LA PERSONALIZACION DE LA SEXUALIDAD

Ignacio Falgueras Salinas

 

          Sumario:

 

                    I. La persona humana.

        

                       1.-Descripción negativa.

                       2.-Descripción positiva. 

                       3.-Persona y unidad del hombre.

 

                   II. Algunas obviedades sobre el sexo.

 

                  III. La personalización de la sexualidad.

 

                      1.-La ampliación diferencial de la sexualidad del cuerpo humano.

                      2.-La mediación sexual de la  destinación

                          personal.

                      3.-La integración personal de la sexualidad. 

 

                   

     El presente escrito pretende ofrecer un estudio de la sexualidad en el marco de una antropología trascendental. Con este nombre se alude no a una disciplina, en la actualidad todavía inexistente, sino a un campo del saber que tiene como tema la verdad trascendental acerca del hombre, tema abierto a la investigación desde antiguo[1] y en el que aquí se dan sólo algunos pasos. No se trata en manera alguna de un escrito de metafísica, cuyo tema de estudio es el ser trascendental del mundo, pues aunque dicho ser es verdadero, no es aquella verdad originaria a la que está intrínsecamente vinculada la inteligencia humana, como inteligencia. Aunque, como digo, su tema no es el ser del mundo, sino el ser del hombre, por su carácter trascendental este nuevo campo ofrece algunos rasgos parecidos a los de la metafísica: es una meta-antropología. Por ejemplo, no se tratará de un estudio que recabe para sí la prueba de los hechos, de las estadísticas o del consenso universal -ni siquiera del mayoritario- de los hombres, sino que, más bien, se trata de una búsqueda de la verdad real de todo hombre, que sea válida para cada uno por encima de demarcaciones particulares, biológicas, históricas o pragmáticas, en virtud de su congruencia con la ilimitadamente amplia realidad humana.

 

      Según lo dicho, este trabajo no debe ser interpretado como la elaboración de una hipótesis o de un modelo teóricos desde los que se pueda reconstruir el comportamiento observable humano o acoplar satisfactoriamente los datos empíricos acerca del hombre y de la sexualidad; tampoco debe ser entendido como un conato de demostración científica de ciertas tesis preconcebidas al respecto, y menos aún como un intento retórico de convencer a alguien; antes bien, ha de ser entendido como una propuesta de indagación acerca del ser que hace hipótesis, demostraciones científicas y retórica. A tal indagación la denomino «trascendental» en la medida en que, sin despreciar los datos empíricos, las demostraciones científicas o la formación de convicciones verdaderas, procura elevarse a aquella altura en la que lo común no anula, sino que integra las diferencias, y desde la que cabe alcanzar el ser del hombre sin restringir en nada sus infinitas posibilidades[2]. La verdad de los resultados de una indagación semejante sólo puede ser contrastada por su congruencia con la realidad del hombre y de la sexualidad, así como por su congruencia consigo misma.

 

     En consonancia con las anteriores indicaciones, ordenaré mi exposición en tres partes. La primera, dedicada a la persona humana, propondrá el marco antropológico-trascendental de todo el trabajo. La segunda, dedicada al sexo biológico, llamará la atención sobre algunos implícitos filosóficamente relevantes, aunque a veces menos atendidos, del mismo. Y, por último, en la tercera parte, se examinará la conjunción humana de persona y sexo, que es lo que se promete en el título del trabajo.

 

 

 

     I. La persona humana.

 

 

     La persona es una realidad radicalmente original y que, por ello mismo, no es susceptible de ser definida ni aclarada desde instancias anteriores; todo lo más, cabe describirla por comparación negativa con otras instancias y por enumeración positiva de sus características. Propondré, primero, su descripción negativa, y, luego, la positiva.

 

    1. Una de las grandes aportaciones de la filosofía kantiana a la antropología filosófica ha sido la de deshacer, al menos parcialmente, la confusión medieval entre persona y medio. Al definir a la persona como "fin en sí", Kant rechazaba toda consideración medial de la persona. En cambio, los medievales, que proponían como metáfora para entender a las criaturas la de ser instrumentos de Dios, se deslizaban sin quererlo hacia una consideración medial de la persona. En realidad, esa metáfora no es adecuada ni siquiera para la criatura no personal, pues hace derivar el pensamiento hacia una consideración secundaria de la criatura que suprime su valor de primer principio. Tal desviación propició a finales de la edad media la tesis de que Dios puede producir por sí mismo todo aquello que puede producir mediante las criaturas. En esa tesis, aparentemente inocua, va implícito, como luego explicitarán Malebranche y Espinosa, que Dios es la única causa o el único principio eficaz, y que las criaturas son sólo medios (ocasiones o modos) del poder de Dios. Este planteamiento es falso, porque ni Dios necesita, como el hombre, de medios para producir nada, ni crea a sus criaturas para utilizarlas. La creación es un don por parte de Dios que hace a las criaturas seres autónomos y capaces de dar dones nuevos, seres originalmente fecundos y sobrantes, cuyo fin es su propio perfeccionamiento, no el de Dios.

 

Aunque Kant no llegó tan lejos como sugiero, sí supo darse cuenta de la diferencia radical entre persona y medio, y derivadamente entre persona y objeto. Es verdad que Kant habla de una persona phänomenon y una persona noumenon, pero es obvio que para él el constitutivo de la persona es la libertad moral, y ésta es nouménica. Sin llegar a desprenderse de la conciencia como componente esencial de la persona, dio paso sin duda, a una consideración filosófica parcialmente adecuada de su dignidad y diferencialidad.

 

Llevando más allá el hallazgo kantiano, lo primero y más obvio que debe decirse de la persona es que no se trata de objeto o cosa alguna. De ello no sólo deriva la descalificación moral de toda práctica objetivante o cosificante sobre la persona, sino también la imposibilidad real de entenderla como un objeto o cosa. En efecto, no sólo existe la muy extendida propensión a tratar a las personas como objetos, sino también la aparentemente más ingenua, pero no menos peligrosa, pretensión de entender a las personas como objetos -que es el primer paso y condición para luego tratarlas como objetos-, y esta pretensión suele acontecer con mayor frecuencia entre sujetos en nada malintencionados, sino que apelan en su favor a la condición de «científicos». Es cuando menos sorprendente la acrítica espontaneidad con que, al menos desde la aparición del ideal emancipatorio, muchos científicos se atreven a generalizar más allá de sus límites propios tanto la vigencia de los métodos científicos como el valor de los resultados de sus respectivas ciencias. Para muchos físicos, todo se resuelve en energías y relaciones entre partículas subatómicas; para muchos químicos, todo lo biológico se reduce a meras reacciones intermoleculares (químicas); para muchos biólogos, todo lo humano se salda en procesos puramente orgánicos. Y algo semejante sucede en las ciencias humanas: hay quien cree poder explicar todo lo humano desde la sola historia, todo lo racional desde la psicología, todo lo social desde la mera política, todo lo político desde la estricta economía, etc.

 

     Aparte de los claros reduccionismos que hacen chocar a las ciencias entre sí, se da un factor común en el que coinciden los mencionados cientificismos: la consideración de la persona que hace la ciencia como uno más de los objetos por ella estudiados y sobre los que están vigentes todas sus leyes y ninguna otra superior[3]. Así, muchos físicos se consideran a sí mismos como simples conjuntos complejos de energías, partículas y átomos; muchos químicos se conciben a sí mismos como meras combinaciones de substancias químicas; muchos biólogos, como meras organizaciones celulares, etc[4]. Pero todos estos pasan por encima de la evidencia de que ni las partículas ni los átomos ni las substancias químicas ni las células, o sus conjuntos, se plantean a sí mismos problemas, ni formulan hipótesis, ni se cuestionan o discuten acerca de métodos, ni realizan experimentos, ni generalizan las leyes de su comportamiento; y, asimismo, pasan por encima de la evidencia de que los problemas, las hipótesis, los métodos, la experimentación y las leyes generales del comportamiento no están hechos de, ni consisten en energías, partículas, átomos, moléculas, células, etc., sino en pensamientos que no perturban ni modifican por sí mismos en la realidad, aunque versen sobre ella. Los objetos de la ciencia pueden ser pensados todo lo reales como se quiera, pueden ser pensados como efectivos o influyentes-en e influidos-por su entorno, pero ellos mismos no piensan, no están abiertos a la alteridad como tal: no se hacen noticialmente otros. Incluso si se aceptara hablar del conocimiento, imprecisamente, en términos genéricos de recepción, y se pensara que en la realidad también esos objetos pudieran recibir algo, lo que recibieran lo habrían de recibir al modo de una pasión, o sea, imponiendo a lo otro la forma de lo propio, en vez de recibirlo en calidad de otro. Es decir, no conocerían intelectualmente ni pensarían nada.

 

     El saber es una actividad absolutamente unilateral por parte de la persona, hasta el punto de que esa actividad sólo puede existir en la medida en que lo real no es afectado por ella. Lo real no es inmutado por ser sabido, ni tan siquiera se «entera», si se me permite hablar coloquialmente, de que es conocido. El conocimiento intelectual no altera la realidad, se altera a sí mismo: es él quien se hace otro, quien da cabida en sí, sin anularse, a lo que es diferente de él, sin que deje de ser diferente para él.

 

     Es cierto que la ciencia empírica utiliza métodos experimentales que inmutan la realidad, pero, precisamente por eso, ella misma ha relativizado en nuestro siglo su valor cognoscitivo, reconociendo que no llega a averiguar más que el comportamiento probable, y por tanto rodeado de indeterminación e incertidumbre, de los fenómenos o, en su caso, realidades por ella estudiadas. El mero establecimiento de una autocrítica por parte de la ciencia demuestra a todas luces que el conocimiento científico es una actividad unilateral de la persona humana que no inmuta la realidad, sino a sí misma. Pero es cierto también que hoy día existe entre algunos físicos cuánticos la teoría de que el pensamiento humano produce por su simple ejercicio en los métodos científicos una inmutación física del entorno que influye efectivamente en el curso mismo de los sucesos cósmicos. En la medida en que nuestro pensamiento tiene como condición un funcionamiento orgánico cerebral con consumo y cambios de energía, podría admitirse que mientras pensamos nuestro organismo influye en el entorno. Otra cosa sería la tesis directa de que el pensamiento o el conocimiento son en sí mismos inmutaciones puramente físicas. Detengamos un momento la atención sobre ella.

    

     Darse cuenta de que la actividad científica o cerebral inmutan el entorno implica una actividad que no inmuta el entorno, o de lo contrario sería imposible de reconocer el cambio introducido: para conocer el cambio como tal es preciso que al menos algo no cambie, a saber, el conocerlo. Si todo nuestro conocimiento se redujera a modificaciones físicas, nunca tendríamos noticia de ninguna modificación y no podríamos notar o sospechar cambio alguno en el entorno ni, mucho menos, incluir tal inmutación en nuestras previsiones teóricas. Si la propia teoría inmutara la realidad no podría pretender ser una teoría sobre la realidad. Dicho de modo más incisivo, la pretensión de que el pensamiento teórico cambie la realidad sólo puede ser verdadera si esa teoría se ajusta (no cambia) a la realidad; si por hipótesis la cambiara, entonces ella misma no sería una teoría adecuada a la realidad, es más, ni siquiera sería una teoría sobre la realidad: si la cambia no la conoce, si la conoce no la cambia. Pero supongamos, contra toda verdad, que el pensamiento teórico pudiera conocer la realidad ya inmutada previamente por él mismo, en ese caso no la podría conocer como inmutada, pues carecería de todo fundamento y medio para sospechar y detectar que la realidad haya sido inmutada por él. O sea: que, si la inmuta, no puede conocerla como realidad, y si la pudiera conocer, inmutándola, como realidad, no la podría conocer como inmutada. La teoría científica que afirme que el conocimiento modifica físicamente la realidad es, pues, una teoría incongruente e, incluso, sin sentido: si lo que dice es verdadero, como toda teoría es pensamiento, entonces ella misma no es una teoría sobre la realidad, sino una modificación física de ella, pero una modificación física no tiene otro valor que el de una modificación particular más, entre el cúmulo indefinido de las que se producen constantemente, es decir, carece de validez universal y de validez teórica; y sólo en el caso de que sea falso que la teoría modifique la realidad puede pretender ser verdadera. En conclusión: sólo si el pensamiento no inmuta la realidad puede pensarse (equivocadamente) que la inmuta.

 

     Todo cuanto hay de teoría en la ciencia empírica es unilateralmente desarrollado por la persona, cuya mencionada apertura a lo otro sirve también de guía para lo que haya de práctica en aquélla. En este sentido, insisto, la ciencia es hecha toda ella por el científico, no por los objetos, de manera que los objetos son objetos para el científico, pero el científico no es nunca un objeto. Es palmario, sin embargo, que muchos científicos se piensan a sí mismos como objetos, pero eso sólo puede hacerlo quien piensa. Sólo es posible errar para quien es capaz de conocer la verdad. En la realidad física no hay errores. Nosotros podemos pensarnos a nosotros mismos, equivocadamente, como lo que no somos, pero pensar equivocadamente es pensar. Los objetos no se equivocan, porque no piensan: ni se piensan a sí mismos ni piensan al científico. Y pensar es una forma de esa actividad abierta a lo «otro», que no lo inmuta ni le influye físicamente, ni es objetivable, aunque pueda ser objetivante.

 

     Lo que trato de aclarar es tan importante y elemental que quisiera ilustrarlo con algún otro ejemplo, aunque tomado en sentido traslaticio y aun a riesgo de complicar lo simple e inmediato con comparaciones que pudieran empañarlo.

 

     Sucede, en efecto, que algunos etnólogos y antropólogos, llevados de su afán, netamente occidental, de interesarse por conocerlo y entenderlo todo, es decir, estimulados por la universalidad del saber, se ocupan de estudiar modos de pensamiento y culturas primitivas. Y lo hacen con tal esmero que, encandilados por la verdad de lo estudiado, acaban concluyendo que el espíritu occidental es una forma particular de pensamiento de la que es preciso prescindir para poder entender a las culturas primitivas. No han caído en la cuenta de que, si ellos hubieran estado sumidos en esos modos de pensamiento primitivos, no habrían podido interesarse por la posible verdad de ninguna otra cultura, ni tan siquiera habrían tenido una visión teórica de esas culturas, que en cambio ahora poseen. Tampoco han sabido descubrir la auténtica superioridad de Occidente, que consiste en que la amplitud del saber que se busca admite y promueve la autocrítica, sin que eso lo elimine como saber, antes bien la capacidad de superar sus propios límites lo reafirma en su calidad de saber irrestricto. Así pues, cuando parecen renegar de Occidente, dichos estudiosos están siendo mucho más occidentales de lo que ellos mismos sospechan, aunque desde luego de una manera incongruente, ya que dicen lo contrario de lo que hacen[5].

 

     Nos encontramos, pues, en el ejemplo, con que la particularidad del objeto estudiado induce a pensar en la particularidad del saber que lo estudia, al que niega como saber universal en favor de lo por él estudiado, del mismo modo que la objetividad de lo estudiado por el científico le induce a pensarse como un objeto, y a negarse como científico o persona pensante, en favor de lo por él estudiado. Asimismo, el científico, cuando se autointerpreta como objeto, no está siendo en absoluto objeto y sí persona, contra todo lo que piensa: pues él puede pensarse como objeto sin que por ello deje de pensar, pero si fuera mero objeto no podría pensar nada. También éstos hacen lo contrario de lo que dicen.

 

     Las razones de mi tesis no se fundan tan sólo en la evidencia de que el pensamiento no es ninguna propiedad ni fenómeno físicos y objetivables, sino en una verdad de mayor calado y que afecta al pensamiento mismo, a saber: que lo pensado por el pensamiento humano no piensa. Mi maestro, Leonardo Polo, lo expresa con esta fórmula: el yo pensado no piensa. En ella se lleva al límite, y, en ese sentido, se expresa con la máxima claridad, el principio de que no sólo los fenómenos físicos, sino cualquier clase de objeto, en cuanto que objeto, no piensa. No sólo el yo de los demás, mi propio yo, en la medida en que lo hago objeto de mi pensamiento, no es el yo que está pensando, sino un yo pensado que, en cuanto que pensado, no piensa. No se trata de que sea correcta o incorrectamente pensado: si es un yo pensado, nunca es el yo que (lo) piensa. Ese plus que tiene el yo pensante sobre el yo pensado y sobre cualquier objeto es lo que le permite sobrevivir a su propia negación (implícita en su objetivación), porque incluso cuando se piensa a sí mismo como lo que no es, él es quien está pensando, no lo por él pensado.

 

     El carácter inobjetivo de la persona es tan radical que ni tan siquiera puede ser entendida como algo relativo al objeto. El objeto, en cuanto que objeto o pensado, es ciertamente relativo a la persona, y esto induce a pensar que la persona haya de ser, a su vez, relativa al objeto. Pero, al pensar así, se trasladan propiedades de los objetos a la persona, que resulta, por tanto, indirectamente reducida a algo que no es ella misma. Algo de esto sugiere el poeta cuando dice: "el ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas/ es ojo porque te ve"[6].

 

     Cuando se entiende a la persona como relativa al objeto se la reduce a conciencia, cosa harto común en la filosofía moderna y contemporánea[7], pero no por eso verdadera. La conciencia es una operación, la primera operación de la facultad cognoscitiva de la persona, pero ni es la única operación ni las operaciones y facultades agotan el ser de la persona. La persona humana tiene desde luego, mientras vive en esta vida, conciencia de objetos, pero no es mera conciencia de objetos. No se intenta sugerir con esto que la persona sea, además, conciencia de sí, pues ya hemos visto que el yo pensado no piensa, es decir, no se iguala al yo pensante, y en consecuencia éste no puede tener un conocimiento de sí como el que tiene de un objeto pensado. De los objetos puede tener conciencia, pero de sí misma no puede tener conciencia (objetiva), y si tiene conocimiento de sí -que lo tiene- no será un conocimiento objetivo, o, de lo contrario, se conocería como no cognoscente[8].

 

     La persona tiene conciencia de objetos y tiene conocimiento de sí, pero ni es mera conciencia ni es autoconciencia, es decir, que ni es intrínsecamente relativa a objetos ni es conocible como objeto incluso para sí misma. Por tanto, no se trata sólo de que no deba ser objeto para los demás, sino de que no puede serlo tampoco para sí misma. Si se piensa como objeto, no se conoce como realmente es. Por eso, lo que voy a proponer seguidamente como positiva descripción de la persona no pretende ser una teoría sobre la persona, en la medida en que las teorías versen sobre objetos, sino una averiguación supraobjetiva del ser personal.

 

 

     2. De las precedentes consideraciones negativas, paso ahora a la descripción de algunas de las características positivas de la persona humana.

 

     Por lo pronto, ya hemos visto que la persona trasciende todo objeto, en la medida en que es más que mero objeto y más que mera respectividad a lo objetivo, es decir, que incluso se trasciende a sí misma en cuanto que formadora de objetos, o lo que es más exacto, que trasciende su propia operación objetivante. Dicho trascender es lo que le permite someter a crítica los resultados de su operación e incluso su misma operación sin que la persona resulte anulada, sino más bien reafirmada por la crítica. La persona trasciende, pues, no sólo los objetos, sino las operaciones y las facultades propias.

 

     Lo primero, pues, que cabe decir positivamente de la persona es que no sólo es superior a los objetos y a la conciencia, sino que puede superar o trascender cognoscitivamente su operación objetivante, de lo contrario no podría saber que es más que objeto. En ese ser más, superar o trascender cognoscitivamente se contiene ya la indicación decisiva acerca de la persona humana.

 

     La persona humana puede trascender activamente sus propias operaciones y sus logros: al trascenderlos los reconoce como límites, a la vez que los supera. Este trascender lo suyo implica un trascenderse a sí misma, o, lo que es equivalente, a estar abierta al ámbito de la amplitud irrestricta. En términos menos exactos, pero más asequibles, lo que afirmo es que la persona está abierta a lo infinito. Téngase en cuenta que el límite definitivo de la realidad finita no es tanto otra cosa finita -o límite externo-, cuanto la limitación intrínseca o el límite interno que la liga a sí misma. Si la persona es capaz de superar sus límites internos, y eso es lo que implica la mencionada autotrascendencia, es que ella está abierta por completo, no encapsulada ni encerrada en sí, sino intrinsecamente abierta sin restricción alguna.

 

     Estar abierta a lo infinito, no es sin más ser infinita, lo mismo que ir más allá de los propios límites no es carecer de ellos, sino no ser retenida por ellos. La persona humana es intermedia entre lo finito y lo infinito: tiene límites, pero los supera. Por eso su infinitud es potencial o relativa, no actual o absoluta. La indicación decisiva acerca de la persona humana es, pues, su activo autotrascenderse.

 

     Dos son, al menos, los grandes implícitos de la autotrascendencia. El primero es la libertad. No se trata de que la persona sea libre, sino más bien de que es libertad. O sea, la libertad no se toma aquí en el plano predicativo, como un atributo o cualidad perteneciente a la persona, sino en el orden del ser. La libertad como ser es el ser como crecimiento irrestricto: poder ser más de lo que se es. Es decir, no estar predeterminado por el ser inicial, sino abierto a un ser futuro. Es obvio que eso está implícito en el autotrascendimiento.

 

      Pero autotrascenderse, si se toma en absoluto, es una patente contradicción: ser más de lo que se es, sin otra referencia, carece de sentido, no se sabe qué quiere decir. Incluso un autotrascenderse que sólo tenga como referente el ser inicial carece también de sentido. La libertad respecto de lo que se es inicialmente, como mera libertad-de o mera independencia es, en el orden del ser, una absolutización imposible: toda independencia activa, o emancipación, depende intrínsecamente de aquello de lo que se emancipa, por lo que no se trata de un verdadero autotrascendimiento[9]. Autotrascenderse sólo es realmente posible si existe una trascendencia absoluta, un ámbito de amplitud irrestricta al que podamos abrirnos, un infinito en acto que acoja nuestro crecimiento. La libertad como ser personal no sólo ha de ser una libertad-de, sino, siguiendo la distinción de M. Scheler[10], sobre todo y preponderantemente una libertad-para.

 

     La libertad no puede ser entendida en la línea del fundamento, es decir, en la línea de un acto que se despliega de antes a después, dado que así es inevitable el problema de la predeterminación o premoción físicas, que la anularía[11]. En esta línea cabeintentar que la libertad sea autofundamentación (causa sui, autolegislación, autogénesis, autoproducción, autorrealización[12]); o, también, que la libertad sea el fundamento (sin fundamento) del fundamento[13]. Pero aparte de que todas esas autofundamentaciones son meras libertades-de, y aparte de los insolubles problemas de congruencia que les afectan, queda siempre que la fundamentación no puede dar lugar por sí misma a relaciones libres ni al autotrascendimiento, ni da razón de la índole de la libertad. Por eso dije al comienzo que la persona no depende de instancias anteriores, lo que no excluye otro tipo de dependencia, a saber la dependencia del futuro, y de un futuro que no se desfuturiza o agota, y en ese sentido es infinito.

 

     Para poder entender la persona como actividad autotrascendente o libertad en el orden del ser es preciso descubrir la primacía de su referencia al futuro o destino. La persona humana es trascendida por su destino, o lo que es igual, está destinada a lo trascendente, y esa destinación es lo que le permite trascender, por su parte, los objetos y las operaciones propias. La trascendencia relativa de la persona es abierta desde la llamada de su destino absolutamente trascendente. Digo relativa, en un caso, y absoluta, en otro, la trascendencia, porque la primera (la de la persona humana) dice alguna referencia a lo trascendido, mientras que la segunda (la de lo infinito) no dice referencia alguna a lo trascendido. Bien entendido esto, se comprende que la persona humana esté llamada a autotrascenderse, o sea, a superar lo propio para abrirse y ser sancionada en su ser, de modo definitivo, por lo absolutamente trascendente[14].

 

     Autotrascenderse tiene, pues, sentido como respuesta a una solicitud o llamada de lo infinito, es decir, del destino de la persona. El "trasciéndete a ti mismo" agustiniano sólo es inteligible como búsqueda de la inmutabilidad y congruencia de la Verdad o Dios[15], y, asimismo, el pascaliano "el hombre sobrepasa infinitamente al hombre"[16], aunque con un planteamiento extremoso y menos equilibrado, tampoco puede entenderse sin la referencia a Dios.Una autosuperación sin destinación, o Bestimmung, (Nietzsche) da lugar a un ser para la muerte (Heidegger), o a una libertad como nada (Sartre); más aún, es un absurdo o imposible en el orden del ser, pues no se puede ser más de lo que se es, de no existir un más allá (un futuro) que permita crecer y no quede mermado por dicho crecimiento (no se desfuturice). Por lo tanto, el segundo implícito de la autotrascendencia es la llamada del destino o la inclusión activa en el ámbito de la máxima amplitud. Aunque en mi exposición esta llamada aparezca como segundo implícito, debe advertirse que en el orden real es lo primero: la iniciativa que abre realmente el orden personal pertenece al futuro infinito y absolutamente trascendente.

 

     Los dos implícitos señalados del autotrascendimiento se sitúan en el orden del ser: la llamada elevadora del destino y la libertad como acto capaz de crecimiento irrestricto. Sin embargo como la iniciativa del destino, o sea, lo primero en el orden del ser, se toma en la forma de una llamada hecha desde el futuro, su primacía no anula, sino que exige la posibilidad de una iniciativa subordinada, pero original, de respuesta[17]. Esta iniciativa subordinada y propia de respuesta es una libertad de ejercicio, que no está en el orden del ser, sino en el del obrar. En la persona humana el ser y el obrar no se identifican y eso implica que su ser es acto potencial y su obrar es gradual. El obrar libre actualiza la potencia de crecimiento dotacional, y la potencia infinita de crecimiento hace que el obrar libre sea sólo gradual. Pero, al desarrollar activamente la capacidad de crecimiento dotacional, el obrar libre, por su dependencia directa del destino, perfecciona, aunque sea sólo gradualmente, su propio ser: el obrar supera activamente al ser[18]. Y eso es lo que he denominado autotrascendencia activa.

 

     Reuniendo ahora los implícitos de la autotrascendencia, la persona humana puede ser descrita positivamente mediante dos características inseparables, aunque distinguibles, como las dos caras de una misma moneda: libertad y destinación. Respecto a los límites de su obrar, la persona humana es gradualmente libre; respecto a lo infinito, está destinada. Por un lado, la libertad de la persona, tanto en su ser como en su obrar, brota de la infinitud de su destino: ella no es infinita en acto, pero está llamada por lo infinito en acto, y eso le abre la posibilidad de superar gradual, pero infinitamente sus propios límites. Por otro lado, la destinación de la persona humana no es fatal, sino libre, porque su sentido concreto viene marcado por la activa superación, o no, de sus propias limitaciones. La persona humana es, pues, libertad destinal y destinación libre: la libertad destinales libertad respecto de nosotros mismos, la destinación libre es libertad respecto del destino. Pero en ninguno de los casos se trata de una libertad de elección, como la que se ejerce sobre los medios de nuestras acciones, pues no nos cabe no estar destinados al infinito ni desligarnos de nuestro ser. Es, más bien, una libertad trascendental, por la que somos responsables del sentido congruente o incongruente de nuestra destinación e indirectamente del ser futuro que recibiremos; podemos superar nuestras limitaciones o aferrarnos a ellas, pero el ejercicio de esta libertad nos vincula internamente, de manera que, según sea ese ejercicio, seremos congruente o incongruentemente abiertos a lo infinito, sin que podamos nunca dejar de estar eternamente referidos a él.    

 

     Aunque distinto de su ser, el obrar personal en cuanto vinculado con el destino es trascendental. Por esta vía venimos a dar con una nueva característica de la persona humana, a saber: la alteridad. La persona humana es «otra» que su destino, o, lo que es igual, está destinada a ser «otra» que ella. Dicha característica es altamente compleja y requiere una especial atención para captarla y describirla.

 

     La persona es alteridad trascendental. No es simplemente algo distinto dentro de un género, es decir, una especie o un individuo, ni tampoco es un predicable, o sea, algo lógicamente distribuíble entre muchos, aunque de distintas maneras para cada uno. En ese sentido decía yo, al principio, que la persona no era definible. Cuando ahora digo que la persona es alteridad trascendental, no pretendo definir o englobar a la persona dentro de otros términos más amplios, sino hacer uso del lenguaje de manera que indique al intelecto de quien me lee lo que está por encima del lenguaje. En efecto, mi enunciado parece hablar en términos generales: «la persona es», digo, y esto es concesión necesaria al lenguaje, del que he de servirme para comunicar mi pensamiento. La expresión parece suponer o bien que existe una sola persona, o bien que, si existen muchas, tienen una esencia en común. Pero lo que añado a continuación es justamente lo contrario: «alteridad trascendental», o sea, que es radicalmente otra o diferente, que cada persona es un irreductible. La dificultad de lo que pretendo sugerir estriba básicamente en que el término «persona» es un nombre común, mientras que lo que con él se señala sólo puede ser recogido en verdad con un nombre propio inconfundible, que el lenguaje humano no está en condiciones de dar. 

 

     Lo que intento decir cuando afirmo que la persona es alteridad, y alteridad trascendental, es que cada persona es radicalmente «otra», o sea, diferencia inconfundible[19]. No es simplemente «otra más» entre muchas, sino prístinamente otra. Esta diferencia inconfundible, siempre nueva y a estrenar, es abierta desde la irrepetibilidad de su destino. Cada persona es llamada en propio por lo infinito, y en lo infinito no cabe la repetición. Como la llamada del destino hace ser a la persona, establece entre ambos una comunicación directa e irrepetible. Esta relación directa con su destino garantiza a cada persona un ámbito exclusivo, pero no necesariamente excluyente, a saber: la intimidad. Dicho ámbito es inaccesible desde fuera, pero no es necesariamente cerrazón; en la medida en que es relación con lo infinito o, mejor, con el ámbito de la amplitud irrestricta, puede ser abierto desde dentro, a iniciativa personal. De acuerdo con ello, la persona es intimidad o diferencia radical o alteridad trascendental. 

 

     Los medievales apuntaban a dicha alteridad o carácter irreductible cuando mencionaban como característica de la persona la incomunicabilidad, pero lo hacían de modo defectuoso por no elevarla al plano trascendental, sumiéndola en meras consideraciones lógicas. Ante todo, en vez de considerarla por encima de los géneros, incluían a la persona bajo el género substancia, de lo que se derivaba una noción de persona como cosa u objeto de especial naturaleza, a saber, de naturaleza racional. Por otra parte, la incomunicabilidad era entendida según la unidad[20] y calificaba directamente a la substancia, de manera que venía a reforzar el carácter ya de por sí aislado de la misma, dando como resultado la unicidad de la persona, que quedaba incomunicada o separada en un mundo aparte, de cuya reclusión sólo podía salir impropiamente o per accidens.

 

     La alteridad trascendental no sucumbe a sí misma, como la mera alteridad lógica u objetiva. Lo objetivamente «otro» se reduce a una juxtaposición de «mismidades»: «otro» es algo uno consigo mismo, pero separado de otro algo también uno consigo mismo. La alteridad lógica no es más que distribución de mismidades; en tal sentido sucumbe, pues, a la mismidad. En la alteridad objetiva o lógica, lo «otro» está cerrado y separado de cualquier otro «otro», hasta el punto de que el tránsito hacia lo «otro» lleva consigo alienación o pérdida de lo propio. En cambio, la llamada que otorga a la persona su irrepetibilidad la destina a la vez al ámbito de la amplitud irrestricta, invitándola a autotrascenderse, pero sin pérdida de su intimidad. En la alteridad trascendental el núcleo irreductible y prístino se hace otro y se entrega a lo otro, sin perder su irreductibilidad y ganando en amplitud irrestricta. Por eso digo que no sucumbe a la mismidad o, en este caso, a sí misma. Si sucumbiera a la mismidad, no sería trascendental, quedaría incomunicada, aislada, encerrada en sí como diferencia, o sea, incurriría en solipsismo insuperable.

 

     Pero la alteridad trascendental es una alteridad activa o un acto alterizante. La llamada hace inconfundible a cada persona, ante todo porque la hace «otra» que su destino: si no la hiciera, como digo, «otra» que su destino, no podría estar llamada por él. Pero, a la vez, la llamada es invitación a hacer de la amplitud irrestricta la vida de la persona, o sea, a que la persona humana se haga «otra» respecto de sí. Hacerse otra respecto de sí no es alienarse, sino abrirse a lo «otro» y poder unirse con lo «otro» ampliando irrestrictamente su ser, en vez de perderlo. La persona se abre a lo «otro» como acto de entender, cuando se hace noticia suya en acto, otorgando a lo «otro» un lugar en el propio acto (de entender) y acogiéndolo como «otro» cabe sí. Y se une con lo «otro», cuando otorga a lo «otro» la iniciativa de un acto en común. En el primer caso, de un acto se hacen dos (el del inteligente y el de lo entendido), sin perder la unidad; en el segundo, de dos actos se hace uno (el acto de amar), sin perder la dualidad[21]. Ni el inteligente en acto deja de ser por tener un inteligido en acto, ni el amante en acto por donarse al amado en acto, antes bien en ambos casos se incrementa o amplía irrestrictamente su acto. En este sentido, trascenderse a sí mismo es entregarse a la ampliación irrestricta de lo propio, o lo que es igual, abrirse al destino. Por decirlo con términos menos apropiados pero más sugerentes, la alteridad trascendental que es la persona está llamada a vivir una vida infinita, sin que sea vaciada o anulada su diferencia radical.

 

     De todo lo dicho se sigue que la alteridad trascendental no excluye de sí, como ocurre con la meramente lógica, a otras alteridades, sino que subsiste y existe-con ellas. Subsistir es, por una parte, no sucumbir a la mismidad, sino ser siempre más y, así, no disolver la alteridad ni ser disuelto por la alteridad, coexistiendo con ella. Por otra parte, subsistir es mantenerse activamente ante la llamada del destino: un futuro inagotable garantiza la perennidad de la respuesta personal. Subsistencia no significa, pues, substancialidad, sino, en el caso de la persona humana, actividad sin término relativa al destino. Mas la persona no sólo subsiste, sino que, como ya adelanté, está llamada a abrirse y donarse a otras alteridades: ante todo al destino o ámbito de la máxima amplitud, y por ello mismo, sin restricción, a toda otra alteridad. Como alteridad activa, la persona es, además de subsistencia, coexistencia: la relación a «otro» le es intrínseca. Una persona sola "sería una tragedia ontológica. Y una tragedia ontológica es imposible: lo último, lo más importante no puede ser lo trágico"[22]. Compromiso y donación son las actividades características de la persona, que no se diluye o pierde al futurizarse o al entregarse, antes bien subsiste y coexiste, y así es persona[23].  

 

     En resumen, la persona es libertad destinal o destinación libre, intimidad o alteridad irreductible, y alteridad activa o subsistencia y coexistencia, o, en una sola expresión: diferencia trascendental, es decir, capaz de toda diferencia. Por donde viene a apreciarse su separación radical de la existencia mundana, o ser metafísico, que es persistencia y causalidad, es decir, ser como fundamento, no como destinación libre.

 

     Conviene destacar para los efectos perseguidos en este trabajo que, mientras que los diferentes objetivo-lógicos se excluyen unos a otros, poniéndose fuera los unos de los otros, las diferencias no anulan a la diferencia trascendental, antes bien la diferencia trascendental, al ser activa o subsistente y coexistente, puede hacer suyas toda clase de diferencias. Naturalmente, el modo de hacer suyas las diferencias es muy diverso según de qué diferencias se trate. Respecto del destino, que es una alteridad superior y originaria, la persona humana hace suya esa diferencia en el modo de quedar sancionada por él, según hayan sido sus propios actos, dado que dicha sanción no la disuelve, sino que la perpetúa para toda la eternidad. Respecto de otras personas humanas, cada persona hace suyas las diferencias, abriendo y estableciendo una comunidad progrediente (o retrogrediente) hacia el infinito o destino, en la que tampoco queda anulada la propia diferencia. Por último, respecto del mundo, la persona puede coexistir con él, haciendo unilateralmente suyas las diferencias de éste, sin que, al contrario de lo que ocurre en el caso de la coexistencia personal, haya reciprocidad por parte del mundo. Coexistir es existir como diferente con lo diferente.

 

 

     3. La recién descrita índole de la persona como alteridad o diferencia trascendentales hace posible entender la unidad de un ser tan complejo como es el hombre.

 

     Si el hombre no fuera una persona, es decir, si no admitiera en su propio ser la diferencia hasta el punto de no ser eliminado por ella, si su ser no fuera subsistir y coexistir, él mismo no sería viable. Porque en la descripción del hombre aparecen dos características muy diferentes: la animalidad y la racionalidad. La diferencia entre cuerpo y alma puede haber sido malentendida en muchas ocasiones -porque diferencia no significa contradicción u oposición-, pero no exagerada. La tensión diferencial entre el mundo de la necesidad, representado por las causalidades físicas, y la libertad sería inconciliable, si el ser personal del hombre no fuera capaz de toda diferencia, incluso de una diferencia mayor que ésa, a saber: la diferencia con Dios. Dios, de quien difiere sumamente toda criatura, es, con todo, el destino del hombre, pero sólo puede ser destino del hombre, si el hombre es capaz de él, es decir, capaz de aquél de quien difiere máximamente toda criatura y, por consiguiente, el hombre mismo.

 

     Por ser persona, el hombre no es meramente existente, sino coexistente, y gracias a ello admite en sí una alta complejidad. No digo que el hombre coexista consigo mismo ni con su cuerpo -lo que constituiría un sin sentido-, sino que, si su ser no fuera capaz de toda diferencia o, lo que es igual, de coexistir con Dios, no sería capaz de ser unitariamente hombre, porque las diferencias cuerpo-espíritu, mortalidad-inmortalidad, temporalidad-atemporalidad, particularidad-universalidad, sensibilidad-inteligencia, pasiones-razón, necesidad-libertad, etc., harían imposible todo proyecto humano que no fuera la ruptura de esa unión de diferentes, a veces aparentemente incompatibles, que o bien encarcelaría al alma en el cuerpo, o bien tiranizaría al cuerpo con el alma. Pero si el hombre es persona, o diferencia trascendental, puede incluir en sí esas diferencias sin quedar anulado por ellas, antes bien haciéndolas suyas, es decir, haciéndolas expresiones de la diferencia irreductible que él es. La persona, con todo, no es un tercero entre el cuerpo y el alma, sino aquella referencia de ambos al destino, que la hace capaz de toda diferencia.

 

     El hombre no es un ser quieto, estabilizado, asentado, no es una substancia[24], según suele entenderse esta noción, sino un ser inquieto, en devenir, por hacer, un acto creciente o, en otras palabras, un ser en proyecto, que se alcanza en su destino. Ser en proyecto no significa aquí "no ser"(Sartre), ni tampoco "preserse ya" o ser ya "lo que aún no es" (Heidegger), sino estar llamado a ser más de lo que se es, y, por tanto, no ser todavía lo que se será. Ser en proyecto implica, de entrada, que el hombre no es idéntico consigo mismo ni está llamado a serlo. Sólo Dios es idéntico. Pero hay al menos dos maneras de ser sin ser idéntico, es decir, sin que el ser y el hacer se identifiquen: una consiste en ser más de lo que se hace, y otra en ser menos de lo que se hace. La primera, cuya fecundidad activa es decreciente respecto del ser, corresponde al ser del mundo; la segunda, cuya fecundidad activa es creciente respecto del ser propio, corresponde por lo menos al ser humano[25]. Dicho en términos aristotélicos, aunque no sea ésta una doctrina de Aristóteles, el acto de ser del mundo es superior a su potencia, en cambio el acto de ser del hombre es inferior a su potencia, puesto que es capax Dei[26].

 

     Desde las precedentes consideraciones cabe aclarar algo la complejidad del proyecto humano. Ante todo, el hombre es inidéntico, o sea, diferencia en el orden del ser, dualidad de ser y esencia. No se trata de dialéctica u oposición alguna, sino de real diferencia interna. No hay en esto ningún drama ni ruptura interior, como todavía ocurría en Kierkegaard. Lo que acontece es que la unidad del hombre no es simple ni inmediata: la unidad la consigue sólo en su destino, o en referencia a él mediante la destinación. Por ser dualidad interna admite el hombre la composición de diferentes; por ser acto creciente, la unidad de los componentes reviste la forma de una integración destinal de tales diferencias. 

 

     Más en concreto, y a diferencia del ser del mundo, que es un solo acto trascendental, en el hombre se han de dar dos actos trascendentales, el del alma y el del cuerpo. El hombre es alma y cuerpo, y está llamado a serlos en congruencia y unidad destinal. El cuerpo, siendo en sí mismo un puro trozo del cosmos (un efecto tricausal), ha de ser elevado en el hombre a la categoría de acto trascendental. Pero esa elevación es problemática, pues ahora lo es sólo como proyecto, o sea, en la forma y medida en que el cuerpo sea asumido por la persona en su proceso de libre destinación. Si el alma humana no fuera persona, es decir, si no estuviera destinada a lo infinito, no podría elevar al cuerpo a la categoría de acto trascendental; pero, si el alma humana no estuviera unida al cuerpo, la destinación del hombre no estaría vinculada a un proceso temporal. El proyecto personal humano es un proceso de crecimiento que asocia a la temporalidad y cuya meta trasciende tanto al alma como al cuerpo, permitiendo una integración, por elevación activa, de ambos diferentes en relación al destino[27].

 

     La elevación operada por la llamada destinal sobre el cuerpo humano cambia, por un lado, su relación de dependencia con el mundo por una relación perfectiva del mundo. Sin dejar de ser un trozo del cosmos, el cuerpo humano no se reduce a ser sólo eso, sino que se convierte en una potencia de mejora del mundo, al poder asociarlo al destino personal, que el mundo no tiene.

 

     Pero, por otro lado, dicha elevación cambia también la disposición interna del propio cuerpo. El cuerpo humano como todo organismo viviente tiene una dimensión específica y otra individual, ambas indispensables para la vida orgánica. Sólo que en el hombre el orden biológico, según el cual el individuo está sometido al servicio de la especie, se invierte, y es la especie la que se pone al servicio de la persona. Al asumir la persona al cuerpo, hace suyas las diferencias individuales y pone las posibilidades de la especie a su servicio. La individualidad orgánica, tanto en sus facetas positivas (posibilidades diferenciadoras, entre ellas el sexo propio) como en las negativas (defectos o disfunciones), es convertida en ocasión para la expresión de la diferencia personal irreductible según el ejercicio de cada libertad en orden al destino (aceptación, aprovechamiento, mejora, o sus contrarios). En cuanto al aprovechamiento de la especie por la persona, conviene advertir que dicho aprovechamiento no suprime ni agota la especie, sino que también la eleva.

 

     Siendo, como he dicho, capaz de Dios o de lo infinito, una sola persona que se encarnara podría agotar todas las posibilidades de la especie, si en su propio cuerpo no fuera elevada por ella la especie a la categoría de potencia de individuos personales. La especie es convertida así en la posibilidad de una comunidad o coexistencia entre personas humanas. Al ser elevada, la especie se transforma en una fuente de «tipos» humanos diferentes, que son personalmente asumibles y modulables y que han de ser compatibilizados entre sí en una libre convivencia interpersonal, de manera que todos puedan obtener aquel desarrollo o crecimiento, en el plano de la habitación mundana, que los haga dignos de alcanzar congruentemente su destino. A diferencia de lo que en el reino animal son las variedades, en el hombre los «tipos» son posibilidades de la especie en tanto que elevada por la persona, por lo que en ellos lo biológico y lo histórico se interpenetran. Hay una tipología humana de pueblos y culturas, y dentro de ellos roles humanos diferentes dan lugar a tipos de hombres diferentes; e incluso en el ejercicio de esos roles la humanidad (biotipo, carácter, inteligencia y voluntad) de cada persona puede y suele crear distintos tipos humanos, que generan líderes, modas, o verdaderos prototipos. 

 

     De todo lo cual resulta que la persona humana es una persona encarnada cuya integración de diferencias está referida de manera distinta a tres coexistencias: la coexistencia con Dios, la coexistencia con el mundo, la coexistencia con los otros seres humanos, es decir, de la misma especie[28].

 

     Queda en el aire, sin embargo, una cuestión importante: si la persona es diferencia irreductible, ¿qué sentido tiene que haga suyas diferencias inferiores? ¿qué le pueden aportar éstas, o qué falta le hacen? La solución no es simple, aunque los criterios de la misma han sido ya avanzados. Que la persona sea irreductible no impide, antes bien requiere la llamada a ser más de lo que es, a moverse en el ámbito de la máxima amplitud. La respuesta a esa llamada es libre, pero no prescindible ni arbitraria, sino que es tan vinculante y real como la llamada misma. Pues bien, lo que hacemos de nosotros mismos, con el mundo y con los demás constituye justamente nuestra personal destinación. Nosotros no podemos arrebatar por nosotros mismos nuestro destino, pues nos trasciende: tan sólo podemos merecer su sanción, según sea nuestra libre destinación a él, es decir, según ejerzamos la libertad (que somos) respecto de lo que no es nuestro destino (mundo, otros, corporalidad, facultades espirituales), pero está a nuestro alcance. El trato que damos a nuestros semejantes e inferiores será la medida del trato que recibiremos por el destino, y por tanto de lo que seremos. Las diferencias inferiores sirven, pues, como medios de destinación a la diferencia trascendental que somos: al hacerlas nuestras, podemos o bien erigirnos en su medida, haciendo de nuestros límites sus límites, o bien autotrascendernos y, así, incluirlas congruentemente en el ámbito de la máxima amplitud.

 

     Con esta aclaración se puede vislumbrar la gran complejidad, antes aludida, del proyecto destinal humano. Su relación con el destino, y, por tanto, consigo (con su ser futuro), está condicionada (meritoriamente) por el modo de relación que tenga con sus semejantes y con el mundo, relación ésta que, a su vez, viene mediada por el desarrollo e integración de las facultades corporales y espirituales. Pero el desarrollo e integración de las facultades espirituales y corporales han de conseguirse en su ejercicio respecto de los demás y del mundo. Y, asimismo, el modo de relación libre que guarde con su fin o destino orienta el modo de relación que ejerce con todo lo demás y consigo mismo. Tal complejidad no es sinónimo de confusión, pues en todas estas relaciones impera el orden.

 

     El orden es introducido por la llamada del destino: el hombre es llamado a hacerse otro, a vivir una vida infinita, que él no puede conseguir, pero sí merecer. El merecimiento no es sino la respuesta congruente a esa llamada, que debe de ser ejercida a la vez como un crecimiento integrador respecto de sí y como una coexistencia perfectiva respecto del mundo y respecto de los demás. La intrínseca relación de nuestro cuerpo con el mundo y con la especie humana es lo que vincula nuestro crecimiento perfectivo a la coexistencia mundanal y humana.

 

     En resumen, la tesis central de esta parte del trabajo es que si el hombre no fuera capaz de Dios, es decir, de subsistir ante lo infinito sin ser aniquilado, de coexistir con Dios, no sería capaz de ser espíritu y cuerpo[29]. Pero si es capaz de la diferencia máxima, si es diferencia trascendental, entonces puede hacer suyas cualesquiera diferencias, y haciendo suyas esas diferencias destinarse a lo infinito.    

 

     Como era el propósito de este apartado, hasta aquí no he hecho otra cosa que proponer una noción descriptiva de la realidad de la persona humana, que es a mi juicio lo primero que ha de hacerse. Para terminar, empero, he de advertir que una cosa es la realidad de la persona y otra el problema de su reconocimiento objetivo. Con anterioridad he indicado que hay quienes confunden la persona con sus manifestaciones sensibles, de tal manera que cuando no se dan éstas se estima como inexistente aquélla. Estos confunden el problema del reconocimiento objetivo con la realidad de la persona. Si cuando no hay manifestación sensible de la trascendencia personal no hubiera persona, entonces la persona sería sólo una propiedad transitoria de ciertos organismos vivos: durante el sueño o bajo la acción de la anestesia, por ejemplo, no seríamos personas; no digamos ya en el caso de los dementes, de los no nacidos, etc. Como creo habrá quedado claro a lo largo de mi exposición, la persona es una realidad trascendental, un acto creciente suscitado por la llamada del destino. Ahora bien, ni la llamada del destino ni la realidad trascendental de la persona (libertad, intimidad, subsistencia y coexistencia) son en sí mismas sensibles u observables. Por eso la persona humana no se reduce a sus manifestaciones físicas, como pretenden ciertas corrientes de raigambre empirista u objetivista. Pero entonces ¿cómo reconocer la existencia de una persona, si la persona como tal es inobservable? Insisto: éste es un problema claramente distinto del ser de la persona. La solución a tal problema viene dada, en mi propuesta, por la noción adecuada de persona humana: la iniciativa de la que surge la persona corresponde a la llamada del destino, y siendo la persona humana espíritu-corporal, es la llamada del destino lo que hace emerger a la persona humana entera en su peculiar corporalidad y espiritualidad[30]. Por lo tanto, el signo externo necesario y suficiente para reconocer a una persona es la existencia de un organismo humano, pues -aunque sus operaciones a veces no manifiesten la trascendentalidad de aquélla- si existe un organismo humano, es que ha habido una llamada del destino. Pero esto no justifica que se reduzca el ser humano a la condición de mero organismo biológico, ni que se distinga entre persona y ser humano[31]: que cuerpo y alma sean distintos no impide que sean unificados destinalmente como una persona o ser humano.    

 

 

 

 

 

     II. Algunas obviedades sobre el sexo.

 

 

     Es una obviedad, sin duda, afirmar que el sexo es intrínsecamente orgánico o corporal, pero es propio de la filosofía meditar sobre obviedades para llevar la atención a lo que no es tan obvio, por ser más profundo. Prestaré atención, por eso, en lo que sigue a la cualificación biológica del sexo.

 

     Es obvio también que el sexo tiene relación inmediata y directa con la función reproductiva de los seres orgánicos, cuya finalidad es la multiplicación de la vida, si bien no es la única manera de reproducción posible, antes por el contrario hay diversos tipos de reproducción asexuada. Por ello mismo ha de destacarse que el sexo es un desarrollo especial y lujoso de la función reproductiva, no la simple función reproductiva. El sexo es una ganancia o crecimiento de la vida en el orden de la reproducción. Más en concreto, consiste en una especialización orgánica en la reproducción externa, mediante la diferenciación, el reparto y la conjunción de roles complementarios. 

 

     Inicialmente los seres vivos más primitivos tienen su información genética dispersa entre el conjunto de substancias de que disponen. El primer paso en el crecimiento de la vida según la reproducción consiste en la diferenciación y reserva de una zona de la célula para la información genética: el núcleo (cuya dotación podrá ser haploide o diploide), con lo que se separa orgánicamente la función informadora interna del código genético respecto de su función reproductora. Luego se desarrollarán los gametos, o células especializadas en la reproducción. Los gametos suponen, como mínimo, una composición multicelular del ser vivo y una diferenciación en el mismo entre células «vegetativas» y reproductoras. Ese reparto introduce la primera separación orgánica entre el individuo y la especie, pues el individuo podrá sobrevivir como individuo a la reproducción. Además, la reproducción mediante gametos se realiza no por división celular, sino por unión de dos células pertenecientes a organismos pluricelulares. Merced a los gametos se posibilita, pues, el cumplimiento de una primera condición de la reproducción sexual, a saber: la contribución genética de organismos distintos a la formación de uno nuevo, sin desaparición de los primeros. El siguiente paso en el crecimiento de la vida por la vía de la reproducción consiste en la diferenciación de dos tipos de reproducciones: la interna, según fragmentos funcionales del propio código genético (que origina por inhibición la formación de tejidos y órganos especializados dentro de un ser vivo altamente complejo) y la externa, que es la mediada por los gametos o células especializadas en la reproducción de nuevos organismos. De esta manera se refuerza la separación entre individuo y especie, y se perfecciona el cumplimiento de la primera condición de la reproducción sexual recién mencionada. Esto último sucede claramente dentro del reino vegetal, y va acompañado de la diferenciación (según la reproducción interna) de algún órgano especializado en la formación de gametos.

 

     Pero el crecimiento de la vida en esta línea va más allá, e introduce una diferenciación morfológica y fisiológica entre los gametos, que crea y reparte ciertas tareas asociadas a la función reproductiva, reservando a unos la puesta en marcha del proceso (los masculinos), y a otros la acumulación de la materia orgánica necesaria para el primer desarrollo del futuro ser vivo (los femeninos). Esta anisogamia o diferenciación de gametos, con la que se corresponde un desarrollo de órganos diferenciados para la producción de los mismos, empieza a cumplir la segunda condición requerida para la reproducción sexual, a saber: la complementación orgánico-funcional de los gestores de la reproducción externa. Tampoco, sin embargo, se detiene aquí el crecimiento vital según la reproducción, sino que alcanza su plenitud cuando la tarea estrictamente generadora se realiza en la forma de una verdadera complementación cromosómica entre los gametos masculinos y femeninos, es decir, cuando, gracias a la meyosis gamética, las células masculinas y femeninas reducen su dotación cromosómica de diploide a haploide, para que el nuevo individuo (diploide) nazca necesariamente de la recombinación cromosómica de los dos gametos (haploides) generantes. Se eleva así a su perfección la segunda condición para la reproducción sexual antes señalada: la íntegra complementación genética de las aportaciones de los generantes[32]. Este último paso se da acabadamente en el reino animal y, a la necesaria diversificación de órganos productores para cada tipo de gameto, suele añadir incluso una distribución de aquéllos en individuos formalmente distintos.

 

     Dos son los grandes implícitos del breve y simplificado bosquejo precedente, ambos íntimamente relacionados. El primero es que la función reproductiva admite grados crecientes: el crecimiento se introduce y rige en la reproducción. Y aunque sólo el último grado reúna paradigmáticamente todas las condiciones de la reproducción sexual, no parece que los grados de crecimiento reproductivo anteriores -a partir del cumplimiento de la primera condición del sexo- deban ser considerados como no sexuales, antes bien pueden ser considerados como formas imperfectas del sexo. De ahí que, visto desde la amplitud del despliegue de la vida, tampoco el sexo sea algo fijo y quieto, sino creciente y, en consonancia con ello, sea susceptible de grados[33].

 

     El segundo gran implícito es que el crecimiento en la línea de la reproducción se hace por diferenciaciones, repartos y conjunciones orgánico-funcionales, lo cual implica un control o acción inmanente de la vida sobre sus propias funciones y formas. En el despliegue de la vida según la función reproductiva tanto el crecimiento como el control están entreverados: el crecimiento es diferenciador y la diferenciación es creciente.

 

     Este crecimiento diferenciador llega a grados de gran complejidad en los mamíferos superiores, en los que pueden distinguirse los siguientes órdenes del sexo:         

 

     1. Sexo genético: diferenciación en la dotación genética entre cromosomas masculinos y femeninos, a los que corresponde una peculiar configuración de las células masculinas y femeninas, y que determina la formación del sexo gonadal.

 

     2. Sexo gonadal: diferenciación de glándulas u órganos internos que generan células masculinas o femeninas, respectivamente, en dependencia directa del sexo genético, así como diferenciación de conductos de paso para esas células en correspondencia con el sexo genético.

 

     3. Sexo anatómico, u órganos sexuales externos diferenciados individualmente cuya función es posibilitar la unión de las células de distinto sexo.

 

     4. Sexo hormonal, o secreciones masculinas y femeninas producidas por las respectivas gónadas, por las glándulas suprarrenales y por estímulos cerebrales, que intervienen, respectivamente, en la formación de los órganos externos masculinos, en el funcionamiento concreto del aparato genital, en la formación de los caracteres sexuales secundarios y en la conducta diferenciada de machos y hembras. 

 

     5. A estos caracteres sexuales primarios, o inmediatamente relacionados con la función reproductiva, se añaden, además, los caracteres sexuales secundarios, los cuales no intervienen inmediatamente en la función reproductiva, sino que sólo la facilitan y fomentan, o, cuando menos, expresan el rol reproductivo del individuo. Son caracteres sexuales secundarios el tamaño, la complexión muscular, la distribución del pelo, la forma de la pelvis, ciertos signos externos que sirven de reclamo, etc. Debe destacarse que tales caracteres extienden a todo el organismo individual las diferencias sexuales y, junto con la conducta correspondiente a cada sexo, dan lugar a clases o tipos de individuos masculinos y femeninos, bien diferenciados dentro de la misma especie.    

 

     Pero además de la diferenciación de caracteres sexuales primarios y secundarios, el sexo es vehículo o medio de un proceso de diferenciación creciente que colabora en la aparición de variedades dentro de la especie, impide la reproducción clónica o genéticamente indiferenciada de individuos, y contribuye directa o indirectamente a la formación de caracteres orgánicos absolutamente individualizados, como por ejemplo el olor individual, el código inmunológico y las huellas dactilares. Aunque mediados por el sexo, sin embargo estos caracteres individualizados no son sexuales, lo que demuestra que el sexo no es en ningún caso fin del proceso que con él se media. La potencia diferenciadora del sexo va más allá de la estricta diferenciación sexual. De ahí que quepa distinguir entre la estricta función reproductora y la función individualizante del sexo, aunque ambas concurran al mismo fin.

 

     El tercer gran implícito del sexo biológico es, por tanto, su asociación a un proceso de individuación que crece con él y lo culmina. Esa asociación alcanza su madurez cuando la diferenciación, el reparto y la conjunción de los roles reproductivos externos se hacen entre individuos distintos y bien caracterizados dentro de la misma especie. Pero el crecimiento de la vida no se detiene ahí, sino que convierte el grado terminal del sexo en medio para una individuación somáticamente completa. De esta manera, el sexo viene a ser el exponente de la individuación reproductiva externa y el medio idóneo para la individuación somática completa.

 

     Este breve repaso de lo ya sabido, y en algunos casos obvio, nos permite establecer que el proceso biológico de crecimiento vital en la línea de la reproducción es un proceso gradual de diferenciaciones orgánico-funcionales, que empiezan con el control sobre el código genético y acaban en la configuración de individuos completamente discernidos. Los logros de tales diferenciaciones son la fijación y conservación de la especie, la aparición de individuos formalmente distintos y el enriquecimiento informativo de su código genético. La diferenciación orgánico-funcional y la individualización somática están, pues, por entero al servicio de la especie y son regulados desde ella de manera necesaria, aunque compatible con el azar por tratarse de una necesidad final, que mueve de después a antes. Si la diferenciación sexual apunta a la conservación y enriquecimiento de la especie, es porque la especie actúa como causa final, es decir, como causa que determina el punto de llegada,  trazando sus caminos mediante la ordenación de los antecedentes, cuya pluralidad de posibilidades es dirigida a buen término por la efectividad atractora de aquélla. La especie promueve al individuo y el individuo enriquece a la especie.

 

     Si se me permite traducir las precedentes descripciones biológicas a categorías filosóficas tendremos el siguiente resultado: la reproducción es una función del ser vivo orgánico que se realiza a instancia final de la especie, por eficiencia del individuo vivo, y según la causalidad formal. El sexo es un crecimiento y especialización en la reproducción externa, que se produce según la causalidad formal del ser vivo. Precisamente por eso, puede contribuir como medio para la individuación completa de los seres vivos superiores, pues en general los seres vivos no se individúan por razón de la causa material, como los seres inorgánicos, sino por razón de la causa formal intrínseca a la vida. Sin embargo, en los seres orgánicos reproductivamente primitivos la causalidad formal permanece indiscernida, hasta el punto de que su pluralidad tiene todavía clara referencia a la causa material que gobierna y aprovecha. El sexo, en cambio, introduce una diferenciación dentro de la propia causalidad formal, a saber, una variedad de formas que se reparten entre sí la causalidad formal reproductiva entera. Aparte de la distinción formal de una información genérica y otra individual dentro del ser vivo, el sexo trae consigo la aparición de formalidades individuales que abren el camino a la producción de formas orgánicamente irrepetidas. El sexo es, pues, efecto y medio del crecimiento diferencial de la vida según la causalidad formal, y consiste en una diferenciación, reparto y conjunción de causalidades formales.

 

     En conclusión, el sexo biológico se resuelve, ante todo, en un conjunto de diferencias que en ningún caso alcanzan a ser diferencias ontológicas de rango (todas son formales)[34], sino tan sólo diferencias orgánico-funcionales, gradualmente crecientes. Está, además, intrínsecamente vinculado a la función reproductora, de la que es una especialización perfectiva, y, en consecuencia, está por entero sometido a la conservación de la especie. Dentro de esta línea, el sexo biológico potencia en la vida orgánica una via de individuación creciente que beneficia la estabilidad y riqueza de la especie. 

 

 

 

     III. La personalización de la sexualidad.

 

 

 

     Es verdad que somos cuerpo, pero no lo es que seamos sólo cuerpo, ni que todo en el cuerpo sea sexo, aunque el cuerpo sea sexuado. Menos aún será verdad que el sexo constituya a la persona, ni tan siquiera que la divida en dos clases, las masculinas y las femeninas, por la sencilla razón de que la persona es indivisible e inclasificable. La persona no es género alguno, sino diferencia radical e irreductible, de manera que es siempre un quién, nunca un qué. Pero como lo más admite lo menos, la persona humana admite una diferenciación somática específica e incluso individual que ha de hacer suyas.  Desde luego, el sexo divide al género, o mejor, a la especie humana, en dos grupos de individuos con características diferenciales, mas cuyo grado de diferencialidad es mucho menor que el personal.  

 

     Concretamente, las diferencias sexuales, que dividen a la especie en dos clases de individuos, masculinos y femeninos, son diferencias compartidas por la mitad, más o menos, de la especie humana, o sea, por muchísimos individuos. Incluso en el plano orgánico hay diferenciaciones menos compartidas y, por tanto, más diferenciadoras. Lo que se llama razas y etnias introduce diferencias que no dividen en dos grupos a la especie, sino en muchos subgrupos. Y, como ya se vio, el código inmunológico y las huellas dactilares son características más individualizadoras que el sexo. Aunque mediadas todas ellas por el sexo, que es potencia altamente individuante, como individuaciones progresivas son estas otras más diferenciadoras que el sexo.

 

     Las diferencias somáticas son diferencias orgánico-funcionales, es decir, diferencias predicamentales, que admiten la apropiación selectiva de sólo algunos diferentes, pudiendo ser modificadas y anuladas orgánico-funcionalmente; mientras que, por el contrario, la diferencia personal es subsistente y trascendental, es el acto de hacerse otro sin dejar de ser quien se es, y admite en sí cualquier otra diferencia sin que pueda ser anulada su diferencia. Por eso, la diferencia personal puede hacer suyas las diferencias corporales, de manera que las diferencias corporales sin ser anuladas pueden ser elevadas al rango de diferencia personal.

 

     La persona es tan radicalmente diferente que introduce en el cuerpo modificaciones que, sin eliminar las diferencias somáticas individuales ya alcanzadas, son capaces de expresar diferencias  superiores e irreductibles. Es decir, la persona induce en el cuerpo una ampliación irrestricta de su diferencialidad. Las manos, el rostro y la voz, por ejemplo, son características somáticas cuyo uso personalizado en el lenguaje (oral o escrito) diferencia irreductiblemente a cada individuo humano, en la medida en que expresan su pensamiento y su voluntad. Del mismo modo, también las diferencias sexuales, al ser apropiadas por la persona, sufren modificaciones que amplían su sentido diferencial.

 

     Denomino personalización del sexo al proceso por el que la persona hace suyas las diferencias sexuales, ampliando su capacidad diferenciadora, convirtiéndolas en medios para la destinación propia e integrándolas en la propia y radical diferencia personal. Este proceso, dada la complejidad (generadora e individualizadora) de las funciones del sexo, ha de ser entendido como una forma importante, aunque no única, del proceso de personalización del cuerpo propio, el cual no es otra cosa que la elevación del cuerpo humano y sus diferencias al rango del acto trascendental e irreductible de la persona.  

 

     En la personalización del sexo se dan una ampliación de la capacidad diferenciadora del mismo, una mediación sexual que temporaliza la destinación personal, y una integración personal de las funciones sexuales. Por eso voy a exponer por separado, ante todo, la ampliación de la diferencialidad sexual del cuerpo humano, luego, la mediación sexual de la destinación personal, y, finalmente, la integración personal de las funciones sexuales.          

         

     1. La ampliación de la diferencialidad sexual del cuerpo humano.

 

     Puesto que la persona es libertad destinal, lo primero que induce en el sexo es una liberalización funcional del mismo, que sin reducir en nada sus diferencias ni ganancias somáticas, lo haga apto para recibir las diferencias personales.

 

     La liberalización funcional del sexo se induce, al menos, en dos sentidos: retraso del comienzo de la edad fértil y emancipación de los ciclos de celo animal[35].

 

     En el ser humano, a diferencia de los primates superiores, el comienzo de la edad fértil se retrasa notablemente respecto de la formación completa de los órganos básicos para la reproducción y se adelanta, en cambio, respecto del desarrollo íntegro del organismo en general. Se puede decir que ambos datos son indicio de una cierta independización funcional del sexo respecto de las condiciones orgánicas, independización que apunta a otro tipo de maduración, a saber, la de la libertad en la personalización del sexo. En efecto, el retraso de la fertilidad impide que la sexualidad se consolide al margen de la libertad personal, y su adelanto al pleno desarrollo corporal humano impide que la personalidad fragüe sin tener en cuenta la dimensión sexual de su corporalidad. Así la aparición de la fertilidad viene a coincidir con la adolescencia o periodo de integración de la personalidad libre. Siendo resultado de la mutua integración de cuerpo y alma, la madurez sexual humana no es un estado meramente corporal, sino que ha de alcanzarse como fruto libre del desarrollo personal.

 

     Por su parte, la especie controla la conducta sexual del individuo animal maduro mediante el desencadenamiento de instintos de gran fuerza ejecutora, que se regulan cíclicamente según una programación contenida en el código genético, a fin de hacer coincidir la copulación con la fertilidad de la hembra. La hominización del sexo hace cesar esa regulación cíclica, de manera que extiende ampliamente la capacidad de su uso, a la par que difumina su fuerza instintiva, la cual pasa de ser apetito irrefrenable e indiscriminado a ser atracción individualizada entre varón y mujer, y sometida al libre albedrío.

 

     Como vemos, los dos cambios reseñados, el primero en el plano orgánico-funcional, el segundo en el plano de la conducta, ponen a disposición de la persona un sexo liberado de las imperiosas necesidades que la especie impone al individuo animal.

 

     Esta liberalización del sexo va concomitada, en el plano orgánico-funcional, por una apertura del mismo a la relación personal. El bipedismo, la liberación de las manos y la disposición vertical de la columna y la cabeza dejan el camino expedito para que la copulación se realice en forma de abrazo. El abrazo marital, que reúne frente a frente a dos seres humanos, convierte la cópula en una relación comunicativa apta para una efusión de intimidades personales. La cópula entre humanos no es mera inseminación, sino una libre entrega del ser personal para poner juntos un acto íntegramente humano en común, cuya intensidad gratificante rebasa con mucho la mera satisfacción de una necesidad pulsional. La mediación del lenguaje y el recato externo en que se envuelve dicho acto son signos, a la vez, de la manifestación y de la intimidad personales que se buscan.

 

     Asimismo, la liberalización conductual del sexo se adorna de una gama nueva e inmensamente rica de sentimientos que anteceden, acompañan y siguen a la unión marital. Estos sentimientos no eliminan los factores de atracción física naturales entre los sexos, sino que los integran ennobleciéndolos. La belleza, el carácter, la inteligencia, la bondad, los ideales de una persona, etc., se convierten -para otra- en motivos de una poderosa atracción, que, si encuentra correspondencia por parte de la persona atrayente, se  consolida en el enamoramiento. Cuando las voluntades de los enamorados se hacen cargo libremente de tales afectos, surge otro y de los más fuertes afectos de la vida humana, el afecto amoroso[36]. Este afecto es exigitivo de una mutua entrega en una vida común y hasta la muerte, y esa misma vida con su crecimiento a lo largo del tiempo lo va consolidando en una amplia variedad de formas.

         

     Como puede advertirse fácilmente, estos afectos suponen una estimación de la irreductibilidad personal del amado, al mismo tiempo que expresan la irreductibilidad de la persona del amante: no sólo la peculiaridad de sus preferencias, sino su inteligencia y voluntad propias, sin la que aquéllos y éstas no existirían. Por eso los mencionados afectos desbordan la vigencia de los instintos y no se restringen a la ejecución del acto conyugal, sino que inclinan a un compromiso personal para la realización de un proyecto común libremente asumido.

 

     De esta manera, el cuerpo humano es hecho apto para una coexistencia personal que abarque la integridad del ser humano (alma y cuerpo). No se suprime nada de lo corporal, tan sólo se lo capacita para un cometido superior: una coexistencia personal íntegra.

 

     Pero, además, el hombre es el único animal que conoce el nexo entre el acto sexual y la procreación, de manera que cuando realiza el acto sexual se sabe abierto a la posibilidad de la procreación. La paternidad es una iniciativa libre del hombre. La biunivocidad de la entrega personal en el amor humano es natural y libremente fecunda. De ahí que el proyecto de vida en común sea un proyecto naturalmente abierto a la vida, un proyecto familiar. Lo común del proyecto es la apertura mutua a la comunidad familiar: el amor matrimonial pleno, siendo exclusivo de dos personas, no es excluyente ni egoísta, sino abierto a la alteridad personal por la vía de la paternidad. En este sentido, el proyecto de una vida en común es, a la vez, el proyecto de una tarea en común, la paternidad responsable. Y así la función generadora del sexo es trasformada en una tarea personal.

 

     De la misma manera que el ser humano llega a ser padre de forma personal, así las relaciones paterno-filiales son relaciones también personales. La relación geneálogica que comporta la trasmisión de la vida no sólo no es suprimida, sino que es intensificada. Esto significa, en primer lugar, que dichas relaciones se hacen relaciones estables. No ocurre en el hombre como en el resto de los seres orgánicos, entre los que, cuando existen, las relaciones de paternidad y filiación se reducen a un breve periodo de tiempo, fuera del cual desaparecen en absoluto. Las relaciones paterno-filiales humanas duran toda la vida, incluso una vez que cesa la necesidad de los cuidados paternos. En segundo lugar, eso significa que las relaciones humanas padres-hijos  son mucho más intensas que las puramente animales, pues van naturalmente acompañadas de unos afectos nobilísimos -aunque modificables por la libertad- que reflejan el vínculo donal de las personas, hasta el punto de poder llegar a invertir la relación de  protección cuando la vejez se adueña de los padres. Pero, además, quiere decir que las relaciones son mucho más profundas que las de la paternidad-filiación animales, pues no se limitan a subvenir ciertas necesidades biológicas, sino que entrañan normalmente la comunicación de la propia fe, de la propia cosmovisión, de la propia ética y de la propia cultura. También éstas son unas relaciones que suponen una estimación de la irreductibilidad personal tanto de los padres como de los hijos.

 

     La ampliación diferencial del sexo humano implica, pues,  en primer lugar, una novedad absolutamente inédita hasta ahora en el sexo, un grado superior de la sexualidad, a saber: la elevación de la sexualidad a la categoría de potencia de actos de amor nacidos de la libertad; ante todo, de potencia de actos de amor entre personas sexuadas (en cuanto que sexuadas), y, como consecuencia suya, también de potencia de actos de amor paterno-filial.

 

     Pero no sólo la función generadora del sexo, también su función individualizante es ampliada por la llamada destinal, pues al dejar en libertad el uso del sexo se suprime la subordinación final del individuo a la especie, y se desvinculan los factores individualizantes respecto de la función generadora. Los distintivos sexuales quedan así en franquía como posibilidades de expresión de la personalidad propia. Hay un modo personalizado de integrar la sexualidad individual, que puede ser más o menos acorde, o incluso discorde, con la dotación somática correspondiente.

 

     En pocas palabras, la llamada destinal induce una liberalización y elevación personales de todas las dimensiones del sexo.    

 

 

 

     2. La mediación sexual de la destinación de la persona.

 

 

     Páginas arriba, he señalado la gran complejidad del ser personal humano. Ahora voy a intentar mostrar parte de esa complejidad, procurando hacer destacar su orden. El destino de la persona humana es lo infinito (Dios), el cual no puede ser alcanzado en propio más que por la inteligencia y la voluntad, que son facultades espirituales, no corporales, pero tampoco puede ser alcanzado sin el cuerpo, puesto que somos alma y cuerpo. En cualquier caso, según indiqué anteriormente, el destino no puede ser arrebatado por la libertad humana, sino tan sólo merecido. Y precisamente la tarea mediante la cual ha de ser merecido ese destino es la de la habitación del mundo, la cual se realiza a través del cuerpo. El mero hecho de ser cuerpos nos vincula con el mundo, pero por ser personas encarnadas podemos y debemos habitarlo. La habitación mundana no es el destino del hombre, sino la tarea mediante la cual la persona se destina a su fin.

 

     La habitación es una relación de superioridad por parte del habitante respecto de lo habitado, en la que lo habitado es asociado a la vida y al destino del habitante. Pero no se trata de una mera asociación extrínseca, sino de un hacer pasar los fines del habitante por la mediación de lo habitado, en la forma de una demora en el mundo que lo guarde y lo respete. El cuerpo es el punto de engarce entre la libertad personal y el mundo. El cuerpo no es lo habitado, lo habitado es el mundo: tenemos mundo, somos cuerpo y espíritu personales. Con el cuerpo la persona habita el mundo, en el cuerpo el mundo condiciona temporalmente a la persona. La sexualidad representa en esta relación el interés, para la persona, por la tarea de la habitación mundana (esta tarea aunque sea medial, no es extrínseca al hombre, sino connatural con él). 

 

     En efecto, en principio la habitación es una relación ontológicamente decadente: al habitar,  la persona ha de ocuparse de relaciones que no son personales, pues el mundo no es persona, no está a la altura del hombre. Y no cabe mayor desgracia para la persona que la soledad, o sea, que el no tener un referente personal de su ser y hacer. Ya hemos visto, que la persona tiene intrínseca y necesariamente un referente personal superior a ella, a saber: su destino, o Dios. Mas, en la vía para alcanzar su destino, una relación sólo de persona a mundo carece de interés para la persona, aunque sea buena para el mundo.

 

     Pues bien, precisamente la sexualidad hace de la habitación mundana una relación pluripersonal: varón-mujer-hijos-sociedad (pues la reproducción es la vía para la multiplicación humana), y abre así el interés personal por la coexistencia con el mundo, que se convierte ahora en ámbito para la coexistencia personal. Al ser mediado por la sexualidad y tener ésta un diformismo funcional, ese interés personal por la tarea de la habitación mundana es vivido de manera distinta por cada sexo. Hay un modo masculino y otro femenino de habitar el mundo. La diferencia sexual no afecta al destino ni a la radicalidad de la diferencia personal, que es incomparablemente mayor que aquélla, sino a la tarea de la habitación humana del mundo. Por eso no digo que haya, estrictamente hablando, personas masculinas o femeninas, sino tareas o funciones masculina y femenina en la habitación del mundo por las personas. O dicho en otros términos, no considero las diferencias sexuales como diferencias en el orden del ser, sino como diferencias en el orden del obrar personal intramundano[37].

 

     Por otro lado, aunque, como he indicado poco más arriba, en el hombre lo generativo y lo individuante del sexo se separan drásticamente por mor de la libertad, sin embargo eso no implica la anulación del vínculo natural que se da entre ambas dimensiones del sexo. El sexo, como se vió, está biológicamente determinado a la función reproductiva, de manera que en él lo individuante se subordina funcionalmente a lo generativo. La liberalización personal del sexo no suprime esa subordinación funcional, sólo la habilita para fines superiores. Quiero decir con esto que el diformismo sexual humano debe ser entendido desde su original dimensión biológica, aunque para la tarea humana de la habitación del mundo.

 

     Por esa razón, partiendo de la función biológica que le corresponde a cada sexo, voy a intentar elevarme hasta el sentido humano que alcanzan lo femenino y lo masculino respecto de la habitación del mundo[38].

 

     Lo propio del sexo femenino en el orden reproductivo es su receptividad, tanto del semen masculino como de la nueva vida que se engendra. Según la estrategia biológica que ha desarrollado la hominización, a la mujer le corresponde servir de primera habitación para la nueva persona y atender a sus necesidades más  elementales y perentorias. De ahí que sea innato para ella el sentido de la morada y de la acogida humanas.

 

     En su función femenina la sexualidad es una fuerza centrípeta que se canaliza hacia el intracuerpo y, en esa misma medida, la lleva a corporalizar el interés por la habitación humana del mundo. Tanto por su preponderancia en la función generadora y por su sentido de la morada, como por la vivenciación intracorporal de su sexo, la feminidad se sabe centro de la relación sexual y centro de atracción para el varón. Ella sabe cómo interesar al varón en la morada. Por eso, al contrario de lo que ocurre generalmente en el reino animal, es ella la que se distingue y llama la atención del varón por la belleza y el adorno del propio cuerpo. De manera que es la feminidad la que encauza a la sexualidad masculina hacia una habitación comprometida del mundo. Incluso fuera de la relación estrictamente sexual, la feminidad tiene el sentido de la corporalidad como punto de unión de la persona con la naturaleza: ella encarna el interés humano por el mundo.

 

     A la feminidad le corresponde, por último, una peculiar dotación para iluminar y ordenar lo más inhóspito o extraño del mundo para la persona, a saber, su materialidad. Se trata de una facilidad práctica del entendimiento agente para elevar lo plural, disperso y entrópico del mundo físico a la categoría de lo habitable. Lo habitable añade a lo inteligible su capacitación para ser asociado a la morada y, a su través, al fin del hombre. La feminidad no sólo hace connaturalmente inteligible a lo perecedero del mundo, sino que sabe cómo asociarlo al sentido humano de la vida. Su sensibilidad para lo concreto e individual le permite iluminar y analizar los detalles pequeños y cotidianos para ordenar la naturaleza -sin desnaturalizarla- de modo acogedor, bello y atrayente para la existencia humana. La feminidad es humanizadora del mundo en la forma de hacerlo habitable.

 

     Por su parte, la masculinidad aporta el semen o medio iniciador de la fecundación. Y la función que le adjudica la hominización en su estrategia biológica es también la de aportar los medios de subsistencia para la madre y los hijos. Por lo que su naturaleza le faculta especialmente para la invención, producción y organización de medios.

 

     En la función masculina la sexualidad es una fuerza centrífuga que se expande al exterior y que tiende a imponerse al otro sexo, pero también a dispersarse, por lo que ha de ser centrada a fin  de que resulte constante y fructífera. Incluso fuera de la estricta relación sexual, la virilidad tiende a ser agresiva en su relación con la naturaleza, y socialmente dominante. Cuando esa fuerza es cautivada y hecha fecunda por la feminidad, redobla su interés por la invención, producción y organización de medios, lo que le inclina a asociarse con otros para aumentarlas, abriendo la familia al complemento social. Estas peculiaridades de la virilidad están acompañadas de dotes especiales para la captación de las relaciones entre abstractos. Se trata de una facilidad práctica del entendimiento agente para descubrir posibles fines artificiales e introducirlos en el mundo mediante la conexión de abstractos. Deriva de aquí una facilidad para las organizaciones abstractas y para el progreso técnico, que resultan connaturales a la masculinidad. La virilidad humaniza el mundo dominándolo.   

 

     La tarea de habitar el mundo es una tarea íntegramente humana: el hombre ha de hacer habitable el mundo y de dominarlo. Los dos tramos de la tarea, acercar y preparar el mundo para otros seres humanos y someter el mundo a nuestros fines para otros, hacen interesante la morada en él de la persona, pero ambos han de llevarse a cabo compensando cada uno con el otro. Y para cada tramo está especialmente dotado cada uno de los sexos, de manera que habitar el mundo es cohabitar. 

 

     El modo primero y natural de la cohabitación es el matrimonnio y la familia por él abierta. Según ha sabido destacar C.O. Lovejoy[39], el reparto estable y monogámico de funciones entre mujer y varón es una característica determinante del Homo sapiens, sin la que nunca hubiera podido ser viable como especie; y sigue siendo, aún en las complejas y avanzadas sociedades de nuestros días, un factor indispensable para el buen funcionamiento de las mismas, como sostiene G. Gilder[40]. En la familia las diferencias sexuales son aprovechadas por la personas integralmente, tanto en su dimensión generativa, como en su dimensión individualizante.

 

     Sin embargo, habida cuenta de que toda persona está llamada a una coexistencia irrestricta, las relaciones personales humanas no pueden reducirse al área familiar, sino que han de abrirse a comunidades más amplias, integradas por familias, pueblos, naciones, etc. Respecto de estas comunidades la condición sexuada de cada persona y la peculiar dotación para una de las subtareas del habitar, que la acompaña, ofrecen la posibilidad y el deber de establecer una cohabitación que proyecte socialmente el sentido descrito del sexo, que, aunque derivado del biológico, no es ya biológico, sino estrictamente humano. Esa proyección social deberá ser una cohabitación cultural del mundo en la que se compongan armoniosamente los sentidos femenino y masculino de la habitación.

    

     Según lo expuesto, las diferencias sexuales humanas no afectan inmediatamente al destino del hombre ni a la radicalidad de la persona, sino a la tarea de la habitación mundana, la cual, como creo haber explanado con suficiente claridad, es una cohabitación: una cohabitación familiar y una cohabitación cultural. Cada persona hace suyas las diferencias propias de lo masculino o de lo femenino para humanizar la estancia en el mundo, que no es de suyo humano.

 

 

     3. La integración personal de la sexualidad.

 

 

     La complejidad del ser humano, a que aludí en el planteamiento inicial, obliga a no desligar lo que hacemos con el mundo y con los demás respecto de lo que hacemos con nosotros mismos. Hemos visto cómo la habitación o perfeccionamiento del mundo adquiere rango de coexistencia interpersonal gracias a la diferenciación de subtareas según el sexo, pero el modo de la habitación y de la coexistencia sirven para la integración personal de alma y cuerpo, a la vez que dependen de ella. Nos hacemos a nosotros mismos al mismo tiempo y según la manera en que habitamos el mundo y coexistimos con los demás, mas lo que hayamos llegado a ser es lo que nos merece la sanción del destino. Ahora voy a atender a este haz de conexiones enfoncándolo desde la integración personal del sexo.

 

     En los dos subapartados precedentes he intentado describir el mutuo influjo de persona y sexo: si la persona amplía el sentido del sexo, el sexo ampliado sirve a la destinación de la persona. Pero la unidad de persona y sexo no es la de una suma de iguales, sino la de una integración de diferencias, de la que una es diferencia radical y otra sólo orgánico-funcional, o sea, la de una diferencia superior y otra inferior. Por encima de las ampliaciones y mediaciones, la libertad personal impone su superioridad: la personalización del sexo es un proceso libre.

 

     La libertad del proceso se muestra palpablemente en su culturización e historificación. El hombre rodea de formas culturales la sexualidad: el vestido, las ceremonias de iniciación o de compromiso social, las costumbres (edad, cortejo, intercambios, celebraciones), las normas legales, etc. Estas formas culturales son distintas en los distintos pueblos e, incluso, cambiantes con los tiempos. Todo lo cual queda fuera de las posibilidades de un simple animal, cuya conducta sexual está completamente predeterminada por la especie.

 

     Sin embargo, no debe pensarse que en el hombre, y por consiguiente en la sexualidad humana, todo sea exclusivamente cultural e histórico. La tesis historicista se yugula a sí misma al absolutizarse: si todo es puramente histórico y cambiante, también esta tesis de que todo es histórico y cambiante habría de ser histórica y cambiante, por lo que no sería verdadera, que es lo que pretende. La relativización de todo es una totalización sin sentido.

 

     La libertad es, sin duda, un factor de azar y de cambio, pero tiene también su normativa y su congruencia, una normativa y una congruencia que se han de cumplir libremente, y que son inexorables en sus consecuencias. Libertad no quiere decir arbitrariedad. La libertad implica responsabilidad, y responsabilidad significa vinculación intrínseca del propio ser a lo que se hace. Ser libre no es carecer de ser, ni ser indiferente a todo, ni poder disponer como se quiera sin consecuencias, sino repercutir en el ser lo que se hace libremente: venir a ser uno según sean sus obras. Las normas y la congruencia de la libertad pueden ser trasgredidas, pero no impunemente, puesto que esa trasgresión afecta a la propia libertad. Naturalmente, las leyes y la congruencia de la libertad son de índole ética, no física ni lógica. La libertad se hace buena o mala, mejor o peor de acuerdo con sus acciones. Y esto no es algo extrínseco para nosotros, pues de cómo hayamos llegado a ser depende la sanción del destino y la posibilidad de alcanzarnos congruentemente como personas en el futuro. De ahí que todo ser libre sea intrínsecamente ético. Esta índole ética es común a todos los seres humanos en el ejercicio de la libertad, y está por encima de las formas históricas, que, por otro lado, tienden a expresarla y concretarla socialmente.

 

     En la medida en que la sexualidad humana está sometida a la libertad personal es cambiante en sus formas de manifestación y constante en sus normas básicas. A lo cambiante hemos hecho ya alguna referencia; en cuanto a lo constante, se tratará siempre de normas éticas, como acabo de adelantar. Naturalmente, serán siempre normas muy elementales, pero muy decisivas. Por ejemplo, la prohibición del incesto. El sentido de esta norma no es biológico, ya que no rige en el resto del reino animal, sino sólo en el ámbito humano. Incluso si se la interpretara como una medida de mera eugenesia, esa prohibición supondría que se considera a la prole humana como persona irrepetible cuya dotación somática ha de cuidarse y mejorarse, pues si sólo se atendiera a la especie, bastaría con dejar morir al malformado y multiplicar los nacimientos.

 

     Con la prohibición del incesto se reconoce, al menos implícita e indirectamente, el carácter personal tanto de las relaciones sexuales, como de las relaciones paterno-filiales y fraternas, y se estiman como incompatibles[41]. Ninguna prohibición tiene sentido salvo para un ser libre y responsable, de manera que cualquiera que fuere su modo de entenderla -como tabú, como ley natural o como mandamiento divino[42]-, y cualquiera que fuere la extensión que se le otorgue, el destinatario de la misma es siempre una persona capaz de obedecerla o infringirla, hecho éste que persigue y castiga la ley jurídica en las culturas más avanzadas.

 

     Dada la universalidad de esta norma, al margen de los distintos modos de entenderla, se puede inferir que se trata de una norma connatural al ser humano, y asimismo, dado que su sentido no es estrictamente biológico, se puede también inferir que lo recibe de la condición personal del ser humano[43].

 

     Otra norma constante y «connatural» en este campo es la responsabilidad sexual. La cópula establece un nexo moral entre varón y mujer, y entre ellos y sus hijos, que lleva consigo obligaciones respectivas diversas y es reconocido de manera universal, aunque reciba una infinidad de variaciones culturales en el modo de cumplirla, y también una infinidad de infracciones libres por parte de los sujetos humanos.         

 

     Tanto las variaciones como las constancias en el comportamiento sexual del hombre tienen su raíz en la libertad humana, si bien en dimensiones distintas de la misma: las variaciones traen su origen de la libertad en conexión con la relativa indeterminación biológica del sexo humano, o sea, con la ampliación de la diferencialidad sexual aludida más arriba y con la tarea de la habitación cultural del mundo; las constancias, en cambio, nacen del destino al que está llamada la libertad, de la naturaleza biológica del sexo, así como de la tarea de la habitación familiar y social del mundo, que los media. Pero no olvidemos que también la relación de la libertad con el destino es libre, no en el sentido de que pueda prescindir de él, sino en el de que es ella la que determina que su destinación sea congruente o incongruente con él.                     

 

     Por eso no basta con aludir, como he hecho antes, a la libertad como factor de variabilidad y constancia, es preciso referirse, sobre todo, a la libertad como posibilidad de crecimiento o de decrecimiento personal y social, y en consecuencia a la obligación de crecer y hacer crecer. También en la historia se observa un peculiar incremento sapiencial que ha de referirse al potencial creciente de la libertad humana. 

 

     La congruencia con el destino, que nos llama gratuitamente a elevarnos a su condición infinita, es la donalidad. La llamada del destino es donal, puesto que tiene la iniciativa total respecto a nuestra libertad, ofreciéndole su propia altura, pero sin eliminarla; la respuesta congruente de la persona ha de ser también donal: una entrega o alteración de sí misma que, sin perderse, le permita vivir infinitamente, es decir, en el ámbito de la máxima amplitud o en apertura irrestricta. La incongruencia con el destino es el cerrarse en sí misma, el egocentrismo que teme perder su vida en lo infinito, se niega a la alteridad e interpreta la llamada como un egocentrismo divino que impone sus condiciones a nuestra libertad.

 

     Dicha entrega o reserva de la persona en congruencia o incongruencia con el destino se ejecuta mediante la realización, o no, de una tarea compleja, pero armónica: perfeccionamiento del mundo, perfeccionamiento de los demás, perfeccionamiento o integración creciente de sí. Como he dicho antes, la integración congruente de la persona es la donación, y la característica de la donación es, por un lado, la elevación u otorgamiento de un acto superior, y, por otro, el respeto por la naturaleza del receptor. Si el receptor es anulado, disminuído o «utilizado», no hay donación, sino imposición del propio poder. En términos más precisos, la norma ética se concreta en la acogida y elevación de la alteridad y en el respeto por la índole de su naturaleza.

 

     Aplicando al sexo lo dicho, la libertad integra el sexo, pero lo puede hacer de forma congruente o incongruente con su destino. En última instancia, la libertad hace siempre suyo el sexo, pero lo puede hacer descoyuntándolo (separándolo del destino) o integrándolo congruentemente. Por ejemplo, el ser humano puede no hacer uso de su potencia sexual, o hacer un buen o, incluso, un mal uso de ella, como: hacer un uso antinatural del mismo, hacer un uso natural pero negando su responsabilidad, renegar de su sexo concreto, etc. Por eso preferí hablar más arriba de masculinidad y feminidad, más que de varón y mujer, pues se dan casos de varones afeminados y mujeres masculinizadas. Nada de esto le es dado a un mero animal. Pero una cosa es que el hombre pueda hacer todo eso, por ser libre, y otra que lo que hace no repercuta en él mismo. De manera que una integración congruente de la sexualidad redunda en la integración destinal de la persona; una integración incongruente de la sexualidad desintegra tanto a la sexualidad como a la persona[44] y, derivadamente, a la sociedad. En este sentido, la integración de la sexualidad es un asunto de especial relevancia ética.

 

     Conviene aclarar, al respecto, que lo ético no es sólo la acción responsable ante el destino y que vincula en su ser al que la realiza. La responsabilidad ética tiene una tercera dimensión: las acciones humanas repercuten también en la coexistencia interpersonal, pudiendo favorecerla, entorpecerla y hasta impedirla, es decir, no sólo hacen crecer o decrecer a la persona que las pone por obra, sino también a cuantos coexisten con ella. Que las acciones libres sean un asunto personal no quiere decir que sean cuestión meramente individual y que sólo afecte a quien las ejecuta: afectan a todos los seres humanos, en la medida en que favorecen o impiden la coexistencia personal. La persona no es el mero individuo, sino, como ya se vio en la primera parte, subsistencia y coexistencia. 

 

     Por eso, si bien la integración debida de la sexualidad por la persona no parece tener una especial relevancia ética, pues parece afectar a la persona, en principio, lo mismo que le afectan la integración del dolor, del apetito irascible o de la nutrición, sin embargo por entrañar tanto en su función generativa como en su función individualizadora una esencial e inmediata referencia a otras personas, a saber, la del cónyuge, las de los hijos y las de los otros cohabitadores culturales del mundo, las consecuencias de una buena o mala integración de la sexualidad para la coexistencia interpersonal son más inmediatas y directas que las de las otras integraciones personales antes aludidas. En la sexualidad van implicadas relaciones de cohabitación familiar y cultural entre personas, e incluso la propia transmisión de la vida, que es el origen de toda sociedad humana, de ahí que la integración ordenada o desordenada del sexo afecte también a la justicia[45]. 

 

     Los criterios éticos a que voy a hacer referencia seguidamente no se justifican -y tampoco los antes aludidos- en observaciones históricas ni fácticas, sino en la índole destinal de la persona humana, entre otras cosas porque, siendo variantes las circunstancias históricas, no se puede encontrar en ellas la orientación para situaciones nuevas, como las que las ciencias y la técnica han propiciado en nuestros días.

 

     Dos son, en concreto, las condiciones para una integración congruente de la sexualidad humana: el sometimiento de la potencia sexual al fin destinal de las personas, y el respeto de las personas hacia la integridad natural del sexo.                     

 

     La libertad humana tiene a su disposición a la sexualidad, pero de distinta manera según se trate de la función generativa o de la función individualizante del sexo. La liberalización funcional del sexo en el hombre deja su uso como potencia generadora a nuestro absoluto arbitrio: podemos usar o no usar del sexo. Sin embargo, respecto de la función individualizante del mismo no gozamos de absoluta libertad: somos sexuados masculina o femeninamente, y en mayor o menor grado, según la dotación somática natural de cada uno. Hay que distinguir, por tanto, entre la integración personal congruente de la potencia generativa sexual y la integración personal del carácter sexuado. En ambos casos la norma ética es la misma: elevar y respetar, pero su aplicación es diferente en cada caso. Por ejemplo, no usar del sexo no es contra naturam, renegar del propio sexo sí que lo es.

 

     Integrar congruentemente la propia sexualidad significa ante todo aceptar la dotación sexual individual, respetándola por entero y haciéndola rendir al máximo humanamente para la cohabitación matrimonialy/o cultural del mundo, según las subtareas de hacerlo habitable o dominarlo. Es éticamente importante no sólo desarrollar cada uno al máximo las funciones humanas correspondientes a su sexo, sino permitir y respetar, e incluso fomentar, el ejercicio de las funciones humanas correspondientes al otro sexo. La donalidad es preceptiva para toda integración personal congruente. Por otra parte, la infinita casuística que pueden presentar las dotaciones sexuales individuales, así como las circunstancias de educación y de influencias ambientales, no debe alterar la norma del respeto por la naturaleza de la dotación sexual propia[46].

 

     Pero, insisto, esta primera y básica exigencia moral de aceptación integradora de la dotación sexual individual no ha de ser confundida con el uso del sexo como potencia generativa, que sí depende por entero de nuestro albedrío. La total dependencia del uso del sexo respecto de la libertad personal está intrínsecamente vinculada con la destinación que hace la persona de sí. Si la persona se destina incongruentemente, hace de sí misma el centro de referencia del uso del sexo: el uso del sexo se convierte en puro medio de satisfacción egocéntrico, bien sea como medio de placer, bien como medio de dominación entre personas.

 

     A esos fines particulares el hombre puede desvincular la copulación no sólo de la unidad natural humana de enamoramiento, compromiso, paternidad y fidelidad personales, sino que puede incluso separar la unidad orgánico-funcional de coito, placer y fecundidad que presenta la potencia sexual biológica. Así, a título de ejemplo, se puede separar la copulación respecto del enamoramiento (prostitución), respecto del compromiso (fornicación, amancebamiento), respecto de la fidelidad (adulterio, divorcio), respecto de la libertad ajena (violación) o respecto del ser humano mismo (bestialidad); pero también se puede separar el placer respecto del coito (masturbación y homosexualidad), el coito respecto de la fecundidad y viceversa (contracepción e inseminación artificial), y la fecundidad respecto de la paternidad (aborto y madres de alquiler).

 

     Todo esto y mucho más puede ser hecho por la libertad humana sobre la potencia sexual, pero no impunemente, es decir, sin que repercuta en el propio ser, en la coexistencia con los demás, en la habitación del mundo y, sobre todo, en el futuro destinal que le aguarda. Al trasgredir la ordenación natural -sea humana o meramente biológica- del sexo, la persona objetiva y se objetiva: rebaja su dignidad personal y la de los otros, estableciendo relaciones de dominio sobre su cuerpo, sobre el del otro, e incluso allí donde el don es más especialmente requerido, a saber, en la trasmisión de la vida a otros seres humanos. La persona, aunque no con igual gravedad en todos los casos, se disgrega como cosa entre cosas, y la sociedad humana pasa a ser una tensa competición de poderes objetivantes.

 

     Sin embargo, lo humanamente correcto es la integración congruente del sexo en la unidad destinal del ser humano. Esa integración ha de consistir en una elevación del sexo al rango trascendental de la persona, pero realizada de manera que la naturaleza entera del sexo quede respetada, siendo este último extremo condición para la verdad de la elevación del sexo. Según la condición recién indicada, la integración congruente de la potencia generadora del sexo ha de ser realizada como no separación de coito-placer-fecundidad, en el plano orgánico, y como no separación de amor-compromiso-fidelidad, en el plano humano; por otra parte, la integración congruente del carácter sexuado ha de ser realizada como no disociación de la conducta humana respecto de la propia dotación somática natural. Pero obviamente no basta con no disociar lo naturalmente unido, la integración referida ha de ser realizada de modo positivo como una ordenación del carácter sexuado y, en su caso, de la potencia generadora al don de sí mismo a los demás y a Dios, si es que se trata de una verdadera elevación. La unión estable de ambas exigencias prácticas es lo que constituye la virtud de la castidad, por lo que puede afirmarse que la integración congruente del sexo en la unidad destinal de la persona es la castidad. 

 

     La virtud de la castidad es una de las formas de la virtud de la templanza, que es el hábito que fomenta y protege el orden interior del hombre[47]. La templanza no es, por tanto, la simple moderación en la satisfacción de las pulsiones o, mejor, de los apetitos somáticos, sino su positiva ordenación a los fines últimos del hombre. En este sentido, la castidad es la ordenación habitual de la sexualidad al destino de la persona[48].

 

     Dicha ordenación requiere ciertamente un esfuerzo de autodominio para que se convierta en hábito o virtud, pero la castidad no consiste ni en el esfuerzo ni en el mero autodominio. No es lo mismo continencia que castidad: en la continencia hay lucha, en la castidad facilidad[49]; la continencia es actual, la castidad habitual. La castidad no es, según lo ya dicho, la represión de la sexualidad, sino su orientación integradora hacia los fines destinales de la persona. Esta orientación da un sentido nuevo a la sexualidad, que no la desvirtúa ni la sublima o desvía, sino que la humaniza plenamente y facilita su desarrollo: no es tanto la mera repetición de actos de autodominio lo que engendra el hábito y, por tanto, la facilidad en que consiste la castidad, cuanto la plenitud de sentido que otorga el destino a la vida humana, y según la cual la sexualidad humana está llamada a ser don de sí a Dios, don de sí al otro y don de la vida.

 

     Gracias a la ordenación habitual que produce la castidad en el interior del hombre se hace corpórea la fuerza del espíritu humano. La castidad impide el carácter unilateral de las pasiones y hace presente el espíritu en el cuerpo. Cuando la mirada del hombre no es proyección de sus propias tendencias y deseos queda limpia para poder captar la realidad, la realidad mundana y la realidad humana, es decir, espiritual-corporal. La acción humana, a su vez, puede ser entonces gobernada con prudencia, evitando la inconsideración, la precipitación y la inconstancia, típicas de los movimientos pasionales, y haciéndose responsable. Y también los otros pueden entrar en su consideración en cuanto que otros a los que hay que respetar o dar lo suyo, es decir, entonces se puede tener en cuenta la justicia o injusticia de nuestras acciones. Responsabilidad prudencial y respeto justo son valores netamente espirituales que implican la libertad propia y ajena, y que, como digo, se hacen sexualmente corpóreos gracias, en este caso, a la castidad. De esta manera, la castidad es aquella integración personal del sexo que condiciona la integración unitaria de cuerpo y espíritu, que eleva al cuerpo haciéndolo apto para bienes superiores y que permite atender a la tarea del perfeccionamiento del mundo, de sí mismo y de los demás.

 

     Este último punto merece si quiera sea una breve aclaración. Lo propio del hábito o virtud es que permite crecer al acto correspondiente. En esa misma medida, se puede decir que la castidad tiene como meta positiva el desarrollo del amor humano[50]; o dicho con otros términos, gracias a la castidad puede darse la coexistencia personal del ser humano. 

 

     Me explico. Siendo espíritu y cuerpo, la coexistencia personal humana no es sólo asunto del alma, sino también del cuerpo. Ahora bien, la coexistencia personal, como se expuso en la primera parte, supone la apertura en la persona de un espacio para el otro en cuanto que otro, y se cumple acabadamente como donación mutua de un acto en común con el otro. El egoísmo hace incongruente esa apertura y donación, por cuanto que capta al otro, pero no le otorga un estatuto de igualdad ni lo considera en su alteridad, sino que lo subordina a la propia medida y le impone criterios restrictivos, interpretándolo reductivamente y haciéndolo objeto de sus intereses y apetencias, en vez de sujeto de donación. La coexistencia ha de ser, pues, abierta de modo positivo por el espíritu (entendimiento y voluntad), pero si no es trasladada adecuadamente al cuerpo no es verdadera e integral coexistencia humana.

 

     Pues bien, la castidad posibilita el traslado al cuerpo de la coexistencia espiritual. Al eliminar el egoísmo que erige en criterio del entender y del amar las tendencias del apetito concupiscible sexual, la castidad hace posible la coexistencia integral, es decir, corpóreo-espiritual de los seres humanos. Sin castidad no es posible el amor congruente y duradero entre marido y mujer; sin castidad es imposible el amor entre padres e hijos, y el amor fraternal (la prohibición del incesto es una forma elemental de castidad); sin castidad no puede crecer la amistad, que es según Aristóteles lo más necesario para la vida[51], es decir, para la cohabitación humana del mundo. Huelga decir que la castidad es también condición absoluta para todo tipo de verdadera comunidad espiritual entre seres humanos.

 

     Por último, si se tiene en cuenta que las dotaciones sexuales varían de individuo a individuo, y que consiguientemente las personas sienten de manera distinta las pasiones[52]; si se tiene en cuenta que las leyes y costumbres de los hombres varían con el tiempo y que no es posible establecer normas positivas universales -sí negativas- acerca de la templanza, y más en concreto sobre la sexualidad[53]; si, además, se tiene en cuenta que hay varias formas específicas de vivir la castidad (castidad virginal, castidad conyugal y castidad viudal); y si, por último, se tiene en cuenta que hay un modo irrepetible para cada persona de integrar su sexualidad en los fines destinales humanos, se comprenderá fácilmente que la riqueza de formas de la castidad supera la amplia gama de las desviaciones sexuales más arriba esbozada, máxime cuando incluso en estas últimas siempre se conserva algún retazo del orden interno que exige la templanza.

 

     En resumen, la castidad otorga a la sexualidad su puesto ajustado en la vida humana, a saber, como catalizador de la habitación terrenal del hombre y como activa posibilitación de modos de cohabitación humanos superiores: la familia, la asociación desinteresada, la amistad, la comunidad espiritual. La castidad es, pues, virtud integradora del cuerpo con el alma, del alma con el mundo, de las personas entre sí y de la persona con su destino. Pero del mismo modo que el sexo no es la única ni la más importante dimensión del cuerpo, la castidad o integración personal del sexo, con ser destacada, no es ni lo único ni lo más alto en la integración personal de alma y cuerpo: es sólo un primer paso imprescindible para el desarrollo congruente de la compleja personalidad humana.

 

 

 



[1] El tema fue enunciado por primera vez por S.Agustín con su famoso "noli foras ire, in teipsum redi, in interiore homine  habitat veritas..." (De vera religione, 39, 72). Los medievales lo integraron en la metafísica, y los modernos han intentado desarrollarlo por separado, pero de modo metódicamente simétrico al de la metafísica. La propuesta de una separación temática y metódica de la Antropología filosófica respecto de la Metafísica, que no sea ni una negación de la Metafísica ni una reducción de la una a la otra, sino el reconocimiento de la índole trascendental de ambas, fue hecha por primera vez en El Acceso al Ser  (Pamplona, 1964, 381 ss.; cfr.357) de mi maestro L.Polo. Aunque él ha señalado el método y ha publicado algunas orientaciones fecundísimas acerca de sus contenidos (Cfr. La coexistencia del  hombre, en El hombre: inmanencia y trascendencia, Pamplona 1991, I,33-47; ¿Quién es el hombre?, Madrid, 1991; Presente y futuro del hombre, Madrid, 1993; Etica, Méjico, 1993; La radicalidad de la persona, en "Thémata" 12 (1994) 209-224), todavía se espera la publicación de su Antropología trascendental.

 

[2]Trascendentales son aquellos actos que pueden ser compartidos ilimitadamente sin mengua alguna de su riqueza: son los actos supremos. El ser no se pierde por darlo; el entender propio no se pierde por ofrecerlo a otros; el amar no se anula, antes bien se cumple al compartirlo. Estos actos son, pues, comunes a todos o a muchos sin eliminar sus diferencias. Un método será trascendental cuando se realice de modo congruente con tales actos: cuando busque  lo común y compartible por todos sin eliminar ninguna  de sus diferencias. La altura de lo trascendental, u optimidad real, sólo se alcanza por parte del filósofo cuando entiende lo real de la manera mejor o más alta posible -y esto vale especialmente para tratar el tema del hombre, pues como se verá el hombre es ser creciente al infinito-. Dicho con otras palabras, la mayor o menor verdad de una investigación trascendental depende de la mayor o menor excelencia que sepa descubrir en lo hallado; su falsedad estriba en la negación de toda excelencia o trascendentalidad. 

 

[3]Entiendo por cientificismo u objetivismo la reducción de la realidad al objeto: sólo es real lo objetivo. El objetivismo o bien encuentra sin sentido la noción de persona (Cfr. Espinosa, Cogitata Metaphysica, Opera, Gebhardt, Heidelberg, 1925, I, 264), o bien la reduce a ciertas características objetivables (uso del lenguaje, acciones prácticas, etc.; cfr.Hobbes, Leviatán, trad. Moya y Escohotado, Madrid, 1979, I,16, 255), como veremos acontece frecuentemente también hoy en día. De ninguna manera sugiero que haya de ser descalificada la objetividad científica, pues, bien entendida, es ella misma un signo inequívoco de la persona. Lo que denuncio es la ceguera que produce el objetivismo, sin duda la forma más común de insipiencia, es decir, de negación de todo lo que no es inmediato y comprobable, de todo lo trascendente y último. Esa ceguera impide darse cuenta de que para que haya objeto es preciso que haya pensamiento, y de que el pensamiento que objetiva no es objeto. Esto no es recurrir a cualidades ocultas, sino simplemente descubrir que no todo es objeto.

[4] Lo último en esta línea de objetivación de la persona humana viene representado por el speciesism, o corriente crítica aparecida en el mundo anglosajón por la que se niega todo privilegio a la especie humana entre las especies animales. Cfr. J.V.Arregui, La importancia del ser humano, en "Anuario Filosófico" 27  (1994) 37 ss.

 

[5] No pretendo que todo lo occidental sea modélico, ni tan siquiera bueno. Lo único que es superior de Occidente son sus modos de sabiduría (greco-romano; judeo-cristiano), y son tan superiores  que incluso los críticos de Occidente han de hacer uso de ellos  para criticarlo. En cuanto a la superioridad científico-técnica de Occidente, debe notarse que, aunque no tiene un valor absoluto, deriva históricamente de la superioridad sapiencial antes mencionada y que sólo cuando va acompañada de ésta es plenamente provechosa.

 

[6]A.Machado, Nuevas canciones, Proverbios y cantares I, Poesias completas, ed. M.Alvar, Madrid, 1975, 289.

 

[7] La conciencia o la autoconciencia es concebida como el constitutivo del espíritu, que para ellos es la persona, por la inmensa mayoría de los filósofos modernos, tanto racionalistas (Malebranche, Recherche de la Vérité, III, I Partie, c. I, 1; Leibniz, Consecuencias metafísicas del principio de razón, editado por E.de Olaso, Buenos Aires, 1982, 509 final) como  empiristas (Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 27;  Hume, Tratado de la naturaleza humana, II, parte II, sec. I), pero  sobre todo por el idealismo alemán, a partir de Kant. El joven Schelling entendía por persona la unidad de la conciencia, y negaba la personalidad a Dios, porque sabía que no hay conciencia sin objeto (Carta a Hegel 4-2-1795, Plitt I, 77). Para Hegel, la personalidad es la independencia efectivamente vigente de la conciencia (Phänomenologie des Geistes, Hegels Werke (HW), Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1983, 3, 335), o, también, la unidad de autoconciencia y conciencia (HW 16,204). En mi propuesta la persona humana no es la conciencia ni siquiera el espíritu ni el alma solos: alma es aquella parte de la persona que informa al cuerpo; espíritu el aquella parte del alma tiene funciones independientes del cuerpo; persona es la unidad destinal de espíritu, alma y cuerpo.

[8] La cerrazón que el objetivismo puede llegar a producir en algunas mentes quizá las aliente a responder o bien que no sabemos si los objetos (entendidos como elementos, átomos, substancias químicas, conjuntos celulares, animales, etc.) piensan -es decir, que a lo mejor piensan sin que lo sepamos-; o bien que los objetos no necesitan saber, porque ellos son reales. En el primer caso, se atribuye a los objetos la posibilidad de auténticas cualidades ocultas  -o sea, ocultas incluso a la mente, no sólo a los sentidos-, lo cual no sólo choca abiertamente con el presupuesto radical del objetivismo, sino con la naturaleza misma del objeto, que es totalmente presente al pensamiento. En el segundo caso, puesto que lo que se llama persona se reduciría a mero objeto,  tampoco ella necesitaría saber nada, o, de lo contrario, no sería mero objeto. No hay escapatoria: sabemos que los objetos, en cuanto que objetos, no piensan, y, por tanto que el pensar no puede ser reducido a objeto.

 

[9]Schelling se percató en parte del problema latente en la noción  de trascendencia: "todo trascendente es propiamente relativo, existe sólo en relación a algo que es trascendido". La propuesta  de Schelling es que Dios es lo inmanente que se ha hecho trascendente (Schellings Werke, M.Schröter, München, 1979, 6.Eb, 169-170). Es verdad, en efecto, que si no hay algo trascendido no existe lo trascendente. Pero se dan varios tipos de trascendencia: la del ser del mundo respecto de su esencia (imposibilidad para las operaciones de alcanzar el ser); la de los seres que trascienden a otros seres y pueden trascenderse a sí mismos, entre los que se halla la persona humana; y por último, está la trascendencia simple, o sea, la del ser que ni trasciende sus operaciones, ni se trasciende a sí mismo ni es trascendido por nada. Esta última trascendencia es la de Dios, la cual no es  un atributo perteneciente a la esencia divina, sino una pura denominación extrínseca que le damos las criaturas al ser trascendidas por él: para nosotros Dios es trascendente, en sí mismo Dios es identidad.

[10] Cfr. Phänomenologie und Metaphysik der Freiheit, II,1.

 

[11] La doctrina de la predeterminación o premoción físicas es una interpretación de la predestinación en términos de causalidad o de la secuencia antes-después. Sin embargo, esta interpretación es errónea, pues no deja lugar a la libertad, dado que todo queda fijado con anterioridad a ella. En cambio, la predestinación es, en la interpretación que aquí se propone, la iniciativa del destino, del que emana la llamada. La antecedencia de Dios respecto del hombre no es una antecedencia en el tiempo ni la antecedencia del fundamento, sino la primacía trascendental del futuro que nos llama. Dicha primacía no sólo deja lugar a la libertad, sino que la suscita.

 

[12] La libertad es entendida como independencia absoluta respecto de todo otro poder, pero como espontaneidad necesaria por Espinosa: ambos extremos se reúnen en la noción de causa sui (que repele toda posible ingerencia externa, pero interpreta como necesario el ser). En nuestro siglo Gentile definía la persona precisamente como causa sui (Teoria generale dello Spirito come atto puro, Firenze, 1938, 249). Por otra parte, la autonomía es la característica de la razón práctica y del yo nouménico en Kant. En esa misma línea, Fichte pone como primer principio la autogénesis del yo, idea que es traspasada por Schelling y Hegel al Espíritu Absoluto. En la doctrina del Marx joven, la independencia o libertad se alcanza cuando un ser se debe a sí mismo su existencia; lo que, aplicado al hombre, se consigue en la historia universal, que no es sino la producción del hombre por el trabajo humano. Por último, la concepción de la libertad como autorrealización, tan vulgarizada hoy en día, no es más que una consecuencia de las anteriormente descritas y afecta en parte incluso a autores como Kierkegaard -para quien la meta de cada hombre consiste en llegar a ser uno mismo, partiendo del factum de la composición, inmediatamente inconciliable para uno  mismo, de finitud e infinitud en cada hombre- y como Zubiri, quien define al hombre como una realidad personal cuya vida y tarea consiste en llegar a ser su Yo, en hacer física y realmente su Yo entre cosas reales y con cosas reales (El hombre y Dios, Madrid, 1985, 115-129).  

 

(13) [13] En Vom Wesen des Grundes Heidegger afirma que la libertad humana es el fundamento delfundamento y añade que, como tal, la libertad es el abismo (Ab-grund) del existente (Cfr. V. Klostermann, Freiburg a.M., 1973, 53). Ser fundados les corresponde a los entes. La libertad del existente descubre la diferencia ontológica entre ser y ente, precisamente porque ella funda entes, pero no es fundada. Y es fundamento del fundamento, en la medida en que, desde el implícito de la diferencia ontológica, formula el principio del fundamento o razón suficiente, a saber: que todo ente tiene una razón suficiente. Es la libertad del hombre la que ha de tener una razón suficiente al tratar con entes: la libertad es el origen del fundamento (Ibid. 44). Sin embargo, en mi pro puesta lo propio de la libertad no es fundar, sino destinar

 

[14] Que la trascendencia, como he dicho en la nota 9, sea para Dios una denominación extrínseca (o atributo ad extra), no significa que sea una denominación falsa, de ahí que ahora, visto desde el hombre, me atreva a llamarlo el trascendente absoluto.

 

[15] De Vera Religione 39,72.

 

[16] Pensées, Oeuvres Complètes, Gallimard, Paris, 1969, 1207.

 

[17] La primacía y la trascendencia de Dios siendo incomprensibles en sí mismas, pueden no obstante ser entendidas correctamente,  aunque no siempre hayan sido bien entendidas. Por ejemplo, Dios ha sido entendido generalmente como causa primera, lo que a mi juicio es una atribución en falso, pues convierte a las  criaturas en meros medios del poder de Dios: baste con reparar en el ocasionalismo de Malebranche y en el panteísmo de Espinosa, que son consecuencias de esa mala atribución. Las indicaciones más adecuadas del modo de la primacía y trascendencia divinas son el "en él vivimos, nos movemos y existimos" de S.Pablo (Hechos 17, 28), el "intimior intimo meo, superior summo meo" de S.Agustín (Confesiones III, 6,11) y la sugerencia de R. Tagore de que Dios abre las flores por dentro (La cosecha, 18, Obra Escojida, trad. Z.Camprubí, Bilbao, 1964, 237-238), si se ilumina desde las dos indicaciones anteriores. Dios es la realidad que hace real a toda otra realidad sin convertirla en medio o causa segunda, sin quitarle su novedad y propiedad, sino antes bien dándole el vivir, el moverse y el ser por sí mismas.

 

[18] Sin embargo, el hombre no se da nunca a sí mismo el ser. Tanto el ser inicial o dotacional como el definitivo o  sancional le son dados al hombre. En ambos casos su ser es libertad o acto creciente, pero el acto creciente inicial es sólo proyecto que nuestro obrar acrece o decrece,  mientras que el acto creciente sancionado es consolidado y guiado por el obrar divino. Como proyecto que depende de nuesto obrar, el punto de referencia de nuestra libertad es, en primer lugar, el destino como Verdad, y, derivadamente, el perfeccionamiento del mundo y de los otros, que por donación (y perfeccionamiento) de nosotros mismos seamos capaces de aportar, o sea, el destino como amor.

 

[19] Aunque la terminología aquí usada sugiera conexiones con el pensamiento de Lévinas, la verdad es que se trata de puras coincidencias verbales. Para Lévinas el Otro por antonomasia es Dios, mientras que en mi propuesta sólo las personas creadas son "otras": otras que Dios y otras que las demás criaturas. Dios es la identidad de la que se diferencian las criaturas, pero él mismo no se diferencia de nada. Por lo mismo, en mi propuesta no  es lo otro lo que abre la clausura del Yo, sino la persona la que se hace otra y así abre un lugar en sí para lo otro: el conocimiento es donación de la condición de acto a lo conocido, otorgamiento de la misma altura y rango (igualdad) del conocer a lo conocido. La alteridad es activa tanto al conocer como al amar. Además,  el otro en Lévinas está presente como precepto y como responsabilidad previas a la libertad, por lo que la coexistencia no es donal ni recíproca: la alteridad es enigmática, predeterminante y negadora del Yo. Por oponerse frontalmente a la metafísica subjetivadora de la modernidad, Lévinas cae en un eticismo del deber que elimina la novedad creativa de la persona. Es cierto que la persona  ha de ser tratada al margen de la metafísica y también que la ética es muy importante, pero no por ello ha de ser desposeída de  iniciativa y actividad capaces de dar, y, dándose, mejorar  a los otros y a sí misma. 

 

[20] Cfr. Tomás de Aquino, In I Sent., dist.25, q.1, a.1 c y  ad 6.  En nuestros días, Zubiri ha trasladado la  incomunicabilidad, que  Tomás de Aquino reservaba para la persona, a todo lo real (Sobre la Esencia, Madrid, 1963, 484-486). Incluso si se entiende la incomunicabilidad como irrepetibilidad -que no son lo  mismo-, es preciso tener en cuenta que la irrepetibilidad de todo lo real captable en impresión inteligente-sentiente sería la irrepetibilidad de lo fugaz, o en movimiento (contingencia), en que decae el despliegue del fundamento, mientras que la de la persona es la irrepetibilidad de lo perenne o eternamente llamado por el destino.

[21] La hermosa descripción del amor hecha por Pieper como afirmación del ser del amado (Las Virtudes Fundamentales, ed. Rialp, Madrid, 1990, 435 ss.) se queda un poco corta respecto de lo que debe entenderse por amor. En efecto, la afirmación complacida del ser del amado es, sin duda, el inicio del amor o el amor precedente, lo mismo que la admiración es el comienzo del saber, pero es unilateral: es más un acto del entendimiento amante, que de la voluntad inteligente. En cambio, el amor consumado estriba sobre todo en la creación en común de un acto común, previamente inexistente, y unitivo. Hay incremento de realidad en el amor consumado tanto para el amante como para el amado, no así en el entender amante, que es sólo incremento del cognoscente, no del ser de lo conocido.

 

[22]Leonardo Polo, Presente y futuro del hombre, Madrid, 1993, 177.

 

[23] Hegel supo ver algo del carácter relacional de la persona, al  subrayar la necesidad de reconocimiento para su existencia (cfr. Phänomenologie des Geistes, HW 3, 465;  Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, HW 10, 221, 307). Sin embargo, su propuesta se  mueve en el plano objetivo y predicamental (cfr. Grundlinien  der Philosophie des Rechts §§ 35, 40, HW 7, 93,98),  pues el reconocimiento se ha de realizar en términos de conciencia. La coexistencia, en cambio, que se propone aquí no rechaza la conciencia, pero la supera, en cuanto que el reconocimiento puede no existir, aun existiendo la persona (caso de los abortos de escasas horas o días), mientras que la persona tal como la propongo es ser-con, aunque no se la pudiera reconocer. El reconocimiento es extrínseco y a posteriori, mientras que el ser-con es intrínseco y a priori (dado que lo otorga Dios).

 

[24]Discrepo, pues, de la concepción de la persona humana de R. Guardini (Cfr. Mundo y Persona, trad. F.González Vicen, Madrid, 1963), quien después de alinearse junto a S.Agustín (183), sostiene de modo no muy consecuente que la persona consiste en el acuerdo consigo mismo, en el reposo en sí mismo, en la autoposesión (186-187). También Zubiri, cuyo substantivismo es incompatible con mi propuesta, define a la persona como autoposesión trascendental (Sobre la Esencia,503-504).

 

[25] Lo más alto y relevante en la criatura primera, o criatura "mundo", es el comienzo: su ser es comienzo que ni cesa ni es seguido, comienzo in aeternum o persistencia. Lo más alto y relevante en las criaturas segundas o elevadas (criaturas espirituales) es el destino o futuro: su futuro no se desfuturiza, es futuro in aeternum o subsistencia. La diferencia entre ser comienzo  y estar futurizado se muestra también en sus desarrollos: lo primero permite un desarrollo autárquico, pero decadente (respecto del comienzo), lo segundo permite crecer irrestrictamente; lo primero viene directamente de Dios, lo segundo va también directamente a Dios; la relación de lo primero con Dios es de exclusiva dependencia, la relación de lo segundo con Dios es,  además, de destinación libre.

 

[26]  Nótese que en el hombre la potencia es superior al acto porque es potencia de un acto superior e infinito (Dios) distinto de su ser que lo llama destinalmente, mientras que en el mundo la potencia es inferior al acto porque es potencia respecto de su propio ser.

[27] La unidad dotacional de alma y cuerpo faculta a la primera para ocuparse de tareas corporales, y al segundo para expresar sensiblemente los actos espirituales. Pero la integración exigida por la destinación personal reclama una espiritualización del cuerpo y una corporalización del espíritu hechas de tal manera que cada uno respete la naturaleza del otro. Así, siendo los actos del espíritu (entender y amar) actos inmanentes de suyo y trascendentes respecto del cuerpo, pueden y deben tener, no obstante, una manifestación operativa en el cuerpo que sea adecuada a la naturaleza del espíritu. Y viceversa, las tareas corporales han  de ser espiritualizadas de tal manera que no quede  menguada ninguna de sus característica propias y efectivas. Esa mutua adecuación y respeto garantiza que no por integrarse en unidad haya de confundirse la manifestación sensible con el acto del espíritu: los actos del espíritu, repito, son inmanentes y trascendentes, sus manifestaciones, en cambio, aunque sean signos de tal inmanencia y trascendencia, son, en cuanto que sensibles, transitivas y predicamentales.

 

[28] En Ich und Du  M. Buber ha descrito también diferencias entre los referentes de la persona: entre el Ello (mundo objetivo) y el Tú, y entre el Tú humano y el eterno. Existen ciertamente algunas afinidades entre la doctrina de Buber y lo aquí expuesto. Sin embargo, en mi propuesta el encuentro no es lo primordial, sino la llamada; paralelamente la presencia y la centralidad no es lo más importante en la jerarquía del ser, sino el futuro y su excentricidad, que lleva no al Yo humano, sino al autotrascendimiento.  Por otra parte, calificar a Dios de Tú eterno -cosa que ya había hecho Renouvier en el siglo pasado y que han hecho también en el presente G.Marcel y Lévinas- es, en cierto modo, centralizar al Yo humano. De hecho, en Buber la relación Yo-Tú parece tener su iniciativa en el Yo humano: primero se pronuncia el  Tú y luego se le oye. En cambio, el orden que yo sugiero es distinto: primero somos llamados, luego buscamos a Dios, después Dios nos sale al encuentro y finalmente, le escuchamos o no. La iniciativa es de Dios, y esa iniciativa nos crea como Yoes. Por otro lado, la relación Yo-Tú sienta una reciprocidad, según Buber, que parece ser natural y en cierto modo  paritaria, pues propone una consubstancialidad Dios-hombre. Contra lo que parece sostener Buber, la relación personal humana es una relación de dependencia respecto del destino: aceptar o no la iniciativa del destino y merecer así su sanción es la única relación libre del hombre para con él.

 

[29] Aunque el hombre sigue siendo siempre capax Dei, incluso después del pecado, sin embargo la no activación congruente de esa capacidad por desobediencia al precepto divino lo hizo inviable como hombre, y eso es la muerte, para cuya superación ha resultado conveniente una nueva iniciativa divina.

 

[30] La llamada del destino no crea el cuerpo, pero sí lo hace humano. La humanización del cuerpo, de la que ofreceré más adelante  una muestra detallada por lo que se refiere al sexo, consiste en hacerlo apto para el destino personal. Por eso, un cuerpo humano es un cuerpo llamado. Naturalmente, Dios hace humano a cada cuerpo cuando crea su alma -lo que es simultáneo con la concepción-, pero eso no implica que en este caso la acción de Dios sea directa e inmediata, como en la creación del alma. Dios llama al cuerpo destinalmente asociándolo a su llamada. El cuerpo queda implicado. La llamada dirigida en directo a los cuerpos de Adán y Eva es trasmitida mediante su unión carnal a los cuerpos de los hijos. Por tanto, los hombres en cuanto que corpóreos somos colaboradores de la llamada destinal de Dios, para la generación de otros hombres. Dios llama a otros hombres en directo al crear su alma e indirectamente por la llamada que dirigió a los cuerpos de Adán y Eva, la cual se comunica por via de generación.

[31] Aunque estoy de acuerdo con la solución propuesta por J.V.  Arregui en su trabajo ya citado, La importancia de ser humano, al problema del reconocimiento de la persona, no acepto su confusión de la cuestión del ser personal con el problema de su reconocimiento, latente en sus planteamientos (49 y 57). Cuando sólo se admite como real y cognoscible lo sensible, cual es el caso de cierto empirismo, el signo se confunde con la  realidad, y  la persona queda reducida a determinados comportamientos, como el habla o las acciones prácticas, o sea, en última instancia a lo corpóreo, anulándose su valor trascendental. Al distinguir entre persona y ser humano, reservando el concepto de persona para las acciones racionales y el de ser humano para el organismo biológico, y otorgando al organismo el papel fundamental (ser), en tanto que se relega la persona al plano predicamental (obrar), como hace el mencionado autor, no sólo no trata adecuadamente el ser personal, sino que acepta subrepticiamente el planteamiento empirista y da pie al reduccionismo del hombre a la biología. En mi propuesta, por el contrario, persona humana y ser humano coinciden sin fisuras y sin tener que aminorar ninguna de sus dimensiones en favor de la otra, en la medida en que el cuerpo es elevado por la persona al rango trascendental.

[32] Cfr. J. Chozas, Antropología de la Sexualidad, Madrid, 1991, 15-37.

[33] Cfr. I. Falgueras, Los grados de la sexualidad, en "Burgense" 33 (1992) 115-141.

[34] Las diferencias de rango ontológico entre los  sexos,  como las de materia-forma (Aristóteles), naturaleza-espíritu (Hegel), naturaleza-operación, acto primero-acto segundo (cfr.Chozas, 123 ss.) y otras (actividad-pasividad) son exageradas. En realidad, y de acuerdo con lo expuesto, todo se reduce a una diferenciación formal-eficiente (virilidad) y formal-material (feminidad).

[35] Cfr. A.Gehlen, El hombre, trad. F-C. Vevia, Salamanca, 1980, 120.

[36]  Acerca de las fases del amor y de las relaciones entre voluntad y sentimiento cfr. T.Melendo, Ocho Lecciones sobre el Amor Humano, Madrid, 1992, 79-108.

[37] Las diferencias sexuales no son inicialmente diferencias en el orden del ser personal, pero como nuestro hacer hace crecer o decrecer a nuestro ser y merece la sanción del destino, llegan al final a ser también diferencias personales, en la misma medida en que llegan a serlo nuestras obras, es decir, en la medida en que la vida de cada uno es diferente.

[38] Para un desarrollo más detenido véase I.Falgueras,El  habitar y las funciones humanas de la masculinidad y de la feminidad, conferencia pronunciada en el Club Adara de Granada el 21-4-1983, y publicada en "Philosophica" (Univers. Cat. Valparaíso/Chile) 11 (1988) 187-199. Las similitudes que en algunos puntos se dan  con ideas de J.Marías deben ser entendidas como coincidencias  sugeridas por el mismo tema.

[39]  The Origin of Man, "Science" vol. 221, nº 4480 (1981) 342-350.

[40] Riqueza y pobreza, trad. C.A.Gómez, Madrid, 1984.

[41] La prohibición del incesto implica el reconocimiento de que seres humanos de distinto sexo pueden y deben convivir estrechamente sin que hagan uso de la dimensión generadora del sexo entre sí. Esta separación práctica y efectiva entre la dimensión individualizante y la generadora del sexo distingue a la familia de la camada y la convierte en el núcleo social básico, o sea, en el origen de la cohabitación cultural del mundo. Es de notar que siempre y en cada uno de los casos el reconocimiento y el cumplimiento, o no, de esa prohibición comienza por la decisión de los padres, la cual antecede y guía el consiguiente respeto recíproco de los hijos y de los hermanos.

[42] Estos u otros modos de entender la prohibición del incesto dependen sobre todo del modo de sabiduría alcanzado por cada pueblo. En el caso, por ejemplo, de los pueblos que admiten las relaciones sexuales entre el padre natural y las hijas, esa admisión está vinculada a una muy elemental concepción mágica del universo en la que todavía no se ha descubierto la conexión  causal  entre inseminación y fecundación, sino que se atribuye  ésta última a un conjunto de antecedentes arbitrariamente  imaginados, y dependiente por entero del curso de la naturaleza.

[43] Una cosa es la realidad efectiva del rechazo del incesto, otra su interpretación (tabú, ley natural, mandato divino) y otra su justificación racional. La prohibición del incesto afecta tanto al plano biológico de la sexualidad (coito) como al plano afectivo (enamoramiento) y al de la libertad (amor conyugal), de manera que reviste una alta complejidad. Por ese motivo no voy a entrar en la justificación racional del mismo, lo que sobrepasa los límites de este estudio; únicamente señalaré una posible via para la misma, a saber, y dicho de modo muy sumario: se podría tratar de una exigencia nacida del carácter irrestricto de la llamada a la coexistencia personal humana.

[44] Pieper, o.c., 239 ss.

[45] Pieper, o.c., 237.

[46] En este sentido, ha de rechazarse la homosexualidad sin descalificar o despreciar a las personas afeminadas o masculinizadas. En efecto, gracias a la distinción entre cohabitación matrimonial y cohabitación cultural se puede respetar la función cultural de esas personas sin aprobar su uso desviado de la función generativa del sexo.

[47] En lo que sigue tomo como guía de mi exposición a J. Pieper, o.c., 224 ss., aunque desde mis planteamientos.

[48] La moderación es necesaria, pero no suficiente para la castidad. Téngase en cuenta que las virtudes cardinales sólo lo son en  la medida en que son gobernadas por la prudencia, la cual  no es  mera precaución, sino activa y práctica subordinación al  fin último  de la persona. Del mismo modo, no es verdaderamente  virtuoso el hombre que posee una sola o algunas de las virtudes, sino  el  que, aunque en distintos grados, las  posee  todas  (cfr. S.Agustín, Ep. 167), lo cual sólo es posible por la referencia al fin último.

[49] S.Tomás,Summa Theologica I-II, q.70, a.3 c.

[50] L.Polo, Etica, 151.

[51] Etica a Nicómaco  8, 1.

[52] Pieper, o.c.,245-246.

[53] S.Agustín, De bono conjugali 25, PL 40, 385.