LA FUNDAMENTALIDAD DE LOS FACTORES HUMANOS EN LA ECONOMIA

 

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

Con la voz «economía» sucede como con las voces «historia», «derecho» y otras parecidas, a saber: que se las usa en doble sentido, porque con ellas se designa tanto unos objetos de estudio como el saber o ciencia que los estudia. Por ejemplo, cuando se dice que la economía va bien o mal, nos estamos refiriendo a los asuntos o fenómenos económicos, mientras que cuando se dice que la Economía es positiva o normativa, nos referimos a la ciencia que estudia dichos fenómenos. Para distinguir ambos sentidos puede recurrirse al uso de la minúscula en el primer caso, y al de la mayúscula en el segundo. De acuerdo con ello, este escrito versa sobre economía o, lo que es igual, sobre los asuntos económicos mismos, acerca de los cuales cualquier ser humano puede tener algún conocimiento sin necesidad de una especial preparación.

 

Más en concreto, este escrito pretende tratar, como su título sugiere, de los fundamentos de la economía. Hoy día estamos tan acostumbrados a enfocarlo todo con conceptos generales y esquemas matematizantes que con mayor frecuencia de lo deseable se cae en el olvido de lo fundamental. Precisamente esto que se suele olvidar o dar por sabido es lo que, en mi condición de filósofo, más me interesa y lo que, en rigor, cae bajo el alcance de mi competencia.

 

Sin embargo, no debe pensarse que el tema así enfocado sea materia de interés exclusivo para filósofos. En realidad, toda exposición rigurosa de la Economía tiene que tocarlo al menos de pasada en sus mismos inicios, y algunos estudiosos de la Economía han tratado expresamente esas grandes cuestiones de diversas maneras. Concretamente, en estos últimos años Georg Gilder lo ha hecho en su magnifica obra Riqueza y Pobreza[1]. La tesis de este interesantísimo estudio puede ser resumida de modo un tanto personal en las siguientes ideas: las leyes de la Economía se cumplen tanto en la riqueza como en la pobreza, valiendo en si mismas indiferentemente tanto para la una como para la otra, por lo que ni las pueden explicar ni pueden causar con su aplicación más a la una que a la otra; los factores que determinan la riqueza o pobreza son factores extraeconómicos, a saber: el trabajo, la familia y la fe.

 

El objetivo de este ensayo no es otro que el de realizar una glosa filosófica de esos tres factores determinantes, según Gilder, de la riqueza—trabajo, familia y fe—, y que voy a utilizar como jalones en el desarrollo del mismo.

 

TRABAJO Y ECONOMIA

 

Doy por supuestos aquí ciertos conocimientos mínimos tocantes a la corporalidad humana y que mencionaré sólo de pasada. El ser humano es, como animal, un organismo biológicamente inespecificado. Frente a la especialización característica de la vida meramente biológica, el hombre se muestra como animal no especializado[2]. Incluso las necesidades más elementales del hombre, como pueda ser la de la nutrición, sólo están configuradas en nuestro organismo de una manera general: tenemos que comer, sentimos hambre, pero nuestra naturaleza no nos prescribe ni qué, ni cómo, ni cuándo[3]. Corresponde a la actividad libre del hombre determinar artificial e históricamente esos qué, cómo y cuándo, o sea, la especificación de nuestra animalidad. En ese sentido cabe sostener que el hombre es sólo genéricamente animal, y que cada individuo humano ejerce desde su racionalidad las funciones de la especie, por lo que, como supo entrever Kierkegaard[4], individuo y especie coinciden en el hombre.

 

Pues bien, la actividad libre mediante la cual el hombre abre la posibilidad de su especificación animal es, justamente, el trabajo o producción, que, en consecuencia, será la actividad más característica del ser humano. Como actividad, el trabajo es muy complejo, ya que en él intervienen tanto las facultades libres o espirituales como las orgánicas y, además, las virtualidades del mundo físico que son aprovechadas por aquellas. Para entender adecuadamente tan complicada actividad es preciso acudir a lo que denomino teoría de la producción.

 

El trabajo, tal como lo conocemos los hombres, nace de un defecto del pensamiento humano debido al cual nuestras ideas son incapaces de obtener naturalmente efectividad. A las ideas en principio no les corresponde ser directamente efectivas, pero si el no carecer de efectividad indirecta en virtud de su superioridad sobre la realidad física. A dicha falta de efectividad natural indirecta es a lo que llamo defecto. Tomás de Aquino enunció la falta de efectividad de las ideas en forma de principio: universalia non movent, sed particularia, in quibus est actus[5]. El mismo pensamiento puede ser expresado con ejemplos más gráficos: el fuego pensado no quema, la idea de vaca no engendra terneros, etc.

 

El procedimiento mediante el cual podemos conseguir subsanar ese defecto, a saber: la impotencia de nuestras ideas, y dotarlas de cierta efectividad es lo que se denomina producción. Resumidamente dicho, producir es introducir artificialmente las ideas en un proceso temporal físico que las vehicule y dé efectividad. Tal procedimiento se articula básicamente en cuatro pasos jerarquizados, cada uno de los cuales depende de una facultad humana distinta: primero la inteligencia, que forma y tiene las ideas, luego la voluntad que decide dotarlas de efectividad, en tercer lugar la imaginación, que activada por la voluntad ordena su propio movimiento según la idea y, por último, las facultades locomotrices, que imperadas por la voluntad ejecutan físicamente el esquema imaginativo articulado según la idea. De esta manera, las ideas quedan incorporadas en un proceso temporal físico, y también al revés: mediante la producción, ciertos procesos temporales físicos son ordenados de acuerdo con ideas.

 

Esta última observación nos permite afirmar que la producción es una relación real del hombre con el mundo físico, por lo que ha de ser vista desde sus dos polos para poder comprenderla adecuadamente. Si vista desde el polo humano la producción es el modo de alcanzar efectividad para las ideas, vista desde el mundo físico la producción aparece como la introducción de una cierta ordenación de la entropía, que depende por entero de las ideas y produce un relativo incremento de la efectividad. Voy a detenerme un momento en este segundo aspecto.

 

Piénsese, por ejemplo, en un láser. El rayo láser es bastante más potente que los rayos solares, porque éstos son dispersos o entrópicos, mientras que el rayo láser es una radiación luminosa coherente, o sea, un haz ordenado de fotones. En el láser de rubí ese efecto se consigue reuniendo la energía de una fuente radiante con la estructura ordenada de un cristal. Al hacer que los átomos del cristal emitan fotones, la propia estructura cristalina se encarga de hacer coherente la radiación.

 

De la sofisticación del láser pasemos ahora a un ejemplo prehistórico. Las hojas de la caña son afiladas y cortantes, el pedernal es duro; si se consigue que el pedernal adquiera la forma de afilado, como la de la hoja de caña, obtendremos el instrumento que llamamos cuchillo de sílex. En realidad, un cuchillo es sólo la conjunción de tres cualidades: afilado, duro y manual, y su efectividad cortante es muy superior a la de la hoja de caña.

 

Por consiguiente, considerada desde el polo físico, la producción no es otra cosa que un ordenar o reunir, según ideas, cualidades físicas dispersas. Si no hubiera cualidades dispersas o, en términos generales, entropía, no seria posible su ordenación. Y si no hubiera ordenación, no seria posible el incremento relativo de efectividad física que concede la producción. Tan imprescindible es lo físico como lo intelectual para la producción, cuya pecu­liar efectividad nace del entreveramiento de ambos.

 

Por lo demás ese mismo entreveramiento se observa en los resultados de la producción. En la misma medida en que la ordenación de los procesos físicos en el producto Y el relativo incremento de su efectividad se deben a las ideas, tanto la primera como el segundo quedan bajo el control del hombre y la ganancia de efectividad se traduce en dominio sobre el mundo, si bien un dominio ciertamente mediado por los procesos físicos ordenados. Por otra parte, el orden mismo, aunque debido a las ideas, queda incorporado en el proceso físico, el cual remite por ello esencialmente a la idea que lo ordena y, a la vez, actúa con efectividad física controlable. Dicho con otras palabras: el orden introducido por el hombre en el mundo adquiere cierta independencia operativa—y en virtud de ello el producto es distinto de la producción—, pero al mismo tiempo conserva una dependenciaconstitutiva respecto del pensamiento humano, y eso lo hace completamente comprensible y controlable.

 

De este modo entramos en la consideración de los productos. Los productos son los resultados físicamente independientes de la producción, pero enteramente comprensibles y controlables por el hombre, por cuya mediación puede éste alcanzar dominio sobre el mundo. Ya en su mismo concepto se observa una complejidad semejante a la de la producción. Al menos cabe destacar cuatro dimensiones en el producto:

 

1. Remisión a la idea. El producto consiste en una ordenación de la entropía según la idea. Por ser ordenación de la entropía, su contenido es estrictamente físico, pero por estar hecha, dicha ordenación, según la idea, su forma remite intrínsecamente a la idea que es principio de su ordenación.

 

2. Ganancia física. En cuanto que física, la ordenación de la entropía en el producto da lugar a un incremento relativo de la efectividad, que es lo que puede considerarse como ganancia física. Conviene advertir que dicha ganancia es sólo relativa, es decir: no puede reunir nunca toda la efectividad ni puede evitar tener alguna pérdida de ella.

 

3. Mediación. En cuanto que ordenada, la efectividad del producto es controlable por el hombre que posee su idea o principio de ordenación, pero en cuanto que incrementada físicamente, su efectividad puede reducir o someter otros procesos físicos. Mediante el control del producto puede, pues, extender el hombre su control o dominio sobre el universo.

 

4. Gasto. Dado que la producción, o introducción de una idea en el proceso físico, lleva consigo cierto consumo de tiempo biológico humano—en concreto por parte de las facultades imaginativa y locomotrices—, el producto implica de antemano un gasto, que es incrementado por su utilización.

 

Antes de seguir adelante conviene formarse una visión unitaria de cuanto voy diciendo. Decía al principio que el hombre es un animal meramente genérico o sin especificación en su naturaleza animal. Ahora se puede comprender que tal ausencia de especificación tiene un doble significado: significa primero que lo propio o especifico del hombre consiste en dominar el mundo, o sea, la realidad física entera y no simplemente en aprovechar una parte u otra de la misma; pero significa también que esa especificación ha de dársela el hombre a si mismo libremente, es decir, mediante una actuación creativa biológicamente indeterminada.

 

El proceso de autoespecificación libre del hombre habrá de ser, de acuerdo con lo dicho, un proceso muy especial. Ante todo, como la vía o posibilidad positiva de autoespecificación no viene dada por la naturaleza, incumbe al hombre abrirse esa posibilidad positiva a si mismo, y el procedimiento que la abre es precisamente la producción. Pero abrir la posibilidad no es igual que realizarla o consumarla, y el hombre consuma su especificación mediante la utilización de los productos. La autoespecificación libre del hombre es, por tanto, un proceso en el que se disciernen dos momentos, el de producción y el de utilización de los productos. Bien sabido, sin embargo, que la utilización de los productos puede originar nuevas formas de producción, las cuales darán como fruto nuevos productos y utilizaciones, y así al infinito. Por donde se induce que la tarea de la autoespecificación humana es un proceso abierto al infinito o, lo que es igual, que es un proceso libre por el lado de su indefinida proseguibilidad.

 

Puesto que la utilización de los productos es un momento relevante del mencionado proceso de especificación humana, será conveniente considerar ahora los modos básicos de utilizar los productos. Naturalmente, como la utilización de los productos presupone la existencia de los productos utilizables, los modos básicos de utilización han de tener su fundamento inmediato en las dimensiones antes indicadas para todo producto. Atendiendo a esas dimensiones, me salen al paso al menos tres modos de utilización básicos de todo producto.

 

Para empezar, cuando se utiliza la dimensión remitente del producto a la idea, se obtiene la comunicación entre los seres humanos. Los hombres no tenemos de ordinario más posibilidad de comunicación entre nosotros que la mediada por nuestros productos: al quedar indirectamente inscritas en los productos nuestras ideas, ellos mismos hablan de lo que pensamos. La utilización de la dimensión remitente del producto a la idea abre, a su vez, la posibilidad de un tipo de producción especializado en la comunicación que permita un mejor aprovechamiento de esa dimensión de todo producto. El tipo de producción especializada en la comunicación es, por supuesto, el lenguaje, y su desarrollo da lugar a un universo ilimitado de posibilidades, cuya amplitud es la máxima entre las de todos los universos artificiales humanos, ya que en él se puede dar cabida a todos los otros universos de posibilidades, los cuales, además, resultan acelerados y potenciados por su mediación.

 

En segundo lugar, la utilización de la ganancia física que comporta todo producto nos faculta para que por mediación del mismo podamos—cuando menos en sentido de facilitación, y las más de las veces en sentido absoluto— producir otro producto cuya efectividad física relativa sea superior. Se genera así un proceso también al infinito, en el que se da un incremento de efectividad relativo, pero creciente, que corresponde claramente a lo que suele entenderse por proceso tecnológico.

 

En cuanto al tercer modo de utilización de los productos, va a ser objeto de una consideración algo más detenida por mi parte, ya que en su área aparece la actividad económica, objeto final de todo el presente desarrollo.

 

Por su parte, la tercera dimensión del producto, la mediación, es tanto requerida como promovida por todas las utilizaciones posibles del producto. Y ello es así, porque dicha dimensión es la esencial o característica del producto en cuanto que producto, a saber, la que lo vincula al fin de todo este proceso de autoespecificación: el señorío sobre el mundo. Ciertamente, ese señorío podría ser ejercido como mejora del mundo y del hombre, mas para ello harta falta que la ganancia—física o comunicativa—obtenido por la mediación fuera una ganancia pura o sin pérdidas, cosa que, como indicaba la cuarta dimensión del producto, no sucede.

 

Sin duda alguna, como productor, el hombre obtiene siempre un rendimiento superior a lo que consume. Considerado incluso desde el polo físico, el trabajo consigue un superávit de efectividad al ordenar un proceso temporal entrópico. Parece, pues, que no tendríamos por qué preocuparnos del posible gasto de tiempo físico, el cual resulta despreciable por ser siempre inferior a la ganancia que se aporta. Sin embargo, no ocurre lo mismo con el gasto de tiempo biológico‑humano, pues, aunque también aquí el gasto sea inferior a la ganancia obtenido por el trabajo, si se atiende cuidadosamente, descubrimos que, por pequeña que sea, esa pérdida resulta irreparable.

 

En efecto, el hombre es un ser libre y racional, pero cuyos dias sobre la tierra están contados, de manera que, por poco tiempo que gaste y por mucha efectividad que gane, su tiempo se le acaba. En otras palabras, el control ejercido por el hombre mediante sus productos en el mundo físico le permite posponer su muerte biológica, pero no eliminarla por completo. La ganancia, pues, del trabajo humano frente a la muerte no puede pasar nunca de ser un mero retraso de la misma. Por otro lado, la constante amenaza de la muerte sobre el hombre le obliga a luchar por su supervivencia, lucha que le estorba para ejercer su dominio sobre el mundo en la forma de una mejora del mundo y de sí, y le impele, en cambio, a aprovechar su dominio como mera ganancia relativa de tiempo humano.

 

De las consideraciones anteriores se sigue que la muerte introduce en la vida humana una carencia decisiva, la carencia de tiempo biológico, que es la fuente directa o indirecta de todas las llamadas «necesidades humanas», tanto de las primarias—comida, vestido y casa—, como de las secundarias, pues no se olvide que, por ejemplo, tanto el aburrimiento como la falta de sentido de la vida son enmascaramientos de la muerte. Y como, por su parte, los productos humanos reciben la medida de su utilidad, ordinariamente, a partir de las necesidades que satisfacen, puede decirse con verdad que la carencia de tiempo biológico constituye la medida última de la utilidad de los productos humanos. Esta observación nos sirve de indicio para descubrir que la carencia de tiempo biológico es aquel denominador común[6] que hace posible considerar a todos los productos humanos como escasos.

 

Con esta alusión a la escasez en general hemos ingresado ya en el ámbito propio de la economía, actividad humana que se ocupa de administrar la escasez de los medios.

 

Desde luego, la economía cuenta con la escasez, sin la cual no habría necesidad de actividad económica. Y eso significa que para la economía la escasez es irremediable en términos absolutos, aunque no, en cambio, en términos relativos. Por ello el principio supremo de la economía es también un principio relativo: obtener el máximo rendimiento de los medios, con el mínimo gasto. Este principio, que bajo otras formulaciones es conocido también en filosofía como principio de simplicidad o principio de parsimonia, fue utilizado en los términos antes propuestos por Leibniz[7], quien lo consideraba como principio de sabiduría y perfección y lo elevó a la cúspide de su pensamiento filosófico. Contra el parecer de Leibniz, llamo la atención sobre el hecho de que, por parco o mínimo que sea, un gasto mínimo es siempre algún gasto, razón por la que el principio de economía resulta inadecuado para definir la perfección absoluta y pura.

 

Mas si, por el contrario, tomamos este principio como lo único que puede ser, a saber, como un principio relativo, él mismo nos hace patente la entraña de lo económico. Atendamos primero a la forma de su enunciado: nos habla de máximos y de mínimos, expresiones intrínsicamente relativas. La economia intenta reunir un máximo con un mínimo, no intenta unilateralmente obtener sólo un máximo, ni tampoco busca obtener aisladamente un mínimo. Lo que interesa a la economía es la conjunción de un máximo con un mínimo. Desde una consideración económica un rendimiento es máximo, cuando su gasto es mínimo, y, viceversa, un gasto es mínimo, cuando su rendimiento es máximo: rendimiento y gasto se miden recíprocamente en sus respectivas dimensiones de máximo y de mínimo. Un rendimiento que no reduzca el gasto concomitante hasta el límite compatible—es decir: hasta aquel punto en que siendo todavía rendimiento, no se gaste más que lo indispensable—, es dispendio; una reducción del gasto tal que elimine el rendimiento y la utilidad, es avaricia.

 

Considerada en abstracto, la conjunción de un máximo y un mínimo puede ser denominada un óptimo relativo. Pero ha de tenerse en cuenta que la economía no pretende la conjunción de un máximo y de un mínimo abstractos, sino muy concretos: el máximo de rendimiento y el mínimo de gasto. ¿Qué son, entonces, rendimiento y gasto para la economía? Con esta pregunta pasamos a prestar atención al contenido del principio de economía. En términos básicos, rendimiento no es, para la economía, sino la utilización de los medios para la positiva satisfacción de las necesidades humanas; y gasto no es sino gasto de tiempo[8]. acuerdo con esto, la actividad económica puede ser descrita como aquella actividad que utiliza los productos procurando satisfacer al máximo las necesidades humanas y, a la vez, reducir al mínimo el gasto de tiempo biológico inherente. Dicho con otras palabras: el óptimo relativo al que apunta la economía como a su fin es la mejor satisfacción posible de las necesidades humanas, que es a lo que se suele dar el nombre de bienestar. Si los medios no fueran intrínsecamente escasos en relación a las necesidades, no tendría sentido relativizar el óptimo económico con la expresión «la mejor satisfacción posible», ni tampoco intentar reunir un máximo con un mínimo.

 

Pero acontece además que máximo y mínimo, ya en abstracto, son opuestos entre sí, y que en concreto en la economía también lo son el rendimiento y el gasto. Ahora bien, para ser opuestas dos realidades es preciso que tengan algo en común, y ¿qué es lo que tienen en común el máximo rendimiento y el mínimo gasto? La respuesta abstracta es fácil: lo que tienen en común ambos es el límite que impide que máximo o mínimo se independicen entre sí. La respuesta concreta no debería ser difícil a estas alturas: lo que tienen en común rendimiento y gasto es la existencia de un límite temporal.

 

Por consiguiente, el gran problema que intenta resolver la actividad económica es el problema de sintetizar un máximo y un mínimo, pero no en teoría, sino en la práctica. Y puede intentar resolver ese problema en la práctica, porque existe de antemano una síntesis de rendimiento y gasto en la que el rendimiento supera el gasto, a saber: el trabajo o producción. Considerado en conjunto, el tiempo biológico empleado en producir tiene que ser igual o menor que el tiempo que nos permite sobrevivir la utilización del producto obtenido, o, de lo contrario, la producción no podrá ser reiterada. Este ahorro de tiempo se produce en virtud de que el tiempo biológico consume tiempo físico, y el incremento de efectividad propio del producto comporta una reducción posible del tiempo físico, por eso al utilizar los productos podemos ahorrar tiempo humano. Dicho ahorro de tiempo biológico da lugar al más sencillo y elemental de los excedentes[9].

 

Esto supuesto, la actividad económica va dirigida a incrementar los excedentes, para lo cual da origen a un proceso de reducción de gastos y aumento del rendimiento. La división del trabajo, el intercambio de mercancías, el dinero son los ejemplos más sencillos de los momentos de ese proceso, que echa mano para sus fines incluso de la tecnología y de la información, es decir, de otras utilizaciones del producto, y que es también como estas otras un proceso abierto al infinito.

 

El artificio económico consiste en aumentar la diferencia entre los opuestos, rendimiento y gasto, bien sea por incremento del rendimiento, bien por reducción del gasto, bien por ambas cosas a la vez. En cualquiera de los casos, el efecto producido por este artificio es la ganancia de tiempo, es decir, una aceleración relativa del tiempo diferencial entre el empleado en la producción y el que nos permite sobrevivir la utilización de los productos. Tal aceleración posibilita la acumulación de excedentes que es, en realidad, el principio de la riqueza. El óptimo relativo al que apunta como a su fin toda actividad económica exige la acumulación de excedentes o principio de la riqueza, tanto en el plano de los individuos como en el nacional.

 

Sin el excedente producido por el trabajo y sin el esfuerzo de ingenio constante por parte del hombre para hacer mayor la diferencia a favor de los rendimientos y en contra del gasto, no habría acumulación posible de excedentes ni incremento de los mismos. Es, pues, la creatividad humana, factor de suyo extraeconómico, el motor que hace avanzar la economía y genera la riqueza, de la misma manera que hace avanzar los procesos tecnológico y comunicativo en la utilización de las respectivas dimensiones de los productos.

 

Siendo esto así, cualquiera puede entender que la creación de riqueza no causa necesariamente el empobrecimiento de otros, ni en el caso de la riqueza personal ni en el de la riqueza nacional. El supuesto de quienes así piensan consiste en concebir la riqueza como mero acaparamiento de unos medios que están ya todos dados y que no son sobrantes respecto de las necesidades ni, por tanto, dables. Pero si, por el contrario, la riqueza consiste en un proceso de incremento de excedentes abierto al infinito por nacer de la libre creatividad humana, ambos supuestos quedan refutados. La creación de riqueza puede, por tanto, beneficiar económicamente a todos los miembros de una nación e incluso a la comunidad entera de naciones, aunque por supuesto este beneficio no afecte por igual a todos y esté condicionado a la propia laboriosidad.

 

 

FAMILIA Y ECONOMÍA

 

 

Acabamos de ver cómo la actividad económica pone en marcha un proceso abierto al infinito en la ganancia relativa de tiempo. Pero poner en marcha un proceso abierto al infinito no garantiza necesariamente la progresión de dicho proceso, sino sólo la posibilidad de progresión. Puesto que el trabajo humano produce siempre un excedente o sobra, como diferencia entre el tiempo consumido en la producción y el tiempo que se puede sobrevivir con el producto del trabajo, cabe que el hombre se considere satisfecho con la posibilidad de reiterar los resultados obtenidos sin intentar incrementarlos. De estas dos posibilidades, la incrementante y la cíclica o reiterativa, es obvio que la primera produce riqueza, pero requiere un esfuerzo mucho mayor, mientras que la segunda es más cómoda e inercial, pero tiende a igualar cada vez más el consumo con la producción.

 

La cuestión que surge ahora de modo natural es la de qué buena razón existe para que hayamos de forzar la marcha y tratar de conseguir que cada vez los excedentes sean mayores, cuando podemos satisfacernos con un relativo equilibrio entre los excedentes de la producción y las necesidades del consumo. Es la misma pregunta que reitera tantas veces el pescador a su interlocutor en un conocido chiste. Mientras él descansa a la sombra de la barca, un bienintencionado amigo le pregunta por qué no sale a pescar más, a lo que responde el pescador con un significativo «¿y para qué?». A las ganancias cada vez imaginariamente mayores que le sugiere el amigo contesta él de nuevo con su escueto «¿y para qué?» Hasta que al final el amigo, como última razón, le alega el cómodo y tranquilo descanso, que era justamente—como él le replica—lo que ya estaba haciendo. No parece, pues, que exista para el mencionado pescador ninguna buena razón que le mueva a uno a afanarse por incrementar las ganancias de su trabajo más allá del mínimo imprescindible.

 

Sin embargo, esa buena razón existe, y es la familia. La familia no sólo aumenta las necesidades, sino sobre todo el interés por satisfacerlas más allá de lo estrictamente necesario. Que las necesidades aumentan es obvio, pues no es lo mismo automantenerse que mantener a una mujer y a unos hijos además de a sí mismo. Y este aumento de las necesidades obliga a un incremento del rendimiento con disminución del gasto. Pero además, digo, el interés por la satisfacción de las necesidades aumenta, porque uno de los efectos más naturales en el hombre del amor por la mujer consiste en un creciente interesarse por las cosas y bienes materiales necesarios para la habitación humana en el mundo. Añádase a ello el natural amor a los hijos, a quienes de modo espontáneo todo padre quiere dar no sólo lo estrictamente necesario, sino simplemente lo mejor que esté a su alcance. De manera que por su propia dinámica la familia tiende a romper la inercia de la economía cíclica y lleva a una economía progresiva generadora de riqueza.

 

Por lo demás estas observaciones de sentido común son confirmadas por las estadísticas, tal como refiere G. Gilder: al parecer los hombres casados trabajamos un 50% más que los solteros de la misma educación y formación[10]. Y este espectacular aumento del rendimiento laboral no puede deberse sólo a un incremento de la cantidad de esfuerzo, sino también a una mayor dedicación de la inteligencia respecto del problema de la conjunción del máximo y del mínimo.

 

En este sentido, la familia aporta el primer y más natural modelo de división del trabajo, y no me refiero al aspecto meramente sexual, que ya existe en los reinos vegetal y animal, sino al reparto de las funciones humanas y libres. Tan significativo es ese reparto de funciones o división del trabajo familiar que algunos antropólogos han avanzado la idea de que el proceso de hominización se debe fundamentalmente a él. Para dichos antropólogos el principio determinante de las diferencias existentes entre el hombre y el resto de los pungidos, o simios antropoides, es la estrategia familiar. En el resto de los póngidos la hembra se hace cargo de las funciones de alimentación y protección de las crías y de si misma, con desentendimiento prácticamente total del macho. Este comportamiento obliga a que las crías tengan un periodo fetal muy recortado y a que el cráneo se les cierre cuando no ha adquirido aún un gran desarrollo. Si se tienen en cuenta las características del feto y del recién nacido humano, en los que por el contrario las proporciones del cráneo son mucho mayores de las que les corresponderán cuando sean adultos, cabe inducir que sin la división del trabajo familiar en la que el hombre toma a su cargo las tareas de alimentación y defensa de la mujer y de los hijos, el género humano no hubiera sido viable.

 

Aunque no estoy de acuerdo con la relación causal que parece establecer esta teoría entre la estrategia familiar y la hominización, me parece que contiene aciertos de gran importancia. Digo que no estoy de acuerdo con la susodicha relación causal, porque lo único que se puede sostener desde una estricta observación exterior es que estrategia familiar y hominización coinciden, pero no que una sea causa de la otra. Toca a la filosofía determinar cuál de ellas es causa de la otra, si es que lo es. Y para la filosofía no existe duda alguna de que la estrategia familiar es un comportamiento racional, no instintivo, en el caso del hombre. Pero también es innegable que gracias a esa estrategia el ser humano pudo mantener aquella madurez biológica que le es propia.

 

Saliéndonos del campo estrictamente biológico, he de hacer notar que el aumento del rendimiento y del interés económico por parte del varón casado se ve, cuando menos, facilitado por la división del trabajo familiar. Por otra parte, esta división aumenta el beneficio obtenido gracias a la labor de la mujer que se siente incentivada para obtener el máximo rendimiento en la utilización de los bienes aportados por el marido, con la reducción al mínimo de los gastos. Considerada desde la temporalidad, la ganancia es muy neta: el marido dispone de más tiempo para la productividad, la mujer dispone de más tiempo para la mejor utilización de los recursos aportados. La acción combinada de ambos efectos tiende a la consecución del óptimo relativo y a la generación de la riqueza.

 

La familia suministra así no sólo los motivos, sino incluso los medios para superar la mera economía inercial en que fácilmente puede dar el ser humano. Por ello no es mera casualidad que el nombre de «economía» derive precisamente de la familia: oikos es el nombre griego que designa la unidad formada por los cónyuges, los hijos, los servidores y los bienes. Y la voz «economía» significa primordialmente en griego el arte de administrar la familia.

 

En resumen, la familia requiere y produce bienes materiales, y gracias tanto a su típica división del trabajo como a sus incentivos de índole humana —amor conyugal y paterno—, los requiere y produce de manera creciente, procurando de esta manera la formación de riqueza y la obtención del bienestar.

 

 

 

 

FE Y ECONOMIA

 

 

La familia, como acabo de decir, requiere y produce bienes materiales para la satisfacción de las necesidades y la obtención del bienestar. Sin embargo, el balance entre lo que requiere y lo que produce no es equilibrado, sino que son mucho mayores las exigencias surgidas de ella que sus posibilidades de producción de medios. Tan fuerte es el interés que suscita por el bienestar, que supera sus propias posibilidades de satisfacerlo. Ese es el sentido más profundo del hecho obvio de la limitación o insuficiencia económica de la familia para satisfacer óptimamente todas las necesidades humanas, insuficiencia que encontramos declarada ya por el mismo Aristóteles[11].

 

Pero son tan potentes los incentivos creados por la familia para la obtencian bienestar de sus miembros que, siendo ella la primera célula de la vida social, la obligan a abrirse y a procurar un aumento de la productividad mediante relaciones sociales más amplias. Propiamente, la eclosión de la riqueza adviene cuando el esfuerzo económico adquiere una dimensión social extrafamiliar.

 

La captación del trabajo ajeno mediante el intercambio, el salario, el crédito o la asociación permite incrementos notabilísimos del rendimiento. La división social del trabajo proporciona, de otra parte, productos más complejos y rentables[12]. Y si a ello se añade la posible multiplicación de las iniciativas y el estimulo del prestigio, del ejemplo y de la competitividad, la acumulación de excedentes resultante puede sobrepasar cualquier limite relativo.

 

Sin embargo, no todo son ventajas. En el mismo instante en que interviene lo social las dificultades de la actividad económica crecen también cualitativamente. En concreto aparece una dificultad hasta ahora no sospechada, el riesgo. El rendimiento del trabajo ajeno depende por entero de la capacidad, voluntad e interés de los demás, que ni están asegurados ni son constantes. Por otra parte, la falta de unidad y la dispersión de las iniciativas llevan a una absoluta imprevisibilidad de los resultados que hacen aparentemente aleatorio el éxito. Las veleidades del consumo y la interferencia de la política; el aumento de las denominadas cargas sociales y la involucración de la vida e intereses de los demás en el fracaso o éxito de la propia empresa, la creciente intervención del Estado con su reglamentismo legal, burocratización y presión fiscal constituyen un cúmulo de obstáculos que hacen altamente peligrosa la expansión social de la empresa.

 

Los riesgos sociales de la empresa son tan altos que, como sabemos, el mundo actual está dividido en dos tipos de posturas en su respecto, a las que separan por uno de los lados incluso murallas y telones físicos. De una parte están los que desean eliminar todo riesgo social, para lo que suprimen la economía de mercado, la libertad de empresa, amén de otras libertades, y ponen en su lugar la planificación estatal. Por otro están los que prefieren afrontar los riesgos, reduciéndolos en la medida de lo posible, pero dejando intacta la libertad de empresa y el juego del mercado. Siguiendo la sugerencia de Gilder denominaré a ambos tipos de economía, economía de la desconfianza y economía de la fe, respectivamente.

 

Por economía de la fe puede entenderse aquella ordenación de la economía que se basa en la fe en Dios y en el hombre. Fe en Dios quiere decir aquí la fe en un ser creador, providente y remunerador y, por tanto, en una vida ultraterrena. Por fe en el hombre se entiende la confianza en la fecundidad de la libertad y racionalidad dadas por el creador al hombre, es decir, la confianza en la creatividad humana como capacidad de bien superadora de todo riesgo. Para quien tiene fe en Dios y en el hombre, todo fracaso económico es sólo un fracaso parcial y superable. En resumen, este tipo de economía sostiene que el riesgo no debe ser eliminado, sino tan sólo superado constante y crecientemente por la creatividad. O dicho en términos más concretos, la economía de la fe sostiene que el incremento de la oferta puede controlar la demanda social y crear la abundancia.

 

En cambio, la economía de la desconfianza cree al hombre incapaz de creatividad individual, y no está dispuesta a correr ningún riesgo, porque no cree en la providencia ni en el creador ni en la otra vida, sino que para ella todo se juega en ésta. Por eso el fracaso económico le resulta inadmisible. Traducido a términos económicos, eso significa que para ella lo importante es siempre la demanda: definir y fijar la demanda y someter a ella toda la producción permite eliminar todo riesgo.

 

Si estos análisis son correctos, y si se equiparan creatividad y riesgo con rendimiento y gasto, no cabe duda de que la única postura verdaderamente económica es la de la economía de la fe, ya que en ella se procura obtener una síntesis de máximo y mínimo, mientras que la economía de la desconfianza pretende eliminar uno de los opuestos.

 

En cualquier caso, la consecuencia más elemental que se sigue de las últimas consideraciones es que la fe en Dios y, subordinadamente, la fe en el hombre o bien la negación de ambas tienen efectos decisivos incluso en economía.

 

Por consiguiente, de todo cuanto se ha dicho hasta aquí se puede inferir que son factores extraeconómicos—trabajo, familia y fe—los que, en definitiva, determinan la marcha de la economía hacia la obtención de la riqueza y el bienestar, tanto individuales como sociales. Por lo demás, los tres factores señalados coinciden con los tres rasgos más característicos de una personalidad humana madura: el trabajo como actividad especificante del hombre, la familia como el más claro exponente del interés del hombre por el mundo, y la fe como la más honda razón para responsabilizarse de las propias obras. Por todo ello me creo autorizado para afirmar que la riqueza y el bienestar de una nación son, a largo plazo, consecuencia de la madurez humana de sus ciudadanos.

 

Para terminar, y a título de aclaración que evite posibles malentendidos, quiero hacer notar que en la exposición precedente la actividad económica entera no pasa de ser un modo de utilización de los productos humanos o medios, y en ningún caso es el fin supremo de la vida humana sobre la tierra. Si el presente estudio ha conseguido establecer, como quisiera, que trabajo, familia y fe son las fuentes más profundas y seguras de la riqueza de las naciones, no ha hecho con ello más que señalar un resultado inferior, pero tangible, de esas tres actividades humanas: tan alta es su fecundidad que, incluso vistas desde el lado pragmático, son más feraces que sus contrarios. Excluyo, pues, expresamente la idea de que la riqueza o el bienestar hayan de ser la razón última que dé sentido al trabajo, a la familia y a la fe. Pero sigo sosteniendo que esos tres factores son los más profundos desencadenantes de la prosperidad económica de las naciones, la cual es sólo un medio, pero un medio importante para el mejor desarrollo humano de sus miembros.

 

 



[1] G. GILDER, Wealth and Poverty, New York, 1981; trad. esp., Instituto de Estudios Económicos, Madrid 1984.

 

[2]Cfr. A. GEHLEN, El hombre, trad. esp., Salamanca, 1980, pp. 35 y ss.

[3]Cfr. A. MILLÁN PUELLES, Economía y libertad, Madrid 1974, pp. 20 y ss.

[4] Cfr. Concepto de la angustia, c. 1, § 1.

[5] Summa contra gentes, III, c. 6.

[6] Cfr. A. MILLÁN PUELLES, ob. cit., ll7 y ss.

[7] Cfr. De rerum originatione radicali, Philosophischen Schriften, I.C. GERHARDT, Berlin, 1875‑90, VII,  p. 303.

[8] Cfr. LEONARDO POLO, Las organizaciones primarias y la empresa, en El balance social de la empresa y las instituciones financieras, II Jornadas de Estudio sobre Economía y Sociedad, Banco Bilbao, Madrid 1982, pp. 113 y ss.

[9] Cfr. L. POLO, Ob. cit, 118.

[10] 0b. cit., p. 107.

[11] Para Aristóteles sólo la polis es autosuficiente, cfr. Política, I, 1, 1252 b.

[12] El modelo básico de toda división del trabajo social es el esquema cuatripartito de la producción antes referido: inteligencia, voluntad, imaginación y facultades locomotrices. Uno o muchos seres humanos pueden ejercer cada una de esas funciones de modo preponderante y articuladas con las otras.