un esse existentiae, y acepta de él la exigencia formal de que la filosofía haya de empezar por el comienzo (esse essentiae).

[30] Para todo este análisis me inspiro en L. Polo, El Acceso  al Ser, Pamplona, 1964, 216 ss.

[31] No acierta H.Fuhrmans cuando afirma: "Le problème essence-existence, plus aisé à formuler, est passé au premier plan, mais à  tort, car il recouvre la véritable intention de Schelling, et ne laisse pas apparaître l'importance de l'affrontement anti-idéliste" (citado por X.Tilliette  en Schelling. Une Philosophie en devenir, Paris, 1970, I, 40). La distinción esse essentiae - esse existentiae es precisamente, no el encubrimiento, sino la realización manifiesta y efectiva de la crítica a Hegel por parte de Schelling.

[32] La razón es contemplativa, no mediadora; la  mediación corresponde al entendimiento o deseo de saber. Por eso  hablar de una automediación de la razón no parece muy apropiado, al menos a la altura de la Gran Introducción de Munich. Sin embargo, como es el anonadamiento de la razón lo que abre paso a la fe, y como en su relación dialógica es la razón la que da respuestas a las preguntas de la fe, viniendo a ser la única posibilidad analítico-cognoscitiva para las verdades de ésta, cabe pensar que todo el movimiento no es sino una automediación de la razón, que lo  comienza  y  termina. Pero aun en este caso, la  automediación no coincidiría  con la índole del movimiento de la razón  idealista, sino  que supondría un correctivo del mismo, al sustituir en  uno de  sus momentos la negación por el diálogo. A mi  juicio, Schelling inventa una postura intermedia entre el racionalismo y el idealismo precedentes: un idealismo que no intensifica la capacidad racional hasta hacer innecesaria la admisión de un esse existentiae, sino que la recorta para fundarlo;  y un racionalismo  que entiende el esse existentiae no como mera denominación extrínseca de la esencia, sino como expresión de su voluntad libre. La doble incoherencia que requiere esta postura intermedia permite la ilusión de una síntesis con el empirismo, cosa imposible para un idealismo consecuente.

[33] Sermo  52, c.6, n.16; PL 38, 360. El  tránsito  del  pensamiento  agustiniano  al de Jacobi quizá  puede explicarse  por  la mediación de Pascal, quien afirma en sus Pensamientos: "El último paso de la razón es el de reconocer que hay una infinidad de  cosas que la trascienden..."; "no hay cosa más conforme a la  razón que  ese repudio de la razón" (Pascal. Oeuvres Complètes,  Gallimard, Paris, 1969, nn. 466 y 465 respectivamente, pp.  1218-1219; cfr. nn.461 ss.).

[34] Cfr. I.Falgueras, La filosofía y la conversión de S.Agustín, en  Jornadas  Agustinianas. Con motivo del XVI Centenario  de  la conversión de S.Agustín, Valladolid, 1988, 133 ss.

[35] Cfr. I.Falgueras, Del saber absoluto a la  perplejidad.  La evolución  de  la  doctrina de las  potencias  en  Schelling,  en "Revista de Filosofía" 2a. Serie  6 (1983) 32.

[36] M.Vetö ha realizado un exhaustivo estudio de la  noción  de

fundamento  a lo largo de todo el filosofar de Schelling,  en  su

obra  Le fondement selon Schelling, Paris, 1977, llegando a  distinguir entre el fundamento y el existente como principios opuestos, pues se comportan como fundamento negativo (condición) y positivo  (causa),  respectivamente, de todo  cuanto  hay  (cfr.592 ss.). Por más que se diga que lo negativo es intrínsecamente  referente a lo positivo y posterior a él, no puede negarse que también lo positivo dice referencia a lo negativo y no podría  existir sin él, aunque exista oponiéndose a él. Y es que la  libertad de  elección  -principio supremo para el último  Schelling  (cfr. I.Falgueras, Libertad y verdad, en "Anuario Filosófico" 19 (1986) 51 ss.)- requiere tener opuestos entre los que poder elegir, tanto  en  el caso de la libertad divina como en el  de  la  humana, siendo de índole metafísica (esencia-existencia) los primeros,  y de índole moral (pecado-mérito) los segundos.

[37] Para una interpretación donal de la creación, cfr. I.Falgueras,  Consideraciones filosóficas en torno a la  distinción  real 'esse-essentia',  en "Revista de Filosofía", 2& Serie,  8  (1985) 232-237.  Con  otro  enfoque, pero en la  misma  dirección,  cfr. E.Brito,  La  création selon Schelling, Lovaina,  1987,  476-477, quien  se inspira en Cl.Bruaire. Schelling no omitió el aludir  a la gracia en su filosofía de la revelación, mas ella no constituye  el eje de su especulación filosófico-religiosa, que  se  basa más bien en la capacidad divina de elegir libremente entre la inmanencia y la transitividad de su propio ser,  pero que por  ello mismo implica  la necesidad de tener que elegir entre la una o la otra para que Dios pueda realizarse como Espíritu. De manera que, lo mismo que "el mundo-y-el hombre hace oficio de mediador,  aunque  libremente creado, entre Dios y Dios"  (cfr.  Tilliette, o.c. II, 386), así también la gracia es medio de autorrealización  divina. Dicho de otro modo,  si el acto voluntario de fe por el que se  afirma filosóficamente la existencia  extrarracional  de Dios se funda en la exigencia y necesidad que el individuo humano,  en su aspiración a la felicidad, experimenta de una personalidad extramundana  que lo comprenda y tenga un corazón semejante al suyo (cfr. MJ 5,751),  se puede legítimamente suponer en  el  Espíritu supremo una exigencia moral de crear a otro ser que sea capaz  de conocerle (cfr. E.Brito,o.c., 506). En cualquiera de los casos la gratuidad de la gracia se desvanece.