LA RESPONSABILIDAD DEL HOMBRE SOBRE LA HISTORIA

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

          Sumario:

 

                      I. Introducción.

                     II. Nociones preliminares.

                    III. El tiempo y progreso históricos.

                   IV. Los polos de la acción histórica.

                    V. El sentido de la historia universal.

                   VI. La conjunción de las dos historias.

                  VII. Conclusión.

 

 

I.     INTRODUCCIÓN

 

     Por escritos sapienciales se entienden aquéllos que teniendo por objeto encaminar al hombre hacia la verdad, sea teórica o práctica, no acuden a criterios coyunturales ni buscan soluciones inmediatas, sino que enfocan los asuntos humanos desde las ultimidades y proporcionan sólo orientaciones, teóricas o prácticas, pero con pretensión de vigencia para todos los tiempos.

 

     En este sentido puede decirse que las encíclicas en general, y en particular las encíclicas que exponen la doctrina social de la Iglesia son, a tenor de la Sollicitudo Rei Socialis (SRS)[1], documentos sapienciales, pues aún estando motivadas por problemas históricos concretos, se inspiran para su solución en principios recibidos de la sabiduría divina y proporcionan criterios orientativos de validez perenne.

 

     Naturalmente, si los patrones últimos en otros escritos sapienciales son la experiencia o los primeros principios del ser y del saber, etc., en el caso de las encíclicas lo son los datos revelados mediante la Escritura y la Tradición, que son convertidos en principios de sabiduría humana con la asistencia del Espíritu Santo. A cada uno de estos patrones últimos corresponden, para su aplicación, modos de procedimiento propios y distintos, que pueden ser considerados como sus métodos. El método que, según la SRS, corresponde a la doctrina social de la Iglesia es el de la continuidad y la renovación, que no es otro que el método sapiencial cristiano.

 

     En efecto, si se tiene en cuenta que en la Sagrada Escritura el nombre de escriba se asocia al de sabio[2], el método sapiencial cristiano viene indicado por las siguientes palabras de Cristo: “por eso todo escriba instruido en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas"[3]. No se trata de poner el vino nuevo en odres viejos[4], ni tampoco de bailar al son que toquen[5], es decir, de estar a la última, sino de buscar la armonía congruente de lo nuevo y lo viejo en la verdad, que es siempre antigua y siempre nueva.

 

     Por no haber entendido la pretensión sapiencial de la SRS, muchos de los comentarios que se han publicado sobre ella han desenfocado su sentido, que no es el de elegir entre una u otra de las concepciones actuales del progreso –la liberal o la socialista–, ni el de intervenir directamente en los problemas técnicos o políticos que se relacionan con el progreso, ni tan siquiera el de ir a favor o en contra de los movimientos de la cultura postmoderna actual, sino el de ofrecer orientaciones teóricas y prácticas a los hombres de nuestro tiempo, para que el progreso social que promovamos alcance a estar a la altura requerida por la dignidad del hombre[6]. Pero como la dignidad del hombre no es un criterio coyuntural, y las orientaciones –que no soluciones efectivas e inmediatas– ofrecidas en ella son buenas para cualquier tiempo, la SRS tiene valor sapiencial, no científico, ni político, ni técnico ni cultural.

 

     La SRS se articula, incluso externamente, según el método sapiencial cristiano antes referido. El motivo de la misma es rendir homenaje a la Populorum Progressio (PP) de Pablo VI como destacado jalón en la doctrina social de la Iglesia, pero dado que la mejor manera de hacerlo es mostrar la vigencia actual de sus enseñanzas, la SRS se propone "prolongar en el tiempo el eco de su voz [continuidad], conectando su mensaje con las aplicaciones que pueden hacerse en nuestros días [renovación]"[7]. Y así, tras la introducción (I), la andadura de la encíclica arranca con una exposición resumida de las aportaciones fundamentales de la PP (II), para ocuparse, inmediatamente después, de describir la situación de nuestro momento histórico, con objeto de señalar lo que permanece y lo que ha cambiado en él por referencia a las aportaciones de la misma (III). A continuación, Juan Pablo II acomete la tarea de proponer un concepto más rico y matizado de progreso, en contraste con la fallida idealización del mismo por el movimiento ilustrado, a cuyo fin se sirve tanto de las sugerencias de la PP, cuanto de una investigación directa en las fuentes de la revelación (IV). Analiza, después, las causas teológico-morales que han impedido, y frenan aún hoy, la consecución de un verdadero progreso humano (V). Y, por último, antes de la conclusión (VII), propone ciertas orientaciones prácticas de índole igualmente teológico-moral, para hacer viable un progreso humano integral (VI).

 

     También por el lado de los contenidos ocurre otro tanto, aunque de forma más complicada. En efecto, el objetivo concreto que se propone alcanzar la SRS es ofrecer un concepto más rico y discernido de progreso[8]. Sorprende el grado comparativo de los adjetivos rico y discernido, que quedan sin término de comparación claro, y que tal como se explicita más adelante[9] hacen referencia a las concepciones ilustrada y economicista del progreso. Pero el grado comparativo implica cierta comunidad con lo comparado, de manera que, si en verdad se quiere ofrecer un concepto más rico y discernido de progreso, es preciso por lo menos referirse al mismo tipo de progreso a que se refieren los otros conceptos menos ricos y discernidos, así como concederles también algún grado de riqueza y discernimiento. De hecho, la SRS hace suyo expresamente el ideal de progreso indefinido que caracteriza al pensamiento moderno en general y a la Ilustración en particular[10], pero –como se verá– no sin mejorarlo y elevarlo. Una vez más, nos encontramos, pues, con lo viejo (concepto de progreso indefinido) y lo nuevo (sentido más alto) reunidos. 

 

     La tesis central de la SRS al respecto se puede resumir en los siguientes términos: existe una obligación moral, que afecta a todos los hombres, de cooperar en la tarea difícil, pero cautivadora, de mejorar la situación de todo el hombre y de todos los hombres[11]; y nada de cuanto se haga con el esfuerzo común de todos y la gracia divina, en cualquier momento de la historia, para volver más humana la vida de los hombres se perderá o será inútil[12]. La primera parte de la tesis se funda en una vocación emanada del creador, la segunda en la fe y esperanza cristianas. Lo viejo y lo nuevo vuelven a conjuntarse armónicamente.         

 

     Condensando en una sola frase la tesis de la SRS puede afirmarse que, según ella, existe una responsabilidad moral y cristiana del hombre sobre el progreso histórico de los pueblos y de las personas.

 

     Dicha tesis es reconocida como una aportación novedosa de la PP[13], a cuya difusión y aplicación quiere contribuir la SRS. Y sin duda es verdad que esa exigencia moral de contribuir al progreso no tiene precedentes en la doctrina social de la Iglesia, pero en cambio no carece de ciertos antecedentes en el pensamiento moderno-ilustrado.

 

     Es típico de los ilustrados, al menos de los ilustrados no exclusivamente materialistas, entender el progreso como deber moral y atribuir al hombre la responsabilidad sobre la historia. De ambas ideas hay adelantos doctrinales en otros autores modernos, pero sólo en algunos ilustrados se encuentra una exposición coherente y generalizada. Es más, si por progreso se entendiere el crecimiento o la mejora personal en el sentido de las virtudes (éticas o dianoéticas), es claro que tal idea habría tenido una vigencia mucho más amplia, siendo compartida prácticamente por todo el pensamiento occidental. Pero lo que tipifica a la modernidad y, sobre todo, a la Ilustración es el traspaso de la exigencia moral de perfeccionamiento al campo del desarrollo cultural y técnico, cosa que hace por lo general con marginación de la virtud o crecimiento interior.

 

     Para exponer rápidamente la tesis moderno-ilustrada, se puede decir que, en primer lugar, entiende el progreso fundamentalmente como desarrollo técnico, económico, político, científico-empírico o cultural, de tal manera que el perfeccionamiento moral viene a ser mera consecuencia o corolario de estos otros desarrollos. La idea de que la sola técnica, o la sola economía, o la sola política o, en el mejor de los casos, la sola instrucción mejora moralmente al hombre es el presupuesto de su aparente optimismo, y equivale a sostener que el progreso objetivo es la base y la causa determinante del progreso subjetivo, pero no al revés. De donde resulta que la obligación moral ha de recaer primera y principalmente en las labores técnicas, económicas, políticas, científicas o culturales.

 

     Y, en segundo lugar, cabe decir que la Ilustración en general entiende como destino del hombre a la humanidad. Dios, si es que no se niega su existencia o su cognoscibilidad, queda demasiado lejos para poder ser referente o destinatario directo de la actividad humana en el mundo. En consecuencia, la religión es reducida a ética, y se exige del sujeto personal el sacrificio en aras del sujeto genérico (humanidad). Por la misma razón, no se es responsable de los propios actos ante Dios, sino ante la voluntad general de los pueblos o ante el género humano.

         

     Ha de atribuirse, por tanto, a la modernidad y, en especial, a la Ilustración el mérito de haber destacado el valor moral de la técnica, economía, política, ciencia empírica y cultura, es decir, de las tareas mundanas del hombre, y la consiguiente responsabilidad humana sobre la historia, aunque lo haya hecho por lo general[14] de manera unilateral e insuficiente.

 

     Es natural, pues, que la apropiación por la Iglesia de determinados conceptos ilustrados pueda suscitar algunos problemas de comprensión. En términos generales, no debe resultar, sin embargo, sorprendente que la Iglesia haga suyas ideas maduradas y usadas por pensadores ajenos e incluso contrarios a ella, pues existe una amplia y antigua tradición cristiana que considera propio todo cuanto de verdadero pueda encontrarse en cualquier pensamiento humano, tradición ésta ciertamente católica, en la medida en que se abre a toda verdad, venga ésta de donde viniere[15]. Si esa tradición se une a la imposibilidad natural de que cualquier pensamiento humano pueda ser por completo falso, imposibilidad que se infiere de la natural vinculación del entendimiento con la verdad, es fácil comprender que la doctrina cristiana pueda hacer suyo también lo que de verdadero se contenga en el pensamiento moderno-ilustrado.

 

     Otro asunto distinto es comprender cómo puede armonizarse en concreto la manera ilustrada de entender el progreso y la responsabilidad del hombre sobre la historia, con la manera cristiana. Precisamente, el objetivo del presente trabajo es el de dar respuesta a esa cuestión. Para poder estar a la altura de tal propósito, intentar a mi vez utilizar congruentemente un modo de sabiduría humano, la filosofía, y los datos de la fe. Con el examen filosófico, me propongo rescatar lo que de verdadero haya en las tesis ilustradas, y con el recurso a los datos de la fe, mostrar la mayor altura y riqueza humanas de la tesis formulada por Juan Pablo II en esta encíclica. Por consiguiente, lo que sigue debe ser considerado como una glosa filosófico-cristiana de la SRS en torno a la cuestión de la responsabilidad humana sobre la historia.

 

 

II. NOCIONES PRELIMINARES

 

     a) La noción de responsabilidad

    

     Por responsabilidad entiendo aquella peculiar vinculación interna de nuestros actos con el destino, o fin del hombre, por la que, según sean ellos congruentes o no con la llamada destinal, nos hacen moralmente buenos o malos, nos hacen crecer o decrecer como hombres.

 

     El destino o fin a que hago alusión aquí es una ultimidad inmutablemente futura (para nosotros) que, en vez de determinarnos, nos llama a destinarnos de un modo libre y adecuado a ella; no se trata, por tanto, del «sino» o de la fatalidad ni tampoco de la causa final, pues las causas, incluida la final, operan todas desde la anterioridad.

 

     En cuanto a la vinculación interna referida, puede ser denominada también obligación moral, pero bien sabido que afecta a todos nuestros actos, de tal manera que en relación con el destino personal, o fin último, no caben actos indiferentes. Sólo al destino le cabe decir a la vez y con verdad: "quien no está conmigo, está contra mí" y "quien no está contra mí, está conmigo"[16]. Los demás seres pueden presionarnos o incluso coaccionarnos desde fuera, pero nunca obligarnos con obligación moral vinculante, de forma que nuestra respuesta a sus solicitudes nos haga necesariamente buenos o malos, mejores o peores.

 

     Quede, pues, claro que no me refiero en este trabajo a una u otra forma particular de responsabilidad, sino a la responsabililidad final o radical del hombre.

 

     b) La noción de historia

 

     Existen algunos malentendidos que desdibujan la noción de historia y cuya declaración preliminar puede hacer más fácil el establecimiento de la misma.

 

     Consiste el primero en identificar historia y temporalidad. Es cierto que todo lo histórico es temporal, pero no lo es que todo lo temporal sea histórico. Sin embargo, es corriente usar como sinónimos historia y temporalidad. El prejuicio sobre el que se basa tal confusión consiste en pensar que el tiempo es único y unívoco: si todo lo histórico es temporal y el tiempo es unívoco, todo lo temporal ser histórico. En consecuencia, todo cuanto en su ser presenta una sucesión temporal es considerado y denominado histórico, y así habría una historia del cosmos, una historia de la tierra, una historia de las especies, etc. Es obvio que en todos estos casos nos encontramos ante un uso metafórico e inapropiado del término «historia», pues sólo el hombre tiene historia en sentido riguroso.

 

     No hay un tiempo único ni unívoco: una cosa es el tiempo físico, otra el tiempo biológico, otra el tiempo vivencial, otra el tiempo histórico, por citar algunos ejemplos[17]. En general, lo que diferencia a todas las formas humanas de temporalidad frente a las físicas y animales es su intrínseca referencia al destino: un tiempo es humano cuando es tiempo de destinación, es decir, de libertad responsable, en el que al hacer nos destinamos y al destinarnos nos hacemos. La historia, como forma de temporalidad humana, no es un mero acaecer temporal, sino tiempo oportuno o intrínsecamente referido al futuro destinal. Ni los animales ni los elementos pueden tener historia, ya que si bien su temporalidad está fundada, no está, sin embargo, destinada. La historia implica y expresa la libertad.

 

     Quizás a alguien se le ocurra objetar que la historia tiene que ver básicamente con el pasado, con lo ya acaecido, no con el futuro o destino. Tal objeción se fundaría, sin embargo, en otro equívoco. La Historia (con mayúscula), esto es, la disciplina que estudia objetivamente a la historia (con minúscula), versa desde luego sobre los hechos pasados, pero yo no estoy considerando aquí la disciplina llamada Historia, sino el acaecer histórico mismo, objeto material de esa disciplina[18]. De la historia (con minúscula) afirmo que es tiempo destinal, o sea, un tiempo que implica una referencia esencial y vinculante al futuro o destino. La Historia como disciplina ha de buscar la objetividad y, en esa precisa medida, se ve obligada a ceñirse al pasado, a lo ya acaecido. La historia como temporalidad humana se orienta por esencia hacia el futuro destinal, y se orienta de modo libre o subjetivo. En ese desfase entre Historia e historia tiene su más honda raíz el litigio entre el objetivismo y el subjetivismo en la interpretación de la historia. Los hechos objetivos de la Historia son neutros, pero los hechos reales de la historia no pueden serlo, pues ya se dijo antes que frente al destino no caben actos indiferentes. La comprensión que alcanza la Historia no puede abarcar la integridad de la historia[19], pues ha de prescindir forzosamente de la dimensión destinal que diferencia a la temporalidad histórica: el sentido de los hechos no es un hecho. Gracias al margen de comprensión remanente entre historia e Historia, queda abierta la posibilidad de investigación a una Filosofía de la historia[20], aunque tampoco ella lo sature.

 

     Un tercer malentendido se produce cuando se piensa que todo lo humano es histórico. Dos son los supuestos de este error: que todo lo humano es temporal, y que todo lo temporal-humano es histórico. Admitidos ambos supuestos, cabe inferir que la historia encierra todo lo propiamente humano; pero puesto que la historia se extiende más allá de los individuos, lo humano queda fuera y por encima del individuo, el cual es convertido en un mero caso o momento de la historia. Los hombres quedamos atrapados por el género, del que es única y adecuada expresión la historia.

 

     Aunque no todas las temporalidades que hay en el hombre se reduzcan a la temporalidad histórica, si se toma el término «humano» en sentido fuerte, o sea, como significador de lo propio y exclusivo del hombre, puede admitirse el segundo de los supuestos recién mencionados, a saber, que el tiempo más propiamente humano es el tiempo histórico. Sin embargo, no ocurre lo mismo con el primero de los supuestos: no todo en el hombre es temporal. Los pensamientos, las aspiraciones íntimas, la oración interior, por ejemplo, son actos plenamente humanos que, sin embargo, no ingresan en el tiempo físico ni en el biológico ni en el histórico, sencillamente porque son actos atemporales. En concreto, esos actos no son históricos, porque no acontecen por vía de hecho. Por lo que ha de concluirse que, si bien la historia es ciertamente humana, no todo lo humano es histórico.

 

     La historia dice una esencial referencia a los hechos u obras humanas, entendiendo aquí por obras aquellos actos humanos que ingresan en el plano del tiempo físico por vía de ejecución corporal. Todo cuanto puede ser denominado con propiedad «histórico» cae dentro del ámbito de las obras humanas. Pero, debo insistir, no todo lo humano cae dentro del ámbito de las obras y, en consecuencia, es la historia la que pertenece al hombre, no el hombre a la historia.

 

    Sin embargo, la historia no se identifica con las obras humanas mismas, resultado del trabajo del hombre, sino más bien con la situación operativa del hombre[21]. Que el hombre sea histórico significa que está en situación operativa. Tal situación es ambigua, ya que, por una parte, implica capacidad positiva, facultad de intervenir según su libertad en el cosmos; pero, por otra, significa necesidad y dependencia respecto de dicha intervención para sobrevivir humanamente en el cosmos. La historia es necesaria, pero no para ser hombre, sino para sobrevivir en el mundo físico; la historia es expresión de la libertad, pero no somos libres de sobrevivir sin ella: la libertad queda atada insuperablemente a las consecuencias de sus propias intervenciones, porque el cosmos no le asiste ni se le somete, sino que se resiste. La insuperabilidad de la situación induce a pensar a muchos que la historia abarca y domina al hombre. Pero, la situación no es más que eso, un accidente o una modificación de la libertad humana que la ata, para su supervivencia en el mundo físico, a los resultados de su propia intervención. La historia no niega la libertad, sólo la encadena a la limitación de sus propias aportaciones.

 

     Por último, existe aún –entre otras muchas posibles– una forma de confusión especialmente sutil que conviene prevenir. Si se piensa el tiempo como una totalidad, entonces la historia se convierte en el tiempo humano total o en el conjunto de los hechos humanos. Para quien piensa así es natural inferir que todo cuanto entre o incida en el tiempo humano queda incluido como caso particular dentro de la historia. Es obvio que un terremoto o una catástrofe natural puede modificar la trayectoria histórica de un pueblo, pero también lo es que, en sí, eso no son propiamente hechos humanos ni, por lo mismo, históricos. No es, por tanto, cierto que todo cuanto incide en la historia sea histórico, ni tampoco que la historia sea un conjunto o una totalidad, ya que eso anularía su carácter diacrónico.

 

     De manera semejante muchas veces se ha pretendido reducir la historia de la salvación a la historia meramente humana[22]. La historia de la salvación es el proceso de acciones, enseñanzas y gracias que desde el principio de los tiempos, pero sobre todo desde Abrahán, acompañan y jalonan la vida del hombre sobre la tierra y cuyo origen está en la divinidad misma, tal como se ha revelado en el Antiguo y Nuevo Testamentos. Sin duda alguna este proceso incide directamente en las obras humanas y en sus resultados, pero tiene su principio de iniciativa en Dios, no en el hombre, de manera que no debe ser considerado como proceso histórico mera y escuetamente humano: la historia de la salvación modifica radicalmente la historia humana, pero por ello mismo no es pura y simple historia humana.

 

     En definitiva, no todo lo que entra o incide en el tiempo destinal humano puede y debe ser considerado como reductivamente histórico-humano, sino sólo aquello que nazca de la libre iniciativa del obrar humano.

 

     Reuniendo los datos recogidos hasta ahora, se puede describir la historia como la situación operativa de la libertad humana, la cual se dota a sí misma mediante sus obras de una temporalidad que la capacita para sobrevivir en un mundo adverso, pero que a la vez la ata de manera que le impide destinarse, meta verdadera de la libertad.

 

 

     III. EL TIEMPO Y PROGRESO HISTÓRICOS

 

 

     La noción preliminar de historia recién ofrecida resulta todavía una mera fórmula abstracta en tanto no se explane y desarrolle la especificidad del tiempo histórico, estrechamente vinculado, por lo demás, a la noción de progreso.

 

     Como se dijo más arriba, la historia dice una esencial referencia a los hechos u obras humanos, aunque no se identifique directamente con ellos: la historia no es el conjunto de los hechos humanos, sino la concatenación de los mismos[23], el proceso temporal que deriva de ellos. Conviene, pues, empezar por esclarecer la naturaleza de los hechos humanos y describir, después, su concatenación.

 

     Un hecho es un resultado o producto de la actividad operativa humana. En los productos humanos se anudan un pasar, o tiempo físico dotado de efectividad, y una idea que está presente en la mente del productor. En cuanto que el puro pasar físico es ordenado por el productor desde la idea, queda convertido en un pasado o virtualidad de algo futuro. En cuanto que la idea es tomada como principio de ordenación de un pasar físico, se convierte en un indicador de futuras utilizaciones. Gracias, pues, a la idea u objeto presente al pensamiento del productor, se reunen operativamente un pasado y un futuro. Pero una vinculación operativa de pasado y futuro es precisamente una posibilidad factiva, de manera que los hechos o productos humanos son posibilidades.

 

     Ahora bien, la primera de las características de las posibilidades producidas por el hombre es su concatenación. Un hecho o producto humano abre desde sí mismo un abanico de posibilidades para la acción, y cuando es incorporado por una acción concreta da como resultado un nuevo abanico de posibilidades factivas, que desarrolla y potencia las posibilidades iniciales. De manera que, por mera reiteración del esquema: acción-producto-integración del producto en una nueva acción-nuevo producto, se obtiene un proceso de neto incremento de posibilidades. Esta cadena de crecientes posibilidades incluye y rebasa lo que se llama proceso técnico[24], y proporciona lo que de continuidad hay en el tiempo histórico.

    

     La cadena se produce gracias a la independencia efectiva del producto respecto de la producción o acción que lo generó. La producción humana no es una creación a partir de la nada, sino una ordenación inteligente de las propiedades físicas del cosmos[25]. Y como no es resultado de una producción absoluta, el producto humano goza, una vez producido, de cierta independencia física o efectiva. Por ser físicamente tal o cual, el producto o posibilidad tiene propiedades concretas y adicionales a su carácter de producto, de manera que al ser integrado en la acción dota a ésta de una nueva efectividad que le permite obtener otros productos o posibilidades inicialmente fuera del alcance de la producción humana.

 

     La mediación de la cadena de posibilidades por el producto y la reiteración constante del esquema antes referido han inducido a veces a entender el proceso de las posibilidades como un proceso mecánico. Nada más falso. Lo que hace del producto un medio es su incorporación a la acción humana, y tal incorporación no sólo requiere para que sea innovadora un uso inteligente del producto, sino una aceptación voluntaria del mismo en términos absolutos. Esa aceptación ha de ser una aceptación práctica o, lo que es equivalente, un uso del producto: si no se usa el producto, no se da el incremento de posibilidades correspondiente. La cadena de posibilidades y la conexión histórica tienen lugar, por tanto, sólo en virtud de la libre aceptación práctica de los hechos o productos humanos. Y esto vale tanto en la vida personal como en la de los pueblos.

 

     Pero existen otras características de las posibilidades factivas. Por ejemplo, las posibilidades son alternativas. Precisamente porque son vinculaciones operativas de efectividades físicas, unos productos abren ciertas posibilidades concretas que no abren otros, por estar hechos bien de una materia diferente, bien de una forma diferente. Las posibilidades son siempre, según esto, posibilidades concretas, es decir, unas y no otras, de manera que la utilización de un producto nos abre una cadena de posibilidades que es distinta y alternativa respecto de la cadena de posibilidades que surgiría si utilizáramos otro. La concreción de los productos humanos determina que no todo sea posible a la vez, o sea, que al elegir una posibilidad se pierdan necesariamente otras, y, por tanto, que la idea de omniposibilidad práctica sea inviable para el hombre. Este carácter alternativo de las posibilidades humanas implica, pues, no sólo que la cadena de las posibilidades no culmine definitivamente, sino que ni siquiera pueda formar una secuencia única que reúna rectilineamente todas las posibilidades, las cuales son siempre unilaterales.

 

     Mencionaré, por último, una tercera característica de las posibilidades factivas, a saber, que tienen techo o límite. Deriva también esta característica de la dimensión física del producto, que impone a la cadena de posibilidades un doble límite, cuantitativo y cualitativo. Tanto los elementos como las energías físicas y sus combinaciones son finitos, de manera que su aprovechamiento por el hombre tiene como límite la cantidad disponible de los mismos en el entorno físico. Pero, además, la utilización excesiva de un mismo tipo de energía y la producción desmedida de un mismo tipo de substancias altera cualitativamente el equilibrio natural del entorno, imprescindible para la vida. Esta doble limitación obliga, obviamente, a la interrupción y renovación de la cadena de posibilidades que se sigue de un producto.

 

     Creo que con los datos allegados se está ya en condiciones de poder precisar la noción de tiempo histórico. Utilizando una fórmula de mi maestro Leonardo Polo, puede decirse que el tiempo histórico es un proceso discontinuo de comienzos libres. Lo procesual está constituido por la secuencia de las posibilidades, que se abren paulatinamente una tras otra y que son el único legado histórico que se trasmite de hombre a hombre. Ahora bien, esa secuencia ni culmina ni tan siquiera es única, sino que es plural o equívoca, y además ha de ser interrumpida y renovada convenientemente; por todo lo cual  cabe calificar al proceso de discontinuo. Más aún, cuanto hay de continuidad o procesualidad en el tiempo histórico depende de la incorporación activa, uso o libre aceptación práctica del producto, de manera que cada eslabón de la cadena de posibilidades es precedido e incoado por un acto de libertad práctica: su discontinuidad es, en consecuencia, máxima y antecedente respecto de la continuidad, que en ningún caso puede considerarse mecánica.

 

     El tiempo histórico no es, pues, el fluir continuo del futuro al presente y del presente al pasado que la imaginación nos sugiere, sino el anudamiento o conjunción operativa de una posibilidad pasada con una posibilidad futura, en el presente. Es, por tanto, un tránsito de posibilidad a posibilidad mediado activamente por la inteligencia y la voluntad humana, y pasivamente por la independencia física del producto. Como el tránsito de una posibilidad a otra posibilidad se hace aprovechando la primera, se obtiene un incremento o ganancia de posibilidades que es a lo que se denomina progreso.

 

     El progreso no es un paso de acto a acto ni de potencia a acto, sino de posibilidad a posibilidad, es decir, de potencia a potencia, la forma de incremento más baja[26]. Y como la cadena de posibilidades en que consiste no es mecánica, ni rectilínea, ni unívoca, ni incesante, ni culminable, así tampoco el progreso es mecánico, ni rectilíneo, ni unívoco, ni incesante ni culminable. Con todo,el progreso es verdadero incremento, que se obtiene con gran esfuerzo (libre), en una rica pluralidad de líneas equívocas entre sí que han de ser corregidas y renovadas, pero que le permiten ser proseguido indefinidamente, como acertó a describir la Ilustración.

 

     Según se dijo en el apartado anterior, las obras o productos humanos otorgan al hombre la capacidad de sobrevivir en un mundo físico que le es adverso. Por eso lo que aporta el progreso histórico es sólo una relativa facilitación de la supervivencia humana en el mundo, pero en manera alguna la eliminación de dicho problema. El progreso es indefinido no sólo porque puede avanzar in infinitum, sino porque retorna constantemente a lo mismo, a la satisfacción de las necesidades humanas. Tales necesidades, nacidas de un defecto de instalación de nuestro cuerpo en el mundo, constituyen una referencia constante del obrar humano, por más que varíen en su forma, presentación, e incluso cantidad, según los tiempos y los gustos de los hombres. Cuando el avance es lento, se hacen notar más los cambios en la continuidad de su curso y la constancia de la referencia a las necesidades, de manera que el tiempo histórico aparenta ser un eterno retorno de lo mismo o movimiento circular, tal como acontece en el pensamiento antiguo. Cuando el avance es rápido, se aprecia mejor la continuidad de su marcha y se olvida fácilmente la constancia de la referencia necesitante; entonces se llega a pensar que estamos inmersos en un movimiento automático dentro del cual todo será posible. La verdad se sitúa entre ambos extremos. Como sugiere Pascal en sus Pensamientos[27], el curso de la historia es un zigzagueo errático: hay un verdadero desplazamiento hacia adelante que corresponde al positivo caminar de progreso y a las variaciones innegables de los tiempos, pero ese caminar es errático, carece de rumbo humanamente definido.             

 

     Más en concreto, sobrevivir es sólo posponer o retrasar la muerte. Precisamente, el defecto de instalación de nuestro cuerpo en el mundo, a que antes aludí, se concentra en la muerte, que es la fuente de todo lo que se denomina «necesidad humana» en cualquiera de sus grados. Las posibilidades factivas permiten subvenir, incluso sobradamente en muchos casos, esas necesidades, evitando con ello momentáneamente la muerte, pero nunca pueden eliminarla por completo, de manera que –en última instancia– sólo proporcionan una relativa ganancia de tiempo. Si la capacidad intelectual del hombre se agotara en la sola actividad pragmática, habría que decir con Heidegger que el hombre es un ser para la muerte. Afortunadamente no es así. Pero lo que no es verdad para el hombre entero, sí lo es para la actividad pragmática o productiva y,consiguientemente, para el tiempo histórico y el progreso: el  progreso es indefinido porque apunta hacia la «nada» de la muerte. En la medida en que su ir hacia adelante tiene como efecto un retrasar relativamente la muerte, el curso de lo histórico es progresivo y regresivo, o lo que es igual, un progresar sin fin positivo.

 

La muerte afecta al tiempo histórico de tres maneras, al menos. Primero ocupa al hombre en una tarea inacabable de satisfacción de necesidades que da origen al tiempo histórico. En segundo lugar, le urge y preocupa de tal manera que no le deja apenas tiempo libre para ocupaciones superiores, incitándole así a tomar el tiempo histórico como tiempo único. En tercer lugar, le obtura el futuro, poniendo la nada en el lugar del futuro destinal, lo que desvincula el tiempo histórico del destino, vacía de contenido a la libertad y deshumaniza la historia.

 

     Todo lo cual al mismo tiempo que aclara y concreta ciertos aspectos de la noción de historia –lo que constituía el propósito de este apartado–, nos muestra que el problema central del tiempo y del progreso históricos es el problema de la muerte. La muerte determina tanto la insuperable situación operativa de la libertad en que consiste la historia, como la palmaria falta de sentido de su curso.

 

 

     IV. LOS POLOS DE LA ACCIÓN HISTÓRICA

 

 

     Para la correcta comprensión de la noción de historia se requieren todavía algunas aclaraciones en torno a los polos de la acción histórica, entendiendo por tales los extremos entre los que discurre ésta y sobre los que se concentran la responsabilidad y el sentido de la historia.

 

     Como ya se indicó preliminarmente, sólo puede ser considerada como historia meramente humana aquella cuya iniciativa radica en el hombre. Una vez visto que el tiempo histórico es una secuencia de posibilidades abierta y mantenida por la productividad humana, conviene aclarar los tipos de iniciativa humana y las circunstancias de las mismas.

 

     Obviamente, el tipo de iniciativa originario e imprescindible en toda acción humana es la iniciativa personal. Si los hechos históricos tienen autor, es decir, un ser humano al que pueden imputarse, es porque detrás de toda acción histórica hay una persona responsable. Y no podría ser de otra manera, pues la acción productiva es una actividad libre, o sea, que ha de tener como principio un sujeto de destinación o persona. En congruencia con ello, la secuencia de posibilidades producidas y utilizadas por una persona arroja un perfil único que caracteriza y distingue a su autor y que permite obtener su biografía.

 

     Pero existe un segundo polo o centro de acción histórica, para cuya explanación es preciso aportar algunos nuevos datos. En efecto, otra de las características de las posibilidades o productos humanos es su universalidad restringida. Todos los productos u obras humanas gozan de cierta universalidad. Desde luego, una silla, una casa, un plato de comida, un libro, etc. no pueden de hecho ser utilizados por todos los hombres, pues, incluso haciendo abstracción de la intrínseca espacio-temporalidad que los limita, el mero uso los deterioraría y consumiría antes de que llegaran a estar a disposición de todos. Sin embargo, hay en todo producto humano una clara aptitud para ser utilizado por cualquierhombre de cualquier tiempo, y a eso es a lo que denomino universalidad relativa o restringida. Alguien podría objetar que también ciertos productos animales, por ejemplo: los nidos, son aptos para cualquier nidificante de cualquier tiempo, pero –aparte de que no habría verdadero paralelismo, pues los nidos varían de especie a especie– la objeción resbalaría sobre el asunto de fondo, que son las formas que integran los productos humanos: si nuestros productos son universales, lo son por su forma, que les viene otorgada desde las ideas o conceptos, y si son (universales) restringidos, se debe a la materia en que se plasman aquellas formas y que es de naturaleza física. Las formas de los productos humanos son ordenaciones de la materia hechas según la idea, pero las ideas comportan la posesión del fin y, por ello, son fuente de creatividad práctica y de progreso. En cambio, las formas de los productos animales son fruto de instintos estereotipados, los cuales están sometidos al fin de la naturaleza y carecen de creatividad y de progreso. En resumidas cuentas, los productos humanos participan de la universalidad y creatividad de las ideas sólo restringidamente, en cuanto que las sugieren por su forma, pero en virtud de ello sirven, a diferencia de los productos animales, como medios de comunicación: todo producto humano remite, por su forma, al fin y a la idea de quien lo puso por obra, al mismo tiempo que queda a disposición de cualquiera que los capte.

 

     Pues bien, de su universalidad, aunque restringida, se deduce que los productos humanos pueden admitir utilizaciones comunes o compartidas, las cuales a su vez puesto que son ellas las que convierten a los productos en medios hacen de los productos medios de producción conjunta, generando así procesos de producción comunesy compartidos por grupos cualesquiera de seres humanos. Junto al polo de iniciativas personales, ha de existir, pues, un polo de iniciativas comunes que tiene su origen en la utilización común de los productos humanos. Son obras o productos comunes, por ejemplo, el idioma, el derecho, las instituciones que organizan la vida social, y las empresas comunes, que van desde edificaciones e intercambios hasta guerras y pactos con otros grupos humanos. Tales obras comunes configuran el perfil de un pueblo y abren una cadena de posibilidades más amplia, que constituye la historia de los pueblos.

 

    La iniciativa humana da lugar, según esto, a una rica y extensa variedad de cadenas de posibilidades cuya producción y utilización han de ser, consecuentemente, imputadas a la libertad y responsabilidad humana. Algunos concluyen de ahí que la historia es obra exclusiva del hombre. Sin embargo, es conveniente recordar en este momento que la producción humana no es una producción ex nihilo, es decir, una producción absoluta tanto de la forma como de la materia de los productos. La producción humana es sólo una ordenación novedosa y fecunda de las cualidades del entorno físico, por lo que nuestra libertad y responsabilidad sobre la historia ha de reconocer ciertos límites: es lo que en términos generales denominé más arriba las circunstancias de la iniciativa humana.

 

     Por lo que hace a la iniciativa personal, hay que reconocer que no somos responsables de nuestra dotación somática, del momento de nuestra concepción y nacimiento, de los padres y primeras personas que nos rodean y educan, de las circunstancias históricas (políticas, económicas y sociales) en que nacemos y nos movemos inicialmente, de los mil accidentes favorables o desfavorables que aumentan o disminuyen nuestras posibilidades, ayudan o entorpecen nuestra formación, elección de estado, realización de tareas, y mucho más aún nuestra toma de decisiones diarias.

 

     Algo semejante sucede con las iniciativas comunes. Son circunstancias históricas imponderables las que favorecen o dificultan el nacimiento de un pueblo, su prosperidad, su decadencia y su mantenimiento o extinción. Por descender a indicaciones más concretas, no depende de la voluntad ni inteligencia de nadie el que los demás hagan suya una propuesta o idea; no depende de la voluntad ni inteligencia de nadie el que un país disponga de ciertos recursos naturales que le den peso en el campo internacional; no depende de la voluntad ni inteligencia de nadie la situación geoestratégica de su nación en una determinada coyuntura histórica, etc. Tampoco, aunque en sentido distinto, está en las manos de un pueblo su propio pasado histórico, las decisiones de los otros pueblos, la situación general de la economía mundial o de los avances científico-técnicos en un momento dado, etc.

 

     Siendo tan grande el peso de las circunstancias externas tanto sobre la historia personal como sobre la historia de los pueblos, se puede comprender también la opinión de otros que, cayendo en el extremo opuesto, han creído en el determinismo histórico: no hay ni libertad ni responsabilidad sobre la historia.

 

     Los deterministas históricos piensan que todo lo real está regido de modo exclusivo por el principio de causalidad: las circunstancias actúan previamente sobre la producción, luego la producción es efecto derivado necesariamente de las circunstancias. Naturalmente, esto equivale a negar la idiosincracia de la producción y reducirla a causalidad. Si por causalidad se entiende la determinación de un efecto desde la anterioridad, la producción habrá de ser para ellos una causación causada, o sea, de segundo orden, en vez de ser una ordenación original de la efectividad física hecha en y por la presencia mental.

 

     En otro extremo se sitúan quienes, como indiqué más arriba, atribuyen al hombre una responsabilidad total sobre la historia. Para estos, las circunstancias son azarosas, o sea, exentas de causalidad racional, de manera que todo cuanto de racional hay en la historia depende de la libre actuación humana. En lucha con el azar y con las otras voluntades, el hombre tiene el deber de convertirse en agente de la historia, es decir, en responsable activo y único de la marcha racional de la historia de los pueblos. Este modo de pensar, que tiene su precursor en Maquiavelo y su pleno desarrollo en la Ilustración, fragua en la práctica en la figura del revolucionario. Investido del superior deber histórico, el agente revolucionario se cree eximido de las obligaciones morales ordinarias, pudiendo hacerse dueño de haciendas y voluntades ajenas e, incluso, señor de la vida y de la muerte. Sin embargo, la carga que se echa encima es tan aplastante, tan desproporcionada con las posibilidades reales de los hombres que, más tarde o más temprano, suele confesar abiertamente el carácter utópico de sus pretensiones, si es que el propio movimiento que genera no le arrastra antes a perecer víctima del deber histórico revolucionario. En cualquier caso, lo cierto es que pasando por alto los horrores e injusticias que cometen u ocasionan los autoestimados «agentes» de la historia no saben adónde irá a parar el movimiento que propugnan, ni por consiguiente de qué son agentes, y no lo saben porque no depende de ellos en la realidad el resultado de sus revoluciones.

 

     Hay quienes han buscado una conciliación entre los extremos señalados, aprovechando al efecto la diferencia entre los dos tipos de iniciativa antes mencionados: la historia personal estaría sometida al determinismo, pero no la historia de los pueblos, pues o bien en ella se encarna el Espíritu Absoluto (Hegel) o bien en ella se contiene y realiza la esencia de la humanidad (Marx).

 

     Sin embargo, lo cierto es que ni las circunstancias determinan unívocamente nuestra libertad, ni el hombre es dueño y señor de la historia. Y siendo falsos ambos extremos, también lo es su conciliación.

 

     En realidad, las circunstancias no se oponen a la producción, antes bien ésta necesita y cuenta con aquéllas para su desarrollo. Ya los propios griegos hicieron notar que la producción y el azar están estrechamente vinculados entre sí, y así Aristóteles, refiriendo una frase de Agatón, nos dice que la técnica ama el azar, y el azar a la técnica[28]. No sólo es verdad que la técnica necesita del azar, pues no puede modificar lo que sucede de modo necesario ni puede substituir a lo que tiene su principio en sí mismo, sino también que el azar encuentra su sentido en la producción: lo que parece irracional en el azar se torna racional cuando es aprovechado por la acción humana.

 

     Es, pues, igualmente falso que las circunstancias determinen causalmente nuestra producción o que sean extrañas a la misma. Circunstancias y acción humana se entreveran tan estrechamente que no es posible la acción libre sin las circunstancias azarosas ni éstas tienen sentido sin el aprovechamiento libre del hombre. Las circunstancias, favorables o desfavorables, concurren, pues, a la constitución de la historia personal y de los pueblos, de la misma manera que los materiales pictóricos concurren al resultado final del cuadro, pero con una diferencia: que los materiales pictóricos pueden ser sometidos a procesos productivos y, en esa medida, no son enteramente independientes de nuestra inteligencia y voluntad, mientras que sólo pueden ser consideradas como verdaderas circunstancias históricas aquellas que son por entero independientes de la acción de ambas.

 

     Precisamente, dado el condicionamiento general y particular de todas nuestras obras por las circunstancias, la importancia de su concurso al resultado final y la independencia de las mismas respecto de nuestro hacer, no es de extrañar decía yo antes que muchos hayan caído en el determinismo histórico. El error de los deterministas no estriba en la valoración que hacen de las circunstancias, sino en el modo de concebir su origen y su actuación. Si las circunstancias que condicionan nuestro hacer procedieran por vía causal, desde antes a después, y actuaran por vía igualmente causal, entonces resultarían incompatibles con la producción libre, viniendo a ser nuestra vida efecto de un «sino» fatal. Pero lo cierto es que las circunstancias no son incompatibles con la acción libre, ni consiguientemente con la responsabilidad humana sobre la historia, por lo que ese modo de concebirlas es falso. Si las circunstancias concurren, pues, con la libertad humana dando ocasión a su actuación innovadora, deben estar regidas, como la libertad humana misma, desde el futuro destinal. Es imprescindible, por tanto, admitir un tercer polo de acción histórica, a saber, el destino, entendido no como fatalidad determinante, sino como futuro que nos llama a destinarnos según nuestra libertad y da ocasión propicia a nuestra respuesta mediante su ordenación de las circunstancias[29].

 

     Si el destino nos llama, por un lado, y concurre mediante la ordenación de las circunstancias, por otro, a la consumación de la historia, ha de concluirse que reúne en sí todos los cabos y, sin suprimir los polos de iniciativa humana que él mismo suscita, se constituye en el centro del sentido de toda la historia. La clave de la historia está, pues, en el futuro destinal. El sentido acabado de nuestras vidas e incluso de la historia de los pueblos sólo es captable desde este polo de acción, que contiene el a qué y cómo somos llamados y, en consecuencia, de qué somos responsables los hombres en la historia.

 

     En los preámbulos de este trabajo cuidé expresamente de discernir entre la Historia (disciplina) y la historia (tema). Si se aplica ahora debidamente esa distinción, cabe decir que la historia universal es la historia tal como se proyecta y se ve desde el polo destinal. Cuando se habla de historia universal se confunde generalmente con la Historia universal, pero la Historia universal no pasa de ser una Historia general de los pueblos, es decir, una consideración general de los hechos que dependen del polo de iniciativa común, ordenados según el esquema imaginativo del tiempo. La Historia universal no tiene ni puede tener en cuenta los datos biográficos de todos los hombres, ni las circunstancias completas de todas las obras, ni el sentido de la marcha de la historia, cuya clave está en el destino. No es, por tanto, universal ni en la significación de conocimiento completo ni en la de conocimiento según la unidad. Pero nada de esto impide que exista una historia universal, cuya unidad e integridad le son otorgadas por el futuro destinal.

 

     Con todo, la muerte perturba nuestra relación con el polo destinal no sólo estorbando la percepción clara de su llamada con la urgencia y preocupación por la supervivencia, sino también dificultando la captación del carácter de oportunidad que tienen las circunstancias para la destinación, pues las secuelas de la muerte hacen que esas circunstancias parezcan con frecuencia francamente desfavorables para el ejercicio y la maduración de nuestra libertad.

 

     Así pues, la historia se desencadena desde tres polos de acción distintos entre sí, dos de ellos son humanos y libres, mientras que el tercero se sitúa por encima del hombre, pero sin negar su libertad, antes bien como destino y apoyo de la misma, aunque por causa de la muerte no aparezca siempre con claridad el carácter positivo de su acción.

 

 

     V. EL SENTIDO DE LA HISTORIA UNIVERSAL

 

 

     Puesto que la relación del hombre con el destino es perturbada por la muerte, y el sentido de la historia universal pertenece al destino, a los hombres nos resulta imposible vislumbrar algún sentido universal a la historia; de manera que, si el mismo polo destinal no se nos abriera y manifestara, nunca alcanzaríamos a encontrarlo. Para obtener luz en este terreno es preciso, pues, salir del campo de la mera filosofía, por el que ha transcurrido hasta ahora esta investigación, y entrar en el de la revelación.

 

     Lo primero que debe aclararse es que la revelación nos proporciona en esta vida el sentido de la historia, pero no su comprensión, pues el conocimiento del día y de la hora, es decir, de la meta y consumación de la historia, no es comunicable ni tan siquiera por el Hijo del hombre[30], sino que permanece reservado en exclusiva al destino como divinidad.

 

     Pero el dato decisivo aportado en esta línea por la revelación es, sin duda, la victoria de Cristo sobre la muerte. Siendo la muerte el obstáculo que interfiere nuestra relación con el destino, sólo una victoria sobre la muerte podía reabrir para el hombre el sentido de la historia. De entrada, según los datos revelados, la muerte no es el destino para el que fue creado el hombre, sino una consecuencia penal derivada del pecado de origen, es decir, del pecado cometido por nuestros primeros padres en la antehistoria. Lo mismo que el pecado original, la muerte, que es su castigo, se opone a la destinación querida por el creador para el hombre[31]. En el concepto de victoria está implícito que la muerte es un enemigo de la plenitud creatural humana. Sin embargo, no era conveniente que la victoria sobre la muerte consistiera en una directa e inmediata supresión de la misma, sino en su conversión o trasmutación en medio para una destinación positiva y llena de sentido, pues la eliminación de la muerte habría anulado la historia y nos habría devuelto a la antehistoria, es decir, habría sido equivalente a un recomenzar sin tener en cuenta la libertad y responsabilidad de los primeros padres[32]. En cambio, al morir por libre consentimiento el que no estaba obligado a morir, la muerte fue dotada de sentido: en adelante, con la gracia de Cristo la muerte puede ser vivida como acto de donación total de sí mismo a Dios, es decir, como acto de amor supremo para una criatura. Lo cual rebasa con mucho la mera destinación congruente de nuestras obras al creador, que era lo máximo dado al hombre en la antehistoria. La victoria sobre la muerte hace, pues, de ella un medio para la destinación, posibilitando una destinación no ya más alta y plena que la obstaculizada inicialmente por la muerte, sino incluso la más alta y plena posible para una criatura.

 

     Y como la muerte afecta radicalmente a todas las obras humanas, pues como se dijo más arriba todas van dirigidas de una u otra forma a retrasar su efecto, la victoria sobre la muerte afecta también a todas las obras humanas, convirtiendo esos retrasos en adelantos de la entrega final: las posibilidades factivas, que conservan todas las características ya descritas, ganan ahora una nueva dimensión, la de ser posibilidades donales.

 

     Al no eliminar la muerte, la victoria no suprime los efectos devastadores de ésta, de ahí que sea pertinente un final del mundo que arrastre consigo todas las obras humanas sobre la tierra[33]. Pero, al quedar radicalmente trasmutado su sentido por la victoria, las obras humanas alcanzan una altura muy superior a la que les compete, pues nos hacen reflejo de la vida íntima divina, de manera que se puede decir con verdad que hacemos como cristianos más de lo que somos como hombres. Por eso, si bien desde una consideración externa nuestras obras siguen siendo una ordenación igualmente efímera de la entropía física, desde la verdad de su sentido interno las obras humano-cristianas consiguen un perfeccionamiento donal del mundo y del hombre muy por encima de las capacidades naturales de ambos. La perfección de las obras humano-cristianas es tan grande que éstas sobrepasan el orden de lo meramente temporal e ingresan en el de lo universal y eterno, razón por la que ya no se separan de sus autores, sino que los siguen más allá de la muerte[34].

 

     Por otro lado, la victoria sobre la muerte, que no la elimina, sino que la absorbe y deglute[35], esto es, la integra y aprovecha para el acto donal perfecto, confiere no sólo al momento final, sino también al trayecto de tiempo anterior a la muerte el carácter de una lucha entre el hombre exterior y el interior, entre el hombre viejo y el nuevo. Se trata de un conflicto en el que la muerte y el signo de sus obras pugnan por resistir a la gracia del vencedor y a la apertura donal, y del que sólo los esforzados pueden salir triunfantes merced a la gracia de Cristo. La lucha es abierta por la iniciativa donal de Dios encarnada en Cristo, al trasformar con su sobreabundancia la incapacidad funcional de la naturaleza caída para destinarse, en capacidad para realizar una entrega donal total. Implica, pues, una ampliación de la libertad y de la responsabilidad, tal que, además de restituirnos nuestra capacidad destinal, modifica el status creatural del hombre. Por eso interesa al mundo entero de los espíritus creados, los cuales toman parte activa y directa en el conflicto complicándolo en la lucha universal entre la obediencia y la desobediencia respecto de la llamada destinal. De esta manera, nuestra lucha no es tanto una lucha contra la carne y la sangre, es decir, contra los poderes humanos, cuanto una lucha contra los príncipes y potestades, contra los rectores del mundo de las tinieblas, contra la maldad espiritual en los cielos[36].

 

     Por este cabo, la historia humana se convierte en escenario y ocasión de un conflicto superior en el que nosotros tomamos parte con nuestra guerra intestina. La verdadera universalidad de la historia humana no consistirá, por tanto, en el mero curso de los hechos observables, por ancho y largo que sea, sino más bien en el signo y sentido de esta otra lucha oculta, pero trascendente, que en aquéllos se libra.

 

     Ahora bien, la victoria de Cristo sobre la muerte no tendrá plena consumación en tanto no ponga a sus enemigos como escabel de sus pies, es decir, en tanto no advenga por segunda vez y como juez. Entonces, esto es, en el Juicio Universal, tendrá lugar la manifestación plena del sentido de los hechos humanos, y por lo tanto de la historia universal. El Juicio consistirá en un examen público de los hechos de cada persona[37] en relación con la llamada destinal. Y tendrá como criterio supremo la medida del don incorporada a las obras: todo cuanto haya sido hecho en favor de las necesidades de los demás ser reputado como hecho a Dios, y todo cuanto haya sido dejado de hacer en favor de las necesidades de los demás será estimado como dejado de hacer a Dios. En consecuencia, el sentido de la historia universal es el servicio a las necesidades de los hombres como don y servicio a Dios. Si, además, se tiene en cuenta que los que creen en Cristo serán jueces incluso de los propios ángeles[38], se deduce que no hay criterio superior al del don de sí, y que el sentido más profundo de la historia universal, capaz incluso de medir el sentido de la obediencia o desobediencia angélica, es la donación perfecta.

 

     El resultado final de la historia universal es el establecimiento de una ciudad nueva, la nueva Jerusalén[39]. Una ciudad es una organización humana basada en las obras comunes y dotada de suficiencia o autarquía para una habitación del mundo digna del hombre. La ciudad santa o Ciudad de Dios ser una comunidad nueva de hombres que permitir un nuevo modo de habitar el mundo, a saber, un modo no temporal, sino eterno, por lo que no será ya histórica, sino metahistórica. Esa ciudad santa es comparada con el templo de Dios y con el cuerpo humano. Se puede decir de ella, por tanto, que es una edificación cuyos materiales son las personas, acompañadas de sus buenas obras, y cuya piedra angular es Cristo, o, también, que es un cuerpo formado por muchos miembros distintos, pero dotado de una misma vida, y cuya cabeza o principio de unidad es Cristo. En cualquier caso, esa ciudad es, ante todo, una comunidad de vida con Dios y, derivadamente, una comunidad humana capaz de asociar el mundo con la vida suprema.

 

     De estas observaciones se concluye que quienes reciban la aprobación divina en el Juicio vendrán a ser los materiales, vivos y libres, desde luego, pero sólo los materiales, elementos o miembros de la organización en que será trasmutada la historia universal, y sus obras los adornos que los distingan. Pero la forma de la organización y la función que en ella les corresponda no serán determinados directamente por las obras de la libertad humana, sino por el plan divino, que sobrepasa toda mente creada. Además, sabemos que entre los miembros que componen esa ciudad habrá una comunicación de bienes tan estrecha como la que existe en un cuerpo vivo, de manera que, aun estando integrada por innumerables seres libres e independientes, formen todos una unidad funcional perfecta, una organización verdaderamente universal.

 

 

     VI. LA CONJUNCIÓN DE LAS DOS HISTORIAS

 

 

     Los datos con que he ilustrado el sentido de la historia universal en el apartado anterior han sido tomados de la revelación cristiana, y pertenecen por ello a la historia de la salvación, no a la historia meramente humana, pero le afectan a ésta en su esencial relación con el destino. Ambas historias, si bien siguen direcciones opuestas, pues la una arranca del hombre y se dirige equívocamente hacia Dios por la interferencia de la muerte, y la otra arranca de  Dios y se  dirige al hombre con la sobreabundancia del don, se unen armoniosamente entre sí como enfermo y medicina o prisionero y redención. La historia meramente humana es el destinatario de la historia de la salvación, la cual hace posible que el momento final de la historia, sin dejar de ser la extinción de lo viejo, sea a la vez una culminación donal o novedad perfecta, y así compone con aquélla la única historia universal posible.

 

     Para llevar a efecto su tarea redentora, la historia de la salvación empieza por respetar íntegramente la índole de la historia meramente humana, pues salvar no es eliminar o anular al pecador junto con sus defectos, sino liberarlo del pecado y aprovechar sus deficiencias para un bien superior. Lo mismo que Cristo venció a la muerte sin eliminarla, antes bien absorbiéndola o aprovechándola para darle un sentido nuevo e insospechado, así la historia de la salvación no irrumpe en la historia meramente humana anulándola, sino dándole un sentido nuevo y superior. Y precisamente porque la historia humana no ha sido violentada por la historia de la salvación, la diferencia entre ambas se mantiene hasta el final de la primera, de manera que la culminación redentora se realiza sólo en la metahistoria. Dicho de otro modo, la historia meramente humana conserva hasta su final la indefinición o inacabamiento que le es propio, y el cumplimiento perfectivo aportado por la historia de la salvación sobreviene acabadamente fuera de los límites de aquélla. Entretanto, la plenitud de sentido otorgada por la redención es compatible con la índole desorientada del progreso histórico en la medida en que se introduce de forma invisible, mediante la fe, y sólo queda al descubierto más allá de la historia[40].

 

     El verdadero sentido de la historia universal exige, según las últimas observaciones, que se abandone la idea y el intento de obtener una culminación intrahistórica[41]. Sea que se pretenda el advenimiento de la eternidad como fruto o efecto inmediato de la historia, sea que se pretenda el advenimiento de una sociedad perfecta dentro de la historia, o simplemente que se substituya la culminación final por una serie infinita de culminaciones parciales, cualquier culminación intrahistórica cae de lleno dentro de lo utópico, pues habría de consistir o en la consecución de la omniposibilidad por el hacer y el pensar humanos o en la realización de una secuencia indefinida de fines perfectos. Pero ya se vio que las posibilidades son medios, no fines, y que la omniposibilidad cae fuera del ámbito de lo histórico. La utopía es un recurso falso e inútil para dar sentido a la historia: falso, porque violenta la naturaleza de las posibilidades factivas al mantener respecto de ellas una exigencia imposible (omniposibilidad o finalidad acabada); inútil, porque no subsana el defecto radical de la historia meramente humana, a saber, el defecto de futuro causado por la muerte[42].

 

     En cambio, la redención cristiana conserva íntegro el carácter de posibilidad del tiempo histórico y lo aprovecha para convertirlo en ocasión de una posibilidad más alta, la posibilidad del don. Si se entiende correctamente lo dicho, resulta que la historia de la salvación no sólo no exime al hombre de sus responsabilidades sobre la historia, sino que les da un nuevo y más hondo sentido. Al convertir la muerte en posible donación de sí, la llamada a una destinación congruente de s! mismo se mantiene y se eleva a su máxima cota, como llamada al don total y sin reservas, con lo que se alcanza también la posibilidad de la máxima congruencia respecto del destino, que se ha mostrado ilimitadamente donal en su iniciativa salvífica.

 

     El cristiano no necesita cambiar la naturaleza de lo histórico ni tampoco resignarse a ella, tan sólo tiene que aprovecharla[43]. No ha de buscar el éxito inmediato ni el éxito intrahistórico final, porque para él la historia tiene un valor más alto, es ocasión propicia y tiempo oportuno para un servicio a los demás que es a la vez servicio a Dios.

 

     Al otorgarnos el poder de convertir nuestras obras en dones, la historia de la salvación abre, pues, la vía para su perfecta destinación y, además, las hace ingresar en el mismo plano en que se mueven las iniciativas del destino, esto es, en el orden de lo universal y eterno, con lo que no sólo las conserva durante la historia, sino incluso por encima de la muerte y del final de la historia. De esta manera, la metahistoria viene a ser, no la negación de la historia, sino su trasmutación en una forma superior de vida. No cabe una conjunción más armónica.

 

 

 

 

 

 

     VII. CONCLUSIÓN

 

 

     La glosa que me propuse hacer de la doctrina acerca de la responsabilidad humana sobre la historia en la SRS se ha mostrado también, al final, como una conjunción armónica de lo viejo (historia meramente humana) y de lo nuevo (historia de la salvación). Quisiera concluir ahora explicitando más en concreto los aspectos prácticos de dicha conjunción.

 

     No hay más responsabilidad que libertad ni más libertad que responsabilidad, de manera que como no tenemos una libertad absoluta así tampoco nos cabe tener una responsabilidad absoluta[44]. Toda responsabilidad humana es limitada y concreta, y sólo así pueden tener valor moral las omisiones, como ha señalado acertadamente R. Spaemann[45]. Una responsabilidad total equivale a ninguna responsabilidad práctica.

 

     El límite de la responsabilidad histórica, tanto para las acciones personales como para las acciones comunes, son lo que denominé más arriba con el nombre genérico de «circunstancias». Y esto significa, por un lado, que no somos responsables de las circunstancias, y por otro, que sólo somos históricamente responsables según las circunstancias. El límite no actúa, pues, tan sólo negativamente, sino también de modo positivo: somos responsables del aprovechamiento de nuestras circunstancias concretas para nuestra destinación[46].

 

     Ese aprovechamiento de las circunstancias se realiza mediante las obras o producciones humanas. Somos, por tanto, responsables de lo que hacemos y de cómo lo hacemos, e incluso de las consecuencias naturales e inmediatas de nuestro hacer, pero no de la «base» que sirve de ocasión para nuestro aprovechamiento (las circunstancias).    

 

     Estas obras humanas tienen dos tipos de efecto distintos, aunque íntimamente relacionados: un efecto subjetivo y otro físico-objetivo. El efecto subjetivo consiste en el desarrollo de las potencias o capacidades personales del sujeto que los pone por obra, y el incremento (o decremento) correspondiente son las virtudes (o vicios) éticas. El efecto físico-objetivo son las posibilidades factivas, cuya utilización da lugar a la cadena de crecientes posibilidades que constituye el tiempo histórico. Siendo ambos efectos distintos pues el efecto subjetivo es más alto y noble que el físico-objetivo, del mismo modo que la persona es más alta y digna que las cosas, están sin embargo íntimamente relacionados, en cuanto que el efecto inferior condiciona según su índole al superior, determinando su paso de la potencia al acto, y el efecto superior otorga valor ético al inferior, que de suyo no sería ni bueno ni malo, sino un simple hecho.

 

     De aquí se deduce que no habría responsabilidad del hombre sobre la historia, si nuestras obras no nos hicieran mejores o peores, y por ende que la responsabilidad sobre la historia se subordina a la responsabilidad ética del hombre. No es aquélla, por tanto, ni el único tipo de responsabilidad ni el más alto, pero no por ello deja de ser una responsabilidad, ya que sin los resultados físico-objetivos nuestras facultades no pasarían de la potencia al acto, es decir, no se desarrollarían en absoluto. Paralelamente, el origen de la responsabilidad ética no se situar en los susodichos resultados físico-objetivos ni tan siquiera en las obras mismas, sino en el destino del hombre: sólo si estamos destinados, no nos es indiferente ser buenos o malos. El destino da sentido al crecimiento ético, y el crecimiento ético a la responsabilidad sobre la historia.

 

     Así que, de una parte, el hombre es responsable de sólo sus obras, pero como sus obras podían ser personales o comunes, será responsable de ambos tipos de obras. Y, de otra parte, la responsabilidad sobre las obras recibe su sentido de la responsabilidad ética o desarrollo adecuado de las propias capacidades ante el destino. Si se unen ahora ambos extremos, resultará comprensible que el progreso o desarrollo de las posibilidades factivas deba subordinarse a las exigencias del desarrollo ético de los hombres; e igualmente, que no sean los pueblos los sujetos de imputación de la responsabilidad sobre las obras comunes, sino de nuevo las personas. Los pueblos no son ni buenos ni malos, las personas que los componen, sí. Y las acciones comunes que se emprenden serán buenas o malas según favorezcan u obstaculicen el desarrollo ético de las personas.

 

     Por razón de la llamada del destino, las personas humanas somos responsables, según lo dicho, tanto de nuestras acciones singulares como de las acciones comunes que emprendemos. Naturalmente eso no implica que el grado de responsabilidad sea el mismo en ambos casos. De las propias obras libres somos exclusivamente responsables cada uno, en cambio de las comunes se es responsable según el grado de participación en las mismas: los gestores de los asuntos públicos, los que apoyan de una u otra forma sus decisiones, los que las ejecutan, e incluso los que omiten en sus actuaciones públicas oponerse a una decisión, debiendo hacerlo, son responsables correlativamente de ellas. Pero como en un pueblo hay siempre muchos que no saben, no pueden o no están en condiciones de disentir o consentir, y también hay muchos que disienten con el grado de publicidad y de fuerza relativas que está a su alcance, no puede decirse nunca que todos sean responsables de los hechos comunes. Ahora bien, el efecto físico-objetivo de nuestras obras es propiamente el de retrasar la muerte o, lo que es igual, subvenir necesidades. De manera que, aunque al procurar el dominio del mundo, el hombre desarrolle sus capacidades, la lógica misma de los hechos humanos tiende a hacer olvidar la dimensión ética del desarrollo del hombre y, conjuntamente, la dimensión ética de las obras humanas. Si lo urgente y decisivo es la supervivencia, parece indiferente que lo que desarrollemos en nosotros sean vicios o virtudes, y en todo caso lo ético viene a ser secundario respecto de las obras, derivando de ellas su valor propio, es decir, dando lugar a una «ética» de la supervivencia, cuyas variantes fundamentales son el egoísmo y el colectivismo: el egoísmo equivale al "sálvese quien pueda", pero entendido como la fórmula más eficaz para la supervivencia del mayor número posible de gente; el colectivismo es la opción por el género como única dimensión humana no afectable por la muerte. Los nombres actuales de esas dos formas de la ética de la supervivencia son pragmatismo y utopía.

 

     Mientras la muerte obscurece el destino, el sentido de la historia se desdibuja y se resuelve en el "comamos y bebamos que mañana moriremos" o en la inmolación del individuo en favor del género, al que se concibe como destino y cuya existencia histórica ha de ser creada en la forma de una sociedad "perfecta", sustentada por unas obras comunes que tienen como medida y fin no el desarrollo ético de las personas, sino la instalación histórica del género. Correlativamente, la responsabilidad real del hombre sobre la historia se diluye: el bien se obtiene de modo mecánico (mano invisible; leyes económicas) o mediante la revolución, es decir, intentando controlar las circunstancias y cargar sobre sí una responsabilidad total, éticamente nula.

 

     La victoria de Cristo sobre la muerte neutraliza, en primera instancia, su efecto obscurecedor sobre el destino. Al hacer de la propia muerte un medio de destinación, el equívoco implícito en la muerte se deshace y lo que era obstáculo se vuelve ocasión propicia para aquélla. Lo mismo acontece con las obras humanas, cuyo efecto real es sólo el de retrasar la muerte como final: ahora se vuelven preparación de la muerte como medio, pues al retrasar la muerte lo que hacen es afirmar la supremacía del destino sobre ella[47]. De este modo la responsabilidad del hombre sobre sus obras y también sobre el crecimiento de posibilidades en que se cifra el progreso histórico se hacen humanamente reconocibles, pues, mientras la muerte obtura la relación con el destino, éste adquiere un carácter fatal o utópico difícilmente compatible con la responsabilidad.

 

     Pero la victoria de Cristo sobre la muerte no opera una mera restauración de las relaciones hombre-destino, sino una ampliación insospechada de las mismas, al hacer de la muerte la posibilidad del don total. Tal ampliación no muda la naturaleza de la muerte, pero le otorga una función que está muy por encima de ella: la convierte en la posibilidad del ingreso en la vida divina, pues el don total y perfecto es la característica de las operaciones de Dios[48].

 

     Una ampliación semejante se produce respecto de las obras humanas y de nuestra responsabilidad sobre ellas. Las obras quedan convertidas de meros retrasos de la muerte biológica en posibilidades de adelanto del don total, y nuestra responsabilidad pasa de ser una responsabilidad de siervos a ser una responsabilidad de hijos.

 

     Por consiguiente, las obras humanas, que son posibilidades factivas mediante las cuales podemos subvenir nuestras necesidades y las de los demás, resultan ampliadas por la muerte de Cristo: conservando su naturaleza propia, son ahora además posibilidades donales[49]. Todo cuanto de bueno se haga en favor de los hombres y de la honesta satisfacción de sus necesidades será, en virtud de la muerte de Cristo, reputado como hecho a Dios mismo, ingresando en el plano de lo universal y eterno. Pero como el progreso histórico trae consigo un incremento de las posibilidades que aumenta el dominio del hombre sobre el mundo, ayuda a satisfacer mejor sus necesidades y facilita el crecimiento de sus facultades, contribuir al progreso histórico es no sólo un deber ético, sino una posibilidad donal.

 

     Conviene, sin embargo, aclarar que la obligación de contribuir al progreso histórico no es la única ni la primera, ni es la más alta, ni atañe a todos por igual. No es la única ni la primera, porque como ya se vio la responsabilidad del hombre sobre la historia se subordina a la responsabilidad ética. No es la más alta, porque somos también responsables ante el destino de nuestros pensamientos y vida interior, que son actividades más nobles incluso que las éticas, por cuanto que crecen de acto a acto; y, además, somos también responsables de la penetración del reino de Dios en nuestra vida (interior y exterior) y en nuestro entorno familiar y social, la que sin duda es la más alta de las obligaciones. Por último, no atañe a todos por igual, pues aunque todos debamos colaborar en alguna medida en el aumento de las posibilidades factivas de los otros hombres, son los científicos, los técnicos, los economistas, los políticos, los obreros, etc. quienes contribuyen directamente a ese progreso. Los que se dedican a la formación de otros seres humanos, al pensamiento teórico, o a la propagación y difusión directas del «reino», por ejemplo, sólo contribuyen al incremento de las posibilidades factivas en la medida en que al margen de sus actividades principales han de utilizar también algunas de aquellas posibilidades para sobrevivir.

 

     Sin caer, por tanto, en el error de afirmar que la obligación de contribuir al progreso histórico compendia y reúne todas las demás obligaciones ni en el de considerarla como la primera y más alta de las mismas, ni en la exageración de atribuirla por igual a todos los seres humanos, es preciso no obstante sostener que, si bien a cada uno en distinta medida, a todos nos incumbe en alguna la obligación de contribuir y velar por el progreso histórico del hombre en todas sus facetas, técnica, económica, política, cultural, etc. Y, asimismo, que, aunque dicho progreso sea imperfecto y provisional, habida cuenta de su valor donal en Cristo, nada de cuanto se haya hecho para volver más humana la vida de los hombres se habrá perdido ni habrá sido baldío.

 

     De esta manera, y en conclusión, queda de manifiesto que el ideal ilustrado de progreso, sin perder su carácter indefinido o imperfecto, pero subordinado a la mejora ética de los hombres, es compatible con el proyecto cristiano, ya que puede ser convertido en ocasión para la entrega y el don de sí, o sea, en medio idóneo para la perfecta destinación del hombre. Y precisamente en eso radica la superior riqueza y discernimiento de la propuesta sapiencial presentada por la SRS, a cuya glosa ha sido dedicado este trabajo, pues en ella no sólo se conserva y endereza el ideal ilustrado, sino que es elevado a alturas insospechadas e insospechables para lo efímero de sus resultados.

 

 



[1] I, nn. 1 y 2.

[2] Cfr. 1 Cor 1, 20; Sir 38, 24 ss.

[3] Mt 13, 52.

[4] Mt 9, 16-17.

[5] Mt 11, 18-19.

[6] SRS VI,41.

[7] SRS I,4.

[8] Ibid., hacia el final.

[9] SRS IV, 27 y 28.

[10] SRS IV,31; V,39; VII,47.

[11] SRS IV,30.

[12] SRS VII,48.

[13] SRS II,9.

[14] Una notable excepción es la de Jovellanos, quien, siendo defensor del progreso y habiendo sostenido la obligación moral de ilustrarse y contribuir al progreso de los pueblos, propuso lo uno y lo otro de modo compatible con la religiosidad y con la fe cristiana. Cfr. I.Falgueras,Ideas filosóficas de la Ilustración, en Carlos III y la Ilustración,I, Real Sociedad Económica de Amigos del País, Madrid, 1988, 94-119.

[15] Cfr. S.Agustín, De Doctrina Christiana, II, c. XVIII, n. 28, PL. XXXIV, 49.

[16] Lc 11,23 y 9,50.

[17] La idea de un tiempo único es la confusión más extendida de todas, y explica intentos como el Diamat de Engels o el evolucionismo cósmico de Teilhard de Chardin, en los que se confunden tiempo físico, tiempo biológico, tiempo histórico, además de tiempo y eternidad. Pero también hay confusiones parciales de tiempos: Splenger confunde tiempo biológico con tiempo histórico, Bergson tiempo vivencial (emoción) con tiempo biológico e histórico.

[18] Un mismo objeto puede ser estudiado por distintas disciplinas con diversos resultados sin que tal diversidad implique necesariamente contradicción o conflicto entre ellas. Un cuerpo orgánico, por ejemplo, puede ser objeto de estudio de la Medicina, de la Biología, de la Química, de la Física, etc. De manera semejante, la historia no es objeto de estudio sólo de la Historia, sino que puede serlo también, entre otras disciplinas, de la Filosofía y de la Teología. Pensar que sólo puede entenderse por historia los hechos pasados, es decir, lo que resulta accesible al método de la Historia, equivaldría a excluir la competencia directa de otras disciplinas sobre la historia.

[19] No niego en absoluto la posible objetividad de la Historia ni su valor cognoscitivo, sino su capacidad de comprensión teórica respecto de la historia y su sentido. Por esa razón no son aceptables las interpretaciones globales de la historia que toman pie exclusiva o primordialmente en criterios de la Historia.

[20] Aunque no comparto su planteamiento concreto, hay claros aciertos de fondo en la justificación que ofrece P. Ricoeur de la tarea de una Filosofía de la historia (Histoire et vérité, Paris, 1964,34-44), pues, siendo la historia fruto de la libertad del hombre no podemos dispensarnos de intentar encontrarle un sentido humano.

[21] Cfr. L.Polo, Hegel y el posthegelianismo, Piura, 1985, 373-380; y especialmente La Sollicitudo rei socialis, una encíclica sobre la situación actual de la humanidad, en Estudios sobre la Encíclica Sollicitudo rei sociales, Unión Editorial, Madrid, 1990, Parte II, apartado IV, 95 ss.

[22] La confusión entre ambas historias es la clave del joaquinismo, que está en la base de las grandes desviaciones modernas en la concepción de la historia. Cfr. K.Loewith, El sentido de la historia, trad. esp. de J.Fernández Buján, Madrid, 1956, 163-169 y 237-243; E. Voegelin, Nueva Ciencia de la Política, trad.esp. de J. E. Sánchez Pintado, Madrid, 1968, 168 ss.

[23] La descripción, antes hecha, de la historia como la insuperable situación operativa del hombre puede parecer, ahora, una descripción estática en franco contraste con el dinamismo histórico, pero no es así. La insuperabilidad de la «situación» operativa del hombre consiste en la necesidad de acudir a la producción para sobrevivir, y, a la vez, en la insuficiencia de la producción para remediar definitivamente esa necesidad. De esta manera, como se explica en lo que sigue, la cadena de las posibilidades que es, por una parte, resultado de la fecundidad de la producción, engendra, por otra, un proceso temporal inacabable, que aleja indefinidamente su futuro.

[24] Por proceso técnico se entiende en sentido propio la cadena de posibilidades que deriva de la producción y uso de artefactos. Esa cadena es quizás la muestra más evidente de la concatenación de las posibilidades factivas, y por eso a veces ha sido pensada como la columna vertebral de la historia, pero ni es la única ni tan siquiera es la primera o fundamental. Otros procesos como el lingüístico, el económico, el juridíco, etc. lo anteceden o acompañan.

[25] La producción humana aporta íntegramente lo novedoso de la posibilidad. No hay posibilidades factivas previas al hacer humano, sino que son creadas como tales por él. Pero la posibilidad misma no es más que una ordenación inteligente de cualidades físicas, apta para ser incorporada a la acción humana, pero que presupone la existencia de las cualidades físicas.

 

[26] Cfr. I.Falgueras, o.c., 106-109.

[27] Pensées, en Oeuvres Complètes, Gallimard, Paris, 1954, nn. 318 y 319, p.1168-1169.

[28] Eth. Nic. VI, 4, 1140 a.

[29] De este modo se completa la noción de destino ofrecida en los preliminares de este trabajo: el destino no es sólo el punto de referencia aparentemente pasivo de nuestra destinación, sino un poder superior favorable al hombre, que mediante la ordenación de las circunstancias conspira secretamente a la óptima realización de aquélla, haciendo de ellas ocasiones propicias para nuestra libertad destinal. (Cfr. J. Guitton, Historia y destino, trad. esp. de J. de Fuentes, Madrid, 1977, 139 ss.).

[30] Mt 24,36.

[31] La muerte del hombre no es obra de Dios creador, sino de Dios castigador del pecado (S. Agustín, Contra Julianum V,c.IX, n. 36, PL 44,806) y, aunque es congruente con la justicia divina, no es buena para su criatura (S. Agustín, Opus imperfectum contra Julianum, IV, c.XXXII, PL.45, 1354). La muerte como castigo supone, pues, contrariado el plan original divino y, en esa medida, se opone a la destinación querida por él para el hombre.

[32] Es propio de agentes imperfectos dar marcha atrás y volver a comenzar desde el principio. Los dones y la vocación de Dios no admiten, en cambio, el arrepentimiento (Rom 11,29).

[33] 2 Pe 3,10.

[34] Apoc 14,13.

[35] 1 Cor 15, 55; 2 Cor 5,5; 1 Pe 3,22.

[36] Ef 6,12.

[37] Mt 25,31ss. Obsérvese que no son directamente juzgados los pueblos, sino las personas (cfr. Apoc 20,13).

[38] 1 Cor 6,3.

[39] Apoc 21, 10 ss. Como dice S. Agustín (De Civitate Dei, XV, c. 4), al final no habrá dos ciudades, sino sólo la Ciudad de Dios.

[40] El respeto por la índole de la historia humana se contiene nuclearmente en la propia historificación de la iniciativa salvífica, de la que es el mejor símbolo la curación en dos tiempos del ciego de Betsaida (Mc 8, 22-26). El anuncio de una segunda venida de Cristo que acabe la redención iniciada en la primera se corresponde con la no anulación inmediata de la muerte y su aprovechamiento donal. Sólo la segunda venida elimina por completo la muerte y la historia y con ello concuerda que los últimos hombres no mueran (1 Cor 15,51), pero por eso mismo la manifestación del sentido de la historia en el Juicio es posterior a la historia.

[41] La idea de una culminación intrahistórica fue defendida originalmente por movimientos religiosos, de los que fueron iniciadoras en Occidente las corrientes milenaristas, de clara raigambre judaica y refutadas por S. Agustín en el De Civitate Dei, XX, cc. 7, 8, 9.

[42] Cfr. J. Pieper, Esperanza e historia, trad. esp., Diorki, Salamanca, 1968, 83-86.

[43]Ciertamente el hombre necesita hacer proyectos temporales tanto en su vida personal como en la vida comunitaria, y tales proyectos, para ser plenamente humanos, han de tener algún fin o meta con altura sapiencial suficiente. La revelación no inhibe los proyectos humanos, pero salvo los asociados a la propagación del reino de Dios tampoco contiene indicaciones prácticas de proyectos temporales definidos, sino que deja espacio libre a la creatividad y responsabilidad humanas. Eso no implica que haga falta, como sugiere E. Voegelin (o.c.,236-249), una teología civil independiente de la revelación cristiana, sino más bien una teoría antropológica, suficientemente elevada como para no defraudar la dignidad otorgada al hombre en la doctrina revelada, pero dependiente de la iniciativa intelectual humana.

[44] Podría resultar sorprendente que el existencialismo de Sartre habiendo negado el carácter absoluto de la libertad y de la responsabilidad en cuanto que sostiene que no somos libres de ser libres ni responsables de ser responsables, sostenga, con todo, que somos totalmente responsables de cuanto nos ocurre. Semejante inconsecuencia sólo puede producirse porque la libertad, para él, es una libertad fáctica, es decir, sin sentido, y la responsabilidad una responsabilidad ante nadie. Cerrado su espíritu a la fe cristiana, no descubrió al menos hasta poco antes de la suya que la muerte es una posibilidad donal para el hombre. Pero si la muerte no es una posibilidad positiva, nuestra libertad no puede proyectar por encima de los productos, hechos u objetos dados, y toda relación con un destino trascendente nos está vedada (Cfr. El ser y la nada, IV Parte, c. I).

[45] Ética: cuestiones fundamentales, trad. esp. de J. M. Yanguas, Pamplona, 1987, 80-81.

[46] No se encierra en lo dicho ninguna velada ética situacional, pues los principios de la actuación humana han de ser tomados de la destinación (eterna) a que somos llamados, no de las circunstancias (variables y temporales). Sólo se afirma aquí que la llamada del destino no es abstracta, sino circunstanciada.

[47] Retrasando la muerte con sus obras, el hombre puede y debe hacerse mejor ante el destino, pues el desarrollo concomitante de sus facultades es congruente con el destino, que no es la muerte. Lo más importante y urgente, entonces, no es retrasar la muerte, sino destinarla; y es posible destinarla retrasándola, siempre que el retraso sea expresión de la subordinación de la muerte y del hombre al destino, en cuyo caso el retraso es preparación de la muerte como medio.

[48] Gracias al don de la perseverancia final, la muerte se convierte en una efectiva donación total de sí, que consuma y sanciona sobrenaturalmente al hombre que hace suyo aquel don. Por eso sólo son verdaderamente santos y bienaventurados los que mueren en el Señor. El carácter exteriormente último y silencioso de la muerte oculta, sin embargo, a nuestros ojos la eficacia, amplitud e intensidad de esta victoria de Cristo y de la consecuente redención por ella obrada.

[49] Como es natural, las condiciones para semejante transmutación son la participación en la muerte de Cristo y la bondad integral de las obras.