Destino, responsabilidad y ética

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

 

 

Sumario:

 

I. El descubrimiento socrático

 

1.    Planteamiento.

2.       El nacimiento de la ética.

3.       Las nociones de destino, responsabilidad y ética.

4.       Los tres sentidos de la ética.

 

II. La distinción teoría-práctica

 

1.      Planteamiento.

2.      Las diferencias entre saber teórico y saber práctico.

3.      La unidad de verdad teórica y verdad práctica.

 

III. Eticidad originaria y eticidades derivadas.

 

IV.   Conclusiones.

 

 

I. El descubrimiento socrático.

 

1.  La ética tiene comienzo histórico, la moral no. Moral, más o menos acertada, la ha habido siempre, ética no la ha habido hasta Sócrates, y ni siquiera después de Sócrates ha sido un factor constante en la historia de Occidente.

 

Para que la tesis recién enunciada pudiera tener un sentido aceptable ya desde ahora, sería preciso definir las diferencias conceptuales entre moral y ética, pues en el lenguaje ordinario e incluso para la mayoría de los filósofos ambos términos son sinónimos. Con todo, desde los filósofos postkantianos, especialmente desde Schelling y Hegel, no es raro que se utilicen referidos a conceptos distintos. En nuestro siglo, por ejemplo, algunos entienden por moral –cuando se la discierne de la ética– el conjunto de reglas admitidas en una época o por un grupo humano y que hacen (socialmente) buena o mala una conducta. En cambio, por ética suelen entender –cuando se la discierne de la moral– la justificación teórica de las reglas de la conducta moral o, lo que es equivalente, el saber que tiene por objeto los juicios de valoración moral.

 

Si esta distinción entre la moral como código efectivo de conducta y la ética como teoría que lo justifica se tomara como una distinción histórica, podría deducirse erróneamente que la moral puede tener existencia propia al margen de toda teoría o saber. No es así en la realidad, ya que toda moral está sustentada siempre por alguna visión del universo; ni tampoco es así para quienes proponen esa distinción, pues la entienden más como una distinción metódico-sistemática que como una distinción discernible históricamente.

 

Sin embargo, la proposición que encabeza este artículo afirma la existencia de una distinción histórica entre ética y moral, en lo que va implícito que el sentido de la distinción que sostengo no coincide con el de la antes descrita. Desde luego no es mi propósito entablar una discusión meramente terminológica, que sólo serviría para aumentar la confusión y el malentendimiento, sino aportar algunas precisiones conceptuales que arrojen luz sobre la esencia de la ética. Quede, por tanto, claro desde el principio que los términos ética y moral van a recibir por mi parte una significación distinta de la habitual e incluso de las menos usuales propuestas por otros.

 

2. Y dado que, como sugiero, la distinción ética-moral es una distinción conceptual históricamente discernible, el modo más congruente y natural de introducirla será recurrir a la historia del pensamiento y, concretamente, a Sócrates, quien suele ser considerado con razón «padre» de la ética. Atenderé, pues, en lo que sigue a la originalidad de Sócrates, personaje clave para la distinción entre ética y moral que propongo.

 

Según se sabe a través de la Apología de Sócrates escrita por Platón, la inspiración original del pensamiento de Sócrates tuvo su origen en un oráculo de la pitonisa del templo de Apolo en Delfos. Su amigo, y gran admirador, Querofonte se atrevió a preguntar a Pitia, la pitonisa, si había algún hombre más sabio que Sócrates y ella le respondió que no. Este sencillo acontecimiento cambió la vida de Sócrates.

 

Por un lado, siendo hombre inteligente, culto y conocedor tanto de filósofos y personajes de su época como de gente sencilla y artesanos, Sócrates tenía constancia de no ser la persona que más conocimientos poseía. Por otro lado, siendo hombre profundamente religioso sabía que la deidad no miente y respetaba como verdadero el oráculo. En esta difícil tesitura, Sócrates alcanzó a comprender que si el oráculo había de ser verdadero y él no entendía cómo, debería dedicarse a indagar el oculto sentido en que podría ser verdadero el oráculo. De este modo el oráculo se convirtió para él en la asignación de una tarea por parte del dios Apolo: la de buscar el sentido de la verdad del oráculo. La investigación de ese recóndito sentido había forzosamente de realizarse en diálogo con sus conciudadanos, puesto que el oráculo encerraba una comparación de saberes. Y la gran lección que desde el primer momento extrajo fue, resumidamente, ésta: lo sabido no satura el saber, el sentido de la verdad no queda agotado por nuestros hallazgos, sino que ha de ser buscado incesantemente. En consecuencia, lo que puedo saber es mucho más y mejor que lo que sé. 0 dicho de otro modo: la verdad no está en el pasado, esto es, en lo sabido, sino en el futuro y en un futuro sin fin, de manera que el saber humano es inacabable o infinito.

 

Al descubrir que el saber humano tiene futuro y un futuro abierto que es distinto e irreductible el pasado, Sócrates ha entendido que el destino (futuro) es una ultimidad independiente del fundamento (anterioridad). A mi juicio, el descubrimiento del carácter último del futuro –ultimidad destino– ha sido la grandiosa aportación de Sócrates a la historia. Hasta él, los filósofos habían buscado la verdad como fundamento o arché, él entendió que la verdad es futura para el hombre y, por tanto, no es su fundamento, sino su destino.

 

Esta peculiar relación del hombre con la ultimidad destino justifica, para Sócrates, tanto la responsabilidad como la dignidad del hombre. En concreto, Sócrates organiza su vida entera según la tarea que le ha sido asignada por el oráculo: abandona la política y la vida pública, deja de lado los temas físicos, relega incluso su vida hogareña y familiar, para dedicar todas sus energías a indagar la veracidad del oráculo y a procurar que sus conciudadanos descubran el carácter destinal de la verdad. En esa organización de su vida interviene de modo destacado el famoso daimon, que no es otra cosa que el indicio práctico de la penetración de la ultimidad destino hasta en su vida cotidiana. Si se estudia detenidamente, se puede observar que el daimon se comporta como un criterio orientador de la conducta de Sócrates y que, en definitiva, la función del daimon consiste en guiar sus acciones a fin de evitar cuanto obstaculiza la realización de la tarea asignada por el dios, y de procurar cuanto la favorece. El daimon es, pues, la presencia del destino, o sea, de la verdad como futuro, en la vida práctica de Sócrates.

 

Pero cuando con mayor claridad brilla el carácter destinal de la verdad para Sócrates es en su muerte. En esta ocasión el daimon no es demasiado explícito en sus orientaciones. Ante las alternativas que se le ofrecen –la cárcel, una multa y el silencio, el destierro o la muerte– Sócrates no hace nada para evitar la muerte, e interpreta el silencio del daimon como signo inequívoco de que su actuación es correcta. Sócrates confiesa no saber qué es la muerte ni qué hay más allá de ella, pero en cambio afirma saber que no obedecer a los dioses es malo. Desobedecer a los dioses, en su caso, sería abandonar la tarea que el oráculo le encomendó, a saber: buscar la verdad y descubrir a los demás que la auténtica dignidad del hombre reside en ello. No opta, pues, por la muerte, sino por ser fiel a su tarea; pero, al aceptar la muerte por no abandonar su tarea, demuestra que ésta tiene para él un valor no finito, y que su vida tiene sentido gracias a esa tarea infinita. He aquí la originalidad del descubrimiento socrático: el hombre tiene algo que hacer en esta vida tan digno y divino que merece incluso dar la vida por ello[1].

 

Con la muerte de Sócrates la humanidad recibe el testimonio de una fidelidad y de una responsabilidad íntegras ante una tarea destinal. Por primera vez en Grecia se asume el sentido de la vida y de la muerte propias desde el futuro. El pensamiento griego, que había aportado en la téchne el acceso al uso de razón para la humanidad, es ahora llevado a su madurez por Sócrates. No es, por tanto, temerario afirmar que con él comienza la plenitud de los tiempos.

 

Conviene notar, finalmente, que junto al descubrimiento de una ultimidad nueva e independiente, la ultimidad destino, Sócrates descubrió también la independencia de un tema, el tema hombre. De aquí proviene el desdén de Sócrates por los temas físicos. No es que Sócrates descalifique el saber sobre el mundo, sino que ha descubierto un nuevo orbe del saber, el saber sobre el hombre. Y ello acontece así porque el destino no sólo es una ultimidad distinta del fundamento, sino que además es ultimidad únicamente para el hombre. Con esta íntima relación entre destino y hombre está vinculada la responsabilidad humana, porque en la misma medida en que el hombre se abre a la ultimidad destino tiene que ser arché de sus propios actos. Dicho de otro modo: la relación del hombre con la ultimidad destino modifica su relación con la ultimidad fundamento, de manera que, por poder destinarse, el hombre quedará emancipado del fundamento, y en vez de estar supeditado a él, podrá disponer de él para organizar su tarea destinal. Precisamente cuando el hombre se descubre a sí mismo como arché de sus propios actos, comienza la ética[2].

 

3.  Una vez expuesta la originalidad de la aportación socrática, es el momento de calibrar con mayor rigor algunos de los conceptos básicos que derivan de ella y justifican la tesis que inicialmente propuse.

 

Analicemos primeramente el concepto de destino. Por destino no entiendo aquí otra cosa que una ultimidad, es decir, un punto de referencia último y distinto de otras ultimidades, y más en concreto distinto de la ultimidad fundamento. Tal como se suele entender, la ultimidad fundamento, llamada por los griegos arché, ejerce su función según antes y después, de modo que justifica lo fundado gracias a su carácter previo o prioritario. Por ejemplo, la causa explica al efecto conteniendo en sí con carácter previo cuanto aparece en el efecto: causa es aquella anterioridad que justifica un efecto o resultado. En cambio, el destino es una ultimidad que ejerce su función desde el futuro al presente, siendo su sentido el de una llamada o solicitación. Así, mientras la causa antecede y determina al efecto, la llamada posibilita una respuesta pero no la determina: el sentido, el grado y el modo de la respuesta quedan indeterminados desde el destino. En pocas palabras: fundamento y destino son ultimidades distintas, aunque no contrarias ni opuestas, pues en realidad cada una tiene que ver con una realidad diferente. El fundamento abre el mundo como tema, en cambio el destino hace del hombre un tema aparte. Ambas ultimidades no interfieren entre sí porque no son compartidas por un mismo referente, y ello significa que la ultimidad destino abre un universo absolutamente distinto del universo físico, el orbe de lo humano, cuya independencia fue perfectamente comprendida por Sócrates.

 

Pasemos ahora al concepto de responsabilidad. Aunque Roman Ingarden[3] ha señalado al menos cinco sentidos distintos para esta palabra, voy a atreverme a proponer uno nuevo y, a mi juicio, más elemental: responsabilidad es libertad de respuesta a la llamada de la ultimidad destino. En el concepto que propongo hay dos ingredientes requeridos para que exista responsabilidad. Por una parte, se requiere libertad: no se puede ser responsable, ni asumir la responsabilidad, ni ser hecho responsable, ni finalmente, obrar con responsabilidad, si no es desde la libertad. Pero todavía se requiere algo más y sin duda más radical, a saber: la existencia de una llamada o solicitación. Expondré más detenidamente ambos requisitos.

 

Para que el destino sea verdadero destino, se requiere que su llamada no prefije ni el sentido ni el grado ni el modo de la respuesta. Si el destino las prefijara, en vez de actuar como un futuro, actuaría como una prioridad o fundamento[4]. Pero si no las prefija, entonces el ser reclamado por el destino está en situación de libertad de respuesta. Tal respuesta podrá ser positiva o negativa (sentido), lenta y tediosa o rápida y entregada (grado), concretada en unas ciertas tareas o en otras (modo). De manera que si el sentido es en principio disyuntivo, el grado de la respuesta es variabilísimo y las tareas en que se concreta la respuesta pueden ser infinitas. Por ello el destino lleva consigo no sólo la libertad de respuesta, sino que toda respuesta tenga un acento personal irreductible. En definitiva, responder al destino significa destinarse[5]

 

En segundo lugar, el destino, aunque –como hemos visto– no determina la respuesta, al menos la vincula. No basta para la responsabilidad que haya libertad, hace falta al mismo tiempo que exista una solicitación vinculante, o sea, una solicitación superior capaz de obligarnos por dentro. Aparece aquí el concepto de obligación. Obligación, según entiendo, es aquella solicitación dirigida a una libertad que la compromete en su respuesta, de modo que no sea indiferente para ella ni el sentido ni el grado ni el modo de su respuesta: si la respuesta es positiva y el grado y el modo coherentes, entonces la libertad se incremento, si ocurre lo contrario, la libertad disminuye o se anula a sí misma, encadenándose a lo no último. Por eso el destino tiene carácter de ultimidad y de ultimidad sagrada, pues sólo Dios puede comprometer con su llamada la libertad de] reclamado. Kant supo darse cuenta de la importancia de la noción de obligación para la ética –a la que él llamaba moral– y ya incluso antes de su Kritik der praktischen Vernunft a saber: en su Untersuchung über die Deutlichkeit der Grundsätze der naturlichen Theologie und der Moral de 1764, había destacado el papel central de dicho concepto, que, por cierto, en su expresión alemana Verbindlichkeit, subraya el carácter vinculante antes mencionado. Posteriormente, sin embargo, Kant cometió el error de querer separar la verdad como destino de la responsabilidad, proponiendo la noción de deber puro o deber por el deber, como consecuencia de su agnosticismo. Kant estima que si bien no podemos conocer intelectualmente nuestro destino, tampoco podemos desconocer en la práctica la noción de obligación. Pero, curiosamente, desde esta misma noción propondrá recuperar como postulados prácticos las nociones de Dios y de la inmortalidad del alma. Lo que confirma una vez más que no tiene sentido una responsabilidad sin la ultimidad destino, o, lo que es igual, que si no se admite al menos postulativamente el destino, no se puede mantener la responsabilidad ni la obligación[6].

 

Veamos ahora el concepto de ética. El carácter vinculante de la llamada destinal implica que una no-respuesta o una respuesta inadecuada equivalgan a la respuesta negativa: el que no está con el destino contra él está, y el que no está contra él con él está. De ello se deduce que toda actividad humana es intrínsecamente responsable y, por tanto, moral, es decir, buena o mala. Moralidad es originariamente aquel carácter de toda actividad humana según el cual es buena o mala, o sea, se perfecciona o no, de acuerdo con la respuesta que dé a la llamada vinculante del destino.

 

Pero una cosa es que toda actividad humana sea intrínsecamente moral y otra que todo ser humano se aperciba de ello en sus justos términos (ética). Para poder apercibirse del carácter moral de toda actividad humana es preciso haber descubierto que tenemos un destino propio, es decir, un futuro que reclama nuestra libertad para que organicemos responsablemente nuestra conducta. Si el destino es entendido como un fundamento, no se puede ser responsable, ya que su llamada será entendida como una determinación o prefijación de la respuesta.

 

Precisamente en esto estriba el criterio que discierne la moral de la ética. Ética es aquella regulación de la conducta que se hace desde la captación de la verdad como futuro destinal humano; moral –en el sentido restringido que propongo– es la regulación de la conducta hecha desde la verdad entendida como pasado –bien sea un pasado entendido como fuerza irracional, o mágico, bien como un pasado que no pasa, o mítico, bien como un pasado original, o budista, bien como un pasado que acompaña, o arché–. Simplificando, podría decirse también que la ética es la regulación de la conducta desde el saber, mientras que la moral es la regulación de la conducta desde la opinión.

 

Paralelamente, en lo que he llamado moral la obligación es concebida como puramente externa o, lo que viene a ser lo mismo, no es vinculante, sino constrictiva. Si se obedecen las normas, no es por acatamiento interno y por generosa entrega al futuro destinal, sino por miedo a las inexorables consecuencias que están prefijadas desde el pasado. Por el contrario, en lo que he llamado ética la obligación no es necesidad ni miedo, sino libertad y don. Organizar la conducta propia de manera responsable –esto es: obrar éticamente– significa darse cuenta de que nuestra conducta tiene el carácter de medio vinculado intrínsecamente con un fin último o destino, que en vez de determinamos nos invita a seguirlo libremente. Hay entre la ética y la moral, tal como las entiendo, una diferencia análoga a la que, salvadas las diferencias, existe entre el Nuevo y el Antiguo Testamento: mientras que en el Antiguo Testamento la ley es una normativa externa, en el Nuevo la ley está escrita en los corazones, se hace patrón de crecimiento.

 

He dicho que, para la ética, nuestra conducta tiene el carácter de medio por el que entramos en relación directa con el destino, pero como el destino no determina, no existe un canon único para hacerlo, aunque sí existen orientaciones perennes que emergen de la misma llamada destinal. En la moral, por el contrario, no existen orientaciones para la conducta, sino preceptiva externa. Pues bien, la ética como saber se ocupa justamente de las orientaciones prácticas que emergen del destino, orientaciones que afectan a las tareas y medios concretos con que realizamos nuestra destinación. A diferencia de lo que llamo moral que consiste en una minuciosa prescripción de acciones a realizar o a evitar, la ética como saber contiene sólo orientaciones prácticas que sólo la libertad de la persona responsable sabrá aplicar en concreto. Mientras que la moral es taxativa, la ética es prudencial.

 

4.  De los planteamientos precedentes se infiere que el descubrimiento socrático, con haber aparecido tardíamente en la historia del pensamiento, revela, no obstante, una comprensión más honda y verdadera que la de cuantos le precedieron en el ejercicio del humano pensar, y ello implica que tal descubrimiento es válido para todo hombre, no sólo para él y sus seguidores. En este sentido, ha de admitirse una dimensión ética originaria y profunda, compartida por todos los seres humanos, aunque no todos ni siempre hayamos sido conscientes de ella. Denomino, en consecuencia, eticidad originaria a aquella propiedad de toda actividad humana por la que ésta se perfecciona o degenera según la respuesta que dé al reclamo destinal, que afecta a todos los hombres, por más que no todos lo identifiquen adecuadamente.

 

De este sentido originario de lo ético, que es el más amplio y profundo, debe distinguirse ante todo la ética manifiesta y consciente, que es la organización responsable de la conducta en orden al destino. Este sentido, más restringido en extensión, deriva naturalmente del primero y no es más que la consecuencia razonable de su descubrimiento. Así mismo, la eticidad originaria no ha de ser confundida con la ética como saber. Consecuencia directa de la ética manifiesta, la ética como saber tiene por función suministrar orientaciones universales para la conducta personal prudente.

 

Tal como han quedado expuestas, y dentro de la convención terminológica que sugiero, la noción de eticidad originaria y la de moralidad no se oponen, o dicho a la inversa: no cabe una moralidad originaria. La moral es sólo ética mal entendida y, por lo tanto, se opone a la ética manifiesta por ser inconsciencia ética. Lo que llamo moral no es la falta absoluta de eticidad, sino su incomprensión por cifrar su sentido en el pasado. Aun siendo opuestas, el advenimiento de la ética manifiesta no suprime, con todo, la moralidad, ya que sólo unos pocos la descubren e incluso si fueran muchos, siempre habría que contar con los aprendices o educandos. Tampoco se insinúa aquí que la eticidad deba eliminar toda normativa, ni siquiera alguna, sino únicamente que, en la medida en que la persona esté madura, debe superarse el carácter externo, coercitivo y no integrado de la norma. En resumen, por moralidad entiendo una eticidad incomprendida e inferior que se basa en la opinión, y que genera normativas particularizantes y encadenantes, al ser interpretadas como externas o no vinculantes y obedecidas por coacción o miedo.

 

 

 

Il. La distinción teoría-práctica

 

 

1. En la parte anterior distinguí tres niveles de ética: la ética originaria, la ética manifiesta y la ética como saber. La ética originaria es común a todos los hombres en cuanto que están siendo reclamados por la verdad como destino, aunque no todos los hombres sepan calibrar debidamente la índole de este reclamo. La ética manifiesta acontece cuando el hombre descubre que la verdad lo solicita desde el futuro, o sea, cuando descubre la verdadera índole del destino con independencia de otras ultimidades. Por último, la ética como saber no es sino el estudio y la propuesta de aquellas orientaciones prácticas que proceden de la índole misma de la llamada del destino.

 

Pero también propuse anteriormente atribuir a Sócrates la paternidad de la ética. Con toda razón podría preguntarse de cuál de estas tres éticas es iniciador Sócrates, porque obviamente no lo es de la primera, siendo, como es ésta, común a todos los hombres. Antes de responder directamente, he de añadir que tampoco es, propiamente hablando, padre de la ética en el tercero de sus sentidos. La explicación de esto es algo prolija, aunque no difícil.

 

Lo ético en Sócrates no es su doctrina sino su vida, esto es: lo ético no es el contenido de su decir, es lo que hace, incluido su decir mismo. En realidad, Sócrates no propone ni justifica reglas de conducta, aunque su tema preferido sea la virtud, pues su interés por lo ético es más teórico que práctico. Preguntar en qué consiste la valentía no es ser valiente, y aclarar su concepto no es enseñar cómo se adquiere aquélla. Sócrates no es ni un moralista ni un ético en su doctrina, dado que ni se dedica a dar y justificar códigos de conducta ni tampoco orientaciones prácticas para realizar adecuadamente la propia destinación. En cambio, sí que es un ético en su vida, ya que en ella se conduce tomando como norma el destino, o sea, la búsqueda de la verdad: se desinteresa por lo físico, abandona la vida pública y la política, selecciona las personas con quienes trata y, finalmente, incluso acepta la muerte, teniendo como criterio su fidelidad a la verdad. Pero, al mismo tiempo, debe añadirse que Sócrates no intenta transmitir una doctrina, como lo evidencia su método, sino contagiar, por así decirlo, una actividad –la búsqueda de la verdad o filosofía–, y, en virtud de ello, no puede decirse que sea un teórico de la filosofía, sino más bien un practicante del filosofar. Según esto, no es ni un filósofo de la práctica ni un teórico de la filosofía, es un práctico del filosofar; no es ni un ético ni un filósofo al uso, sino un ético del filosofar mismo.

 

La singularidad de Sócrates reside en ser el descubridor de una nueva ultimidad y del modo de relación adecuado con ella, pero no en haber distinguido todas y cada una de las posibilidades que desde ella se abren. Sócrates ha descubierto la verdad como destino y ha dedicado su vida a buscarla, pero esta búsqueda es una búsqueda de la verdad no discernida, sino en bloque. Sócrates no distingue teoría y práctica porque su práctica es teórica y su teorizar es práctico. Por eso su intelectualismo es ético y su ética intelectual. Si uno no ha descubierto todavía la verdad como destino, no puede sentirse responsable de sus actos, y si la descubre, no puede menos de entusiasmarse con ella y abrirse a sus dictados. Para el primer explorador de la ética sólo cabe ignorancia o conocimiento, no bien o mal. Cautivado por la verdad, Sócrates no distinguió la diferencia entre verdad teórica y verdad práctica, y este indiscernimiento contiene junto a una confusión un gran acierto, pues aunque no llegue a diferenciar lo teórico de lo práctico, acierta a señalar lo común a ellos: que ambos son verdad o, más exactamente, que son dos modos de verdad.

 

Si antes he afirmado que Sócrates no puede ser llamado con propiedad padre del saber ético, es precisamente porque ignora la distinción entre saber teórico y saber práctico, y no se pueden estudiar ni proponer orientaciones prácticas para la conducta sin haber reconocido antes la singularidad de la práctica.

 

Descartadas dos de las tres alternativas posibles, la pregunta anteriormente formulada por mí acerca de la paternidad ética de Sócrates, no tiene más que una respuesta: Sócrates es el iniciador de la ética como regulación responsable de la conducta humana ante el destino. Pero de inmediato surge otra pregunta, ¿quién es entonces el iniciador del saber ético? Como voy a intentar demostrar a continuación, la respuesta a esta pregunta es: Aristóteles.

 

2. Platón, como es sabido, dio también gran importancia a los temas éticos y políticos, los más propios del hombre. Y aunque desarrolló notablemente la teoría de las virtudes, no supo tampoco discernir la verdad teórica de la verdad práctica, cosa por lo demás patente no sólo en su doctrina, sino también en su vida, ya que su intelectualismo ético fraguó en utopismo político y llegó a proyectarse en su vida real con el consiguiente descalabro en el episodio siracusano.

 

El pensamiento de Aristóteles es en este punto clarificador:

 

"Con razón se dice que realizando acciones justas se hace uno justo... y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno. Pero la mayoría no practica estas cosas sino que se refugia en la teoría y cree filosofar y llegar así a ser hombres cabales; se comportan de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía"[7].

 

La opinión que Aristóteles pone aquí en boca de la mayoría corresponde sin duda también a la de Platón y Sócrates, según consta por las referencias que algo más adelante hace a este mismo respecto[8]. Frente a ellos, Aristóteles sostiene la distinción entre un saber teórico y un saber práctico.

 

Para el conocimiento teórico, el bien y el mal son respectivamente la verdad y la falsedad; para el conocimiento práctico el bien es lo que está de acuerdo con el recto deseo, el mal lo que está en desacuerdo con él. Vemos, pues, que se trata claramente de dos partes y de dos operaciones distintas del alma, pero cuya distinción no es puramente subjetiva, pues se basa en la diversidad de sus objetos y no sólo en la discrepancia de sus modos de actuación.

 

En efecto, la diferencia entre esas facultades (entendimiento teórico y entendimiento práctico) se advierte ya en el respectivo modo de funcionamiento. Así, mientras los hábitos del entendimiento teórico nos son dados naturalmente y sólo necesitan pasar de la potencia al acto –cosa que hacen por sí mismos en cuanto el intelecto ejerce su actividad–, los hábitos operativos del entendimiento práctico han de ser adquiridos.

 

Pero, a su vez, la base de esta diferencia estriba en que el objeto del entendimiento práctico es fruto de la operatividad humana, ya que –dice Aristóteles– en la ética como en cualquier otro saber operativo aquellas cosas que se han de aprender a hacer, las aprendemos haciéndolas; v.gr.: haciendo casas se aprende a construir, y tocando la cítara a ser citarista, igualmente la virtud de la justicia se aprende y adquiere siendo justos[9]. Por ello, tanto la ética como la producción técnica tienen por objetos las posibilidades factivas, esto es, realidades no necesarias sino posibles y que dependen en su ser de la actuación del hombre. En cambio, el entendimiento teórico, al versar sobre el ser y lo necesario, no admite modulaciones intermedias entre la verdad y el error.

 

El carácter específico de los objetos posibles que dependen de nuestro hacer determina que antes de ser conocidos deban ser producidos; sólo después de adquirir el hábito de producirlos bien llegamos a conocerlos bien. Ésta es la gran diferencia inicial entre teoría y práctica y lo que justifica que la ética aristotélica no verse ya, como la socrática, sobre qué son las virtudes, sino sobre cómo adquirirlas, o, lo que es igual, que su estudio de la ética no sea un saber teórico sino práctico.

 

Además, por esa peculiar condición que tiene el saber ético, resulta que el único modo de aprendizaje cabal es la imitación de quienes son maestros del saber hacer; quien mejor sepa tocar un instrumento será también quien mejor pueda enseñar su manejo, o igualmente, el que posea una virtud en más alto grado será quien mejor pueda enseñar a adquirirla. No es de extrañar que Aristóteles proponga que la norma verdadera de la conducta ética sea la imitación de la conducta de los hombres virtuosos y especialmente de los hombres prudentes, que son los que poseen prácticamente –es decir, verdaderamente– el orthos logos.

 

Como es palpable, la ética aristotélica no consta de normas sino de orientaciones prácticas para la conducta. Y así advierte Aristóteles que cuanto se diga de la práctica debe decirse en esquema y no con rigurosa precisión, no sólo cuando se habla de ella en general sino, también, y con mayor razón aún, cuando se habla de ella en particular ya que

 

"no caen bajo el dominio de ningún arte ni precepto, sino que los mismos que actúan tienen que considerar siempre lo que es oportuno, como ocurre también en el arte de la medicina y en el del piloto"[10].

 

Antes de seguir adelante quisiera notar que esa condición peculiar de lo operativo antes señalada, según la cual sólo al hacer se aprende lo que ha de hacerse, afecta única y exclusivamente a los hábitos operativos y a su adquisición, pero no a los actos ni a su valor ético. Determinar si una acción es virtuosa o viciosa es algo que no ha de aprenderse poniéndola por obra, porque o se sabe distinguir el bien del mal, o no se sabe, y no cabe término medio ni, por tanto, verdadera adquisición o aprendizaje en este terreno. No podríamos tomar como norma y modelo lo que hacen los hombres prudentes, si no supiéramos que su conducta es digna de imitación, o sea, buena. Una cosa es decir que la prudencia es lo que hacen los hombres prudentes –proposición casi tautológica–, y otra cosa es proponer como modelo de conducta a los hombres prudentes. En esto último hay una valoración no teórica sino práctica de cómo debe ser la conducta, que prejuzga favorablemente, es decir: como buena, la de los que son llamados prudentes. Más aún, sólo si quien recibe esta orientación práctica sabe distinguir entre el bien y el mal, sabrá reconocerla como tal orientación práctica.

 

En este punto es Tomás de Aquino quien completa la doctrina de Aristóteles desarrollándola en la línea de su inspiración genuina. La captación del bien y del mal depende, según Tomás de Aquino, de la sindéresis o hábito que contiene los primeros principios del obrar humano De la misma manera que la captación de la verdad o falsedad teóricas no se aprende, sino que se tiene de antemano gracias al hábito natural de los primeros principios, así también la captación del bien y el mal prácticos no se aprende, sino que se ejerce en virtud de un hábito natural que contiene los primeros principios del obrar humano. Traduciendo los conceptos al esquema por mí propuesto, se puede decir que la sindéresis es la presencia habitual a nuestra mente de la llamada del destino que nos permite saber qué es lo que está de acuerdo o en desacuerdo con él en nuestras acciones.

 

La ampliación recién indicada del esquema aristotélico por Tomás de Aquino permite una fijación más adecuada de su concepto de orthos logos. El gran conocedor de la obra y del pensamiento aristotélico, Fernando Inciarte, ha propuesto acertadamente en El reto del positivismo lógico entender el orthos logos como una correcta ratio[11]. Sugiere con ello que la razón práctica es una razón que se mueve en un orden donde cabe la contradicción, es decir, donde cabe a la vez el sí y el no, la verdad y el error. En el plano teórico el error no puede ser más que ignorancia o desconocimiento, es decir, nada positivo; en cambio, en el plano práctico tan concreta es la acción buena como la mala. Por eso el orthos logos sería una razón que ensaya y corrige constantemente las acciones según la materia particular a la que se aplique. Me parece acertada esta interpretación, sólo que creo sería conveniente explicitar que en esta labor de autocorrección –o adaptación, sería mejor decir, a la índole particular de la materia de cada acción– la razón práctica se guía formalmente por su referencia al destino. Lo que hace formalmente recto al logos es su positiva ordenación al destino, no su adaptación a la circunstancia material. Lo contrario seria admitir una ética situacional o circunstancial, o sea, tomar como norma la materia de la acción, e interpretar el método de ensayo y error como un aprendizaje teórico, no práctico –pero el método de ensayo y error no permite aprender teóricamente nada que antes no se supiera o pudiera saberse. Por lo demás, no cabe que haya una correcta ratio, si no existe previamente una rectitudo formal que sirva de criterio constante de las rectificaciones[12].

 

Hasta aquí he dibujado a grandes trazos la aportación aristotélica, que demuestra, a mi juicio, claramente la exactitud de la atribución antes hecha por mí a Aristóteles de la paternidad del saber ético. También he señalado alguna de las muchas aportaciones que hicieron los medievales a la herencia aristotélica. Quisiera, ahora señalar ciertas mejoras introducidas por el pensamiento moderno al saber ético en orden a definir la diferencia entre teoría y práctica.

 

Me referiré primero a la aportación de Leibniz. Este gran filósofo, siguiendo la tendencia moderna, entiende el pensar como producción, pero de tal modo que también la producción es entendida como pensamiento o teoría.

 

En Leibniz, aunque no suele tenerse en cuenta, el principio de ajuste o armonía es el principio de perfección, que él llama también del máximo y del mínimo, a saber: del máximo resultado con el mínimo esfuerzo. Es el principio que rige las actuaciones de Dios y es el principio de infinitud, pues está por encima de la contradicción al reunir en unidad a los opuestos (máximo y mínimo). Es este, sin duda, en el ánimo de Leibniz un principio ético, aunque en verdad es más bien un principio de economía, o la elevación de la economía en la producción al rango de primer principio.

 

Y esta peculiar síntesis de intelectualismo ético-productivo nos ofrece algunas ganancias muy netas en la comprensión del objeto de la práctica, que como ya indiqué anteriormente es la razón fundamental de la distinción entre práctica y teoría.

 

En efecto, para Leibniz lo posible es, por un lado, lo pensable, pero, por otro lado, lo pensable es siempre una esencia, y lo característico de las esencias finitas es que son unas y no otras, como diría Platón. Ello implica que las esencias finitas y los posibles finitos contienen en si la exclusión de otras esencias y posibles finitos, aunque no de todas las demás. Hay, pues, posibles compatibles entre sí y posibles incompatibles, más aún: todo mero posible es compatible con una infinitud de posibles, e incompatible con otras muchas infinitudes de posibles. Esto da lugar a la formación de universos de posibles, integrados por una infinitud de posibles compatibles y que excluyen a otros universos de posibles incompatibles con cada uno de ellos. Precisamente cada posible es meramente posible porque tiene una infinitud de incompatibles con él, pero es posible porque tiene también una infinitud de compatibles con él. Rige aquí, por tanto, el principio de identidad y de contradicción, de manera que los universos se excluyen mutuamente: cada universo es el que es en la medida en que excluye a todos los otros.

 

Conviene notar, sin embargo, que hay una esencia, la esencia infinita y perfecta que no excluye a ninguno de estos universos precisamente porque está por encima de la contradicción, ni tampoco es excluida, paralelamente, por ninguno de ellos. Esta esencia tiene la índole del pensamiento infinito o universal, en el que están incluidos todos los universos posibles y meramente posibles. Tal esencia, al no tener opuesto, es un posible necesario, o sea, un posible que no es meramente posible, sino real: es la esencia que implica la existencia, el número de todos los números o unidad pura, Dios.

 

No es, por tanto, la esencia infinita lo que determina la mutua exclusión de los universos ni las incompatibilidades entre las esencias, ni tampoco la condición de posible meramente posible. El principio de limitación y de exclusión, o sea, de la positiva contradicción entre los posibles, es más bien la existencia fáctica. La existencia fáctica es estrecha y no admite, como la esencia infinita, dentro de ella la contradicción. Por eso, la existencia de los universos a la vez es imposible fuera de la mente de Dios. Ahora bien, como cada universo es excluido por todos los demás y todos son igualmente posibles, ninguno de ellos pasaría a la existencia, si no fuera por la decisión y el poder de Dios, que elige el mejor de los posibles necesariamente, por razón del principio de perfección.

 

De todo lo dicho se desprende este gran avance: los posibles no son todos posibles a la vez fuera del entendimiento infinito. Su concreción y diversidad los hace incompatibles entre sí. Si algo posible llega a ser realidad, infinitos posibles dejan de serlo para siempre. Puede que parezca que no hemos avanzado mucho, pero el camino recorrido aparecerá más tarde.

 

El siguiente gran paso en la comprensión de lo posible es ya propiamente ético y lo efectúa Kierkegaard. Kierkegaard desarrolla por su cuenta la misma idea de Leibniz, pero referida ya estrictamente a la libertad humana. Como se sabe, para él las posibilidades reales tienen la forma de alternativas con la consiguiente frustración para la infinitud del espíritu humano: si te casas, te arrepentirás; si no te casas te arrepentirás también. Es decir: si te casas, perderás las posibilidades del soltero, si no te casas perderás las posibilidades del casado.

 

Se trata obviamente de una aplicación –a sabiendas o no, de la idea leibniziana antes expuesta– a la práctica del hombre. Nuestro hacer lleva consigo necesariamente que realizadas ciertas posibilidades perdamos otras infinitas posibilidades. En cambio, nuestro pensar no es así. Kierkegaard sostiene que nuestro pensamiento es infinito, mientras que nuestra acción es finita. Estando forzados a ser a la vez ambas cosas, todo nuestro ser y obrar es alternativo.

 

Se puede, ante todo, optar por el pensamiento o por la acción, pero pretender quedarse con la infinitud de posibilidades del pensamiento o renunciar a ella para satisfacerse con lo finito de nuestro ser es pura superficialidad estética y desesperación. Por eso el estadio estético, que es el que opta separadamente por una u otra de las dos dimensiones contradictorias de nuestro ser (infinitud, finitud), ha de ser superado mediante el salto al estadio ético. El hombre ético intenta la síntesis o, lo que es igual, acepta el compromiso de la realidad. Cierto que el estadio ético es más maduro y tiene posibilidades propias, pero, eso no obstante, en él se pierden las posibilidades del estadio estético, y por ello no consigue la síntesis total y acaba en el arrepentimiento. Sólo el salto al estadio religioso por la fe permite la integración unitaria de todas las posibilidades del hombre, al conectar los contradictorios en su punto de origen –único común a ambos– y hacer viable la repetición, o sea, la superación de la alternativa.

 

La ley de la alternativa tiene una vigencia obvia, al margen de los planteamientos kierkegardianos, en el orbe de las acciones y producciones humanas. El barco de remos tiene unas posibilidades que no tiene el de vela, y viceversa; y ambos tienen, a su vez, otras distintas que las del barco a vapor, etc. Cada uno de ellos tiene sus ventajas e inconvenientes y eso obliga a optar por uno u otro en la práctica, según los objetivos perseguidos y su adecuada consecución. Lo mismo ocurre con las acciones humanas todas.

 

Las aportaciones de Leibniz y Kierkegaard nos ofrecen un aspecto nuevo y muy interesante en la diferenciación entre teoría y práctica: para la actividad teórica las posibilidades no son alternativas y excluyentes, para la actividad práctica sí. Pensar no es segregar ni dispersar, sino integrar y unificar; obrar es sembrar la unidad de lo pensado en la dispersión y limitación del tiempo físico.

 

Si unimos dicha aportación al esquema aristotélico, tendremos que el objeto del saber teórico es el ser veritativo –o la verdad– sin restricciones, mientras que el objeto del saber práctico es la verdad de las acciones y producciones humanas en el mundo. El pensar teórico, que busca sin restricciones la verdad, es independiente del tiempo físico y de la causalidad mundana; el pensar práctico, que ordena nuestras acciones y productos al destino, no es independiente del tiempo y de la causalidad físicos, sino que está condicionado por ellos. El primero es infinito o ilimitado, el segundo está condicionado por la finitud en la forma de alternativas.

 

 

3. La distinción entre teoría y práctica no tiene el sentido de una separación u oposición entre ellas. Saber teórico y saber práctico tienen que ver ambos con la verdad última, es decir, con el destino del hombre, aunque cada uno a su manera. La relación del hombre con su destino no es simple. Por una parte, el destino se ofrece al entendimiento teórico como un infinito en acto que orienta su búsqueda inagotable, o sea, se ofrece como verdad última a la que somete su actividad y de la que obtiene como ganancia la verdad teórica. Por otra parte, el destino se ofrece al entendimiento práctico como perfección que lo orienta en la realización de tareas mundanas ajustadas a ella, es decir, perfectivas del mundo y del hombre; en pocas palabras: se ofrece como criterio último de su actividad y del que obtiene como ganancia la verdad práctica.

 

Tal duplicidad de relaciones no es una mera distinción abstracta, sino precisa y funcional. La verdad teórica no requiere para su obtención excluir nada de la actividad del entendimiento teórico; la verdad práctica exige del entendimiento práctico apartarse, para la realización de las tareas, de cuanto no se ajuste a la perfección del destino. Dicho de modo más directo: el entendimiento teórico puede tratar con el error y con el mal sin contaminarse necesariamente con ellos, el entendimiento práctico no. Indagar teóricamente qué es el mal no es intrínsecamente malo, experimentar prácticamente el mal es hacerlo y perder la posibilidad del bien[13].

 

Se razona, a veces, que para saber si la droga es mala es conveniente drogarse, que para saber si puede uno comprometerse en matrimonio hay antes que probarlo experimentalmente. Quienes así piensan olvidan la grandeza del espíritu humano, que funciona a priori –no a posteriori– respecto de sus objetos, que puede también aprender con la experiencia ajena, y que es creativo respecto de sí y del mundo en la medida en que se destina al futuro. Pero, sobre todo, incurren en un gravísimo error práctico, pues desconocen la ley de la alternativa más arriba enunciada, y según la cual llevar a la práctica una opción mala es perder las posibilidades del bien. Quien pretende experimentar la droga para conocerla, cuanto más la experimenta más incapacitado estará para conocerla, quedando atrapado por ella en su libertad y salud hasta el punto de no poder con frecuencia recuperarlas por sí mismo. Quien quiere probar el matrimonio antes de casarse pierde la posibilidad de realizar un matrimonio como entrega íntegra, y su vida posterior quedará condicionada restrictivamente por aquella experiencia. La experiencia del mal sólo nos enseña cuán difícil es volver al bien[14].

 

La mencionada peculiaridad de la verdad práctica obliga a ser sumamente cautos y circunspectos con ella. Descartes, por ejemplo, mientras suspendió en la teoría sus juicios, no pudo ni quiso permanecer sin criterios de conducta prácticos ni un solo momento, e hizo provisión de unos pocos principios seguros, a su juicio. La razón de tal diferencia de método entre la teoría y la práctica parece ser, para Descartes, la urgencia de las acciones de la vida, que no admiten dilación[15]. Sin embargo, debe notarse que no es cierto que un juicio práctico no pueda ser pospuesto de una u otra manera por algún tiempo: lo que no se puede posponer es la totalidad de los juicios prácticos. Pero, en rigor, tampoco se pueden posponer todos los juicios teóricos; de hecho, Descartes no suspendió todos sus juicios teóricos, pues su duda metódica general se encamina al hallazgo de una certeza primera y absoluta, en lo que va implícita una decisión teórica y un juicio previo acerca de qué sea la verdad. Sin negar la concurrencia de una cierta premura en las decisiones prácticas, quiero subrayar que los diferentes tratamientos metódicos dados por Descartes a la teoría y a la práctica tienen otra justificación, a saber: que si se puede fingir una duda general en el orden de la teoría, en el orden de la práctica no se admiten ficciones ni ensayismos, pues los errores prácticos se pagan demasiado caros.

 

Con esa peculiar índole de la verdad práctica se halla relacionado también un principio ético capital: el fin no justifica los medios. Dicho principio implica que los medios prácticos no son indiferentes para el fin o que no cualquier medio es apto para el fin ético. Si en la verdad teórica es válido el principio lógico ex falso quodlibet, en la práctica no es válido su equivalente: de medios éticamente malos no pueden obtenerse fines éticamente buenos. El fin ético (la perfección) no es un fin abstracto, es la perfección de las acciones del hombre en el mundo, y por consiguiente ha de ser hecho. Ello exige, además del requisito de la congruencia entre medios y fin –vigente también en la teoría–, la integridad de la perfección práctica, o sea, la mutua integración de fin y medios éticos. Habiendo de realizarse en el tiempo y en el mundo –no al margen de él, como la teoría–, y siendo, en consecuencia, heterogéneos entre sí, el fin y los medios se han de tener mutuamente en cuenta, so pena de quedar desvinculados. La obtención del fin habrá de tener en cuenta la naturaleza de los medios y la ordenación de los medios deberá hacerse de acuerdo con la perfección del fin. Sólo así los medios serán medios para el fin ético y el fin quedará inscrito en las obras. El interés de la ética se dirige, pues, a la perfección, pero pasa necesariamente por los medios: el fin de la ética son las obras buenas.

 

La diferencia existente entre la verdad teórica y la verdad práctica es equivalente a la que hay entre conocer la verdad y hacer la verdad. Conocer la verdad –cuando no es conocer algo meramente verdadero– es descubrir que el destino adecuado de nuestra inteligencia es lo infinito y, en congruencia con ello, ejercer el pensamiento como investigación inagotable. Hacer la verdad es introducir la perfección del destino en el mundo y en la vida humana y, en congruencia, desarrollar una actividad que ordene el mundo y la vida humana a fines perfectivos abiertos o infinitos, respetando en todo momento las leyes y la naturaleza propias del. mundo y de la vida humana. El descuido de esta distinción genera errores como utopismos y pragmatismos, que no quieren reconocer la idiosincrasia de uno de los dos tipos de verdad, la práctica y la teórica respectivamente.

 

Para terminar, tanto la unidad del hombre como la unicidad del destino abren paso, en su mutua referencia, a una recíproca influencia entre verdad teórica y verdad práctica. Una percepción teóricamente desajustada del destino interfiere necesariamente en las orientaciones prácticas del hombre, por ejemplo: si no se advierte la condición futura o destinal de la verdad, la eticidad originaria decae en moralidad. Pero también la verdad práctica incide en la captación teórica de la verdad por una especie de efecto de feed-back: si no se siguen las orientaciones prácticas del destino, aunque hubiera sido bien percibido, a la larga terminará siendo tergiversado. Naturalmente, el influjo mutuo también funciona en sentido positivo: la verdad teórica abre los horizontes de referencia últimos en que se encuadra la verdad práctica; la verdad práctica consagra y culmina la relación con el destino. En cualquier caso, verdad teórica y verdad práctica muestran estar integradas en una relación unitaria.

 

 

 

III. Eticidad originaria y eticidades derivadas

 

 

Llegados a este punto, cabe preguntarse cuál es la justificación de ese doble modo de relación entre hombre y destino, que tanto la tradición como la razón nos exigen distinguir. Desde los planteamientos antes esbozados cabe responder: la ultimidad destino no destruye ni anula la relación de la naturaleza humana con la ultimidad fundamento, pero sí la cambia. No la anula ni la destruye por ser superior como ultimidad, y lo superior sólo lo es si respeta y mejora lo inferior; pero la modifica en el sentido de poner el fundamento a disposición del hombre: es lo que entiendo que Aristóteles y Tomás de Aquino llamaban hábito de los primeros principios, la posesión habitual de los primeros principios del ser y del obrar que permiten al hombre incidir, con su pensamiento y su conducta, de modo perfectivo en el mundo físico.

 

Resulta de ello un doble modo de relación hombre-destino, un modo inmediato y otro mediato.

 

El modo inmediato es la relación originaria establecida por la llamada originaria del destino –llamada que hace al hombre hombre– y por la respuesta originaria, que es el ejercicio mismo de la libertad como actividad netamente humana. Por ser constituyente del propio ejercicio del pensar y del querer, esa relación no es objeto directo ni del pensar ni del querer, y no puede decirse con verdad que sea ni consciente ni inconsciente, pues es una relación supraobjetiva, aunque la habitual inercia del entendimiento y voluntad humanos hacia lo objetivo desvíe la atención y oculte casi siempre su existencia. A esa relación corresponden, como es natural, una responsabilidad y una eticidad originarias, ya que el sentido positivo o negativo de su destinación así como la noción que el hombre se forma de si y de la ultimidad destino están indisolublemente unidos a la calidad de la respuesta ejercida en la relación originaria.

 

El modo mediato de la relación hombre-destino nace de la modificación introducida por la llamada del destino en la relación naturaleza humana-fundamento, y en virtud de la cual, en vez de estar sometido al fundamento, el hombre dispone de él. Naturalmente, por esa modificación la relación hombre-mundo dice una intrínseca referencia al destino, y el modo en que el hombre dispone del fundamento es objeto de una responsabilidad y eticidad propias ante el destino. De esta manera, la noción que se forma el hombre del mundo y de su actividad en el mundo así como el sentido de su actuación efectiva sobre el mundo dependen de la calidad de la respuesta a la llamada mediata del destino, por más que esa referencia destinal quede oculta por la inmediatez de la relación hombre-mundo, que coincide con lo que he denominado, en el párrafo anterior, inercia humana hacia lo objetivo[16].

 

En el modo originario o inmediato de la relación hombre-destino no cabe, como es patente de suyo, discernir entre lo teórico y lo práctico, mientras que, por el contrario, no sólo cabe, sino que es imprescindible hacer tal distinción en el modo mediato, pues entre el hacer mismo y las nociones del mundo y de nuestra operatividad existen todas aquellas diferencias antes referidas para la teoría y la práctica. Por consiguiente, verdad teórica y verdad práctica, como modos distintos de la verdad, tienen su lugar apropiado dentro de la relación derivada o mediata, la cual, en buena lógica, deberá llevar el género plural y denominarse: relaciones derivadas teórica y práctica.

 

Esto supuesto, conviene señalar la unidad funcional de ambos tipos de relación con el destino. La llamada del destino modifica, no suprime, la relación naturaleza humana-mundo, o sea, tiene en cuenta esa relación y la integra en si. La relación hombre-mundo carece de sentido, tal cual es, si el hombre queda acotado o fundado por el mundo. Así pues, la llamada del destino alcanza a la totalidad de lo humano y se prolonga y cumple en la relación hombre-mundo; la relación hombre-mundo recibe su sentido del destino, y planifica o madura la penetración del mismo en la vida humana.

 

Con todo, el carácter supraobjetivo del modo de relación originario y la aparente inmediatez de la relación hombre-mundo dificultan la captación de la verdad, responsabilidad y eticidad originarias, y facilitan por el contrario la formación de un concepto de si y del destino supeditados al fundamento. Las verdades teórica y práctica –modos de relación derivados– suelen, al acontecer aquella supeditación, convertirse en guía y patrón de la verdad, responsabilidad y eticidad últimas, con el consiguiente ocultamiento del destino. Ello implica una disposición originaria negativa respecto del destino por parte del hombre, que nos inclina a lo inmediato y que se hace manifiesta en la ignorancia radical –ignorancia del sentido de la existencia humana– y en una peculiar noción de verdad última, que es entendida como algo que ha de poseerse en el presente o nos posee desde el pasado, en suma que está desfuturizado.

 

Pero no es imposible remontar el vuelo por encima de las apariencias, de las premuras del hacer y de los intereses inmediatos. Cuando la índole puramente futura de la ultimidad destino se nos hace patente por encima de aquellas dificultades y obstáculos, entonces la verdad teórica se ejerce de una nueva manera: no ya como sumisión inexorable al fundamento, sino como sometimiento libre al destino. La relación teórica con la verdad se establece como búsqueda, no de algo verdadero a poseer o que nos posee, sino de una verdad última íntegramente futura a cuyas orientaciones hemos de entregarnos futurizando nuestro presente. Al mismo tiempo, el conocimiento del destino y del hombre se emancipan del conocimiento del fundamento, y la moral se eleva a ética.

 

Sócrates –que descubrió la índole futura de la ultimidad destino y las consiguientes responsabilidad y eticidad originarias–, quizá por haber dedicado su vida a la difusión y contagio de tan gran descubrimiento, no llegó a vislumbrar la diferencia entre los modos derivados y el originario de la relación hombre-mundo, y vino así a confundir el error con la ignorancia del destino. Digo: la ignorancia del destino, porque, si se atiende a la actividad filosófica de Sócrates, se puede advertir que todo su discurso racional va dirigido a corregir no esta o aquella ignorancia particular –que él confiesa de continuo–, sino la ignorancia última, o sea, la suficiencia de lo sabido, que detiene el saber por desconocer la dignidad infinita de su destino. La función de la ironía socrática no es mostrar las ignorancias humanas –versión escéptica–, es mostrar la insuficiencia de lo sabido respecto del saber, a fin de extraer de ella, en filosófica mayéutica, el descubrimiento de la verdad-destino que reclama originaria e interminablemente al pensamiento humano.

 

Aristóteles, fiel a la inspiración socrática, amplió el área de la ética al diferenciar nítidamente teoría y práctica. Sin embargo, su intento, por lo demás perfectamente lógico, de armonizar ética y física le llevó a una singular confusión de destino y fundamento que, a pesar de ser confusión, es, no obstante, admirable por su equilibrio: hace coincidir el fin último con la causa final, pero a cambio concibe el motor inmóvil del universo como nóesis noéseos.

 

Quien parece haber enunciado con mayor aproximación la responsabilidad y la eticidad originarias que sostengo fue, quizá, Fichte cuando hizo depender el tipo de filosofía que se hace del tipo del hombre que se es[17]. Sólo que Fichte atribuye el pensar y el hacer a la autonomía del querer, es decir, a la autofundamentación de la voluntad, pero la libertad originaria que sugiero no es más que respuesta a la llamada de la verdad última, la cual tampoco es lo absoluto (fundamento-destino), sino el futuro que no se hace presente ni pasado, que no se desfuturiza. Desde las exposiciones precedentes, el aserto fichteano podría ser reformulado en estos términos: la clase de filosofía que se hace y la clase de hombre que se es, dependen de la calidad de la respuesta que se dé a la llamada de la ultimidad destino.

 

 

 

IV. Conclusiones

 

Para ampliar la visión de conjunto, resumiré, al terminar, algunas conclusiones a las que apunta el planteamiento esbozado en el curso de este escrito:

 

1.-El hombre es responsable personalmente ante la ultimidad destino no sólo en lo que hace, sino también de lo que piensa y, en particular, del concepto que se forma de sí y de su destino. Hay una libertad originaria, medida interna del ejercicio de la inteligencia y de la voluntad y guía última de la libertad como elección.

 

2.-Destino, responsabilidad y ética están indisolublemente ligados entre sí, aunque desde luego en una relación jerarquizada: sin referencia al destino no cabe ni responsabilidad auténtica ni ética verdadera. Las crisis sufridas por la ética tras su aparición en la historia del pensamiento, y que han coincidido con las tres crisis históricas del pensamiento occidental –finales del mundo antiguo, finales de la edad media, y finales de la edad moderna– tuvieron y tienen su origen en la pérdida del sentido destinal por sus respectivas filosofías.

 

3.-El saber sobre el hombre no cabe dentro de los márgenes del saber fundamental, y por ello la metafísica no abarca ni funda a la antropología. No se trata de que se niegue validez cognoscitiva a la metafísica, ni de que se exalte la relatividad del conocimiento humano o su carácter instrumental respecto de la voluntad: se trata simplemente de distinguir dos saberes válidos, pero heterogéneos.

 

4.-Lo que he denominado destino, responsabilidad y eticidad originarias pueden ser consideradas como las dimensiones trascendentales de la antropología, o sea, las primeras nociones de la meta-antropología.

 

5.-El fin último del ser humano no es directamente la felicidad, sino la realización de la tarea asignada por el destino o, en otras palabras, la destinación responsable de la propia libertad mediante tareas concretas en el mundo. La felicidad es asunto secundario, y consecutivo a la realización de la tarea.

 

 

IGNACIOFALGUERAS SALINAS

 

 



[1] Si es verdad lo que propongo, el famoso «conócete a ti mismo» significa para Sócrates: descubre la dignidad de tu destino y, por ella, tu propia dignidad.

[2] En griego, ethos escrito con épsilon significa simplemente costumbre, escrito con eta significa, entre otras cosas, carácter o modo de ser de la persona, y a este uso del segundo vocablo se vincula el nombre de ética. La ética como formación del carácter propio implica en el hombre, a diferencia del animal que sólo tiene costumbres, la. capacidad de ser principio de sus propios actos.

[3] Sobre la responsabilidad, trad. de Juan Miguel Palacios, Madrid 1980, p. 15.

[4] El destino así concebido sería «sino», moira, fatum, Schicksal, que impide ser verdaderamente libre o responsable. Lo que, en cambio, llamo destino coincide con lo que suele denominarse fin último, pero excluyendo la identificación del fin último con la causa final, ya que el fin último se relaciona con nosotros no como prius que nos antecede ni como término a alcanzar, sino como fin que no deja nunca de ser fin para nosotros. A fin de evitar malentendidos en esa línea he preferido potenciar uno de los sentidos de la palabra «destino», el de finalidad de un ser personal (Bestimmung), y he reservado el término «destinación» para designar la asunción activa y libre del futuro o fin por parte del ser humano.

[5] También Heidegger habla de llamada y de destino. Conviene advertir, sin embargo, que el destino del hombre en Heidegger está ocluido por la muerte: somos seres para la muerte, es decir, con un fin que deja de ser fin. Con esta carencia de futuro abierto está relacionada la preponderancia del Sein o fundamento en la filosofía heidegeriana. Ya incluso en la pretendida pregunta fundamental, la pregunta por el sentido del ser, se incurre en cierta confusión de fundamento y destino: la pregunta por el sentido apunta al futuro, mientras que el Sein es anterioridad fundante. Más que la pregunta fundamental es una pregunta destinal. Cuando esa pregunta quedó sin respuesta y el silencio fue interpretado como alocución del Sein, el futuro desapareció del alcance del hombre, incluso antes de la muerte, y fue reservado para las iniciativas del Sein: el Dasein se limita a estar a su escucha, a ser su guardián y oráculo, pero sin posibilidad de proyectos propios.

[6] El concepto de responsabilidad aquí propuesto coincide con el de libertad pura o trascendental. La libertad trascendental no es la libertad de arbitrio, sino la libertad como respuesta originaria al destino, la libertad que somos. No somos libres de tener que responder al destino, lo mismo que no somos libres de ser libres: nuestra libertad no es absoluta. Pero nuestro proyecto humano y cuanto, en respuesta a la llamada originaria del destino, hacemos como hombres es de nuestra absoluta incumbencia. La imposibilidad de eludir la respuesta originaria coincide con la inexorable repercusión de nuestra actividad respecto de nosotros mismos: que ciertas respuestas nos hagan buenos o mejores y otras nos hagan malos o peores no depende de nosotros, sino de la índole de nuestro destino. Pero el sentido, grado y modo de nuestra respuesta depende enteramente de nosotros. Por eso afirmo que la responsabilidad originaria, como unidad de vinculación y libertad, coincide con la libertad que somos.

[7] Ética Nic., II, 4, 1105b 9ss., trad. de M. Araujo y J. Marías, Madrid 1970, p.23-24.

[8]O.c., VI, 13, 1144b 18-30; VII, 1, 1145b 24-28.

[9]O.c., II, 1, 1103a 26ss.

[10]O.c., II, 2, 1104a 6-9.

[11] O. c., Madrid 1974, p. 183. En las sugerencias fecundas de este libro se inspira el resumen del pensamiento ético de Aristóteles antes ofrecido.

[12] En realidad, es la materia de la acción la que ha de adaptarse a la perfección del fin, pero esa adaptación tiene que hacerse de acuerdo con la peculiar naturaleza de cada acción concreta, y ello requiere un aprendizaje práctico de la naturaleza de la acción singular y una investigación prudencial del término medio, que no es el centro equidistante entre los opuestos, sino la armonía entre la perfección buscada y la naturaleza de la acción.

[13] Hay dos modos de conocer el mal, uno indirecto, a partir del bien del que el mal es privación, otro directo o en si mismo. Como no hay nada que sea éticamente malo excepto las malas acciones, para conocer el mal directamente hay que ponerlo por obra antes, pero en ese mismo instante se pierde el bien opuesto y sus posibilidades.

[14] Naturalmente, ni la droga ni la cópula carnal son malas en sí mismas, lo malo es su uso indebido, y la experiencia de ese uso indebido no arroja un mejor conocimiento del mal, mucho menos nos permite conocer el bien. El bien perdido se empieza a conocer cuando se intenta salir del mal.

[15] Discours de la méthode, ll' Partie, Oeuvres el letras, Gallimard, Paris 1953, p.

142.

[16] Aludo con ello a lo que mi maestro, Leonardo Polo, denomina «límite del pensamiento», El Acceso al ser, Pampiona 1964, p. 291 ss.

[17]Ersie Einieitung in die Wissenschaftslehre, 5, werke, Walter de Gruyter, Berlin, 1971, Band I 434.