RAFAEL PABLO CÁLIZ

 

EL PODER DE LA MIRADA

 

 

Por Ignacio Falgueras Salinas

 

 

El ojo que ves no es

ojo porque tú lo veas,

es ojo porque te ve[1].

 

Estos versos de A. Machado, no son aplicables de suyo ni a la cámara obscura ni al arte que la maneja, porque la cámara obscura no ve. Ni siquiera los sistemas de alarma avanzada ven, por más sofisticados que sean, a no ser que hablemos en un sentido metafórico absolutamente impropio. Lo que distingue al ojo del animal respecto de la máquina es que su visión está vinculada a un sistema de estimaciones nacido directamente de su vida orgánica instintiva. Y lo que distingue al ojo humano del ojo meramente animal es que no está vinculado de modo restrictivo a ningún sistema cerrado, sino que está unido destinalmente a la libertad y a la inteligencia de su espíritu. Gracias a la inteligencia, el ojo humano puede ver incluso donde y cuando el ojo animal no puede ni necesita ver, por ejemplo: ciertas cosas por dentro (rayos X), otras por debajo del umbral de la visión (microscopios), otras por encima del mismo (telescopios), y todo eso simultáneamente, o no, con su ocurrir temporal. Y así, precisamente por la libertad a la que está incorporado, también puede el ojo humano hacer suyas las imágenes que recoge la cámara fotográfica, aunque ella no las vea, y, al hacerlas suyas, puede convertir la máquina en un instrumento para la obra artística. Cuando esto acontece, la mirada humana queda potenciada, de manera que, si se me permite cambiar algo los versos de Machado a favor de la fotografía artística, y pidiendo disculpas por el costo de belleza expresiva que tal cambio pueda implicar, cabría decir: “la foto que ves no es / foto porque tú la veas / es foto porque hace ver”.

 

«Hacer ver» ya no es el simple ver, sino el suscitar la mirada, o sea, concentrar inteligentemente la visión. La fotografía artística potencia el mirar humano, lo hace poderoso. Quizás sea un arte menor, pero es de la misma estirpe que la pintura. Rafael Cáliz maneja magistralmente ese poder de la mirada, que yo entiendo que alcanza tres cotas: 1) engrandecer (suscitando la admiración por algo), 2) comunicar la propia manera de ver (expresándola), y 3) convocar a la concordia de lo bello.

 

1.   Lo más obvio de la fotografía es que ella resalta, destaca, estableciendo un fondo y un primer plano, o, lo que es equivalente, una escala de distancias. Sin fondo no se puede destacar, del mismo modo que sin horizonte no se puede ver. Lo que distingue al artista del mero usuario de la fotografía es en qué posa su mirada y el cómo hace ver lo que enfoca. No importa que sea algo grande, como el enorme Pacífico, o que sea algo menudo, como la hierba del campo; no importa que sea el Liceo, o las cosas de la casa, lo notable es el saber mirar de Rafael Pablo que, sin mancillarlos, abarca lo grande y engrandece lo pequeño. Entre los desnudos brazos de unas retorcidas ramas sabe ver una granada con su bermejo peso, milagrosamente salva de la gravedad del tiempo, como un premio inesperado en una época mala. Y si lo que mira es la acabada obra del hombre, sabe mirar de manera que conjugue espacio y tiempo: el fondo del guardarropa, la altura de las escaleras, la anchura del amplio vestíbulo indicada por la fuga del blanco y negro del suelo desde las quietas columnas. Como dejó escrito en su diario:

 

Las columnas| imprescindibles| de los procesos.

                                                |    y precisas      |

                          No necesitamos cimiento.

                          No necesito cimiento en mi corazón” (03/03/04).

 

La libertad no necesita cimientos, lo que requiere es correspondencia, o sea, acogimiento libre por otra libertad, lo que necesita es destinatario de su interior peso, puesto que el amor es su peso (“pondus meum, amor meus[2]). Las columnas son imprescindibles como apoyos espaciales, pero bien delimitadas, precisas, para encajar en el tiempo los pesos del corazón.

 

En columnas distribuye las escenas de la casa, resumiendo los procesos en precisas series de fotos. El saber hacer de Rafael Pablo crea la atmósfera plana de la vida rutinaria, la del pasar de los días en las tareas de casa, que vistos en su conjunto parecen todos lo mismo, pura reiteración de nonadas, pero cada foto es distinta, recoge un instante único, poniendo de manifiesto la grandeza del hogar: su aparente monotonía encubre el profundo secreto de la intimidad compartida. Su diario también alude al valor de la intimidad:

                                                 …….

                                              (ruido)

Anoche temprano

y las luces nuevas

se disponen cuadriculadas

a lo largo del mundo

(fin del ruido).

Yo vigilo, porque aquí dentro

              se mueren las flores…

                    y quiero llorarlas,

y entre los ruidos

                 y las voces sordas

…me quedo esperando…

 

a que el sol, me acoja en sus brazos,

a que el mar, se vista de abrazos” (05/03/04).

 

El amor por la naturaleza que sugieren estas últimas líneas está mezclado de relajada confianza y de cierto estremecimiento. En sus fotos del Pacífico las nubes lo cubren todo con una sombra de amenaza. Sin embargo, Rafael Pablo mira siempre con inteligencia serena. Si ha sabido plasmar, tras la apariencia aburrida de la vida en el hogar, la importancia del detalle en la secuencia íntima, también en la naturaleza ha sabido señalar la rapidez de lo quedo para el que sabe mirar: el pasto está en movimiento bajo su quieta mano, trasladando la velocidad del cuerpo a las hierbas arraigadas que parecen avanzar. A pesar de las apariencias, nada está quieto, todo se mueve. A la orilla del océano, las olas van y vienen, él se llena de arena, ellas se llenan de nieve, primero se acercan tímidas, luego le abrazarán rebeldes.

 

Rafael Pablo Cáliz sabe mirar y enaltece lo que mira: incluso una curva que se cruza en la obscuridad de la ruta, con la blancura raída de una línea continua al borde del asfalto, se convierte a su mirada en un inesperado retrato del curso del vivir humano, que busca en la densa noche el camino de la vida y encuentra indicios seguros, pero fuera de la fácil recta a que apuntan las tendencias inerciales.

 

2. La segunda maravilla del arte fotográfico es que, al fijar las imágenes, nos permite ver lo que otros humanos han visto con sus ojos, eso que nadie puede compartir por dentro con otro. Pero como los ojos humanos están destinalmente unidos a la libertad y a la inteligencia de la persona que ve, a través de la fotografía se hace visible su modo personal de enfocar la realidad de las cosas. Dicho de manera distinta, la persona del artista consigue hacer de la fotografía un medio de comunicación de su personalidad.

 

Señalaré tres cualidades de Rafael Pablo que me parece emanan de sus fotos: la rectitud, la intensidad y la limpieza de su mirada.

 

A Rafael le gusta mirar de frente, no al soslayo ni de huida. Sus enfoques son sinceros, en bloque, sin añagazas, todo lo más que se permite es jugar en ocasiones, pero se lo suele tomar todo en serio, con aplomo y sin prisas. Su corazón va derecho, como recta es su mirada. En el almacén de espejos se fotografía de cuerpo entero, queda rota su figura por los marcos, pero íntegra su persona: nada esconde, ni la cámara. El efecto del azogue reconstruye hasta lo que está a su espalda: mirando siempre de frente nada se guarda en recámara, salvo la profundidad que da la rectitud de mirada.

 

Del mirar de frente fluye la intensidad de mirada. La fuerza de los colores, los gestos y circunstancias se ven mejor sin desvíos, enfocando siempre al alma. Pero la intensidad añade algo a la mera rectitud, y es querer verlo todo en una sola ojeada. Para eso hace falta fijarse, atender sin pestañeos, para que nada importante se escape del horizonte. Hace falta intensidad de mirada para filmar un instante que vuela en «il bel canto», dejarlo parado en el tiempo sin que le tiemblen los labios. Es verdad que con la técnica se consiguen efectos que el ojo natural no alcanza, pero hay una intensidad del mirar que sólo depende del alma, que es la que capta el afecto, el sentido humano del drama o la candidez inocente de quien tiene el corazón en calma. Esa intensidad responde a un mirar sin distracciones y a una sensibilidad extraordinaria, que queda expresa en su diario:

 

Sécame el corazón. Moja en él tus sellos para cartas transparentes” (04/03/04).

 

La transparencia es el medio de la luz, por donde ella va de paso, como es el correo a las cartas. Cartas transparentes son las imágenes que graba, y lo son de un espíritu que rebosa sentida admiración por lo bello, pequeño o grande, que se cruza en su camino.

       

La otra cualidad que emana del fotografiar de Rafael Cáliz es la limpieza en la mirada. La sencillez de los temas que llaman su atención, y escoge; la serenidad de espíritu con que busca los encuadres, a tiempo con el instante, sin relajo y sin prisas que le hagan perder la sazón; y aquel mirar a los cuerpos que sabe respetar su alma. “La lámpara del cuerpo es el ojo; si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso” (Mateo 6, 22). Rafael amaba decididamente la luz y lo que ella ilumina. Ora era un pavo real, ora la nervadura de la cresta de un árbol, ora un asilo de ancianas, un contenedor de sarmientos, un atardecer entre ramas sobre el agua…  Y, cuando se adentra en la fotocomposición, se retrata a sí mismo con la cámara en una mano y, superpuesta en la otra, una ampliada e ingenua margarita, que es la humildad de la flor. No hay malicia en su espíritu, sino un estremecido admirar la belleza en todos sitios.

 

3. Por último, otro poder que quisiera destacar en la expresa mirada que es la fotografía lo toma prestado del arte: es el poder de convocatoria que todo lo bello tiene. El convocar de lo bello es llamar al acuerdo y a la armonía de los hombres, hacerles coincidir en lo esencial, dejando de lado los enfrentamientos y disensiones, transformar las iras en la templanza del goce que produce en nosotros, por dentro, el esplendor del orden. La belleza convoca a lo profundo, al misterio, eso que para Rafael Pablo representa sobre todo el mar.

 

“(El mar, mi mar)

{quiero volver a la bahía de las canciones,

{quiero mirar al pensamiento desde la arena,

la espuma alrededor de mis dedos,

tu mar alrededor de mis dedos…

                                        y, es verdad, no sé tu nombre”. (Diario, 03/03/04)

 

 

Las fotos del océano Pacífico con las nubes colindantes recogen esa intensa emoción, contenida, por su anhelado encuentro. Porque el mar es uno de los grandes símbolos de la vida interior de Rafael Pablo.

 

                                       El horizonte está dividido en tres porciones azules.

 

En primer lugar, el cielo, que acoge las rutas de los alados, y un infinito suficiente para derramar

                                                    nubes e imprecisiones del deseo.

 

  En segundo lugar, el oleaje, hijo del viento, cascarón de las sirenas, piel viva de los ciclos, causa

primera del naufragio.

 

En tercer lugar, las corrientes marinas, que no se manifiestan a simple vista. Su multiplicidad de azules van desde el celeste blanquecino del rumor al turquesa frío de los cadáveres. Esconden misterios y ahogan la reflexión del ángel primerizo. Nadie existe en las corrientes marinas, tan sólo las fuerzas predispuestas a

expulsar de los arrecifes a los ladrones de coral”.

(Textos, 4-5)

 

Este tercer horizonte, el que no se ve a simple vista, es la profundidad del océano, la que lo hace misterioso y e inasequible al hombre. El misterio es lo que da calado y lo que serena la mirada de Rafael Pablo, lo que calma sus inquietudes y alimenta sus más íntimos pensamientos, de manera que, aunque el peligro se halla en el oleaje, la atracción del piélago tiene sobre él más fuerza que el miedo. El más allá es lo que da seriedad a este joven, cuya limpia mirada lo adivina en el más acá del mundo humano. Su vida no fue, ciertamente, una meditatio mortis, al estilo de los filósofos, pero el pensamiento de la muerte la ha impregnado de una gran hondura.

 

              Espero estar imaginando

              un largo camino sin follaje

                                        que ando,

                  cuando llegue la muerte

con su laborioso cemento desolado.

Y así, en mi páramo de luz amarilla

            se lleve ella mi cuerpo, y yo,

     apaciblemente, siga caminando”. (Poemas, 3).

 

Este caminar más allá de la muerte con su espíritu lo emprendió Rafael Pablo, muy de mañana, el día 19 de septiembre de 2004, cuando su afán por fotografiar las primeras luces sobre el Pacífico le guió a unos riscos costeros donde el abrazo del mar se lo llevó de esta vida a los veinticinco años. Sin duda que este acontecimiento final aumenta el poder de convocatoria de sus fotografías, y nos da la medida de su pasión por la luz, el mar y la belleza.

 

Él casi tenía prevista su muerte:

 

                                                            Se anuncian lluvias,

pero nos salvaremos, a pesar de todo, de que nos cale los

                     huesos, ¿no es verdad? En eso consiste todo,

en salvarse… Yo, si usted me disculpa, señorita, me voy a dar un paseo hasta el acantilado

                         y cuando llegue allí saltaré.

¡Así! Nadie confía, nadie, las apuestas van 7000 contra 1, y el único que apostó a mi favor fui yo.

NO HAY NADA QUE PERDER, repito. SI MUERO, QUE SE QUEDEN CON MI ROPA, y los aprensivos, CON UNA CANCIÓN.

Moriréis todos detrás de mí”.

(Textos, 1).

 

Pero asombra la coincidencia, al detalle, de sus circunstancias:

 

        El remolino. La ola. El músculo.

Nadando mi marea, a contracorriente.

 

                       El remolino me engulle,

                    la ola me certifica blando,

                           el músculo naufraga”. (Poemas, 11).

 

A Rafael Pablo no le asustaba la muerte, porque confiaba en el más allá, pero su pensamiento y su mirada ganaron gracias a ella una profundidad y una tersura que maduraron su alma. Creo que en su corazón la conciencia de la caducidad de la vida azuzaba la admiración por cuanto le salía al paso: miraba como quien se está despidiendo, pero sin prisas, con calma, al ritmo que la vida, hermosa, le iba marcando.

 

 Yo no sé cuándo me voy a morir, pero sí sé que me voy a morir. La idea del vacío, ese vacío que no se puede entender si no es desde la plenitud de la vida, es como una especie de garantía de que nadie gana la carrera; claro que, a lo mejor, la vida no es una carrera, quizás el pensamiento de la muerte como final nos provoca esta sensación de caducidad paulatina. Así están los agónicos, los esperanzados y los desesperanzados, los arrogantes…y ninguno existiría si no existiera el final de los finales.

 

(Que sea lo que Dios quiera, pero sobre todo, seamos felices!!! “. (Diario, 29/03/04).

 

«El final de los finales» no es la muerte, sino el misterio divino. Rafael Pablo tiene algo que decirnos a todos, él se ha ido ya, pero su obra y su muerte nos convocan a un amor, confiado, a la vida, a la belleza, al misterio:

 

“¡Amad el mar abierto!

                      ¿dónde?

                                 En la espuma de la ola”. (Semillas, 6).

 

Este apostar por lo grande y lo profundo de la vida es lo que hace grande a Rafael Pablo Cáliz, que murió joven, pero maduro, y cuyo poder de mirada tiene sobrados méritos para servir de ejemplo a muchos, en estos tiempos que corren sin rumbo ni amor a la vida, sin norte ni amor a la criatura mundo.

 

 

 

 

 



[1] (A. Machado,Nuevas canciones, Proverbios y cantares I, Poesias completas, ed. M.Alvar, Madrid, 1975, 289).

 

[2] Mi peso es mi amor, por él soy llevado adondequiera que  soy llevado” (S. Agustín, Confesiones, libro 13, c. 9, n. 10, PL 32, 849).