EL FIN CORONA LA OBRA

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

 

(CHARLA ACTO DE GRADUACIÓN ALUMNOS 2005)

 

 

Las cosas que tienen solera admiten fácilmente las innovaciones, porque siempre gozan de algún precedente en su largo historial. En nuestro caso, es decir, en el de la universidad, la solera se remonta a unos ochocientos años, por eso es fácil dotar de sentido universitario a un acto que no estaba al uso entre nosotros, como es éste de la graduación. Precisamente cuando nacían las primeras universidades, esta palabra «universidad» se usaba no para designar a la institución universitaria, la cual era llamada más bien studium generale, sino para nombrar al conjunto (collegium o corporación) de los profesores y alumnos que la integraban[1]. “Estudio –dice nuestro Alfonso X el Sabio, en las Partidas– es ayuntamiento de maestros y escolares, que es fecho en algún lugar, con voluntad e entendimiento de aprender los saberes[2]. Con el nombre de universidad se designaba, pues, a ese «ayuntamiento»[3], más que a los saberes estudiados. Dicen los historiadores que lo que había de universal en los Estudios generales, o primeras universidades, eran dos cosas: primero, que estaban abiertas a profesores y alumnos de cualquier país, y, segundo, que el valor de los títulos que ellas emitían era reconocido en todas partes[4]. La universidad empezó por denominar, pues, antes que al conjunto de saberes, a un ámbito de libre universalidad para los que querían aprender y para los que podían enseñar. Sólo más tarde pasó a significar la universitas studiorum, o sea, a referirse al tipo de saberes que se enseñaban en ella, de donde luego se tomó para designar, finalmente, a toda la institución.

 

Pues bien, como en la más primitiva época de las universidades, Vds. y nosotros, alumnos y profesores, representamos hoy, aunque a escala reducida, a la corporación universitaria y, precisamente, en uno de sus actos de valor universal, el del otorgamiento de títulos. De manera que este acto de graduación, que es un «ayuntamiento» de profesores y alumnos, a pesar de su reciente creación, resulta ser un acto de rancio abolengo universitario.

 

De la misma época en que comenzaron las universidades nos ha llegado un conocido dicho medieval, Finis coronat opus, el fin corona la obra, cuya glosa me parece especialmente oportuna para esta ocasión. El éxito histórico obtenido por este antiguo dicho, hace que lo veamos inscrito en escudos familiares (como los de los Barnet, los Baker, etc.), en la divisa de escuelas[5] o instituciones, e incluso en el lema nacional de las islas Seychelles. Pero la contrapartida del éxito es siempre cierta pérdida de sentido, de manera que con frecuencia este adagio es entendido de manera simplona, o, dicho en jerga filosófica, de forma tautológica. Por ejemplo, algunos lo interpretan como si su mensaje fuera: el final termina la obra. Si en verdad afirmara eso, más valdría olvidarlo, pues equivaldría a decir que el final es la terminación de algo, o sea, que el final es el final. Otros lo entienden en el sentido de que el final tiene que ver con el comienzo, tanto para bien como para mal, de manera que según eso vendría a significar: “lo que bien empieza bien acaba” o “lo que mal empieza mal acaba”. Sin embargo, aparte de no ser necesariamente verdadero que lo que empieza bien termine bien y que lo que empieza mal termine mal, la sentencia «finis coronat opus» da una preponderancia evidente no al comienzo de la obra, como esta versión sugiere, sino al final. Por eso, otros lo entienden más bien como si dijera “bien comenzó lo que bien termina”, tal como se recoge en un emblema amatorio clásico: “Nam bene coepit opus, qui bene finit opus” (Pues bien empezó la obra quien bien la acabó). Es el mismo contenido del refrán español que dice: “bien está lo que bien acaba”. Según esto, sería el buen final lo que haría bueno haber emprendido una tarea, es decir, que sólo los que acaban la obra, y la acaban satisfactoriamente, habrían hecho bien en haberla emprendido. Sin embargo, advierto dos posibles defectos en esta manera de entender el adagio latino. El primero es cierto consecuencialismo: el final hace buena a la obra, es decir, si el resultado es bueno, entonces dan lo mismo los medios, porque el fin los justificaría. El segundo es que, si no se tuviera asegurado el éxito o final feliz, entonces no valdría la pena emprender la tarea. Pero si se acentúa demasiado el peso del éxito final sobre el comienzo, se puede inhibir la valentía y el atrevimiento necesarios para acometer empresas, para comprometerse con el futuro incierto: el miedo a fracasar podría agostar de antemano la capacidad de innovación y de compromiso de las personas. En definitiva, y llevando la cosa a su extremo, como solemos hacer los filósofos, si sólo el resultado final externo hiciera buenas a las obras, entonces toda obra no exitosa sería mala. Frente a semejante dislate, otros acentúan que el sentido del «finis» no es tanto el de «final» como el de fin (subjetivo): es la buena intención lo que hace buena a la obra. Por tanto, según estos intérpretes, el mencionado dicho haría hincapié, más que en la obra, en la voluntad: es la buena intención y la voluntad de terminar lo que hace buena a la obra, se termine o no se termine.

 

Tantas y tan variadas interpretaciones me han animado a investigar por mi cuenta el sentido original del famoso adagio en los autores medievales, que fueron los que le dieron curso. Lo que he podido averiguar en ellos es que la palabra «coronat» tiene una carga significativa frecuentemente olvidada. La coronación a la que se alude es la que recibían los vencedores en las competiciones deportivas o los generales que vencían en los combates, unas hojas de laurel, una guirnalda de flores. Coronar es premiar, no simplemente acabar. El premio es lo último y aunque tiene que ver con el esfuerzo y con la lucha, sólo se da al que vence, y después de la victoria. El premio es un plus sobre la victoria. “Exitus probat acta[6], finis non pugna coronat[7] (“El resultado comprueba las acciones, el fin, no la lucha, las corona”), este texto es la referencia directa más antigua que he encontrado. Entiendo que existe cierta tensión entre las dos partes de la sentencia. Aunque se advierte un cierto paralelismo entre ambas, lo cierto es que el resultado no es lo mismo que el final: el resultado, según el dicho, pone a prueba la índole de las obras, mientras que el final las premia. La primera parte de la sentencia que acabo de mencionar corresponde a una cita de Ovidio, y establece un referente que, por contraste, marca la diferencia entre el mérito y el premio, idea constante en el pensamiento patrístico[8] y que se funda en el Nuevo Testamento[9]. La calidad de una acción se mide por su resultado, dice el clásico, pero el resultado no es su premio, matiza la tradición, el premio está más allá del resultado, es un plus que lo supera[10]. Por tanto, «finis coronat opus» quiere decir: el final premia la obra. Esto implica que no se debe pretender el premio antes del final, y que, por tanto, el final no es un éxito o triunfo inmediato, siempre prematuros, sino la corona que aguarda al que concluye bien su obra, cuyo verdadero final es el premio.

 

Precisamente he elegido esa famosa sentencia porque entiendo que en ella se distingue entre el término de la obra y el premio. Pienso que esta sencilla celebración que nos reúne está hecha para distinguir entre terminar y coronar. Este acto intenta señalar que no es lo mismo aprobar la última asignatura que obtener el título, cosa que se suele confundir la mayoría de las veces. No es a la última asignatura aprobada a la que se premia con el título, sino al esfuerzo y al rendimiento de varios años de estudio. Por eso encuentro muy justificado y apropiado hacer un acto especial para conceder el título, siquiera sea de modo simbólico. No se trata simplemente de que sea triste y poco vistoso gestionar y recibir el título en la secretaría de la Facultad, sino de algo más serio. Tampoco se trata de un acto imprescindible y debido, sino de un plus, del plus que lleva consigo una celebración, una fiesta, mediante la cual se pone de manifiesto el carácter de premio que tiene el título.

 

En efecto, esta celebración, por una parte, es un premio para nosotros los profesores, pues Vds., los que obtienen el título, son nuestro premio como docentes. Sócrates no quería escribir libros, según nos dice Platón, porque los libros son creaciones humanas indefensas y faltas de autonomía creativa; los libros de Sócrates fueron sus discípulos, que no sólo pudieron defender sus propuestas, sino incluso ampliarlas y transmitirlas a toda la posteridad. De igual modo que para Sócrates, Vds. son nuestra más fecunda obra, la que extiende por la sociedad y para el futuro la tradición sapiencial que hemos heredado y desarrollado, con todo el peso de verdad universal que consigo lleva.

 

Pero, también, esta celebración pone de manifiesto que el título que hoy reciben es un premio para la sociedad, aquí representada por sus padres y familiares. Ellos han colaborado de manera decisiva en la obtención del mismo, aunque no sólo ellos. Si no fuera por la abundante riqueza generada por la sociedad española (trabajadores, empresarios, capitalistas, etc.), así como, por la voluntad generosa de los familiares que han apoyado su elección, ninguno de Vds. habría tenido la oportunidad de estudiar esta carrera. Estudiar carreras improductivas, que sólo promueven conocimientos universales, nada prácticos, y, por consiguiente, nada aprovechables en términos de economía inmediata, es un lujo que no pueden permitirse los países verdaderamente pobres. Gracias al trabajo de millones de españoles, en el que está incluido el de sus padres, existen Facultades y Secciones de filosofía pura o carreras de humanidades. Por eso, para la sociedad y para sus padres es un premio, no el dejar ya de pagarles la carrera, sino el saber que sus esfuerzos han sido coronados por el aprovechamiento. Por eso no deben olvidar que su éxito no ha sido cosa particular suya, ni tan siquiera de unos pocos, sino de todos, de manera que su graduación es una corona para todos.

 

Finalmente, y sobre todo para Vds., los que hoy se gradúan, esta celebración universitaria no debe ser confundida con el último día de estancia en la facultad o con el día de la despedida. Tampoco Vds. deben confundir el éxito con el premio. Aunque no estamos hablando aquí del premio final de la vida, sino sólo de un premio intermedio, aun así cabe distinguir entre el título como éxito y el título como premio. El título como éxito es un certificado de los estudios realizados, es decir, de haber terminado una carrera, que les habilita formalmente para poder concursar a plazas o presentar un curriculum brillante. En cambio, el título como premio es el reconocimiento del provecho obtenido por Vds., que les faculta de verdad para hacer frente al futuro, porque la verdadera corona que se llevan, la que no caduca ni se marchita, no es una certificación, sino el conjunto de hábitos intelectuales y morales que hayan adquirido a su paso por la universidad.

 

Cuando me refiero a los hábitos no hablo de ropajes, ni de orlas, tampoco me refiero a determinadas costumbres o conductas, sino a algo mucho más hondo e invisible que nos afecta a todos en nuestra personalidad. Es distintivo del hombre, a diferencia del simple animal, que lo que hace repercute y modifica su propia esencia con una especial retroactividad. Fue Sócrates el primero que declaró este rasgo diferencial humano: “Sabed bien que si me condenáis a muerte…, no me dañareis a mí más que a vosotros mismos…[pues] es un mal mucho mayor [que la muerte]… condenar a muerte a un hombre injustamente”, dijo él, ante el tribunal que lo condenó a ella por dedicarse a la búsqueda de la verdad[11]. Su enseñanza es preclara: es mejor sufrir la injusticia que cometerla, porque el que sufre la injusticia no se convierte en injusto por sufrirla, incluso puede convertirse en héroe o modelo para otros, mientras que quien la comete sí se convierte a sí mismo en un ser injusto y deleznable. Los hábitos son disposiciones que facilitan hacer bien o mal las cosas, de manera cuando las hacemos bien nos hacen buenos, y cuando las hacemos mal nos hacen malos. Si la enseñanza tiene alguna justificación, es por razón de la adquisición de hábitos buenos. No es la transmisión de conocimientos lo esencial de la enseñanza, sino la formación de hábitos buenos, o virtudes, tanto intelectuales como morales.  Cuando hablo de virtud no me refiero, pues, a ninguna ñoñería o beatería del pasado, sino a una característica distintiva del ser humano según la cual lo que hacemos nos va haciendo, en nuestra esencia, mejores o peores. El final, pues, que premia la obra de sus estudios no es un papel, sino la corona interior de los hábitos que hayan adquirido o desarrollado durante estos años de estudio y convivencia universitaria.

 

Lo esencial para la universidad como institución educativa no es preparar especialistas o gente que sepa muchas cosas sobre un pequeño reducto de la realidad. Ésa es la estrategia que ha seguido la naturaleza en la vida orgánica, la especialización, pero está en las antípodas de lo que caracteriza al hombre. Al hombre le caracteriza la desespecialización. Como animal, el hombre es el animal desespecializado: su cuerpo en vez de evolucionar involuciona, es decir, conserva las características comunes que tienen los vertebrados superiores antes de diferenciarse entre sí, o, dicho de otro modo, el cuerpo del homo sapiens sapiens tiene más similitudes con los fetos de los mamíferos que con cualquier mamífero ya desarrollado. Todo el cuerpo de un animal está organizado para vivir en un medio y en un habitat. El hombre, en cambio, no está preparado genéticamente para sobrevivivir en un habitat, sino que ha de hacerlo habitable y habitarlo con su trabajo. La habitación es una relación de superioridad del habitante sobre lo habitado: es el habitante el que hace de la cueva o del palacio una habitación, no el habitáculo el que hace habitante al que se instala en él. A diferencia del mero animal, lo que le pasa al hombre es que no necesita especializarse biológicamente para vivir, porque está dotado de inteligencia, la cual en vez de adaptarse al medio, lo trasforma y adapta para el hombre. ¿Qué necesidad adaptativa tiene el hombre de salir al espacio y viajar a la luna? Ninguna, porque fuera de un estrecho margen sobre la superficie de la tierra la vida orgánica no se mantiene; de manera que, por ejemplo, crear una estación espacial entre la tierra y la luna no responde a ninguna necesidad biológica ni genética, sino que es fruto de la superioridad de nuestra inteligencia sobre el universo, gracias a la cual es capaz de crear una burbuja vital y trasladar el medio físico a voluntad del hombre. ¿Qué especialización orgánica puede explicar que el hombre invente la bomba atómica, capaz de aniquilar toda vida sobre la tierra, o qué dependencia genética puede determinar su conducta, si es capaz de conocer los genes y modificarlos? ¿Qué ley de adaptación auditiva o visual puede explicar que el hombre sea capaz de oír y ver, casi simultáneamente, sonidos e imágenes producidos a miles de kilómetros, mediante el teléfono y la televisión? Un perro no puede sentir ninguna tendencia que le incline a desear que sus ladridos sean oídos a miles de kilómetros de distancia. Los adelantos de la ciencia muestran cada vez de modo más irrefutable que el hombre por su inteligencia es un ser supramaterial, espiritual, dominador del universo, no un esclavo ni una mera parte suya; sin embargo, por desgracia, nunca ha habido una época tan reacia y tan tarda como la nuestra para entender a fondo lo que ella misma está logrando. Y, en esta calamitosa época, la propia institución universitaria se siente tentada a hacer de hombres inteligentes y universales meros seres especializados según el mercado de trabajo, olvidando así su tarea esencial.

 

Afortunadamente, los que nos dedicamos a la filosofía estamos en mejores condiciones para comprender y conservar la esencia de la universidad, pues los que estudian y aprenden debidamente a filosofar quedan adornados con una virtud especial, generalmente sin catalogar, pero verdadera virtud o hábito bueno. Me refiero a la virtud que podría denominarse «la universalidad de espíritu».

 

La virtud de la universalidad de espíritu es el hábito mediante el cual nos enfrentamos a la vida y a los problemas con apertura cosmopolita de entendimiento, sin particularismos, condicionamientos ni especializaciones, con amplitud de miras y de enfoques, sin cerrazones ni empecinamientos, dispuestos a dejarnos enseñar por la verdad, venga de donde venga. Salvadas las diferencias entre teoría y práctica, la universalidad es al entendimiento como la magnanimidad a la voluntad. Lo propio de esta virtud intelectual es precisamente universalizar, que no es lo mismo que generalizar. Las generalizaciones se hacen a base de ignorar o anular las diferencias, las universalizaciones, en cambio, a base de saber integrarlas. Con generalizaciones producimos artefactos, mecanizamos la producción e incluso programamos tareas mecánicas con alternativas para el ordenador. Pero sin universalizaciones no sabemos qué es producir, cuál es el sentido humano de la mecanización y qué nos distingue de un ordenador. Por eso, en nuestra época, tan generalizadora, podemos mucho, tenemos mucho poder, pero saber, con el saber que hace sabios, sabemos muy poco.

 

Aunque la universalidad de espíritu es una virtud intelectual, desde ella se tiene acceso a importantes virtudes prácticas. Cuando se afronta la realidad con visión universal, se atreve uno a hacer grandes proyectos, a acometer tareas difíciles, a emprender obras por el bien común, que la timidez y el interés particular, ensimismados, nunca osarían. La universalidad de miras fomenta la audacia y la solidaridad entre los humanos, cosa que, en cambio, la superespecialización (el saber muchas cosas sobre casi nada) reduce o impide. Quien abre su espíritu a la realidad con universalidad ve por encima de lo inmediato y particular, de manera que no se paraliza ante esta o aquella dificultad, sino que sabe esperar sin desfallecer, o sea, en actitud no pasiva, en activo optimismo, el optimismo de la esperanza.

 

La esperanza, que es la virtud más propia de la juventud, como decía Tomás de Aquino, puede ser entendida como mero sentimiento o como verdadero hábito del espíritu. Como mero sentimiento, el optimismo de la esperanza consiste en una relativa confianza en la suerte, en que la naturaleza y los elementos no nos serán adversos para recibir en el futuro bienes arduos o difíciles. O sea, esta esperanza es, en su entraña, pasiva y dependiente de factores exógenos, y se funda más que nada en el estado de ánimo personal subjetivo. Sin embargo, la otra esperanza, la esperanza-hábito o virtud nace de la confianza en la verdad y en la razón humana, en su capacidad para plantear y superar problemas, y aunque se sitúa, como toda virtud, en el punto medio entre el exceso (la presunción) y el defecto (la desesperación) que la desvirtúan, su optimismo no es el de un pasivo esperar, sino el del atrevimiento que le comunica la virtud intelectual de la universalización para abrir caminos nuevos, para acometer tareas comunes que superan incluso las posibilidades dadas. De ambas esperanzas, pero especialmente de esta segunda es de la que deseo esté tejida la corona que se lleven Vds. al dar fin a sus estudios universitarios filosóficos.

 

El título que reciben Vds. por méritos propios es una facultad para poder desempeñar trabajos o cargos en la sociedad, pero sólo será una llave para ir a más como personas, sólo les resultará verdaderamente fecundo, si va acompañado del fruto interior ganado en los años de aprendizaje, o sea, de las virtudes que les he mencionado. Mis dos últimas palabras para Vds. son, pues: «universalidad de espíritu» y «esperanza» para afrontar el futuro, virtudes ambas que constituyen las señas de identidad del universitario, el cual no es una persona que lo sabe todo, sino más bien que busca la verdad de modo universal y esperanzado.



[1] “«Nos universitas magistrorum et scholarium parisiensium», dice en un documento de 1221 la corporación universitaria de París”,  R.García-Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, B.A.C., 1976, Madrid, 767. El nombre de «universitas» se atribuía también por separado a los alumnos (Cfr. Thomas de Eccleston - Tractatus de adventu fratrum minorum in Angliam, ed. A .G. Little, 1951, collatio, pag. : 48, linea : 2, [Cetedoc]), o a los profesores.

[2] Citado por R.García-Villoslada, o.c., 778. Rodolfo Gómez Cerda selecciona y transcribe así: “Estudio es la unión de maestros y de escolares, hecha en algún lugar con voluntad y acuerdo para aprender conocimientos. Y son de dos maneras: una, es aquella llamada "estudio general", en que hay maestros de artes, así como de gramática, de lógica, de retórica, de aritmética, de geometría, de música, de astronomía, y también en los que hay maestros de decretos y señores de leyes. Este estudio debe ser establecido por mandato de Papa, de Emperador o de Rey./ La segunda manera es aquella que llaman "estudio particular", que es tanto la que enseña algún maestro en una villa apartada a pocos escolares, como la que puede mandar a hacer un Prelado o Consejo de algún lugar”, Segunda Partida, ley primera (http://www.paideia.netfirms.com/partidas.htm).

[3] Universitas equivalía primero al conjunto, a la totalidad y después designaba a ciertas asociaciones (Cfr. Concilium Lugdunense II, Constitutio 26, p. 328, línea 40 y 329, línea 8; CETEDOC).

[4] Cfr. R. García-Villoslada, o.c., 767.

[5]Por ejemplo, The William Baker Technical School, Goldings, Hertford; o Spartanburg Day School, etc.

[6] Ovidio (Cfr. Heroidas, carmen 2, versus 84-85; “armiferam Tracen qui regat, alter est / exitus acta probat / careat sucessibus opto”) ya había escrito esta parte de la sentencia: Exitus acta probat, que traduce algún latinista como “se juzga de las acciones por los resultados” (A.Blánquez, Diccionario latino-español, voz exitus).

[7] La segunda parte de este dicho la encuentro anticipada ad sensum en Mauritius Magister (s.XII) (CM 30 (J. Châtillon, 1975), p. 201-231), y ya literalmente recogida en el Polythecon (s.XIII), liber 7, versus 315 (CM 93 (A.P. Orban, 1990). Pero la conjunción de Ovidio con el Polythecon parece que se debe a Thomas de Chobham, Summa de arte predicandi (c.1333-6) c. 6, línea 3157; cfr. Guillelmus Wheatley ( post 1317) In Boethii De Scholarium Disciplinis, c. 5, línea 547 ss. [incluida en Sti Thomae Opera, a Roberto Busa edita, vol. 6, Opera dubia]. Por lo general todos estos autores se refieren a los mártires y al premio que más allá de la muerte les espera.

[8] Ergo coronat te, quia dona sua coronat, non merita tua” (S. Agustín, Enarr. In Ps. 102, n. 7, PL 37,1321); cfr. In Joh. Ev. Tract. III, c. I, 10 (PL 35, 1401.

[9] Este modo de entender la corona viene del Segundo Testamento (1Co 9, 25; 2Tim 4, 6-8; Sant 1, 12; Apoc 2, 10; 3, 11), y llega, a través de los Santos Padres, a la Edad Media.

[10] Lo mismo que no nos damos la vida a nosotros mismos, así tampoco nos podemos premiar a nosotros mismos, el premiar es privilegio del que da los dones iniciales sin mérito antecedente.

[11] Apología de Sócrates, Platón 30 c, Platón. Diálogos I, Gredos, Madrid, 1981, 169.