EL BAUTISMO DEL SEÑOR

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

Entre los muchos y grandes misterios que se entretejen en la vida de nuestro Señor no es uno de los menores el que se oculta tras su bautismo en el Jordán junto a los que se reconocían pecadores y escuchaban el anuncio del Bautista. Sin embargo, en nuestros días al misterio de esa acción de Cristo se han añadido ciertos problemas humanos en el modo de interpretarla. Conviene tener en cuenta que los misterios no son problemas, ni viceversa. Gabriel Marcel y otros filósofos[1] se han cuidado de destacar esa distinción: los problemas nos salen al paso como obstáculos en el camino, y sólo los reconocemos en la medida en que los podemos y tenemos que resolver, en cambio los misterios nos envuelven, estamos inmersos en ellos, podemos incluso no darnos cuenta de ellos, y no esperan solución alguna por nuestra parte, sino nuestra libre e inteligente integración en ellos.

 

En atención a esa diferencia entre problema y misterio, dividiré mi estudio en dos partes: primero consideraré los problemas que hoy se crean algunos cristianos en torno al bautismo del Señor, y luego dirigiré la mirada, limpia de falsos problemas, hacia el misterio que desde él se nos abre.

 

I. Los problemas actuales

 

En concreto, el problema sobreañadido que se interpone entre el misterio del bautismo del Señor y algunos de nuestros contemporáneos es un problema de raíz filológica, a saber, la interpretación de los textos de los sinópticos en los que se nos narra el bautismo del Señor. Según ciertos intérpretes, de la lectura de los sinópticos parece deducirse que Cristo vino a saber que era el Mesías precisamente gracias a la teofanía que siguió a su bautismo. Esta interpretación tuvo su origen en estudios de crítica textual realizados en el ámbito protestante[2], y ha ganado cierto terreno entre algunos católicos hasta llegar a ser propuesta, a veces, en sermones dominicales, ignorando que así se repiten errores de algunos judíos[3] y de gnósticos como Cerinto y Valentino[4]. Sin embargo, tal interpretación no tiene entre los cristianos otro fundamento[5] que el modo defectuoso de proceder de algunos filólogos cuando estudian los textos sagrados. Resumiré brevemente sus defectos más notables. Ante todo, tienen como norma considerarlos como meros escritos humanos, por lo que tienden a confundir el sentido literal completo con el sentido de su autor humano. Además, propenden a leerlos como textos independientes, separados entre sí, como si se trataran de obras meramente literarias sin conexión entre ellas, en vez de como coordinadas por el inspirador divino. También suelen interpretarlos al margen de la tradición que los ha conservado y hecho llegar a nuestras manos, como si se trataran de monumentos del pasado aislados de la comunidad de los creyentes. Por último, caen en la grave tentación de constituirse en jueces supremos de la verdad de los escritos. No niego la validez de los métodos filológicos para establecer textos e interpretar obras humanas, pero sí su capacidad para determinar el sentido profundo, por ejemplo, de obras filosóficas, y con mayor razón aún, para entender el sentido auténtico de las obras reveladas. Los métodos filológicos son necesarios y útiles, pero no son suficientes ni para filosofar ni para hacer teología. Desde luego, han de ser utilizados para ayudar a establecer racionalmente la letra de los textos sagrados, pero no alcanzan de suyo a entender su espíritu. No es que haya de tenerse miedo a sus procedimientos, a los que con toda serenidad han de someterse los textos recibidos, sino que no puede confiárseles toda la responsabilidad de entender el contenido de lo que supera la mera lógica humana[6].

 

Pero veamos los textos y las razones en que se fundan quienes interpretan el bautismo y la teofanía subsiguiente como la eliminación de una ignorancia de Cristo, justamente la ignorancia de su condición divina.

 

Mt 3, 13: “Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea al Jordán donde Juan, para ser bautizado por él.  14 Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?». 15 Jesús le respondió: «Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia». Entonces le dejó.16        Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él.17 Y una voz que salía de los cielos decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco»[7]. 4, 1. Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo”.

 

Mc 1, 9: “Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. 10 En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. 11 Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco»”. 12 A continuación, el Espíritu le empujó al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás”.

 

Lc 3, 21: “Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, 22 y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: «Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado»[8].

 

Parece que lo que escandaliza a algunos teólogos son los detalles siguientes:

 

1)       que s. Juan el Bautista no quisiera bautizar a Cristo, pues el bautismo iba dirigido a los pecadores, y que, eso no obstante, nuestro Señor se empeñara en ser bautizado por cumplir la voluntad de Dios, con lo que parece que no tenía conciencia de que Él fuera distinto de los demás, y que, en consecuencia, el Bautista sabía más acerca de la dignidad de Cristo que Él mismo.

2)       (y sobre todo) que la teofanía subsiguiente al bautismo parezca ir dirigida, según los sinópticos, a Cristo, que fue quien vio los cielos abiertos, vio al Espíritu descender sobre Él, y oyó las palabras del Padre.

3)       que, inmediatamente después de la teofanía, Cristo fuera llevado por el Espíritu al desierto[9], de donde se deduciría que Él no sabía adónde tenía que ir ni qué tenía que hacer, sino que hubo de aprender del Espíritu Santo el programa de su misión.

 

Como cualquiera puede comprobar por sí mismo, en ninguno de los textos antes citados se dice que Cristo descubriera entonces, por primera vez, su condición de Mesías e Hijo de Dios. Para llegar desde los indicios mencionados a semejante conclusión, sería preciso dar, al menos, estos pasos: (A) considerar estos textos aisladamente respecto del resto del Segundo Testamento; (B) decidir arbitrariamente el sentido de los textos como si fueran meramente humanos, sin atender a todo lo que enseña la letra de las fuentes sagradas y marginando ora los datos de una, ora los de otra, en vez de buscar la armonía de todas; (C) separar la razón de la fe (tanto racional como cristiana), abandonando toda consideración intelectual que supere la discursividad meramente filológica; (D) interpretar los textos dejando por completo al margen la tradición que los escribió, los ha conservado y nos los ha transmitido a nosotros como revelados. Paso a considerar, uno a uno, esos pasos en falso.

 

A. La consideración aislada de los textos

 

El principal y último objetivo de todo intérprete cristiano ha de ser alcanzar el sentido del autor divino de los textos revelados, si es que quiere saber lo que realmente se nos ha revelado, que es la razón de su reverencia por ellos. A ese fin, es decisivo no considerarlos aisladamente, sino tomando en cuenta el conjunto de toda la revelación, puesto que, siendo los autores humanos muchos y muy distintos, y uno solo el inspirador divino, sólo en la concordancia de todos se puede averiguar la integridad del mensaje por Dios revelado.

 

Ahora bien, en el Segundo y último Testamento son muchos los textos que nos indican que Jesús sabía Quién era desde el primer momento de su existencia. Empezaré por los indicios indirectos. Que Jesús fuera el Mesías, el Hijo de Dios, y cuál era su misión lo supieron la Virgen, s. José, los pastores, los magos, Simeón, Ana, Isabel, Zacarías, y los ángeles que le adoraban. Y si Él era superior a todos, o sea, Dios hecho hombre, ¿cómo podría saber alguien más que Él acerca de sí mismo? Más aún, ¿cómo podrían todos ellos haber sido inspirados a adorar, y haber adorado, a quien no sabía ni siquiera quién era? Sólo se adora a Dios; mas un dios ignorante no es Dios. Pero de modo más contundente, aunque todavía indirecto, los evangelios nos cercioran de que Jesús no necesitaba que nadie le informase sobre los hombres, pues sabía lo que había en el hombre[10]. Si se cree en la divinidad de la persona de Cristo, ¿cómo se podría admitir que supiera lo que son los demás, incluso antes de verlos (por ejemplo, Nicodemo), pero que no hubiera sabido lo que era Él antes de los treinta años? Más chocante aún sería que Cristo dijera de sí: “antes de que existiera Abrahán, Yo soy” (Jn 8, 58), o “el Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30), es decir, declarara su eternidad y su divinidad, y eso lo pudiera haber «aprendido» a lo largo de su vida: si lo aprendió, no era eterno ni Dios; pero si es Dios, eso lo era desde siempre y lo sabía desde siempre, lo cual para su humanidad significa desde el primer momento de su existencia. Y ¿cómo podría creerse con verdad que “nadie va al Padre” si no es por Cristo, camino, verdad y vida[11], si el propio Cristo (el único mediador[12]) hubiera tenido que acceder al Padre y a Sí mismo por medio de otros?

 

Pero en el Segundo Testamento existen, además, pruebas directas de esto que afirmo. Así, en la Epístola a los Hebreos se nos dice que “al entrar en el mundo dijo: sacrificio y oblación no quisiste, pero me has formado un cuerpo. Holocaustos por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡he aquí que vengo –pues de mí está escrito en el encabezamiento del libro– para hacer, oh Dios, tu voluntad!” (10, 5-7). Por tanto, antes de que pudiera hablar con su boca, desde el primer instante, ya sabía Cristo hombre que era el Mesías prometido, y se había ofrecido como oblación voluntaria al Padre por los pecados de los hombres, tal como comenta a continuación esa misma Epístola[13]. Y, además, s. Pedro (Hech 2, 25) nos enseña directamente que Cristo veía de modo permanente el rostro de Dios, cuando inspirado por el Espíritu Santo dijo: “porque dice de él David: ‘Veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que está a mi derecha, para que no vacile’” (Salmo 15, 8). Por eso, a sus doce años, cuando el episodio del templo, Cristo respondió a sus padres, María y José: “¿Por qué me buscabais, no sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). A los doce años, mucho antes de los treinta, Cristo, a través de María la Virgen, ya nos enseña que Dios es su Padre, a diferencia del resto de los israelitas que consideran que su padre es Abrahán[14]. Del único hombre que cabía decir en el Primer Testamento que sería Hijo de Dios era del Mesías, como se dice en el Libro de las Crónicas: «Yo seré para él Padre, y él será para mí Hijo” (1 Cr 17, 13-14), cosa que se nos confirma en Heb 1, 5. La diferencia entre mi Padre y vuestro Padre es recalcada por nuestro Señor de varias maneras (Jn 8, 39 ss.; 20, 17; Mt 6, 9; 15, 13; 26, 50), por lo que, cuando dice que tiene que ocuparse de las cosas de su Padre, está declarándose el Hijo de Dios.

 

En suma, del conjunto de los escritos del Segundo Testamento se infiere que Cristo como hombre sabía desde el primer momento de su existencia humana Quién era.

 

B. La arbitrariedad de la interpretación

 

En cambio, lo que pretenden ciertos intérpretes es que de algunos detalles se infiere lo contrario, a saber, que Cristo descubrió su identidad y su misión a los treinta años, mediante la teofanía que siguió a su bautismo.

 

Nadie niega que existan para nosotros dificultades de intelección en los evangelios, pero todo creyente sabe que esas dificultades son queridas por Dios para que ejercitemos nuestra fe y nuestra inteligencia en buscar lo revelado mediante su concordia y armonía. Ahora bien, –dado que las fuentes de la revelación nos informan claramente de la divinidad y de la sabiduría de Jesucristo– para que los indicios en los que se basan estos endebles teólogos llegaran a fundar, siquiera, una dificultad respecto de su saber humano, haría falta por lo menos que los sinópticos concordaran en afirmar o insinuar que el verdadero destinatario de esa teofanía (del Padre y del Espíritu Santo) era Jesús de Nazaret; no bastaría con que Cristo estuviera presente en la teofanía, sino que haría falta que nos constara que esa teofanía iba dirigida a Él. En tal caso, tendríamos una dificultad para encontrar sentido a la mención de esa teofanía, y sólo a la mención, puesto que, por otros textos, sabemos que Él sabía Quién era desde el primer instante de su concepción. La dificultad, insisto, se reduciría a entender por qué se menciona en el momento de su bautismo esa visión del Padre y del Espíritu –que Cristo tenía siempre–. De manera que ni aún en el caso de que hubiera sido Él el único en haber visto los cielos abiertos los sinópticos darían motivo suficiente para pensar que Cristo ignoraba algo, y menos que ignoraba Quién era. Para tener que pensar esto último con fundamento y coherencia, habría de leerse en los evangelios que el Verbo se encarnó en el instante del bautismo, y no –como, en cambio, nos enseñan[15]– en el instante de su concepción.

 

Muy por el contrario, si se atiende a la descripción de la teofanía en los textos antes citados, se ha de sostener que Cristo no fue ni el único que la vio ni el verdadero destinatario de la misma. En s. Mateo, que nos informa de que Cristo tuvo la visión de la teofanía, las palabras del Padre van dirigidas a otros: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco”, lo cual no podría ser dicho sin que hubiera presentes otras personas distintas de Cristo a las que se destinara esa revelación, pues eso es lo que connota el pronombre «éste». En s. Marcos, las palabras del Padre van dirigidas a Cristo: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”, pero en cambio el modo de decirlo indica que fueron pronunciadas para que también las oyeran otros, puesto que dice “una voz se hizo desde el cielo”, y no «una voz le dijo desde el cielo», en lo que va connotado el carácter compartido de la audición, en contraste con el carácter personal de las palabras que señalan al Padre como su origen y a Cristo como su apelado. Y en s. Lucas no se dice en absoluto que Cristo fuera el sujeto receptor de la teofanía, sino que ésta se produjo abriéndose el cielo, bajando el Espíritu en forma de paloma y oyéndose una voz, es decir, toda ella de modo compartido, no exclusivamente para Cristo; pero en el relato de s. Lucas –admitiendo la lectura más difícil– las palabras que se oyeron desde el cielo fueron las del Salmo 2, 7: “Beni attah ani hayyom yelidtika” (“Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”).

 

Existen, pues, matices diferenciales entre los sinópticos. Según dos evangelistas (Mateo y Marcos), fue Cristo quien vio los cielos abiertos; según el otro (Lucas) esa visión fue compartida. Según dos evangelistas (Marcos y Lucas), Cristo fue apostrofado directamente por la voz del cielo; según el otro (Mateo), Cristo fue presentado a otra u otras personas como el Hijo amado de Dios; pero, incluso los que dicen que fue apelado directamente (Marcos y Lucas), lo dicen de modo que se deduce que la voz que lo apostrofaba fue oída por otros. Tales diferencias no rompen la armonía del relato, sino que completan la información que cada uno proporciona por separado.

 

En efecto, para quienes, como hijos de la Iglesia, creemos que los evangelios son Palabra de Dios, todos estos relatos, a pesar de sus diferencias, tienen que ser verdad hasta en su última tilde. Pues bien, un modo de que lo sean es éste: (a) que si bien Cristo estaba presente en la teofanía y vio los cielos abiertos, esa visión fue compartida por otro u otros, (b) que aunque las palabras del Padre fueran dirigidas directamente a Cristo, el decirlas tenía como propósito informar a otros de Quién era Jesús, por lo que los destinatarios de las mismas eran otros, y c) que –en la hipótesis elegida como más difícil– aunque las palabras del Padre fueran literalmente las que recogen s. Mateo y s. Marcos, su sentido profundo y exacto –y el modo en que lo habrían entendido el o los destinatarios de la teofanía– fuera el que sugiere el Salmo 2, 7 y confirma Heb 1, 5 y 5, 5, es decir, que Cristo no era hijo de Dios en el sentido de una mera criatura o de un protegido especial, sino el Hijo eterno y natural de Dios[16], tal como lo recoge s. Lucas. De modo que, incluso en este último caso, los tres sinópticos coincidirían en afirmar que Cristo fue proclamado por su Padre, y ante otros, Hijo suyo. En definitiva, si Cristo es declarado por los tres sinópticos el Hijo eterno y natural de Dios, no cabe pensar que ellos insinúen que pudiera ni ignorar ni aprender Quién era.

 

Por tanto, los matices diferenciales entre los sinópticos sirven para resaltar aquello de lo que los tres informan en común: (i) la declaración de la filiación divina de Cristo, y (ii) el dato de que esa declaración no iba destinada a informar a Cristo, sino a otros. Si Cristo hubiera sido el único en tener la visión, habiendo sido apostrofado en directo, podría parecer que Él hubiera sido el destinatario de la misma, pero si la visión y la voz fueron presenciadas por otros, entonces hemos de concluir que, según los evangelios, Cristo no era el destinatario de las mismas, pues eso iría diametralmente en contra de su declaración como Hijo eterno de Dios.

 

Es obligado, en consecuencia, distinguir en el relato de los sinópticos entre los destinatarios de la teofanía y la persona apostrofada por la voz que viene de los cielos. Si entendemos por destinatarios a aquellos a los que pretendía informar la teofanía, porque ignoraban Quién era Jesús, entonces los destinatarios han de ser los otros, no Cristo, a no ser que previamente, y sin ningún fundamento escriturístico válido, el intérprete haya decidido, por su cuenta, que Cristo tenía que ignorar Quién era. Por el contrario, para quien lee los evangelios aceptando todas sus enseñanzas, la concordia de todos los datos se alcanza cuando se entiende (a) que Cristo, que era el Hijo de Dios, no asistió a la teofanía, sino que formó parte activa de ella, siendo señalado por la paloma que se posó sobre Él y por las palabras del Padre como miembro de la Trinidad Santa; (b) que, en consonancia con eso, los cielos fueron abiertos por la Trinidad que se manifestaba, y, por tanto, también por la persona de Cristo; (c) que, al decir que Cristo los vio abiertos, se nos informa de que en su humanidad contemplaba en ese momento al Padre y al Espíritu, pero no que fuera la primera ni única vez que ella así los viera[17]; y (d) que las palabras del Padre iban dirigidas a manifestar a su Hijo a los asistentes.

 

En conclusión, si se atiene uno a la literalidad de los sinópticos en este punto, para poder introducir la sospecha de que Cristo fuera el destinatario de la información proporcionada por la teofanía, sería necesario hacer caso omiso de la debida unidad y concordancia de los textos, y que, por el contrario, el intérprete decidiera imponer sus criterios a la literalidad íntegra del texto sagrado, eligiendo quedarse con lo que arbitrariamente favorezca la propia y particular interpretación. Pero eso equivaldría a decir que la verdad de lo que ocurrió no estaría en el texto revelado, sino en el intérprete, lo que, aparte de un claro abuso interpretativo, es por completo inadmisible para quien cree que el texto está inspirado por Dios.

 

Por otra parte, aquel que busque sinceramente la verdad revelada no podrá menos de tener en cuenta lo que al respecto se nos dice en el evangelio de s. Juan, quien –por inspiración del Espíritu Santo– nos aclara que, después de que los sacerdotes y levitas, mandados por los fariseos, le preguntaran al Bautista si era el Mesías, él lo negó y les anunció que en medio de ellos había uno que había de venir detrás de él, pero que existía antes que él, y al que no era digno de desatar la correa de las sandalias; a lo que añade:

 

Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que ha sido puesto delante de mí, porque existía antes que yo. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: "Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo." Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios[18]». (Jn 1, 29-34).

 

El Bautista, según sus propias palabras, vio descender al Espíritu Santo como paloma sobre Cristo, por tanto es testigo de la teofanía. Más aún, a él se le había anunciado previamente que ése sería el signo de identificación del Mesías, por lo tanto el destinatario de la teofanía no era Cristo, sino el Bautista, y los que creyeran en su testimonio. El texto nos sugiere, incluso, que también el Bautista oyó las palabras del Padre, puesto que su testimonio no afirma sólo «éste es el que bautiza en el Espíritu», sino que Cristo es el «Hijo de Dios»[19], tal como nos notifican los sinópticos que había dicho la voz del cielo. El evangelio de s. Juan nos informa, pues, de cuál es la fuente humana por la que conocemos los detalles de esta teofanía[20], a saber, Juan el Bautista, así como de que él era el destinatario de la misma, y no Cristo, aunque, por supuesto, también nuestro Señor formara parte de ella. No es, por tanto, Cristo quien por medio de la teofanía vino a saber Quién era, sino Juan el Bautista, que repite en el texto por dos veces: «yo no le conocía», y que, una vez visto el signo, dio testimonio de Él.

 

Y eso tiene, además, que ser así, porque la mencionada teofanía es trinitaria[21], no es teofanía sólo del Padre y del Espíritu, sino también de Cristo o Verbo encarnado, razón por la que el Espíritu se posa sobre Él y el Padre lo declara miembro de la Trinidad en calidad de Hijo suyo. Salvo que se piense, absurda e inadmisiblemente, que la teofanía de la Trinidad lo era para la Trinidad, esa teofanía lo había de ser para alguien que no era miembro de la Trinidad, pero sí elegido por ella, y para el que tenía sentido esa revelación, o sea, para Juan el Bautista y, mediante su testimonio, para todos los creyentes en Cristo.

 

Una vez aclarado el núcleo de la cuestión, podemos volver la atención a los otros dos detalles de los sinópticos que, páginas arriba, dijimos parecían escandalizar a algunos intérpretes del bautismo del Señor.

 

Con respecto a la insistencia de Cristo en ser bautizado por Juan y la renuencia de éste a hacerlo, después de lo dicho queda claro que no se debió a que nuestro Señor se considerara pecador o desconociera la divinidad de su persona, sino a su decidida voluntad de bautizarnos, a Juan y a nosotros, en el Espíritu Santo y en el agua. De manera que la posible dificultad que entraña el pasaje en que se basan estos débiles teólogos no induce a sospechar de la sabiduría divino-humana de Cristo, sino a que nos cuestionemos por la sabiduría del Bautista. Según s. Mateo, el Bautista había reconocido a Cristo antes de bautizarse y se oponía a hacerlo, porque sabía que era más bien Jesús quien lo debía bautizar a él; por lo tanto, el evangelista nos dice que lo había reconocido como el Mesías antes de la teofanía, pero en tal caso parece que ésta habría sido superflua para él. Es Juan quien nos plantea dificultades, no Cristo.

 

Pero también el evangelio de s. Juan nos alecciona suficientemente sobre lo que sabía el Bautista. Antes de encontrarse con Jesús, el Bautista sabía que tras de sí había de venir otro, que estaba ya en medio del pueblo, aunque los judíos lo desconocían, del cual era él el precursor, porque bautizaría como él, pero no con mera agua, sino con el Espíritu Santo[22], y cuyas sandalias no era digno de desatar, y que, aunque viniera detrás de él, le precedía en dignidad y jerarquía[23]. Por tanto, no sólo sabía de sí mismo que era el precursor del Mesías, sino también que el Mesías era Jesús. En ese sentido, no dice que él no supiera Quién era el que había de venir, sino “vosotros no lo conocéis” (Jn 1, 26), palabras que sugieren, obviamente, que él sí lo sabía. ¿Cómo podría pensarse que santa Isabel y san Zacarías no hubieran comunicado a su hijo la gran noticia que ellos vinieron a conocer por la visita de María (con Cristo en su seno) y la inspiración del Espíritu Santo? El Bautista sabía que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, pero lo sabía por fe. Con todo, habiendo vivido en el desierto, no lo conocía ya físicamente, razón por la que dice por dos veces (vv. 31 y 33) que él no lo conocía, aunque su misión era manifestarlo a Israel, es decir, aunque sabía a Quién tenía que manifestar. Para que pudiera reconocerlo, Dios le había revelado una señal: “aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu”. Pero antes de recibir tal señal, Jesús se le presenta y le pide que lo bautice. Una vez que supo que era Jesús, sabiendo por fe que era el Mesías, Hijo de Dios, Juan se resiste a bautizarlo, y le pide que, por el contrario, sea Jesús el que lo bautice. Resuenan aquí aquellas otras palabras del Bautista recogidas por el evangelista s. Juan: “yo bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí bautiza en el Espíritu”, como si dijera: yo bautizo sólo con agua, mientras que tú bautizas con el Espíritu, ¿cómo voy a bautizarte a ti con agua, que no tienes pecados?, ¡bautízame tú a mí con el Espíritu que te ha sido dado! Parece que Juan porfía, pero Cristo le indica que debe hacer lo que Él le pide, porque así llevarán a cumplimiento toda justicia, y el Bautista le obedece, recibiendo como premio algo que él no se esperaba: la manifestación sobrenatural y directa de la divinidad de Cristo.

 

Por tanto, si coordinamos lo que nos enseña el Espíritu Santo por s. Mateo y lo que nos dice por medio de s. Juan, podemos deducir que el Bautista reconoció físicamente a Jesús o bien porque Él mismo se presentó o bien porque otros se lo dijeron, pero, en cualquier caso, este primer reconocimiento lo hizo según la fe, que en él era bien grande, puesto que le bastó para saber que era el Mesías, y para negarse, por respeto, a bautizarlo. En cambio, al subir Jesús del agua y producirse la teofanía, Juan el Bautista vino a saber eso mismo pero por visión. La diferencia entre la fe y la visión es la que hay entre ésta y la vida futura[24], sin embargo a algunos se les revela Dios excepcionalmente en esta vida mediante visión espíritu-corporal[25], como fue el caso de Moisés, de Elías, y de los apóstoles en el Tabor. A Juan el Bautista también se le reveló y trinitariamente. De este modo, fue Cristo quien lo convirtió en testigo directo de su divinidad. Hasta ese momento había sido precursor mediante la fe, en ese momento recibió el don de poder dar testimonio fehaciente de la divinidad de Cristo, no sólo por haber visto cumplida la señal que se le había dado, sino también por haber asistido al testimonio del Padre y del Espíritu. No es, pues, el bautismo de Juan el que enseña a Cristo Quién es, sino la teofanía trinitaria, producida por el bautismo en el Espíritu, la que manifiesta en visión a Juan Quién es Cristo. Cristo bautizó a Juan –tal como él le pidió– cuando le mostró su condición divina, y así lo convirtió en su heraldo, de modo que pudo testificar como testigo que Jesús era el Mesías, Hijo de Dios, no por haberlo oído y creerlo, sino por haber visto y oído en directo el testimonio divino. Desde entonces Juan no fue un testigo de Cristo según la fe, sino según la visión. Lo mismo que los apóstoles, a diferencia de nosotros, fueron testigos de la resurrección de Cristo por haberlo visto muerto y resucitado, así Juan es testigo de Cristo por haber creído en Él y por haber asistido al testimonio del Padre y del Espíritu. No olvidemos que “nadie más que el Padre puede mostrar al Hijo, pero nadie más que el Hijo puede mostrar al Padre[26], y con Él a Sí mismo y al Espíritu.

 

Todo esto nos lo explica con detalle el evangelio de s. Juan 5, 31 ss., en donde, primero, Cristo nos recuerda algo de sentido común: los testimonios se dan acerca de otros y ante terceros. Si yo diera testimonio de mí, mi testimonio no sería verídico. Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es verdadero el testimonio que da de mí”. A continuación, nos recuerda que el Bautista dio testimonio de Él ante terceros: “Vosotros mandasteis delegados a Juan, y él dio testimonio de la verdad” (v.33). Sin duda se refiere directamente al testimonio, dado ante los fariseos, de que él no era el Mesías, y también de que detrás de él iba a venir uno, que ya estaba entre ellos, y que era mucho más que él; pero indirectamente (por lo que sigue) alude al testimonio completo de Juan el Bautista, a saber: que era el Hijo de Dios. Sin embargo, Cristo nos enseña que el testimonio de Juan no hubiera sido suficiente por sí mismo, porque “Yo no recibo testimonio de un hombre” (v.34), y como dice un poco más adelante, “Yo no recibo gloria de los hombres” (v.41); es decir, la divinidad de su persona no puede ser revelada por hombre alguno, sino que son las obras que Él mismo y el Padre hacen los que dan testimonio de ella (vv. 36-37). Con esto no afirma que el testimonio de Juan no fuera cierto, sino que han sido Él mismo (con su presencia corporal), el Padre (con su voz[27]) y el Espíritu (con su descenso) los que han informado a Juan de la gloriosa divinidad de Jesús.

 

De todo lo anterior se deduce, pues, que la teofanía fue un don otorgado a Juan para colmar su fe con la visión, y para que pudiera llevar a cumplimiento su misión de testigo en sentido pleno. Por tanto, la teofanía del bautismo se hizo para el Bautista, y para los que creyeran en su testimonio, y la hizo la Trinidad entera, el Padre, Cristo y el Espíritu.

 

Por último, en cuanto al tercer detalle que parecía avalar la tesis de la ignorancia de Cristo, también es fácil descubrir que se trata de una dificultad aparente, porque el que Cristo fuera arrebatado por el Espíritu no significa que Él empezara a saber entonces lo que tenía que hacer, sino que sabiéndolo y pudiéndolo todo[28] en su naturaleza humana, no lo sabe todo ni lo puede todo por su naturaleza humana, sino por los dones del Espíritu que en su humanidad habita, como veremos que nos enseña la Santa Madre Iglesia.

 

En consecuencia, la teofanía del bautismo no tiene como destinatario a Cristo, quien, desde luego, ve siempre los cielos abiertos y los vio también en aquel momento, sino a Juan el Bautista, y a los creyentes por su medio. Nuestro Señor nos lo aclara con motivo de otra teofanía, cuando la gente pensaba que una voz venida del cielo iba dirigida a Cristo: “no por mí se ha hecho esa voz, sino por vosotros” (Jn 12, 30). En el caso del bautismo es el Bautista quien nos lo explica: “Yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Jn 1, 34), luego no sólo vio al Espíritu Santo descender sobre él, sino que oyó las palabras del Padre que lo certificaban como su Hijo bienamado.

 

Creamos, pues, lo que nos dice el texto revelado: que Cristo vio los cielos abiertos, vio al Espíritu descender de los cielos, y oyó la voz del Padre tras su bautismo. Pero no digamos ni creamos lo que no dice: que fuera ésa la primera vez que los vio y oyó, pues –por el contrario– el Segundo Testamento nos enseña que Cristo tiene una constante visión cara a cara del Padre. Ya se ha indicado que tanto el evangelio según s. Juan como los sinópticos nos enseñan que sólo el Padre conoce al Hijo y sólo el Hijo conoce al Padre (Jn 1, 18; Jn 6, 46; Mt 11, 27; Lc 10, 22), pero s. Juan nos indica, además, el modo como Cristo conoce al Padre: “Como me conoce el Padre, también conozco yo al Padre” (Jn 10, 15). Ahora bien, el Padre conoce a Cristo ab aeterno, luego Cristo lo conoce ab aeterno, el Padre conoce a Cristo enteramente, como Hijo suyo e Hijo del hombre, luego Cristo lo conoce enteramente como su Padre eterno y como creador de su humanidad; el Padre conoce a Cristo siempre, luego Cristo también lo conoce siempre. Y lo dicho vale incluso para la humanidad de Cristo, porque Cristo conoce al Padre justo como s. Pablo nos dice que será para nosotros la vida eterna: “Pues ahora vemos como por un espejo enigmáticamente, pero entonces lo haremos cara a cara, ahora conozco parcialmente, pero entonces conoceré como soy conocido” (1 Co 13, 12). Es decir: Cristo, también como hombre, conoce al Padre como es conocido por el Padre, y eso significa que lo ve cara a cara permanentemente, de lo contrario no podría hacer siempre su voluntad ni decir siempre lo que oye cabe el Padre[29].

 

C) La irracionalidad de la interpretación

 

El supuesto del que se parte en la interpretación del bautismo y la teofanía por parte de ciertos predicadores y teólogos católicos –a quienes va dirigido este escrito–, es el de que ellos creen que Jesús es realmente el Hijo de Dios. Si se tratara de personas que no creen en la existencia de Dios o que no confiesan que Cristo es Dios, no sería de extrañar que, dejando al margen todos los datos revelados, pensaran que fuera a partir de ese momento cuando Jesús «se creyó» ser el Mesías. Pero lo verdaderamente absurdo es que quienes confiesan que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, sostengan, al mismo tiempo, que no supiera que lo era hasta el bautismo u otro momento dado de su vida posterior al de su concepción.

 

Y, sin embargo, ése es el caso: que algunos que dicen creer en la divinidad de Cristo le niegan el saberlo hasta que se le reveló en esa teofanía. Como ya se ha indicado, si lo ignoraba, no era Dios, pero si hubiera llegado a saberlo tampoco podría serlo, puesto que en Dios no cabe el devenir, el llegar a ser o saber. Por otra parte, ¿cómo habrían podido el Padre y el Espíritu dar tal noticia a Cristo? Estos incautos intérpretes creen, implícitamente, que el Padre y el Espíritu Santo pueden y tienen que enseñar algo a Dios Hijo, pero, si fuera así, el Hijo no sería Dios. Lo que vienen a decir, sin saberlo ni quererlo, es que Dios descubre algo a Dios. Esto es tan absolutamente contradictorio que descalifica por completo a quien lo diga: los únicos que no saben lo que son ni lo que dicen son los que afirmen que Dios no sabe que lo es.

 

Tampoco se sabe por qué estos intérpretes dicen sólo que Cristo adquirió conciencia de lo que era en el bautismo y no que fue engendrado en ese momento por el Padre, tomando al pie de la letra la variante elegida del texto de s. Lucas (“Yo te he engendrado hoy”), puesto que no es menor el error que propugnan: tan contradictorio es que el saber eterno empiece a saber como que comience un ser eterno. Decir que Cristo no fue Dios hasta el momento del Bautismo, o, lo que es equivalente, que la encarnación no se produjo hasta ese momento sería, desde luego, absurdo[30] y absolutamente falso, por ir contra los datos de la revelación[31], pero, si es que cabe –y si se me permite comparar absurdos–, sería un poco menos absurdo: por lo menos no se incurriría en el sinsentido de proponer que quien es Dios no lo sepa.

 

Por consiguiente, el más alto uso de la razón humana, la fe racional, nos cerciora de que Dios –y Cristo lo es– no puede ni necesita aprender nada, porque es omnisciente.

 

Pero, si estos intérpretes son, como dicen, creyentes, quizás haya algún otro matiz al que pretendan referirse. En efecto, aun siendo creyentes en la divinidad de Cristo, quizás intenten decir que Cristo, en cuanto que Dios, no ignoraba Quién era, pero que esa ignorancia le afectó sólo a su naturaleza humana, de manera que, según ellos, habrían sido la voz del Padre y la unción del Espíritu los que informaron a Jesús-hombre de que era Dios. Pero, ¿y qué hay del Verbo divino, que es el que asume esa naturaleza humana?, ¿no tendría que haber «informado» de nada a su naturaleza humana en el mismo instante en que la asumió? Afirmar que no lo hizo sería ofender gravísimamente al Verbo, pues habiendo unido consigo su naturaleza humana de la manera más íntima que Dios puede hacerlo, no le habría comunicado lo que comunicó a otros muchos –incluidos nosotros, que sabemos desde niños que Cristo es el Hijo de Dios encarnado–, por lo que, de modo inadmisible (por contradictorio), durante treinta años habría separado sapiencialmente de su propia persona (Palabra, Entendimiento y Sabiduría) a la naturaleza que había asumido personalmente. Y, a la vez, afirmar eso sería ofender gravísimamente a la humanidad del Verbo, pues nada habría en la creación entera que, siendo más y teniendo mayor sabiduría, ignorara algo que menos debiera dejar de saber, es decir: nada habría habido más ignorante en toda la creación que la naturaleza humana de Cristo antes de su bautismo.

 

Todavía se podría intentar decir que sí, que efectivamente a Cristo le correspondía saberlo todo, incluso en su naturaleza humana, pero que, como se hizo en todo semejante a nosotros, se hizo ignorante como nosotros. Sin embargo, lo mismo que el Verbo al hacerse hombre no dejó de ser Dios, así, al hacerse como nosotros, su naturaleza humana no perdió la perfección que le era y es inherente. Quien piense que Cristo se hizo ignorante no se da cuenta de que el saber no es lo mismo que el comer o el sentir cansancio. El Verbo puede sentir cansancio en su naturaleza humana, puede incluso morir sin dejar de ser Verbo, pero no puede ignorar nada, aunque sea según su naturaleza humana, sin dejar de ser Verbo, puesto que el Verbo es la Sabiduría de Dios. No digo con esto que la naturaleza humana de Cristo se iguale al Verbo divino en el saber, pero sí que recibe de Él todo el saber de que Él mismo la hace capaz, y, desde luego, no ignora nada de lo que una criatura pueda y deba saber, precisamente porque es la sabiduría humana asumida, o sea, porque es el Verbo el que en ella sabe. Téngase en cuenta que ignorar es carecer de los conocimientos debidos, no es la pura nesciencia de algo. Cristo, como hombre, no ignoró nada que ninguna criatura pudiera saber, más aún, sabe más que todas las criaturas juntas: sabe y entiende lo que ninguna otra criatura puede saber ni entender, porque es la sabiduría creada, el verbo del Verbo. Si Cristo, ya antes de nacer, es descrito como aquel que viene a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte (Lc 1, 79), y siendo infante fue llamado “luz para alumbrar a las naciones” (Lc 29, 32), o, como dice s. Juan, “era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, 9), ¿cómo podría iluminar a los demás y permanecer Él mismo a obscuras, sin saber en su humanidad Quién era? No es posible que convivan la luz de Dios y las tinieblas de la ignorancia[32].

 

Pero si alguien insistiera, aún, en el absurdo de que Cristo se hiciera ignorante como nosotros, pero no por necesidad, sino libremente, convendría que se diera cuenta de que eso también carece de sentido, porque no se puede dejar libremente de saber lo que se sabe, dado que la libertad implica ella misma saber: para eso tendría que saberse lo que se quisiera dejar de saber, o sea, no se dejaría nunca de saberlo, sino, en todo caso, sólo de manifestarlo.

 

En resumen, son tres los grados de esta aberración: creer que Cristo es Dios y que, como Dios, ignoraba que lo es; creer que Cristo es el Verbo hecho hombre, pero su naturaleza humana lo ignoraba; creer que Cristo es Dios hecho hombre, y su naturaleza humana lo sabía, pero renunció a saberlo. Las tres versiones son contradictorias: con la naturaleza divina, la primera; con la naturaleza humana asumida, la segunda; con la naturaleza del saber y de la libertad, la tercera. En todos esos casos la fe revelada sería separada –por estos intérpretes– de la razón, o inteligencia humana, a la que ha sido donalmente dirigida por Dios.

 

D) La interpretación privada o al margen de la tradición

 

Como todo católico sabe y nos enseña el Espíritu Santo por s. Pedro, la interpretación de la Sagrada Escritura no es asunto privado (2 Pe 1, 20-21), al arbitrio de la cabeza de cada uno, ni tampoco de los eruditos ni de los teólogos, sino asunto de la Santa Madre Iglesia, de su magisterio ordinario y extraordinario, pues es ella la que está asistida por el Espíritu de Cristo para saber lo que Dios quiere revelar verdaderamente. “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral u escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejerce en nombre de Cristo. Este Magisterio, ciertamente, no está por encima de la palabra de Dios, sino que está a su servicio, no enseñando sino aquello que ha sido transmitido, en cuanto que, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha piadosamente, lo custodia santamente y lo expone fielmente, y todo aquello que propone como revelado divinamente lo extrae de este único depósito de la fe[33]. Por eso he dejado para el final este apartado, porque no se trata aquí de lo que yo piense, sino de lo que enseña la Santa Madre Iglesia. De modo que, aunque todos los razonamientos anteriores son válidos, lo decisivo no es que nos convenzan o no, sino que coincidan con lo que la Santa Madre Iglesia nos enseña, puesto que, como digo, de lo que me ocupo aquí no es de examinar una obra humana, sino de conocer la revelación hecha por Dios mediante los evangelios. Atendamos, pues, al Magisterio de la Iglesia, a cuya exposición voy a proceder yendo de lo más amplio a lo más estricto.

 

Una de las primeras doctrinas establecidas por la Iglesia en su Magisterio extraordinario (Concilio de Éfeso) es la unidad de la persona de Cristo, que Nestorio, por entender que persona y naturaleza son lo mismo, había negado al sostener la existencia de una persona humana junto a la divina. Por el contrario, la Iglesia nos enseña que en Cristo no existe más que una persona, no dos, y ésa es la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios. Ahora bien, todo lo que se dice de un hombre se dice de su persona: se dice que alguien es cojo o ciego, no que la pierna o el ojo que le faltan sea coja o ciega. Lo que, en consecuencia, se diga de Cristo se dice directamente de su persona, o sea, del Verbo. Si se dice que Cristo tuvo hambre, es el Verbo el que tuvo hambre (en su naturaleza humana); si se dice que lloró, es el Verbo el que lloró. Decir que Cristo ignoraba que Él era el Mesías equivale a decir que el Verbo ignoraba que Él se había encarnado para redimir el mundo, lo cual es una blasfemia. No hay dos Cristos, uno divino y otro humano, sino uno solo, de manera que lo que se afirma de Cristo se afirma del Verbo. Por eso, María es la Madre de Dios, porque aunque sea sólo madre del cuerpo de Cristo, es Madre del Verbo en el cuerpo que Él asumió. No se puede decir «Cristo no sabía lo que era ni lo que tenía que hacer antes de los treinta años» sin decir que el Verbo no sabía lo que era o había de hacer. En definitiva, la communicatio idiomatum[34] nos asegura que Cristo no ignoró en ningún momento Quién era.

 

Pero, como ya se ha visto, alguien podría matizar: Cristo no lo ignoraba como Verbo, pero sí como hombre. Es totalmente cierto que también enseña la Iglesia, contra Eutiques, que en Cristo existen dos naturalezas (Concilio de Calcedonia), pero las naturalezas no saben ni obran por sí mismas, las que en verdad saben y obran son las personas mediante su naturaleza, de manera que la naturaleza humana de Cristo no puede saber ni ignorar por separado respecto de la persona del Verbo[35]. No existe ni en el cielo ni en la tierra una unión[36] más alta e intensa que la unión hipostática, y eso implica que no existe una comunicación entre Dios y la criatura más íntima y completa que aquella que obró el Verbo al unir consigo la naturaleza humana. Por esa razón es inadmisible que el Verbo sepa algo que no comunique a su naturaleza humana, o que ésta restrinja en algo el alcance de Su sabiduría[37]. Eso de no saber quién es uno, o lo que hace y dice, es propio de los hijos de Adán y Eva, pero no de la naturaleza humana de Cristo, que es hombre perfecto. Si el Verbo es Dios, sabe que lo es, y ese su saber lo comunica desde el primer instante a su naturaleza humana, desde luego al modo de ésta, pero de manera que el Verbo sabe en su naturaleza humana que es el elegido por el Padre para ser primogénito de toda la creación, como mediador entre la Trinidad y las criaturas.

 

A quien afirma que Cristo durante treinta años no supo Quién era se le pueden aplicar las palabras de Pío XII dirigidas contra ciertos estudiosos de la psicología de nuestro Señor: “Éstos presentan el estado y condición de la naturaleza humana de Cristo de modo que parecen considerarla como un cierto sujeto sui juris, como si no subsistiera en la persona del mismo Verbo” (Enc. Sempiternus rex, II, párrafo 16 )[38].

 

En cambio, lo que el Magisterio ordinario de la Iglesia nos enseña de modo expreso es que Cristo tuvo la visión beatífica en su humanidad desde el primer instante de su concepción[39], y, por tanto, que sabía todo cuanto Dios sabe por lo menos en lo que toca a toda la creación, y, en consecuencia, acerca de sí mismo.

 

A lo anterior se podría objetar que el propio evangelio nos informa de que hay cosas que sabe Dios, pero no las sabe Cristo, como por ejemplo, el día y la hora del fin del mundo. Sin embargo, la Iglesia nos enseña cómo ha de ser entendido eso: “el Hijo omnipotente dice ignorar el día que él hace que ignore, no porque no lo sepa, sino porque no permite en modo alguno que se sepa. / De ahí que se diga que sólo el Padre lo sabe, porque el Hijo consubstancial con Él, por su naturaleza, que es superior a los ángeles, tiene el saber que los ángeles ignoran. De ahí que se puede dar un sentido más sutil al pasaje; es decir, que el Unigénito encarnado y hecho por nosotros hombre perfecto, ciertamente en la naturaleza humana sabe el día y la hora del juicio; sin embargo, no lo sabe porla naturaleza humana… lo sabe por el poder de la divinidad” (S. Gregorio Magno, Epistola “Sicut Aqua”[40]).

 

Más aún, la Iglesia condenó a quienes sostuvieron que la naturaleza humana del Señor ignorara algo. En el s. VI ciertos herejes negaron que Cristo como hombre lo supiera todo, fueron los llamados agnoetas[41], y la Iglesia por voz del Papa s. Gregorio Magno los condenó con estas palabras: “Pero es cosa bien manifiesta que quien no sea nestoriano no puede en modo alguno ser agnoeta. Porque quien confiesa que se ha encarnado la sabiduría misma de Dios, ¿con qué razón puede decir que haya algo que la sabiduría de Dios ignore?... Ahora bien, ¿quién habrá tan necio que se atreva a decir que el Verbo hizo lo que ignora?...¿Quién será tan necio que diga que recibió el Hijo en sus manos lo que no conoce?” (Ep. “Sicut Aqua”[42]). Como es obvio, aun siendo ambas cosas falsas, es mucho más grave decir que Cristo no supo Quién era Él durante años, que decir que no sabía (en cuanto que hombre) alguna cosa concreta, como el día y la hora del juicio. Decir de alguien con uso de razón que es un inconsciente, o que no sabe lo que dice o hace y mucho más lo que es, es una grave ofensa a su racionalidad, y por tanto a su persona, ¡cuánto más al Hijo de Dios, tanto en su naturaleza divina como en su naturaleza humana!

 

¿Cómo podría repetir la Iglesia: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y por los siglos” (Heb 13, 8), si el propio Cristo no hubiera sido el mismo desde el primer instante de su concepción humana, a saber, hombre en todo perfecto? ¿Cómo podría admitirse que Cristo es el mismo, el que es, el que era y el que vendrá omnipotente (Apoc 1, 4; 1, 8; 4, 8), si hubiera experimentado un cambio tan radical como es el de pensarse meramente hombre y descubrir a partir de un momento dado que era Dios? Si le hubiera ocurrido eso, ni podría ser Dios ni podría ser hombre perfecto, tal como lo confiesa la Iglesia. Habiendo puesto el Padre todo en sus manos[43] y habiendo recibido todo poder en el cielo y en la tierra[44], Cristo era omnipotente, pero ¿cómo podría ser omnipotente, si no fuera omnisciente?

 

Y no cabe replicar que, al hacerse libremente en todo como nosotros, se hizo ignorante acerca de Quién era, porque la Santa Madre Iglesia ha condenado expresamente con la autoridad del Papa Pío X la siguiente proposición de los modernistas: “Cristo no siempre tuvo conciencia de su dignidad mesiánica[45], que es precisamente lo que sostiene quien afirme que la adquirió en la teofanía posterior al bautismo, opinión que, por consiguiente, está condenada de modo literal[46].

 

En vez de eso afirmemos, pues, con s. Pedro y con toda la Iglesia: “Señor, tú lo sabes todo…” (Jn 21, 17), y no más en un momento y menos en otro.

 

 

II. El misterio del bautismo del Señor

 

Una vez desechado el falso problema planteado en nuestros días por una mala lectura de los sinópticos, pasemos ahora a la consideración de los misterios. ¿Qué sentido tiene que el que no tuvo pecado alguno[47] se bautizara humillándose junto a los que se reconocían pecadores? Es el mismo misterio que se nos anuncia cuando s. Pablo nos dice que Cristo fue hecho “pecado” por nosotros[48], y el que había predicho el profeta Isaías: “y Dios puso sobre él la iniquidad de todos nosotros” (53, 6).

 

El bautismo tenía un claro sentido de penitencia y arrepentimiento, tanto que Juan el Bautista se resistía a bautizar a Cristo. Sin embargo, Cristo le corrigió con suaves, pero tajantes palabras: «Déjalo ahora», no te opongas a lo que te pido, ni discutas, porque aunque es verdad lo que piensas, es decir, que yo no necesito ser bautizado, no obstante te conviene a ti y conviene que yo libremente me someta al bautismo; aunque no lo entiendas, hazlo, «porque así nos es conveniente que llevemos a su cumplimiento toda justicia». Éstas son las palabras claves del misterio. En ellas el centro de gravedad lo tienen las voces «plerosai» y «pasan ten dikaiosynen». La voz «plerosai» es la misma que utiliza Cristo en el sermón de la montaña cuando dice: “no penséis que he venido a abolir la ley y los profetas, no he venido a abolirla, sino a llevarla a cumplimiento (plerosai)” (Mt 5, 17). En uno y otro caso, de lo que se trata es de consumar o llevar a perfección. Desde luego, en este caso no se habla del cumplimiento de un precepto, pues el bautismo de Juan no era obligatorio, sino de llevar a perfección toda justicia, es decir, toda obra buena[49]. Con esa liberalidad para hacer el bien concuerda la expresión «es conveniente para nosotros», que, a la vez, nos indica claramente que Cristo confirma la postura de s. Juan: no es necesario que Él sea bautizado, pero es conveniente llevar a su perfección toda obra buena, concretamente el bautismo de Juan, que es obra de penitencia.

 

Es patente que al recibir el bautismo de Juan, nuestro Señor lo aceptaba y lo certificaba como obra buena y de justicia, y así lo dijo expresamente[50], pero no se quedaba ahí, sino que al hacerlo lo consumaba o llevaba a plenitud. Se podía recibir el bautismo de Juan de dos maneras: como lo recibieron los demás judíos, es decir, como signo de penitencia y conversión del corazón, o como lo recibió Cristo, a saber, para llevarlo a consumación. Cristo no tenía pecado, pero cuando recibe el bautismo de Juan, que era un bautismo de penitencia, lo transforma. Al aceptarlo lo consuma, añadiéndole algo que no tenía. Juan bautizaba con agua, Cristo bautiza en el Espíritu. El bautismo de Cristo en el agua añade al bautismo de Juan el del Espíritu. De este modo, el bautismo queda consumado como bautismo «en el agua y en el Espíritu», tal como nos enseña Cristo: “el que no renaciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos” (Jn 3, 5). Los santos Padres entendieron así que el bautismo del Señor produjo la santificación del agua en el Espíritu y creó el sacramento del bautismo[51], por eso en el ritual del sacramento se reúnen los dos símbolos, el del agua y el de la unción con el óleo (en el Espíritu). Cristo no recibe por primera vez en su bautismo al Espíritu Santo, sino que muestra, junto con el Padre y el Espíritu, que Él en su humanidad está ungido con el Espíritu de Dios[52], y por ello, en vez de reservárselo para sí, confiere el poder de su Espíritu a las aguas en las que fue bautizado. No recibe, pues, el bautismo porque sea pecador, sino para que nosotros podamos dejar de serlo en virtud de su gracia.

 

Es importante entender eso bien, porque como dije antes, se trata de un misterio profundísimo que se muestra aquí, pero que atañe a toda la obra de Cristo. En efecto, el bautismo es signo manifestativo de la encarnación misma. La encarnación es un descenso del Verbo, y el bautismo es también un descenso, pero de la humanidad asumida por el Verbo. Cristo desciende físicamente, porque el agua de los ríos está más baja que la ribera, de manera que, como dice el Espíritu Santo por s. Mateo, Cristo «subió»[53] del agua después de bautizado. El bautismo es una kénosis de la naturaleza humana de Cristo, que, siendo santa, se sometió a la purificación del bautismo de Juan, pasando por ser un pecador, cuando en realidad era la santidad de Dios, y en vez de ser purificado por el agua, la santificó con el don del Espíritu[54]. Conviene tener esto muy en cuenta para entender debidamente la kénosis del Verbo y la de su humanidad. Lo mismo que el agua no purificó a Cristo, sino que fue asociada por Él con el Espíritu (en el sacramento), así el Verbo no dejó de ser Dios al hacerse hombre, sino que sobreelevó a su humanidad al asumirla, convirtiéndola en naturaleza humana del Hijo de Dios. Su naturaleza humana no dejó de ser humana, pero fue sobreelevada por encima de toda otra creación, como hombre y criatura perfectos, más que perfectos –diría yo–, dado que es el Verbo el que la hace suya y obra en y por ella. Cuando Cristo fue hecho pecado por nosotros, no dejó de ser santo, sino que hizo de nuestro pecado la ocasión para el perdón, la gracia y el amor. Por eso, en la primera parte de este trabajo he afirmado, con la Iglesia, que Cristo incluso como hombre no ignoraba nada, era omnisciente, porque aunque se hizo en todo como nosotros, ese hacerse no le degradaba a Él, sino que nos elevaba a nosotros, creando el don de la fe[55] para nuestro espíritu. No es Cristo el que aprende Quién era, somos nosotros los que recibimos la información de su filiación divina, la cual no destruye a su humanidad, sino que la une consigo por encima de todo entendimiento creado, y la dota de un entendimiento y de una voluntad aptos para el Verbo divino y dignos de Él. Hoy día la fe de algunos se tambalea porque no entienden que la kénosis del Verbo no mengua en nada su divinidad, antes bien sobreeleva su humanidad por encima de todo nombre en el cielo y en la tierra[56].

 

En consecuencia, que Cristo vea los cielos abiertos tras su bautismo no significa que no los viera siempre abiertos, sino que se los abre al Bautista y nos los abre a nosotros. En realidad, Cristo es, Él mismo, la apertura de los cielos, porque quien lo ve a Él ve al Padre[57]. La humanidad de Cristo es el rostro creado de Dios, la expresión o palabra de su Palabra. Él es Dios venido al mundo, Dios dentro del mundo, el creador que entra en la creación, no para dejar de ser Dios, cosa imposible, sino para que el mundo se salve e ingrese en la vida eterna de Dios. La kénosis no es una pérdida para Dios ni para la humanidad de Cristo, sino una inconcebible ganancia donal para toda criatura.

 

Pero, a la vez que un signo manifestativo de la encarnación, el bautismo de nuestro Señor es también un adelanto de su muerte. Aunque externamente la muerte fue una exaltación o elevación del cuerpo de Cristo en la cruz[58], la muerte es el colmo del despojo o kénosis del Verbo[59]. Lo mismo que el que se sumerge en el agua desaparece de la vista de los circundantes, así el que muere queda separado de los que siguen viviendo corporalmente. En la Sagrada Escritura el agua es símbolo de vida, pero también es símbolo de muerte[60]. Las aguas que se abrieron para dejar pasar a los israelitas fueron las mismas que se cerraron para ahogar a los egipcios[61]. Este antagonismo simbólico del agua, que se recoge en diversos pasajes del Primer Testamento, queda unificado congruencialmente por la muerte del Señor, la cual, siendo muerte, fue convertida en vida para nosotros: el agua del bautismo es, simultáneamente, muerte (al pecado) y vida nueva (de Dios).

 

El adelanto de la muerte en el acto de ser bautizado no sólo queda simbólicamente expresado por las aguas en las que Cristo se sumergió, sino también por la pasividad de Cristo al recibir el bautismo. Fue el Bautista el que lo bautizó, lo mismo que fueron los judíos, por mano de los gentiles (romanos), los que lo clavaron en la cruz hasta morir. Cristo no se bautizó a sí mismo, como tampoco se mató a sí mismo. Como predijo el salmista: “en el camino beberá del torrente, por eso levantará la cabeza” (Sal 109, 7). Para beber del torrente es preciso arrodillarse y bajar la cabeza, o sea, humillarse. Cristo se humilló por el hecho de dejarse bautizar, lo mismo que se humilló cuando se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz[62]. ¿Cómo podríamos considerar la muerte como una especial humillación, si no fuera porque a Él no le correspondía morir? De igual modo, ¿cómo podríamos considerar una humillación el ser bautizado con agua, sino porque a Él no le correspondía ser bautizado? Pero Cristo lo hizo todo porque quiso[63], libre y generosamente[64], sin obligación de hacerlo, y con exceso del bien (Suyo) sobre el mal (nuestro)[65].

 

Pero, además, se nos presenta otro misterio. Al poco de ser bautizado, nuestro Señor empezó también a bautizar, de hecho hubo cierto alboroto entre los discípulos de Juan por ese motivo[66], alboroto que Juan atajó de modo indubitable: yo debo disminuir y Él crecer. Sin embargo, el bautismo de Cristo, que era bautismo en el Espíritu, no fue cosa que Él prodigara demasiado en su vida terrenal. Este testimonio sobre la actividad de Cristo como bautista es suficiente para confirmar la doctrina de los Padres de la Iglesia sobre la fundación del sacramento del bautismo por nuestro Señor. Lo que, en cambio, llama la atención es que, aparte de esa ocasión, no vuelve a mencionarse en los evangelios que Cristo se dedicara a bautizar, sino, en todo caso y episódicamente, sus discípulos[67]. Las siguientes alusiones evangélicas al bautismo se refieren ya a la muerte de Cristo[68], a la venida del Espíritu Santo[69], y al mandato de predicar el evangelio y bautizar a todas las gentes[70].

 

Como digo, Cristo no volvió a bautizar en su vida pública, y eso debió  también de crear problemas a los discípulos del Bautista. Éste les había dicho que Cristo iba bautizar en el Espíritu, y así había empezado Él a hacerlo, pero luego lo dejó de hacer. Debieron de preguntarle, ya en la cárcel, que cómo era que Cristo no bautizaba, y cómo, si no bautizaba, sería el anunciado, el que tenía que venir a quitar los pecados del mundo. Juan el Bautista no tuvo duda alguna sobre Cristo, del que había proclamado que era el Hijo de Dios, sino simplemente no sabía qué responder a sus discípulos, dado que su inspiración profética parece no le había enseñado otra cosa sino que Jesús era el Cristo, el que bautizaría en el Espíritu y el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pero no los detalles de su misión. Por eso, les envió directamente a preguntárselo. La respuesta de nuestro Señor[71] va dirigida al Bautista para que sea él quien les aclare a sus discípulos el sentido de Sus palabras.

 

Pues bien, ¿qué sentido tiene que Cristo bautizara al principio, y también sus discípulos, pero luego dejara de hacerlo? Se debe intentar entender ambas cosas, a saber: por qué bautizó y por qué dejó de bautizar, pues los misterios reúnen en sí los extremos que no comprendemos. Entiendo que, entre otras insondables razones, propias de su sabiduría divina, Cristo había bautizado, por una parte, para confirmar el anuncio hecho por el Bautista, dado que éste había predicho que tras de él vendría el Mesías, que bautizaría en el Espíritu Santo; y, por otra, para que sus propios discípulos (en su momento) supieran a qué bautismo se referiría cuando los enviara al mundo universo a bautizar a todo el que creyere. Sin embargo, parece que Cristo dejó de bautizar, más o menos, cuando Juan dejó de hacerlo, al ser encarcelado. Por eso, cuando envió a los doce[72] y también a los setenta y dos[73], no les ordenó bautizar, sino anunciar que el reino de Dios había llegado y estaba cerca. Y, por lo que se infiere de los evangelios, ni siquiera mandó bautizar hasta después de su muerte y resurrección, cuando el bautismo simbólico ya había sido plenificado por el bautismo de su sangre. No digo que los bautismos administrados por Cristo y, con su consentimiento, por sus discípulos, durante su vida no fueran plenos –que sin duda lo fueron por adelanto de Su gracia redentora–, sino que el bautismo que Cristo iba a inaugurar era el de su muerte[74]. De manera que Cristo adelantó su muerte simbólicamente en el acto de descender al Jordán y ser bautizado por Juan, pero, de modo paralelo, ese bautismo quedó consumado, finalmente, en la cruz.

 

Nos encontramos aquí con el misterio de cómo hace Dios entrar en el tiempo lo que está por encima de todo tiempo, es decir, con el misterio de la economía divina de la salvación. En concreto, es un misterio para nosotros cómo se integran los tiempos en la vida de Cristo. ¿Quién duda de que los pecados que perdonó durante Su vida mortal quedaran perdonados para siempre? Ahora bien, todos somos perdonados en virtud de la pasión y muerte de Cristo[75], pero Cristo perdonó esos pecados antes de morir, ¿cómo entenderlo? –Pues porque la muerte de Cristo obraba ya durante su vida terrenal[76] y le permitía ser mediador en todo momento. De ahí que también pudiera bautizar antes de morir[77]. La unidad de la vida de Cristo se fragmentó en su exposición temporal para hacerse semejante y asequible a nosotros, pero su intensidad es total desde el primer momento hasta el último: en cada acto de la vida de Cristo está la intensidad íntegra de su entrega, que se inicia en su concepción y se acaba en la cruz. Cada instante de su vida fue plenamente redentor, si bien en su exposición histórica ante nosotros sólo el último lo fue consumadamente. Por eso, se equivocan de plano quienes, para hacerlo semejante a nosotros, reducen el saber o el poder de su humanidad. En el niño reclinado en el pesebre está todo el poder y el saber del Hijo de Dios, aunque nosotros lo veamos indefenso e infante. Cristo fue desgranando en el tiempo la plenitud de su vida, de tal manera que ella no se incrementó ni disminuyó en ningún momento, aunque su expresión externa, su manifestación para nosotros, sí fuera creciente: el silencio del niño-Dios está tan lleno de sabiduría como el “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Para nosotros, cada palabra y cada acción de Cristo es una nueva enseñanza divina, pero Cristo es, por igual en todos los casos, la Palabra, aquella Palabra que hace lo que dice.

 

La pedagogía divina de Cristo quiso inaugurar el bautismo al principio de su vida pública, tomándolo sobre sí para llevarlo a perfección, y dispensándolo a otros, por un tiempo, para que sus discípulos supieran que Él era el anunciado por Juan, y que ellos habían de ser los futuros dispensadores del bautismo cristiano. Cesó, sin embargo, en su práctica de bautizar, para mostrar la diferencia de su bautismo con el de Juan: el bautismo de Cristo se cumple en Su muerte, una muerte cuyo amor ha de incendiar el universo. Como dice Tomás de Aquino, aunque Cristo creó el sacramento (y bautizó) antes de su muerte, el bautismo cristiano no fue universalmente preceptivo hasta después de su muerte[78]. El bautismo cristiano es símbolo de la muerte de Cristo, y un símbolo que hace lo que significa: nos hace morir al pecado y vivir para Dios. El agua del bautismo cristiano no opera una purificación externa ni humanamente simbólica, sino que obra en nosotros la muerte con Cristo, la participación en su humillación, pero de tal modo que, en vez de destruir nuestra vida, la hace renacer en el Espíritu[79]. Lo incruento de esta participación señala el carácter donal de la vida que nos comunica, pero también en nuestro caso –con la excepción de María y de los últimos– ese don es llevado a consumación cuando morimos corporalmente con Él.

 

Una ulterior profundidad de este misterio nos es revelada por el Espíritu Santo a través del discípulo amado: “Cristo vino por el agua y la sangre, no sólo en el agua, sino en el agua y la sangre; y es el Espíritu el que testifica que es la verdad. Porque son tres los que dan testimonio, el agua, la sangre y el Espíritu, y estos tres son uno” (1Jn 5, 6-7).

 

En este texto resuenan las palabras del Bautista: “yo bautizo con agua, pero el que ha de venir detrás de mí…os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” (Mt 3, 11; Lc 3, 16). Cristo no desecha el bautismo de Juan, lo mismo que no desecha a la humanidad caída, es decir, no desecha lo que Él había creado e inspirado, antes bien lo une consigo y le comunica, por don misericordioso, el poder del Espíritu. Pero el misterio estriba en que son tres los que dan testimonio.

 

Hemos visto que el bautismo es signo de la encarnación, y en la encarnación tenemos tres: el agua pura de la carne fecundable de María, el alma humana de Cristo, creada directamente por la Trinidad, y simbolizada por la sangre –que en la Sagrada Escritura es símbolo del principio de la vida[80]–, y el Espíritu Santo que hace fecunda la carne de María[81], formando un cuerpo que, unido al alma, integra la humanidad asumida por el Verbo. Las tres cosas acontecen a la vez y son sólo una: la humanidad tomada de María, formada por el Espíritu (en el cuerpo), y creada por la Trinidad (en el alma), que fue asumida personalmente por el Hijo de Dios.

 

Pero el bautismo es, a la par, un adelanto de la cruz, en la cual también tenemos los tres testigos: el cuerpo de Cristo que muere, el alma entregada al Padre, así como la exhalación del Espíritu[82] en el instante de la muerte. El cuerpo muerto y el alma entregada son simbolizados por el agua y la sangre que salen del costado de Cristo[83]. De manera que también aquí tenemos tres que son uno: Cristo que muere en su humanidad. Cristo, al igual que no desecha la humanidad caída ni el agua del Bautista, tampoco desecha la muerte, castigo del pecado: la toma sobre sí y la convierte en el acto de amor supremo, en el bautismo de fuego o del Espíritu, que había venido a traer al mundo[84].

 

En cambio, en el bautismo de Cristo en el Jordán tenemos el agua y el Espíritu, pero ¿dónde está la sangre? Puesto que el agua es el elemento que está fuera y en torno a su cuerpo, y el Espíritu está en y sobre el alma humana de Cristo, la sangre está en este caso representada por la carne viva de Cristo. Estos tres no parecen uno, y sin embargo lo son: son la humanidad asumida que actúa al unísono en la creación de un sacramento, del primer sacramento, que reúne en sí el agua, la sangre y el Espíritu, como dice s. Ambrosio: “Y por eso leíste que los tres testigos son uno en el bautismo, el agua, la sangre, y el Espíritu; porque si quitas uno de los tres, no se sostiene el sacramento del bautismo. Pues ¿qué es el agua sin la cruz de Cristo? Un elemento común, sin efecto sacramental alguno. Ni, a su vez, sin el agua existe el misterio de la regeneración: ‘Pues si alguien no renaciere por el agua y el Espíritu no puede entrar en el reino de Dios’ (Jn 3, 5). También el catecúmeno cree en la cruz del Señor Jesús con la que él se signa, pero, si no fuere bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no puede recibir la remisión de los pecados ni beber el don de la gracia espiritual[85].

 

Los tres testigos se hallan, por tanto, en la concepción, en el bautismo, y en la muerte de Cristo, y éste es su testimonio: “que Dios nos ha dado la vida eterna, y que esta vida reside en su Hijo” (1 Jn 5, 11). En efecto, la concepción, el bautismo y la muerte de Cristo son, cada uno, el comienzo de las tres grandes iniciativas en la acción redentora de Dios: hacerse hombre, entrar en nuestra vida de hombres pecadores (bautismo), y morir por nosotros, para asociarnos a la Suya. De manera que esas tres iniciativas nos cercioran de que Jesús, el Hijo del hombre, es también el Hijo de Dios que ha sido entregado por el Padre para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna[86]. Lejos de ser la confesión de una debilidad de Cristo, el bautismo es, por consiguiente, una revelación del Brazo de Dios[87], o sea, del redentor y Mesías prometido.

 

 

III. Conclusión

 

Los misterios sobrepasan nuestra comprensión, pero no anulan, sino que incrementan nuestra inteligencia cuando se la sometemos, y el bautismo del Señor, como misterio que es, ilumina nuestra existencia cristiana.

 

Por su vinculación con la encarnación, el bautismo de nuestro Señor es una manifestación simbólica de ese misterio, y precisamente por eso fue seguido de una teofanía trinitaria en la que el Padre y el Espíritu junto con Cristo le mostraron al Bautista Su condición de Hijo de Dios hecho hombre. A lo que conviene añadir que los actos simbólicos que realiza Cristo no son como los nuestros, sino que obran en los demás lo que simbolizan, por eso su bautismo en el Jordán es también donante de su gracia, no recepción pasiva, sino creativa donación (sacramento) y revelación (teofanía).

 

Por su vinculación con la muerte de Cristo, el misterio del bautismo del Señor pone de manifiesto la naturaleza de todos los sacramentos, que nacen de la cruz. Los sacramentos –sin entrar en mayores detalles– son, todos ellos, (i) una humillación del Verbo, (ii) una manifestación de su naturaleza divina, única que no por humillarse se pierde, y (iii) una sobreelevación donal para nosotros, que somos incluidos por su medio en la vida divina. Al ser el cuerpo de Cristo el que santifica las aguas, convirtiéndolas en signo de su muerte y plenificándolas con el don del Espíritu, se nos hace inteligible que un rito aparentemente externo pueda conferir ex opere operato la gracia, porque lo que nos salva no es lo que hacemos los hombres, sino lo que hace Cristo. Tanto es así, que el bautismo, al tenerle a Él por autor, puede ser administrado por cualquiera que observe la forma del rito y tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia, y, gracias a la iniciativa donal de Cristo, puede ser administrado, según la tradición, incluso a los niños. El bautismo no obra, pues, la gracia por razón de nuestros méritos o aptitudes, sino por la mediación de ese trío: el agua, la sangre y el Espíritu, los cuales son uno en la humanidad asumida de Cristo y entregada en la cruz, y dan testimonio de que Cristo es el Hijo único de Dios.

 

Por sí misma, la humillación que lleva consigo el bautismo de Cristo nos indica la inmensidad del don que implica el descenso del Verbo al tomar la forma de siervo, pero al mismo tiempo nos cerciora de que nada pierde el Verbo, ni de su divinidad, al hacerse hombre, ni de su humanidad asumida, al hacerse semejante a nosotros. Por eso, como enseña el magisterio de la Iglesia, se equivocan de modo tan grave los que creen, falsamente, que Cristo descubrió entonces su divinidad. Uno de los más claros indicios de la divinidad de Cristo es la congruencia de todo cuanto hace y dice. Que fuera bautizado por Juan era enteramente congruente con su divinidad donante y con su humanidad redentora, y sumamente convenientepara nosotros: de ello salió beneficiado Juan, que tuvo la visión de una teofanía trinitaria, a la vez que fue confirmado como el primer testigo humano de Cristo ante el resto de la humanidad; salieron beneficiados los discípulos de Juan, que conocieron al Mesías por su testimonio; pero también salimos beneficiados nosotros, pues desde entonces el agua quedó incorporada al primero de los sacramentos, el sacramento del bautismo. Su bautizo por Juan muestra también la congruencia de toda la vida de Cristo: empezó su vida pública no haciendo milagros, sino humillándose entre los pecadores a los que había venido a salvar, e indicando de ese modo cuál sería también el final de la misma, la humillación de la cruz. Toda su vida terrena queda compendiada en la humillación[88]: humillación del Verbo, al hacerse hombre, y humillación de su humanidad, al hacerse como nosotros. Pero lo mismo que Cristo se bautizó entre los pecadores sin serlo, así vivió como los demás hombres sin ser un hombre como los demás, sino hombre y criatura perfectos. Y, sólo por razón de la perfección de su divinidad y de su humanidad, todas sus humillaciones son dones que abren el camino a nuestra salvación y coronarán la bienaventuranza de los que no se escandalicen en ellas[89].

 

 

 

 

 

 

 



[1] G. Marcel, El misterio del ser, Buenos Aires, 1964, 171-172; V. Possenti, Terza navigazione, Roma, 1998, 302-303.

[2] Cfr. O. Holzmann, Leben Jesu, Tübingen, 1901, 105-108; J. Wellhausen, Das Evangelium Marci, citados por Adriano Simón, Praelectiones Biblicae, Novum Testamentum I, Turín, 41930, 227.

[3] En el Diálogo con Trifón, s. Justino pone en boca de Trifón la opinión de que el Mesías no se conocería a sí mismo hasta que viniera Elías a ungirle y a manifestarlo al mundo (n. 8 [3], trad. de D. Ruiz Bueno, B.A.C., Madrid, 1954, 316).

[4] Cerinto sostenía que Jesús y el Cristo eran dos personas distintas, Jesús era hombre, Cristo era un eón mediador entre los dioses y el mundo. En el bautismo el Cristo se habría unido con Jesús, y habría permanecido con él hasta que antes de su muerte lo abandonó. Con variantes gnósticamente más detalladas, Valentino decía algo parecido (Cfr. B. Llorca, Historia de la Iglesia Católica, I, Madrid, 1976, 219-221).

[5] Como dice Benedicto XVI “Una amplia corriente de la teología liberal ha interpretado el bautismo del Señor como una experiencia vocacional… en ella habría tomado conciencia de una especial relación con Dios y de su misión religiosa… Pero nada de esto se encuentra en los textos” (Jesús de Nazaret,  trad. por C. Bas Álvarez, La esfera de los libros, Madrid, 2007, 46).

[6] Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Prólogo, 11-20.

[7] En general, he tomado las traducciones a partir de la traducción al español de la Biblia de Jerusalén (1998).

[8] La lección más segura del pasaje es ésta: “Tú eres mi hijo amado, en ti me he complacido”, es decir, lo mismo que en s. Marcos. Sin embargo, ciertos manuscritos y Padres de la Iglesia ofrecen la lección que recoge la Biblia de Jerusalén en su versión española (que no en la original francesa de 1956), y la he mantenido sólo por ponerme en el peor de los casos, eligiendo entre las versiones probables la más difícil, a fin de poner a prueba que, aún leído el texto así, sería armónico con todos los otros evangelios.

[9] También Lc 4, 1, que interpone la genealogía de Cristo, dice: “Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo”.

[10] Jn 2, 25.

[11] Jn 14, 6.

[12] 1 Tim 2, 5.

[13] En ese mismo sentido, S. Jerónimo y s. Agustín entendieron que las palabras de Isaías 7, 17: “comerá queso y miel para que sepa reprobar la malo y elegir lo bueno”, que vienen tras la profecía del Emmanuel, se refieren al saber humano de Cristo, que no desentonaba de la sabiduría divina (In Isaiam comentarii, III, 7, 15 PL 24, 110), sino que antes de tener experiencia, ofreció el ejemplo extraordinario de su obediencia, puesto que no había venido a hacer su voluntad sino la del que lo envió (De Genesi ad litteram, VIII, 14, 32, PL 34, 385).

[14] Lc 3, 8; Jn 8, 39.

[15] Mt 1, 18-21; Lc 1, 28-35.

[16] S. Agustín, Enchiridion, c. 49, 14: “Unde vox illa Patris quae super baptizatum facta est, Ego hodie genui te, non unum illum temporis diem quo baptizatus est, sed immutabilis aeternitatis ostendit ut illum hominem ad Unigeniti personam pertinere monstraret” (PL 40, 255).

[17] Fides enim Ecclesiae et credit et tenet quod non minus aperti sunt ei caeli ante quam post (baptismum)” (Cathena aurea, Commentarium in Mattheum, c. 3, lect. 7, St. Tomae Aquinatis opera, R. Busa, Frommann-Holzboog, Stuttgart-Cannstatt, 1980, vol. 5, 142.

[18] En este punto la traducción española y la edición francesa de la Biblia de Jerusalén eligen la lección «eklektos» (elegido) en vez de «hyios» (Hijo), siguiendo ciertos códices, mientras que la lección que aquí elijo no sólo es la más seguida, sino la que mejor aclara el sentido del texto, aparte de estar avalada por un buen número de códices.

[19]Naturalmente, si en la lectura del pasaje se eligiera «eklektos» en vez de «hyios», la referencia a las palabras pronunciadas por el Padre en la teofanía seguiría en pie, pues decir que es bienamado y que tiene su complacencia equivale a llamarlo «el elegido». De esa variante tampoco se deduciría que Cristo hubiese descubierto entonces su condición de Mesías, lo que implicaría el absurdo de que Él en algún momento hubiera sabidomenos de Sí que su pariente. Sin duda, Cristo es el Elegido de Dios en su humanidad (Cfr. Isa 42, 1; Lc 9, 35; 1 Pe 2, 4 y 6), y la divinidad de su persona es perfectamente compatible con tal elección ab aeterno.

[20] Digo «los detalles» para referirme a lo que representaba la paloma y al sentido de las palabras oídas, pues aunque también otros muchos la vieran y oyeran la voz del cielo, desconocían su significado, como sucedió en otras ocasiones (Jn 12, 28-30). 

[21] Cfr. S. Agustín, Sermo 51, c. 23, 33, PL 38, 353; S. Máximo de Turín, Homilía XXIX De Baptismo Christi I, PL 57, 290-291.

[22] Y nuestro Señor corrobora esa verdad (Hech 1, 5; 11, 16).

[23] Jn 1, 15 y 19-28.

[24] “…dum sumus in corpore peregrinamur a Domino, per fidem enim ambulamus, non per speciem” (2 Co 5, 6-7). Y en este sentido s. Agustín distingue entre la justitia ex fide o per fidem y la justitia per speciem (Tractatus in Epistolam Johannis ad Parthos IV, n.8, PL 35, 2010).

[25] S. Agustín distingue entre tres tipos de visiones, las corporales, las espirituales y las intelectuales, que sólo en el cielo se tendrán (las tres) perfecta y conjuntamente (De genesi ad litteram, XII, c. 6-36, nn. 15-69, PL 34, 458-484). Pues bien, la visión del Espíritu Santo como paloma es considerada por él como una visión espiritual mediante imágenes de cuerpos significativas o figurativas (Ep 169, cc. 2 y 3, nn. 7-11, PL 33, 745-747; De agone christiano, c.22, n.24; PL 40, 302-303; cfr. Cathena aurea in Matth. c. 3, lect. 7, S. Thomae Opera, R. Busa, 5, 142 [175]). La visión del Espíritu Santo y la audición de la voz del Padre fueron un modo extraordinario de conocimiento donal más pleno ofrecido por la humanidad de Cristo al Bautista, para confirmar su fe con una visión espiritual de la Trinidad que incluía entre sus miembros a Jesús. Digo «ofrecido por la humanidad de Cristo», porque sólo a través de su velo podía tener el Bautista una visión semejante sin haber muerto.

[26] Mt 11, 27.

[27] Vosotros no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto su rostro, ni tenéis su palabra permaneciendo en vosotros, porque a quien Él envió no le creéis” (vv.37-38).

[28] Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Lc 10, 22); “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18).

[29] Jn 5, 30; 8, 28-29; 10, 37-38; 14, 31.

[30] Sería absurdo, porque en vez de una persona, habría en Cristo dos personas, con todas las consecuencias que eso traería consigo.

[31] Lc 1, 30-33; Cfr. Simbolo de la fe (Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, Definitionum et Declarationum de rebus fidei et forum (DZ), Herder, Barcelona, 341967, 150). Así opinaban los gnósticos, Cfr. S. Ireneo, Adversus haereses, libro III, c. 10, n. 4 y c. 11, nº 3, herausg. von Norbert Brox (usw.), Herder Verlag, Freiburg i.B., 1995, pp. 88 y 100.

[32] 2 Co 6, 14: “quae societas luci ad tenebras?”.

[33] Conc. Vaticano II, Dei verbum, 2, 10, B.A.C., Madrid, 21966, 132; traducción tomada de DZ-Hünermann, Herder, Barcelona, 22000, 4214.

[34]Concilio de Éfeso, DZ 252-263. Cfr. DZ 401.

[35] Cfr. DZ 317, 534, 558.

[36] Digo «unión», no unidad: la unidad más alta e intensa de todas es la Tri-unidad, porque es la unidad de la identidad (tres personas distintas, pero un solo Dios verdadero). En cambio, la unión más singular y alta es la unión hipostática, Cfr. DZ 292, 297, 302, 318 (“in tantam unitatem ab ipso conceptu Virginis deitate et humanitate conserta, ut nec sine homine divina, nec sine Deo agerentur humana”), 355, 555, etc. La noción de unión permite entender la encarnación como un matrimonio, cosa que no permite la de unidad.

[37] È del tutto contraria anche alla definizione di fede del concilio di Calcedonia l'opinione, assai diffusa fuori del cattolicesimo, poggiata su un passo dell'epistola di Paolo apostolo ai Filippesi (Fil 2,7), malamente e arbitrariamente interpretato: la dottrina chiamata kenotica, secondo la quale in Cristo si ammette una limitazione della divinità del Verbo; un'invenzione veramente strana che, degna di riprovazione come l'opposto errore del docetismo, riduce tutto il mistero dell'incarnazione e redenzione a ombre evanescenti. ‘Nell'integra e perfetta natura di vero uomo, così insegna eloquentemente Leone Magno, è nato il vero Dio, intero nelle sue proprietà, intero nelle nostre’” (Pío XII, Sempiternus rex, II, párrafo 14).

[38] DZ 3905.

[39] Pío XII, Enc. Mystici Corporis, DZ 3812. Por eso, no es de recibo afirmar que Cristo tuvo fe en su humanidad sobre la tierra (Cfr. H. De Lubac, Augustinisme et théologie moderne, Aubier, Paris, 1965, 132). Cristo es fundador y consumador de la fe (Heb 12, 2) no porque la tuviera, sino porque es el autor de la gracia y de la verdad (Jn 1, 17).

[40] DZ 474-475.

[41] Fue Temistio, diácono de Alejandría (s.VI), el abanderado de los agnoetas, y Eulogio de Alejandría su primer gran debelador.

[42] DZ 476.

[43] Jn 13, 3.

[44] Mt 28, 18. Cfr. DZ 539.

[45] DZ 2435.

[46] Véase, además, el Decreto del Santo Oficio de 5 de junio de 1918, confirmado por Benedicto XV, DZ 3645-3647.

[47] Jn8,46.

[48] Eum qui non noverat peccatum pro nobis peccatum fecit, ut nos efficeremur iustitia Dei in ipso” (2 Co 5, 21).

[49] A veces la voz «justicia» equivale a obras buenas, por ejemplo: “Adtendite ne iustitiamvestram faciatis coram hominibus ut videamini ab eis, alioquin mercedem non habebitis apud Patrem vestrum qui in caelis est” (Mt 6,1). “Dico enim vobis quia nisi abundaverit iustitiavestra plus quam scribarum et Pharisaeorum non intrabitis in regnum caelorum” (Mt 5, 20). “Omnia vero operasua faciunt ut videantur ab hominibus, dilatant enim phylacteria sua et magnificant fimbrias…” (Mt 23, 5). “Sic luceat lux vestra coram hominibus ut videant vestra bona opera et glorificentPatrem vestrum qui in caelis est” (Mt 5, 16).

[50] Venit enim ad vos Iohannes in via iustitiaeet non credidistis ei, publicani autem et meretrices crediderunt ei, vos autem videntes nec paenitentiam habuistis postea ut crederetis ei” (Mt 21, 32).

[51] S. Ambrosio, De interpellatione Iob et David, liber II, Tractatus 4, c. 4, 14: “In Jordane baptizatus est Christus, quando formam lavacri salutaris instituit” (PL 14, 816); S. Agustín (obras dudosas), Sermones ad populum, Sermo 115 De epiphania Domini, V, 4, (PL 39, 2012); S. Máximo de Turín, De baptismo Christi V: “Baptizatur igitur in Jordane Christus, et Jordanis aquas suo hac die sanctificavit baptismate. Sed quid dico Jordanis? Universam enim aquarum substantiam, quae ubique est, suo sanctificavit baptismate” (PL 57, 296); Pedro diácono y otros, Epistola XVI ad Fulgentium Ruspensem: “qui de Spiritu sancto et Maria Virgine natus est, atque in Jordane a Joanne, ut aquas sanctificaret, baptizatus est in saeculum saeculi” (PL 65, 446). Cfr. S. Tomás de Aquino, ST III, 66, 2 c.

[52] Cfr. Beda el Venerable, In Marci evangelium expositio, I, 1: “Verum specialiter in Domino manet Spiritus semper, non quomodo in electis ejus juxta mensuram fidei, sed sicut Joannes ait: Vidimus gloriam ejus, gloriam quasi Unigeniti a Patre, plenum gratiae et veritatis. Manet autem in illo Spiritus, non ex eo tantum tempore quo baptizatus est in Jordane, sed ex illo potius quo in utero conceptus est virginali. Nam quod in baptizatum descendere visus est Spiritus, signum erat conferendae nobis in baptismo gratiae spiritualis, quibus in remissionem peccatorum ex aqua et Spiritu regeneratis amplior ejusdem Spiritus gratia per impositionem manus episcopi solet coelitus dari. Sicut etiam hoc quod apertos coelos vidit post baptisma, nostri utique gratia factum est, quibus per lavacrum undae regeneratricis janua panditur regni coelestis, quae, peccantibus quondam protoplastis ac paradiso ejectis, toti generi humano interpositis cherubim et flammeo gladio clausa est” (PL 92, 138).

[53] Confestim ascendit de aqua” (euvqu.j avne,bh avpo. tou/ u[datoj).

[54] Como dice s. Agustín: “In aqua ergo baptizari voluit a Joanne, non ut ejus iniquitas ulla dilueretur, sed ut magna commendaretur humilitas. Ita quippe nihil in eo baptismus quod ablueret, sicut mors nihil quod puniret, invenit; ut diabolus veritate justitiae, non violentia potestatis oppressus et victus, quoniam ipsum sine ullo peccati merito iniquissime occiderat, per ipsum justissime amitteret quos peccati merito detinebat. Utrumque igitur ab illo, id est, et baptismus et mors, certae dispensationis causa, non miseranda necessitate, sed miserante potius voluntate susceptum est; ut unus peccatum tolleret mundi, sicut unus peccatum misit in mundum, hoc est, in universum genus humanum” (Enchiridion, c. 49, 14, PL 40, 255-6, cfr. c. 52, PL 40, 256-7).

[55] Ver nota 39 de este escrito.

[56] Fil 2, 9-10; Hech 4, 12.

[57] Jn 14, 9.

[58] Jn 12, 32-33.

[59] Fil 2, 6-8.

[60] Gen 1, 20-21; 7, 6-21; Sal 68, 2 y 16; 103, 10-14; Cantar de los Cantares 8, 7.

[61] Ex 14, 27-30. El tránsito del mar rojo es figura del bautismo, cfr. S. Agustín, Sermo 152, 3: “Per mare transitus, Baptimus est”; 6: “Mare Rubrum Baptismus erat, populus transiens baptizabatur” (PL 39, 1551 y 1555).

[62] Fil 2, 8. La vinculación intrínseca del sacramento bautismo con la muerte de Cristo, que fue expresada por s. Pablo en palabras memorables (“an ignoratis quia quicumque baptizatisumus in Christo Iesu, in morte ipsius baptizati sumus?Rom 6, 3), permite entender, a su vez, que la muerte cristiana pueda ser entendida como un bautismo, aquel que no puede faltar a nadie, puesto que, si no renacemos por el agua y el Espíritu, no podemos entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5). Así lo he explicado en mi obra El abandono final. Una meditación teológica sobre la muerte cristiana, Universidad de Málaga, Málaga, 1999.

[63] Jn 10, 17-18.

[64] Mc 8, 18-21; Rom 5, 20; Ef 1, 8; 1 Tim 1, 14.

[65] Rom 12, 21.

[66] Jn 3, 22 y 25

[67] Jn 4, 2.

[68] Mc 10, 38-39; Lc 12, 50.

[69] Hech 1, 5.

[70] Mt 28, 19.

[71] Mt 11, 4-6.

[72] Mt 10, 1 ss.

[73] Lc 10, 1 ss.

[74] Lc 12, 50; Mc 10, 38; Rom 6, 3.

[75] DZ 485: “cujus morte et sanguine mundati remissionem peccatorum consecuti sumus”.

[76] En realidad, obró desde el principio de los tiempos, desde que Dios prometió un salvador (Gen 3, 15).

[77] Baptismus autem ab ipso Christo virtutem habebat justificandi, per cujus virtutem etiam ipsa passio salutifera fuit” (ST III, 66, 2, ad 1).

[78] ST III, 66, 2, ad 2.

[79] 1 Jn 5, 6-8. Lo débil de Dios es más fuerte que lo fuerte de los hombres (1 Co 1, 25).

[80] Gen 9, 4.

[81] Lc 1, 35.

[82] Puesto que el Espíritu estaba en el cuerpo de Cristo, al morir éste, lo emitió sobre nosotros y sobre nuestros cuerpos (Rom 8, 11) como Espíritu de Amor (Rom 5, 5).

[83] Jn 19, 34.

[84] Lc 12, 49-50.

[85] De mysteriis, c. IV, 20, PL 16, 386.

[86] Jn 3, 16.

[87] Ut sermo Esaiae prophetae impleretur quem dixit: Domine quis credidit auditui nostro et brachiumDomini cui revelatum est (Isa 53, 1)” (Jn 12, 38); Cfr. Lc 1, 51; Sal 76,16; Isa 40, 10-11; 52, 10, etc.

[88] S. Ambrosio, In Ps. 118 Expositio, Sermo VI: “Salit de coelo in Virginem, de utero in praesepe, de praesepio in Jordanem, de Jordane in crucem, de cruce in tumulum, in coelum de sepulcro” (PL 15, 1269-1270).

[89] Mt 11, 6.