Las
relaciones razón-fe son un problema tan radical que
ningún ser racional puede esquivarlo. Pretender
encontrar novedades en el tratamiento del más
antiguo de los problemas humanos sería presuntuoso
e ilusorio. El modo más coherente de afrontarlo ha
de ser el de sumarse a la tradición sapiencial que
más intensa y acertadamente lo ha hecho suyo: la
tradición sapiencial de Occidente. A su vez, por
tratarse de un problema complejo e inveterado, en
el enunciado «relaciones razón-fe» se acumulan gran
cantidad de implícitos históricos que sobrecargan
sus términos y dificultan su correcta intelección.
Un riguroso examen previo debe, pues, evitar
posturas prejuzgadas que enturbien la captación del
problema. Sumarse a una tradición no implica ser un
mero repetidor acrítico del legado histórico, sino
ejercer el sabio principio medieval:
non
nova, sed nove, común
tanto a la fe cristiana como a la filosofía, cuyos
saberes sólo admiten incremento por intensificación
de lo creído o sabido.
Dentro de esa tradición, la obra se inscribe en la
línea del planteamiento más original y fecundo, al
respecto, que es el agustiniano (c. I), para
arrostrar personalmente,
desde él, el problema razón-fe. Su principal
aportación es la de proponer el ejercicio de
una fe
racional que
lleve el autotrascendimiento agustiniano a su
límite: establecer
las condiciones de credentidad para toda fe
transracional (c.
II). El c. III estudia el sentido, la posibilidad,
y el modo de una cooperación directa
filosofía–fe cristiana, proponiendo a ese fin
un método
donal.
Cierra el libro un Apéndice con dos ejemplos de
cooperación razón-fe: en uno la fe racional es
aprovechada sin pérdidas por la fe cristiana, y, en
otro, la fe cristiana es aplicada sin pérdidas a la
filosofía. Así se refrenda el sentido de toda la
obra: tratar con un método integrador
un
problema ni sólo teórico ni sólo práctico,
sino integral,
del hombre.