LOS GRADOS DE LA SEXUALIDAD

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

.

 

 

Sumario: Introducción.- I. El grado biológico fundamental. -II. -El grado biológico-antropológico. - III. - El grado exclusivamente humano del sexo. - IV. - El grado cristiano del sexo. - Conclusión.

 

 

Este escrito pretende ser un ensayo filosófico-teológico sobre la sexualidad. Es probable que sorprenda a algunos científicos la desenvoltura con que se formulan en lo que sigue ciertas afirmaciones teóricas sobre la vida. Tal sorpresa, si llegare a producirse, podría tener como origen, por una parte, la falta de costumbre y, por otra, cierto desconocimiento de la historia de la ciencia. En efecto, el método reflexivo de la filosofía moderna ha sido, por lo general, lamentablemente infecundo para la teoría de la vida, a la que ha concebido o bien de manera mecánica (racionalismo), o bien de manera preponderantemente lógica (idealismo), por lo que ha podido ayudar muy poco a la comprensión de los ricos y sugerentes hallazgos de las ciencias experimentales en torno a la vida. Pero no siempre había ocurrido así. La filosofía aristotélica, por el contrario, fue todo un incentivo y una guía para la comprensión y el desarrollo de la Biología en la antigüedad, en el medievo e incluso en los inicios de la modernidad. Y precisamente desde ella cabe hoy esperar no sólo que se establezcan nexos teóricos entre algunas ramas actuales del saber científico -como la cibernética o la informática- y los abundantísimos datos de la Biología experimental, sino incluso que pueda ser recuperado cierto grado de ordenación teórica para los complejos fenómenos de esta última. Ruego, pues, al lector, que no entienda el bagaje conceptual que aquí se propone como una intromisión ilegítima de la filosofía dentro del campo de otros saberes, sino como el esfuerzo por renovar una tarea ranciamente filosófica con la ayuda de algunos datos de la ciencia actual[1], y completarla con los datos revelados pertinentes.

 

Esto supuesto, el sexo presenta, al menos, cuatro grados de desarrollo distintos, de los que dos tienen que ver directamente con el fundamento y otros dos con el destino, a saber: el grado biológico fundamental y el biológico-antropológico, por una parte, y el exclusivamente humano y el cristiano, por otra.

 

 

 

I.- El grado biológico fundamental.

 

 

El sexo está esencialmente ligado a la función vital reproductiva, de manera que puede ser descrito como la especialización orgánica perfecta en la reproducción. No toda vida, ni siquiera toda vida orgánica, es sexuada. Los protozoos, en general, carecen de órganos fijos para la reproducción. En ellos las funciones vitales son esencialmente temporales, de manera que una zona de su organismo, el núcleo, en un determinado momento de su tiempo vital se dedica a la función reproductiva distribuída en fases; otra zona, el citoplasma, se dedica fundamentalmente a la función nutritiva, pero también distribuida en fases y con formación de orgánulos a veces temporales. Sólo el mantenimiento de su propia temporalidad, que es lo que en él puede considerarse como crecimiento, le ocupa de modo constante, jugando al respecto un papel decisivo la membrana celular. Esta falta de órganos fijos para la reproducción lleva consigo que en los protozoos no exista una diferencia orgánica real entre el género y el individuo.

 

La especialización funcional orgánica comienza en la vida vegetativa, o sea,  precisamente cuando la vida empieza a crecer según la función reproductiva. Los vegetales son aquellos seres vivos que crecen no sólo ganando para sí un tiempo propio, como los protozoos, sino controlando su propia reproducción. Por «control de la reproducción» entiendo aquella ordenación formal del código genético que junto con su trasmisión transfiere información suficiente para producir un troceamiento o reparto funcional del mismo. Así, células que tienen el mismo código genético pueden llegar a realizar funciones distintas y complementarias. El fruto de semejante control del código genético son los tejidos, órganos y sistemas, de tal manera que, gracias a la diferenciación celular producida por el reparto funcional del código genético, un conjunto numéricamente elevado de células puede integrar un todo orgánico y unitario: un único ser viviente[2].

 

El crecimiento según la función reproductiva se hace manifiesto en el sorprendentemente rico despliegue de formas de multiplicación de la vida que jalonan el crecimiento vegetal. Simplificando esa inmensa variedad de formas, se puede afirmar que el mencionado control sobre la reproducción se ejerce de dos maneras básicas: bien como una especialización funcional dentro del código genético, que diferencia cromosómicamente gametos masculinos y femeninos para una multiplicación sexual en individuos genéticamente distintos; bien como una especialización funcional fuera del código genético, que crea y reserva ciertos órganos para la mera multiplicación numérica de la especie, mediante la producción de esporas. Ambos tipos de control aparecen separados en distintos tipos de bacterias, mientras que, en cambio, aparecen combinados, aunque no a la vez, sino en fases sucesivas, en los vegetales inferiores, que presentan tanto gametófitos genéticamente sexuados como esporófitos asexuados. Esta doble vía, muy visible en los vegetales más primitivos, se mantiene a lo largo de todo el curso de la vida vegetal, aunque con desenvolvimiento desigual, pues mientras que el esporófito adquiere cada vez un mayor desarrollo, el gametófito se va reduciendo de modo progresivo. Y así los vegetales superiores llegan a diferenciar en el esporófito unas micrósporas y unas macrósporas contenidas en estambres y carpelos respectivamente, es decir, llegan a diferenciar órganos o gónadas claramente separados dentro de un mismo individuo, en el interior de los cuales ejercen de modo imperceptible su función los gametos masculinos y femeninos. El último paso en esta evolución lo representa la reproducción dioica, que reserva órganos y genes masculinos o femeninos para individuos vegetales distintos, y que, si bien es escasa en el reino vegetal, marca ya propiamente la tendencia de todo el proceso hacia la individuación orgánica.

 

En resumen, mediante el control sobre la reproducción tendría lugar la especialización funcional de las células de un ser vivo complejo, que es lo que caracteriza visiblemente al crecimiento vegetal. Naturalmente, antes de que las funciones vitales queden repartidas entre partes distintas del vegetal, la propia función reproductiva, sobre la que recae el control, habrá de quedar reservada para un conjunto especializado de células que constituyan el órgano reproductor. Ahora bien, esta especialización en la distribución orgánica de las funciones vitales que da lugar en cada vegetal a un crecimiento típico, manifiesto en forma espacial, admite una gradación perfectiva que recorre todo el mundo vegetal y da lugar a otro crecimiento, al que puede denominarse también evolución, y que afecta al reino entero de los vegetales. Por lo que respecta a la especialización orgánica sexual, ese proceso se puede describir como un ensayo creciente por alcanzar la organización reproductiva perfecta, a la cual se llega mediante la diferenciación individualizada de genes y órganos para la reproducción. Sólo entonces tiene lugar la primera distinción orgánica entre el género y el individuo, así como lo que propiamente se ha de entender por sexo: una distribución individual distinta de la configuración cromosómica y orgánica o gonadal, según el papel que se haya de ejercer en la función reproductiva.

 

Así pues, en la vida vegetal se hace visible el inicio de un proceso hacia la individualidad orgánica. Sin embargo, el reino vegetal termina su crecimiento justamente  con la diferenciación sexual individual, por eso digo que en ella se inicia, y sólo se inicia, la manifestación del proceso orientado hacia la individuación orgánica perfecta: en realidad ella carece de los medios para proseguir en ese sentido. Toca a otro reino de la vida el proseguir la vía abierta terminativamente por el crecimiento vegetal, a saber: a la vida animal.

 

La vida animal crece de otra manera, crece según la plenificación, o sea, dando lugar a un aprovechamiento cualitativo de la entropía física en el modo de una especialización en la información. Son frutos suyos los sentidos externos e internos y el sistema nervioso que los integra y comunica. Semejante especialización aumenta la capacidad de información, que es el elemento de toda vida, y permite diferenciar cualitativamente las señales informativas tanto externas como internas. Gracias a ello, el individuo animal queda dotado de imaginación y, consiguientemente, de la posibilidad de la automoción, de que carecen los vegetales, de manera que su autonomía resulta enormemente potenciada. Pero, al igual que ocurría con la vida vegetal, el crecimiento según la plenificación no se agota en la mera especialización de ciertos órganos individuales en la información, sino que se prosigue en su propia línea mediante un proceso específico creciente de capacitación para la información, que da lugar a la llamada cerebralización.

 

Por lo que hace a la reproducción, la vida animal integra y potencia el logro propio de la evolución vegetal en este terreno, a saber, la reproducción individualmente sexuada. Naturalmente, no afirmo que todos los animales se reproduzcan de modo individualmente sexuado, pues los hay hermafroditas, pero sí que el crecimiento animal recoge y refuerza la tendencia a la individualidad cuyo inicio se ha visto en el crecimiento vegetal. La recoge, primero, aunque invirtiendo el orden jerárquico de la multiplicación vegetal: si en los vegetales el desarrollo correspondía de modo primordial a los órganos de multiplicación numérica, dentro de los cuales se incluía y subordinaba funcionalmente a la multiplicación genético-sexual, en los animales el sexo genético subordina y controla al sexo orgánico o gonadal -lo que quizá pueda significar que aquello que en el reino vegetal era término, ahora se ha convertido en comienzo-. La refuerza y prosigue, después, cuando llega a determinar, en los mamíferos superiores, un código inmunológico que define y distingue a cada individuo entre todos los de la especie, y que se forma por reacción defensiva frente al organismo de la madre en cuyo seno se gesta la nueva vida.

 

Conviene notar que en ningún caso la especialización sexual en la función reproductiva lleva consigo una anulación de las formas inferiores de multiplicación, sino un aprovechamiento de ellas que permite el modo de reproducción más alto. En efecto, la reproducción asexuada se sigue manteniendo en el crecimiento espacio-temporal de las partes u órganos del ser vivo, mientras que la reproducción individualmente diferenciada se ocupa sólo de la reproducción formal del todo y del mantenimiento y mejora de la especie, produciendo aquella semejanza formal entre conjuntos celulares individuales, en la que reside realmente la razón de procreación[3], y que implica tanto una diferencia eficiente como una similitud formal.

 

Las ventajas que reporta esta suprema especialización en la función reproductiva benefician tanto al género como al individuo y al propio despliegue de la vida. El género resulta fijado, de manera que, aunque cada individuo lo posea íntegramente, su trasmisión sólo se efectúa en las mejores condiciones mínimas, evitando posibles degeneraciones y mutaciones; o dicho de otro modo, las degeneraciones y mutaciones sólo afectan directamente al individuo, pero no al género. El individuo, por su parte, se destaca funcionalmente del género, de manera que se distingue orgánicamente entre su propia subsistencia o adaptación y la subsistencia o adaptación del género; por lo que si bien las deformaciones individuales no afectan al género, sus éxitos le dan a éste gran numero de variedades, actuando de filtro aquella diferencia. Tales ventajas no existen ni en los protozoos ni en las formas sexuales hermafroditas. La diferenciación sexual otorga, pues, al individuo vivo un protagonismo y una importancia crecientes, de manera que del propio bien del individuo derive el del género. En definitiva, la distinción orgánica entre el individuo y el género supone un claro progreso  para la vida biológica, la cual consolida con ello un crecimiento en las formas individuales de vida, que se orienta hacia la consecución del individuo vivo perfecto.

 

Pues bien, en la reproducción individualmente sexuada del animal el individuo se ve estimulado a la función por los instintos, es decir, por tendencias que se desencadenan en él según una información interna que, a su vez, responde a una información externa apropiada: ciertos ciclos internos, o periodos de celo y de cuidados de la prole, que se corresponden con ciertas estaciones y ciclos temporales. Estas tendencias garantizan en condiciones normales la conservación de la especie por el individuo. De manera que en términos absolutos ha de decirse que el fin del sexo en la vida biológica es la conservación y enriquecimiento de la especie mediante la incorporación de diferencias individuales.

 

Los órganos sexuales, como cualquier otro órgano biológico, no tienen, pues, otro fin que el buen ejercicio de la función que les está asignada dentro de la vida biológica: la reproducción. Y como ocurre en el cumplimiento de toda función biológica, cuando la ejercen bien, esos órganos producen placer y bienestar, que será tanto mayor cuanta mayor sea la capacidad de información especializada del individuo y cuanto mayor sea el riesgo de incumplimiento de la función por la aleatoriedad y dificultad de la empresa. Por eso, los instintos sexuales han de tener una fuerza de atracción suficiente ante el individuo animal como para vencer con holgura los obstáculos reales introducidos por factores como el esfuerzo físico, la lejanía en el espacio, la duración en el tiempo, etc. Pero en manera alguna tiene sentido considerar a los órganos sexuales como órganos para el placer, como tampoco lo tendría el considerar a los del gusto, o a los de cualquier otra función, como órganos de placer, pues el placer orgánico es siempre consecutivo al ejercicio adecuado de la función propia, o sea, es efecto final y natural del buen funcionamiento orgánico; pero la función de los órganos sexuales es la reproducción o conservación de la especie, luego su finalidad y sentido no es el mero placer del individuo, como equivocadamente creyó entender Freud[4].

 

 

 

II. El grado biológico-antropológico.

 

 

Incluso en el terreno meramente biológico, la sexualidad humana es distinta de la puramente animal, pero bien sabido que esa distinción no anula en absoluto el sentido fundamental del sexo, que, como acabo de exponer, es la reproducción de la especie por los individuos. Cabe señalar, al menos, tres modificaciones diferenciales al respecto: primero, la liberalización del sexo; segundo, la personalización de la relación sexual, y tercero la constitución de la familia nuclear.

 

Ante todo, el ser humano no está sometido a ciclos biológicos de celo ni a instintos inexorables, sino que tiene a su libre disposición, en términos generales, el uso del sexo, pudiendo incluso no hacer uso de él por razones personales. Y en consonancia con eso, el hombre reviste de formas artificiales (sociales, legales y personales) -lo mismo que ocurre con otras funciones corporales, como la ingestión de alimentos o la defensa contra las inclemencias meteorológicas- el cumplimiento de la función reproductiva, de manera que quede humanizada.

 

En segundo lugar, la realización del acto sexual humano lleva consigo una relación personal con el otro individuo del sexo distinto, tal como puede observarse ya en la  misma  disposición fisiológica de los genitales, que, a diferencia de la de los meros animales, pone cara a cara a quienes mantienen relación sexual, reuniéndolos en un abrazo.

 

Estas diferencias fisiológicas se prolongan en el enriquecimiento sentimental que antecede, acompaña y subsigue a la realización de la unión sexual, pero tanto aquéllas como éste tienen su sentido sistémico[5] en el descubrimiento exultante de otra persona de distinto sexo con la que compartir la existencia o habitación mundana, como se sugiere en el grito alborozado de Adán; “esto sí que son huesos de mis huesos y carne de mi carne[6]. Un ejercicio de la sexualidad humana normal lleva consigo el previo enamoramiento, que en vez del puro instinto o la búsqueda egoísta del placer, inclina la voluntad libre de la persona a la entrega ilusionada de la propia intimidad. La reciprocidad de tales afectos facilita y asienta la voluntad de compartir establemente una vida en común, y es uno de los temas perennes de la literatura universal. Cuando ni siquiera esta dimensión sentimental de las relaciones sexuales es respetada, la degradación del carácter humano del sexo es tan repulsiva que causa asco en quien la sabe y hastío en quien la practica. Con todo, es de notar que la contravención de las condiciones naturales en las relaciones sexuales humanas es indicio, aunque negativo y reprobable, del carácter libre del acto sexual para el hombre.

 

Por último, es característico del hombre que sus relaciones sexuales sean estables y familiares. Como ha explicado C.O. Lovejoy[7], el hombre se singulariza entre los primates superiores por haber desarrollado una estrategia demográfica peculiar, mediante el reparto estable de funciones entre el macho y la hembra en la relación paterno-filial: al reservar para la hembra el cuidado y atención de los hijos, y para el macho la búsqueda de alimentos, se evitaba lo que en los otros primates era la causa del escaso desarrollo del cerebro, pues al tener que desplazarse la hembra (generalmente entre árboles o arbustos) en busca de alimentos y portando a los pequeños, a éstos habían de cerrárseles y consolidárseles prematuramente los huesos del cráneo, si su organismo había de defenderse de lesiones cerebrales graves. La familia nuclear, es decir, la relación sexual monogámica y el reparto de funciones paternales, es, según esta teoría, lo que distingue al ser humano como primate y explica todas sus singularidades básicas. Naturalmente, cabe apuntar desde la filosofía que tal reparto de funciones no pudo ser meramente instintivo, como de hecho no llegó a serlo en el resto de los póngidos, sino nacido de la libre inteligencia, connatural al hombre, pues un reparto semejante de funciones supone la existencia de una comunidad previa, y toda comunidad tiene su razón de posibilidad en la apertura trascendente de la inteligencia[8].

 

Es, por tanto, propio de la relación sexual humana establecer la unidad de un proyecto común y de por vida para la habitación del mundo. "Así pues el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y serán los dos una sola carne"[9]. «Una sola carne» expresa la unidad sexual, afectiva y de proyecto de vida para la habitación del mundo, que compete al matrimonio humano.

 

En ese proyecto tiene principal interés la procreación, el cuidado y la educación de los hijos. El mutuo amor y cuidado de los esposos entre sí tiene como fruto natural y deseado la procreación de los hijos. Una relación sexual humana, o sea, comprometida de por vida, que no esté abierta a la fecundidad es una relación a la que le falla el proyecto común, pues la comunidad no radica en la mera coincidencia de voluntades -cosa que puede darse en la búsqueda egoísta del placer-, sino en la apertura a lo otro: en abrir en sí un espacio para lo ajeno y acogerlo donalmente[10].

 

Por otro lado, y contra lo que se suele creer, los padres no somos la causa eficiente de la existencia de los hijos. Entender la relación paterno-filial como una relación eficiente-efectuado fue uno de los errores, por ejemplo, de Espinosa[11] -quien por lo demás creía que ser era causar-, aunque no es un error sólo suyo, sino muy generalizado. En realidad, los padres no somos la causa eficiente de la vida, sino sólo sus promotores.

 

En cualquier tipo de reproducción, el ser reproductor no hace otra cosa que reunir las condiciones necesarias para que pueda surgir una nueva vida de su misma especie,  pues la vida no puede nunca ser producida desde fuera de ella, sino que tiene su principio estrictamente en el mismo viviente. Precisamente esa es la diferencia entre lo mecánico y lo vivo o teleológico: lo mecánico es siempre causado eficientemente por otro,  mientras que lo vivo es causa eficiente de su vivir. Es cierto que todo hijo procede de sus padres por vía de generación, pero eso no implica que la procedencia tenga razón causal eficiente ni productiva, sino que la iniciativa natural del nuevo ser vivo contar  para su desarrollo con la información ofrecida por los códigos genéticos del padre y de la madre, y con una dotación energética inicial suficiente para que él tenga desde el principio sobre qué ejercer por sí mismo su gobierno formal de la materia inanimada. Los padres son, por tanto, sólo causas formales de la naturaleza capaz de vida y aportadores de la materia que ha de ser gobernada por la nueva vida, pero no causas eficientes de la misma.

 

Así pues,  los padres orgánicamente no hacemos otra cosa que reunir las condiciones necesarias y suficientes para que la naturaleza misma cause finalmente una nueva vida orgánica de nuestra especie. Desde luego, a diferencia de los meros animales, que son movidos por los instintos y, en esa medida, son meros instrumentos de la naturaleza, los seres humanos somos libres para asumir, o no, el proyecto de vida familiar, para elegir la persona con la que compartir nuestra habitación del mundo, y para realizar  ese proyecto en el tiempo y el espacio concretos, de manera responsable, amorosa y generosa. Pero además de promotores libres de la vida o colaboradores de la naturaleza, los padres humanos somos colaboradores directos de Dios. En efecto, el ser humano no es un mero organismo biológico, sino una persona, un ser destinado a Dios y dotado de entendimiento y voluntad, una libertad abierta a lo trascendente. De manera que si es la naturaleza la que pone en marcha su existencia corporal, es Dios mismo quien le otorga su dignidad personal. Promover la vida es, pues, colaborar con Dios creador y elevador.

 

Justamente por la índole personal del ser humano la relación paterno-filial en el hombre no es una relación transitoria, sino permanente. No me refiero aquí al simple hecho biológico de  la mayor duración de la infancia humana, que obliga sin duda a un mayor esmero y duración de los cuidados paternos, sino al hecho humano del amor entre padres e hijos. Los meros animales ni siquiera reconocen a sus crías, una vez cumplido el ciclo natural de crianza para el que sus instintos están preparados: si se inhibe, por ejemplo, de modo artificial la función de las glándulas mamarias a una gata, deja de reconocer y cuidar como suya a su cría[12]. Para un animal, las crías son sólo los términos de su tendencia instintiva a la crianza: cuando la tendencia se acaba por cumplimiento o inhibición, la relación de paternidad se acaba. No es, por tanto, una relación permanente, sino sólo funcional y transitoria.

 

En cambio, como supo ver Tomás de Aquino, la relación paterno-filial humana es una relación personal, no meramente natural[13]. Ciertamente esa relación se funda en la semejanza de naturaleza, pero no en la sola semejanza de naturaleza, puesto que no todos los que tienen la misma naturaleza guardan entre sí relaciones paterno-filiales,  sino en la trasmisión formal de una naturaleza concreta. En los animales la trasmisión de la naturaleza está gobernada por los fines de la especie mediante los instintos; en los hombres, en cambio, es una relación personal, pues hechos a imagen de Dios transmitimos la vida por iniciativa libre  y aceptamos esa trasmisión también de manera libre. Que sea personal significa que es una relación donal, en la que libremente se otorga el reconocimiento y el amor mutuos, y en la que lo que se da no se pierde ni por parte de los padres ni por parte de los hijos, pues lo dado por Dios con esa ocasión excede con mucho de lo meramente orgánico. También aquí la riqueza de sentimientos acompaña a la relación personal y tiene como resultado la muestra más noble y pura, dentro del universo de lo humano, de lo que es un afecto desinteresado y la más limpia alegría en el bien ajeno: el amor de los padres por sus hijos.

 

Además, ésa es la primera relación humana de todo hombre, y la que más hondamente nos marca. La gratuidad y generosidad del amor paterno suscita en los hijos el sentido primordial del amor y del don, de la dignidad humana y del sentido de nuestra vida: justicia y misericordia, bien y mal. La primera idea que uno se forma de Dios y de la propia dignidad, y que para algunos es también la última, está estrechamente vinculada con la idea que nos formamos de nuestros padres. Gratitud y alegría en el dar,  confianza en los demás y orgullo de sí mismo son algunas de las disposiciones o hábitos cuyo descubrimiento y primer ejercicio depende en buena parte de nuestros padres. Los cimientos de la personalidad humana se echan de modo natural en el círculo familiar, que es la primera escuela de humanidad y de humanización del mundo. En este sentido, los fallos básicos en la  relación paterno-filial son casi  irreparables, si no fuera porque el hijo es también persona y, por tanto, capaz de enmendarlos por sí mismo, pero la dificultad para hacerlo, e incluso ciertas deformaciones, marcan a quienes no han recibido el don de tener unos padres dignamente humanos.

 

 

 

III. El grado exclusivamente humano del sexo.

 

 

El sexo es una especialización orgánica en la función reproductiva que trae consigo una diferenciación ad hoc entre los individuos de la especie. Pero los individuos de la especie humana somos personas, es decir, seres libres que en vez de estar al servicio del género, lo tenemos a nuestra disposición para poder destinamos a un fin superior. Dicho de otra manera, si la vida orgánica sólo es concebible mediante la introducción de una potencia formal[14], la vida humana sólo es inteligible mediante la introducción de una potencia final: la causalidad final -el género, en este caso- queda a disposición del hombre en vistas a su destino superior. Así se perfecciona el proceso de individualización orgánica iniciado con la diferenciación sexual, al convertir los signos de individualidad orgánica que caracterizan al cuerpo humano, desde su indeterminación anatómica e instintiva hasta la Configuración de su rostro[15], en auténticas expresiones propias de una personalidad única.

 

Esto implica que, si como individuos orgánicos somos de un sexo determinado, esa determinación sexual es algo de lo que también podemos disponer para destinarnos. La distinción sexual nos afecta humanamente, pero no nos determina como personas: sirve como medio para expresar diferencias personales, pero ella misma no es una diferencia personal. La diferencia personal es la diferencia máxima, tanto que por eso mismo toda persona es intransferible o incomunicable, es decir, no caben dos personas iguales; en cambio, la diferencia sexual no es exclusiva de ninguna persona, sino compartida por innumerables de ellas.

 

"La distinción hombre-mujer no es una distinción esencial dentro del orden de lo humano, pero tampoco es una mera diferencia biológica, es decir, restringida a un área parcial de nuestro ser que no afecta a lo propiamente humano del hombre: todo cuanto hacemos los seres humanos está afectado por dicha distinción de una u otra manera.  Por ello, si se quiere hablar con cierta exactitud, ha de afirmarse que la distinción hombre-mujer es una propiedad de la naturaleza humana, que deriva de su condición biológica, pero que impregna todo lo humano, y tiene un sentido humano"[16].

 

El sexo no es la persona, sino de la persona en la medida en que tenemos una naturaleza orgánica. Precisamente porque la distinción sexual es una propiedad de la naturaleza humana que deriva de su condición biológica, el sexo masculino o femenino pertenece a cada persona humana en cuanto que habita en el mundo, siendo el habitar la peculiar forma de relación del hombre con el mundo, y el cuerpo la base de dicha relación. Lo explico.

 

Ya en el Opus postumum de Kant aparecen ciertas referencias al hombre como habitante del mundo. El yo, el hombre, es la cópula entre Dios (sujeto) y el mundo (predicado), y lo es en cuanto ser pensante mundano o como ser mundano racional[17].  Dios no es habitante del mundo, sino posesor del mundo[18], en tanto que el hombre, como ente sensible racional, es cosmopolita, habitante del mundo y cosmotheoros: cosmopolita, en cuanto que persona o ser moral; habitante del mundo, en cuanto que ser sensible racional en el mundo; y cosmotheoros, en cuanto que crea a priori los elementos del conocimiento del mundo y construye en la idea del mundo su visión, al ser habitador del mundo[19].

 

También Heidegger entiende el ser del hombre en el mundo como un habitar: la manera en que nosotros los hombres somos sobre la tierra es la habitación. Ser hombre quiere decir: estar sobre la tierra como mortal, es decir, habitar[20]. Precisamente esa esencial vinculación del habitar con la muerte cierra, en Heidegger, su horizonte: porque somos seres para la muerte, el habitar es cuidado, clausura, abrigo, de manera que se espacializa según la regionalidad de lo cuatripartito. Habitar es estar encerrado dentro de lo cuatripartito y conducirse respecto de él en la forma de distribuirlo según sus referencias.

 

A causa de la muerte, que se interpone en nuestra relación con el destino, Heidegger confunde en parte el habitar con el guarecerse. La guarida es lo propio del animal[21]. Es verdad que el hombre también se protege al habitar, pero eso no es ni lo primario ni lo esencial del habitar. El habitar humano tiene que ver primaria y radicalmente con el destino inmortal, y sólo secundaria y derivadamente con la muerte. El habitar no es un mero estar envuelto y encerrado por las cuatro paredes de un habitáculo, es una relación de superioridad por parte del que habita respecto de lo habitado: habitar es asociar el mundo a nuestro destino ultramundano, hacer pasar por el espacio y el tiempo nuestros proyectos y tareas personales, de manera que nuestra demora en el mundo sirva como medio para nuestra destinación ultraterrena.

 

Tanto en Kant como en Heidegger la habitación es concebida como la esencia o el ser, respectivamente, del hombre que vive sobre la tierra. Sin embargo, el habitar no es ni nuestra esencia ni nuestro ser, sino la tarea que el hombre ha de realizar en esta vida y de la que somos responsables ante el destino (Dios). Ciertamente, el habitar humano en el mundo es esencialmente temporal, pero eso no significa otra cosa, sino que no es un fin en sí para el hombre: es un medio que se subordina a un destino superior.

 

Con todo, Kant y Heidegger acertaron a ver que la habitación humana es corporal: es el cuerpo lo que nos vincula al mundo nos permite que lo asociemos a nuestro destino. Pero el problema originario de la habitación humana del mundo no es la muerte corporal, como cree Heidegger, sino la heterogeneidad, el extrañamiento del hombre respecto del mundo. No se trata sólo de que, como ya dije en otro escrito, "la falta de adaptación genética haga que el hombre nazca con una absoluta carencia de información previa y de códigos de conducta respecto al entorno"[22], lo cual es verdadero pero meramente negativo por parte del hombre, sino de que el entorno mundano no es inteligible en acto, no es inteligente ni personal. El mundo no está a la altura del hombre, y por eso es tarea previa nuestra el hacerlo inteligible y habitable para luego entenderlo y habitarlo efectivamente, o sea, asociarlo de modo concreto a nuestros proyectos destinales[23].

 

Así pues, la habitación supone una irreductible diferencia entre el mundo y el hombre, pero con una neta superioridad por parte del hombre, de manera que, si se llega a producir, sólo podrá tener lugar como una libre relación cuya iniciativa corre por entero a cargo de la operatividad humana, aunque desdoblándose, según sugería en el párrafo anterior, en dos subtareas: hacer habitable o humanizar el mundo, y uncirlo o someterlo a nuestros fines.

 

Pues bien, es justamente aquí donde entra en juego el sentido exclusivamente humano de la diferencia de sexos.

 

Hacer habitable el mundo significa en concreto salvar la distancia que nos separa de él, para lo cual se requiere, desde luego, interesarse realmente por él, labor que puede ser desgranada en los siguientes pasos: ante todo, hacer habitable es morar, demorarse o entretenerse en lo temporal y efectivo del mundo para hacer viable un proyecto humano en él; pero, en segundo lugar, hacer habitable el mundo es tener en cuenta y respetar su ordenación natural, de manera que quede a salvo respecto de la arbitrariedad posible de nuestros fines, en una palabra, guardar el mundo. Uniendo ambos extremos, esta primera subtarea puede ser resumida así: flexibilizar los fines humanos de manera que sin perder su altura y dignidad queden distribuidos en fases temporales capaces de convertir activa y respetuosamente las efectividades naturales del mundo en posibilidades ordenadas a la habitación humana. El resultado de esta primera y fundamental etapa de la habitación es la humanización del mundo físico.

 

Naturalmente, el objetivo de hacer habitable el mundo es habitarlo o someterlo a nuestros fines y proyectos destinales. La segunda subtarea de la habitación es, pues, el dominio del mundo. Si la primera tenía un sentido fundamental o básico, esta tiene un sentido destinal o perfectivo.

 

Someter el mundo significa convertirlo en medio de nuestros fines y proyectos. El mundo tiene una existencia o fundamento propios, de manera que no es en sí mismo medio para nada. Toca al hombre convertirlo en medio, si quiere habitarlo. Esta segunda subtarea consiste ante todo en ordenar los procesos físicos según fines extrínsecos a los mismos, pero insospechables e inalcanzables desde su intrínseca temporalidad: al incluir los procesos físicos como medios para nuestros proyectos destinales, el hombre pone en relación final al mundo con Dios. En este sentido, el mundo resulta mejorado o cultivado. Pero para que el cultivo del mundo sea verdaderamente tal, no basta con su mera e indiscriminado asociación a nuestro destino, se requiere que el hombre respete, al convertirlo en medio, la ordenación natural del mismo, es decir, se requiere la guarda antes mencionada, pues sólo así el cultivo es una auténtica mejora del mundo y del hombre mismo, que no debe ser un arbitrario ordenador del sentido del mundo, como quería Nietzsche, sino un justo y ordenado ordenador de la entropía mundana.

 

Queda claro, por tanto, que si bien la morada y guarda del mundo tienen sentido sólo para someterlo, el cultivo o forma perfecta de sometimiento, por su lado, tiene como condición intrínseca la guarda y el interés por el mundo. Con lo que se recogen y aúnan funcionalmente las dos dimensiones esenciales del dominio: pues señor no es el que simplemente puede disponer y dispone de una cosa o bien, sino el que dispone de ella con interés en y por ella, es decir, aquel al que no es indiferente el buen estado y la mejora de aquello de lo que dispone.

 

Pues bien, como decía antes, estas dos subtareas del habitar tienen relación directa con la distinción sexual humana. En efecto, sostengo que el hacer habitable es función connatural a la feminidad, mientras que el sometimiento es función connatural a la masculinidad. La connaturalidad no indica aquí una especialización excluyente, sino una inclinación natural y una mayor facilidad para realizar la subtarea correspondiente, sin que ello implique, por tanto, la imposibilidad de realizar la otra ni la necesidad de actuar descompensadamente en la realización de la propia.

 

Las razones en que apoyo esta división de funciones son las siguientes:

 

1.-Lo femenino del ser humano tiene el sentido connatural del morar: el seno materno es la primera y más humana morada para el ser humano. El sentido maternal innato de la feminidad, como prolongación afectiva de la función de su seno, encarna el interés por la habitación del mundo. En esa misma medida la feminidad posee la captación de qué hace y cómo se hace habitable el cosmos, pues no sólo su afectividad, sino sobre todo su inteligencia está especialmente atraída y dotada para la captación y valoración de lo concreto, tanto de lo concreto humano, por su capacidad de acogimiento maternal, como de lo concreto mundano, por su capacidad de ordenación de lo singular. De esa peculiar atracción y dotación intelectual nace su interés por el adorno y la belleza, y de todas ellas deriva la obvia capacidad femenina para saber interesar al hombre en la morada y en el compromiso para con la habitación del mundo, es decir, para hacer fecunda, efectiva y seria la labor de la masculinidad en el mundo.

 

2.-Lo masculino del ser humano posee el sentido connatural de la mediación: lo viril es la producción del medio de la fecundación. Como prolongación afectiva de esa función sexual, el varón tiene un interés espontáneo por la producción y articulación de los medios en general, interés que en principio sería puramente lúdico, si no fuera atraído por la feminidad al compromiso para la habitación del mundo. La inteligencia masculina está especialmente atraída y dotada para la captación y unificación de abstractos, que abren precisamente la posibilidad de la producción de artefactos o medios instrumentales. Pero, a su vez, la abundancia y heterogeneidad de los medios introducen el problema de su organización, que requiere tratamiento y soluciones comunes, los cuales, por congruencia con lo anterior, suelen interesar a la inteligencia masculina. Por último, dado que los medios se caracterizan por mediar para otros medios, el interés por la producción de los medios deriva así inevitablemente en un interés por el progreso técnico ¡limitado. De manera que la inteligencia masculina, tanto por el cabo de las organizaciones comunes, como por el del progreso, se abre a lo universal e ilimitado y ayuda a la inteligencia femenina a englobar lo concreto en lo universal.

 

Naturalmente, la unidad funcional de ambas dimensiones de la sexualidad encuentra su más natural y adecuado cumplimiento en la familia, en la que tanto el varón como la mujer son estimulados de modo natural, por las necesidades de los hijos, a ejercer sus respectivas funciones mediante la división del trabajo y el desarrollo de sus capacidades singulares, y se estimulan, además, mutuamente a la habitación conjunta del mundo mediante el amor y el respeto recíproco a sus personas y funciones, moderando así las posibles unilateralidades a que cada uno pudiera propender. Para todo lo cual es imprescindible la unidad de un proyecto destinal común ("Erunt duo in carne una"). El habitar humano en el mundo es, pues, un cohabitar: no se habita en solitario, sino en compartida y unitaria división del trabajo.

 

Pero sería un error pensar que, por ser la familia la forma más natural y básica de cohabitación mundanal sea la única. La familia reclama y fomenta una colaboración social, en la cual tiene necesaria e intrínseca proyección el juego de las funciones masculina y femenina. El sentido humano de la masculinidad y de la feminidad se prolonga en las relaciones sociales, las cuales pueden ser entendidas de maneras muy distintas por varones y mujeres, y pueden ejercerse, como también en la familia, de modo compensado o descompensado. De manera que hay períodos históricos o demarcaciones geográficas en los que prevalece descompensadamente un sentido feminista de la vida (matriarcados), frente a otros en los que prevalece un sentido masculinista, como ocurre, por ejemplo, en la modernidad, en la que la pretensión de dominio o sometimiento del mundo, mediante la producción de medios, la sobrevaloración de las organizaciones y el afán de progreso, se hace tan preponderante que la feminidad (acogimiento a la vida, interés por lo concreto del mundo y respeto por la naturaleza) ha llegado finalmente a ser infravalorada incluso por muchas mujeres. El ideal, en buena lógica, debe ser alcanzar un equilibrio entre lo masculino y lo femenino tal que sin anularse lo uno a lo otro, puedan jugar libremente su papel como dimensiones del habitar humano.

 

En cualquier caso, si se admite mi interpretación del sentido propiamente humano del sexo, queda claro que, para el ser humano, el sexo tiene una peculiar función relativa a la habitación del mundo y potenciadora de dos sentidos distintos del trabajo: trabajar no es simplemente transformar el mundo, sino hacerlo habitable y dominarlo. Para el ser humano, habitación del mundo, sexo y trabajo están estrechamente vinculados, hasta el punto de poder decirse, de modo resumido, que el sentido precisamente humano del sexo es la mutua ayuda para habitar el mundo de manera digna y adecuada a nuestro destino, del que la habitación mundana es medio.

 

 

 

IV. El grado exclusivamente humano del sexo.

 

 

De acuerdo con la revelación sobrenatural, la transmisión sexual de la vida es el punto débil de la criatura humana, a cuyo través el pecado original de los primeros padres ha sido trasmitido con todas sus consecuencias a todos sus descendientes. Para entender adecuadamente esta doctrina, conviene tener en cuenta que, antes del pecado, el matrimonio era medio indirecto de trasmisión de la gracia, pues al promover la vida nuestros primeros padres daban ocasión no sólo a la iniciación de una vida orgánica sana y perfecta, sino también a la creación de una persona llamada destinalmente por Dios, así como a la donación, por parte de éste, de la gracia sobrenatural y de ciertos dones preternaturales que nos permitieran el cumplimiento debido de las tareas asignadas por la llamada destinal. La colaboración de los padres con el creador era, pues, bendecida por él con la colación de la gracia sobrenatural santificante y de dones especiales a los hijos, que habrían gozado de esta manera de una situación en todo semejante a la de los primeros padres, los cuales eran criaturas perfectas e hijos de Dios por haber sido hechos a su imagen y semejanza[24].

 

Esta ventaja inicial tenía como contrapartida que, si los primeros padres quebrantaban personalmente la debida relación de obediencia a su creador y elevador, perderán ellos, y -por razón de la trasmisión sexual de la naturaleza humana- también sus hijos, la concesión gratuita por Dios tanto de los dones preternaturales como de la gracia santificante, concesiones que iban antes aparejadas a la trasmisión sexual de la vida. Dicho de otro modo, nuestros primeros padres sólo podían promover la trasmisión de la naturaleza humana, mas, lo mismo que con ocasión de ésta Dios crea un alma nueva y la destina a la eternidad, así por don gratuito, Dios los asociaba originalmente a la trasmisión de la gracia y de los dones preternaturales, de manera que por don de Dios eran no sólo promotores y colaboradores de la vida humana, sino también de la gracia, obteniendo para sus hijos a la vez que la comunidad de naturaleza y de vida humanas, la de la filiación divina y una calidad de vida en todo semejante a la suya, con los mismos dones y prerrogativas que a ellos les dio originalmente el creador. Pero, insisto, al perder ellos el status original perdieron también la posibilidad donal de promover su transmisión, aunque mantuvieron la capacidad natural de promover la vida humana. Y de este modo los hijos de Adán recibimos de Dios por la mediación de nuestros padres sólo la naturaleza y la llamada destinal, pero una naturaleza que no está en armonía con esa llamada: una naturaleza que desobedece, o no se somete, a nuestra razón, y una razón que carece de noticias previas acerca de su destino y está abocada por la muerte a un dominio imperfecto sobre el mundo.

 

Al perder su dignidad originaria de cuasi-sacramento en el sentido restringido de medio indirecto de transmisión de la gracia y de los dones preternaturales-, el papel donal del sexo decayó y se transmutó, por razón de la muerte y de las necesidades que de ella derivan, en una carga bastante onerosa -por lo que se refiere a la paternidad- y en una fuente de luchas egoístas o necesitantes entre varón y mujer, que explican el sentido erótico del sexo -por lo que hace al proyecto de vida en común-. Seré más preciso en este último punto.

 

Si se entiende por eros la tendencia a objetivar a una persona humana por sus cualidades sexuales y la consiguiente «necesidad» o «indigencia» respecto del otro como objeto de placer, el eros es un defecto derivado del pecado original. No hay en ninguno de los dos grados de la sexualidad humana vistos hasta ahora nada que justifique ni una objetivación ni una relación de indigencia en la relación sexual, que, en cambio, sí se encuentran claramente recogidas como castigo del pecado de origen[25]. De modo paralelo, creo que debe ser cuidadosamente matizada la tesis de J. Pieper en su, sin duda, precioso libro El Amor. Precisando lo que en él se dice, ha de afirmarse que, por muy finito que sea, el hombre no tiene, como criatura, indigencia o carencia de Dios y, menos aún, de otras criaturas, sino que está destinado a Dios y que, como tal sólo encuentra su sentido y su descanso finales en Dios[26]. No es lo mismo tener a Dios como fin o destino, que carecer de Dios: Adán no carecía del conocimiento ni de la amistad y el amor de Dios en su estado original; es verdad que podía y debía crecer en ese conocimiento y amor, y que, por tanto, todavía no había merecido alcanzar a Dios como a su destino, pero eso no implicaba «falta» de Dios ni era efecto de su finitud. Para tener a Dios como destino es preciso ser capax Dei, o sea, ser potencialmente infinito, lo cual, a su vez, no significa ser mera potencia, sino ser acto potencialmente infinito. Quien tiene a Dios como su destino y se orienta teórica y prácticamente hacia él no está separado de Dios, pues está haciendo lo que él quiere y, en consecuencia, está todo lo unido que se puede y debe estar a él, antes del premio. Ha de distinguirse, pues, entre la indigencia o inquietud del corazón humano en tanto no descanse en Dios, hermosamente enunciada por Agustín de Hipona -que no es carencia o falta de Dios, sino la natural, pero infinita tensión de quien no ha alcanzado todavía el destino para el que ha sido hecho[27]- y aquella positiva indigencia o carencia de Dios, derivada del pecado original, por la que los hijos de Adán nacemos en la ignorancia de Dios y nos sentimos inclinados a alejamos de él[28]. No distinguir claramente entre lo todavía no definitivamente perfecto y lo positivamente imperfecto lleva o a entender que la naturaleza humana está esencialmente corrompida (pecado = corrupción), o a sobreentender que somos naturalmente incapaces de Dios (pecado = finitud). Pero el pecado de origen no fue ni un pecado natural o necesario, ni un pecado absolutamente irreparable salvo por extinción de la naturaleza, sino una incapacitación funcional para alcanzar el propio destino, que se trasmite por vía de generación.

 

Por eso fue conveniente que, nada más someterse el pecado original, el anuncio del protoevangelio[29] prometiera a los hombres la aparición futura de una nueva generación: un nuevo linaje nacido de mujer, que se opondrá al poder del maligno y eliminará su dominio sobre el hombre. Esa promesa le fue confirmada a Abrahán[30] y a sus descendientes, de manera que los israelitas entendieron su vocación precisamente como la llamada a promover la generación de un pueblo que había de tener entre sus hijos al Mesías, por el que habría de venir la salvación al mundo. Signo del despojo de la vieja generación y de la fe en el futuro advenimiento de una nueva fue entre los judíos la circuncisión[31].

 

Esa nueva generación, que se opone a la presente generación, mala y perversa -la de los hijos de Adán-, es el Hijo del hombre, o sea, la generación siguiente al hombre, no a éste o aquél hombre, sino a todos los hombres, a los hijos de Adán. Es ésta una generación constituida por un solo hombre, Cristo, que lleva a su término absoluto la tendencia señalada en la vida orgánica hacia el individuo perfecto.

 

La nueva generación se distingue de la anterior porque no procede del pecado de Adán, ni del deseo de ser madre de una mujer, ni de la voluntad de un varón, sino de Dios[32]. La iniciativa y la realización de esta nueva generación no son las naturales, sino el resultado de una acción directa de Dios: son una nueva creación divina. Sólo que, al igual que en la creación del hombre, no se trata de una creación ex nihilo, sino en la que se toma una «materia» previa, pero cuyo término, en cambio, es muy superior al de la creación ex nihilo. Si en la creación de Adán tomó Dios «materia» orgánica preexistente (no humana), en la del Hijo del hombre, tomó «materia» humana preexistente: un óvulo de las entrañas de María. Mas, a diferencia de la creación de Adán, antes de tomar esa «materia» quiso Dios contar con el consentimiento libre de María, de manera que el Hijo del hombre fuera hijo de María, ante todo, por su fe y por su obediencia, y luego por la transmisión formal de la naturaleza: Cristo nació, como deberíamos nacer todos, de la libre decisión amorosa de nuestros padres. Y además, a total diferencia de los hijos de Adán, Cristo nació libremente y porque quiso, siendo éstas sus primeras palabras al entrar en el mundo -en este caso, en el seno de María la virgen-: "He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad"[33].  La nueva generación es libre no sólo por parte de su progenitora, sino por parte también del progenitado[34].

 

Esta nueva y excepcional criatura que es el Hijo del hombre no trae consigo la creación de una nueva naturaleza, como ocurrió en el caso de la de Adán, porque en realidad su término es sólo una nueva generación, un nuevo modo de engendrar o transmitir la filiación divina. Esto implica, por un lado, que nuestra naturaleza no estaba totalmente corrompida por el pecado, sino sólo privada por él de las condiciones necesarias para su debida ,destinación, en razón del modo originario de trasmisión de la naturaleza y de la gracia. Y, por otro lado, implica que Dios actuó conforme a su voluntad misericordiosa y, en vez de partir de cero y hacer una creación por completo distinta, no quiso quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo humeante[35], sino aprovechar la naturaleza humana para hacer algo mucho más generoso e inconcebible: unirla, sin confusión, a la divina, creando de esta manera una nueva filiación divina, paralela a la de Adán, pero muy superior a ella.

 

Conforme a lo recién sugerido, la nueva generación no suprime de raíz a la vieja, sino que la acoge y la trasforma. Por eso Cristo no suprime la sexualidad humana, sino que le otorga un nuevo y más alto sentido. Y así no suprime la familia, antes bien se procuró una a la que, sin eliminar su función de habitación mundana, le dio un sentido especialmente sublime. Tampoco suprimió el sexo ni su función humana, pues El mismo fue varón y nació de una mujer: tanto la virilidad de Cristo como la feminidad de María son patentes en los evangelios. Por su parte, María hizo habitable el mundo a Dios, al ofrecer su seno como primer cobijo al Verbo encamado. Si el mundo no es de suyo habitable para el hombre, mucho menos aún lo es para Dios. Dios está en el mundo por su ser, conocer y poder, pero no por habitación. María hizo habitable el mundo a Dios. Y no sólo eso, sino que continuó haciéndolo habitable, a Dios y a los otros, al ocuparse del bienestar de Jesús y José durante los años que vivieron juntos. Dio, además, muestras de una finísima inteligencia femenina al prestar atención a los pequeños detalles que facilitan la existencia al prójimo, concretamente a Santa Isabel y a los novios de las bodas de Caná. Su fortaleza ante el dolor, al pie de la cruz, y su poder aglutinante tanto en los momentos de desesperación, como en los de expectación, de la primitiva comunidad apostólica son también rasgos de una perfecta feminidad.

 

En cuanto a Cristo, conserva también integro el sentido humano del sexo masculino. Son patentes los trazos de su perfecta virilidad: su larga actividad como artesano o dominador del mundo mediante la producción de medios, su enérgica reacción frente al abuso de los mercaderes del Templo; su franca, valiente y abierta critica a los escribas y fariseos; su dedicación sin reservas a las tareas de su misión[36], y su entrega libre y serena a la pasión y muerte. Además, Cristo admitió y respetó la función humana de lo femenino: él no tenía un lugar donde reclinar su cabeza, pero recibía el cuidado y la ayuda de las santas mujeres, que le hacían habitable el mundo.

 

Sin embargo, el sexo cobra con Cristo una función nueva y superior.  La nueva generación, por nacer de la iniciativa asumidora y de la obra directa de Dios, da lugar a un hombre que es Hijo de Dios. Igualmente, el Hijo de Dios transmite la nueva generación no por obra de la carne y de la sangre, sino por su muerte, que, transformando la muerte en cauce de vida, abrió para nosotros la posibilidad de una nueva generación mediante el agua purificadora y el Espíritu santificador, el cual capacita a los que creen en la divinidad de Cristo crucificado para llamar a Dios nuestro Padre, en un sentido absolutamente nuevo. La nueva generación da origen, pues, a hijos de Dios, no a hijos del hombre, y los genera sin destruirlos, es decir, los regenera, los hace hombres nuevos: hombres, porque tienen la naturaleza de los hijos de Adán, nuevos porque tienen la gracia y los dones del Espiritu de Cristo.

 

 

 

En congruencia con lo anterior, el sexo humano adquiere dos nuevos sentidos en relación a Cristo: la generación espiritual, que lleva consigo una imitación práctica de Cristo y de María mediante la virginidad, o la castración por el Reino de los Cielos, signo y adelanto de la vida nueva; y la generación corporal como expresión del amor de Cristo por la Iglesia, o sea, como imitación de la Encarnación y kenosis del Verbo consumadas por amor al hombre en el sacrificio supremo de la cruz.  Los dos nuevos sentidos derivan, pues, de la humanidad de Cristo: uno, por vía directa, como lo que es y trae la nueva generación; otro, por vía indirecta, como lo que expresa e implica su pasión y muerte.

 

Habitar en virginidad el mundo como signo del amor de Dios por el mundo, manifiesto en la encarnación de su Hijo, o habitar matrimonialmente el mundo como signo del amor de Cristo por su Iglesia, son las dos nuevas Posibilidades abiertas al sexo humano por el Hijo del hombre. La primera posibilidad está vinculada a la misión de Cristo y a su generación misma, es como compartir el don inicial, no merecido, de vivir ya como los hijos de Dios, tanto que sólo puede ser realizada gracias a un don especial directo de la humanidad de Cristo. La Segunda posibilidad es una posibilidad ganada o merecida por la pasión y muerte del Salvador, de ahí que sea un sacramento que, a la vez que significa su amor hasta la muerte por la humanidad, es fuente de gracias para poder vivir modo divino la, tras el pecado de origen, difícil cohabitación humana de este mundo.

 

Salvo en el caso excepcional y portentoso de María, esas dos posibilidades cristianas de la sexualidad (virginidad y procreación) no pueden ser consumadas a la vez y, además, tienen duraciones distintas. En el caso de María, tanto su maternidad física como su virginidad y maternidad espiritual son in aeternum, pues ella es incluso en el cielo la theotocos y, desde luego, la madre de la Iglesia, mediadora de todas las gracias. En cambio, el sentido humano y cristiano de la sexualidad procreadora tiene su límite, en términos relativos, al menos con la muerte de cada uno, y, en términos absolutos, con el fin del mundo, pues en el Reino de los cielos los hombres serán como los ángeles de Dios[37], que no mantienen relaciones sexuales de procreación.

 

Mas si el grado biológico-antropológico de la sexualidad en sus dos dimensiones -la de reproducción biológica y la de cooperación activa con el creador- desaparecerá después de esta vida y de este mundo, no ocurre lo mismo con sus resultados ni con los resultados de los dos grados más altos, a saber, el exclusivamente humano y el cristiano. Las relaciones paterno-filiales entre los hombres, que son relaciones personales, se mantendrán más allá de la muerte, y de ello es buena prueba el que María conserve plenamente el sentido humano y cristiano de su maternidad divina. Pero también se mantendrán los resultados humanos y cristianos del sexo, por ejemplo: el propio Cristo será Hijo del hombre, y Señor del orbe de la tierra[38], es decir, conservará el sentido humano de su masculinidad -además del nuevo por él aportado-, y los que hayan vivido, como él, la virginidad serán distinguidos especialmente por ello en el Reino de los cielos, al ser constituidos en séquito inseparable del Cordero[39]. De igual manera, en la medida en que el sentido humano y cristiano de la sexualidad es un carácter impreso en las obras humanas, ambos acompañaran más allá de la muerte a los demás mortales junto con sus obras[40].

 

En definitiva, la nueva generación aportada por Cristo modifica las dimensiones anteriores del sexo en dos pasos: en el primero conserva y amplifica su sentido, en el siguiente perpetúa y eleva la vigencia de su dimensión humana y cristiana por encima del límite de la muerte.

 

 

 

Conclusión

 

 

Como quise indicar en el título de este trabajo, los distintos sentidos de la sexualidad se superponen entre sí como grados progresivos de la misma. El sentido exclusivamente biológico del sexo está en la base de todos los demás, pero no tiene que ver más que con el fundamento o causalidad natural mundana. El segundo sentido tiene que ver directamente también con el fundamento mundano, pero lleva consigo una cooperación con el Creador del alma humana, lo que le da una relación indirecta con el destino y una primera y básica significación humana. El tercer grado del sexo es una cualidad accidental que, aunque tiene una base o fundamento biológico, constituye una propiedad de cada persona a la que hace idónea para desarrollar una de las dos funciones del habitar humano en el mundo, y de esta manera condiciona la destinación efectiva de las personas y de la vida social. Por último, el cuarto grado de la sexualidad es propio y exclusivo de un solo hombre, en cuyo modo de generación se funda, pero es trasmitido por él a los demás seres humanos de manera congruente con lo que es: es un sentido donal del sexo, por el cual tiene que ver inmediatamente con el destino y adquiere un valor superior, inasequible a su primitiva condición biológica.

 

Durante nuestra existencia terrena esos cuatro grados de la sexualidad se ordenan y estratifican entre sí de manera que los primeros sirven de base a los posteriores y superiores, pero eso no significa contra lo que suele opinarse superficialmente- que los inferiores sean eliminados o sojuzgados por los superiores, sino, antes al contrario, que son integrados y respetados por ellos. Así, el sentido cristiano del sexo no sólo no elimina los grados humano y biológico-antropológico, sino que los potencia para funciones superiores a las meramente biológicas y humanas, e incluso conserva sus efectos más allá del límite, infranqueable al sexo biológico, de la muerte. De igual modo, el sentido exclusivamente humano del sexo no elimina el grado biológico-antropológico ni el grado sólo biológico, sino que los supone y prolonga otorgándoles funciones especiales en relación con el medio de destinación humana, que es la habitación del mundo. Lo mismo debe decirse, como es obvio, de la dimensión biológico-antropológica respecto de la puramente biológica: el uso del sexo no puede serdignamente humano, si no respeta y cumple el fin biológico del mismo, la reproducción. La apertura del acto sexual a la reproducción de la vida es condición sine qua non de su dignidad humana, aunque no sea condición suficiente, pues además hace falta que se realice por amor y con entrega de sí mismo, no tratando al otro como objeto o mero medio para el propio placer. Y para que, adicionalmente, tenga valor sacramental cristiano se requiere que se realice en gracia de Dios y con una generosa entrega personal que refleje el amor de Cristo por su Iglesia.

 

He aquí, pues, la escala gradual de la sexualidad: de medio de perfeccionamiento orgánico en su grado elemental pasa a ser medio de un proyecto destinal humano en el segundo, y de ahí a ser expresión individual de cada persona humana en la sociedad, para acabar pudiendo ser expresión final del don sin medida. Sería insensato atribuir a la sexualidad la autoría de esta sucesiva ampliación de su sentido, no menos que si se atribuyera al calzado la evolución histórica de sus formas: el responsable de toda evolución es el término final al que se llega, en este caso, el don sin medida.



[1] Como ha sabido apreciar correctamente M.A.Arbib (Cerebros, máquinas y matemáticas, trad. esp. E. Sánchez Mañes, Madrid, 1976, p.120), "los modelos matemáticos pueden estar tan equivocados como los modelos no matemáticos"..."el mero uso de fórmulas no confiere poderes mágicos a una teoría". Y de igual modo, aunque sea ciertamente admirable y verdadera la capacidad de la Química para imponer nombres «cuasi-naturales» a las substancias tanto inorgánicas como orgánicas que ella estudia, y para describir sus comportamientos, su método -como acabo de decir del matemático- ni asegura ni agota las posibilidades de comprensión teórica que ofrece la vida. Ese amplio margen que dejan las ciencias para la explicación y comprensión de los fenómenos de la vida justifica que otros saberes, sin entrar en conflicto con los resultados de aquéllas, sino más bien aprovechándolos, puedan proponer teorías de otra índole que intenten aclarar y ordenar la riqueza de datos de la vida orgánica.

[2] Para una perspectiva general de la teoría de la vida que aquí se expone, cfr. I.Falgueras, El crecimiento intelectual (CI), en El hombre: inmanencia y trascendencia, Pamplona, 1991, vol. I,  590-598.

[3] Tomás de Aquino, Summa Theologiae (ST)III, q.32, a.3 c).

[4] "Tomando como punto central el acto sexual en sí mismo, podría calificarse de sexual todo lo referente a la  intención de procurarse un goce por medio del cuerpo y, en particular, de los órganos genitales del otro sexo" Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse, III.Teil, 20., Frankfurt a.M., 1979, 239, trad. esp. L. López-Ballesteros, Madrid, 1971, 326.

[5] La unidad del ser humano es a priori y sistémica, y ello quiere decir que sus diversas partes forman un todo funcional al servicio de la persona, cuya verdad no es alcanzable por reducción analítica (Cfr. Leonardo Polo, Quién es el hombre, Madrid, 1991, 43-46, 67 ss.).

[6] Gen. 2,23.

[7] "Science", vol.211, nº 4480, 1981, 342-350.

[8] Entender es «hacerse (noticialmente) otro», albergar en el propio acto de entender el acto de lo entedido, compartir el propio acto con el acto de lo ajeno. Por eso, la razón de toda posible comunidad radica en el entendimiento (Cfr. I. Falgueras, CI, 611-622).

[9] Gen 2,24.

[10] La apertura a lo otro en que consiste entender es intrínsecamente trascendente, tanto que concibe en a lo otro. Es aquí donde tiene su raíz la paternidad humana, como procreación libre y querida.

[11] Ethica I, pr. 17, sch., C. Gebhardt, Heidelberg, 1972, II, 63, líneas 18-20.

[12] Cfr. Paul Guillaume, La Psicología animal, trad.esp. de P.Canto, Buenos Aires, 1973, 113.

[13] ST III, q. 23 , a.4 c.

[14] Cfr. Leonardo Polo, Curso de Teoría del Conocimiento II, c. I. Aunque en este capítulo la noción de potencia formal esté referida únicamente al cerebro y sus funciones, esa noción no sólo es aplicable, sino exigida para toda vida orgánica, en la medida en que la vida orgánica tiene como elemento la información.

[15] Cfr. A. Gehlen, El hombre, trad. esp.  F. C. Vevia. Salamanca, 1980, 98-150;  Leopoldo-E. Palacios, El rostro y su anulación, Madrid, 1982. También el sexo es expresión y predicado propio de la persona, así lo insinúa Tomás de Aquino (ST III, q.52, a.3 c; cfr. I, q.31, a.2, ad 4).

[16] I. Falgueras, El habitar y las funciones humanas de la masculinidad y de la feminidad (HF), en "Philosophica" (Univ.  Católica de Valparaiso), 11 (1988) 187-199. Aunque quizá pueda estar de acuerdo con el fondo de lo que sugiere, discrepo de la terminología usada por G. Simmel en su escrito Para una filosofía de los sexos, en el que vierte en categorías metafísicas las diferencias entre los sexos («hacer» y «ser») y la cualificación de la feminidad ("esencia metafísica fundida con su ser vivido"), cfr. Sobre la aventura, trad. esp. de G. Muñoz y S. Mas, Barcelona, 1988, 65 y 67. Como sostengo, la sexualidad no es más que una propiedad de la persona que no alcanza ni a su ser ni a su esencia, sino que deriva de ellos.

[17]I.Convolut, III.Bogen, 1.Seite, Ak. 21.Bd., 27.

[18]I.Convolut, III.Bogen, 2.Seite §7, Ak. 21.Bd., 30.

[19]I.Convolut, III.Bogen, 2.Seite §9, Ak. 21.Bd, 31.

[20] Bauen, Wohnen, Denken, en Vorträge und Aufsätze, Pfullingen, 4.Auflage, 1978, 141.

[21] Para una ampliación de todo este apartado remito al lector a mi escrito antes citado HF.

[22] HF, 187.

[23] La distinción entre intelecto agente e intelecto paciente es lo que abre la posibilidad de un sentido exclusivamente humano del sexo.

[24] Cfr. ST III, q.32, a.3 c.

[25] Gen 3,16.

[26] ... "el hombre, dado su mismo carácter de criatura, (es) un ser por naturaleza profundamente indigente, lo que podría llamarse pura indigencia en persona que clama por apagar su ser, 'one vast need', el ser sediento por definición” (trad. esp. R. Jimeno Peña, Madrid, 1972, 121). Además Pieper atribuye el eros indigente a la finitud creacional (Ibid. 128), lo que, después de las doctrinas modernas, especialmente de las leibnicianas, requiere ciertas precisiones aclaratorias.

[27] Confesiones I,1,1. S. Agustín denomina «indigencia» a la solicitud por las cosas temporales que deriva de la muerte (Cfr. PL 35, 2073). Sin embargo, en La Ciudad de Dios XII,1,3, denomina también «indigencia» a la relación del hombre con su destino (la felicidad o Dios), pero nótese que esa indigencia no es sino la capacidad para unirse a Dios y, por tanto, la raíz de la excelencia y grandeza de la criatura racional, la cual sólo es considerada miserable cuando carece de Dios. Conviene, por tanto, distinguir entre dos tipos de indigencia, una que se identifica con la inquietud del corazón, y otra que consiste en la miseria de estar separado de Dios y anhelar las cosas temporales. Paralelamente, eros puede ser tanto amor, como concupiscencia, pero sin confusión.

[28] Cfr. La Ciudad de Dios XXII,12,1.

[29] Gen 3,15.

[30] Gen 22,18; Gal 3,16.

[31] Cfr. ST III, q.37, a.1, c et ad 1.

[32] Jh. 1,13; cfr. Cathena Aurea in Johannem, lect. 13, Sti. Thomae Aquinatis Opera Omnia, R. Busa, Stuttgart, 1980, vol. 5, 371.

[33] Hebr 10,5-9.

[34] Cfr. ST III, q.35, a.8 c.

[35] Mt 12,20

[36] Lc 2,46-49; Mc 3,20.

[37] Mt 22,30.

[38] Hebr 2,5.

[39] Apoc 14,4.

[40] Apoc 14,13.