SE HIZO EN TODO COMO NOSOTROS

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

 

 

He aquí uno de los puntos doctrinales claves de la Cristología, y en el que, por desgracia, tropiezan hoy algunos. En realidad, no existe ningún texto revelado que diga exacta y literalmente lo que enuncia el título de esta investigación, sino que se trata de una proposición que se suele deducir de lo que se nos revela en varios pasajes del Segundo y último Testamento. Empezaré por presentar los textos principales.

 

Rom 8, 3-4: “Pues lo que era imposible a la Ley, en cuanto que estaba debilitada por la carne, [lo hizo] Dios enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora, y, por causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley fuera llevada a cumplimiento en nosotros, que no caminamos según la carne, sino según el Espíritu[1].

 

Fil 2, 6-8: “el cual, siendo de condición divina, no consideró como botín el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a si mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz[2].

 

Heb 2, 17-18: “Por eso debió asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en las cosas que se refieren a Dios, para expiar los pecados del pueblo, pues en aquello que padeció, siendo él mismo tentado, puede ayudar a los que son tentados[3].

 

Heb 4, 15: “Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que fue tentado en todo a semejanza [nuestra], excepto en el pecado[4].

          

 

 

 

Estos textos afirman que Cristo, como pontífice o mediador capaz de compadecerse de nuestras debilidades, para cumplir con su misión de mediación, hubo de asemejarse a nosotros, haciéndose semejante incluso a nuestra carne de pecado y siendo tentado en todo a semejanza nuestra, menos en el pecado. No dicen que se hiciera igual a nosotros, sino que se hizo semejante en todo a sus hermanos; y dicen que se hizo semejante a nuestra carne de pecado, pero sin tener pecado. Por tanto, conviene investigar con finura el sentido y la medida en que Cristo se hizo semejante a nosotros. A ese fin, consideraré una a una las tres palabras clave de la sentencia que preside este escrito: «se hizo», «semejante» y «en todo», dedicando mayor atención sobre todo a la última, que es la que puede dar lugar a malentendidos.

 

I.- «Se hizo»

 

Lo primero que conviene notar es que el «se hizo» le conviene a la persona de Cristo según su ser humano, y esto lo distingue de cualquier otro hombre: los demás somos hombres, Él se hizo hombre. El Verbo, en su naturaleza divina, nunca hubo de hacerse nada, pues en Dios no existe el devenir o llegar a ser. Sin embargo, de Él es del único del que se puede decir que «descendió del cielo»[5] al hacerse hombre, lo cual implica que su persona no era humana, sino divina, que el ser concebido no era para Él un comienzo absoluto, sino sólo relativo, y que ese comienzo relativo era un bajar (o descender) de condición, de manera que con toda razón se nos dice: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1, 14), señalando el punto terminal de su descenso.

 

Como es patente, al hacerse hombre, Cristo se hizo semejante a nosotros asumiendo una naturaleza humana, pues lo que tenemos todos los hombres en común es la naturaleza o índole. Ahora bien, en todo hombre –como en toda criatura– han de distinguirse su ser y su esencia, de manera que, al hacerse hombre, nuestro Señor tomó el ser y la esencia humanos. Precisamente, lo primero que se indica cuando se afirma que el Verbo se hizo hombre es, como ya he dicho, que tomó el ser humano, lo más alto de nuestra naturaleza: Cristo se hizo de una vez y para siempre semejante a nosotros en su ser humano. Lo mismo habría de decirse de la esencia humana, sólo que en este punto aparecen algunas diferencias. Por haberlos hechos Suyos, el ser y la esencia humanos de Cristo fueron sobreelevados a la mayor perfección posible, más alta que los de cualquier otra criatura, no sólo real, sino posible, ya que en ellos era la persona del Verbo la que existía y obraba. Pero, para acercarse más a nosotros, Cristo quiso que, desde el primer instante, su esencia humana, que era perfecta, se fuera desplegando en forma semejante a la nuestra, en un descender esencial temporalizado, que tuvo un límite, es decir, que no duró para siempre, porque llegada al límite comenzó un ascenso para arrastrar consigo a toda la cautividad de los creyentes en Él[6].

 

De manera que lo que se dice del Verbo («se hizo carne») ha de ser dicho en un sentido paralelo de Su esencia humana, pues también en ella Él «se hizo» como nosotros. Y a este hacerse esencial, desarrollado en el tiempo, es al que se refieren principalmente los textos antes mencionados, y resumidos en la sentencia «se hizo semejante en todo a nosotros». Al respecto, es imprescindible, ante todo, subrayar que «se hizo» (genómenos) significa que no era en todo como nosotros, sino que llegó a ser a semejanza nuestra por libre decisión de su voluntad humana (obediente a su voluntad divina). Cristo era perfectus homo[7], no sólo en el sentido de que no le faltaba nada de lo humano, sino en el de que era hombre plenamente[8], cosa que nosotros no somos, ni seremos sin Él.

 

Que Cristo fuera, incluso como viador, hombre perfecto nos lo dice precisamente la carta a los Hebreos, que es la misma que nos informa de que debió hacerse en todo semejante a nosotros. En efecto, las palabras del juramento de Dios posterior a la ley: “juró el Señor y no se arrepentirá, tú eres sacerdote para siempre” (7, 21), consagran al Hijo perfecto para siempre[9]. Y dado que el verdadero sacrificio es la obediencia[10], Cristo es sacerdote desde el primer momento de su existencia humana, según nos enseña el Espíritu Santo en otro pasaje de la misma carta a los Hebreos: “por eso, entrando en el mundo dijo: sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo idóneo, holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: He aquí que vengo –en el comienzo del libro está escrito de mí– para hacer, oh Dios, tu voluntad” (10, 5). Además, ese sumo sacerdocio fue recibido por Cristo de aquel que le dijo: “Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy” (5, 5), por lo tanto lo recibió por ser el Hijo de Dios encarnado. Según todo lo anterior, Cristo fue consagrado sacerdote desde el primer instante de la encarnación. La resurrección no hizo, pues, más que manifestar definitivamente lo que había estado oculto durante la vida terrena del Cristo bajo el velo de su carne. Y porque era el sacerdote santificador cuyo sacrificio iba a salvar a cuantos pecadores se acogieran a Él, “tal nos convenía que fuera: santo, inocente, incontaminado, separado de los pecadores y encumbrado por encima de los cielos” (7, 26). Todos esos atributos nos convenía que los tuviera el mediador, y los tenía connaturalmente, de manera que el encumbramiento por encima de los cielos y la separación respecto de los pecadores no son posteriores a la encarnación más que en su manifestación, puesto que desde el principio era esplendor de la gloria e impronta de la substancia del Padre (1, 2-4).

 

Esta plena perfección abarca, naturalmente, a toda la naturaleza humana de Cristo, incluida su esencia. Que Jesús, en cuanto hombre, no fuera, sino que se hiciera como nosotros en su esencia se puede colegir, por ejemplo, de sus palabras: “y vosotros no lo habéis conocido, en cambio yo lo conozco [al Padre], y si dijere que no lo conozco, sería semejante a vosotros, un mentiroso, pero le conozco y guardo su palabra” (Jn 8, 55). No sólo los judíos, tampoco nosotros conocemos por nosotros mismos al Padre, como cabe deducir del dato revelado en el Primer Testamento según el cual ningún mortal puede ver a Dios y permanecer con vida[11]. Cristo, sin embargo, veía a Dios permanentemente: “nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien Él lo quisiere revelar” (Mt 11, 27)[12]; pues “a Dios nadie lo ha visto nunca, el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, Él es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18)[13]. Más aún, Cristo conoce al Padre como el Padre lo conoce a Él (Jn 10, 15), es decir, con conocimiento perfecto e inalterable, sin ceses, aumentos ni disminuciones. Por eso, sólo a Cristo, Dios y hombre, se puede aplicar estrictamente el “veía siempre al Señor delante de mí, porque está a mi derecha para que no vacile” (Hech 2, 25; Sal 15, 8). Por tanto, si el cuerpo de Cristo no moría al ver al Padre, se debía a que no era de suyo un cuerpo morituro ni mortal, sino asumido e inmortal.

 

A esto se podría objetar que, según Rom 8, 3, Cristo fue enviado por el Padre en la semejanza de la carne de pecado, por tanto no «se habría hecho», sino que «habría sido hecho», de entrada, a semejanza del hombre caído[14]. Sin embargo, los otros tres textos nos cercioran de que en éste se habla de la misión encomendada por el Padre a Cristo, no de que su naturaleza humana hubiera sido asumida con déficit alguno. En efecto, en Fil 2, 7 se dice de Cristo que Él se hizo semejante a los hombres; en Heb 2, 17 es Jesús el que debió asemejarse a sus hermanos; y en Heb 4, 15 es Jesús, Hijo de Dios, el que fue tentado en todo a semejanza, menos en el pecado. Por tanto, la semejanza a la carne de pecado no es dotacional, sino libremente elegida y operada por el Verbo según su naturaleza humana, en cumplimiento de la misión recibida del Padre.

 

II.- «Semejante»

 

En segundo lugar, es conveniente tener en cuenta que Cristo se hizo «semejante» (hómoios)[15], no igual (ísos) a nosotros[16]. Al asumir la naturaleza humana, el Verbo la sobreelevó a la condición de esposa Suya, cosa que ninguna naturaleza creada puede ser, ni llegar a ser jamás, por sí misma. Por tanto, aunque en los textos citados «semejante» significa «de la misma esencia o naturaleza» (homooúsios)[17], el modo como funciona la naturaleza humana en Cristo no es el mismo que el modo como funciona en nosotros, ni siquiera funciona del modo como funcionaba en Adán y Eva antes del pecado, sino muy superior. La naturaleza humana de Cristo es, constitutivamente, la más perfecta posible, la perfección creada sobreelevada por encima de sí misma: está, en virtud de su asumición, en situación de apropiada personalmente por la Palabra, o sea, apropiada por el entender y el poder de Dios santo, lo cual es incomparablemente más de lo que será el premio eterno para toda otra criatura personal. Por consiguiente, es de la misma naturaleza que nosotros, pero en una plenitud insuperable, que le es comunicada por la divinidad y que ninguna criatura sola podría haber alcanzado jamás, de no haber sido asumida por la divinidad.

 

Que Cristo no sea igual, sino sólo semejante a nosotros, se infiere ya de su propia concepción. Ningún ser humano ha sido engendrado por sólo su madre, ni ha sido formado directamente por el Espíritu Santo, ni ha nacido de una virgen antes del parto, en el parto y después del parto. Por tanto, Cristo no es en su naturaleza humana exactamente igual a nosotros, ni tan siquiera en su cuerpo, sino que es sólo semejante[18]. Posee nuestra naturaleza, en virtud de su generación a partir de María (ex Maria Virgine), pero la posee en un grado de perfección supremo, como formada por el Espíritu Santo.

 

Y lo mismo se puede decir de toda la vida de Cristo: fue semejante, pero no igual a la nuestra[19]. ¿Quién de nosotros fue adorado, con verdad, por otros hombres (pastores, magos, etc.)? ¿Quién de nosotros anduvo sobre las aguas, detuvo el viento huracanado con su sola palabra, curó enfermos, resucitó muertos, perdonó pecados, o habló como Dios? Andar lo hacemos todos, pero no por el agua y sin artificios, curar lo hacen lo médicos, pero no con el solo poder de su voluntad, hablar lo hacemos casi todos, pero no como Dios. Cristo tuvo una naturaleza humana sobreelevada por su persona divina y unida en la persona a su naturaleza divina.

 

Esto supuesto, también según esa misma sobrealzada naturaleza humana, Cristo se hizo semejante a nosotros. Es decir, no sólo según su divinidad se hizo semejante a nosotros al tomar nuestra naturaleza (ser y esencia humanos), sino que según la naturaleza asumida también «volvió» a hacerse semejante a nosotros en su esencia, abandonando temporalmente su condición gloriosa, la manifestación de la divinidad que le era connatural[20], para vivir al modo de los humanos en su manifestación o figura exterior (sjema)[21], ocultando su superioridad connatural, para acercarse a nosotros y dar lugar a nuestra fe.

 

Esto se infiere del escalonamiento con que el Espíritu Santo, mediante s. Pablo, nos narra en Fil 2, 6-8 el cuádruple despojo del Verbo: primero tomó la forma de siervo, o sea, de criatura; después, se hizo semejante a nosotros, o sea, de entre todas las creadas tomó una naturaleza humana; además, se comportó externamente (sjema) como los hombres, y, finalmente, se humilló hasta la muerte y una muerte de cruz.

 

Consideremos, pues, los cuatro pasos del hacerse semejante de Cristo a nosotros en los que se resumen tanto su descenso personal, en los dos primeros pasos, como el descenso esencial de su naturaleza humana, en los dos últimos pasos.

 

–Paso 1ª. Cristo tomó, ante todo, la forma de siervo, es decir, se hizo criatura, como somos nosotros, pero no sólo nosotros, sino los ángeles y el mundo también. Éste es el momento decisivo, el gran salto contenido en el hacerse como nosotros de Cristo, puesto que con él se cubre la mayor distancia posible: la que existe entre Dios y la criatura. Por eso dice s. Pablo que “se vació a sí mismo”, porque en ese salto existe una auto-donación del Verbo al vacío o nada de la criatura, de manera que en este primer paso se contiene la guía entera de toda la encarnación. En efecto, ese primer paso se dio de modo que no por hacerse criatura dejara de ser Dios. Así lo enseña la Santa Madre Iglesia: “El Hijo, en el último tiempo, para salvarnos y cumplir las Escrituras descendió del Padre, a pesar de que nunca dejó de estar con el Padre, y fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen,… y no perdió lo que era, sino que empezó a ser lo que no era” (Fides Damasi[22]). Ésta es la clave para entender –que no comprender– el misterio: en la encarnación no existe pérdida alguna de lo divino, y sí el comienzo de una nueva creación.

 

–Paso 2º. El segundo momento del acto que es la encarnación fue el hacerse semejante a los hombres, es decir, el tomar la naturaleza humana. Al respecto, la Iglesia nos enseña: “Tomó la forma de siervo sin la mancha del pecado, acreciendo lo humano, no disminuyendo lo divino, porque el vaciamiento por el que se hizo visible el invisible… fue una concesión de la misericordia, no una pérdida de potestad” (S. Leon I Magno)[23]. La asumición de la naturaleza humana no lleva consigo, pues, disminución alguna de la divinidad, sino sobreelevación de la humanidad. Esto significa que, aun siendo de nuestra misma naturaleza, al tomarla como suya el Verbo la llevó a la perfección suprema posible para toda criatura y para la naturaleza humana. El Verbo asume una naturaleza humana perfecta, no ya porque no le falte nada de lo humano, sino porque Él la plenifica, la lleva a su plenitud absoluta. Así lo ha entendido la Iglesia, y así nos lo enseña desde antiguo: Por consiguiente, una y otra generación [fueron] para Él plenas, una y otra perfectas, no teniendo nada de menos de la deidad, no tomando nada imperfecto de la humanidad…, sino [siendo] pleno Dios y pleno hombre sin pecado alguno, uno solo es Cristo en la singularidad de la persona” (Concilio Toledano XIV)[24].

 

Entender bien estos dos primeros pasos es de la mayor importancia. Al encarnarse, Cristo lleva la naturaleza humana a su plenitud. ¿Qué significa eso? Pues que si en toda persona creada existen tres fases: la dotacional, la apropiativa y la sancionada[25], en Cristo por virtud del acto de la encarnación no existe más que una, y ésa es incluso superior a la que llamo sancionada: ella misma es el patrón y la medida de toda posible sanción positiva, pues no cabe ningún don (o premio) que sea mayor que el que posee como don constitutivo la naturaleza humana de Cristo, a saber: estar asumida. Por eso, el acto mismo de la encarnación convierte a la naturaleza humana de Cristo en el arquetipo de toda la creación, en aquello por lo que y para lo que todo ha sido creado[26]. De manera que Cristo puede decir con verdad, no sólo en cuanto que Dios, sino también en cuanto que hombre –aunque con sentido distinto en cada caso– que Él existía antes que Abrahán[27], o pedir al Padre que le dé la gloria que le corresponde desde el comienzo antes de que el mundo existiera[28]. Por supuesto que esas afirmaciones son estrictamente verdaderas en cuanto que Él es el Hijo de Dios, pero también lo son en cuanto que es el Hijo del hombre, no porque la humanidad de Cristo existiera antes que Abrahán ni antes de la creación del mundo en sentido temporal[29], pero sí porque su humanidad es anterior en sentido jerárquico: porque Cristo “es anterior a todos y todo se compagina en Él[30].

 

En cuanto que asumida por el Inmortal, a la naturaleza humana de Cristo le correspondía la inmortalidad, pero el Verbo, al encarnarse, voluntariamente la hizo semejante a la nuestra, o sea, mortal, al tomarla de María, cuya carne era naturalmente mortal, pero no moritura, por carecer del pecado de origen[31]. Con esa decisión del Verbo coincidió íntegramente la naturaleza humana de Cristo al ser creada (en su alma) y simultáneamente engendrada (en su cuerpo), sólo así Cristo pudo, entrando en el mundo por su concepción, orar al Padre en los términos en que nos enseña Heb 10, 5. Al hacerse mortal, la naturaleza humana de Cristo ocultó bajo su carne la gloria que le correspondía por su asumición, de manera que se cubrió con el velo de la carne mortal que nos permitía a todos los mortales y morituros ver al Hijo de Dios sin morir[32]. Pero, al igual que el Verbo al hacerse hombre, su naturaleza humana se hizo mortal sin perder la condición donal que por la asumición le correspondía, es decir, sin tener que morir por el hecho de estar viendo a Dios en visión beatífica permanente. La mortalidad libremente asumida le permitía morir cuando quisiera y ocultaba a los hombres la inmortalidad del Verbo.

 

Quizás al llegar a este punto algún lector atento podría repetir una objeción en parte hecha con anterioridad: si es el Verbo (por voluntad del Padre) el que decide el carácter mortal de la naturaleza humana que asume, entonces no es su naturaleza humana la que se hizo mortal, sino que fue hecha mortal. Y sería una objeción lógicamente bien planteada, sólo que aquí nos movemos por encima de la lógica humana. En efecto, nos encontramos ante uno de los muchos misterios que se encierran dentro del gran misterio de la encarnación, decir lo cual no es evasiva alguna, sino la advertencia de una profundidad mayor, tal que supera nuestra comprensión, aunque no nuestra intelección. Pues bien, el misterio es éste: a diferencia de toda otra criatura, la humanidad asumida por el Verbo es la única que, a la vez que es creada, es capaz de hacer suyo el don que recibe, o sea, es capaz de dar el dar a quien le da el ser y la esencia. De las demás criaturas, aun siendo personas, es radicalmente verdadero lo que los existencialistas afirmaron respecto de la libertad humana: no somos libres de ser libres, es decir, primero somos elevados a la condición de libres sin contar con nosotros, y, después, aceptamos (o no) el don recibido de la libertad. Sólo la humanidad de Cristo es capaz de aceptar el don recibido a la vez –no después– que lo recibe, o dicho de otro modo, es la única criatura con cuya libertad aceptante Dios contó al crearla. ¿En qué se basa esta afirmación tan absolutamente chocante para nosotros? En el dato decisivo de que quien es, quiere, entiende y es formado corporalmente en dicha humanidad desde el mismo instante de su concepción es la persona del Verbo o Hijo de Dios. Siendo el Verbo el que activa su voluntad humana, no tiene que esperar a ninguna maduración por parte de su humanidad, sino que a la vez que la asume, acepta con su humanidad asumida el don recibido. Al no existir más que una persona, y divina, en Cristo, ella actúa a la par en sus dos naturalezas. Podría salir al paso aquí una cuestión con aire de impertinente, puesto que parece que el Verbo –que otorga el don de la asumición– debería estarse agradecido a sí mismo al aceptar ese don en su humanidad. Y en verdad sería por completo impertinente plantearlo así, puesto que no es el Verbo el único hacedor de su naturaleza humana, sino la Trinidad entera, de modo que el Padre toma la iniciativa de la encarnación y crea el alma de Cristo, y el Espíritu Santo hace fecunda la carne de María y forma el cuerpo de Cristo, por lo que el Verbo mediante su humanidad bendice al Padre, que lo ha enviado y confía al Espíritu la formación de su cuerpo. No se está, pues, agradecido a sí mismo, sino al Padre, y no goza en sí mismo, sino en el gozo del Espíritu, que es el gozo común a Padre e Hijo.

 

Una vez entendido este carácter absolutamente propio de la libertad humana del Verbo, puede también entenderse otra vertiente de tan gran misterio. Al ser el Verbo quien asume la naturaleza humana divinamente, la asume comunicándole la plenitud y, por tanto, comunicándole la inmortalidad divina, pero en la medida en que Él mismo acepta ese don queda facultado para querer según su humanidad hacerse mortal al mismo tiempo que es creada como inmortal, y de eso es de lo que literalmente nos informa el texto citado de la Epístola a los Hebreos 10, 5. Por eso se puede decir, a la vez, que la humanidad de Cristo fue hecha inmortal y que se hizo mortal (carne, semejante a la nuestra). Y la razón que hace inteligible tan arcano misterio es ésta: que cuanto más se depende de Dios más libre se es. Ninguna criatura depende más de Dios que la naturaleza humana asumida en persona por el Verbo, por tanto ninguna otra criatura es más libre que la humanidad de Cristo, siendo tal su libertad que es la libertad humana del Verbo. Como se ha visto antes, al ser el Verbo el que quiere en ella, no ha de esperar a haber recibido el don para hacerlo propio, sino que ya en la misma recepción ella está aceptando el don. Mas el Verbo mediante su humanidad acepta el don haciendo con ella lo mismo que hace al encarnarse: descender de su altura connatural y asemejarse a nosotros, haciéndose mortal. Es un misterio, porque parece que el Verbo hace y quiere cosas contradictorias, inmortalidad y mortalidad, pero no es así, porque lo que hace es expresar en su humanidad la kénosis de su divinidad al hacerse criatura. Dicho de un modo más preciso: el Verbo al asumir su humanidad le comunica Su propio poder, que es el poder de hacerse otro sin dejar de ser quien es[33], y la naturaleza humana en el mismo instante en que es asumida como inmortal –no después– se hace otra, se hace mortal, no para siempre, sino por un tiempo, de manera que a su través el Verbo manifieste de modo transparente el vaciamiento operado en su encarnación. La diferencia entre la naturaleza divina y la humana se observa en que al hacerse hombre, volcándose sobre el vacío de la criatura, el Verbo no perdió nada de su divinidad, mientras que, a la vez que se hacía hombre, en su humanidad se vaciaba despojándose de su inmortalidad, y haciéndose temporalmente mortal, o sea, perdiendo temporalmente la inmortalidad. Es un misterio, pero que irradia luz verdadera, como veremos al final.

 

Algunos podrán objetar que ya al tomar la naturaleza humana Cristo se hizo mortal, porque el hombre es por naturaleza mortal. Pero conviene saber que, aunque se suele decir que el hombre es por naturaleza mortal, «mortal» no significa que necesariamente tuviera que morir, sino que podía morir. Y así lo sabemos de Adán antes del pecado, puesto que Dios lo amenazó, si desobedecía, con la muerte: luego si no hubiera desobedecido, no habría muerto. Había sido hecho mortal, pero no morituro, salvo si pecaba. Sólo después del pecado la muerte es necesaria, por castigo, para el hombre. Pero, además, sabemos que, tras la resurrección, el cuerpo de Cristo es inmortal, y los nuestros también lo serán. Por consiguiente, salvo que digamos que Cristo después de resucitar ya no es hombre, no cabe afirmar que la mortalidad sea constitutiva de la naturaleza humana, sino del estado de viador. Para entender este complejo misterio es preciso (i) tener en cuenta que, como adelanté más arriba, las personas creadas llegan a su plenitud en tres pasos o estadios: el dotacional –recibido por don del creador–, el apropiador –por el que la persona creada hace suya la dotación divina–, y el de sancionada –por el que recibe de Dios un premio superior al don inicial, o un castigo que la abandona a su suerte–. Pues bien, el hombre en sus estadios dotacional y apropiativo es mortal, mientras que en el estadio de sancionado llegará, por virtud de la gracia de Cristo, a ser inmortal incluso en su cuerpo. Y para entender esta segunda parte en conexión con la primera es preciso saber (ii) que Cristo, por la asumición era ya corporalmente inmortal, puesto que el Verbo que lo asume es azánatos, de modo que ser asumido es más alto que cualquier premio o sanción divina[34]; pero (iii) que para hacernos a nosotros inmortales como Él, renunció libremente a su inmortalidad y entregó su vida, temporalmente, para luego retomarla y comunicarnos la suya inmortal a través de nuestra muerte con Él. Por supuesto que la inmortalidad corporal supera la naturaleza humana tal como Dios se la donó a Adán antes del pecado, pero dicha superación no la desvanece, sino que la integra, o sea, no va contra la naturaleza, sino que la eleva de perfección, siendo ésta en los planes eternos de la Sabiduría de Dios la (trans)naturaleza a que estaba finalmente llamado el hombre para participar en la vida íntima de Dios. Por tanto, que Cristo fuera corporalmente inmortal por asumición no lo convierte en una naturaleza distinta a la nuestra, sino tan sólo lo eleva a la más alta perfección que cabe, pero en nuestra misma naturaleza. Hacerse mortal, morituro, y morir fueron actos de la libérrima libertad de Cristo, quien por libre obediencia se hizo mortal a la vez que se encarnaba, morituro cuando llegó su hora, y muerto, cuando expiró en la cruz.

 

En suma, los dos primeros momentos de la encarnación acontecieron, pues, en el mismo instante del acto inicial de realizarse la encarnación del Verbo, o sea, en el acto de empezar a existir como hombre. Como vemos, además, el primer paso fue el descenso por antonomasia, y el segundo, jerárquicamente hablando, fue la sobreelevación de la naturaleza humana, pero una sobreelevación tal que la hace capaz de darse sin reserva, por lo que a la vez que era creada como perfecta (en su ser) ella se hacía libremente como la nuestra, o sea, mortal (en su esencia).

 

–Paso 3º. En cambio, el tercer paso que nos indica el Espíritu Santo en Fil 2, 6 es posterior, alude a su modo de vivir entre nosotros, a su comportamiento externo, o sea, al despliegue de su esencia humana. Cristo se comportó y fue visto por todos como un verdadero hombre. Esta breve indicación nos informa (i) de que, siendo Dios y hombre, no mostraba directamente su divinidad, sino sólo su humanidad; (ii) de que, siendo su humanidad plena y perfecta, se comportó –sin dejar de ser plena y perfecta– del modo como lo hacemos los humanos hijos de Adán, y, por tanto, pasando exteriormente desapercibida en su acabada perfección. La humanidad de Cristo no era imperfecta, como la nuestra, pero redujo su manifestación externa ordinaria a las normales limitaciones del hombre imperfecto.

 

–Paso 4º. Por último, conviene tener en cuenta que, además, Cristo se hizo semejante a nosotros no sólo en (a) las limitaciones naturales del ser humano, tales como la incardinación temporal y espacial de nuestro cuerpo, así como en las peculiaridades históricas propias de la manifestación de nuestra esencia, mencionadas en el paso 3º, sino (b) también en algunas de las limitaciones que derivan de nuestra naturaleza caída, entre las cuales se encuentra el pasar hambre y sed, el cansarse, el dormir, el sufrir y el morir.

 

En los pasos anteriores se contienen los datos suficientes para establecer la regla principal para entender el descenso de Cristo, es decir, de su hacerse semejante a nosotros: lo mismo que el Verbo no dejó de ser Dios al hacerse hombre, así su naturaleza humana no dejó de ser perfecta al asemejarse a la nuestra. Esto supone que determinadas perfecciones de nuestra naturaleza creada y determinadas imperfecciones de nuestra naturaleza caída no fueron tomadas por Cristo en su descenso hasta nuestra condición. Contra esto parece chocar la afirmación de que Cristo se hizo semejante «en todo» a nosotros, por eso es preciso estudiar esa expresión.

 

III.- «En todo»

 

Éste es el punto doctrinal en que hoy más se tropieza, el «per omnia» (kata panta). «Kata» en griego contiene las indicaciones «de arriba abajo» y «por completo» o «hasta el fondo», indicaciones ambas nada desdeñables, habida cuenta del «descenso» que implica el «se hizo»: descendió haciéndose semejante a nosotros hasta el fondo o final. Mas ¿qué podría querer decir «hacerse semejante en todo»?, porque ni tan siquiera nosotros, los seres humanos corrientes, somos en todo ni iguales ni semejantes. Cristo fue varón, de raza blanca, judío, o sea, miembro del pueblo elegido, hijo de María, lo que implica que no fue mujer, ni se hizo de raza cobriza o amarilla, que no fue albino, ni fue hispano, bereber o japonés…etc. Precisamente porque no se hizo igual, sino que se hizo sólo semejante a nosotros, pero hasta el fondo, es necesario establecer con claridad los criterios (a) negativo y (b) positivo, de este hacerse semejante, antes de delimitar (c) el sentido preciso en que fue verdaderamente semejante a nosotros hasta el fondo.

 

III.A.- Criterio negativo para entender el «se hizo semejante» a nosotros.

 

Cristo se hizo como nosotros en todo, pero no de cualquier manera, sino según medida, tiempos y criterios. Llamo criterio negativo al que excluye determinadas semejanzas con nosotros en el hacerse esencial de Cristo, pues la santidad y dignidad supremas del Verbo encarnado impiden determinadas semejanzas con los hijos de Adán.

 

Pero antes de entrar propiamente en ellos insistiré en algunos extremos  que están implícitos en el punto anterior. Ante todo, debe quedar claro que una semejanza completa en todo ya no es una semejanza, sino una igualdad[35], de manera que los hombres no somos semejantes en todo entre nosotros. No todos los hombres somos a la vez altos y bajos, ni gordos y flacos, ni rubios y morenos, ni amarillos, blancos, cobrizos y negros, ni varón y mujer, etc. La semejanza entre los hombres atañe sólo a la naturaleza, o sea, a la índole del ser humano: constamos de inteligencia y de voluntad, de alma y de cuerpo, teniendo un organismo semejante. Precisando más, los hombres no somos semejantes unos a otros en lo secundario o meramente accidental. Justamente por esa razón, Cristo no pudo hacerse semejante en todo lo accidental a cada uno de los hombres. Cuando se dice, pues, que Cristo se hizo semejante, se ha de entender, que se hizo semejante en aquello en que todos los hombres somos semejantes, en lo esencial y normal: en proceder de una madre concreta y de toda una progenie humana, en nacer y vivir en un lugar concreto, en pertenecer a una cultura determinada con una altura sapiencial históricamente relativa, y a una familia humana concreta, en tener una dotación sexual (sea masculina o femenina), en tener un cuerpo con la piel pigmentada de una u otra manera[36], etc.

 

Una vez vistos los límites a priori de la semejanza entre humanos, paso a considerar los específicos de la naturaleza humana de Cristo. El límite negativo del hacerse de Cristo como nosotros viene indicado por Hebreos 4, 15: “menos en el pecado”. De acuerdo con la regla más arriba mencionada, cuando Él se hizo semejante a nosotros no perdió ni la perfección de su divinidad ni la perfección propia de su humanidad. De manera que, por razón de su divinidad, no se hizo en su esencia semejante a nosotros en nada que llevara consigo pecado[37] ni imperfección alguna[38], sea moral, intelectual o corporal. Era imposible porque Él es Dios hecho hombre. Veremos, primero, el pecado, y después las imperfecciones.

 

Cuando se excluye de Cristo el pecado, se excluye todo pecado, el original, el personal, y la concupiscencia, que nace del pecado y engendra pecados[39]. Que Cristo no tuviera la concupiscencia lo enseña la Santa Madre Iglesia[40], y es del todo congruente, pues Él es, en su cuerpo, el que nos libra de toda concupiscencia[41]. Si ni siquiera María, su Madre, tuvo el pecado original ni la concupiscencia consecuente, ¿cómo lo iba a tener el que la libró de todo ello? Sin embargo, alguna vez por desliz se ha llamado a la carne de Cristo una carne pecadora[42]. Una cosa es que Dios enviara a su Hijo en una carne semejante a nuestra carne de pecado[43], y otra que Cristo se encarnara en una carne pecadora. ¡Inmensa herejía ésta!, pues ofende tanto a la divinidad de su persona como a la perfección de su humanidad, tal como enseñan las Escrituras e interpreta la Santa Madre Iglesia. El ángel dijo a María: “lo que nacerá de ti, santo, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). Lo que nace de María es santo, no pecador, ni en su carne ni en su humanidad, porque es santo en su Persona. Es verdad que s. Pablo dice, en 2 Co 5, 21, que Dios hizo «pecado» al que no conocía el pecado, pero –aparte de que, como se dijo al principio, aquí la Iglesia interpreta que «pecado» significa «sacrificio por nuestros pecados»[44]– conviene notar que en este mismo texto Cristo es designado como “aquel que no conocía el pecado”, en lo que va implícito que por naturaleza no lo podía conocer. Además, recordemos que, como también se ha visto, Él se hizo sólo semejante, por tanto no fue concebido en una carne igual a la nuestra: habiendo sido concebido perfecto, desde ese mismo instante libremente dejó de manifestar –y sólo en ese sentido se desprendió de– algunas de sus perfecciones, para asemejarse a nosotros. Sería erróneo pensar que se desprendió de todas sus perfecciones, porque el propio desprenderse libremente de perfecciones creadas, por amor al Padre y a nosotros, es una perfección tan alta que ninguna criatura puede tenerla por sí misma, pero que sí tuvo la humanidad de Cristo.

 

Veamos ahora las imperfecciones. Naturalmente, en la exclusión del pecado va implícito que tampoco se hizo semejante en nada que supusiera no ya un pecado, sino mengua alguna de su perfección espiritual humana. En concreto, no se hizo ignorante como nosotros, sino que en virtud de su unión hipostática con la divinidad Él gozaba de la visión beatífica del Padre[45], y de  ciencia infusa sobre el mundo universo y sobre toda la creación[46]. En cuanto a los defectos morales, no conoció ni el error práctico ni el desorden de las pasiones[47] ni el temor humano ni la dificultad en la adquisición de las virtudes, tanto intelectuales como morales, pues las tenía infusas[48], además de coronadas por los dones del Espíritu Santo[49]. Insisto, Cristo no dejó de ser la criatura ultraperfecta cuando se asemejó a nosotros[50].

 

Es cierto, según hemos visto en el paso 3º del apartado anterior, que Cristo se comportó de manera semejante a cualquier humano, como se dice en Fil 2, 7: “habitu inventus ut homo”, pero eso significa sólo que no mostró toda la perfección propia de su espíritu humano ni de su cuerpo; no significa, sin embargo, que obrara en todo momento como cualquier hombre. Antes bien, sus obras, otorgadas por el Padre (Jn 5, 36; 10, 25 y 37; 14, 12), y sus palabras, oídas al Padre (Jn 8, 26 y 43 y 47; 14, 10), dan testimonio fehaciente (Jn 7, 17) de que Él es lo que dice (la Palabra o Hijo de Dios) (Jn 8, 25; Jn 1, 1). Ningún hombre habló nunca como Cristo habló, dicen de Él (Jn 7, 46), y ningún hombre obró como Cristo obró, dice Él de sí mismo (Jn 15, 24). Naturalmente, Cristo no hacía milagros ni predicaba al pueblo en todo momento, sino que reservaba lo uno y lo otro según la oportunidad y el tiempo, de acuerdo con los planes divinos. Por eso, en el resto de su vida se comportaba como un hombre cualquiera. Más aún, habiendo elegido la pobreza y la sencillez de vida, vivió de incógnito la mayor parte de su existencia terrena, pasando desapercibida su perfección acabada. Incluso cuando hacía milagros, pedía que no se pregonaran, porque lo decisivo para nuestra redención era el encuentro personal con Él, no el encuentro anónimo de la fama[51].

 

Mas, antes de pasar a considerar el criterio positivo del hacerse de Cristo como nosotros, conviene tener en cuenta una limitación ulterior de la semejanza que existe entre los humanos, y es que entre las diferencias que lleva consigo dicha semejanza se cuentan las diferencias temporales. Entre éstas, las más evidentes son que ni tan siquiera cada uno de nosotros somos semejantes en todo a nosotros mismos a lo largo de nuestra vida, puesto que con el paso del tiempo variamos de gustos, opiniones, altura, peso, complexión, rasgos, etc. Y existen otras diferencias temporales aún más profundas, como son los diferentes estadios por los que ha de pasar toda persona creada: el dotacional, el apropiativo y el sancionado. Las diferencias, por ejemplo, entre un feto humano y un hombre maduro son llamativas, y no sólo han de ser vistas desde fuera, sino sobre todo por dentro: mientras que el uno no es responsable todavía de sus actos, el otro sí lo es. Y eso ha de ser entendido de cada uno de nosotros: somos los mismos a pesar de que durante un periodo de nuestra existencia no éramos conscientes de nuestro ser. Un niño se parece a un viejo más por lo que fue que por lo que es el viejo, pero a nadie sensato se le ocurriría pensar que sólo es humano el viejo[52]. De modo paralelo, si Cristo recién encarnado –a diferencia de cualquier otro ser humano– ya se entregaba como oblación al Padre, esta diferencia no rompe la unidad de naturaleza con el hombre, sólo señala la plenitud de Su madurez. Ninguna de esas diferencias temporales rompe, pues, la semejanza propiamente dicha entre los hombres, pero sí subraya algo importante: la semejanza humana está sometida a las variaciones de la temporalidad. En consecuencia, Cristo, a quien no afectaban por dentro las diferencias temporales, aunque decidió hacerse semejante a nosotros, no se pudo hacer de sola una vez semejante a todos nosotros en todo, porque ni tan siquiera nosotros mismos somos semejantes en todo momento ni en todo a nosotros mismos ni a todos los hombres, pero sí se fue haciendo libremente a semejanza nuestra paso a paso según la oportunidad de su propio tiempo (kairós).

 

III.B.- Criterio positivo del asemejarse de Cristo a nosotros.

 

Llamo criterio positivo a aquel que regula lo que debemos entender que se incluye en el «se hizo semejante a nosotros».

 

Admitido que Cristo se hiciera semejante a todo hombre sólo en lo común o esencial a todos, conviene recordar que, como el ser humano de Cristo fue asumido por la Persona del Verbo de una vez para siempre, era a su esencia, en cuanto manifestativa del ser, a la que tocaba hacerse temporalmente como nosotros, descendiendo en su manifestación. La cuestión pertinente ahora es la de saber cuál fue la medida o criterio positivos de su hacerse semejante, que, desde luego, llegó hasta el fondo en su semejanza, pero no en todo momento, sino sucesivamente, como acabamos de hacer notar más arriba.

 

El criterio positivo del hacerse semejante de Cristo a nosotros está contenido en el texto de Heb 2, 17, recogido entre los que encabezan esta investigación: Por lo que debió asemejarse en todo a sus hermanos, para llegar a ser un pontífice misericordioso y fiel en lo que toca a Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo”. En este texto es decisivo el «debió», pues nos da la razón por la que Cristo se hizo semejante en todo a sus hermanos: era conveniente para su misión redentora. Cristo vino para ser pontífice o mediador entre Dios y los hombres caídos. Todo mediador ha de tener comunidad con los dos extremos a unir. Como mediador, había, pues, por un lado, de asemejarse a sus hermanos, y, por otro, había de permanecer perfecto en su humanidad, a imagen del Padre, que es perfecto, y del que el Verbo es Imagen. La medida positiva del «se hizo» estriba precisamente en el equilibrio que exige la condición de mediador, que ha de reunir en sí a los dos bandos a reconciliar: no puede dejar de ser perfecto, como Dios, pero tiene que asemejarse hasta el fondo a los hombres. En consecuencia, el modo y la medida positivos del asemejarse «en todo» es la misión reconciliadora de Cristo[53]. Cristo se hizo semejante a nosotros en el modo, tiempo y medida en que era conveniente para salvarnos.

 

Para redimirnos, el Señor tomó sobre sí, en su esencia humana, algunas de nuestras imperfecciones, justo aquellas que no son incompatibles con la santidad de Dios ni con la dignidad de su naturaleza asumida. Ahora bien, las imperfecciones del ser humano[54] derivan de dos situaciones: (i) de su estado de viador[55] y (ii) del pecado de origen heredado, pero ambas son entre sí muy distintas, pues la primera es solamente una situación de perfeccionamiento, mientras que la segunda es una carencia de perfecciones debidas. En Cristo no se dan originariamente ninguna de esas situaciones, porque, desde luego, no heredó el pecado original ni pudo tener pecado alguno, pero tampoco le correspondía, de suyo, el perfeccionarse o ser viador. Como he indicado líneas arriba, la naturaleza humana de Cristo, habiendo sido asumida, era ya plena y perfecta, no necesitaba merecer nada ni tenía por hacer suyos todavía los dones recibidos –sino que a la vez que los recibió los hizo suyos–, y, por tanto, estaba ya de entrada más que sancionada: era la criatura «pluscuamperfecta[56]», pues en ella es y se manifiesta el Verbo divino. En otras palabras, Cristo no había de pasar de suyo por el estado de viador. Sin embargo, por quererlo así el Verbo, en obsequio de obediencia al Padre y de amor a nosotros, se hizo viador como nosotros a fin de merecer, no para sí, sino para nosotros. Pero los méritos de Cristo no son como los nuestros: nosotros, para ser salvados, hemos de hacer rendir los dones o talentos que Dios nos ha dado, haciéndolos nuestros[57]; en cambio, Cristo hizo méritos por nosotros despojándose libremente de algunos dones que había hecho suyos a la vez que los recibía. Ya hemos visto que se despojó de la inmortalidad y de la gloria, pero su vida como viador consistió en seguir despojándose libremente, a lo largo del tiempo, de otros privilegios que como criatura perfecta tenía.

 

Por ejemplo, Cristo siendo rico se hizo pobre, como nos recuerda el Espíritu Santo por s. Pablo: “pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por vosotros se hizo pobre siendo rico, para que vosotros con su pobreza os hicierais ricos[58]. El texto es elocuente: al hacerse pobre Él, nosotros somos hechos ricos con su pobreza. Cristo se despoja de lo suyo, pero no sólo no pierde su riqueza (divino-humana), sino que eleva la nuestra, haciéndonos ricos con las riquezas de Dios. Es ésta la segunda regla para entender el abajamiento de Cristo: su descenso es también una perfección –en la medida en que sólo puede descender quien está en lo alto–, por la que nos hace a nosotros beneficiarios de ella, porque el dar divino es tal que, al dar, no pierde ni quita, sólo beneficia a quien lo recibe.

 

Para descender a más detalles, y puesto que, como he dicho, las imperfecciones del hombre tienen un doble principio, consideraré ahora más en concreto, primero, aquellas imperfecciones derivadas del estado de viador, y, luego, las que derivan del pecado de origen, y que –en ambos casos– Cristo quiso libremente asumir.

 

a) Veamos, primero, cómo se hizo, Cristo, viador. La tarea o prueba propia del hombre viador viene descrita en el encargo hecho por Dios a Adán y Eva antes del pecado: “creced y multiplicaos, y llenad la tierra” (Gen 1, 28). Aunque consideradas una a una implican, además, otras cosas –como se verá más abajo–, ese triple encargo lleva consigo, en su conjunto, el circunscribirse a lo que de modo impreciso se suele llamar el espacio y el tiempo.

 

Al hacerse viador, Cristo se circunscribió al espacio y al tiempo según su naturaleza humana[59], pero que eso lo hiciera libremente, no por limitación obligada de su humanidad plena, lo podemos deducir de sus palabras y obras: se deduce de lo que Él nos dijo, “antes de que fuera hecho Abrahán, yo soy” (Jn 8, 58), y también de sus obras, pues sabemos que se desplazaba en el espacio llevado por el Espíritu[60], que caminaba sobre las aguas[61], y que habló en el Tabor con Moisés y Elías. No es erróneo considerar estas cosas milagros, pero lo extraordinario no es el que caminara sobre las aguas, se trasladara de lugar sin andar, o pudiera hablar en vivo con profetas ya muertos, sino más bien que –siendo eso lo connatural para Él–, precisamente por hacerse como nosotros renunciara a manifestarlo de modo habitual, y sólo lo hiciera o dejara traslucir excepcionalmente. La tarea redentora fue llevada a cabo por Cristo con sus palabras y obras, desplegándolas en el tiempo según la pedagogía divino-humana que sabía convenía a nuestra situación de hombres caídos. Eso implicaba ir introduciendo en el tiempo –y, en esa medida, retrasando– la manifestación de su condición divina y la consumación de su obra. Por ejemplo, no empezó su vida pública hasta los treinta años, que es cuando los hombres estarían menos indispuestos para escucharle, pues de un joven no habrían esperado un anuncio atendible[62]. Y, como sabemos, en su primera venida Cristo vino como salvador, sino no como juez[63], de ahí que evitara ejercer de tal en todos los sentidos[64], cosa que por el contrario está reservada para su segunda venida. Además, que Cristo ardiera en deseos de incendiar con su doctrina el mundo lo podemos adivinar ya a sus doce años en el episodio del templo, y lo podemos oír de sus labios dicho de modo directo[65] o de modo indirecto[66], pero quiso dosificar en el tiempo[67] su enseñanza y su obra redentora. Cristo se hizo así nuestro maestro, haciendo crecer en sabiduría divino-humana a los que creen en él.

 

Pero pasemos a ver ahora, una a una, qué cosas implica el mandato del creador antes aludido. Crecer requiere comer y beber, multiplicarse requiere reproducirse sexuadamente, y llenar la tierra requiere habitarla, en lo que va incluido guardarla y cultivarla, para, mediante el trabajo, dominar el universo. Excluida la multiplicación por vía sexual, que no era apropiada para quien traía a este mundo un nuevo modo de hacer hijos de Dios, distinto de la generación, Cristo quiso crecer, comer y beber como el resto de los humanos, además de trabajar como carpintero[68] durante la mayor parte de su vida. Aun siendo una perfección de la criatura humana, a la que Dios hizo hombre y mujer, Cristo, que habitó la tierra, no se multiplicó según la carne, sino que fue célibe, y propuso a los hombres el celibato por el reino de los cielos como consecuencia de su propia encarnación. A esto me refería antes cuando dije que determinadas perfecciones de nuestro ser natural no fueron hechas suyas por Él[69]. Cristo nació de mujer, pero no de varón, y Cristo no se reprodujo, porque Él era en su humanidad una nueva criatura, formada directamente por obra de Dios, no ex voluntate viri[70]. Así que Cristo no fue semejante a nosotros ni en su generación ni en su nacimiento virginal ni en el modo de cumplir el mandato de la multiplicación dado por el creador al hombre[71].

 

Precisamente, debido a su habitual conducirse externamente a semejanza de un hombre normal en todo lo demás, la humanidad de Cristo velaba su divinidad, en especial porque también velaba su profunda diferencia con la humanidad de cualquier otro hombre. Que Cristo pasara exteriormente desapercibido en su divinidad y en su sobrehumana humanidad, o sea, que se manifestara en su trato externo[72] como un hombre cualquiera, queda de manifiesto en los evangelios por la reacción de la gente de su pueblo e incluso de parte de sus familiares, que no creían en Él (Jn 7, 3-5). Pero a nosotros no debe pasarnos desapercibido el dato de que Cristose hizo como los demás, porque no era como los demás. Asimismo, el límite de su hacerse semejante a nosotros –pues no se olvide que semejanza implica distinción– viene marcado por su condición inalienable de nueva criatura: al hacerse como nosotros, su humanidad no perdió la novedad que ella misma aportaba, la de haber sido engendrada corporalmente por obra del Espíritu, haber sido creado en su espíritu humano directamente por el Padre como hijo, y haber sido asumida por la Palabra de Dios, razón por la que era y es (en su humanidad) verbo del Verbo.

 

b) Consideremos, en segundo lugar, cómo se hizo semejante a nosotros hasta el punto de hacer suyas ciertas limitaciones de nuestra naturaleza caída. Entre todas las limitaciones derivadas del pecado que afectan a los hijos de Adán y Eva, –dejando aparte la falta de la gracia santificante, la ignorancia y la concupiscencia–, destacan (i) el trabajo con esfuerzo[73], esfuerzo que trae consigo el cansancio y la pérdida de las fuerzas, el hambre y la sed; (ii) la escasez o el déficit de los resultados del trabajo[74], de lo que derivan la pobreza y la miseria; y (iii) la muerte, de la que son anticipo y aviso, respectivamente, la enfermedad, y el dolor[75]. Nos consta que Cristo quiso pasar algunas de estas limitaciones del hombre pecador.

 

Sin embargo, tampoco en esto Cristo se hizo en todos los detalles como cada uno de nosotros. ¿Acaso Cristo nació con síndrome de Dawn, como muchos humanos? ¿Acaso Cristo fue ciego, o cojo, o manco, o sordomudo de nacimiento, como fueron muchos de los que Él curó? ¿Se hizo Cristo tartamudo o parapléjico, u oligofrénico? Es obvio que esas consecuencias del pecado original[76] no las hizo suyas durante su vida. Así que hemos de encontrar también aquí la medida de la semejanza, averiguando en qué sí, y en qué no, se hizo como nosotros, de manera que llegara a ser no igual, pero sí verdaderamente semejante en todo a nosotros.

 

Y, también en este caso, la medida se halla en la congruencia con la misión de mediador propia de Cristo. Para evangelizar a los pobres[77], sí se hizo pobre, pero para dar la vista a los ciegos, no se hizo ciego. Para hacer andar a los cojos, oír a los sordos o limpiar a los leprosos[78], no era conveniente que Cristo se hiciera ni cojo ni sordo ni leproso, pues en ese caso le hubiera sido aplicable el proverbio «médico, cúrate a ti mismo» (Lc 4, 23). Muy por el contrario, a su naturaleza humana le convenía mostrar (veladamente[79]) la superioridad que el ser asumida le daba, a fin de que así quedara refrendado que su proclamación de la Buena Nueva y del Año de gracia del Señor era Palabra proveniente de Dios Padre, que le había enviado. En consonancia con lo anterior, la tradición de la Iglesia nos ha propuesto que Cristo no padeció enfermedades naturales.

 

Cristo no padeció enfermedad natural alguna, ante todo, porque su cuerpo no estuvo sometido al pecado de origen ni a las consecuencias obligadas del mismo. Si la Trinidad había hecho a Adán libre de enfermedades, ¿cómo el más perfecto de los cuerpos iba a tener que sufrirlas? Es especialmente importante recordar aquí la perfección del cuerpo de Cristo. De ella nos informan abundantemente los evangelios. El cuerpo de nuestro Señor de suyo no se cansaba, ni sentía hambre, ni podía ser amenazado por nada. Pequeños detalles de los evangelios nos lo indican: Cristo sintió hambre después de pasados cuarenta días sin comer[80]; se dedicaba de tal modo a la predicación y a la curación que no tenía tiempo para alimentarse, tanto que sus familiares pensaban que estaba fuera de sí[81], es decir, que estimaban su dedicación como excesiva e insostenible para un ser humano; y, aparte de hacer todo eso, pasaba las noches orando. Además, andaba sobre las aguas, paraba el viento con su sola voz, descansaba sin temor alguno mientras se desataba la tormenta sobre la barca en que navegaban, curaba a los enfermos, multiplicaba los panes, resucitaba muertos, salía indemne de las manos de quienes querían despeñarlo, etc. Estos detalles nos muestran que si Cristo pasó hambre, sed, cansancio, angustia y dolores, fue porque quiso y en la medida en que quiso, porque su cuerpo no tenía ni los defectos normales de los seres humanos, ni tan siquiera defecto alguno, de manera que no habría pasado ninguno de aquellos contratiempos, si no hubiera querido expresamente pasarlos por nosotros. En virtud del poder del Verbo, la perfección del cuerpo de Cristo era tal que podía incluso sufrir verdaderamente nuestras debilidades sin dejar de ser perfecto. Por tanto, Cristo no tuvo en su cuerpo ningún defecto ni natural ni adquirido, más aún, tuvo un cuerpo con una perfección inasequible para la naturaleza del hombre, pero se hizo débil en su apariencia, manifestándose de ordinario como un hombre normal, y padeciendo la debilidad humana cuando y como quiso. Dicho de modo breve, el cuerpo de Cristo no era natural ni necesariamente morituro ni tan siquiera después de haberse hecho mortal[82].

 

Naturalmente, podría pensarse que, si Él lo hubiese querido, podría haber pasado enfermedades naturales, lo mismo que pasó hambre, sed, etc., no por necesidad –que es lo que se acaba de excluir–, sino por libre decisión. Pero, en verdad, no era conveniente que pasara enfermedades naturales, porque eso iba contra su misión en varios sentidos. En primer lugar, porque no convenía que quien había venido a sanar las enfermedades de todos los hombres, estuviera él mismo sometido a la enfermedad. Como sabemos, de su cuerpo emanaba una fuerza que curaba a todos[83], por consiguiente, si su cuerpo era fuente de salud, nada podía hacerlo enfermar de modo natural. No habría sido, por otro lado, congruente que quien se presentaba a sí mismo como médico del hombre entero[84] fuera afectado por alguna enfermedad natural.

 

En segundo lugar, debe considerarse que la enfermedad natural no es sino una amenaza de muerte, a la que no convenía que se sometiese voluntariamente, pues Él no vino a morir por defecto de su cuerpo, sino por su libre y voluntaria entrega en las manos de los hombres. Era conveniente, pues, a su misión el que quedara completa e indubitablemente manifiesta la libertad de su muerte: “nadie me quita la vida, sino que yo la entrego por mí mismo; tengo potestad para darla y para volver a tomarla” (Jn 10, 18[85]). Y eso no habría sucedido si hubiera padecido enfermedades naturales.

 

Lo repito y aclaro. Si Cristo hubiera sufrido enfermedades naturales, habría sido o porque tenía naturalmente que morir, dado que toda enfermedad es, como he dicho, una amenaza de muerte, o porque libremente hubiera permitido a su cuerpo el tenerlas. La primera posibilidad queda descartada porque, como se ha visto, Él no era naturalmente morituro ni tan siquiera después de haberse hecho mortal, de manera que no tenía que estar sometido, por su propia condición, a las enfermedades, vinculadas intrínsecamente con la muerte. La segunda posibilidad, por su parte, habría ocultado la condición libre de su muerte, porque, en ese caso, la muerte que le infligieron los judíos y romanos no habría parecido ser otra cosa que un adelanto (forzado desde fuera) de una muerte que inexorablemente le habría venido, antes o después, por razón de enfermedad. En ambos casos, insisto, Cristo no habría muerto o parecido morir libremente, sino por necesidad natural adelantada externamente[86], cosa que es rigurosamente falsa según los datos revelados. Precisamente por eso, si bien Él dijo de modo aparentemente general: “nadie tiene un amor mayor que aquel que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13), existe una real y enorme diferencia entre la amistad de Cristo, que da su vida por nosotros y la de los amigos humanos que dan su vida por otros. En efecto, que un hombre dé la vida por otro hombre es, sin duda, un signo de amor, pero en realidad el que eso hace sólo sacrifica un tramo de su tiempo de viador –que no es poco–, porque de no haber muerto antes, habría muerto después[87]. En cambio, Cristo, que no estaba sometido a la necesidad natural de morir, cuando dio su vida por sus amigos, renunció a la vida sin muerte que le correspondía y tenía, consumando un acto triplemente libre: libre por haberse hecho –primero– mortal, por haberse hecho –después– morituro, y –finalmente– por haber permitido a su cuerpo morir en la cruz, de manera que se sometió a una muerte que no hubiera podido sufrir nunca por la sola condición connatural de su carne asumida. Cristo es, por tanto, el único para el que dar la vida no era un mero adelanto de una muerte segura, sino un don puro y sin reservas.

 

A todo esto cabría objetar que, según s. Mateo (8, 17) –que cita a Isaías 53, 4–, Cristo tomó sobre sí nuestras debilidades y cargó con nuestras enfermedades[88], por tanto, parece que habríamos de entender que Cristo sufrió enfermedades. Sin embargo, precisamente este pasaje es aplicado por s. Mateo no a la debilidad del cuerpo de Jesús, sino a su poder curativo (vv.14-16), lo que debería bastar para desvanecer la objeción y reorientar la investigación[89]. Pero si se insistiera en entender (equivocadamente) el texto de Isaías al margen de la orientación precisa que le da s. Mateo, todavía habría de advertirse que, según aquella profecía, el Mesías sería (i) el que tomaría la iniciativa de cargar con las enfermedades, con lo que quedaría destacada la libertad de su decisión (acorde con la divina), y (ii) que las enfermedades con las que cargaría serían las nuestras, no las suyas, es decir, que no se dice que Él tuviera enfermedades, sino que lo mismo que Yahvé descargó sobre Él nuestras culpas, sin que él se hiciera culpable, así cargó sobre Él nuestras dolencias, sin que tuviera enfermedad alguna natural[90].

 

Pero la señal definitiva de que Cristo no tuvo enfermedades naturales ni podía morir por causa de enfermedad natural es que el cuerpo de Cristo no sufrió la corrupción (Hech 2, 27 y 31)[91]. La enfermedad natural es un principio y amenaza de corrupción o descomposición orgánica, pero si ni siquiera después de muerto su cuerpo se corrompió, entonces es que no podía morir por descomposición orgánica natural ni por enfermedad natural alguna[92]. 

 

En resumen, Cristo no tuvo enfermedades naturales, ni era conveniente que las tuviera por razón de su misión[93], pues en ese caso –como ya indiqué– habrían tenido razón en decirle sus paisanos y conocidos «médico cúrate a ti mismo», mientras que Él había venido a curarnos a nosotros. Lo que sí hizo fue cargar libre y voluntariamente con las dolencias y disfunciones derivadas de los malos tratos recibidos y de los dolores de su alma, es decir, con las enfermedades no naturales, sino violentamente inducidas desde fuera de su cuerpo[94], cumpliendo lo que el texto de Isaías, divinamente inspirado, predijo.

 

De nuevo, por tanto, volvemos a ver que, como anuncié desde el principio, la expresión «se hizo semejante en todo a nosotros» es una expresión problemática, que no puede ser entendida en sentido absoluto, sino que ha de ser matizada convenientemente.

 

III.C.- El sentido preciso del «se hizo en todo como nosotros».

 

Si se atiende a la letra de los textos en los que se menciona el «kata panta», ellos señalan expresamente cuáles de las imperfecciones de la naturaleza humana fueron elegidas para hacerse por completo como nosotros, a saber: las tentaciones. En efecto, en los dos textos en que aparece la expresión «en todo» –que son los mismos que nos suministran los criterios negativo y positivo para entender su asemejarse a nosotros– se añade literalmente que la semejanza fue llevada a su extremo en la tentación[95]. El «en todo» o «hasta el fondo», ha de ser, pues, referido exclusivamente a la tentación[96].

 

La prueba es, sin duda, la razón del estado de viador y es distinta de la tentación, puesto que la prueba la pone Dios[97], en cambio Dios no tienta a nadie[98]. En el paraíso la prueba es el mandato divino de no comer del fruto del árbol prohibido, mientras que la tentación tiene origen diabólico[99]. La prueba es, pues, una prohibición divina, mientras que el tentador es el demonio. Sin embargo, ambas se asocian[100], ante todo porque el demonio no puede tentar más que si Dios lo permite y hasta el punto en que Él lo permite[101], pero también porque, tras el pecado de Adán –que nos hizo esclavos del maligno– y el rescate por Cristo, las consecuencias del pecado son para nosotros a la vez tentaciones y pruebas que aquilatan nuestra fe[102], nuestra esperanza y nuestra caridad[103].

 

Cristo, sin embargo, no fue probado, sino tentado. Como he dicho, la prueba procede de Dios, la tentación viene del maligno con permiso divino. Cristo no tenía que merecer ni aceptar nada, como acontece a cualquier otra criatura, porque era el Verbo encarnado, por lo que no tenía que ser puesto a prueba: Él era el Hijo de Dios. Pero quiso libremente, de acuerdo con la decisión del Padre, someterse a tentación externa, es decir, sin complicidad interior, para así llegarse hasta nuestra situación de hijos de Adán.

 

Ahora bien, Cristo sufrió tres grupos de tentaciones: unas al principio de su vida pública, otras en el curso de su vida pública y otras al final de su vida. Veamos, pues, cómo se hizo Él semejante a nosotros en los tres grupos de tentaciones: las que proceden del demonio, las que proceden del mundo y las que tienen su principio en la carne o debilidad del cuerpo, los tres enemigos del alma[104]. Pero no olvidemos que, aunque las padeció por asemejarse a nosotros, el modo en que las padeció es propio de Cristo.

 

III. C. 1) Las tentaciones del demonio.

 

Al comenzar su vida pública, Cristo se fue al desierto para ser tentado por el diablo[105]. Los sinópticos, que nos narran con detalle esas tentaciones, nos aclaran que Cristo estuvo entre animales, o sea, solo, como Adán en el paraíso antes de la compañía de Eva, pero servido por ángeles[106], y sin comer durante cuarenta días; y que después sintió hambre[107]. Se tratan, pues, de unas tentaciones a las que voluntariamente dio ocasión el propio Cristo, y con claras diferencias respecto de las nuestras, puesto que ningún humano siente hambre sólo después de haber ayunado cuarenta días, sino en el término de un día, y ningún humano es servido por los ángeles. Sin embargo, a estas tentaciones quiso someterse Cristo por hacerse semejante a nosotros.

 

Antes de considerarlas en su detalle, conviene tener claro cómo sobrevienen las tentaciones al resto de los hombres caídos. Como dice Santiago: “Cada cual es tentado siendo arrastrado y seducido por su propia concupiscencia, después, cuando la concupiscencia ha concebido, pare el pecado, y el pecado, al ser consumado, genera la muerte” (1, 14-15). Ser arrastrado y seducido por la propia concupiscencia es una indicación del carácter no libre de las tentaciones humanas[108]. Naturalmente, esto implica que tampoco en ellas Cristo fue tentado en todo como nosotros, porque nosotros somos tentados por nuestra concupiscencia, pero Cristo no la tuvo ni pudo ser tentado por ella, sino sólo por libre decisión de su voluntad[109].

 

Las tentaciones del desierto se caracterizan por ser tentaciones que van dirigidas a Cristo en su vida íntima y de las que nadie es testigo, salvo el propio Cristo. Afectan a la inteligencia y a la voluntad humanas de Cristo, y tienen lugar por parte del diablo con citas bíblicas, en reconocimiento de la sabiduría de Cristo. La semejanza en la tentación se advierte, primero, por el lado del tentador: trata de engañar al Mesías, como hizo con nuestros primeros padres. El demonio, que supo adivinar que era el Mesías prometido, no era capaz, en cambio, de descubrir que la persona de Cristo era el Verbo divino, de lo contrario no podría ni haber intentado tentarlo. Por eso, aunque intenta engañar, el diablo queda atrapado en su propio engaño. Elige, a ese fin, unas tentaciones que no son iguales a las nuestras, sino sólo semejantes, pues están adaptadas al Mesías: (i) le sugiere utilizar su poder mesiánico para satisfacer el hambre corporal, en vez de seguir el procedimiento humano ordinario, querido por Dios, de procurarse el alimento con su trabajo; (ii) le sugiere utilizar su elección mesiánica para hacer que Dios obre en su favor milagros inútiles y vanidosos; y, finalmente, (iii) le sugiere reconocer el poder que el diablo tiene sobre el mundo y sus riquezas, hasta despreciar a Dios, prometiéndole parte de dicho poder.

 

La humillación de nuestro Señor al someterse a tales tentaciones es inconcebible: que la criatura condenada por rebelde y que le odia tiente a su Dios es absolutamente imposible, pero, en cambio, no lo es que Dios encarnado se someta a tentación, para acercarse a nosotros los pecadores y servirnos de ejemplo y de remedio. Hasta ese punto se rebajó Cristo por nosotros. Las tentaciones, por tanto, no tienen eco ni complicidad interna en Él, de manera que son sólo un ejercicio de humildad y de amor de su corazón humano[110] hacia nosotros.

 

Las diferencias con nuestras tentaciones son patentes, pues es obvio que el maligno no tiene que emplearse tan a fondo con nosotros como lo hizo con Él. Normalmente nosotros no somos tentados para hacer milagros, porque no están a nuestro alcance, ni tampoco para esperar que Dios haga en y por nosotros milagros caprichosos sólo por ser quienes somos –aunque nuestra vanidad nos haga a veces pensarlo–, ni, finalmente, exhibe ante nosotros todos sus poderes diabólicos, por lo que somos tentados de otras maneras y a menor escala, porque somos fácilmente vencibles.

 

Sin embargo, como s. Ambrosio señala[111], la expresión evangélica «acabada toda tentación» (Lc 4, 13) nos enseña que las tentaciones a que Cristo se sometió recogen los tres grandes tipos de tentaciones espirituales a que todos los hombres somos sometidos, y en eso estriba la similitud –que no igualdad– entre las tentaciones de Cristo y las nuestras. Si atendemos a los datos revelados y a las indicaciones de s. Juan[112], esos tipos de tentaciones son: (i) tentaciones que aprovechan la concupiscencia de la carne[113], para poner a prueba la fe de nuestra alma[114]; (ii) tentaciones que aprovechan la concupiscencia de los ojos (vanidad) para poner a prueba la esperanza del alma[115]; tentaciones que aprovechan la soberbia de la vida, para poner a prueba la caridad del espíritu[116]. En esas tres tentaciones, el halago de la carne, la esperanza de la vana gloria y el deseo de poder[117], se resumen, en su esencia, no en su detalle, todos los tipos de tentaciones espirituales por sugestión diabólica directa[118]. Que Cristo se sometiera a ellas voluntariamente nos lo dice la letra de los evangelios: fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado. Él no habría sentido hambre ni siquiera después de los cuarenta días de ayuno, de no haberlo querido expresamente; mucho menos se habría sometido al intento de engaño y de sugestión diabólicos, si no fuera para darnos ánimo a nosotros y para enseñarnos que nuestra lucha en esta vida no es una mera lucha contra los hombres y poderes de este mundo, sino contra los principados y potestades que rigen el mundo de las tinieblas[119]; y carecería de sentido que se sometiera a la exhibición de poder del maligno, Él al que ha sido dado todo el poder en los cielos y en la tierra[120], si no fuera para que nosotros no seamos vencidos por la soberbia. 

 

III.C. 2) Las tentaciones del mundo.

 

Me refiero a las tentaciones de la vida pública de Cristo. Lo que diferencia a estas tentaciones respecto de las del desierto es que no fueron tentaciones que afectaran directamente a su cuerpo o a su alma, sino que, si bien unas eran promovidas por el demonio, otras provenían de los hombres, y otras provenían del tercero de los enemigos del alma –a saber, del mundo, como cultura forjada por el hombre caído–, todas ellas recayeron sobre su obra evangelizadora.

 

Aunque, como digo, interviene también el diablo en estas tentaciones, lo hace agitando a los hombres, manipulando sus malentendidos, sus defectos y su cultura. Eso es algo que nuestro Señor deja claro: “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado poder cribaros como trigo” (Lc 22, 31). Pero todas las tentaciones del maligno que padeció Cristo en su persona o en su obra requirieron de Su permiso previo. Durante Su vida pública el diablo insidió, desde luego, contra la labor evangelizadora de Cristo entre los hombres, procurando engañarlos para que no entendieran, o entendieran mal, su condición mesiánica, que el maligno sí conocía[121], aunque distorsionadamente, por su falta de amor. Me refiero, por tanto, a las tentaciones que provinieron de los apóstoles[122], y concretamente de s. Pedro[123], de los habitantes de Nazaret, sus paisanos[124], de sus familiares[125], del pueblo que lo quería proclamar rey[126], de los escribas y fariseos que lo sometían a preguntas capciosas para encontrar por donde atacarlo[127], o de los que le acusaban de ser jefe de los demonios[128]. Sirva de ejemplo el episodio de los gerasenos. Los demonios, que van siendo expulsados de las personas y del ambiente cultural por Cristo, le piden que les autorice para entrar en una piara de cerdos. Los demonios no pueden tentar sin la autorización de Dios, pero le piden permiso a Cristo, con la intención de hacerle pasar ante los incautos como jefe de los demonios[129]. La petición está cargada de dolo, porque lo que parece un absurdo (hacer daño a unos animales) iba a ser motivo para impedir que Jesús entrara en la tierra de los gerasenos[130]. Jesús, que lo sabía, sin embargo lo permite, demostrando así que Él es Dios, es decir, el que da permiso al tentador, y poniendo a prueba a los habitantes de aquella tierra. Y ellos reaccionaron mal, antes de ver amenazadas sus posesiones y bienes materiales prefirieron que Jesús se fuera; prefirieron la riqueza material por encima de Dios y la salvación de sus almas. Cristo lo permitió –además de por insondables razones divinas– para dejarnos claro que no se puede servir a dos señores, a Dios y a las riquezas[131].

 

III.C. 3) La gran tentación o prueba final.

 

Como dice el evangelista tras las tentaciones del desierto, “acabada toda tentación, el diablo se retiró de él hasta que llegara su tiempo” (Lc 4, 13), es decir, hasta el final de la vida de Cristo, pues ese «tiempo y hora» –los del poder de las tinieblas (Lc 22, 53)– fueron los de su pasión y muerte. Cuando dice que el diablo «se retiró de él», connota el carácter directo que habían tenido las tentaciones del desierto, y, cuando dice «hasta que llegara su tiempo» nos indica el carácter también directo de las tentaciones finales. Estas tentaciones, a las que abrió la puerta la libre decisión de hacerse morituro en Su carne, constituyen, como s. Ambrosio prefiere llamarlas, el «combate»[132] del diablo contra Cristo para expulsarlo de este mundo y de la historia. Una vez sometido a las tentaciones espirituales del desierto y a las de su vida pública, no quedaban más tentaciones por pasar que las que fueran dirigidas directamente contra su cuerpo. Y como su cuerpo tampoco admitía tentaciones internas, Cristo quiso dejarse tentar desde fuera, pasivamente, mediante los sufrimientos corporales extremos que le llevarían a la muerte, a los que acompañaban los padecimientos inmensos del alma.

 

La pasión, que comenzó en el huerto de Getsemaní, fue haciendo a Cristo semejante a los hombres caídos en sus sufrimientos. La angustia de muerte, la traición de Judas, la humillación del prendimiento, la pérdida de la libertad corporal, el abandono de sus discípulos, los malos tratos, la injusticia, el abuso de los poderosos, la cobardía de los enemigos y de los constituidos en el poder, el ser comparado y pospuesto a un criminal, los azotes, las vejaciones, los comportamientos intolerables de los lacayos, el llevar la cruz, el dolor extremo de la crucifixión, las heridas, el desprecio de aquellos por quienes sufría, la sed inconsolable… Cristo sufrió con todo hombre que padece la injusticia, y con penas semejantes a los que son castigados por la justicia, más aún, se hizo semejante a todos en lo que a padecer concierne, transformando los padecimientos en ocasión de redención y perdón, para los hombres pecadores.

 

Pero ni siquiera en su pasión se hizo Cristo en todo como cada uno de nosotros, es decir, no padeció todos los padecimientos humanos posibles. Cristo no pudo padecer todos y cada uno de los sufrimientos concretos de los hombres: unos porque son contrarios entre sí[133], otros porque eran contrarios a la santidad de su cuerpo. Durante su vida, Cristo no pasó por los trabajos de los mineros ni los de los gladiadores, los agricultores, o de los esclavos –por mencionar al azar unos pocos–, porque eran contrarios a la misión que le había sido encomendada. Fue libremente pobre y hasta los treinta años se ganó el pan con el sudor de su frente trabajando como artesano, pero no realizó todos y cada uno de los trabajos humanos, sino sólo se hizo semejante a todos en aquello que es común a todos los hombres: sobrevivir con el esfuerzo de su trabajo. Por otra parte, Cristo no estuvo sometido a trabajos abusivos, porque ese tipo de sufrimiento era incompatible con la santidad y dignidad de su cuerpo. Y, de modo paralelo, en su pasión tampoco pasó por todos y cada uno de los dolores de la humanidad, ni tampoco, como comenta s. Juan Damasceno, estuvo sometido a padecimientos indecorosos o infamantes[134], pero sufrió una selección de dolores tal que padeció en lo esencial más que todos los hombres juntos. Santo Tomás de Aquino, tan clarividente y lleno de fe, supo resumir de modo magistral la pasión de Cristo, que fue la gran tentación en la que fue concentrando su asemejarse en todo a nosotros: Cristo no padeció todos los dolores ni sufrimientos de los hombres, por ejemplo, no le rompieron las piernas –como a los otros dos crucificados–, ni le cortaron la cabeza o lo cortaron en dos[135], ni lo quemaron vivo, etc. Pero sí sufrió todos los tipos de sufrimiento posibles: por el lado de los hombres (sus causantes) –y que fueron judíos y gentiles, hombres y mujeres, príncipes y pueblo, conocidos y desconocidos, familiares e indiferentes, enemigos y discípulos–; por el lado de la capacidad humana de sufrimiento, que afectó a todo su cuerpo (cabeza, rostro, brazos, manos, espalda, pecho, piernas, pies) y a toda su alma (amigos, honor, propiedad; ansiedad, tristeza, tedio), y por la mayor intensidad de sus dolores[136], pues su alma sufrió el dolor de todos los dolores, la angustia y el horror por dejar, al morir, de amar al Padre con su corazón de carne y con su cuerpo entero.

 

Pero cuando Cristo se hizo hasta el fondo y por completo semejante a nosotros fue al morir. Digo que «se hizo semejante», porque tampoco su muerte fue igual que la nuestra: Él, que no tenía que morir, murió por obediencia, entregando libremente su vida; nosotros morimos necesariamente por la desobediencia de nuestros primeros padres; además, nosotros moríamos para siempre, en cambio, a Él no podía retenerlo la muerte. Pero en la muerte misma se asemejó por completo a nuestra muerte, la tomó sobre sí. Es un distintivo de la muerte: en ella no caben disparidades, todos quedamos a la par, porque sufrimos el mismo despojo total de nuestro cuerpo. Por eso, al morir, su cuerpo se asemejó en todo a nosotros, compartió nuestra muerte y se hizo semejante a nuestra alma, que en esta vida es incapaz de ver a Dios.

 

Por tanto, ya hemos alcanzado el sentido preciso del «se hizo en todo semejante a nosotros»: Cristo, que se hizo hombre de una vez en el instante de su encarnación, se fue haciendo, en su esencia humana, semejante a nosotros a lo largo de su vida, de modo creciente, hasta llegar, en la tentación de la pasión y, definitivamente, en la muerte, a hacerse hasta el fondo enteramente semejante a nosotros.

 

Sin embargo, antes de concluir es conveniente intentar entender el grado de profundidad («hasta el fondo») con que se asemejó Cristo a nosotros en su muerte. Para entender adecuadamente su abajamiento, páginas atrás se estableció como primera de las reglas la siguiente: que lo mismo que su naturaleza divina no perdía nada al hacerse hombre, tampoco su naturaleza humana perdía nada de su perfección al asemejarse a nuestra naturaleza caída. Esa regla vale ciertamente para todas las cesiones hechas por Él durante su vida (su gloria exterior, su impasibilidad, etc.), en la medida en que lo más no quita lo menos ni se pierde, cuando se cede por amor: la humillación de la naturaleza humana de Cristo quedaba compensada y rebasada por la plenitud del gozo divino-humano[137] de manifestar el amor gratuito y sin límite de Dios. Mas parece que eso no se puede decir precisamente de su muerte, puesto que la muerte es una pérdida intrínseca sin paliativos[138]. Al morir, Cristo corrió con la pérdida intrínseca a toda muerte, por lo que con ella también perdió, como nosotros, en su esencia humana, quedando incumplido en este caso el principio antes referido[139]. La muerte le produjo, pues, una pérdida pura: dejar de amar al Padre y a los hombres con su corazón de carne.

 

Quisieron, pues, el Padre y el Verbo, con el Espíritu, que se rompiera el paralelismo connatural existente entre la naturaleza humana y la divina de Cristo, para que aquélla se pareciera más a la nuestra que a la divina, y así se convirtiera en mediador entre los hombres y Dios. Permítaseme decirlo de una manera más gráfica: por su encarnación Cristo se hizo mediador entre Dios y los hombres, por su muerte se convirtió en mediador entre los hombres y Dios. En toda mediación es preciso un camino de ida y otro de vuelta, que ponga en contacto los dos extremos. El camino de ida de Cristo fue su venida a este mundo; el camino de vuelta se inició allí donde acabó el de venida, a saber, con la muerte, una (asimétrica) pérdida infligida (con su consentimiento) a su naturaleza humana, pero que significaba para nosotros el inicio de nuestro camino de ida al Padre. La muerte representa una inflexión, un final con cambio de dirección: el descenso de Cristo acaba en la muerte –en la que se incluye su visita a los infiernos–, que es, a la vez, el comienzo de la vuelta al Padre[140]. De la muerte de Cristo derivan los sacramentos que nos salvan y procuran la reconciliación con Dios. El descenso que implica su muerte, sin embargo, no es mayor que el descenso que implica la encarnación, puesto que existe mayor distancia entre la vida de Dios y la de las criaturas que entre la vida y la muerte del hombre. Por tanto, si la ruptura del principio mencionado significa que Cristo tuvo una pérdida en su naturaleza humana, cosa que su naturaleza divina no admite, esa ruptura fue convertida por Cristo en la mejor expresión de la misericordia de Dios y del abajamiento inaudito que está implícito en su encarnación. Gracias a la muerte de Cristo se nos hace más palpable y asequible la inmensa grandeza del descenso del Verbo al hacerse hombre.

 

Además, el hacerse semejante a nosotros hasta el fondo en la muerte tuvo repercusión inmediata sobre la propia muerte. Eso que con verdad he dicho de la muerte humana, a saber, que es una pérdida intrínseca de orden ontológico, quedó cambiado por la muerte de Cristo, porque, aunque murió verdadera y realmente, la muerte no podía retenerlo[141]. Por eso, su muerte duró un lapso corto de tiempo, porque la Vida que había en Él y el amor de su entrega triunfaron sobre la muerte[142]. La muerte, que era una pérdida sin compensación para el hombre caído, fue convertida por Cristo en ganancia: el que guarda su vida la perderá, y el que la pierde por Mí la ganará para la vida eterna[143]. Entregar la vida lleva consigo, como se ha dicho, una pérdida ontológica, por cuanto que el cuerpo, co-esencial con el alma, queda sin vida, y la esencia del hombre queda rota. Desde luego, es cierto que, si bien lo que se gana sobrepasa incomparablemente lo perdido, las palabras evangélicas recién citadas corroboran el carácter de pérdida de la muerte, por lo que ha de entenderse que con ella la humanidad de Cristo sufrió una pérdida de rango ontológico, rompiéndose así el paralelismo con la divinidad de Cristo, la cual no sufrió mengua alguna. La muerte supuso la disolución de su humanidad, pero el acto de amor espíritu-corporal de morir por parte de Cristo venció a la muerte en su propio terreno. La más fuerte privación ontológica –sin contar el pecado, que la propició– fue convertida en acto de amor sin reservas, porque su vacío fue colmado por la plenitud del amor divino. Por eso, la muerte de Cristo hizo, de lo que había sido hasta entonces una pérdida irrecuperable, una situación pasajera[144], una dormición[145]. La muerte ha sido, pues, el modo elegido por Dios para que la Vida divina entrara en nuestra carne en la forma de acto de amor, y, desde entonces, quedara convertida en camino para una resurrección a la vida eterna, hecha desde el Poder o Palabra de Dios.

 

En definitiva, esa pérdida pura, que duró sólo tres días, pero que como pérdida no deja de ser absoluta, fue lo que hizo semejante a Cristo hasta el fondo respecto de nosotros, para quienes la muerte era un castigo tan severo que constituía una pérdida intrínseca y definitiva de orden ontológico. Al sufrir y tomar sobre sí nuestra pérdida, la muerte de Cristo se convirtió en el puente por el que nosotros podemos recibir su Vida, su Verdad y su Gracia[146].

 

IV. CONCLUSIÓN

 

Aunque hablando coloquialmente se suela decir que Cristo fue igual a nosotros en su humanidad, cuando se habla con cuidado y precisión ha de decirse otra cosa: Cristo fue semejante[147] a nosotros, no igual, y no sólo porque nosotros tampoco seamos exactamente iguales entre nosotros, cosa que es verdadera en general, sino en concreto porque Él es el hombre perfecto, más aún, la perfección creada, y nosotros somos hombres imperfectos.

 

Cristo fue hombre perfecto desde el primer instante de su encarnación. Su espíritu humano no tenía que buscar a Dios, porque lo contemplaba directamente con visión beatífica. Su alma no tenía que buscar la verdad del mundo ni de sí misma, porque poseía la ciencia infusa junto con todos los dones del Espíritu Santo. Tampoco tenía que poner orden en su cuerpo, que le estaba íntegramente sometido, ni que hacer mérito alguno para sí misma, porque ella poseía de entrada lo que para nosotros es el premio: la vida eterna comunicada por Dios. Su cuerpo era perfecto, porque, aunque no fuera en el primer instante más que una célula, estaba perfectamente informado por su alma, la cual lo hacía (de derecho) inmortal y obediente a su Persona. Nosotros empezamos a morir nada más ser concebidos, porque la muerte tiene poder sobre nosotros, no así sobre Cristo, antes bien, es Él quien tiene poder sobre la muerte. Tan perfectamente obediente era su cuerpo que funcionó enteramente como su espíritu decidió: en vez de manifestar abiertamente la divinidad de su persona, le sirvió de velo mientras y como Él quiso, pero sin perder por eso su excelsa dignidad, de manera que se hizo mortal cuando Él lo decidió –al entrar en el mundo–, se hizo morituro cuando Él lo determinó –posiblemente, a partir de la oración del huerto–, murió en la cruz cuando Él lo permitió, resucitó cuando su espíritu llamó a su cuerpo de nuevo a la vida, y subió a los cielos cuando lo creyó oportuno.

 

Sin embargo, Cristo, hombre acabadamente perfecto en su ser y esencia, se quiso hacer y se hizo semejante a nosotros, hombres viadores todavía sin acabar, en lo esencial a todos: se introdujo en el lugar y en el tiempo físico y humano, y se condujo como un hombre, creciendo ante Dios y los hombres en edad, sabiduría y gracia. Pero su crecimiento no fue igual ante Dios que ante los hombres. Ante los hombres parecía crecer como un hombre cualquiera, pero ante Dios crecía descendiendo de su rango de «perfecto» a la altura de los hombres sometidos a tentación. Naturalmente, lo mismo que no por hacerse criatura y hombre dejó de ser Dios, tampoco por hacerse semejante a los viadores perdió su condición de hombre perfecto, sino que elevó nuestra condición humana al rango de la vida divina que Él tenía. De manera que, aunque incluso como hombre lo sabía todo, quiso aprender lo que ya sabía perfectamente de un nuevo modo[148], al modo como aprendemos ciertas cosas los hombres: por experiencia de vida sobre la tierra. Al hacerlo, inauguró un nuevo modo de aprendizaje: aprendió a obedecer humillándose, descendiendo en el grado de saber y de vida, pero sin perder los grados superiores que ya tenía, sino llevando a perfección la obediencia y el aprendizaje humanos[149].

 

Pero como nosotros no estábamos en la situación de meros viadores en que nos creó la Trinidad Santa, sino que habíamos caído en la condición de viadores en pecado, o, en otras palabras, éramos criaturas faltas de gracia santificante, de hábitos preternaturales, y condenadas a la muerte, Cristo se quiso hacer semejante a nosotros también en las imperfecciones derivadas de nuestra condición de hijos de Adán y de Eva. Pero no se hizo semejante en el pecado, sino en las consecuencias del pecado, y tampoco se hizo semejante en todas las consecuencias del pecado, sino sólo en aquellas que no llevan consigo imperfección moral o indignidad humana, e incluso en este su hacerse semejante en algunas imperfecciones derivadas del pecado tampoco lo fue en todas las variaciones incalculables, y a veces contrarias, que nuestra naturaleza (caída) puede presentar per accidens, sino sólo en aquellas que Él quiso y convenían para cumplir con su misión de mediador entre el hombre pecador y el Padre. Con todo, en aquellas imperfecciones que quiso hacer suyas tampoco se hizo semejante en todo momento, sino sucesivamente, según fue voluntad del Padre y suya propia, de manera que sólo en el último momento de su vida, en la muerte, es cuando se hizo por completo semejante, no igual, ya que incluso su muerte no fue igual a la nuestra: Cristo murió libremente, mientras que nosotros morimos inevitablemente como castigo del pecado.

 

Al llegar a este punto, estamos ya en condiciones de responder a la gran cuestión planteada en el curso de este trabajo, o sea, la de saber en qué sentido es verdad que nuestro Señor se hizo hasta el fondo y en todo semejante a nosotros. ¿Cuándo y cómo se hizo Cristo cojo con los cojos, ciego con los ciegos, manco con los mancos, sordomudo con los sordomudos? ¿Cuándo se hizo enfermo con los enfermos y desdichado con los desdichados? Respuesta.- En su pasión y muerte, y sólo en su pasión y muerte: al ser azotado, al soportar la corona de espinas, al llevar el peso de la cruz sobre sus hombros, al tambalearse claudicando bajo ella, al ser clavadas sus manos y pender sus brazos de la cruz, al quedar sin voz ni aliento por el dolor. ¿Cuándo y cómo se hizo Cristo semejante a los locos, a los oligofrénicos o a los afectados por el síndrome de Dawn? Respuesta.- Como dice s. Pablo, en la locura de la cruz: ¡que el impasible e inmortal sufriera y muriera! ¿Qué es lo que tiene en común Cristo con un ser humano voluntariamente abortado? Respuesta.- Aparte del ser y la esencia humanos, el no haber sido acogido por los suyos, hasta el punto de recibir de ellos la muerte. ¿Qué tiene Cristo en común con los seres humanos que son manipulados genéticamente, que son congelados con la intención de ser utilizados como carne de repuesto para otros seres humanos? Respuesta.- La injusticia y crueldad de su condena, de su pasión, y de su muerte, así como el haber dado Él su vida para sanar definitivamente la nuestra. No fue, pues, en todo momento semejante en todo a nosotros –los hombres caídos– en nuestra condición de caídos, sino que llegó a serlo en el momento culminante de la cruz. Cristo se asemejó a todo hijo de Adán y Eva en la muerte.

 

Como bien sabemos, morir no fue un defecto del cuerpo de Cristo, sino una manifestación perfecta de obediencia y de donación de sí mismo, o sea, de su amor redentor. Mas su muerte, aunque libre, fue en sí misma como la muerte de cualquier otro hombre: su cuerpo y su alma quedaron separados, y su humanidad rota.

 

Así, con su muerte, nuestro Señor no sólo se hizo totalmente semejante a nosotros, sino que nos hace a nosotros semejantes en todo a Él. El poder transmutador de esa muerte humano-divina es absolutamente incomprensible (no ininteligible) para nosotros: gracias a ella el signo de nuestras vidas cambia radicalmente. Los que mueren en y con Cristo, aunque hayan sido asesinos, adúlteros, crápulas, avaros, etc., etc., son convertidos, por el don de la conversión y del amor, en miembros de la Jerusalén celeste, de la ciudad de la comunión íntegral, de manera que sus malas acciones son transformadas por el arrepentimiento en ocasión para el amor de los demás y en gloria de la Trinidad santa, que las transforma en manifestación de su increíble misericordia. E igual sucede con todos los otros pecadores. De ese modo, el sentido entero de la historia queda cambiado. Las que parecían victorias del maligno son sus derrotas, porque donde él había puesto obscuridad, envidia y odio, ahora existe luz, misericordia y amor. Los absurdos, desgracias, calamidades y desastres de nuestras vidas, junto con las enfermedades, debilidades o incapacidades de los humanos, todo ello derivado del pecado, cobrarán sentido en el instante de la muerte –si es muerte en y con Cristo–, porque serán transmutadas por su amor en la aceptación libre y amorosa de la voluntad santa de Dios. No podemos imaginar ni penetrar intelectualmente la perfecta armonía que resultará de la conjunción de tantas y tan dispares biografías, la mayoría rotas por el sinsentido del mal, pero podemos saber que no formarán un mero mosaico colosal, sino la perfectamente transparente y traslúcida Ciudad de la Luz y la Concordia, el Cuerpo místico de Cristo. En pocas palabras, lo más indigno de la humanidad, el pecado y la muerte, ha sido convertido en el medio fecundo de la justicia y de la misericordia divinas.

 

Aunque la muerte rompió el paralelismo entre la naturaleza humana y la divina de Cristo, según el cual su descenso no suponía pérdida alguna para aquélla, sin embargo esa misma ruptura deja de manifiesto la inmensa kénosis que es la encarnación: que Dios asumiera a una criatura es mucho más impensable y condescendiente que el que muriera por nosotros, aunque este morir nos hace ver mejor, a todas las criaturas, la grandeza del amor de Dios en Cristo. Ya en la propia descripción de la encarnación con las palabras «Y el Verbo se hizo carne» se apunta a que Cristo se hizo hasta el fondo como nosotros, puesto que la carne es lo más bajo en el hombre. Pero este primer hacerse del Verbo fue de una vez para siempre, porque asumió toda la naturaleza humana de Cristo, tanto su ser humano como su esencia humana. No sucedió, sin embargo, lo mismo con su hacerse esencial humano, o sea, con el hacerse como nosotros de la esencia humana de Cristo. Su hacerse esencial fue, desde luego, también (i) un descender –porque libremente lo quiso– respecto de la perfección que le correspondía, (ii) pero sólo de modo temporal, y (iii) además con medida, porque se hizo semejante a nuestra naturaleza caída en todo menos en el pecado, en lo que van implícitas claras restricciones: no se hizo semejante en lo que es incompatible con Su dignidad moral y personal; y (iv) se hizo semejante en todo lo que era conveniente para su misión de mediador entre Dios y los hombres, no así en lo que era inconveniente (matrimonio, enfermedad natural, etc.) para ella.

 

Es necesario aclarar que la mediación de Cristo no fue en absoluto el desarrollo de alguna potencia obediencial de su naturaleza humana, según la cual ella ascendiera por su capacidad a la categoría de lo divino-humano, sino al revés: fue un descender libérrimo de su naturaleza humana perfecta –en cuanto que asumida por el Verbo– hasta la humillación y vaciamiento máximos (la muerte), para ser sobreelevada desde su humillación por la iniciativa del Padre, del Verbo y del Espíritu hasta la glorificación de la resurrección. La mediación viene íntegramente desde Dios al hombre sin antecedente alguno, ni siquiera potencial[150], por parte del hombre, de manera que incluso la naturaleza humana de Cristo fue constituida en mediadora directamente por la asumición del Verbo. El ser mediadora es la novedad que corresponde a la nueva creación[151], que como toda creación debe carecer de cualquier precedente.

 

La confusión que da lugar a posibles desvaríos en la interpretación del «hacerse semejante a nosotros en todo» de Cristo proviene de que no se distingue entre las dos kénosis, la de la persona del Verbo y la de su naturaleza humana, es decir, no se distingue entre «el Verbo se hizo carne» y el «debió hacerse en todo semejante a sus hermanos». Al hacerse carne el Verbo, lo que para Él fue un vaciamiento, para la naturaleza humana asumida fue su sobreelevación a una dignidad sin parangón entre todas las criaturas. Pero el Verbo quiso, además, vaciarse también según esa su naturaleza humana asumida, descendiendo de su altura sin igual a la semejanza con los viadores caídos. Para entender este segundo vaciamiento es preciso distinguir entre el orden del ser y el de la esencia, distinción intrínseca a toda criatura e inexistente en la naturaleza divina. Pues bien, el segundo vaciamiento no tuvo lugar en el ser humano de Cristo –a semejanza de la naturaleza divina Verbo, que no perdió su condición de tal al descender–, sino en su esencia humana, la cual fue asociada, así, estrechamente al vaciamiento de la persona del Verbo. Al no distinguir en Él entre el ser humano y el hacerse esencial, algunos se ven abocados a disminuir, por un lado, la perfección de la naturaleza humana de Cristo en su ser, y, por otro, a creer que el «asemejarse en todo» es algo permanente, y no –como es en verdad– algo temporal, creciente y con término. De ese modo la mediación entre Dios y nosotros, los pecadores, habría resultado imposibilitada. En cambio, cuando se distingue entre el hacerse hombre del Verbo y el hacerse semejante en todo a nosotros –los hombres caídos–, cobra sentido mediador toda la vida terrena de nuestro Señor, y se puede entender como unas bodas[152], o unión entre lo divino y lo humano, que no rechaza, sino trae la vida, a los pecadores.

 

 En consecuencia, cuando se dice que Cristo es «perfecto Dios y perfecto hombre» no se afirma devenir alguno, o sea, que Cristo llegara a ser perfecto Dios y perfecto hombre, sino que lo fue desde el primer instante de su concepción. En cambio, cuando se dice que «se hizo en todo como nosotros», esto ha de ser entendido no como algo que quedara cumplido por entero desde el primer momento de su encarnación, sino como un devenir a lo largo de su vida terrena: Cristo se fue haciendo en su esencia humana paulatinamente como nosotros, los hombres viadores y caídos, y sólo puede decirse que se hiciera en todo como nosotros cuando murió en la cruz y fue sepultado. Pero el hacerse esencialmente como nosotros de Cristo no sólo fue un proceso distendido en el tiempo, sino que fue un hacerse transitorio, porque la meta del descenso de Cristo no era dejar de ser lo que Él era –ni siquiera en su cuerpo–, sino hacernos a nosotros como Él es: hacernos subir a nosotros a la dignidad de ser semejantes a su condición divino-humana como hijos de Dios y miembros de su Cuerpo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el «se hizo» de Cristo ha de distinguirse, ante todo, aquello que se hizo de una vez para siempre (hombre perfecto) y lo que se hizo temporalmente (mortal, morituro, muerto). Y dentro de esto cabe distinguir entre lo que se hizo temporalmente por toda la vida (mortal, pobre, de apariencia normal, etc.), lo que se fue haciendo de modo pasajero (infante, niño, joven, adulto; débil), y lo que si iba haciendo con sus palabras y obras (biografía)

 

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Los criterios del hacerse semejante de Cristo a nosotros.

 

 

 

 

En la medida en que Cristo va descendiendo en su asemejarse a nosotros, han de añadirse a los criterios anteriormente propuestos otros nuevos, que no suprimen a los anteriores, sino que los afinan más. El primer criterio es el de que no por hacerse hombre dejó de ser Dios, de manera que, obviamente, tampoco al hacerse semejante en todo a nosotros, pudo hacerse de modo que menguara u ofendiera a su santidad ni a su condición de Palabra o Hijo de Dios. El segundo criterio es el de que se hizo libremente como nosotros en su naturaleza humana, porque no era en todo igual a nosotros, viadores. A este criterio se han de añadir, en tercer lugar, las diferencias impuestas por su condición de nueva criatura: sabemos que el cuerpo de Cristo, en cuanto criatura humana formada por el Espíritu Santo de María la Virgen, no tuvo ningún defecto natural; con mayor razón su alma no pudo tener defecto moral o intelectual alguno, pues eso ofendería a su santidad divina y a su condición personal de Verbo o Verdad de Dios. Salvado lo anterior, Él se sometió al espacio y al tiempo y perfeccionó con su trabajo el mundo físico. Pero también se asemejó a nosotros en las limitaciones naturales ha de entenderse que se hizo semejante sólo en lo que todos somos semejantes, no en las variaciones incalculables, y a veces contrarias[153], que nuestra naturaleza caída puede presentar per accidens.

 

A todos estos criterios han de ser añadidos otros que nos permitan entender hasta qué punto se hizo semejante a nosotros en el terreno de las imperfecciones. Y acerca de ambos extremos, limitaciones e imperfecciones, existen

 

 

En cuanto a cómo se hizo por asemejarse a nosotros en las consecuencias del pecado el criterio es en todo menos en el pecado, o sea, en todo menos en lo que choca directamente con su divinidad y persona y con la dignidad y fines de su misión: ni pecado personal ni pecado original ni defecto que entre en colisión con la perfección de su alma y la suprema dignidad de su persona.

 

 

Da lecciones a los maestros

Siente hambre a los 40 días

Duerme en la tormenta

Pasa las noches rezando

Deja de comer hasta que sus familiares lo estiman perturbado

 

Estos indicios y otros nos muestran que Cristo sintió hambre y sed, se fatigó, lloró, se admiró, se enfadó, y padeció libremente, por elección propia, cuándo y cómo quiso. Esto no significa ficción alguna, su carne y sus actuaciones eran físicas y reales, lo que significa es que su conducta fue realmente como Él la quiso, el no mostrar directamente su divinidad era condición para salvarnos y para poder darnos el don de la fe. Aunque su carne no dejaba ver directamente su gloria connatural, permitía creer en su divinidad. Era un velo, como ahora lo son las especies sacramentales. Pasa aquí como en su generación: fue engendrado por el Espíritu Santo ex Maria Virgine, pero eso pasó desapercibido entre sus coetáneos, porque s. José hizo de padre. Cristo no nació como nosotros, tampoco era igual que nosotros, se hizo como nosotros en todo lo que no iba contra su condición de Dios ni de hombre nuevo.

 

 

 

 

a)   se hizo como nosotros en el comportamiento externo

b)   se hizo como nosotros en algunos defectos. Se suele citar el hambre, pero nótese que Cristo sintió hambre ¡a los cuarenta días de ayuno! Es decir, cuando quiso.

c)    se hizo como nosotros en todo, hasta el fondo, al morir

 

 

 

 

 

Otra cosa en la que Cristo no fue semejante, sino que se hizo semejante a nosotros, es en la enfermedad. Son tres las razones por las que sabemos que Cristo no padeció enfermedad natural alguna. La primera es: porque Cristo murió libremente.

La segunda razón es: porque Cristo vino a sanar al hombre de sus enfermedades y de la muerte. Y así, de su cuerpo emanaba una fuerza que curaba a todos (Lc 6, 19; 8, 46; Mc 5, 30). Ahora bien, si su cuerpo hubiera sido un cuerpo como el nuestro, con enfermedades y debilidades, no podría habernos curado, ni podría emanar de él la salud y la vida, sino que antes de curar a los demás debería haber hecho lo que Él mismo puso en boca de los que no creían en Él, y ya hemos comentado: médico cúrate a ti mismo. Cristo es el médico de la muerte y de toda enfermedad, porque su cuerpo es inmortal y tiene la vida eterna, aunque se hizo libremente mortal y morituro para acompañarnos en el trance de la muerte y convertirla en momento de vida, de vida divina: en entrega sin reservas.

 

La tercera razón es: porque Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre. Estas dos verdades no están yuxtapuestas y sin conexión. No dicen simplemente que no le faltara nada de la naturaleza humana, sino que no faltándole nada de su naturaleza divina, la naturaleza humana que le estaba unida era la criatura perfecta, por encima de la cual no cabe otra. Cristo es hombre perfecto, porque todas las perfecciones posibles a una criatura, y más, están en Él, en su naturaleza humana. A Cristo le correspondía un cuerpo inmortal, y un alma con visión beatífica y ciencia infusa, o sea, exactamente, una humanidad tal como la tendremos nosotros en la próxima vida, cuando resucitados ya no exista ni el mal ni la muerte, sólo que a Él le corresponde el darnos esa vida divina y eterna, y a nosotros (en el cielo) recibirla. El cuerpo de Cristo no podía morir por su propia condición de asumido, pero el Verbo quiso que se hiciera mortal y que muriera libremente, es decir, por encima de su capacidad natural, para salvarnos de la muerte y de la enfermedad. No solemos darnos cuenta, pero cuando le pedimos a Dios la salud del cuerpo, sea para nosotros o para alguno de nuestros conocidos, y Dios no parece escucharnos, sí que nos escucha siempre: nos curará para siempre al resucitarnos, pues por mucho que nos curare en esta vida, sólo estaremos completamente curados en la próxima, bajo la condición de que muramos con su Hijo.

 

En resumen, la enfermedad es una amenaza de muerte, que sólo los mortales y morituros hemos de sufrir. Si Cristo hubiera sufrido la enfermedad por causas internas y naturales, no externas y violentas, entonces –como enseña Tomás de Aquino– podríamos dudar de que su muerte hubiera sido en verdad libremente asumida; pero sabemos por revelación que Él no tenía que morir, sino que se hizo mortal y morituro libremente, y sólo para salvarnos. La condición de que la muerte de Cristo fuera enteramente permitida por su libertad es que Cristo no pudiera enfermar de modo natural. Sin embargo, Cristo también padeció la enfermedad, pero por decisión propia y por causas ajenas a su cuerpo: la sufrió cuando sudó sangre en Getsemaní, cuando fue azotado, golpeado, cargado con la cruz y clavado en ella hasta morir.

 

 

 

El sentido de que Cristo se hiciera en todo semejante a nosotros, menos en el pecado es precisamente que pudiera ser un Pontífice o mediador, capaz de compadecerse de nuestras flaquezas por haber sido probado en todo (4, 15) y, al mismo tiempo, pudiera satisfacer por nuestros pecados por la santidad, perfección y divinidad de su persona. El mediador ha de unir los dos extremos, pero no cabe término medio entre la criatura y el creador, y menos aún entre el pecado y la santidad de Dios, de manera que la mediación es toda puesta por uno de los extremos (el Verbo), y es toda santa, incontaminada y perfecta. Cristo no fue mediador perdiendo nada de su divinidad ni de la incomparable grandeza de su humanidad, fue mediador sufriendo y muriendo con nosotros libremente. La mayor humillación del Verbo fue encarnarse, pero su humanidad se humilló con Él desprendiéndose temporalmente de algunos atributos y privilegios que le eran propios, como la luz, la inmortalidad, la plena felicidad de su cuerpo: así se hizo semejante a nosotros, pero no en nuestras torpezas ni en nuestras incapacidades fruto del pecado. Tenía la ciencia infusa y la ciencia beata, tenía poder para renovar el mundo entero en su cuerpo, pero introdujo su plan redentor en el tiempo para que nosotros pudiéramos entrar en él.

 

DZ 318 (aumento de gloria en su humanidad)[al humillarse manifestó mejor aún el inenarrable amor de Dios y ésa es su gloria máxima]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DZ 189: hunc et esuriisse et sities et doluisse et flevisse et omnia corporis exitia sensisse [omnes corporis injurias pertulisset] cfr. 791

 

ST III, 46, art. 3, Ad 2 (Cfr. Cathena aurea in Lucam c. 23, lectio 5)

 

Athanasius,

 

 

 

 

ST III, 46, 4, Obj. 2 et Ad 2

 

Juan Damasceno, De fide orthodoxa, libro 1, c. 11 [PG 94, 844]; libro 3, c.20 [94, 1081]: Christus non debuit detractibiles passiones assumere.

 

S. Agustín, Contra Faustum, XIV, c. 5, n.5; PL 42, 297 (Christus factus peccatum) (ST III, 46, 4 Ad 3).

 De Trinitate libro XIII, 13, 14

In Joh Evang. Tract. 15, 6-7: lo que en Dios parece debilidad es más fuerte que los hombres (

 

Cristo no se hizo como nosotros en todo, sino sólo en lo esencial y en aquellas consecuencias del pecado que no eran indignas de su perfección: no sufrió violación carnal, por ejemplo, que es un sufrimiento infamante ni locura o enajenación mental ni ignorancia, pero tampoco murió por causa de un terremoto, de un robo, de una guerra. No le partieron las piernas como a los dos ladrones. Sto Tomás nos ofrece el criterio: Cristo sólo rechazó los sufrimientos infamantes que están asociados a defecto de ciencia, de virtud o de gracia. Sólo habría que añadir lo que él mismo dice: “Non autem oportet quod quantum, ad omnia, quia iam non esset similitudo, sed veritas, ut Damascenus dicit, in III libro (c. 26, PG 94, 1096). Specialiter tamen, ut Chrysostomus dicit, non caput ei amputatur, ut ioanni; neque sectus est, ut Isaias, ut corpus integrum et indivisibile morti servet, et non fiat occasio volentibus ecclesiam dividere”. No podía ni convenía que se hiciera más que semejante, no igual en todo, y sólo en lo esencial para su misión, y con determinada diferencias, porque de lo contrario no sería como nosotros sin el pecado.

 

 

 

 

 

Criterios para el hacerse en todo esencial:

 

Cuando se dice que el Verbo se hizo carne ya se apunta a que se hizo hasta el fondo hombre, puesto que la carne es lo más bajo en el hombre. Pero este hacerse del Verbo fue de una vez para siempre, porque afectó a toda la naturaleza humana de Cristo, a su ser humano y a su esencia humana. No sucede lo mismo con el hacerse esencial, o sea, de la naturaleza humana de Cristo. Su hacerse esencial fue, desde luego, también (i) porque quiso o libre, y se hizo inferior a lo que ella era, (ii) pero sólo temporalmente, y (iii) además con cierta medida, porque se hizo semejante a nuestra naturaleza caída, en todo menos en el pecado, por tanto con ciertas restricciones: no se hizo semejante a cada uno en la variedad accidental de todos los casos, ni se hizo semejante en lo es incompatible con su dignidad moral o personal; y (iv) se hizo semejante en todo lo que era conveniente para su misión, y no se hizo en nada de lo que era incompatible con su misión (matrimonio, enfermedad).

 

La misión de Cristo era hacerse a sí mismo mediador entre Dios y los hombres, para lo cual, siendo Dios, lo que le faltaba era hacerse como nosotros, pero sólo en lo que sirve a la mediación para con Dios: el sacrificio. Los textos revelados nos indican en qué se hizo semejante a nosotros, en las tentaciones y sufrimientos, con el fin de padecer con nosotros, pagar nuestra deuda y convertir la miseria y pobreza humanas en la sobreabundancia del amor divino.

 

Veces que aparece la voz «isos» o alguna semejante en el N.T.

 

 

GNT Joh 5:18 dia. tou/to ou=n ma/llon evzh,toun auvto.n oi` VIoudai/oi avpoktei/nai( o[ti ouv mo,non e;luen to. sa,bbaton avlla. kai. pate,ra i;dion e;legen to.n qeo,n( i;son e`auto.npoiw/n tw/| qew/|)

 

VUL Joh 5:18 propterea ergo magis quaerebant eum Iudaei interficere quia non solum solvebat sabbatum sed et Patrem suum dicebat Deum aequalem se faciens Deo respondit itaque Iesus et dixit eis

 

GNT Mat 20:12 le,gontej( ~/Outoi oi` e;scatoi mi,an w[ran evpoi,hsan( kai. i;souj h`mi/n auvtou.j evpoi,hsaj toi/j basta,sasi to. ba,roj th/j h`me,raj kai. to.n kau,swna)

 

VUL Mat 20:12 dicentes hii novissimi una hora fecerunt et pares illos nobis fecisti qui portavimus pondus diei et aestus

 

 

GNT Mar 14:59 kai. ouvde. ou[twj i;sh h=n h` marturi,a auvtw/n)

 

VUL Mar 14:59 et non erat conveniens testimonium illorum

 

GNT Act 11:17 eiv ou=n th.n i;shn dwrea.n e;dwken auvtoi/j o` qeo.j w`j kai. h`mi/n pisteu,sasin evpi. to.n ku,rion VIhsou/n Cristo,n( evgw. ti,j h;mhn dunato.j kwlu/sai to.n qeo,n*

 

VUL Act 11:17 si ergo eandem gratiam dedit illis Deus sicut et nobis qui credidimus in Dominum Iesum Christum ego quis eram qui possem prohibere Deum

 

GNT 2Co 8:14 evn tw/| nu/n kairw/| to. u`mw/n peri,sseuma eivj to. evkei,nwn u`ste,rhma( i[na kai. to. evkei,nwn peri,sseuma ge,nhtai eivj to. u`mw/n u`ste,rhma( o[pwj ge,nhtai ivso,thj\

 

VUL 2Co 8:14 in praesenti tempore vestra abundantia illorum inopiam suppleat ut et illorum abundantia vestrae inopiae sit supplementum ut fiat aequalitas sicut scriptum est

 

GNT Col 4:1 ~Oi ku,rioi( to. di,kaion kai. th.n ivso,thta toi/j dou,loij pare,cesqe( eivdo,tej o[ti kai. u`mei/j e;cete ku,rion evn ouvranw/|)

 

VUL Col 4:1 domini quod iustum est et aequum servis praestate scientes quoniam et vos Dominum habetis in caelo

 

 

 

GNT 2Co 8:13 ouv ga.r i[na a;lloij a;nesij( u`mi/n qli/yij\ avllV evx ivso,thtoj

 

VUL 2Co 8:13 non enim ut aliis sit remissio vobis autem tribulatio sed ex aequalitate

 

GNT 2Pe 1:1 Sumew.n Pe,troj dou/loj kai. avpo,stoloj VIhsou/ Cristou/ toi/j ivso,timon h`mi/n lacou/sin pi,stin evn dikaiosu,nh| tou/ qeou/ h`mw/n kai. swth/roj VIhsou/ Cristou/\

 

VUL 2Pe 1:1 Simon Petrus servus et apostolus Iesu Christi his qui coaequalem nobis sortiti sunt fidem in iustitia Dei nostri et salvatoris Iesu Christi

 

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El primero es el gran salto, lo increíble e incomprensible: que Dios entrara en su creación como criatura sin dejar de ser Dios ni aniquilar la creación. Lo segundo sorprendente es que haya elegido para hacerse criatura, entre todas, a la naturaleza humana, la más baja entre los seres espirituales. Lo tercero admirable es que no destacara externamente, es decir, no mostrara la condición divina de su persona a través de su esencia humana, sino que cursara una vida semejante a la nuestra. Y, por último, lo cuarto e inconcebible es que se asemejara a nosotros hasta el punto de morir.

 

 

Hay cosas que se hizo el Verbo de una vez para siempre: tomó el ser y la esencia humanas. Otras se hizo por un tiempo: mortal, morituro, muerto. De estas algunas se hizo de una vez (no para siempre): mortal; de otras fue haciendo poco a poco. Otras que no se hizo nunca: ni pecador ni defectuoso ni padre biológico. Otras que se dejó hacer: tentar, perseguir, morir. Otras que no se hizo, pero que fue temporalmente: tuvo sed, hambre, dolores, cansancio, angustia, tristeza, pena.

 

 

El se hizo vale para 1.-para la persona divina («se hizo criatura y hombre»), en virtud de ese «se hizo» Cristo es hombre, es semejante a todo hombre;

2.- para la esencia humana de Cristo, la cual siendo inmortal se hizo mortal, siendo perfecta se sometió a las limitaciones de los viadores humanos, y siendo santa tomó sobre sí las consecuencias del pecado.

 

Cuando decimos que Cristo se hizo semejante a nosotros, el «se hizo» puede referirse a la persona del Verbo, que se hizo hombre, y en este caso no puede decirse que Cristo no fuera semejante a nosotros, y a la esencia humana de Cristo que se hizo semejante a nosotros en las tentaciones, o sea en las consecuencias del pecado.

 

 

VUL Mat 26:45 tunc venit ad discipulos suos et dicit illis dormite iam et requiescite ecce adpropinquavit hora et Filius hominis traditur in manus peccatorum

 

 

VUL Mar 14:41 et venit tertio et ait illis dormite iam et requiescite sufficit venit hora ecce traditur Filius hominis in manus peccatorum

 

VUL Luk 22:53 cum cotidie vobiscum fuerim in templo non extendistis manus in me sed haec est hora vestra et potestas tenebrarum

 

VUL Joh 2:4 et dicit ei Iesus quid mihi et tibi est mulier nondum venit hora mea

 

VUL Joh 5:25 amen amen dico vobis quia venit hora et nunc est quando mortui audient vocem Filii Dei et qui audierint vivent

 

VUL Joh 7:30 quaerebant ergo eum adprehendere et nemo misit in illum manus quia nondum venerat hora eius

 

VUL Joh 8:20 haec verba locutus est in gazofilacio docens in templo et nemo adprehendit eum quia necdum venerat hora eius

 

VUL Joh 12:23 Iesus autem respondit eis dicens venit hora ut clarificetur Filius hominis

 

VUL Joh 12:27 nunc anima mea turbata est et quid dicam Pater salvifica me ex hora hac sed propterea veni in horam hanc

 

VUL Joh 13:1 ante diem autem festum paschae sciens Iesus quia venit eius hora ut transeat ex hoc mundo ad Patrem cum dilexisset suos qui erant in mundo in finem dilexit eos

 

VUL Joh 16:25 haec in proverbiis locutus sum vobis venit hora cum iam non in proverbiis loquar vobis sed palam de Patre adnuntiabo vobis

 

VUL Joh 17:1 haec locutus est Iesus et sublevatis oculis in caelum dixit Pater venit hora clarifica Filium tuum ut Filius tuus clarificet te

 

 

Rom 8:3 Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne,  a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu

 

Fil 2,6 “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo          haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz”

Heb 2:17 Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos,  para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo. Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados.

 

Heb 4:15 Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado

 

 

 

la traición de Judas[154]; la bofetada del lacayo[155]; los insultos, escupitajos etc., de los soldados[156], las insolencias de Herodes[157], de los sumos sacerdotes[158], de Pilatos, y de los que le retaban al pie de la cruz a que bajara de ella)

 



[1]Rom 8, 3-4: to. ga.r avdu,naton tou/ no,mou( evn w-| hvsqe,nei dia. th/j sarko,j( o` qeo.j to.n e`autou/ ui`o.n pe,myaj

evn o`moiw,mati sarko.j a`marti,aj kai. peri. a`marti,aj kate,krinen th.n a`marti,an evn th/| sarki,( i[na to. dikai,wma tou/ no,mou plhrwqh/| evn h`mi/n toi/j mh. kata. sa,rka peripatou/sin avlla. kata. pneu/ma)

nam quod impossibile erat legis in quo infirmabatur per carnem Deus Filium suum mittens in similitudinemcarnis peccati et de peccato damnavit peccatum in carne, ut iustificatio legis impleretur in nobis qui non secundum carnem ambulamus sed secundum Spiritum”.

[2] Fil 2, 6-8: o]j evn morfh/| qeou/ u`pa,rcwn ouvc a`rpagmo.n h`gh,sato to. ei=nai i;sa qew/|( avlla. e`auto.n evke,nwsen

morfh.n dou,lou labw,n(evn o`moiw,mati avnqrw,pwn geno,menoj\ kai. sch,mati eu`reqei.j w`j a;nqrwpoj/) evtapei,nwsen e`auto.n geno,menoj u`ph,kooj me,cri qana,tou( qana,tou de. staurou/)

qui cum in forma Dei esset non rapinamarbitratus est esse se aequalem Deo, sed semetipsum exinanivit formam servi accipiens in similitudinem hominum factus et habitu inventus ut homo. Humiliavit semetipsum factus oboediens usque ad mortem, mortem autem crucis".

[3] Heb 2, 17-18: o[qen w;feilen kata. pa,nta toi/j avdelfoi/j o`moiwqh/nai( i[na evleh,mwn ge,nhtaikai .pisto.j

avrciereu.j ta. pro.j to.n qeo,n( eivj to. i`la,skesqai ta.j a`marti,aj tou/ laou/\ evn w-| ga.r pe,ponqen auvto.j peirasqei,j( du,natai toi/j peirazome,noij bohqh/sai)

unde debuit per omnia fratribus similare ut misericors fieret et fidelis pontifex ad Deum ut repropitiaret delicta populi, in eo enim in quo passus est ipse temptatus potens est eis qui temptantur auxiliari”.

[4] Heb 4, 15: ouv ga.r e;comen avrciere,a mh. duna,menon sumpaqh/sai tai/j avsqenei,aij h`mw/n( pepeirasme,non de.

kata. pa,nta kaqV o`moio,thta cwri.j a`marti,aj)

non enim habemus pontificem qui non possit compati infirmitatibus nostris, temptatum autem per omnia pro similitudine absque peccato”.

[5] Jn 3, 13; 6, 38; 6, 41.

[6] Ef 4, 8.

[7] Denzinger (DZ) 44, 72, 76, 301, etc.

[8] DZ 564.

[9] Heb 7, 28.

[10] 1 Sam 15, 22.

[11] Gen 32, 30; Ex 33, 30; Deut 5, 25; Jc 6, 22; 13, 22.

[12] Cfr. Lc 10, 22.

[13] Cfr. Jn 3, 11-13; 1 Jn 4, 12.

[14] En 2 Co 5, 21: se dice que “al que no conocía el pecado Dios lo hizo pecado por nosotros”, lo que parece confirmar el sentido aparentemente determinante de Rom 8, 3. Pero la Santa Madre Iglesia nos ha enseñado a interpretar este pasaje: «hacerlo pecado» significa hacerlo «sacrificio por nuestros pecados» (Cfr. DZ 539), en lo que va dicho que Cristo, siguiendo la voluntad del Padre, se ofreció voluntariamente en sacrificio; se hizo, pues, como nosotros pecadores, pero sólo en la recepción del castigo del pecado. S. Agustín comenta: “Sic et peccatum, non tantum ipsum opus malum quod paena dignum est, sed etiam ipsa mors, quae peccato facta est, peccatum apellanda est” (Contra Faustum manicheum, XIV, c. 3, PL 42, 296; cfr. Ibid. c. 4-5, PL 42, 297), es decir, entiende que la propia muerte es llamada aquí pecado.

[15] Cfr. Jn 8, 55; 9, 9. Las parábolas dicen del reino de Dios que es hómoios o semejante a una piedra preciosa, a un tesoro escondido, etc.

[16] Cfr. Jn 5, 18: “allà kaì Patéra ídion élegen tòn zeón, íson heautòn poiôn tô zeô”" (sed et Patrem suum dicebat Deum, faciens se aequalem Deo); cfr. Mt 20, 12. Pongo este ejemplo y el de la nota anterior, para que el lector tenga constancia del modo como usan los evangelios los términos «hómoios» e «ísos».

[17] DZ 301.

[18] S. Agustín, De peccatorum meritis et remissione, II, c. 24, n. 38, PL 44, 174.

[19] La comunidad de naturaleza no exige en las criaturas una igualdad en todo, sino tan sólo una semejanza en el ser y en la esencia. Ahora bien, la noción de semejanza implica diferencias entre los semejantes.

[20] “…ascenditque ad Patrem sedetque ad dexteram ejus in gloria, quam semper habuit et habetque” (“…subió al Padre y está sentado a su diestra en la gloria que siempre tuvo y tiene”) (Fides Damasi, DZ 72).

[21] Después del pecado original, el cuerpo morituro de los hombres vela o tamiza la espiritualidad del alma.  La muerte del hombre es la objeción natural contra la inmortalidad del alma, a la vez que el ocultamiento de la sempiternidad (trascendental) del espíritu humano. Es cierto que el alma se muestra a la inteligencia atenta de cualquier humano, pero contrariada por cierta supeditación funcional al cuerpo, que deriva de la morituridad. La pérdida de la conciencia en el sueño físico, y la supeditación indirecta de las actividades del alma (atención de la inteligencia, determinación de la voluntad, etc.) a factores puramente fisiológicos (comida, circulación sanguínea, funcionamiento del corazón, dolor, productos narcotizantes, etc.) son datos que dificultan el descubrimiento de la altura y dignidad del hombre a quienes no se elevan con su inteligencia por encima de los conocimientos  sensibles. Una cosa es la voluntad del creador de que el ser del hombre asocie consigo al ser del mundo y de que su esencia tenga como co-esencia al cuerpo, de tal manera que, según esa voluntad de Dios, la vida del alma deba pasar por el cuerpo y entrar en el tiempo expresándose en obras conjuntas (anímico-corporales), pero otra muy distinta es que, por el pecado de origen, el cuerpo esté desde su concepción en proceso de obligada extinción, al no haber sido asociado a sí por la libertad del alma más que limitadamente. Esto último entorpece el reconocimiento del alma en el cuerpo y en las obras conjuntas. A esa limitación, que se puede llamar velamiento, se acomodó nuestro Señor, pero sólo en semejanza: el cuerpo de Cristo vela su divinidad y la perfección suprema de su espíritu y alma humanos, pero no por limitación natural, sino voluntaria, de manera que, cuando Cristo no lo impide voluntariamente –impedirlo fue lo normal durante su estancia terrenal, y el implícito del «se hizo» esencial–, su cuerpo expresa de modo natural la transnaturalidad de su humanidad y la divinidad de su persona. Como se verá a continuación, el «se hizo» de Cristo, por ser divino-humano, no implicaba dejar de ser lo que era en su superioridad, sino sólo no dejar que se mostrara todo lo que es, ciñéndose según su libre voluntad –cuando y como quería en cada instante– a lo que suelen y pueden hacer los hombres.

[22] Filius ultimo tempore ad nos salvandos et ad implendas scripturas descendit a Patre, qui nunquam desiit esse cum Patre, et conceptus est de Spiritu Sancto et natus ex Maria Virgine,… nec amisit quod erat, sed coepit esse, quod non erat”, DZ 72.

[23] “Assumpsit formam servi sine sorde peccati, humana augens, divina non minuens, quia exinanitio illa, qua se invisibilis visibilem praebuit…inclinatio fuit misericordiae, non defectio potestatis”, DZ 293.

[24] Utraque ergo ei generatio plena, utraque perfecta, nihil minus ex deitate habens, nihil imperfectum ex humanitate suscipiens…, sed plenus Deus plenusque homo absque omni peccato in singularitate personae unus est Christus”, DZ 564.

[25] La fase dotacional es el término directo del acto creador, el resultado de la acción divina, lo que en términos tomistas se suele llamar el ser, pero que en verdad es el ser y el entender. Esta fase es más alta que la segunda, la apropiativa, pues la apropiación es obra libre de la esencia creada, la cual mediante su entendimiento y su voluntad hace suyos los dones recibidos, haciéndolos rendir fruto, o los rechaza, no haciéndolos crecer. Con todo, la fase más alta puede ser la tercera, o sea, la sancionada, pues en ella los dones que han sido recibidos y hechos suyos son coronados por dones aún más altos que dependen de la justicia y generosidad divinas, aunque si se han rechazado los primeros dones, en vez de nuevos y superiores la criatura recibe el castigo de quedarse con sus malas obras por la eternidad.

[26] Rom 11, 36; 1Co 8, 6.

[27] Jn 8, 58.

[28] Jn 17, 5.

[29] Antes de la creación del mundo no existe el tiempo, pues Dios no es un antes temporal respecto del tiempo, lo que carece de sentido.

[30] Col 1, 16-19 “Quia in ipso condita sunt universa in caelis et in terra visibilia et invisibilia, sive throni sive dominationes sive principatus sive potestates, omnia per ipsum et in ipso creata sunt; et ipse est ante omnes et omnia in ipso constant. Et ipse est caput corporis ecclesiae qui est principium primogenitus ex mortuis ut sit in omnibus ipse primatum tenens, quia in ipso conplacuit omnem plenitudinem habitare”.

[31] No digo que por ser hijo de María su carne tuviera necesariamente que ser mortal, sino que renunció voluntariamente a la inmortalidad que le correspondía a su carne, en el instante de su concepción. Lo mismo que ya antes de tomar la carne de María, Él la libró del pecado original, también habría hecho de la carne tomada de María una carne inmortal, si Él no hubiera renunciado en el momento de la encarnación a la inmortalidad que le correspondía a su carne asumida: tomó, pues, de María la carne que Él con su voluntad divina quiso tomar. Más adelante también tomó libremente, pero ya con sus dos voluntades, divina y humana, la decisión de hacerse morituro.

[32] Ésa es la razón de conveniencia para que Cristo resucitado volviera al Padre en su ascensión a los cielos, pues la carne de Cristo resucitado ya no debía ocultar más –lo hizo durante cuarenta días– el resplandor que la visión beatífica del Padre le produce ni su propia gloria de Hijo, que había retomado, de tal manera que verla habría sido ver la gloria interna de la divinidad. Para guardar nuestra fe y nuestra vida de viadores –como, por ejemplo, en parte le ocurrió a s. Pablo cuando pasaba cerca de Damasco (Hech 9, 3 ss.)–, además de por otras divinas razones (enviarnos el Espíritu), convenía que Cristo se fuera de nuestra presencia.

[33] En efecto, la «palabra mental» (verbum mentis) humana es la actividad de hacerse otro intelectualmente, de poseer lo otro en su esencia sin convertirse en la realidad de lo entendido, gracias a la cual la palabra oral puede estar por otro y no por sí misma. Con mayor razón, el Logos, o sea, la Palabra personal e inteligente divina, se hace otra sin dejar de ser quien es. Cfr. I. Falgueras, Esbozo de una filosofía trascendental (I), Cuadernos de Anuario Filosófico, Pamplona, 1996, 48-63.

[34] Dicho de otro modo: como Cristo no es persona creada, sino el Verbo hecho carne, no tenía que pasar por esos tres estadios, sino que era por naturaleza transnatural, estaba situado todo Él en el plano trascendental, y sólo por ser asumido era ya más alto que cualquier otra criatura y que todas juntas. A la naturaleza humana de Cristo no le correspondía pasar por estadios. Sin embargo, por hacerse camino para nosotros y comunicarnos la Verdad y la Vida, quiso también pasar por el que, para nosotros, es el segundo estadio, y merecer, según su naturaleza humana asumida, lo que ya era suyo, no en beneficio propio, como es obvio, sino sólo para que, al hacerse Él como nosotros y morir libremente, nosotros pudiéramos recibir lo que sólo Él poseía de entrada: la inmortalidad corporal.

[35] Una semejanza total y exhaustiva, ya no sería semejanza, como dice Tomás de Aquino hablando del parecido entre la figura y lo figurado: “Non autem oportet quod [veritas respondeat figurae] quantum ad omnia, quia iam non esset similitudo, sed veritas, ut Damascenus dicit, in III libro (c. 26, PG 94, 1096)”, Tomás de Aquino, Summa Theologiae (ST)  III, 46, 4, ad 1.

[36] Algunos de los ejemplos puestos admiten excepciones por accidentes o defectos corporales que dan lugar a anormalidades (niños selváticos, albinismo, dotación sexual ambigua, etc.). La humanidad de Cristo no padeció anormalidad natural alguna, pues se hizo semejante en lo normal.

[37] Heb 4, 15.

[38] Nihil imperfectum ex humanitate suscipiens”, Concilio Toledano XIV, DZ 564.

[39] S. Agustín, De nuptiis et concupiscentia, I, c. 23, n. 25, PL 44, 428.

[40] León I Magno: “Non enim possemus superare peccati et mortis auctorem, nisi naturam nostram ille susciperet et suam faceret, quem nec peccatum contaminare nec mors potuir detinereDZ 291; “nam illa, quae deceptor intulit et homo deceptus admisit, nullum habuerunt in salvatore vestigiumDZ 293; “Assumpta est de matre Domini natura, non culpaDZ 294.

[41] Desiderium vero Jesu Christi et Ecclesiae, ut omnes Christifideles quotidie ad sacrum convivium accedant, in eo potissimum est, ut Christifideles per sacramentum Deo conjuncti robur inde capiant ad compescendam libidinem, ad leves culpas quae quotidie occurrunt abluendas et ad graviora peccata…praecavenda”, s. Pío X, DZ 3375; cfr. Concilio Tridentino, DZ 1638.

[42] Así lo dice una Antífona del Benedictus en Maitines, en castellano: “El ángel Gabriel habló a María, diciendo: ‘Dios por el gran amor con que nos amó, envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora como la nuestra”. La primera parte de la cita del texto está tomada de Ef 2, 4; la segunda parece una clara alteración de Rom 8, 3, pues s. Pablo dijo únicamente “Dios envió a su Hijo en una carne semejante a la carne de pecado”. Una carne semejante a la carne de pecado no es una carne pecadora. No hay ni puede haber texto que diga que la carne de Cristo fue «pecadora», porque entonces, contra lo que dijo nuestro Señor (Jn 8, 46), se le podría haber argüido de pecado, como hicieron los judíos respecto del ciego de nacimiento (Jn 9, 34), cuya ceguera, incluso curada, era ya indicio de haber nacido con pecado (original).

[43] Rom 8, 3.

[44] Cfr. DZ 539.

[45] Pío XII, Mystici Corporis, DZ 3812.

[46] ST III, 3, 3 c.

[47] León I Magno: “Nihil enim carnis suae habebat adversum, nec discordia desideriorum  gignebat compugnantiam voluntatum, sensus corporei vigebant sine lege peccati, et veritas affectionum sub moderamine deitatis et mentis nec temptabatur illecebris nec cedebat injuriis” (DZ 299).

[48] Digo aquí «infusas» en el sentido amplio de derivadas de la gracia de la unión hipostática. Cfr. ST III, 7, 2 c.

[49] Isa 11, 2-3.

[50] Que Cristo no se hiciera semejante a nosotros ni en la ignorancia, ni en la rebelión de su carne, ni en los defectos morales, se deduce de que se asemejó en todo menos en el pecado, es decir, menos en lo que ofende a su divinidad o se opone al cumplimiento de la voluntad del Padre concretada en su misión entre los hombres. Y puesto que la ignorancia, la desobediencia de la carne y los defectos morales nacen directamente del pecado y engendran directamente pecados, quedan excluidos en Aquel que es Dios hecho hombre. También quedan excluidas de Cristo aquellas posibilidades de la naturaleza humana que no eran conducentes para su misión, como el matrimonio, la riqueza material, el poder político, la tarea de juez (en su primera venida), etc. ¿Cómo podría haber ignorancia en aquel cuya misión era ser luz del mundo? Por otro lado, si Cristo se hubiera hecho semejante a nosotros en la ignorancia o en los defectos del alma, entonces no sería el modelo de perfección, no sería el Camino, la Verdad y la Vida. El modo en que la sabiduría de Cristo se hizo semejante a nosotros fue el de adaptarla a nuestro entender mediante sus parábolas, enseñanzas y obras. Alguien podría replicar: pero la ignorancia excusa del pecado, por tanto Cristo la pudo tener. No, porque el pecado por ignorancia es materialmente pecado, pero Dios, por su propio ser, no puede pecar ni siquiera materialmente, y la humanidad de Cristo es tan santa como corresponde al Verbo que la asume.

[51] Cuando Pilatos le pregunta a Cristo si es Rey de los judíos, nuestro Señor le responde con otra pregunta destinada no a averiguar algo (que Cristo ya sabía), sino a enseñarle y a enseñarnos a nosotros: “¿Eso lo dices tú por ti mismo o te lo han dicho otros de mí? (Jn 18, 33-34”. Pilatos habla según lo que le han dicho otros, es decir, según la fama. Cristo no quiere ni admite que nadie crea conocerlo por la fama, sino sólo por conocimiento personal, pues la fama se inscribe siempre dentro de los prejuicios humanos, pero Cristo ha venido a romper todos nuestros esquemas meramente humanos. Por esa razón (además de por otras insondables) prohíbe a los que sana difundir sus milagros (Mc 1, 44; 7, 36): para, entre otros insondables designios, indicarnos que la fama siempre se queda muy por debajo del conocimiento de su persona (Jn 1, 45-50; 4, 39-42), por lo que es mejor que no llegue a los hombres antes que su conocimiento.

[52] Digo «a alguien sensato», porque en efecto hay quienes insensatamente han mantenido que los niños, como los locos, no son seres humanos (Espinosa); también existen quienes pretenden engañarse a sí mismos sosteniendo que los fetos no arraigados no son personas humanas; y, finalmente otros sólo consideran personas a quienes son conscientes. Todas esas opiniones son insensatas, pues confunden la persona con uno de sus hábitos, juzgando la realidad profunda por las meras apariencias. Precisamente, el saber que Cristo entrando en el mundo ya oró como hombre al Padre nos cerciora de que el hombre, como dicta la razón, es una y la misma persona desde el instante de su concepción y para la eternidad.

[53] Cristo alude a esta positiva auto-limitación en varias ocasiones, véase (Mt 20, 23; Lc 12, 14; Jn 12, 47).

[54] No me refiero a imperfecciones metafísicas, o sea, por efecto de la creación, pues las obras de Dios son perfectas (Deut 32, 4). El haberse hecho hombre no vuelve metafísicamente imperfecto al Verbo, pero como la perfección de una criatura es incomparablemente menor que la perfección de Dios, es justo hablar de un abajamiento o descenso del mismo, a lo que, además, se añade que Él libremente se sometió a las limitaciones propias de nuestro estado de viadores y a ciertas imperfecciones derivadas del pecado de origen.

[55] Como ya he adelantado, en toda persona creada existe un estadio entre su creación-elevación, por un lado, y su sanción eterna, por otro, que es el estadio de merecimiento, en el que se apropia, aceptando y haciendo rendir, los dones que recibió cuando fue creada y elevada. Ya el hacer suyos los dones es inferior, metafísicamente hablando, a su recepción inicial, pero, además, en el caso del hombre (al estar unida su esencia a la corporalidad en calidad de co-esencial) toda la vida del espíritu ha de pasar por el cuerpo –no digo que haya de convertirse en corporal, sino sólo pasar por el cuerpo, o sea, asociar al cuerpo–, de manera que el espíritu recibido ha de realizar temporalmente su actividad (adelantando y retrasando trozos de ella) y acoplarla a las condiciones del lugar y de la sociedad. Este entretenerse es una limitación relativa de sus propias posibilidades, y, aunque no es ninguna imperfección moral, implica una menor perfección metafísica, que cualifica al hombre como el más bajo entre los espíritus.

[56] Según la Real Academia, pluscuamperfecto es el tiempo que indica una acción o un estado de cosas acabados antes de otros también pasados. Metafóricamente hablando, me permito decir que Cristo es pluscuamperfecto en el sentido de que era ya perfecto o acabado en el instante de su concepción, antes de que se desplegara en su esencia delante de los hombres, y ciertamente con una perfección inasequible para cualquier criatura.

[57] A todos se nos han dado talentos, pero el que no los hace rendir los pierde (Mt 25, 14-30). “Al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene” (Mt 13, 12; 25, 29; Mc 4, 25; Lc 8, 18; 19, 26).

[58]  “Scitis enim gratiam Domini nostri Iesu Christi quoniam propter vos egenus factus est cum esset divesut illius inopia vos divites essetis” (2 Co 8, 9).

[59] Concilio Niceno II, DZ 606.

[60] Lc 4, 1.

[61] Nos dice el Espíritu Santo que, habiéndose retirado a orar y habiendo mandado a los discípulos atravesar el mar de Galilea solos, los vio –mientras oraba– esforzándose en remar, y les salió al paso sobre las aguas, calmando la tempestad (Mc 6, 47-51).

[62] Según la Sagrada Escritura la juventud es tiempo de aprendizaje y no de mando o responsabilidad pública (Sir 6, 18; 30, 11; 2 Cr 10, 8).

[63] Cristo no ha venido a juzgar: Jn 3, 17; 12, 47; 8, 15; Lc 12, 14. Sin embargo, ha sido constituido juez por el Padre (Jn 5, 17; 5, 22; 5, 27; Hech 17, 31) y juzgará en el último día: Mt 19, 28; 25, 31-46; Jn 12, 48; 2 Tim 4, 1.

[64] Lc 12, 14.

[65] Lc 12, 49-50.

[66] Mt 17, 17; Mc 9, 18; Lc 9, 41.

[67] Jn 2,4: “et dicit ei Iesus quid mihi et tibi est mulier nondum venit horamea”; Jn 16, 25: “haec in proverbiis locutus sum vobis venit horacum iam non in proverbiis loquar vobis sed palam de Patre adnuntiabo vobis”.

[68] Mt 6, 3.

[69] No se trata tanto de que el pecado original haya dañado al matrimonio natural –que sí lo hizo–, cuanto de que Cristo era connaturalmente el hombre superperfecto, o sea, más que sancionado, que es lo que, tras el juicio, seremos nosotros en el cielo ganado por su gracia. Pero Él mismo nos ha enseñado que el matrimonio es cosa de esta vida (estadio de apropiación), mientras que en la vida futura no habrá matrimonio (Lc 20, 34-36). Es, pues, plenamente coherente que quien nos traía la nueva vida nos enseñara a vivir como viviremos en el cielo.

[70] Jn 1, 13.

[71] Él venía a comunicarnos su naturaleza divina, no a multiplicar la humana, y lo hizo muriendo por nosotros, vía por la que nos engendró a una vida nueva, cumpliendo así la voluntad de Dios de forma incomparablemente más alta. 

[72] Me refiero sólo a su trato externo, porque el trato asiduo e íntimo con Cristo no podía dejar de manifestar la intensidad divina de su personalidad. La mirada de Cristo, la conversación con Cristo, la perfección de su trabajo, la profundidad de sus consejos, el acierto de sus consideraciones, el misterio de su oración, la generosidad de sus limosnas y el desprendimiento en sus ayudas a los demás, etc., tenían que ser notadas por sus allegados inmediatos, de forma inequívoca para quienes sabían Quién era, y de forma desconcertante para quienes no lo sabían.

[73] Maldita será la tierra por tu causa, con fatiga comerás de ella todos los días de tu vida” (Gn 3, 17).

[74] Espinas y abrojos producirá para ti, y comerás las hierbas de la tierra. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado, porque eres polvo y al polvo retornarás” (Gn 3, 18-19).

[75] Estas consecuencias negativas están conectadas entre sí por orden inverso al enumerado: es la muerte la que hace deficitarios los resultados del trabajo humano, porque ningún artificio humano la puede eliminar; y es la índole susceptiva de enfermedad y dolor (que acompañan a la condición de morituro) la que grava, junto a la vanidad de nuestro esfuerzo, la laboriosidad humana, haciéndola trabajosa.

[76] Para los menos conocedores de la doctrina de la Iglesia, aclararé que esas deficiencias orgánicas derivan del pecado original no porque el pecado sea su causa directa –cosa que son, más bien, los defectos corporales estudiados por la Medicina–, sino porque el pecado nos privó de un don preternatural concedido a Adán por Dios, el cual lo hacía impasible y –aunque mortal– no morituro, es decir, un don divino (no natural) que impedía que el hombre estuviera sometido a tales deficiencias orgánicas: Dios creó al hombre sin defectos, si bien no tan perfecto como nos hace y hará la gracia de Cristo. Cfr. DZ 222; 1511; 2617.  

[77] Lc 4, 18-19.

[78] Mt 11, 5.

[79] El velo tamiza y modula tanto el ocultamiento como la mostración, de manera que suscite la fe.

[80] Lc 4, 2. Es obvio que ningún humano siente hambre después de cuarenta días sin comer, sino nada más pasar unas horas sin hacerlo. El texto sugiere, pues, indirectamente, que sintió hambre cuando quiso. Y eso mismo sugieren los otros «excesos» mencionados de la vida de nuestro Señor.

[81] Mc 3, 20-21.

[82] A la perfección del cuerpo de Cristo, por razón de la unión hipostática, le correspondía ser inmortal, pero en el momento mismo de la concepción renunció libremente a esa inmortalidad para empezar a hacerse en su esencia semejante a nosotros. Sin embargo, esa renuncia inicial no llevaba consigo el morir necesariamente, porque ser «mortal» no significa tener que morir (ser morituro), sino poder morir. Adán, el primer hombre, fue hecho por Dios mortal, pero no morituro. Cristo, el último Adán (1 Co 15, 45), fue hecho inmortal, aunque Él renunció (temporalmente) a la inmortalidad y se hizo mortal desde el principio de su vida, mas no se hizo por eso menor que Adán, sino semejante al primer Adán, es decir, no morituro, para terminar finalmente haciéndose semejante a los hijos de Adán en la muerte. Cfr. I. Falgueras, El Cántico de Salomón, Edicep, Valencia, 2008, 119-131.

[83] Lc 6, 19.

[84] Jesús se presentó (Mt 11, 4-5; Lc 4, 18-19; 7, 22) y actuó (Mt 9, 12 y 35; Jn 7, 23, etc.) como médico del cuerpo y del alma.

[85] Cfr. Gal 2, 20.

[86] ST III 14, 4; 46, 3 ad 2; 5 c; 9 ad 4; 51, 3 c.

[87] Además, conviene advertir que Cristo murió por todos los hombres, mientras que los hombres que dan la vida no lo pueden hacer por todos, sino sólo por algunos pocos. Por eso cuando Él dice que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos, nos está llamando amigos a todos.

[88] Ut adimpleretur quod dictum est per Esaiam prophetam dicentem ipse infirmitates nostras accepit et aegrotationes portavit”. Para entender el sentido en que Cristo tomó sobre sí nuestras enfermedades, puede recurrirse al texto de s. Pablo en que dice: “me he hecho enfermo con los enfermos” (1 Co 9, 22), y que comenta así s. Agustín: “Fit enim tanquam aegrotus qui ministrat aegroto; non cum se febres habere mentitur, sed dum animo condolentis cogitat quemammodo sibi servire vellet, si ipse aegrotaret” (Ep. 40, c.4, n.4, PL 33, 155). Éste es el sentido de la cita de Mateo 8, 17: Cristo durante su vida cargó con nuestras enfermedades en cuanto que se ocupó de curarlas, no porque las padeciera, aunque el texto de Isaías también se refiera a la muerte de Cristo, como lo recuerda s. Pedro (1 Pe 2, 24) y veremos más adelante.

[89] La literalidad del texto  de Isaías (53, 2-12) ha de ser entendida de la pasión y muerte del Señor, que no fue un acontecimiento natural ni derivado de enfermedades propias, sino violento y que causó dolencias y disfunciones corporales venidos todos desde fuera y contra su natural salud. Eso sí lo permitió Cristo, pero no enfermedad natural alguna.

[90] En efecto, por enfermedad se entienden todas aquellas amenazas a nuestra salud y achaques que sufrimos por deficiencia de nuestro organismo, sea deficiencia orgánica, sea funcional. Cristo no padeció ninguna deficiencia orgánica con origen en su propio cuerpo, pero sí padeció deficiencias orgánicas con origen en su espíritu o en los malos tratos infligidos por los demás. En Getsemaní su cuerpo llegó a sudar sangre, lo que es expresión de la angustia que sufrió su alma. Sudar sangre es tan violento que conlleva un estado febril, y desde luego un funcionamiento anormal de su organismo, pero no por deficiencia alguna interna, sino por la perfecta expresividad del cuerpo respecto del dolor de su alma. Igualmente, tras los azotes, y tras la pena de llevar la cruz a cuestas, de ser coronado de espinas y de ser clavado en la cruz, el cuerpo de Cristo reaccionó de modo semejante al nuestro ante las heridas y la pérdida de sangre: se le formaron hematomas y sufrió alteraciones circulatorias, prueba de todo ello fue la sed que manifestó sentir en la cruz. Pero, como se verá, Cristo no murió por alguna de esas causas ni por todas ellas juntas, sino en el momento en que lo permitió, y por causa sobre todo de su sufrimiento interior. De eso da un testimonio externo e indirecto la sorpresa de Pilatos ante la rapidez de la muerte de Cristo (Mc 15, 44).

[91] ST III, 51, 3 c.

[92] Incluso cuando las heridas recibidas introdujeron en el cuerpo de Cristo una desorganización mortal, emanando –como emanaba de Él– el poder curativo propio de la vida plena que poseía, sus heridas podrían haberse restaurado de inmediato y por su propio poder, por tanto fue la voluntad redentora de Cristo la que impidió a su cuerpo hacer lo que sus enemigos le exigían: “a otros salvó, sálvese a sí mismo” (Mt 27, 42). Cristo murió porque quiso permitirlo, es decir, porque no quiso impedir el daño externo que se le produjo ni quiso restaurar las heridas recibidas. Más aún, murió sobre todo por el dolor de su espíritu ante nuestro desamor hacia el Padre, es decir, por nuestros pecados; este dolor, expresado perfectamente por su cuerpo y corazón, fue el que, unido a las heridas recibidas y no autocuradas, separó su cuerpo de su alma: no por corrupción o descomposición natural, no por desobediencia de su organismo al espíritu humano de Cristo, sino por obediencia perfecta a su voluntad de someterse al daño corporal que le infligieron sus enemigos, y de no reparar sus heridas, así como por la expresividad corporal perfecta de su obediencia y amor al Padre y a los pecadores. El cuerpo de Cristo murió por alteración inferida desde fuera y permitida desde dentro, pero no por corrupción interna o desobediencia de la carne a su alma.

[93] Un resumen de todas las razones alegadas se puede encontrar en s. Atanasio, Oratio de incarnatione Verbi, n. 22 (PG 25, 136), referido por Tomás de Aquino (quien lo atribuye erróneamente a s. Juan Crisóstomo): “Christus non autem sui mortem, quam non habebat, cum sit vita, sed hominum mortem venerat consumpturus. Unde non propria morte corpus deposuit, sed ab hominibus illatam sustinuit. Sed et, si aegrotavisset corpus eius et in conspectu omnium solveretur, inconveniens erat eum qui aliorum languores sanaret, habere proprium corpus affectum languoribus. Sed et, si absque aliquo morbo seorsum alicubi corpus deposuisset ac deinde se offerret, non crederetur ei de resurrectione disserenti. Quomodo enim pateret christi in morte victoria, nisi, coram omnibus eam patiens, per incorruptionem corporis probasset extinctam? sed dices: decebat saltem gloriosam mortem sibi excogitare, ut evitaret ignominiam crucis. Sed et si hoc fecisset, suspectum se reddidisset, quasi non habens virtutem contra quamlibet mortem. Sicut ergo pugil prosternens illum quem hostes obtulerint, ostenditur excellentior omnibus; sic omnium vita ab hostibus illatam, quam putabant esse diram et infamem et detestabilem, mortem in cruce suscepit, ut hac interempta, dominium mortis totaliter destruatur. Propter quod non caput ei amputatur ut ioanni; neque sectus est, ut Isaias; ut corpus integrum et indivisibile morti servet, et non fiat occasio volentibus ecclesiam dividere. Volebat etiam supportare quam incurreramus maledictionem; maledictam mortem, scilicet crucis, suscipiendo, secundum illud Deut. 21: maledictus homo qui pendet in ligno” (Sancti Thomae Opera Omnia,  vol. 5, Cathena aurea in Lucam, c. 23, lect. 5, p. 362 [50] ss.

[94] Los dolores del alma de Cristo provienen de nuestros pecados y de la previsión de su muerte, aparte de los dolores inducidos por otros en su cuerpo.

[95] Heb 2, 17-18: “unde debuit per omnia fratribus similare, ut misericors fieret et fidelis pontifex ad Deum ut repropitiaret delicta populi, in eo enim in quo passus est, ipse temptatus potens est eis qui temptantur auxiliari. Heb 4:15: non enim habemus pontificem qui non possit compati infirmitatibus nostris temptatum autem per omnia pro similitudine absque peccato.

[96] Como comenta Sto. Tomás de Aquino, la semejanza a la carne de pecado no es otra cosa que la pasibilidad y la mortalidad de su cuerpo (ST III, 15, 1  ad 4; Super ad Romanos, c. 8, lect. 1, R.Busa, 5, 468 [250]). Naturalmente, las tentaciones de Cristo tuvieron que ver con su libre pasibilidad y morituridad, incluso las que llamo tentaciones del mundo, en la medida en que le llegaron de los hombres, afectaron a su pasibilidad (“Oh generación incrédula y pervertida…¿hasta cuándo os habré de soportar? (Mt 17, 16)”.

[97] Jr 20, 12: “et tu Domine exercituum, probatoriusti”. Cfr. Pro 17, 3; 1 Tes 2, 4.

[98] Sant 1, 13: “ipse [Deus] autem neminem temptat”.

[99] Mt 4, 3, en donde el demonio es llamado “temptator”, o sea, el tentador; 1 Tes 3, 5: “ne forte temptaverit vos is qui temptatet inanis fiat labor noster.

[100] Sant 1, 12: “beatus vir qui suffert temptationem quia cum probatus fuerit accipiet coronam vitae quam repromisit Deus diligentibus se”.

[101] Mt 13, 20; 1 Co 10, 13.

[102] Sant 1, 2-3; 1 Pe 1, 7.

[103] Rom 5, 3-5; 2 Pe 1, 5-8.

[104] Estos tres enemigos son descritos por nuestro Señor en la parábola del sembrador: el demonio, la debilidad de la carne, y el mundo. Mt 13, 19-22: omnis qui audit verbum regni et non intellegit (falta de fe) venit malus (demonio) et rapit quod seminatum est in corde eius, hic est qui secus viam seminatus est. Qui autem supra petrosa seminatus est, hic est qui verbum audit et continuo cum gaudio accipit illud, non habet autem in se radicem sed est temporalis, facta autem tribulatione et persecutione propter verbum, continuo scandalizatur (debilidad de la carne y falta de esperanza). Qui autem est seminatus in spinis, hic est qui verbum audit et sollicitudo saeculi istius (mundo) et fallacia divitiarum suffocat verbum (falta de caridad)”.

[105] Mt 4, 1.

[106] Mc 1, 13.

[107] Lc 4, 2.

[108] 2 Co 12, 7-9.

[109] Así lo aclara s. Gregorio Magno: “Justum quippe erat ut sic tentationes nostras suis tentationibus vinceret, sicut mortem nostram venerat sua morte superare. Sed sciendum nobis est quia tribus modis tentatio agitur, suggestione, delectatione et consensu. Et nos cum tentamur, plerumque in delectationem, aut etiam in consensum labimur, quia de carnis peccato propagati, in nobisipsis etiam gerimus unde certamina toleremus. Deus vero qui, in utero Virginis incarnatus, in mundum sine peccato venerat, nihil contradictionis in semetipso tolerabat. Tentari ergo per suggestionem potuit, sed ejus mentem peccati delectatio non momordit. Atque ideo omnis diabolica illa tentatio foris non intus fuit” (Homilíae in Evangelia, Homilía XVI, n. 1, PL 76, 1135).

[110] Mt 11, 29.

[111] Cfr. S. Ambrosio, Comentarium evangelii secundum Lucam, liber IV, 13, 35: “Prope omnium criminum fontes haec tria genera demonstrantur esse vitiorum. Neque enim consummatam omnem tentationem Scriptura dixisset; nisi in his tribus esset omnium materia delictorum, quorum semina in ipsa origine sunt cavenda. Finis ergo tentationum, finis est cupiditatum; quia causae tentationum causae cupiditatum sunt. Causae autem cupiditatum sunt carnis oblectatio, species gloriae, aviditas potentiae” (PL 15, 1622 ss.).

[112] Cfr. 1 Jn 2, 16.

[113] En el caso de Cristo, que no tiene concupiscencia, la provocada debilidad del cuerpo equivoca al demonio acerca de una «posible» debilidad del alma de Cristo.

[114] La sugerencia de satisfacer, sin esfuerzo y sin obediencia, el hambre o la debilidad corporal es una tentación contra la fe. Naturalmente, en el caso de Cristo, que tenía visión, no fe, no había lugar para esa tentación, pero el demonio no lo sabía.

[115] La sugerencia diabólica es la de que Cristo tiente a Dios, pero Cristo es Dios, por eso la tentación resbala sobre su humanidad, pues el Verbo no puede sufrir tentaciones. Tentar a Dios supone no esperar ni confiar en su providencia y en su bondad, es preguntarse “¿Yavé está entre nosotros o no?” (Ex 17, 7). Sólo que el modo elegido para tentar a la humanidad de Cristo es más sutil: que pida a Dios que ejerza su poder en vano.

[116] La idolatría es el pecado contra el amor debido a Dios (Deut 6, 5), que es un Dios celoso (Ex 20, 5-6; Deut 5, 8-10), por eso la idolatría es comparada con el adulterio y la prostitución (Ex 34, 14-16; Lev 20, 5; Os 1, 2; 4, 10, etc.).

[117] San Agustín, que pone en relación las tentaciones del Señor y la carta 1ª de s. Juan, sugiere algo parecido: “Haec autem tria genera vitiorum, id est voluptas carnis, et superbia et curiositas, omnia peccata concludunt  Enarratio in Ps. 8, n. 13, PL 36, 115-116.  Cfr. De vera religione, c. 38, n.70, PL 34, 153.

[118] S. Gregorio Magno sugiere que esas tres tentaciones estaban ya contenidas en las que sufrieron nuestros primeros padres en el paraíso (Cfr. Homilía XVI in Evangelia, n. 2, PL 76, 1135-1136).

[119] Ef 6,12: “quia non est nobis conluctatio adversus carnem et sanguinem, sed adversus principes et potestades,adversus mundi rectores tenebrarum harem, contra spiritalia nequitiae in caelestibus”.

[120] Jn 3, 35; Mt 28, 18.

[121] Lc 4, 41. Lo que no conocía era la divinidad del Mesías.

[122] Mt 15, 16; 16, 9-11; Mc 7, 18; 8, 17-21.

[123] Mc 8, 33.

[124] Lc 4, 28-30.

[125] Jn 7, 3-5.

[126] Jn 6, 15.

[127] Mt 22, 16 ss.; Mc 8, 11; Lc 11, 53.

[128] Lc 11, 15 ss.

[129] Mt 9, 34; 12, 24.

[130] Mt 8, 28 ss.; Mc 5, 1 ss.; Lc 8, 26 ss.

[131] Mt 6, 24; Lc 16, 13.

[132] Audito itaque Dei nomine, Recessit, inquit, usque ad tempus; postea enim non tentaturus, sed aperte pugnaturus advenit” (Expositio evangelii secundum Lucam, liber IV, n. 36, PL 15, 1622).

[133] Uno se puede morir por una subida de la tensión arterial o por una bajada de ella; por exceso de agua, o sea, ahogado, o por defecto de agua; por frío excesivo (congelación) o por calor excesivo, pero no se puede morir por cada uno de esos extremos a la vez. Cfr. ST III, 46, 5 c.

[134] De fide orthodoxa I, c. 11, PG 94, 844; III, c. 20, PG 94, 1081, citado en ST III, 46, 4, obj. 2 et ad 2.

[135] Specialiter tamen, ut Chrysostomus dicit, non caput ei amputatur, ut ioanni; neque sectus est, ut Isaias, ut corpus integrum et indivisibile morti servet, et non fiat occasio volentibus ecclesiam dividere” (ST III, 46, 4 ad 1).

[136] ST III, q. 46, aa. 5, 6 y 7.

[137] La Epístola a los Hebreos (1, 9), nos dice que Cristo fue ungido por Dios Padre con el óleo de la exultación. Ese gozo fue manifestado por el Señor en algún momento excepcional de su vida (Lc 10, 21; Mt 11, 25), no porque lo sintiera esporádicamente, sino porque lo velaba normalmente, a fin de no impedir nuestra fe. Mientras vivía, aun en los sufrimientos Él seguía gozando interiormente de la visión beatífica y de la plenitud de su amor divino-humano, así como de los beneficios corporales de la misma. Pero ni estos beneficios corporales ni el gozo interior le impedían o disminuían el ejercicio y funciones de su alma (incluido el dolor) tanto respecto del cuerpo cuanto respecto de los demás hombres, aunque siempre por libre concesión de su voluntad (Cfr. ST III, 15, 4 c y 6 c).

[138] El cuerpo es co-esencial con el alma, de manera que la muerte deja al hombre sin parte de su esencia, incapacitado para manifestarse por sí mismo.

[139] Para entender –no digo comprender– algo del misterio de la muerte de Cristo es preciso distinguir entre su persona divina, su espíritu humano, su alma y su cuerpo. El cuerpo de Cristo fue afectado en directo por la muerte, dado que a él le correspondía la inmortalidad: morir fue para el cuerpo de Cristo una pérdida absoluta, aunque –como hemos visto temporal–. La persona del Verbo quedó impasible conforme a su naturaleza divina, pero no en su naturaleza humana. Su espíritu humano, sempiterno, no podía ser afectado en directo por la muerte, ni tampoco de modo indirecto, porque gozaba de la visión beatífica y de la ciencia infusa, pero libremente quiso sentir la turbación y el dolor (Cfr. Mc 8, 12; Jn 11, 33; 13, 21) en forma que no comprendemos, con el fin de compadecernos, aunque sin perder nunca su plena felicidad. Los cristianos podemos entenderlo, pues muchas veces sentimos a la vez el dolor en el alma o en el cuerpo y la alegría de sufrir por Dios en el corazón: son los sentimientos del alma de Cristo, de los que nos habla s. Pablo (“tened en vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Fil 2, 5 ss.). El alma de Cristo fue la que se sumergió en la tristeza y en la angustia ante la muerte (Mt 26, 37-38; Mc 14, 34; Lc 22, 43-45), pero no ante su muerte, ya que ella es inmortal, sino ante la muerte de su cuerpo y los agravios hechos al Padre por los hombres. El alma habría sido lo que habría debido quedar vacante o sin oficio al morir el cuerpo, pero no fue así en virtud de la luz del Verbo, recibida en su espíritu humano, pleno de la gloria del Amor divino.

[140] Jn 16, 28: “exivi a Patre et veni in mundum, iterum relinquo mundum et vado ad Patrem”.

[141] Hech 2, 24; Rom 6, 9-10.

[142] Hegel encuentra en la muerte la recuperación de la vida racional, por cuanto que pensarla implica no sucumbir a ella (ser inmortal). Pero Hegel habla de la muerte pensada, no de la muerte real. Nuestro Señor venció la muerte real convirtiéndola en vida, no negándola, sino incluyéndola en su Vida como acto de amor. No existe dialéctica alguna en el planteamiento cristiano, sino transformación real –lo mismo que del agua en vino, o de la substancia del pan en cuerpo de Cristo–, de la muerte en vida por sobreelevación.

[143] Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33; Jn 12, 25.

[144] Jn 16, 16: “modicum et iam non videbitis me et iterum modicum et videbitis me quia vado ad Patrem”. Aunque la muerte de Cristo no «pasa» en su sentido profundo de acto de amor sin reservas, sí fue en sí misma pasajera, pues al tercer día resucitó. La resurrección de Cristo transformó lo pasajero de su vida terrestre (sufrimientos, llagas, muerte) en una dimensión eterna de su persona divina, la de Pontífice eterno (Heb 6:20 “ubi praecursor pro nobis introiit Iesus secundum ordinem Melchisedech pontifexfactus in aeternum”).

[145] Mt 9, 34; Mc 5, 39; Lc 8, 52; Jn 11, 11.

[146] Escribo «gracia» con mayúscula, porque la gracia de Cristo es más alta que la gracia de la creación y de la elevación.

[147] La insistencia en la semejanza no debiera desorientar a nadie: no estoy diciendo que Cristo no fuera hombre, pues la semejanza significa tener la misma naturaleza humana, pero como la tenemos los humanos, no en identidad, sino con diferencias que la hacen precisamente semejante, no igual, entre nosotros, sólo que en Él esas diferencias alcanzan un grado muy superior al natural.

[148] Cfr. I. Falgueras Salinas, Aclaraciones teológicas sobre la oración de Cristo, en Burgense 41 (2000) 345-369.

[149] Precisamente porque en su esencia se hizo semejante a nosotros, que como hombres crecemos, su hacerse semejante en todo a nosotros fue gradual y creciente: no se hizo semejante en todo desde el principio ni en todo momento de su existencia, sino que se fue haciendo como nosotros en el tiempo, creciendo en su abajamiento, según él mismo dispuso de acuerdo con la voluntad del Padre. Primero vivió una vida sencilla y oculta en el seno de una familia, que parecía normal, pero sólo era semejante, no igual, al resto de las familias. Y luego pasó a vivir una vida pública relativamente breve, pero intensísima, hasta llegar el momento de su entrada triunfal en Jerusalén y de su posterior y aparente derrota.

[150] Se me podría objetar que Cristo no puede mediar respecto del mundo, porque el mundo no es persona; por lo tanto, se ha de presuponer al menos una capacidad o potencia para ser mediados por Él. Sin embargo, eso es falso. Primero porque Cristo ha mediado incluso respecto del mundo, no por sus pecados, que no tiene, sino en cuanto que criatura, ya que al hacerse hombre lo ha convertido (y convertirá) en lugar en que habita Dios, en cielo real, para lo cual no había potencia alguna previa en el mundo. E igualmente pasa con el hombre. No existía potencia alguna en el hombre para ser hijo de Dios, miembro de su familia y de su intimidad, sino que la gracia de Cristo ha creado en nosotros esa posibilidad. La potencia es posterior al acto, no se presupone, sino que sigue al don divino y es convertida en acto cuando se lo acepta. De este modo queda excluida toda evolución por la que el hombre o criatura alguna se eleve hasta Dios, lo que también vale para la humanidad de Cristo, que fue asumida sin potencia previa alguna.

[151] 2 Co 5,17; Gal 6,15; Ef 2,10; Apoc 4,11.

[152] Así lo he sugerido en mi obra El Cántico de Salomón, Edicep, Valencia, 2008.

[153] Uno se puede morir por una subida de la tensión arterial o por una bajada de ella; por exceso de agua, o sea, ahogado, o por defecto de agua; por frío excesivo o por calor excesivo, pero no se puede morir por todas esas cosas a la vez.

[154] Cristo tuvo a Judas entre los suyos, aunque él tenía puesto su corazón en el dinero, y tendió una trampa a Jesús. Sabiendo el poder de Cristo pensó sacarle partido vendiéndolo a los judíos, pero en la convicción de que Él sabría librarse de ellos, con lo cual habría ganado 30 siclos de plata.