ESBOZO DE UNA FILOSOFÍA TRASCENDENTAL

 

(I)

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

 

 

 

 

 

I. PLANTEAMIENTO

El nombre de «filosofía trascendental» goza de conocidos precedentes históricos. Fue introducido y mantenido por Kant, desde la Crítica de la Razón Pura (KrV) hasta el Opus Postumum, para designar su más importante contribución a la filosofía especulativa[1]. La filosofía trascendental, cuya tarea coincide, salvo en extensión, con la crítica de la razón pura, tiene por cometido específico, según él, examinar las condiciones de posibilidad del conocimiento a priori[2]. Se la denomina trascendental porque atiende más que a los objetos (de la experiencia) al modo de conocerlos[3], es decir, precisamente por su carácter a priori, en lo que va implícitamente dicho que es denominada trascendental en razón de la diferencia entre lo a priori y lo a posteriori, o sea, entre lo nouménico y lo fenoménico, entre lo inteligible y lo sensible. Es peculiaridad de tal filosofía el que ningún problema de la razón le sea insoluble[4], de manera que en ella se supera toda perplejidad. A ese fin le incumbe establecer el conjunto completo y apodícticamente cierto (o sea, el sistema) de los principios de la razón[5]. Dicho sistema es sólo formal, y concierne al sujeto en la medida en que es autor del método, alcanzándose en él, gracias a la filosofía trascendental, la autocracia de las ideas, las cuales dan lugar a una verdadera autoconstitución del sujeto o yo humano[6].

La Wissenschaftslehre de Fichte es el cumplimiento de la filosofía trascendental, de la que Kant habría escrito, según aquél, sólo la propedéutica. El punto de partida del filósofo trascendental es la aceptación de que todo lo que es sólo puede ser para un yo, y de que todo lo que es para un yo sólo puede ser por un yo[7]. Por ello, a la filosofía trascendental no le es dada originariamente ninguna materia[8]. No es de extrañar que a Kant le pareciera la Wissenschaftslehre una pura lógica cognoscitivamente insostenible[9]. Frente a esto Fichte insistió en que la orientación de su filosofía partía de la experiencia y llegaba a lo que llegaba desde la experiencia[10]. Más en concreto, Fichte resumió en siete puntos las ideas básicas de su filosofía trascendental. Ante todo, el pensar humano es todo él una construcción a priori de objetos; dicha construcción o esquematismo tiene dos modos: la acción, que viene dada por imperativo del deber y constituye nuestra esencia (aquello por cuyo medio somos y en lo que consiste exclusivamente nuestro ser); y la materia extensa, que es el constructo que surge al ser captada nuestra acción por la imaginación, y que da lugar a las representaciones conscientes. Al mundo que surge inmediatamente de la acción le llama suprasensible y es objeto de intuición intelectual, al mundo que surge mediatamente de la acción le llama sensible y es objeto de intuición sensible o experiencia externa. En esta esfera de la intuición sensible es donde surge el lenguaje y los atributos comunes utilizados por los filósofos, como el ser, la substancia, la causalidad etc. Tiene sentido, pues, afirmar que sólo el objeto de la experiencia es, y nada hay fuera de la experiencia. Éste es el lugar del concepto de conocimiento y lo que llamamos teoría. Por encima de esta sensualización de la verdadera materia originaria de toda nuestra conciencia (que es lo suprasensible) se sitúa el simple pensar puro: la conciencia inmediata de nuestro destino moral. A esta esfera le corresponde el construir como acción sin que le sea pertinente ningún predicado sensible (ni el del ser, ni el de la substancia, ni el de la causalidad), y a ella pertenece lo que llamamos Dios[11]. De esta manera seguía quedando en pie que la Wissenschaftslehre no puede ir más allá del yo[12]. No es de extrañar que la denominara también idealismo trascendental[13].

 

También Schelling, el primer Schelling, hizo uso de la expresión «filosofía trascendental». En su obra System des trascendentalen Idealismus entiende por filosofía trascendental una de las dos ramas fundamentales de la filosofía, concretamente la filosofía del espíritu, o el sistema del saber entero, diferenciada sólo cuantitativamente de la otra rama, la filosofía de la naturaleza; y le atribuye como tarea partir de lo subjetivo como de lo primero y absoluto y derivar de él lo objetivo, es decir, la naturaleza[14]. Aquí el carácter propedéutico de la filosofía trascendental kantiana ha desaparecido, su verdadera tarea es, en cambio, la de expresar el universo entero desde el lado del sujeto, de la misma manera que la filosofía de la naturaleza lo expresa desde el lado del objeto. Pero conserva en parte la tarea de resolver el problema de la razón, entendido ahora como la diferencia sujeto-objeto, y mantiene la índole subjetiva de la filosofía trascendental, sólo que entendida como proceso equivalente al de la naturaleza.

Hegel, al menos en sus inicios, acepta la versión de la filosofía trascendental de Schelling[15]. Sin embargo, al final de su vida, en las Lecciones sobre la Historia de la Filosofía, critica del proyecto schellinguiano de filosofía trascendental su carácter estético-imaginativo, y señala que la única vía para poder realizarlo es la vía lógica del concepto[16], que Schelling nunca supo alcanzar; por lo que se puede deducir que lo que corresponde en Hegel a la filosofía trascendental es su Lógica[17].

Si en Kant el apelativo «trascendental» está justificado por la prioridad de lo intelectual sobre lo sensible, en Schelling se ha perdido toda referencia al sentido originario del término, y viene a ser equivalente a subjetivo, sentido con el que parece estar de acuerdo Hegel, pero entendiéndolo como la absoluta prioridad de lo lógico.

En nuestro siglo, y tras las elaboraciones hechas por el neokantismo, Husserl resucitó la denominación de filosofía trascendental en la línea iniciada por Kant[18]. Y después de él Heidegger[19] y Sartre, entre otros, utilizan el adjetivo trascendental en diversos sentidos, más o menos vinculados al sentido de Kant y de Husserl.

Sin embargo, a ninguno de estos sentidos es al que quiero referirme con el uso de dicha expresión por mi parte. Por filosofía trascendental entiendo simplemente la filosofía que investiga los trascendentales. Llamo la atención sobre el género plural del término en tal descripción: no digo «lo trascendental», sino «los trascendentales», y eso por una razón sencilla, a saber, porque el ámbito de lo trascendente, como veremos, no es único, sino plural. De este modo queda aún más patente la diferencia inicial con Kant[20], Schelling, Hegel, Husserl, Jaspers etc., para quienes el referente de «trascendental» es único.

Brevemente expresado: sin despreciar ni marginar los mencionados usos idealistas de la voz «trascendental», mi uso entronca con un pasado y una temática, histórica y nocionalmente, anteriores. Sin embargo, el título de esta obra alude directamente al nombre con que designaron muchos y grandes filósofos modernos bien a una parte importante de su filosofía, bien a toda ella. Aunque bajo ese nombre entiendo la investigación de los tradicionalmente llamados «trascendentales», la alusión a la modernidad es plenamente intencionada. Podía haberla titulado «esbozo de una filosofía primera» o simplemente «esbozo de una filosofía de los trascendentales», pero he querido conservar el hermoso nombre moderno para indicar, por un lado, que mi propuesta en este trabajo es la de integrar, en la medida de mis fuerzas, tanto los hallazgos filosóficos modernos como los antiguos y medievales, y, por otro, para indicar que el estudio de los trascendentales no es una parte de la metafísica, sino que, antes al contrario, la metafísica es sólo una parte de la filosofía trascendental, que es la verdadera filosofía primera.

Parece que el término «trascendentales» se introdujo en el léxico filosófico a través de la discusión de un problema lógico-metafísico planteado en el seno de la escuela escotista, por lo menos a partir de Francisco de Mayrones, a saber: el problema de las relaciones trascendentes, bajo cuyo nombre se aludía a conceptos tales como el de identidad, diversidad y distinción que según este autor se predican incluso de los trascendentes mismos[21], y a los que, bastante tiempo después, nuestro sincrético Suárez empezó a llamar de modo muy coherente “relaciones trascendentales”[22]. Con el paso del tiempo este nuevo adjetivo pasó a substantivarse y a substituir al término «transcendentia» con que, al menos desde san Alberto Magno, se venían designando las realidades que se sitúan más allá de los géneros o categorías en que se encuadra todo lo predicamental, que es el término contradistinto.

El término «transcendentalia» es la substantivación plural de un adjetivo «transcendentalis» formado a partir de «transcendens», que es el participio de presente del verbo «transcendo». Como tal, en él se contienen cuatro importantes indicaciones: la primera es la alusión en su raíz a lo trascendente, es decir, a lo que está más allá de lo predicamental y objetivable; la segunda es su carácter adjetivo o relativo, implícito en el sufijo «-al»; la tercera es la referencia intencional a la realidad, contenida en su substantivación; y por último, su número plural, que es indicio de que lo trascendente no es único.

En general, la formación de un adjetivo a partir de otra palabra, por ejemplo, de un substantivo, conserva en su sentido la indicación semántica de dicha palabra, y así significa muchas veces «relativo o perteneciente a» lo indicado por ese substantivo: como «local» significa lo relativo o perteneciente al lugar, «focal» lo relativo o perteneciente al foco, «elemental» lo relativo o perteneciente al elemento, etc. Si se tiene en cuenta que el adjetivo cuya formación examino se hace a partir de un participio de presente, es natural que conserve el carácter activo del verbo en cuestión así como su indicación semántica. Por otra parte, también los adjetivos pueden ser substantivados, –en español, generalmente, mediante la anteposición de un artículo–. Y puesto que cualquier participio de presente puede ser utilizado como una forma adjetiva del verbo, para evitar que esta (segunda) forma de adjetivación terminada en «-al» sea la adjetivación de un adjetivo, hemos de entender que se trata de una adjetivación de un participio de presente substantivado. De ahí que el adjetivo «trascendental» signifique en primera instancia: «relativo o perteneciente a lo trascendente». Ahora bien, en una segunda instancia, esta adjetivación es de nuevo substantivada mediante el artículo, adquiriendo entonces el significado de «realidad que posee las características de lo trascendente». Precisamente, si se aplican estas últimas aclaraciones al término latino «transcendentalia» manifiestan su aportación novedosa respecto del primitivo «transcendentia». «Los trascendentes» es una substantivación plural del participio de presente del verbo trascender, y significa: las realidades que trascienden. En cambio, «los trascendentales» es una substantivación segunda y plural de una adjetivación (transcendentalis) de un participio de presente verbal (transcendens) entendido como substantivo, cuya significación es, más bien, la de realidades que poseen las características de lo trascendente. Ambos términos coinciden en significar realidades plurales, pero mientras que el primero sólo puede referirse a realidades que trascienden activamente algo por sí mismas, y por ello han de ser relativas a lo trascendido; el segundo, gracias a su doble substantivación, se puede referir a realidades que no trascienden activamente algo, sino que estén simplemente más allá de todo, por lo que la relatividad implícita en su adjetivación, intermedia entre las dos substantivaciones, puede hacer referencia a una relatividad intrínseca y vigente entre esas mismas realidades.

En definitiva, el contenido semántico que propongo para el término «los trascendentales» es el que sigue: como substantivación segunda y plural de una adjetivación (transcendent-alis) de un participio de presente verbal usado como nombre substantivo (transcendens), tiene por referente ciertas realidades plurales, que poseen la calidad de lo trascendente, es decir, están situadas más allá de todo lo predicamental, pero que son activas y relativas o relacionales unas con otras. De manera que, tal y como ha ocurrido otras veces en la historia de la filosofía, el uso un tanto anecdótico o, al menos en este caso, colateral de un término ha venido a convertirse, por su riqueza semántica, en una feliz aportación nocional respecto de las ultimidades de lo real.

Aunque el sentido que doy aquí al término «trascendentales» enlace, como he dicho, con el que tuvo en la filosofía medieval, sin embargo debo advertir, a quien me honre con su atención, que no se reduce a él, sino que incorpora profundas novedades, tales que permiten conectar tanto con el sentido agustiniano como con el griego, sin excluir tampoco el uso moderno, como espero quedará claro en el conjunto de mi exposición.

A los efectos de una cierta caracterización previa del tema que quiero esbozar, y como orientación radical que sirva a quienes sigan esta investigación, conviene destacar, abundando en lo ya insinuado, que lo menos que ha de pensarse de los trascendentales, si es que merecen verdaderamente alguna atención filosófica, es, sin duda, que son realidades, no meros conceptos o ideas, y que asimismo, si se es congruente con su indicación nominal, ha de pensarse de ellos que son las realidades últimas, o más allá de las cuales no existen otras.

El tema, pues, de este esbozo son los trascendentes relacionales plurales. No se pretende aquí abordar meras nociones, sino las realidades trascendentes relacionales y plurales. En pocas palabras, filosofía trascendental significa, para mí, búsqueda pura de las realidades últimas, plurales y relacionales.

Sin duda, la primera cuestión que ha de plantearse respecto de tan alto cometido y tema es la de cómo se puede acceder a tales realidades, o sea, la cuestión del método. Un método lo es si conduce adonde se pretende llegar, lo que, expresado en términos más apropiados, quiere decir que la característica diferencial del método filosófico es, sin duda, su congruencia con el tema. Por tanto, si queremos llegar a las realidades trascendentes relacionales y plurales no podremos usar un único método, dado que su tema es plural ni tampoco podremos utilizar cualesquiera métodos, sino que los procedimientos requeridos serán siempre modos de trascender distintos, pero relacionados.

La primera vía para poder acceder a los trascendentales tiene como tarea trascender cognoscitiva y gradualmente el campo objetivo. Ese esfuerzo comenzó a llevarse a cabo en la filosofía griega desde muy pronto, pero sólo respecto del mundo físico-sensible. Ya con Anaximandro empezó una búsqueda de la arché que iba más allá de lo sensible y que se fue elevando por obra de los pitagóricos y de los planteamientos heraclíteos y eleáticos hasta ciertas causas no sensibles de lo real. Con Sócrates, por un lado, se descubrió el universal, que trascenderá (para los griegos) lo singular declarando su esencia; por otro, se hace patente que el saber trasciende lo sabido; y, finalmente, se lleva a la vida práctica, e incluso hasta la muerte, el reconocimiento del valor trascendente de la verdad. Platón aportó a la trascendencia de la verdad socrática la idea del jorismós, de la separación, que expresa por primera vez un carácter decisivo de lo trascendente. Pero él quiso poner en lo suprasensible, en las ideas o universales, el trascender de la verdad-realidad; con ello introducía la confusión entre los universales y lo trascendente, pero rebasaba lo meramente mudable-sensible: lo trascendente es lo ideal o modélico. A su vez, los universales platónicos necesitaban ser explicados, si no en la línea del fundamento, por cuanto que eran inmutables o eternos, sí en su carácter modélico, de ahí que Platón propusiera la perfección de lo modélico en la idea de Bien, la cual reunía la eficacia atractiva de la belleza con la difusividad ideal de la iluminación, haciendo así posible el establecimiento de lo modélico, o ejemplar, junto con la tarea de la imitación. Sin embargo, aunque la idea de Bien señala ya un cierto sentido del trascender, no alcanza en modo alguno el estatuto real de lo trascendente y, menos aún, de los trascendentales[23]. Como en casi todo, fue Aristóteles el primero que acertó a dar un salto desde los universales hacia la realidad de lo trascendente, y lo hizo cuando señaló que lo uno y el ente no son géneros o predicamentos[24]: la unidad y el ente no son substancias ni accidentes, sino las dimensiones últimas de lo real y, como tales, compartidas por todo lo real. Lejos de perder el hallazgo platónico, tomó como objeto de su filosofía primera el estudio de lo separado, es decir, de lo trascendente, y lo relacionó con la divinidad. Él aportó a ese respecto la decisiva noción de enérgeia (acto), pero, con todo, tampoco desarrolló el estatuto real y las relaciones de los metagéneros señalados. Por último, siguiendo la estela de Platón y Aristóteles, aunque con decisivas influencias judías y budistas, los neoplatónicos se preocuparon por ordenar el estatuto especial de los metagéneros, poniendo por encima de todo al Uno-Bien –que más que trascendental era sólo trascendente–, y por debajo al entendimiento y al ente. En resumen, la vía griega hacia los trascendentales puede ser denominada vía físico-metafísica, en la medida en que se parte de la physis para alcanzar lo trascendente o meta-físico.

Pero existe otra vía hacia lo trascendental, la vía antropológica, que fue inaugurada originalmente por Agustín de Hipona. De todos es conocido el famoso: “no te vayas fuera, vuelve hacia ti mismo, en el hombre interior habita la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete también a ti mismo[25]. En estas palabras se enuncia un programa que ha sido escasamente aprovechado después en filosofía[26]. Por lo general, se tiende a creer que Agustín es un puro epígono del neoplatonismo, a cuya doctrina incorporaría diversas ideas de la filosofía greco-romana (fundamentalmente estoicas) y añadiría la confusión de la teología revelada con la filosofía. Pero no es así. Los neoplatónicos no llegaron a vislumbrar nunca el gran descubrimiento filosófico del Obispo de Hipona, a saber: el carácter trascendental de la verdad y la vinculación intrínseca del hombre con ella (“en el hombre interior habita la verdad”). Como he indicado antes, los neoplatónicos habían propuesto el trascender del Uno-Bien incluso por encima de los del ser y la verdad, por eso su objetivo no era alcanzar el conocimiento del Uno-Bien, sino disolverse en él. Al descubrir la altura también máxima del trascender de la verdad, Agustín rompió la unicidad sincrética de lo trascendente en el neoplatonismo y, al disociar el Unum del Bonum como trascendentales distintos junto a la Veritas, abrió propiamente el panorama de los trascendentales.

Fue, pues, Agustín de Hipona quien, desarrollando de modo original la inspiración cristiana, entrevió por primera vez en filosofía la doctrina de los trascendentales últimos y de los trascendentales humanos como una pluralidad real, iniciando el método del autotrascendimiento e indicando la condición de posibilidad del mismo, a saber: la inhabitación de la luz de la verdad en el interior del alma[27]. Además, si bien los neoplatónicos habían avanzado que el mal no es nada positivo, no por eso llegaron a comprender, como Agustín, que todo lo que es es uno[28] y bueno, y que todo lo uno y bueno es verdadero[29], que son los enunciados primeros en que se expresa la posteriormente denominada «conversión de los trascendentales».

Los medievales siguieron, primero, ingenuamente la línea agustiniana, y más tarde, tras conocerse la metafísica aristotélica, intentaron la síntesis de ambas vías. Los primeros en procurar dicha síntesis fueron Alberto Magno y Tomás de Aquino. Con ellos aparecieron ya los desarrollos doctrinales básicos acerca de los trascendentales metafísicos, más allá de los cuales se ha avanzado muy poco desde entonces, entre otras razones porque desde Duns Scoto hasta nuestros días la noción de los trascendentales ha quedado truncada para muchos. En efecto, con este autor el tratamiento de los trascendentales pasa a ser no ya preponderantemente, sino exclusivamente lógico: los trascendentales clásicos serán para él términos unívocos de alcance máximo[30], o sea, ideas generales, las cuales, en verdad, no trascienden, tan sólo homogeneizan o igualan. Si no hubiera caído en esta confusión de lo trascendental con lo general, no se le habría ocurrido introducir junto a los trascendentales clásicos, denominados por él “passiones convertibiles”, unos trascendentales «disyuntos»[31], que son tales porque se reparten entre ellos el universo de discurso[32]. Consecuencia de ello fue la suplantación de los trascendentales por alguno de los modos lógicos absolutizado, lo que dio lugar a metafísicas de la contingencia (Ockham), de la necesidad (Espinosa), de la posibilidad (Leibniz), de la imposibilidad (Nietzsche), en definitiva: la crisis o la anulación de la metafísica.

Sin embargo, en nuestros días y en la línea del verdadero trascender metódico, L. Polo[33], ha propuesto el método del abandono del límite mental, es decir, del abandono de la objetividad, método que prosigue y mejora el sentido realista tanto de la vía metafísica como de la vía antropológica hacia los trascendentales. La objetivación es el obstáculo inmediato del trascender metódico y, por tanto, de la vía de acceso a los trascendentales. No obstante, podría parecer que este método con ser el primero e imprescindible no fuera suficiente para alcanzar los trascendentales últimos, porque, como Agustín propone, es preciso trascender también todo lo mudable, o sea, algunos trascendentales metafísicos e incluso los trascendentales humanos -en concreto, la luz iluminada que es nuestro entendimiento-, para alcanzar los trascendentales supremos. Tal dificultad desaparece, sin embargo, si se prosigue la detección del límite mental mediante el abandono metódico del propio entendimiento agente, que es justamente lo que intento.

Una vez indicados el tema y el método de lo que me propongo considerar, debo dejar claras, finalmente, las limitaciones de mi trabajo. La primera limitación, aunque sólo aparente, afecta al valor entero del mismo. Puesto que se trata de alcanzar lo último, aquello más allá de lo cual no hay nada, todo el trabajo no tiene otro valor que el heurístico, que es, por otra parte, el propiamente filosófico: un trascender cognoscitivo, que ni puede ni pretende demostrar nada, tan sólo busca la congruencia del conocimiento con la realidad última.

Además, como sugiere su título, el presente trabajo pretende ofrecer sólo un esbozo de lo que debería ser una filosofía trascendental. Ahora bien, al tratar de ofrecer un esbozo, esto es, un panorama esquemático de la misma, ni el tema referido podrá ser elaborado con toda la amplitud que requiere ni el método expositivo del trabajo habrá de coincidir exactamente con el heurístico, si bien intentaré ser lo más respetuoso que pueda con ambas exigencias.

En este sentido, la exposición que sigue no va a proceder desde abajo hacia arriba, como correspondería a un método trascendedor, sino que más bien se ordenará de modo didáctico, como es congruente con una presentación esquemática del ámbito de los trascendentales, a saber: empezando por buscar las características preliminares de los trascendentales en referencia a los hallazgos ya obtenidos a lo largo de la historia de la filosofía, para luego pasar al estudio descriptivo de los trascendentales mismos.

Por último, debo advertir que en la presente publicación se desarrollan sólo una caracterización preliminar de los trascendentales y la descripción de los trascendentales incondicionados, dejando la de los trascendentales condicionados para otras posteriores.

 

 

  II.- CARACTERIZACIÓN PRELIMINAR DE LOS TRASCENDENTALES.

 

 

  1.-El problema de la noción de «trascendente».

 

 

Puesto que, como he hecho notar antes, el primer implícito del término «trascendentales» es su referencia a lo trascendente, resulta imprescindible aclarar de entrada la noción de trascendente, la cual lleva consigo una dificultad semántica que requiere solución.

Quien, a mi juicio, se hizo más claramente eco del problema anejo a la indicación semántica de transcendere fue Schelling, que escribía en su último periodo filosófico: “todo trascendente es propiamente relativo, existe sólo en relación a algo que es trascendido”[34]. En realidad, Schelling no hace otra cosa que declarar el implícito de la voz latina «transcendo», que está compuesta de «trans» y «scando», y connota ciertamente un pasar subiendo, un ir más allá de algo, generalmente superando un obstáculo o límite, sentido en el que aparece usado comúnmente, es decir, sin relevancia filosófica especial, incluso en Cicerón y Séneca. Parece, pues, inevitable -como dice Schelling- que todo trascendente necesite un referente obligado, un límite a franquear sin el cual el propio trascender carece de sentido. Y, en la medida en que, etimológicamente, «trascendente» es aquella actividad que sobrepasa hacia arriba un límite, habrá sin duda de ser un término relativo. Sin embargo, al ser introducido en el léxico propiamente filosófico por Agustín de Hipona (“transcende et teipsum”), es aplicado en concreto al hombre, y si bien recoge ese superar, lo entiende como un superarse a sí mismo: el hombre sería trascendente en la medida efectiva en que vaya más allá de todo lo mudable, no sólo de las cosas sensibles y del mundo, sino incluso más allá de sí mismo. Se trata evidentemente de un uso amplificador y traslaticio del término. Este uso aporta una clara novedad, ya que trascenderse a sí mismo, si se entendiera como superar algún límite, habría de tratarse de un límite interno, y, por ello, el ir más allá del mismo no sería simplemente dejarlo atrás (cosa imposible), sino neutralizar su carácter de límite, eliminar funcionalmente su vigencia como límite, convirtiéndolo en camino o indicación de lo que está más allá, o, como dice L.Polo, abandonar el límite. Aún más, un abandono del límite de sí mismo implica una apertura irrestricta, o sea, una apertura al ámbito de la máxima amplitud y de la verdadera libertad: pues si alguien es capaz de actuar superándose a sí mismo y abriéndose a lo que está más allá, no podrá quedar atrapado por nada, será un ser ilimitadamente abierto. El trascender agustiniano implica, pues, un abrirse a la máxima amplitud, a aquello inmutable, que no es ya inmutable por relación a algo mudable, es decir, porque haya dejado de ser mudable o rebasado la mutabilidad, sino porque no puede ser afectado por mudanza alguna. Apunta, pues, aquí el nuevo sentido de lo trascendente aportado por la filosofía: trascenderse es abrirse a lo inmutable, al ámbito de la máxima e irreferente amplitud; el hombre se refiere intrínsecamente a ese ámbito, pero dicho ámbito no se refiere a nada[35].

Así pues, si bien el trascender humano se eleva por encima de límites, para lo cual ha de tenerlos realmente en cuenta, al elevarse sobre sí mismo consigue no convertirse en límite o medida del conocer propio. Se muda, por tanto, a sí mismo, de manera que deja de ser límite y de depender de límites y, convirtiéndose en indicio y camino para lo que está más allá de uno mismo, se introduce en el campo de lo inmutable, pasando a beneficiarse del carácter inmutable del campo en que se introduce.

En el mismo sentido que Agustín, utilizan el término «trascender» Boecio, Escoto Eriúgena, san Anselmo, Pedro Lombardo e incluso Raimundo Lulio, quien habla de un trascender con el entendimiento la naturaleza, las operaciones cognoscitivas inferiores y aun a sí mismo en la fe y en la opinión[36]. Muchos siglos después el sentido agustiniano del trascender reapareció en Pascal[37] y, últimamente, en algunos existencialistas.

Sin embargo, el descubrimiento de la física y metafísica aristotélica ayudó a explicitar el sentido metafísico de lo trascendente, sentido que es distinto, aunque no incompatible, con los hallazgos hechos por la vía antropológica. En efecto, Aristóteles se había referido al Ente y al Uno como principio y causa, respectivamente, de las substancias, y como equivalentes entre sí[38], es decir, como realidades distintas y superiores a los géneros, y parece sugerir de ellos que son más bien predicados de las cosas, que no géneros[39]. Alberto Magno no dudó en denominar trascendentes a los términos que se refieren a esas realidades[40]. Conjuga así, junto al tratamiento lógico, un tratamiento metafísico de lo trascendente, que ya no será lo que activamente supere a otra cosa o se supere a sí mismo, sino lo que está allende lo predicamental. Estar más allá de lo predicamental no implica ser relativo a lo predicamental, sino tan sólo que es hallado por nosotros más allá de lo predicamental. Hablando con propiedad, lo último no trasciende activamente nada, sino que está situado sin referencia alguna a lo inferior, más allá de todo. Conviene notar que el modo griego de señalar lo trascendente se contiene en expresiones como “epekeina tes ousias[41] y semejantes[42]. El interés de esta alusión terminológica estriba en que el adverbio epekeina («más allá de») es un adverbio de lugar que indica una situación que en cierto modo puede ser considerada como absoluta. El estar más allá de algo no define necesariamente a lo que está más allá, es tan sólo una indicación externa útil para quien se orienta y mueve hacia él, pero no intrínseca para lo situado más allá, especialmente cuando se usa, como hace la filosofía, en sentido traslaticio, esto es, haciendo referencia a lo que está más allá de todo. Sólo se puede estar más allá de todo, si no se es relativo a nada. Lo cual está en cierto modo implícito tanto en Platón como en Plotino, para quienes el Bien y el Uno-Bien, respectivamente, no son relativos a las ideas y a las cosas, sino las ideas y las cosas a ellos.

Hay, pues, dos sentidos del trascender: el trascender humano (dinámico) que se trasciende a sí mismo (descubierto por Agustín), y el trascender estático de los principios de la naturaleza, que están simplemente más allá de las realidades predicamentales (descubierto por los griegos). Los aristotélicos medievales se sirvieron de un derivado (transcendens) de la voz «transcendere» para designar el sentido griego y metafísico de lo último, relegando el sentido antropológico a un segundo plano del orden trascendental. En estricta consecuencia, los trascendentales últimos alcanzables por vía antropológica quedaron también postergados respecto del trascender estático propio del trascendental metafísico. Tal postergación supone un olvido de los hallazgos agustinianos y un error, ya que si no hubiera un trascender humano no sería posible descubrir ningún trascendente metafísico. Es decir: aunque existan dos vías para alcanzar los trascendentales, ambas han de ser recorridas por el hombre. Por ello, ninguna de las dos es inferior a la otra, sino que sus hallazgos han de tener igual rango real. Mas todo esto no elimina, por otra parte, la exigencia de que, previa e independientemente del hombre, y a fin de que éste pueda trascender y trascenderse, haya de existir lo trascendente.

Lo trascendente ofrece, por lo tanto, dos caras distintas a la investigación humana: la faz metafísica y la antropológica. Ambas son verdaderas y reales, y, aunque distintas, compatibles entre sí. Por lo que se debe considerar a lo trascendente como plural. Resulta natural, en congruencia, que siendo lo trascendente un ámbito plural, quepa hablar de trascendentales.

Y también la investigación humana de lo trascendente muestra dos pasos distintos: uno por el que se eleva por encima de todo lo predicamental, sea físico o antropológico, y otro por el que se eleva por encima de sí misma. En cuanto que se eleva por encima de lo predicamental, la búsqueda humana de lo trascendente es ella misma trascendente. En cuanto que se eleva por encima de sí misma, no es ella ni el único ni el más alto trascendente. Si el trascender humano no fuera trascendente, no sería capaz de alcanzar lo trascendente. Pero entonces hay dos sentidos de lo trascendente: el trascender relativo y el absoluto.

Se adivina ahora una cierta complejidad en todo este proceso. Existen dos sentidos de lo trascendente (metafísico y antropológico) y dos alturas en el trascender: el trascender lo inferior, el trascenderse a sí mismo. Por tanto, deben hallarse dos alturas diferentes en los trascendentales metafísicos e igualmente dos alturas diferentes en los trascendentales antropológicos. A estas dos alturas han de corresponder dos tipos de trascendentales: los que se alcanzan al trascender el hombre las realidades predicamentales, y los que se alcanzan al trascenderse el hombre a sí mismo. Sin embargo, todas las realidades halladas por el trascender humano en una de sus alturas han de tener el mismo rango entre sí, aunque no con respecto a las que son halladas a una altura diferente de trascendimiento.

Habida cuenta de todo lo expuesto, distinguiré en adelante dos tipos de trascendentales: los trascendentales condicionales y los trascendentales incondicionales. Los primeros son condicionales porque requieren a los segundos; los segundos son incondicionales, porque no requieren a los primeros ni a nada. Por trascendentales condicionales entiendo aquellos que el trascender humano alcanza cuando se eleva activa y relativamente sobre las realidades inferiores, bien se trate de los propios actos y potencias inferiores del alma, bien se trate de los actos y potencias inferiores del mundo. Estos trascendentales son diferentes entre sí, ya que los trascendentales humanos son crecientes respecto de sus inferiores, mientras que los mundanos están simplemente situados más allá de los suyos, pero en ambos casos su trascendentalidad ha de ser entendida de modo intrínseco y relativo, en la medida en que dicen referencia a sus trascendidos. Los trascendentales incondicionales, en cambio, son aquellos que, habiendo sido alcanzados cuando el hombre trasciende su propio trascender y el trascender de lo extramental, están al margen de toda heterorreferencia, por lo que para ellos la propia denominación de trascendental es extrínseca, no digo en modo alguno falsa, sino sólo «denominación extrínseca», que ha de ser entendida, además, de modo negativo, a saber, como irrelatividad a los trascendentales condicionales y a cualesquiera otras realidades que no sean las suyas. De este modo queda resuelta la dificultad planteada por Schelling: no todo lo trascendente es relativo, antes bien, para que puedan darse trascendentes relativos es preciso que existan trascendentes absolutos. La distinción que propongo entre dos órdenes de trascendentales, aunque estaba ya implícita en el pensamiento de Agustín de Hipona[43], no fue tenida en cuenta ni desarrollada por los medievales, precisamente porque consideraron el tema de modo lógico o general, no de modo real.

 

Antes de terminar conviene aclarar, sin embargo, que a partir del movimiento modernista y de su condenación por la Encíclica Pascendi, la terminología filosófica en lo que respecta al concepto de lo trascendente se ha complicado, a mi juicio de un modo erróneo e innecesario.

 

En efecto, este movimiento introdujo el llamado principio de inmanencia, cuyo sentido puede ser resumido en estas palabras: “no hay nunca para nosotros un dato puramente externo”[44]. Este principio, que adopta las posturas teóricas de Espinosa[45], Kant[46], Fichte[47], Schelling[48], Hegel[49] y también de Husserl[50], tiene un doble inconveniente: introduce, primero, en el plano de los principios un substantivo abstracto (inmanencia) allí donde la escolástica, refiriéndose a la vida había usado un adjetivo activo (actio inmanens, motus inmanens); e induce por oposición a él, en segundo lugar, la trasformación del término «trascendente» también en un substantivo abstracto, a saber, «trascendencia»[51], que significa lo exterior, lo que está fuera de la inmanencia. Aceptar la oposición trascendencia-inmanencia es incurrir, por un lado, en olvido del acto, substantivando abstractamente actividades reales, e incurrir, por otro, en olvido de lo realmente último, que es la indicación más propia de lo trascendente, substituyéndola por la indicación fuera-dentro[52], que no es la referencia originaria de esos términos, sino una indicación marginal y desorientadora para el hallazgo de los trascendentales[53].

 

La introducción de esos términos con tales significados, salvo que se haga con fines de refutación, no añade ni aclara nada, sólo sirve para confundir nociones. Téngase en cuenta que lo trascendente -si es lo último- no debe tener opuesto, y, por tanto, oponerlo a lo inmanente es una incongruencia nocional. Y, de modo paralelo, oponer lo inmanente a lo trascendente implica malentender lo inmanente, que se diferencia más bien de lo transitivo[54]. La diferencia entre transitivo y trascendente es notoria: lo trascendente no necesita transitar[55]. Poniéndonos en el caso del hombre, que es el que pudiera crear algún equívoco, cuando Agustín dice “trasciéndete también a ti mismo”, el “también” indica que antes debe haber trascendido las cosas mudables exteriores, y después a sí mismo, pero todo ello ha de suceder en el interior del hombre, no es ninguna transición de fuera adentro, ni de dentro afuera: “no te vayas fuera, vuelve hacia ti mismo… en el hombre interior habita la verdad”. En ningún trascender filosófico hay un salir ni un entrar transitantes, por lo que, en sus sentidos originarios, ni «trascendente» se opone a «inmanente», ni significa lo exterior respecto de lo interior[56]. La denominación apropiada del mal llamado principio de inmanencia debería ser más bien la de principio de clausura, el cual sí sería opuesto al principio de apertura (“el ente se dice de muchas maneras[57]) que rige en el ser para los grandes clásicos de la filosofía y que, en cambio, no es opuesto a la inmanencia en su sentido originario.

 

El recurso a la historia del pensamiento como ayuda para entender adecuadamente las indicaciones nocionales, en nuestro caso la de lo trascendente, es siempre clarificador. Según los datos aportados, el término que primero se usó, históricamente, fue el verbo «trascendere» (Agustín) y con posterioridad en el medievo el término «transcendentia», plural neutro de «transcendens», con la misma significación que después ha venido a tener «transcendentalia», o sea, los trascendentales. De «transcendentalia» derivó, después, a partir de Kant, el adjetivo «trascendental» que vino a significar: condición a priori y subjetiva del conocimiento humano, situada más allá de los datos empíricos. Asimismo, Kant introdujo el adjetivo «trascendente», para calificar a los principios que sobrepasan los límites de la experiencia e incitan (incorrectamente) a sobrepasarlos en nuestro uso del entendimiento, en oposición al adjetivo «inmanente» que califica a los principios que regulan el uso (correcto) del entendimiento dentro de los límites de la experiencia posible. Con el movimiento modernista ha aparecido el substantivo abstracto «inmanencia» como aquel principio según el cual todo lo real es interior a todo, quedando así abolido cualquier trascender. Y finalmente, los existencialistas han utilizado el término «trascendencia» como el substantivo abstracto correspondiente a trascender y opuesto a la inmanencia del conocimiento humano. Todos estos sentidos modernos del trascender y de lo trascendente, cuando no han sido abiertamente negativos, han sido por lo menos sentidos restrictivos, que no corresponden a la realidad última aludida, desde sus inicios, por la noción de los trascendentales.

Por mi parte, y ateniéndome a la guía histórica del pensamiento, he comenzado por el trascender humano, he pasado del trascender a lo trascendente, no intentando iluminar la noción de lo trascendente desde la noción abstracta de trascendencia ni desde la noción de trascendente como opuesto a inmanente, sino desde la noción de trascendente como último, en que coinciden las vías metafísica y antropológica. Y, de ahí he llegado, finalmente, a la noción de los trascendentales. Por lo que, en definitiva y en congruencia con todo lo dicho, propongo entender con el término «trascendentales» aquellos hallazgos hechos por el trascender humano que son últimos, abiertos e intransitivos, y que si no fueren por sí mismos absolutamente irreferentes o incondicionales, lo son de modo relativo o condicional por estar abiertos a los absolutamente irreferentes.

 

 

2.-Características distintivas de los trascendentales.

 

 

Más arriba he indicado que los primeros en estudiar con detenida atención los trascendentales fueron los filósofos del medievo, si bien la vía de la interioridad abierta por Agustín de Hipona no fuera desarrollada por ellos con todo el esmero que requiere. Tomando sus averiguaciones como punto de partida, señalaré algunas de sus deficiencias, y, por tanto, algunas mejoras imprescindibles en la doctrina medieval sobre los trascendentales.

 

Los medievales, que tienen el mérito de haber desarrollado tan decisiva doctrina, mezclaron, no obstante, la cuestión de los universales con la de los trascendentales. En efecto, para una inmensa mayoría de los escolásticos los trascendentales son en sí mismos términos o conceptos, de ahí el tratamiento prevalentemente lógico que suelen darle y que perdura incluso entre los modernos neoescolásticos. Ya en un trabajo anterior mostré mi radical desacuerdo con este enfoque[58]. Si presto toda mi atención y un notable esfuerzo a la investigación de los trascendentales, es porque, en vez de considerarlos como meros conceptos fabricados por el entendimiento humano, con mayor o menor fundamento en la realidad[59], entiendo que son realidades que sobrepasan nuestra comprensión, aunque no todo nuestro conocimiento ni nuestra capacidad de búsqueda. Téngase en cuenta que Aristóteles trató de ellos al hablar de los principios, pero los principios que investiga la filosofía han de ser, ante todo, los principios reales.

 

Empezaré por considerar la aludida confusión entre los trascendentales y los universales[60], en la que se evidencia el enfoque prevalentemente lógico que hasta ahora se les ha dado. Es verdad que existe alguna afinidad entre los universales y los trascendentales, pero no es verdad que los trascendentales sean los universales, ni siquiera los universales por antonomasia. Desde luego, si los universales son entendidos como meros predicables, nos seguimos moviendo en el terreno del pensar y no en el de la realidad, es decir, seguimos considerando a los trascendentales como pensamientos nuestros y no como realidades. Pero, aun si consiguiéramos entender al universal en su dimensión real, es decir, como ´uno en muchosª[61], haciendo expresa declaración de su fundamento real -que es la concurrencia de la causa formal con la causa material-, y aunque a esas formas reales concausales con la materia les competa cierto sentido de la prioridad, se puede descubrir que su prioridad no es prístina, sino derivada. Los trascendentales no pueden ser sólo´uno en muchosª, ni siquiera ´uno en todosª, porque ellos están muy por encima de las causas, aunque las causas tengan una cierta prioridad real. Desde luego, los trascendentales son prioridades, pero no meras prioridades causales. Más exactamente: las prioridades causales son modos de la potencialidad del ser mundano, mientras que los trascendentales a que aludo han de ser actos.

 

He ahí, por consiguiente, la primera caracterización distintiva de los trascendentales: los trascendentales son actos[62]. Pero nada más averiguar esto se ha de añadir que no pueden ser cualesquiera actos, sino los actos trascendentes, radicales, como diría Ortega, es decir, últimos o primeros, pero más allá de los cuales no existe nada en su línea: serán, pues, realidades insuperadas en su propio plano. Esos actos han de ser, en coherencia con lo dicho, actos prístinos, irreductibles y perfectos en su línea, puesto que si no lo fueren, no serían realmente insuperados ni últimos, y tendrían algún acto más allá de ellos.

 

En cuanto que actos prístinos, irreductibles y perfectos, los trascendentales no pueden ser ni substantivos ni elementales ni quietos, ni tampoco pueden estar supuestos. No pueden ser substantivos, porque la substancia es un predicamento o género, por cierto el básico o más bajo, pero los actos trascendentales han de estar más allá de todos los predicamentos, según dijo Aristóteles y según es fácil entender, pues la substancia no es acto perfecto, sino concausalidad hilemórfica capaz de servir ulteriormente de apoyo para los accidentes, que la perfeccionan. Los trascendentales no pueden ser elementos de ninguna otra cosa, dado que lo elemental es perfeccionado en su línea por la composición. En realidad, los elementos son substancias capaces de componer otras substancias, que por ello se denominan mixtas. La elementalidad, como la substantividad, es un sentido de la prioridad inferior a la concausalidad total, es una concausalidad parcial, por tanto ni siquiera última en el orden de la causalidad. Tampoco pueden ser quietos o inertes, puesto que «acto» connota actividad: nada real puede ser inerte, mucho menos las realidades últimas. Esto implica que su actividad ha de ser perfecta, es decir, en algún sentido, vital. Pero aún menos pueden estar supuestos, dado que «suponer» lleva consigo la anterioridad del pensamiento a lo supuesto, ahora bien los trascendentales son aquellos actos que no admiten en su línea ningún tipo de prioridad respecto de ellos, y en ese sentido dije que son prístinos.

 

A algunos, tales características podrían parecerles, a su vez, simples declaraciones de implícitos de la noción de «trascendentales», por lo que se me podría objetar que aún no he abandonado del todo el plano de consideraciones lógicas que yo mismo critico por insuficiente. Ruego a éstos que no confundan búsqueda con reflexión lógica, y que tengan en cuenta que cuanto vengo haciendo es intentar, a partir de los hallazgos clásicos, caracterizar con mayor precisión las realidades que busco.

 

Ciertamente, con las características que acabo de esbozar no se establece la existencia real de aquello que se busca, es decir, de los trascendentales, pero sin ellas tampoco podríamos reconocerlos, si los encontráramos. Sigamos, pues, buscando y esperemos lo inesperado, como aconsejaba Heráclito: esperar lo inesperado no es eliminar de antemano toda sorpresa, sino disponerse activamente a ser sorprendido, estar abierto y atento a los distintivos de los trascendentales.

 

Pues bien, siguiendo el espíritu de las investigaciones medievales, lo más destacado y característico de los trascendentales es que son comunes a todas las cosas, por lo que no deberían ser ninguna cosa en particular. Ya he indicado reiteradamente que los medievales no trataron de modo adecuado nuestro tema, al definirlos como conceptos (ente) o como los modos generales que acompañan a todo ente[63], y al incluirlo dentro del ámbito de los predicables[64]. En la natural, aunque inaceptable, tendencia humana a facilitarse la comprensión de los hallazgos grandes y difíciles, tentación de la que nadie está libre, muchos medievales redujeron esta característica a una mera propiedad lógica: los trascendentales serían unos predicables que lo abarcan todo, es decir, unos términos omniabarcantes. De este modo ni siquiera eran entendidos por algunos como conceptos universales, sino más bien como ideas generales, las ideas más generales de todas, dando pie a la posterior crítica medieval y moderna respecto de los trascendentales, a saber: que tales conceptos cuanto más abarcan menos informan y, por lo tanto, son términos irrelevantes para el conocimiento real, puros comodines para la pereza intelectual[65]. Justamente esta confusión elimina los trascendentales, pues los convierte en géneros, que debieran ser el mínimo superado por ellos.

 

Pero, insisto, si se quiere proseguir el espíritu, que no la letra, de las averiguaciones medievales, en especial si se quiere proseguir el realismo, o prioridad del ser sobre el pensar, que es la doctrina y orientación de sus talentos más destacados[66], cabe traducir la característica de validez común de los trascendentales del siguiente modo: hay actos cuya actividad lo abarca todo sin restricción alguna, que por ello no excluyen a ningún otro acto; más aún, que son compatibles sin merma ni partición con todo otro acto. Esta característica constituye un gran paso adelante para entender el distintivo real de los trascendentales.

 

Algo semejante presintieron vagamente ya los grandes filósofos antiguos, pues, como dice Hegel[67], a la antigua representación de Dios como Némesis, en la que lo divino y su efectividad era interpretada como una fuerza homogeneizante que destruía lo alto y lo grande, contrapusieron Platón[68] y Aristóteles[69] la concepción de un Dios que no es envidioso. También Agustín de Hipona había barruntado algo semejante en el campo antropológico, cuando dijo que el bien verdadero es aquel que ni lo recibes ni lo pierdes contra tu voluntad[70], es decir: aquel acto que ni excluye ni restringe la libertad del que lo recibe[71]. Y Tomás de Aquino supo darse cuenta de esta decisiva característica de lo último, y la expresó con mayor claridad que los anteriores, cuando dijo que hay bienes que al ser compartidos no se dividen ni se pierden, y esos son los bienes superiores[72].

 

Explicando con ejemplos concretos de la vida humana la profunda verdad que propongo, cabe observar la existencia de perfecciones que cuando se dan se pierden. En las perfecciones materiales esto es evidente: quien da su capa, su comida o su dinero a otro deja de tenerlos él, y si se reparten entre muchos, ninguno de ellos los recibe enteros, sino sólo una parte, por lo que su comunicación entraña pérdida, tanto por el cabo del que da como por el cabo de lo dado. Sin embargo, cuando se da el ser, no sólo no se pierde ni se mengua el propio, sino que se enriquece el que lo da (paternidad) y se beneficia el que lo recibe. Asimismo, cuando se explican las propias ideas, las ideas mismas no se trocean, ni el que las propone ni el que las entiende pierden nada, antes bien ambos ganan: el que las explica gana en claridad y penetración al hacerlo, y el que las entiende, pudiendo estar de acuerdo o en desacuerdo con ellas, gana al entenderlas, pues le sirven como adquisición de conocimientos y de orientación. Lo mismo se diga del amor[73]: en el amor no hay pérdida, porque el amor no se tiene antes de amar, y, por supuesto, no disminuye en nada la perfección de los amantes ni se divide en partes, sino que cada uno de los que se aman crean y gozan íntegramente su amor.

 

Eso mismo ha de ser dicho de las perfecciones trascendentales, pero advirtiendo que, en este caso, más que de bienes, ha de hablarse de actos: existen actos cuya actividad abarca a todo otro acto sin que se divida ni se pierda, y sin que mengüen en nada ni ellos ni los actos a los que afectan. Precisamente porque en nada interfieren, menguan ni perturban a ningún otro acto, ni tampoco sufren interferencia, mengua o perturbación en sí mismos, carecen de opuesto[74], y en esa misma medida esos actos son irrestrictos y comunicables. Los actos que buscamos son, pues, actos prístinos, irreductibles, perfectos, irrestrictos y comunicables.

 

Pero de lo recién destacado se deduce aún algo más: ser, entender y amar son actos que no se excluyen, sino que positivamente se interrelacionan. Amar implica entender y ser; entender implica ser, pero también una relación con el amar; y ser implica relación con el conocer y amar. Ser, entender y amar no sólo no se oponen ni estorban en ningún caso, antes bien se relacionan activa y mutuamente, de modo especial cuando se trata del ser, entender y amar supremos. Los actos trascendentales han de ser, pues, actos inamisibles, compatibles y mutuamente referentes.

 

Con esta tercera característica enlaza otra que, como adelanté, fue descubierta y enunciada en términos reales ya por Agustín de Hipona, y que recibió una elaboración más depurada en la Edad Media bajo la doctrina de la conversión de los trascendentales: el ente, la cosa, lo algo, lo verdadero y lo bueno se convierten entre sí. El término «conversión» es tomado aquí de la conversión lógica, que es un procedimiento ya indicado por Aristóteles[75], en virtud del cual a partir de una proposición (o silogismo), mediante el cambio de la disposición y de la cualidad (afirmativa o negativa) de sus términos, se obtiene otra equivalente (es decir con la misma extensión) o semejante (con menor extensión), según sea la conversión simple o per accidens. La conversión de los trascendentales sería una conversión extraordinaria, en la que sin cambiar la cualidad (afirmativa), sino sólo la disposición de los términos, se conserva en todos los casos la misma extensión (universal): todo lo que es es algo, cosa, uno, verdadero y bueno; todo lo que es algo es ente, cosa, uno, verdadero y bueno; todo lo que es cosa es ente, algo, uno, verdadero y bueno; todo lo que es uno es ente, algo, cosa, verdadero y bueno; todo lo que es verdadero es ente, algo, cosa, uno, y bueno; todo lo que es bueno es ente, cosa, algo, uno y verdadero[76]. Se trata de una conversión directa sin mediación de lo negativo ni de lo particular, que hace total y completamente intercambiables a tales términos y proposiciones.

 

De nuevo, nos encontramos en esta doctrina con un enfoque lógico, ahora lógico-proposicional, para describir algo que debiera ser considerado no como pensado, sino como prístinamente real. En efecto, si algo debiera deducirse en sentido real de la conversión de los trascendentales, sin duda sería que los trascendentales tienen todos el mismo rango real. Pero no ha acontecido así, sino que los más realistas entre los estudiosos de los trascendentales consideraron a unos como meras versiones del ente, al que sólo añadirían consideraciones de razón, y a otros como propiedades relacionales del ente. De donde se deduce que, para ellos, sólo el ente es realmente trascendental, los otros trascendentales tienen un rango inferior.

 

Existe al respecto un problema de congruencia en la filosofía clásica. En efecto, ¿cómo es posible que el ente tenga propiedades relacionales? ¿Cómo, con qué y para qué podría tenerlas, si nada hay fuera de él? Relación supone distinción, pero fuera del ente no hay nada. ¿Serán, pues, relaciones del ente consigo mismo? En ese caso, o tales relaciones no son reales, o el ente se desdobla realmente, pues –como digo– toda relación supone distinción. Admitamos el primer supuesto, que es el que corresponde a la consideración de los trascendentales como «versiones» del ente: ¿qué acontecería si las relaciones del ente no fueran reales? Pues que serían meramente pensadas. Pero, en este caso, el pensamiento mismo no podría ser irreal, pues si lo fuera, esas relaciones ni siquiera serían pensadas, esto es, ni siquiera podrían ser irreales. Por tanto, para que tales relaciones irreales tuvieran algún lugar posible, habría al menos de existir una relación real, la del ente con el pensamiento.

 

Consideremos ahora la otra posibilidad, que es la que corresponde a la interpretación de los trascendentales como «propiedades relacionales», a saber: la posibilidad de que el ente se relacione consigo, desdoblándose. Si se desdobla, es que adquiere alguna distinción real, ya que si su desdoblamiento es puramente irreal, el ente se relacionaría o con la nada, o de nuevo con el pensamiento, en vez de consigo mismo. Ahora bien, si adquiere una distinción real, entonces lo distinto ya no se reduce realmente al ente, sino que le añade algo realmente nuevo, y eso nuevo debería ser anterior a la relación misma, dado que la relación es posible gracias a la novedad aportada por el desdoblamiento real del ente. Antes, pues, que la relación habría de desarrollar el ser sus propiedades como distintas de él, y luego relacionarse con ellas. Dicho de modo más directo, antes que la relación misma, habrían de ser producidos en el ente un entendimiento y una voluntad con los cuales pudiera entablar relación. Por eso, resulta sorprendente la ingenuidad con que se afirma que, sin distinguirse realmente de él, lo verdadero y lo bueno son las relaciones del ente con la inteligencia y con la voluntad: ¿cómo podría relacionarse el ente con ellas, si al menos la inteligencia y la voluntad no fueran realidades distintas del ente y tan previas a la relación como el ente mismo?

 

Repito. En primer lugar, si las propiedades que he llamado ´versionesª del ente son puras consideraciones de razón del ente en la medida en que lo diferencian de la nada, de la apariencia y de la división, sin duda se requiere alguien que las considere, por lo que para que tales propiedades de razón tuvieran lugar, por lo menos habría de existir una relación real, la del ente y el entendimiento. En cuanto a las propiedades que he llamado propiamente ´relacionalesª, a saber, lo verdadero y lo bueno, o bien esas relaciones son irreales o bien reales. Si son irreales, vale para ellas lo mismo que hemos dicho respecto de la propiedades ´versionesª. Si son reales, para que puedan existir es necesario que previamente existan como distintos los otros términos de la relación, a saber: el entendimiento y la voluntad.

 

De lo recién expuesto se deduce que, tanto si los trascendentales son entes de razón, como si son entes reales, el entendimiento y la voluntad han de ser tan originarios como el ente mismo. Insisto. No modifica para nada a este problema la consideración de que el verum y el bonum sean propiedades del ente, porque lo que afirmo es que para que pudieran serlo es preciso que el entendimiento y la voluntad sean a la vez que el ente y tan originariamente reales como él. Las diferencias de rango con el ente no afectarían al entendimiento y a la voluntad[77], sino todo lo más a las relaciones, bien de razón o bien reales, que surgen gracias a ellos. Carecería, también, de sentido sostener que entendimiento y voluntad sólo se distinguen conceptualmente del ente, porque la distinción conceptual vuelve a exigir la realidad del entendimiento que distingue. Todas las consideraciones, pues, que suelen hacer los escolásticos acerca del aliquid, del unum, de la res, del verum, del bonum, etc. se basan en el acto del entendimiento y, en su caso, en el de la voluntad[78].

 

De donde se concluye que los trascendentales reales últimos son los actos correspondientes al ente, al entendimiento y a la voluntad. Ahora bien, el acto que corresponde al ente es el ser, el que corresponde al entendimiento es el entender, y el acto último o trascendental que le corresponde a la voluntad es el amar. Esos son los trascendentales por antonomasia o reales.

 

Tras esta importante aclaración, podré precisar ahora mejor la convertibilidad real de los trascendentales. Como he adelantado más arriba, el distintivo real de estos tres actos es su inamisibilidad, su compatibilidad y su mutua referencia. El acto de ser no se pierde al trasmitirlo, ni tampoco el de entender ni el de amar; más aún, tales actos no excluyen nada ni merman en nada la actividad de los otros, por lo que pueden ser compartidos sin mengua, disminución ni desaparición: son actos sin oposición posible. Lo opuesto al acto de ser es la nada. Lo opuesto al acto de entender es también la nada, lo opuesto al acto de amar es, de nuevo, la nada. En cuanto que no tienen opuestos son, pues, actos equivalentes por su amplitud y enteramente compatibles entre sí.

 

En consecuencia, los actos trascendentales, en la medida en que carecen de opuesto, son equivalentes en la irrestricción de su amplitud. Tal equivalencia en la irrestricción es sólo el aspecto negativo de una equivalencia más profunda: la identidad de rango real de los mismos. Pero la carencia de toda oposición afecta realmente y de modo positivo a la compatibilidad de sus actividades: siendo distintos[79], estos actos irrestrictos no se estorban ni ponen obstáculos entre sí. Y esa compatibilidad no se puede reducir a una mera no exclusión mutua o ausencia de oposición entre ellos –en cuanto que carecen de todo opuesto–, sino que, si ha de ser entendida en términos reales, debe indicar positivamente que cada uno de ellos coexiste de modo activo con los otros. Por lo tanto, los actos trascendentales son actos de idéntico rango real, realmente compatibles, y realmente referentes o remitentes los unos a los otros.

 

Con estas señas tan absolutamente únicas y sorprendentes, sí que es posible establecer ya la ïndole real de los trascendentales. En primer lugar, los trascendentales han de ser actos. Dicho requisito no es cumplido por los conceptos o predicables trascendentales. El ente será el primer concepto en el que se resuelvan los demás, pero, así considerado, no es acto real. El trascendental «ente» ha de ser entendido más bien como «ser», pues ser indica acto o actividad real. Tampoco el aliquid ni la res ni el unum (si se lo toma como indivisión) indican en manera alguna actos, y menos aún actos real e íntegramente comunicativos, sino conceptos que expresan negación u oposición (pensadas) respecto de la nada, de la apariencia y de la división[80], es decir, que connotan más bien cierta exclusión e incompatibilidad, por lo que no pueden ser considerados en modo alguno como trascendentales reales. En cuanto a lo verdadero y a lo bueno, cabe distinguirlos de la verdad y del bien o bondad, como hace Agustín[81], o tratarlos como equivalentes a ellos[82], que es lo que comúnmente se hace; pero en cualquier caso, si se consideran como relaciones o propiedades del ente tampoco indican directamente acto alguno[83]; sólo si, en cambio, se las considera como el entender y el amar, es decir, como actos relacionales, entonces sí que corresponden a actos reales prístinos y son real y plenamente convertibles, es decir, trascendentales.

 

 

 

 

  III. LOS TRASCENDENTALES INCONDICIONALES.

 

 

Las precedentes caracterizaciones previas de los trascendentales nos permitieron distinguir entre trascendentales condicionales e incondicionales. Estos últimos se caracterizaban por ser irreferentes a cualquier otra realidad, por ser los actos y realidades supremas sin esfuerzo ni relatividad algunos. En este sentido se puede decir de ellos que su primordialidad ha de ser absoluta, su perfección insuperable, su irreductibilidad inconfundible, su coexistencia íntegra. Y puesto que hemos establecido que son tres actos distintos, pasaré a describirlos uno a uno.

 

 

1.-Descripción de la realidad del ser trascendental incondicional.

 

El ser incondicional es acto y acto operoso, es decir, operante directa, inmediata e indeficientemente, en el doble sentido de que ni puede faltar ni puede decaer: su ser es operar y su operar es ser. Como tal, su actuar es puro y su ser es puro, y esto quiere decir aquí que su ser es pleno y su hacer es pleno[84]. Por eso mismo es incondicionalmente irreferente, ya que, al no haber diferencia ni distinción alguna entre su ser y su hacer, su actuar no vierte hacia fuera o hacia abajo ni siquiera revierte hacia sí[85]. La plenitud de su ser y su actuar es la indicación de la plenitud de su inmanencia: este ser no es inmanente porque su hacer revierta sobre él sin extrovertirse, sino porque es la perfección misma y fuera de él no existe perfección alguna. La inmanencia del acto de ser no es cerrazón, porque nada es fuera de él. Entendido así, como actividad operativa plena e inmanente, el acto de ser es la vida perfecta[86] e insondable. Y esta vida no está regida por ninguna instancia exterior, como mostraré más abajo, ni siquiera por ninguna naturaleza interna, ya que en él ni el ser es anterior a su operar, ni el operar es anterior al ser. Ha de entenderse, pues, que el ser incondicional como acto es vida perfecta y libre sin restricción alguna.

 

Como acabo de mostrar, el ser es acto plenamente perfecto, vivo y libre, pero inmediatamente ha de añadirse que es el acto primero. Esto no significa sólo que antes que el ser incondicional no existe nada, sino sobre todo que el ser es la dimensión más radical de la realidad, tan radical que nada es real sin ser. Tomás de Aquino luchando también con el lenguaje y los límites del pensamiento humano condensó en una frase lo que yo estoy intentando formular: “Esse autem est illud quod est magis intimum cuilibet, et quod profundius omnibus inest[87]. El “cuilibet” y el “inest” remiten a implícitos inaceptables e incongruentes con el tenor de la frase, pues parecen indicar que hay algo anterior al ser a lo que él es íntimo y en lo que él está ínsito, pero lo que en verdad sugiere esa frase es espléndidamente claro: el ser es lo más profundo e íntimo de la realidad, o sea, lo primera, primaria y originariamente real[88]. Según esto, la realidad primera es el ser incondicional, y el acto se entiende primeramente como acto de ser incondicional. A este carácter absolutamente primero del ser es a lo que se alude cuando se dice que el ser es el principio sin principio[89], expresión en la que se reúne la originariedad y la ausencia de antes, que es lo que se ha de entender por lo incondicionalmente primero. De la ausencia de precedente alguno deriva su carácter de ingénito, que algunos neoplatónicos atribuían al Uno. Pero si se tiene en cuenta la característica de la actividad viva, perfecta y libre, entonces el ser trascendental incondicional ha de ser también imperecedero. Acto primero significa, pues, en el plano trascendental acto puramente originario.

 

La libertad del acto de ser trascendental no consiste en que pueda optar por no ser, pues poder no ser es una neta imperfección, y él no admite ninguna, por lo que carece de todo sentido una libertad de elección respecto del propio ser, sin que por ello debamos pensar que su ser sea necesario, pues nada existe ni fuera ni dentro de él que lo determine a ser: él simplemente es en plenitud. La libertad originaria ha de ser entendida como libertad absoluta de iniciativa en todas sus operaciones. También aquí las palabras pueden traicionar lo que se pretende sugerir: libertad de iniciativa no significa poder iniciar o no, sino más bien libertad como iniciativa: el ser trascendental incondicional tiene en sí mismo toda iniciativa de modo simple, es decir, sin necesidad ni interna ni externa y sin la opción contraria (que es indicio de imperfección), porque él es iniciativa pura, esto es, la libertad primera que corresponde al principio sin principio.

 

Hasta aquí llega la inteligencia humana en su caminar más allá de sí misma. Pero nuestro intelecto agente puede llegar aún más lejos, si en vez de guiarse por sus propios indicios, se deja guiar por los trascendentales mismos. En efecto, es perfectamente razonable o inteligible que, si los trascendentales son actos reales y libres con libertad de iniciativa, puedan tomar la iniciativa respecto de nuestro intelecto. Esto significa que es real y racionalmente posible la existencia de una revelación. Si aceptamos libremente los datos de la revelación cristiana, que es la única que informa acerca de la realidad de los trascendentales, aunque por su misma índole esa realidad sea indeductible e incomprensible, podremos obtener algún conocimiento más próximo y menos inexacto de la misma.

 

Así, gracias a la revelación, de este acto de ser originario que es vida, perfección y libertad venimos a saber que, primero, es Persona y, luego es Padre. La revelación empieza confirmando, o mejor, adelantando a nuestra inteligencia que el ser es el nombre de Dios: “Yo soy el que soy”[90]. Con esto se nos informa que Dios es el ser y que el ser es Persona, pero a partir de ahí todavía no se entiende enteramente qué es ser persona[91]. En cambio, la ampliación informativa de que Dios es Padre nos aclara el ser personal. Padre es una noción relacional, por donde descubrimos que la persona en su más alta realidad es relación, pero relación interpersonal[92].

 

De estos dos datos podemos deducir, primero, que el ser originario no es un acto cerrado en sí mismo ni es la soledad o incomunicación forzosas, sino que es libre comunicación pura, sin decadencia y sin necesidad, pues de lo contrario su comunicación sería inferior (y distinta) a su ser, y no podríamos decir con verdad de él que es Persona. Venimos por aquí a saber que la perfección más alta o el grado más alto de toda perfección es la comunicación. Lo que concuerda con los datos de nuestro saber humano: cuando se posee una perfección en el grado de comunicarla sin perderla, se tiene en grado insuperable. Resulta de esto que aquella sobreabundancia del ser que se comunica íntegramente y sin pérdida, es decir, donalmente, es la persona, y que la persona, en cuanto ser que se comunica, es la perfección suprema. Esta es la razón última de la suprema dignidad de la persona. Admitida esta información, tan acorde con nuestro saber humano como insospechada previamente por él, parece que no se puede menos de inferir que de ella no debe carecer el ser, o dicho de otra manera: que siendo acto perfecto y vida perfecta carece de sentido que el ser trascendental incondicional no se comunique. Cuando hablo, pues, de libre comunicación no quiero decir que el ser trascendental incondicional pueda no comunicarse[93], pues la comunicación es la más alta perfección, o el grado más alto de cada perfección, precisamente aquella que define a la persona que es el ser que se comunica libremente. Comunicación libre significa, pues, en el plano en el que nos movemos, plenitud de perfección e iniciativa de comunicación.

 

Una vez admitida la personalidad del acto de ser y su intrínseco carácter comunicativo, es congruente que la comunicación iniciada por el ser trascendental incondicional, o principio sin principio, sea, de acuerdo con él, una comunicación perfecta, sin principio, sin decadencia, sin necesidad. Para él, comunicar será entonces comunicarse: comunicar todo su ser, su operosidad, su vida, comunicar toda su originariedad, comunicar toda su libertad, sin perderlas ni confundirlas. Eso es lo que indica la noción de paternidad. Vemos ahora la concordia del dato de fe con los hallazgos de la inteligencia humana, eso es justamente lo que puede entenderse como fecundidad perfecta: dar el ser, trasmitir la vida y hacerlo con tal perfección que no decaiga en su término, sino que el término de tal comunicación sea idéntico en perfección, originariedad y vida, es decir, viva y real imagen del ser originario. La persona del Padre es padre y sólo padre. El ser supremo y originario lo es como Padre, en intrínseca y personal relación a un Hijo, siendo este Hijo lo más íntimo al Padre[94].

 

Los datos de la fe corroboran, por otra parte, los hallazgos de la inteligencia en su trascenderse. En efecto, ahora podemos entender de modo pleno por qué el ser no es autorreferente, es decir, por qué su acción no revierte sobre él, a saber: porque es intrínsecamente relacional. Asimismo podemos saber por qué la inmanencia del ser no es cerrazón, sino intimidad: porque el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo[95]. También quedan confirmadas la actuosidad del ser[96] y la vida originaria del ser (el Padre tiene vida y ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo[97]).

 

En resumen, el entendimiento humano puede alcanzar la existencia del acto de ser trascendental incondicional, al que entiende como acto operoso, es decir: perfecto, viviente y libre; y como acto primero, o sea, originario e indefectible; pero nunca puede ni siquiera sospechar, a no ser que acepte los datos de la revelación, que es acto comunicativo, esto es, personal y fecundo.

 

 

2.-Descripción de la realidad del entender trascendental incondicional.

 

 

Ante todo, es preciso tener en cuenta que aquí se utiliza con toda precisión el término entender, sin confundirlo con otros tipos de saberes, pues cabe distinguir al menos tres tipos de saberes reales: el conocer, el entender y el comprender[98]. En este apartado me voy a referir exclusivamente al acto de entender.

 

El acto de entender es, como acto, por completo distinto del acto de ser. Entender es hacerse noticialmente otro. La aportación del entender es la noticia, que acontece como un desdoblamiento del propio acto de ser por el cual brota y se acoge la alteridad sin perder el propio ser. El entender es, según lo anterior, el surgir originario y activo de la alteridad en el ser. Para exponer con mayor nitidez esto que digo es conveniente acudir a la manifestación humana de la intelección: la palabra[99]. La palabra es una realidad física (un sonido) que, sin perder su ser, vige no por lo que es, sino por otro. Es lo que Agustín definía como un signo[100]. Sin embargo, eso es sólo la palabra externa. Si queremos alcanzar la verdadera realidad de la palabra, tenemos que considerarla en su mismo surgir, es decir, como actividad, pues antes que producto externo, la palabra es la propia actividad de hacerse otro. Por eso cabe hablar de una palabra interior, de un verbo que no es un sonido, sino la actividad de la mente que permite producir sonidos significativos, es decir, que hace que acontezcan significados. Así pues, por encima de los significados y de los signos existe la actividad de hacerse noticia, sin la cual nada puede significar ni ser convertido en signo. Si el signo remite a otro, es porque un acto ha abierto remisivamente la alteridad, y ese acto es el acto de entender. La palabra interior no es, como cree el nominalismo, mero signo mental, sino real noticia primera de lo real, es decir, manifestación activa de lo real, y la manifestación activa es la primera alteridad real. La primera alteridad es, pues, una alteridad real activa, la del entender. Por eso, el acto de entender es distinto del acto de ser. Pero el acto de entender no es primero como acto, ya que sin acto de ser ni cabe manifestar nada, ni cabe alteridad alguna. La alteridad activa es segunda o relacional como acto, pues sin ser no es posible entender ni como actividad pura ni como actividad segunda. Lo que se entiende primeramente es el acto de ser. De ahí que, en definitiva, el entender deba ser considerado acto de acto, y que no quepa otro acto de acto previo al entender, pues es su actividad la que introduce la primera distinción, la alteridad originaria.

 

Naturalmente, esto que digo se alcanza desde el conocimiento de nuestro inteligir, pero se cumple enteramente en el inteligir trascendental incondicional y perfecto, pues nuestro entender, que es también acto de acto y alteridad activa, no introduce la primera distinción ni la alteridad originaria. Ser acto de acto en este plano trascendental supremo implica que el entender es relativo al ser, manifestación y nueva en el sentido de noticia: la «nueva» no es nueva respecto de lo que trasmite, pues lo real goza de prioridad sobre su noticia, sino que es nueva en cuanto que manifiesta primera y prístinamente lo real. El acto primero es el de ser, el entender es acto de acto, acto segundo (en orden), pero no seguido o derivado, ni repetitivo, sino nuevo, distinto, aportador de la alteridad como manifestación. La manifestación no se reduce al acto de ser, es un acto noticioso y, en cuanto tal, novedoso.

 

Como acto manifestativo del acto de ser, el inteligir puro y supremo implica, de acuerdo con lo anterior, que es un acto relativo al acto de ser, pero -ha de añadirse ahora- no con cualquier tipo de relatividad, sino con una relatividad en el plano mismo del acto, es decir, en el plano de lo prístinamente real. No puede ser de otra manera: por intrínseca congruencia, la noticia del acto de ser originario ha de ser, a su vez, acto originario, pues o está a su altura o no lo manifiesta en modo alguno. Como, además, esa relatividad incluía una cierta posterioridad, ya que la manifestación no puede ser anterior al acto de ser, en el acto de entender supremo se han de reunir estas tres características: relacionalidad, posterioridad y originariedad.

 

La originariedad del acto de entender supremo significa que su novedad es prístina, no añadida ni copiada respecto de la originariedad del acto de ser. De este modo, la actividad de hacerse otro en que se cifra el entender es realmente una forma originariamente nueva de libertad: aquella libertad respecto de todo sí mismo que puede olvidarse de sí y ocuparse íntegramente de su origen, manifestándolo en alteridad. Libertad respecto de sí es carencia de toda atadura intrínseca, no es libertad para elegirse o no a sí mismo, sino libertad como actividad de vacar, en su sentido latino. O dicho de un nuevo modo, «hacerse otro» es realmente un recibir activo. Recibir en el orbe de lo humano suele tener una connotación de pasividad, por lo que es justo afirmar que es mejor dar que recibir. Pero si nos referimos a un recibir absolutamente activo y libre, entonces recibir es otra forma originaria de dar. A algunos les podrá parecer en principio un juego de palabras, ya que si recibir activa y libremente es una forma de dar, parece que el propio término «recibir» pierde su sentido, y no debiera ser utilizado. Pero no se trata de ningún juego: una cosa es la escasez del lenguaje y otra la de las nociones. Acto de acto es actividad plena y total sin pasividad alguna, pero que se emplea íntegramente en hacerse otro. Hacerse otro no es disfrazarse, trasformarse ni autoeliminarse: hacerse otro es empeñar toda la actividad propia en manifestar al acto primero, en convertirse en noticia del ser, al ser[101]. Hacerse otro implica ser, pero no supone lo otro, pues es precisamente hacer lo otro, inaugurar la alteridad. Por su lado, recibir tampoco supone aquí ningún recipiente o receptor previo[102], ni pasividad alguna, sino que sólo pretende ser una descripción de la referencia al ser y de la maleabilidad del acto de entender cuya ganancia nocional consiste en la indicación de acogimiento[103].

 

La primera aparición del acogimiento se da en el entender. La fecundidad qua talis no implica acogimiento, sino sobra y abundancia del ser. Hacerse otro, en cambio, trae consigo junto a la introducción de la alteridad, el hacer lugar a lo otro en el propio acto, otorgándole la dignidad de acto[104]. El acoger es la novedad originaria de la actividad segunda o posterior. Sin acto de entender no cabe comunidad alguna: él mismo es el acto primero de toda comunidad. En efecto, para que exista comunidad tiene que darse comunicación y recepción activas. Y eso implica alteridad y semejanza, que son aportadas por el recibir activo o hacerse otro. Para que exista comunidad en el plano trascendental supremo no basta con el ser originario, hace falta que exista la alteridad originaria, ni basta con que ambos existan por separado (cosa imposible), es preciso que el acto originario de ser se comunique y el acto de entender acoja activa y libremente la iniciativa del acto de ser, ocupando toda su actividad en hacerse noticia, manifestación y luz viva del acto de ser. Entender es, entonces, acoger el ser haciéndolo lucir. El acto de entender, junto al acto de ser, instaura así la comunidad originaria. No es posible comunidad alguna sin actos de ser y de entender.

 

La inmanencia del acto de entender es la inmanencia de una comunidad de actos. De suyo, la noción misma de inmanencia la toma el hombre del acto de entender, que es la vía por la que venimos a descubrirla. Sólo la modernidad ha malinterpretado la inmanencia de la actividad intelectual como círculo clausurante. Desde luego, el entender es inmanente porque su actividad no sale de él, no repercute fuera[105], pero esa es una indicación puramente negativa de la inmanencia. Lo positivamente intrínseco de la inmanencia como actividad es la mutua inclusión en el entender de las actividades de ser y manifestar. El entender es, pero es haciéndose noticia del ser, al que en su hacerse otro deja ser como acto. El referente de la actividad del entendimiento es antes que él mismo, como creen Espinosa[106] y tras él otros filósofos modernos, el acto de ser. Por lo tanto, la realidad de la inmanencia es la vida como comunidad, o sea, la mutua inmanencia del ser y de su manifestación plena.

 

El entender es la palabra interna del ser, pero palabra que se dirige al ser acogiéndolo. La comunidad real ha de ser una comunidad activa, una comunicación mutua. Y quien hace mutua la comunicación es, desde luego, el que la inicia, pero en especial quien la acoge en los mismos términos del que la inicia. Para expresar adecuadamente lo que vislumbro, sugiero al lector que, alterando la etimología, tome la voz ´comunidadª como derivada, antes que de communis, de communico: el entender es la comunicación mutua del ser y de su noticia. El entender supremo u originario no es, primeramente, y luego realiza la formación de la noticia, sino que su ser es la manifestación o expresión del ser originario. Sin ser originario nada podría ser manifiesto, pero sin su manifestación en la palabra estaría solo. La palabra originaria es intrínsecamente acompañante. Comunidad quiere decir acogimiento activo de la comunicación del ser, o lo que es equivalente, aquella comunicación mutua de ser y entender que implica la mutua inmanencia vital de una vida en común. El término «concepto», tan usado en filosofía, alude a esa inmanencia vital: tomado del concebir contiene una referencia clara a la comunicación de la vida, esto es, a la fecundidad, pero también a la inmanencia del entender, puesto que lo concebido permanece en el interior del ser vivo. Lo concebido permanece dentro del ser y el ser dentro de lo concebido. Mas debe advertirse que, a diferencia de lo genéticamente concebido, esta comunidad de ser y entender no es externa, es decir, no es un tercero entre el ser y el entender originarios, sino el entender mismo en cuanto que palabra inmanente al ser.

 

Quede sentado, por consiguiente, que el entender es referente al ser, y que sólo se cumple su actividad cuando se abre activamente para acoger en su acto al ser como acto, comunicándose en la inmanencia recíproca de la comunidad. La única posibilidad de clausura de un entendimiento es la de no acoger al ser, sino instituir la propia actividad como si fuera ella toda la realidad. Esto sólo puede acontecer por defecto de la actividad inteligente, razón por la cual es imposible que acontezca al acto supremo y perfecto de entender, pero en cambio puede acontecer a los actos condicionales de entender. De ahí la necesidad del autotrascendimiento como método para alcanzar las ultimidades.

 

Hasta aquí llego en el desarrollo del autotrascendimiento de mi entender, que es, como acabo de indicar, el «lugar natural» de este método. Pero en mi ayuda viene de inmediato la revelación.

 

En este punto, la revelación empieza ante todo confirmándonos que los hallazgos hechos por los entendimientos humanos más autotrascendedores han ido por buen camino. Nos informa, en efecto, de que en el principio, esto es, en el origen y desde siempre junto al principio sin principio (Dios) existía la Palabra, y que esa Palabra es Dios, es decir, tan originaria y primera como el principio sin principio[107].

 

A esto se añade que, según la revelación, esa Palabra es vida y luz iluminante[108], verdad[109], y que es la única que conoce a Dios[110] y lo manifiesta[111]. Por tanto, se trata no de una mera palabra dicha, sino de una Palabra activamente inteligente y que habla. Todo lo cual refrenda la vinculación del acto de entender con la palabra interior.

 

Pero como siempre la revelación nos sorprende con datos absolutamente inesperados e incomprensibles, que en este caso se resumen en tres: que la Palabra es Persona, que la Palabra es Hijo y que la Palabra se ha hecho hombre.

 

Si la Palabra es Persona e Hijo, será distinto del acto de ser o Padre, referente a él, pero de su misma realidad y tan íntimo al Padre que el Padre se entiende al engendrar al Hijo[112], y el Hijo es Imagen o Efigie viva del Padre[113]. La Imagen es abiertamente manifestación, tanto que el Hijo viene a ser el rostro de Dios[114], pero no cualquier manifestación sino una tan exacta y fiel manifestación que está a la altura del Padre, es de la naturaleza del Padre, igual a él en dignidad y realidad, por lo que también es llamado «principio»[115], o sea, origen anterior a todas las cosas y en el que todo subsiste por el poder de la palabra[116] que es. Para que la Imagen sea fiel al Padre es preciso que sea también activa y libre, no reflejo necesario ni estática reproducción. Aunque sea claramente sobrepasada, queda avalada, pues, la buena orientación de la expresión ´acto de actoª, que desde la filosofía se podía alcanzar.

 

Además, si es Persona, entonces se comunica, pero su comunicación tiene la forma de una mutua inmanencia de Padre e Hijo[117]. Esto significa en primer lugar que se trata de una comunidad inescindible: el Padre y el Hijo son uno[118]. En segundo lugar, significa que el Hijo vive y opera por el Padre[119], el cual vive por sí mismo y le da al Hijo vivir y operar por sí. Y en tercer lugar, significa que el Padre mora en el Hijo y opera en él[120], quien lo acoge activamente. Por lo tanto, dicha comunidad implica la comunicación donal del ser y del obrar por parte del Padre y un acogimiento donal por parte del Hijo, tal como se vislumbraba en los pasos filosóficos expuestos más arriba en relación con los actos de ser y entender.

 

Esta confirmación es enriquecida aún más con la aclaración de que el Hijo es la Sabiduría de Dios[121]. La palabra «sabiduría» ha recibido un sentido y una carga especial entre los griegos. «Sophía» significa para ellos el saber adquirido por la mucha experiencia, es decir, por el trato directo, largo y atento con la realidad como realidad. El término latino correspondiente le añade un pequeño matiz: «sapientia» viene de «sapere» que alude al conocimiento proporcionado por el gusto. Ese matiz corrobora el contacto directo con la realidad, pero le añade la nota de acogimiento, puesto que el gusto ha de recibir la cosa gustada y recrearse o concentrarse en ella. Desde luego, es, tanto para griegos como para romanos, el saber humano más alto, la meta que deben buscar los humanos por encima de todo para alcanzar la felicidad. Tratándose de la Sabiduría de Dios, habrá de ser, obviamente, el saber supremo y originario, pero puesto que es una Persona dicho saber será un acogimiento donal y directo de la realidad suprema. Esta actividad que se vuelca íntegramente hacia la realidad plena del ser y la tiene de modo comunitario, o en su mutua comunicación, reafirma cuanto dijimos del entender como actividad que acoge al ser e introduce la comunidad originaria, pero aportando un insospechado incremento de realidad.

 

El Hijo, además, es, siempre según la revelación, el que posee la verdadera libertad y nos hace libres[122]. Esa libertad que da el Hijo es la libertad respecto de sí mismo[123], o sea, la libertad que nos capacita para poder dedicarnos plenamente a Dios. Podemos, pues, deducir por congruencia que la libertad del Hijo es la libertad como dedicación total y donal, cosa que por lo demás también nos enseña la revelación[124]. El Hijo es Palabra, pero lo que dice el Hijo no es más que lo que ve y oye al Padre[125]. Y aunque ciertas expresiones evangélicas[126] parecen sugerir una impotencia o necesidad en la actividad del Hijo respecto del Padre, sin embargo son aclaradas en su justo sentido por otras expresiones que muestran el carácter donal tanto de la libre acción del Padre como de la libre fidelidad del Hijo[127]. Por tanto, hemos de entender que la Palabra es toda ella fiel y suprema expresión del ser supremo, al que dedica íntegra y donalmente su actividad. En este sentido es lícito decir que el Hijo se hace obediente al Padre[128]. Lo que significa que el Hijo está a la escucha del Padre para manifestar activa y fielmente cuanto entiende en Aquél. El carácter intrínseco de esta obediencia del Hijo es lo que parecen recoger las expresiones que aluden a la necesidad de su acción, el Hijo es obediencia activa y viva, no como subordinación, sino como Imagen perfecta del Padre. No se trata de que el Hijo no tenga voluntad propia, sino de que donal y libremente no hace su voluntad, sino la del que le engendró y envió[129]. La voluntad del Padre es aceptada y convertida en mandato por el Hijo[130].

 

Siguiendo esta línea, se puede entender que el Hijo preste servicio al Padre, y que entender sea prestar un servicio al ser. El Hijo no ha venido a ser servido, sino a servir, y a El corresponde distribuir los ministerios[131]. El Hijo es Señor o Amo precisamente porque sirve. Lo que distingue al Amo o Señor respecto del Soberano, es que el Amo está directamente interesado en su propiedad, mientras que el Soberano delega su atención en otros, está por encima y separado de sus súbditos. Esa atención directa del Amo a lo suyo la expresamos en castellano con el refrán “el ojo del amo engorda al caballo”. La encarnación del Hijo es la manifestación de su cercanía y de la cercanía del Padre a nosotros: Dios no se desentiende de los hombres, como pensaron muchos filósofos.

 

Pues bien, si este servicio del Hijo a los hombres lo entendemos como manifestación de un servicio más intrínseco a él, a saber: el servicio que le corresponde como Verbo, entonces nos ilumina y enriquece el sentido donal del entender trascendental. En efecto, el servicio del Hijo respecto del Padre es la manifestación. En este sentido, entender era manifestar el ser y, por eso, hemos de decir que presta un servicio al ser, siempre que por servicio no se entienda nada que implique subordinación ni servidumbre ni siquiera utilidad[132], sino un obsequio, concretamente el obsequio de la atención, lo cual para el entender significa el obsequio de sí mismo. La misma palabra «atención» en castellano tiene entre sus significaciones el sentido de regalo u obsequio («tener una atención») y ciertamente es así: atender es donarse el intelecto como actividad. Pues bien, el entender puro es libertad como donación de la atención, no como iniciativa. Hacerse otro es atender, el surgir mismo de la atención. La atención es la actividad novedosa de la mente, su hacerse noticia o nueva. Prestar atención, si se desliga del sentido humano del despiste o de la ausencia de interés, es un darse, y es la realidad primera y pura del servicio. Prestar atención es también el sentido originario de la obediencia, que antes de ser sometimiento de la voluntad es prestar oídos o escucha atenta a la iniciativa del ser. La vista es dispersa, suministra información dispersa. El oído es concentrado, suministra información concentrada: el oído reclama y expresa la atención[133]. Y de audire viene oboedire (prestar oido, escuchar) y oboedientia. Todas estas aclaraciones las hemos ganado desde la revelación, pero poniendo a su servicio la escucha atenta de la inteligencia.

 

Las indicaciones precedentes son ampliadas todavía más por la revelación. En efecto, del Hijo se dice que en él están escondidos todos los tesoros de la Sabiduría y de la Ciencia[134], se entiende que de Dios. De lo que obtenemos una doble noticia: el Hijo es, pues, la riqueza del Padre, y la verdadera riqueza es la sabiduría y la ciencia.

 

Admitida esta información, si se considera que la comunidad originaria es la mutua inmanencia personal de los dos actos originarios de ser y entender, se podrá entrever también que el entender sea la riqueza originaria. No sólo insinúo que no existe riqueza sin comunidad, sino, lo que es más aún, que la riqueza real es la comunidad. Me parece obvio que sin comunidad no hay riqueza, pero quizá no lo sea tanto que la riqueza real es la comunidad[135]. Procuraré sugerir lo que atisbo. La riqueza originaria y auténtica ha de ser no un objeto ni un conjunto de ellos, sino una actividad. En cierto sentido será máximamente rico quien ejerza la actividad máxima, la plenitud de la realidad. Hasta aquí la riqueza corresponde al ser. Pero en la noción de riqueza hay un componente adicional, a saber, el tener: es más rico quien tiene más y mejor su actividad, y tiene al máximo su actividad quien la comunica[136] y al comunicarla no pierde sino que posee su comunicación.

 

De nuevo en este punto nos informa positivamente la revelación: todo lo que tiene el Padre es del Hijo, y todo lo que tiene el Hijo es del Padre[137]. Sin duda la riqueza de la paternidad es el hijo, pero todo lo que es el hijo, como hijo, lo ha recibido del padre[138]. Acudamos otra vez a la mutua ayuda de revelación y autotrascendimiento a fin de hacer nuestra dicha información. Hacerse otro, o entender, es tener. El tener a que me refiero no es el tener cosas. Tener como acto es justamente recibir activamente. El tener no es lo primero. Tener es recibir el ser, pero recibirlo activamente. Antes de tener es preciso el ser y que el ser se comunique. Propiamente el que tiene tiene lo comunicado, mas no sería tener si no lo recibe activamente: se tiene lo que se recibe, pero sólo si se recibe activamente, de lo contrario lo recibido (el ser) se pierde en su carácter de acto[139]. El tener es un acto de acto o recepción del ser, pero su recepción ha de estar a la altura del ser, o sea, ha de ser plenamente activa. El tener implica, así, la comunidad de ser y entender, iniciada por la libre comunicación del ser pero establecida por el entender. Por eso, se puede afirmar que el tener originario es el entender. Lo tenido como tenido no es el ser como ser, sino el ser como tenido o recibido. Pero no existe tenido si no existe tener, luego el tener es la actividad originaria de acoger el ser y convertirlo en tenido. Lo tenido, como tenido, no es anterior a su acogimiento. El tener añade al ser una relación activa de acogimiento, y el acogimiento es lo que entiendo por comunidad activa. En la comunidad originaria existe una mutua inmanencia activa de ser y tener en la que están integrados dos sentidos originarios de la vida y de la inmanencia: la vida como iniciativa y la vida como acogimiento en el que se manifiesta la primera.

 

La riqueza es, pues, no sólo lo tenido, sino sobre todo el tenerlo, pero si lo tenido es el ser, el tener será el entender. Como el ser que aquí es tenido es el ser perfecto, activo, libre e inmanente, el entender que lo tiene es el tener perfecto, activo, libre e inmanente. La riqueza es, pues, absoluta: por el lado de lo tenido y del tener, y lo es porque el entender establece la comunidad perfecta.

 

Exponiendo lo mismo desde otro cabo, prestar atención es establecer la comunidad originaria o interpersonal. Si la comunidad es la riqueza originaria, la atención como escucha es la recepción activa, el tener o la retención del ser originario en que consiste toda riqueza. El entender es la riqueza del ser, pero no hay riqueza originaria sin comunicación. El conocer hace rico al ser, no porque lo haga fecundo ni porque tenga algo que no le haya sido comunicado por la fecundidad del ser, sino porque la recepción activa de la fecundidad la comparte. La fecundidad recibida activamente es el tener originario. El tener activo originario es riqueza porque es un cotener. La riqueza es un cotener: no es rico quien dispone de muchas cosas, sino quien las posee en comunidad.

 

Finalmente, la encarnación de la Palabra, que es su revelación directa, amplía y confirma su accesibilidad para nosotros, no por iniciativa nuestra, sino por gracia. Ella aporta el refrendo real de que la vía seguida por los filósofos no estaba descaminada, pero la supera desbordándola[140]. La encarnación es, en pocas palabras, la apertura de la mutua ayuda de revelación divina e inteligencia humana.

 

Como entendió Agustín, la información de que existe desde siempre junto a Dios una Palabra que es Dios, nos indica que la Palabra tiene valor trascendental, y ese fue el primer paso en firme para su triple conversión: al cristianismo, a la filosofía y al monacato. Esta información conservaba y elevaba los descubrimientos de los neoplatónicos, los cuales, si bien se mantenían en línea con los del estoicismo y el platonismo, llegaron a Agustín por la mediación de Mario Victorino, cuyas traducciones los vertieron al latín con claro acento cristiano. Por eso Agustín pensó con toda naturalidad que los filósofos paganos habían llegado a vislumbrar al Verbo divino[141]. Lo que, para mi propósito, significa sobre todo, que el Verbo divino es alcanzable por la inteligencia humana, o en otras palabras: que es accesible a la iniciativa de nuestro entendimiento el carácter inteligente del primer principio[142]. Pero bien sabido que no lo es ni su carácter personal, ni su distinción del principio sin principio, ni mucho menos su encarnación.

 

En definitiva, la encarnación del Verbo es el dato que nos abre la vía para el autotrascendimiento metódico, esto es, para la concordia y consecuente ayuda mutua entre revelación y entendimiento humano. Sin la encarnación o revelación del Verbo no podríamos conocer la pluralidad real de los trascendentales, y sin ésta apenas podríamos hacernos inteligible -no digo comprensible- la plenitud de la revelación. No se puede amar la verdad más que a uno mismo, como exige el autotrascendimiento agustiniano[143], si la verdad no es una Persona. Pero tampoco se puede amar la verdad si no existe una consanguineidad entre nuestro entender y el entender divino[144], es decir, si nuestro entender, siendo iluminado, no fuera él también una luz activa capaz de ver la luz que lo ilumina. La encarnación nos confirma que la atención al ser es realmente un acto distinto del ser, relativo a él, activa recepción del mismo que introduce su manifestación o epifanía y con ella la comunidad primera: en la atención al ser, el ser comparece como luz en el medio, y ese medio que acoge al ser y se ilumina manifestándolo es la sabiduría. Pero la inteligencia confirmada y sobreelevada por la revelación, puede ayudarnos a hacer nuestros los datos de la revelación: la Palabra es una realidad suprema, distinta del ser, pero tan originaria como él, y no extraña al entender humano.

 

 

3.-Descripción de la realidad del amar trascendental incondicional.

 

 

De los términos usados hasta ahora para designar las realidades supremas el de «ser» tiene un estricto precedente histórico en la línea aristotélico-tomista, el de «entender» sólo tiene precedentes en la medida en que se ha identificado el ser con el entender de Dios, o se le ha propuesto como constitutivo esencial de la divinidad (M.Eckhart); en cambio, el que utilizo ahora de «amar» hiere el oído en su forma de infinitivo, un tanto dura o forzada frente a la denominación tradicional y constante de «amor». Aunque mi pretensión no es la de contrariar los usos, la elección de la forma de infinitivo no es arbitraria: obedece a la índole misma de lo que busco describir.

 

El término hizo su primera entrada en la filo-sofía justo en su mismo nombre y, según la tradición, por aportación de Pitágoras, quien lo utilizó para diferenciar el saber de los hombres respecto del de los dioses, y lo describió con la conocida metáfora de la celebración de los juegos. Aquí el amor significa actividad de búsqueda por parte del hombre, que consiste en dejar que las cosas se muestren por sí mismas como son ante nuestra atenta y no interviniente mirada.

 

Con todo, el primero que dió categoría metafísica al amor fue Empédocles. Este autor introdujo la distinción entre dos tipos de principios, por un lado, los cuatro elementos como entes eternos e inmóviles, y, por otro, los principios de la mezcla o separación de aquéllos (causas). Precisamente el amor (philotes) es el principio de la unión de los elementos, y por tanto del nacimiento de los entes perecederos. Esta elevación del amor a la categoría de principio no debe engañarnos: se trata de un principio de lo perecedero, que actúa sobre otros principios anteriores (los elementos) y tiene un opuesto, a saber: el odio, que es el principio de la separación de los elementos y de la disolución de los cuerpos. No estamos, en consecuencia, ante un primer principio.

 

De principio cósmico, el amor pasa a ser de nuevo en Platón un principio antropológico: eros y psyche son términos correlativos, hasta el punto de que eros es descrito como el deseo (del alma) de poseer eternamente el bien[145], que es reconocido como síntoma de nuestra inmortalidad, y al que se considera, como a la filosofía, hijo de poros y de penía. El máximo rendimiento activo del eros es la imitación del bien generando en la belleza[146], o lo que es igual, una actividad subordinada y precedida por una carencia, o no ser. Siendo esencialmente deseo, es patente que el amor, en Platón, es una actividad humana que sigue a una pasividad radical y anterior. La verdadera realidad le corresponde al bien y a la belleza, que, si bien parecen ser activos, tampoco lo son realmente, en cuanto que son definidos como ideas.

 

Aunque la filía aristotélica está asociada a la virtud y vinculada a la praxis o acción inmanente, en vez de a la kínesis, sigue conservando el carácter oréctico que tenía en Platón. Y así el dios aristotélico mueve todas las cosas, sin moverse él, por efecto de la atracción que produce en las inteligencias inferiores (astros y hombres). La filía aristotélica está también afectada por la antecedencia de la potencia al acto.

 

Por último, el mismo Plotino, que atribuye cierta divinidad al amor[147], lo sitúa como un daimon que participa de poros y penía y sirve de intermediario entre el Uno-Bien y las almas que están en este mundo.

 

De lo que antecede se puede concluir que el amor no ha sido considerado por la filosofía griega como un acto puro ni, por lo mismo, como una realidad suprema o trascendental[148]. La divinidad no ama, todo lo más puede ser deseada, opinión con la que concuerdan de distintos modos también algunos filósofos modernos, como, por ejemplo, Espinosa[149] y Kant[150].

 

Por tanto, sin el auxilio de la revelación jamás habríamos podido pensar que Dios ama a los hombres como un marido ama a su esposa[151], y, menos todavía, que Dios es amor (agape)[152], es decir: que el amor es acto puro y trascendental. El amar es el gran desconocido entre los actos supremos. Al Ser originario, o Padre, nadie lo ha visto nunca, pero la mayoría de los sabios han sabido de su existencia y algunos grandes filósofos la han demostrado. De la Palabra o entendimiento como realidad suprema también han sabido algunos grandes filósofos, unos pocos la han visto y oído, y muchos hombres la hemos escuchado y creído. Pero el Espíritu Santo, al igual que el amar, es el gran desconocido de sabios y filósofos[153].

 

Aceptando, pues, los dos datos revelados antes referidos, incluyo entre las realidades supremas el acto de amar, y lo entiendo como explico a continuación.

 

Lo propio del amar no es ser una tendencia, un deseo ni un sentimiento, que implican pasividad y potencia, sino ser una actividad: amar es acto. Y siguiendo la guía del amor de un marido por su esposa, amar es el acto de dos actos: cuando dos actos reúnen sus actividades y se otorgan un acto común, ese acto que es de los dos actos, pero que no es ninguno de ellos, es el acto de amar. Si ser era acto, y entender era acto de acto, amar es acto de actos, pero entonces el acto de amar es, en cuanto que acto, distinto del acto de ser y del de entender. Amar es unirse activamente, otorgarse dos actos un acto común que no es más de uno que de otro, sino a la vez de los dos, pero que tampoco es ni una suma ni un producto de ellos, sino un acto nuevo. Este confluir dos actos en uno común y nuevo, si bien resplandece en él, no es exclusivo del amor conyugal, sino común a todo amar verdadero[154].

 

Pero conviene tener en cuenta una radical diferencia con el amor humano. Como han hecho notar muchos autores, el amor de las criaturas tiene como último referente siempre el amor sui, lo que se suele llamar el sano egoísmo. Según eso, las criaturas aman a las demás e incluso a Dios por amor de sí mismas, por el beneficio o premio que reciben al amar. Pero una cosa es el amor y otra la satisfacción que causa: la satisfacción es una consecuencia posible del amor, pero no el amor mismo. El amor sui tiene que ver con la satisfacción, el amor puro no. En la divinidad, el Padre no se ama a sí mismo, sino al Hijo; del mismo modo, el Hijo no se ama a sí mismo, sino al Padre. En Dios no existe egoísmo alguno: al amarse entre sí no se aman a sí mismos, sino cada uno por completo al otro. Y precisamente por eso puede entenderse que el amor del Padre y del Hijo no sea ni el Padre ni el Hijo, no se reduzca a los dos, pues no son dos amores sui juxtapuestos, sino que sea un acto común, una Persona distinta, la Persona Amar, la cual tampoco se ama a sí misma, sino al Padre y al Hijo, siendo ella la que nos posibilita tanto llamar a Dios «Padre» como a Cristo «Señor». Llamar a Dios «Padre» no es pronunciar una palabra, sino entender y amar a Dios como padre. Llamar a Cristo «Señor» no es aprender un signo lingüístico, sino entender que Cristo es Dios que se ha hecho hombre y nos ha salvado con su muerte, y amarlo como al dueño de nuestra Vida. El Espíritu es el que nos enseña y hace amar al Padre y al Hijo, porque Él ama al Padre y al Hijo.

 

Considerado así, el acto de amar es el acto común o la comunión. En la comunión existe comunicación y comunidad, pero es un nuevo modo de comunicación y de comunidad: la comunicación es la actividad originaria o el origen como actividad personal; la comunidad es el acogimiento originario y personal de la comunicación; la comunión es el comunicarse un acto nuevo y mutuo, o sea, la comunicación o principiación (sin principio) de un acto comunitario que nova personalmente la comunicación y la comunidad. La comunión no es más que la plenitud de la comunicación plena y de la comunidad plena, pero entendiendo tal plenitud no como un añadido (imposible) a la plena comunicación y a la plena comunidad, sino como la sobra y el exceso intrínsecos de ambos en su mutua entrega[155].

 

Justo eso es lo que nos enseña la revelación sobre el Espíritu Santo. Él es Persona que procede conjuntamente del Padre y del Hijo por espiración, siendo distinto de ellos: es, pues, acto puro de actos puros, o acto de amar[156].

 

El primer dato a tener en cuenta es el propio nombre de «espíritu». Tanto pneuma como psyjé remiten al soplo o aliento vital, por lo que son entendidos como expresión y sinónimos de vida. Pero existen matices diferenciales entre ambos términos. Pneuma es un soplo fuerte, como el soplo del viento, que es su primera acepción, mientras que psyjé es un soplo suave que está vinculado casi exclusivamente a la respiración de los seres vivos. Por eso psyjé significa principalmente alma de un cuerpo. En cambio, la vinculación simultánea de la voz pneuma al viento y a la vida da lugar a un sentido nuevo. Como el viento, en cuanto que aire, es invisible y a la vez penetrable, sugiere ser una realidad incorporal, sin consistencia material aparente. Lo propio del viento es que impulsa, mueve y resiste, pero no tiene cuerpo visible ni impenetrable, de manera que no remite, como el alma, necesariamente a un cuerpo, sino a la vida sin cuerpo, a una vida exenta de toda corporeidad, a la vida más alta. Esto vale para todos los espíritus, que son por definición inmateriales tanto en su ser como en su obrar, y por ello mismo inmortales.

 

El Espíritu Santo ha de ser, pues, el soplo vital divino, su aliento inextinguible y fuerte. Pero si hemos de trasladar la significación del término a lo divino, y debemos hacerlo, puesto que Dios mismo nos induce a ello, la ausencia de consistencia corporal propia del viento nos puede indicar que esta tercera Persona no es ni tiene nada suyo, todo lo que es y tiene es recibido, pertenece a las otras Personas. Se trata de una especie de pobreza pura, radical, que no es carencia de nada, sino íntegra heterorreferencia[157]. No es que carezca de núcleo, sino que el núcleo de su Persona estriba en su referencia a las otras. En esa ausencia de suidad radica su absoluta libertad. Como esas personas que han dedicado su vida primero a trabajar por sus padres y, luego, a trabajar por sus hijos, sin haber tenido nunca tiempo de preocuparse por sí, o como aquellas otras, que tanto abundaban antes, tías solteras o amas de llaves, que vivían en casa ajena y no tenían ni hijos ni apenas pertenencias propias, por estar entregadas por entero a la casa, propiedades e hijos de otros, pero en los que encontraban su gozo y su vida, así -si se me permiten estas lejanas analogías- el Espíritu Santo tiene su vida, su propiedad y su gozo en el Padre y en el Hijo. No es ni posee ni goza nada en sí: todo su ser, poseer y gozar es en los otros. El Padre se comunica al Hijo, que es su riqueza; el Hijo se entrega al Padre, que es su origen y su sustento; el Espíritu Santo se goza en el Padre y en el Hijo, se goza en su mutua dación, en su riqueza, y en su vida. Eso es precisamente lo más característico del amor: hacer vida propia la ajena.

 

La revelación nos amplía estos datos, cuando atribuye al Espíritu el renovar la faz de la tierra[158]. Lo cual es congruente con los datos ya aceptados. Considerado en su activa referencia a la confluencia de los dos actos primeros, el acto de amar es novación. Precisamente porque, como dije más arriba, no es más de uno que de otro, el acto de amar no se reduce a ninguno de los que procede, sino que es una novación de acto. No es un acto-iniciativa, ni un acto-noticia, sino un acto-novación. El acto de amar es la novación originaria. Pero ¿qué es novación? Novar es no repetir, pero no por hacerse nueva o noticia, sino como la conjunción del operar del ser con la novedad del conocer, o sea, innovar, renovar,pero entendidos sin las cargas imaginativas respecto del pasado o del futuro que estas palabras tienen en su uso ordinario. El amar es el acto novante, no cabe el aburrimiento en el amar, porque el amar siempre sorprende y al amar todo se hace nuevo. Lo propio del amar como acto novante es el gozo: el gozo no cansa. El gozo es la plenitud que sacia, pero sin hartazgo, como el agua que promete Cristo a quienes crean en Él, un agua que quien la bebiere no volverá a tener sed y cuyo manar es inextinguible[159]: ese agua es el Espíritu Santo[160].

 

Tal novación es sugerida por la revelación de múltiples maneras. De acuerdo con la significación de la voz «espíritu» como soplo o emisión súbita de aire, cuando el Espíritu Santo es enviado, su primer signo es un repentino e impetuoso viento, que arrastra, pero no arrasa, que lo invade o llena todo[161]. Utilizando una metáfora científica, podría decirse que el amar es el Big-bang originario. No una explosión de algo, sino el explotar mismo como surgimiento repentino de la plenitud. En esta misma línea, el Espíritu se presenta como lenguas de fuego; también se suele decir que el amar es fuego, es decir, la energía que da lugar a la eclosión; no fuego que consume, sino fuego que da vida abundante, energía expansiva que lo innova todo. Como el fuego y el amor, el Espíritu es luz interior: no la luz en el foco, ni la luz en el medio, sino la luz en el término como calor[162].

 

Pero el carácter novante puede ser aclarado un poco más. Como Espíritu que es, el amor tiene un carácter repentino que lo hace absolutamente imprevisible: es un ímpetu que no se sabe de dónde viene ni adónde va[163], porque en realidad no va ni viene, sino que es el exceso de la sobreabundancia de la comunicación y de la comunidad. Su carácter novante da, pues, al acto de amar una peculiar ausencia de precedente y de consecuente que lo hace imprevisible. Su actividad es libertad, pero libertad como repentina novación, como inspiración imprevisible, no es la libertad como capacidad de elegir lo opuesto o de mudar de voluntad, sino la libertad como creatividad, como inspiración –si se me permiten estas inapropiadas expresiones a título de metáforas–, es decir, libertad como innovación radical. Precisamente por ser imprevisible, el amor es lo que impulsa, orienta y guía a los seres creados libres, en cuanto que libres[164].

 

Siguiendo con el aprovechamiento de las metáforas, amar es el fruto del ser y del entender: en el fruto se reúnen la fecundidad (que corresponde al ser), y la alteridad manifestativa (o semilla, que por metábasis puede referirse al entender), siendo él mismo el rendimiento o el exceso de la vida vegetal. Amar no es el mero ser ni el mero entender, sino su refrendo activo, como el fruto es el refrendo y la perfección de la vida del árbol. Para el hombre, como dice Tomás de Aquino[165], en el fruto se conjugan el deleite y el alimento que reconforta. Así, es propio del Espíritu y del amar el dar gozo, consolación y fuerza[166].

 

Reuniendo todas estas consideraciones, se puede decir que el amar es el don originario[167], o la irrestricción de la donación mutua del ser y del entender originarios. Por un lado, el don supone el exceso, la sobra. Dar es sobrar, exceder, no ya porque se da lo que sobra o lo que es excedente, sino porque el dar mismo hace surgir la sobra y el exceso. No se trata, por tanto, de dar lo que se tiene. En el dar originario se intercomunican sin restricción alguna el ser y el tener, es decir, se otorgan íntegramente el ser y el tener puros, y por supuesto sin perderlos, por lo que este dar no puede ser más que la redundancia del ser y del tener. Pero, por otro lado, el don es regalo u obsequio libre que une, comunica y enriquece tanto el ser como la comunidad libres, y en ese sentido dicha unión es comunión, o sea, la plenitud o redundancia de la comunicación y de la comunidad. En este sentido, el amar no excluye nada, sino que lo integra todo, y, en cuanto que integra, el amar es pacificante[168].

 

Se podría cuestionar, finalmente, qué es lo que aporta el acto de amar a los otros dos actos, o qué aporta el Espíritu Santo como persona a la vida intratrinitaria. Entendida literalmente, esta cuestión no está bien planteada, pues la plenitud de cada acto y de las personas divinas no admite adiciones ni las requiere: las relaciones entre los actos trascendentales supremos no son constructivas ni perfectivas. Pero, si se formula de otra manera, sí que es preciso atenderla. En efecto, el Padre comunica al Hijo su ser, el Hijo comunica al Padre su recibir o tener, ¿qué es lo que comunican el Padre y el Hijo al Espíritu, y qué comunica el Espíritu Santo al Padre y al Hijo?

 

El acto de ser se comunica sin reserva, el acto de entender lo recibe sin reserva; ambos comunican a la vez la integridad sin reserva de sus comunicaciones, y esa mutua comunicación sin reserva es el amar. El Padre transmite todo su ser al Hijo; el Hijo recibe todo su ser del Padre y lo manifiesta. Si el Hijo es el ser comunicado y recibido, el Espíritu es la plenitud comunicada y en acto. ¿Qué comunica el Espíritu? Todo lo que El es: la comunicación de las comunicaciones, la plenitud de las plenitudes, el acto de actos. Acto de actos no significa acto por antonomasia, sino reciprocidad como acto, refrendo activo de actos[169], integración de integridades, el abundar o exceder mismo de las abundancias, la novación. Si el Padre es el Ser que se da, y el Hijo es el recibir que se da, el Espíritu Santo es el darse sin más.

 

Por eso, es preciso resaltar que, admitido el acto de amar como el tercero de los actos trascendentales supremos, y siendo novación, en vez de terminar la comunicación, la hace inagotable o extinguible. No es que el acto de ser ni el de entender se agoten, sino que su intercomunicación es hecha inagotable al amar. Para entender esta aclaración me ayudaré más delante de la referencia al orden de los trascendentales, bien sabido que conviene dejar de pensar el orden de los trascendentales como mera distribución o disposición externa a los contenidos que ordena, y entenderlo más bien como la íntima intercomunicación o relación intrínseca, activa y real de los actos trascendentales supremos. El amar es la inagotabilidad o inextinguibilidad activa de la intercomunicación, y ésa es su ´aportaciónª o mejor su peculiar comunicación.

 

La conveniencia intrínseca de pensar el amor como acto, y de incluirlo entre los actos supremos y trascendentales, así como la congruencia de las sugerencias reveladas con la realidad misma del amar puro, nos persuaden razonablemente a admitir que el amar supremo es una Persona, cuya característica es la de ser Espíritu, es decir, nos aconseja admitir los datos revelados, sin los cuales nunca hombre alguno habría podido pensar que el amar tuviera tan alta dignidad y realidad.

 

 

  4.- Descripción de la conversión y del orden real de los trascendentales incondicionales.

 

 

Si en la descripción de los actos trascendentales la feliz ayuda de la revelación a la inteligencia ha sido patente para continuarla más allá de sí misma, ahora toca a la inteligencia mostrar su ayuda para allanar los caminos de la revelación. Comprobémoslo.

 

a) Páginas arriba avancé una primera caracterización de la conversión de los trascendentales en cuanto que reales. Me referí entonces indiscernidamente a cualquier tipo de trascendentales, fueran condicionales o incondicionales. Ahora me voy a detener en la consideración de la conversión real de los trascendentales incondicionales.

 

Como resultó de aquella primera caracterización, los trascendentales eran equivalentes en la irrestricción de sus actividades, compatibles en su irrestricción, y coexistentes en su compatibilidad, o remitentes los unos a los otros. Al referirme ahora a los trascendentales supremos o incondicionales, he de aclarar que su irrestricción, su compatibilidad y su coexistencia habrán de ser plenas.

 

Por lo que hace a su irrestricción ha de decirse que la actividad de cada uno de estos actos es omniabarcante[170] o por completo coincidente en la extensión real de su alcance con la de los otros actos. No digo que todo piense ni que todo ame, ni menos aún que todo (lo pensable) sea, sino que el acto real del ser trascendental incondicionado abarca toda perfección, que el acto real del entender trascendental incondicionado abarca toda perfección y que el acto real del amar trascendental incondicionado abarca toda perfección, es decir, que cada uno de ellos abarca todo lo real, o también: que sus actividades respectivas tienen una amplitud real máxima[171].

 

En cuanto a la compatibilidad de las actividades de los trascendentales incondicionales ha de ser íntegra. No sólo no existe entre ellas la más mínima exclusión, sino ni tan siquiera contraposición real alguna. De manera que no se trata ya de que todo lo que es sea inteligible y amable, de que todo lo inteligido sea y sea amable, ni de que todo lo amado sea y sea inteligible, sino de que el ser, entender y amar supremos son actividades que no se sustraen ni añaden ninguna perfección: entre el ser, entender y amar puros no existe pérdida ni ganancia algunas en la intensidad de sus actos. El entender puro no quita ni añade nada real al ser y al amar puro; el amar puro no quita ni añade nada real al ser y al entender puros. Lo mismo se diga del ser puro. Son actividades distintas, pero de idéntico rango y altura, o sea, cuya intensidad real es suprema, hasta el punto de que son inamisibles e insuperables. Esta era la sorprendente característica de las actividades supremas: su íntegra e indemne comunicabilidad. Ahora bien, si siendo supremamente intensas, inamisibles e insuperables son, no obstante, distintas, es porque dichas actividades están originaria y supremamente abiertas las unas a las otras. Dicha apertura activa, mutua y suprema, que es la versión positiva de la no oposición, exclusión ni contraposición de los actos supremos, es lo que hace innecesario el tránsito (ganancia o pérdida) entre ellos[172].

 

Por último, su coexistencia o relacionalidad ha de ser intrínseca, de manera que, en primer lugar, no cabe congruentemente ninguna actividad del ser supremo que no esté acompañada de intelección y amor supremos, ni del inteligir supremo que no lo esté por el ser y el amar supremos, etc. En consecuencia, tales actos son inseparables o indisociables. ¿Qué podría separarlos, en efecto, si no tienen opuestos y si son por completo coincidentes tanto en la extensión como en la intensidad de sus actividades? Pero el carácter realmente intrínseco de esa coexistencia implica, en segundo y más profundo lugar, que la actividad del ser supremo es ella misma inteligente y amante, la del inteligir supremo es operante y amante, y la del amar supremo es operante e inteligente. Esto es, estas tres actividades supremas son mutuamente inmanentes, no sólo en el sentido negativo de que no hay tránsito ni desperdicio alguno en la intercomunicación de sus actividades, sino en el sentido positivo de que tales actos han de ser actos cooperantes o comunicativos entre sí, ya que sus actividades no pueden mantenerse al margen unas de las otras, sino que se coimplican o interpenetran mutuamente.

 

La conversión de los actos trascendentales supremos ha quedado expuesta en sus términos reales propios como máxima amplitud de cada uno (perfecta equivalencia), apertura intensiva mutua (perfecta compatibilidad), y coimplicación intrínseca mutua (perfecta coexistencia).

 

Se observan en esta exposición que las características lógicas de la doctrina clásica de la conversión han sido trasformadas en dimensiones reales de los trascendentales: la universalidad se ha trasformado en la máxima amplitud real de cada acto, el carácter afirmativo en apertura o compatibilidad real mutuas, y el intercambio de posiciones en la predicación en una real coimplicación intrínseca y activa.

 

Sin embargo, es preciso llamar la atención sobre un dato decisivo, a saber: que la conversión real de los trascendentales no es un acto distinto de ellos mismos. Realmente la conversión es tan sólo la equivalente, abierta e inseparable comunicación de los tres actos trascendentales supremos, o dicho de otro modo la explicitación del carácter real de la intercomunicación personal de los mismos. Por ello la descripción hecha de la conversión es triple.

 

Al afirmar que la conversión no es un acto distinto de los actos trascendentales supremos queda implícitamente excluido que sea un acto superior o un acto inferior a ellos. La conversión no es tampoco, como resultaría de un enfoque meramente lógico, lo que tienen en común los actos trascendentales, esto es, ni un concepto general que los homogeneice a priori, ni unas propiedades comunes que los acerquen entre sí a posteriori. La conversión no es ni anterior ni posterior a los actos trascendentales supremos, sino su índole misma. Por consiguiente, la conversión de los trascendentales no es separable realmente ni debiera ser separada mentalmente de los propios actos trascendentales supremos.

 

Entendida así, la conversión de los trascendentales nos ofrece una vía para dar algún sentido a la posibilidad de que tres actos distintos puedan ser uno e idénticos, lo que constituye una poderosa ayuda para hacernos inteligible la posibilidad real de la unidad o identidad de las tres Personas divinas.

 

En efecto, la conversión de los trascendentales supremos, en cuanto que es equivalencia perfecta, compatibilidad perfecta, y cooperación perfecta, o sea, la inseparabilidad real de sus actividades puede denominarse unidad activa o identidad real. Desde luego no se trata de una unidad como pura igualdad o equivalencia externa, sino de la unidad en el actuar de los actos supremos. Ese es el sentido real de la conversión. No la unidad como negación (pensada) de la división o de la partición interna, sino la unidad como actuación inmanente, conjunta y omniabarcante. No la identidad como tautología inerte, ni como autoproducción o como causa sui, sin sentido ni carácter trascendente, sino la identidad como aquella amplitud, compatibilidad y conjunción de los actos trascendentales tal que su actividad es realmente simple y su simplicidad es real y plenamente activa.

 

Naturalmente, esta versión de la unidad y de la identidad no hace comprensible, pero sí inteligible, que tres actos puedan ser activamente uno o idénticos. No sabemos cómo, pero sí entendemos que tiene sentido.

 

El problema de la unidad y de la multiplicidad está implícito ya en los propios orígenes de la filosofía, e incluso podría decirse que aparece en otros modos de sabiduría, como el mito o la techne. En los tiempos modernos, ese problema se enuncia en términos menos imaginativos, y por eso más difíciles, a saber, como el de la identidad y diferencia. La principal distinción entre ambos planteamientos se cifra en el modo de enfocar el problema: la unidad-multiplicidad es la identidad-diferencia entendida según el principio lógico de no contradicción[173], mientras que la identidad-diferencia es la unidad-multiplicidad entendida según el principio de causalidad[174]. En ambos casos no se trata tan sólo de averiguar cuál es anterior entre esos opuestos, sino sobre todo cómo puede derivar el uno del otro. Ciertos planteamientos pretenden hacer frente a tales dificultades introduciendo la pluralidad y la diferencia en el propio seno de la unidad y de la identidad. Los pitagóricos, por ejemplo, afirmaban que la unidad era lo perfectamente par-impar, mientras que la pluralidad era una imperfecta combinación de lo par y de lo impar. En la modernidad viene a acontecer lo mismo, se entroniza la díada (identidad-diferencia) como primer principio (causa sui de Espinosa), como autocreación divina (en Schelling) o como último y supremo resultado (Sujeto-objeto absoluto de Hegel), o simplemente como descriptor del conocimiento humano (Kant), de la situación social (empirismo y Marx), de la moral, de la psique, etc. Como es obvio, estas aparentes soluciones sólo retrotraen la dificultad.

 

Por encima de las divergencias particulares, dos son los supuestos que vician en general el planteamiento de este problema: entender la unidad o identidad como mismidad[175],y entender la pluralidad o diferencia como una fragmentación o modalización de la unidad o identidad, es decir, como una cierta degradación de la mismidad[176].

 

Al entender la unidad como unidad activa y la identidad como identidad no pensada, sino real, mi propuesta elimina la inercia de la mismidad. No afirmo que el ser, el entender y el amar trascendentales incondicionados sean lo mismo, ni tampoco que sean un solo y mismo acto. Tampoco afirmo que sean múltiples o diferentes, es decir, fragmentaciones o modulaciones de «la» actividad del acto, en las que se reparte o en las que se expresa. Más bien, glosando el conocido dicho aristotélico “el ente se dice de muchas maneras”, sostengo que el «acto se dice de muchas maneras», expresión en la que el «se dice» es retórico, pues lo que insinúo con ella es, más bien, que la realidad no se reduce a un acto solo, sino que incluye una distinción de actos. En vez de diferencias, que serían incompatibles con una identidad real, admito una originaria distinción de tres actos supremos, pero que son equivalentes, compatibles, inseparables, coexistentes y cooperadores en todo.

 

Es obvio que esta respuesta no extingue la renovación de muchos y difíciles interrogantes que requieren de aclaración más concreta, de entre ellos destacaré dos: ¿cómo se puede entender que los actos trascendentales supremos sean distintos y, sin embargo, idénticos o uno?, y ¿qué es antes la pluralidad y distinción o la unidad e identidad?

 

b) Para arrojar nueva luz sobre la respuesta ya dada a la primera pregunta y que se resumía en la perfecta coincidencia y coimplicación activa de los actos trascendentales supremos, cabe recurrir a un dato esencial todavía no comentado hasta ahora, a saber: el orden de los trascendentales. A los trascendentales les conviene sólo el orden puro, ya que ellos son actos puros. Orden puro es aquel que no proviene de ninguna instancia externa a los ordenados, sino que es intrínseco a los ordenados. Al ser plurales los trascendentales, las relaciones que intrínsecamente guardan entre sí han de tener un orden, pues una pluralidad sin orden equivaldría a una pluralidad sin unidad. Y así el orden de los trascendentales no es algo extrínseco a los actos trascendentales supremos, sino que el acto de ser es intrínsecamente primero, el acto de entender es acto de acto o intrínsecamente segundo, y el acto de amar es acto de actos o intrínsecamente tercero. Orden indica, por lo pronto, proceso o, como decía Tomás de Aquino, la distinción según el antes y después, cuyo sentido no es aquí temporal ni jerárquico, y menos aún constituyente, sino únicamente el de orden de procedencia de las actividades perfectas, qua tales. Naturalmente, las procedencias entre los actos trascendentales puros son relacionales y donales. Con todo, la razón de orden encierra algo más que la distinción según el prius y el posterius[177]de los ordenados.

 

Según Tomás de Aquino, en el orden concurren tres cosas: diversidad con conveniencia, cooperación y fin[178]. La diversidad con conveniencia ya fue indicada por Agustín de Hipona en su descripción del orden: “parium dispariumque rerum sua cuique tribuens dispositio[179]. Las tres primeras palabras de esta frase contienen precisamente la conjunción de distinción y de identidad: las cosas sobre las que actúa el orden han de ser a la vez pares y dispares. Como es obvio, si no existe alguna disparidad entre ellas, no puede haber orden; pero tampoco si no hay paridad alguna, ya que el orden implica cierta confluencia de aquellos a los que afecta: entre cosas puramente disparatadas no se da el orden ni tan si quiera su apariencia.

 

Tomás de Aquino añade como concurrente la cooperación. Esta segunda concurrencia distingue el orden real del mental. Puedo establecer relaciones de orden entre instancias puramente pensadas, bien porque las piense como dispares sin serlo realmente, bien porque las piense como pares sin serlo extramentalmente. Pero si los afectados por el orden cooperan entre sí, entonces sin duda ese orden es real, dado que lo meramente pensado no causa ni opera nada. Además, sólo si sus operaciones son conjuntas, es decir, si co-operan se da orden entre ellas. La cooperación es así la confirmación de la distinción y de la identidad reales, esto es, la razón real del orden. El orden no será una mera relación lógica, sino la activa y real concurrencia en unidad de actos distintos, o sea, las relaciones reales, o la intrínseca referencia de los actos trascendentales unos para con otros.

 

En cuanto al fin, es claro que sólo es concurrente en las ordenaciones subordinadas, y que no puede serlo en las supremas, que son aquellas de las que aquí hablamos; antes por el contrario, en el orden de los trascendentales supremos sólo está contenida como implícita la referencia a un primero o principio[180], a la que está vinculada la relación de prioridad y posterioridad antes mencionada. Sin embargo, la referencia a un primero o principio del orden en los trascendentales no puede ser una referencia a algo anterior a los trascendentales, que son originarios, sino que ha de ser una referencia a un principio interno del orden. Al eliminar el fin como elemento del orden, nos quedamos con un orden que no se ordena a nada fuera de él, y al eliminar el principio como principio externo, nos quedamos con un orden que no comienza. Ahora bien, un orden que no comienza ni termina es un orden puro e intrínseco.

 

Tres son, pues, los elementos que integran el orden puro: el principio único, que es el criterio y origen del orden; la procesualidad, que induce las distinciones, o sea, aquella secuencia que despliega el principio único; y la convergencia activa o cooperación de los ordenados, que es el sentido del orden. Si reunimos en nuestra atención la concurrencia de la cooperación con la referencia a un principio y con la relación de prioridad y posterioridad o, mejor, de procedencia, eliminando el comienzo y el fin, entonces tendremos que los actos trascendentales supremos se ordenan como principio, relaciones reales de procedencia y cooperación íntegra entre sí, y en condiciones de perfecta equivalencia en cuanto integrantes del orden, hasta el punto de que, si bien algunos proceden de otros, no existe subordinación alguna entre ellos ni por el cabo del comienzo ni por el cabo del fin, que no existen en él. El orden puro es la manera de entender que las relaciones sean activas y que los actos sean relacionales, así como que el antes y el después entre ellos tengan sólo el valor de una no procedencia o procedencia, y también que el acabamiento de las procedencias no lleve consigo el final del orden.

 

Si no existe subordinación en el orden puro, y el orden puro es cooperación real de los actos supremos, entonces la distinción y la identidad resultan compatibles y activas[181]. Y esto es lo que cabe entender por una identidad real, es decir: por una identidad que no sea meramente pensada (mismidad inerte), ni un conjunto de diferentes (sistema o identidad compleja). Evidentemente, la identidad de los trascendentales no puede ser una síntesis de opuestos, como pretenden la mayor parte de los especulativos modernos: los trascendentales no tienen opuestos ni son opuestos entre sí. Más aún, los actos trascendentales incondicionales no componen nada, ni siquiera un sistema, porque son realmente equivalentes. Tampoco admiten la suma ni la resta entre sí, porque ninguno es más ni es menos que los otros, ni se reserva algo para sí, de ahí que no sean considerables de modo numérico. En cambio, descrito como la realidad del carácter intrínsecamente activo-relacional de los actos trascendentales, el orden nos permite entender la unidad e identidad reales de actos distintos[182]. Identidad real significa, de acuerdo con lo expuesto, simplicidad de actos distintos[183], no simplicidad como mera ausencia de partes (que, desde luego, no existen aquí), ni como síntesis de opuestos, sino ordenada, viva y activa simplicidad[184].

 

En definitiva, la conversión ilustra y precisa nocionalmente el orden, y el orden asienta la conversión en la realidad de los actos. Orden y conversión son equivalentes, pero con matices distintivos. No cabe conversión sin distinción, mas la conversión subraya la identidad de distintos, la ausencia de jerarquía entre ellos. No cabe orden sin unidad, pero el orden subraya la distinción de los ordenados. Según esto, la amplitud máxima, la compatibilidad perfecta y la cooperación intrínseca de la conversión no reducen las distinciones entre los actos originarios, distinciones cuyo núcleo se cifra en el orden, pero tampoco la ordenación de los trascendentales reduce la conversión, antes bien la alteración del orden de los trascendentales destruye su convertibilidad. El acto de acto no puede ser anterior al acto, ni el acto de actos anterior al acto y al acto de acto. Si el entender se antepone al ser, el ser pierde su trascendentalidad, pero también el entender, pues no puede referir su actividad a nada trascendental. Lo mismo sea dicho del amar. La convertibilidad no es, por tanto, un mero intercambio desordenado de predicados, sino la vigencia real del orden de los actos supremos. Por su parte, y justo como dije de la conversión, tampoco el orden es un cuarto acto trascendental, sino la coimplicación activa inherente a los tres actos trascendentales supremos. Por eso no es ni anterior ni posterior a los ordenados: el orden no es extrínseco, sino la interrelación intrínseca, viva y real de los tres actos originarios.

 

c) Si ahora se aplican estas aclaraciones a los datos revelados, resulta posible entender que, si se trata de tres actividades supremas, equivalentes, compatibles e intrínsecamente coexistentes, según el orden, tres sean uno y uno sean tres.

 

De acuerdo con la conversión, existe una cooperación o coimplicación activa de los trascendentales supremos o Personas divinas, que no los reduce (compatibilidad) ni los aumenta en su perfección (máxima amplitud). Todo lo que es el acto de ser es comunicado, sin que se reserve nada y sin que pierda o aumente en nada: su vida y operosidad son comunicadas íntegramente al acto de entender y al de amar, de manera que los actos de entender y amar no son menos operosos, llenos de vida y originarios que el de ser, pero lo son en y por el acto de ser. Esa es la Paternidad y el Principio sin principio. A su vez, todo lo propio del acto de entender es compartido, sin pérdida ni ganancia, con el de ser y el de amar: la luz como manifestación y la vida como riqueza o tener originarios, por lo que el acto de ser y el de amar no sólo quedan manifiestos y poseídos, sino que se manifiestan y poseen originariamente en y por el entender. Ese es el Verbo o Hijo. En tercer lugar, el acto de amar tampoco se reserva, pierde o gana nada en la comunicación de lo que le es propio: el gozo o complacencia y la novación, de manera que los actos de ser y de entender gozan y novan en el acto de amar. La cooperación sin merma ni ganancia es una mutua inmanencia activa de los actos supremos[185].

 

Consideremos ahora el orden. El orden tiene su principio en el ser, pero no existiría sin el entender que se asimila al ser, ni sería el que es sin el amar que nova el orden haciéndolo inagotable. El ser es el principio del orden, el entender es la distensión o despliegue del orden, el amar es la inextinguibilidad del orden. La libertad como iniciativa principia la distinción, la libertad como dedicación introduce la procedencia activa (conveniencia), la libertad como imprevisibilidad colma la convergencia o cooperación. El ser inicia libremente la comunicación, el entender aporta libremente la comunidad, el amar corona libremente la comunión. El ser no procede de nada, el entender procede de la comunicación del ser, el amar procede de la comunicación del ser y de la comunidad del entender. El orden es, en consecuencia, la compatibilidad real de distinción, conveniencia y cooperación, o sea, la identidad real de distintos. Todo ello hace inteligible las relaciones entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. El orden no es ni una consideración ni una complementación, es la perfecta comunicación de distintos, es decir, no es un nuevo acto, sino la perfección acabada de aquellos tres actos[186]. Lo que ayuda también a entender el carácter real de las relaciones intratrinitarias.

 

Insisto: conversión y orden deben ser entendidos como coincidentes en su distinción de matices. Si la conversión establece la identidad de los actos trascendentales supremos, el orden impide su confusión y la consiguiente pérdida de la trascendentalidad. De manera que debe entenderse que la identidad o unidad activas de los actos trascendentales es inseparable de su distinción[187]. Por ello no tiene sentido la pregunta: ¿qué es prioritaria la unidad idéntica o la pluralidad y distinción de Personas? Las tradiciones cristianas católica y ortodoxa que priman la unidad sobre la distinción o la distinción sobre la unidad pueden y deben equilibrarse.

 

Al hacer coincidir la conversión con el orden de los trascendentales, se pueden unificar las relaciones con los actos. En efecto, Tomás de Aquino distinguió entre la consideración de las relaciones reales y la de los actos nocionales en la Trinidad[188]. Prosiguiendo en esta línea, mi intento es sólo el de mostrar cómo pueden estar unidas realmente ambas consideraciones. A ese respecto, mi propuesta es la noción de acto relacional o relaciones activas. En Tomás de Aquino las relaciones son subsistentes y reales, y los actos son nocionales, siendo las nociones Padre, Hijo y Espíritu. ¿Por qué no simplificar? Si las relaciones son subsistentes y reales, entonces son actos; y si las nociones de Padre, Hijo y Espíritu son actos, entonces son realmente relaciones. Queda tan sólo por declarar el medio real para hacer inteligible esta unificación. Para declararlo concentraré la atención en la dificultad máxima.

 

En efecto, la información revelada nos refuerza el sentido real de la conversión y del orden de los trascendentales. Y los refuerza de dos maneras: haciendo hincapié en el carácter real de los mismos y mostrando la imposibilidad para nosotros de comprenderlos.

 

Puesto que los llamados actos trascendentales son, para la fe, Personas, es decir, realidades supremas por comunicativas, se hace inteligible, de una parte, que la comunicación perfecta (propia de las Personas) es el sentido real de la conversión de los trascendentales supremos; y, de otra parte, que la distinción entre Personas es el sentido real del orden. De esta forma aflora una característica incomprensible, pero cierta, de toda persona, que expresada en términos lógicos parecidos a los utilizados por los medievales puede resultar dramáticamente contradictoria: la persona es comunicación incomunicable. La persona es íntegramente relativa, o sea, toda ella comunicación, y la persona es toda incomunicable. Aunque el problema latente sea el máximo, su presentación contradictoria es falsa, y tal falsedad comienza desde el momento en que se habla en general de la persona. No existe algo general que sea persona, o sea, una personalidad común a todas las personas, sino que debe hablarse siempre de personas, y no como indicando un conjunto, que no existe, sino distributivamente, en la medida en que sólo existe cada persona. Las personas son tan irreductibles como comunicativas. Existen personas en la medida en que cada una es irreductible, pero también en que pueden comunicarse como personas. La unidad de comunicación e irreductibilidad no es la unidad de dos opuestos contradictorios, sino la declaración de un tipo de realidad extraordinaria, porque posee una característica a la que he aludido ya, a saber: que al darse o comunicarse no se pierden. Esta característica, propuesta por mí para los trascendentales, alcanza su plenitud en las personas: se es tanto más irreductiblemente persona cuanto menos se reserva y más se comunica[189]. Este es el medio apropiado para entender unificadamente conversión y orden, identidad y distinción. Es obvio que no puedo explicar porqué son así las personas, pero sí puedo entender que son así.

 

Las Personas divinas son las personas que se comunican perfecta e íntegramente, y que más irreductiblemente son distintas[190]. No podemos, por ello, comprender en modo alguno por qué y cómo son así, y las dificultades para entender sus actos relacionales son máximas. Mi maestro, L. Polo ha intentado señalar un camino de intelección que las muestre evitando la suposición: el Padre -dice- se conoce al engendrar al Hijo. El «al» intenta indicar que el Padre es sólo y todo Padre, y que el Hijo, o la Palabra, es sólo y todo Hijo, pero tan originario como el Padre. El Hijo es «al» conocer al Padre. El Padre y el Hijo son y se conocen, pues, en la generación, que es una actividad doble o dos actividades conjuntas[191]. A lo que cabe añadir que el Padre y el Hijo quieren y se quieren al espirar el acto de amar. Lo que equivale a decir que en el Espíritu se aman el Padre y el Hijo; pero también, que la espiración no es menos originaria que el Padre y el Hijo, o sea, menos originaria que la generación como actividad dual. Que sea tercera implicaría, por consiguiente, que la espiración es inherente a la donalidad de la generación como iniciativa y acogida, de manera que en la espiración el Espíritu es, se conoce, conoce al Padre y al Hijo, y ama al Padre y al Hijo, que a su vez se aman en El. Cada una de las Personas en su intercomunicación despliega una actividad trina, por lo que la tri-unidad no se adelanta ni se añade a las Personas.

 

De estas aclaraciones se infiere que la hipótesis de una actividad trascendental solitaria es falsa, la actividad en Dios es triple: ser, entender y amar. El amar es y entiende, el entender es y ama; el ser entiende y ama. Como es palpable, se reafirma que conversión de actividades y orden intrínseco vienen a coincidir en las realidades supremas. Pero obviamente, estas aclaraciones, que circunscriben mejor el misterio, no lo anulan.

 

Combinando las aclaraciones anteriores, puede entenderse que el acto de ser no es el de entender ni el de amar, como conviene con su orden real, pero conoce y quiere, como conviene a su conversión real. Así, el ser es el acto originario y fecundo; su modo de conocimiento es la presciencia, conocimiento que corresponde al principio o paternidad al generar, el proyectar luminoso del foco de cuya luz procede toda otra luz; y su querer es la dilección, que elige y antecede en el amar, como el mandato es la iniciativa en el querer[192]. Por su parte, el acto de entender no es el de ser ni el de amar (distinción), pero es y quiere (conveniencia). El inteligir «es», mas su acto es recibir: su ser es la alteridad activa originaria, el hacerse otro, la noticia en acto o el acto noticial. El inteligir también quiere, pero quiere al espirar, su querer reviste la forma de la amistad, cuyo núcleo radica en la imitación activa u obediencia en el ser, y su peculiaridad en la comunidad de vida y actividad[193]. Por último, el acto de amar no es el de ser ni el de entender (distinción), pero es y conoce (conveniencia). El amar «es», pero su acto es novación, el exceso o la sobra del dar. Y el amar también conoce, pero su conocer es escrutante, o sea, penetración cognoscitiva de la intimidad, mirada que examina y prueba hasta lo más recóndito, como el fuego. Si se trasladan estas características a las Personas divinas, algunos datos revelados resultan más asequibles a nuestra intelección.

 

Pero acerquemos aún más las aportaciones de la intelección del orden de los trascendentales a las aportaciones de los datos revelados.

 

En perfecta concordancia con lo dicho sobre el orden puro, el Padre no es temporalmente anterior ni jerárquicamente superior al Hijo, como tampoco el Espíritu Santo es posterior ni inferior al Padre ni al Hijo. Que el Padre no sea anterior al Hijo es algo fácilmente inteligible: no se puede ser padre sin tener un hijo, por lo tanto la paternidad y la filiación son simultáneas: no es antes padre el padre que hijo el hijo. Por otro lado, puesto que la paternidad trasmite no sólo el ser, sino el ser propio (en el hombre el ser específico), el hijo es de la misma naturaleza y ser que el padre, no inferior, sino igual por naturaleza. Sin embargo, la distinción entre padre e hijo estriba en el orden de la relación, que no es ni orden jerárquico ni orden temporal, sino de iniciativa y aceptación, de origen y manifestación. El padre como padre no es hijo; el hijo como hijo no es padre. En la relación paternidad-filiación lo característico de la paternidad (personal) es la iniciativa de esa relación real de origen, lo característico de la filiación (personal) es la recepción activa del ser y naturaleza paternos, es decir, la consustancialidad o igual libertad y originariedad.

 

Otro tanto debe decirse del Espíritu Santo, pero nuestra inteligencia encuentra grandes dificultades para dejar traslucir cómo la índole de su Persona procede sin retrasos ni subordinaciones. Más en concreto surgen ante mi inteligencia al menos estos tres problemas: ¿cómo entender que el Espíritu Santo no sea posterior al Padre y al Hijo?, ¿cómo entender que el Padre sea sólo Padre y el Hijo sólo Hijo, si de ellos procede el Espíritu?, ¿cómo entender que pueda ser Persona sin que proceda algo del Espíritu?

 

Para resolver el primer y segundo problema es preciso intentar entender bien la espiración o proceso que origina a la Persona del Espíritu Santo. El Padre inicia la generación trasmitiendo su ser sin reservas al Hijo. El Hijo acoge la generación dedicando todo su trasparecer sin reservas a la manifestación del Padre. El Padre genera sin reservas al Hijo a la vez que el Hijo es Hijo; el Hijo acoge la generación paterna sin reservas a la vez que el Padre es Padre. Por tanto, siendo dos actos distintos e inseparables, esos dos actos son conjuntamente sin reservas. Este «sin reservas» conjunto (puesto que los dos «sin reservas» son de actos distintos) puede ser entendido como la espiración, la cual no puede ser posterior ni a la Paternidad ni a la Filiación, dado que si el Padre se reservara algo de sí el Hijo no sería consustancial con él, y si el Hijo se reservara algo de sí no podría estar a la altura del Padre, no podría ser su Imagen, aun cuando lo imitara en su hipotético reservarse, pues -como es obvio- no podría ser Imagen de aquello que se hubiera reservado de sí el Padre, sino que sería un reservarse yuxtapuesto al del Padre. Por otra parte, si en la generación iniciante y acogedora Padre e Hijo se reservaran respectivamente ambos para ellos, ser Padre y ser Hijo sería algo periférico respecto de ellos y, por tanto, no serían intrínsecamente Padre e Hijo: al hablar de Padre y de Hijo estaríamos hablando de accidentes divinos, puesto que en su núcleo vivo y real serían lo que se hubieren reservado cada uno para sí. De ese modo entrarían, por otra parte, en incongruencia con las características de los trascendentales supremos (amplitud, compatibilidad y cooperación irrestrictas), dando lugar a una especie de causa sui, es decir, de círculo cerrado, que es la oclusión, incompatibilidad y falta de cooperación propia de lo restringido. Precisamente, el darse sin reservas conjunto del Padre y del Hijo como Padre e Hijo, respectivamente, origina la Persona doblemente sin reservas: (1) la Persona que nada tiene para sí, sino cuyo gozo y vida íntegros están en el Padre y el Hijo, y (2) que es la Persona plenitud, sobra, don, amor. Entendido así, el Espíritu Santo no sólo no es posterior ni subordinado al Padre y al Hijo, sino que procede del Padre y del Hijo en cuanto que precisamente sólo actúan como Padre e Hijo perfectos o sin reservas. 

 

Pero aún queda otra dificultad: ¿cómo puede ser Persona el Espíritu Santo, si de Él nada procede? Dado que los equívocos contenidos en esta pregunta son muchos, empezaré por intentar aclarar lo más difícil. Esa cuestión, en efecto, equivale en cierto modo a la de si el orden ha de ser un proceso al infinito. Que el orden implica alguna procesualidad parece innegable, y en cuanto que tal permite la existencia de distinciones personales. Pero un proceso al infinito es un proceso potencial o imperfecto, es decir, un proceso dirigido a un fin externo al proceso, sea causa final, sea destino. No es nota intrínseca del orden puro que sea proceso al infinito, sino más bien al revés, el orden puro ha de ser un orden intrínsecamente perfecto. Ahora bien, al no estar dirigido a ningún fin, la perfección del orden ha de ser su activa inextinguibilidad o inacabamiento como orden y, a la vez, la inexistencia de toda otra procesión. Esto último requiere alguna explicación. Pudiera parecer que se establece en el orden puro una distinción real entre procesiones y orden, pues las procesiones no se multiplican al infinito, mientras que el orden como tal ha de ser inextinguible, sin embargo no se dice que las procesiones se extingan y el orden no, tan sólo se dice que las procesiones no se multiplican indefinidamente, pero ni el orden es indefinido ni las procesiones se extinguen. El orden puro no ha de acabar en algo externo al propio orden, pues no puede nacer de, ni acabar en el desorden, que es lo único externo al orden puro. Pero entonces las procesiones no han de ser indefinidas, sino aquellas que se sigan del principio del orden, aunque sí han de ser tales que nunca extingan la pureza de dicho orden. En este sentido, el proceder del Espíritu Santo es –como el del Hijo– perfecto y acabado, a saber, acto puro de actos puros, pero –en neta distinción respecto del Hijo– es último como proceder, porque este acto es la inextinguibilidad del orden: la novación perpetua de la intercomunicación de los otros dos actos. Por tanto, es característica incomunicable de la Persona del Espíritu que de Él no proceda nada in divinis.

 

Esto se entenderá mejor si se tiene en cuenta que, como antes se ha propuesto y debe quedar claro, tanto la conversión como el orden no son personas, sino de las Personas. Así como las relaciones y los actos no son de las Personas, sino las Personas, así, a la inversa, la conversión y el orden son de las Personas y no Personas. La identidad y la distinción son de las Personas, pero no son Personas, son la naturaleza divina, pero la naturaleza no es una cuarta persona. Igualmente, es acertado decir que ni la conversión ni el orden, aunque sean intrínsecos a las Personas divinas, coinciden con alguna de las Personas. A ello cabría objetar que, si bien la identidad no es una Persona, sino de las Personas, el orden como criterio de distinción parece tener que ver exactamente con cada Persona en lo que tiene de personal e intransferible. No es cierta esa diferencia. La identidad es la dimensión comunicativa de las Personas y el orden su dimensión incomunicable, pero cada Persona es una misteriosa realidad que reúne sin solución de continuidad ambas dimensiones.

 

Aclarados estos extremos, se entiende que habiendo tres Personas, relaciones y actos, no existan más que dos procesos y una sola identidad. El Padre es la Persona de la que todo procede, pero ella no procede de nadie ni, menos aún, de nada. El Hijo es la Persona que procede del Padre y de la que, en unión con el Padre, procede el Espíritu. El Espíritu es la Persona que procede del Padre y del Hijo, pero de la que nadie procede.

 

Como se dijo más arriba, tres son los elementos que integran el orden: el principio único, que es el criterio y origen del orden; la procedencia, que induce las distinciones, o sea, aquella secuencia que despliega el principio único; y la convergencia activa o cooperación de los ordenados, que es el sentido del orden. Y lo mismo que el principio del orden no es su secuencialidad ni su convergencia, pero tampoco cabe procesión sin principio ni cabe convergencia sin procesión o secuencialidad, así no cabe principio del orden ni procesualidad sin convergencia activa, la cual no es principio, sino el cumplimiento o la plenitud del orden. En el orden puro esos tres elementos son tres Personas distintas.

 

El Padre es el ser originario que se comunica por entero y nada se reserva, principio sin principio del orden. El Hijo es el entender originario generado por el Padre y que se da por entero sometiendo sin reservas toda su actividad a la comunicación paterna como manifestación de ella, y haciéndose cauce del orden. El Espíritu es el amar sin reservas que no se ama a sí mismo, sino que se goza en el Padre y el Hijo, consumando el orden. Son tres las formas de darse originariamente: comunicar todo el ser y la vida propia sin reservas, dedicar sin reservas todo el entender al ser y a la vida recibidas, y gozarse en el ser y en el entender de las otras personas sin reservas. Lo que se separa de la libre y activa iniciativa del ser originario es la incomunicación. Lo que se separa de la activa recepción del ser por el entender originario es la centralización en sí mismo. Lo que se separa del amar originario es la autosatisfacción. Las tres formas básicas del egoísmo excluyen radicalmente a las tres Personas de la Trinidad Santa, en la que no existe, como pensaba Schelling[194], egoísmo originario alguno.

 

Lo común a las Personas divinas es la trascendentalidad incondicional, es decir, el ser actos originarios que se dan sin pérdida alguna. La fecundidad originaria no es común a las Personas, sino lo incomunicable del Padre. El acogimiento originario no es común a las Personas, sino lo incomunicable del Hijo. El gozo originario no es común a las Personas, sino lo incomunicable del Espíritu. Ciertamente, lo que cada Persona divina da sin reservas a las demás es su propio acto incomunicable, mas como no por darse se pierde, al comunicar lo incomunicable no se pierde la incomunicabilidad, es decir, cada Persona no pierde su acto personal, sino que se establece una identidad que no anula las distinciones personales. Tal identidad no es posterior a las Personas, no es consecuencia de ellas, pues las Personas no pueden ser separadas de su actividad de darse sin pérdida. En la Trinidad la identidad es tan originaria como la distinción, y viceversa. Ahora bien, saber cómo la distinción no anule la identidad ni la identidad anule la distinción es un misterio, jamás comprensible, pero sí inagotablemente inteligible. Para ayudar a su intelección he acudido a los trascendentales. La identidad puede ser ilustrada con la conversión de los trascendentales, y la distinción con el orden de los trascendentales. Podemos entender que no existe conversión sin orden puro, así como que no existe orden puro sin conversión, aunque no comprendamos cómo esos dos distintos (orden y conversión) sean uno, tan sólo podemos entender que son igualmente originarios.

 

De todo lo cual puede resultar inteligible que el Espíritu Santo no sea la última (jerárquicamente) de las Personas, aunque sea la última que proceda de las otras dos, sino que es tan originario como ellas. Así como para que se dé orden se requiere que existan los tres elementos referidos, de manera semejante el Padre no sería Padre perfecto y puro ni el Hijo sería Hijo perfecto y puro sin el Espíritu. Él ejerce una de las actividades integrantes e imprescindibles del orden puro, la novación como inextinguibilidad del orden. Sin ella el orden no coincidiría con la identidad, pues no sería orden puro, sino subordinado, ordenación extrínseca.

 

De modo semejante debiera quedar finalmente claro que el no ser principio no es indicio de defecto alguno en el Espíritu Santo, como pudiera sugerir la afirmación de que de él no se sigue ningún otro proceso. Al decir de él que no es principio no se debe entender que le falte algo, sino que el distintivo de su Persona es ese tener co-principios pero no serlo. Ser Persona no exige ser fecundo por sí mismo, sino darse sin pérdida. El Espíritu es Persona por darse como gozo en otros, el Padre por darse como fecundidad, el Hijo por darse como acogimiento. El Padre, el Hijo y el Espíritu se comunican su fecundidad, su acogimiento y su gozo sin perderlos. Por tanto, el Espíritu es gozo fecundo en el Padre y gozo acogedor en el Hijo: no carece de fecundidad ni de acogimiento, pero lo que le distingue es el gozarse en las otras Personas. Precisamente, el ser gozo como novación perpetua hace innecesaria cualquier nueva procesión, pues cualquier otra renovación de las procesiones, sería reiterativa respecto de Él.

 

Pido perdón al lector por la torpeza con que está escrito todo lo anterior, pues lo menos incorrecto sería decir simplemente que el Padre y el Hijo gozan al espirar y el Espíritu Santo es y entiende al engendrar el Padre y al acoger activamente el Hijo su generación. Sin embargo, mi propia torpeza puede servir para orientar a otros a fin de que mejoren mi acercamiento intelectual al misterio. 

 

 

d) Esto supuesto, líneas arriba dejé caer una indicación cuyo desarrollo he creído oportuno reservarlo para el final. Dije, efectivamente, que la conversión de los trascendentales no debe ser separada de los actos trascendentales mismos, sino entendida como la índole propia de cada uno de ellos. En el lenguaje filosófico la índole propia de algo puede ser llamada su «naturaleza». Es sin duda consecuente entender que la conversión es la naturaleza de los trascendentales. Este apunte es importante, aunque complejo.

 

La índole o naturaleza de las tres divinas Personas es el dar como característica intrínseca y común de la actividad de los trascendentales. Ser es dar, entender es dar, amar es dar. El acto de ser o Padre se da puramente, el acto de entender o Hijo se da puramente, el acto de amar o Espíritu se da puramente. Siendo tres actividades distintas y ordenadas, son a la vez idénticas o simplemente unas por razón del dar. 

 

Para quienes, siguiendo adelante por la vía del autotrascendimiento bajo la guía de la revelación, hemos descubierto racionalmente la distinción y la conversión de los trascendentales, debe quedar claro que lo mismo que la conversión no es distinta del orden, la naturaleza de los trascendentales no es distinta de cada trascendental supremo ni, como ya se dijo, anterior o posterior, superior o inferior a ellos[195].

 

Pero para quienes, no conociendo o no aceptando la información de la revelación plena, detienen su búsqueda justo al trascenderse a sí mismos, resulta que esa naturaleza de los trascendentales se convierte en la naturaleza de lo trascendente. Al elevarse por encima de sí mismo, o trascenderse, es pertinente y adecuado que nuestro intelecto denomine «trascendente» a lo que encuentra situado por encima de él. Y precisamente por haber sido descubierto al trascenderse o separarse cognoscitivamente de sí mismo es coherente que se entienda lo trascendente como separado (o santo) e independiente de mi propio trascender, es decir, como exento de relación real con el intelecto que se trasciende: por haber sido descubierto al abandonarme a mí mismo, lo descubierto no es relativo a mi descubrirlo, a mi mente. Trascendente es, en congruencia con su hallazgo, lo santo e irrelativo.

 

Este hallazgo es verdadero, aunque no vaya todo lo lejos que cabe ir cuando se cree íntegramente en la verdadera revelación, pero constituye, como ya se adelantó, la base misma de la noción de los trascendentales[196]. Sólo que inopinadamente acontece ahora que la conversión de los trascendentales, según ha sido descrita al principio de este apartado, viene a coincidir con la naturaleza de lo trascendente, tal como lo encuentra la razón humana en su autotrascendimiento.

 

Por ejemplo, la máxima amplitud implícita en la conversión o el carácter omniabarcante de los tres actos trascendentales suele ser entendida como la inmensidad de lo trascendente, bajo cuyo nombre se indica la irrelatividad de lo trascendente a toda medida de lo trascendido. Tal inmensidad que, vista desde los trascendentales, no tiene nada que ver con la extensión o cantidad, sino con el ámbito real (irrestricto) de las actividades supremas, es a veces confundida con el carácter envolvente del mundo o cosmos en el que vivimos, sobre todo cuando no se ha descubierto, o se ha olvidado, el carácter personal de los trascendentales. En muchos casos, se reduce a una consideración abstracta y generalizante, que queda reflejado en el «in» del término «in-mensidad», y que es expresada por otros como la in-finitud.

 

La segunda característica de la conversión, la ausencia de pérdida o ganancia, puede ser atribuída también a lo trascendente como in-mutabilidad, versión abstracta y negativa de la eternidad, que es entendida por muchos como la constancia de lo irrelativo, y cuyo sentido real-conversivo era la intensidad plena de la apertura de los actos trascendentales.

 

Y como, considerada desde fuera, es decir, sin revelación, la mutua implicación de las actividades supremas lleva consigo su no discernibilidad, esta tercera característica de la conversión de los trascendentales no puede ser entendida más que como la actividad  separada (noesis noeseos noesis) y como la identidad que hacen único a lo trascendente (ente subsistente por sí mismo).

 

La identidad es entendida por la inteligencia humana como principio, es decir, como aquello a partir de lo cual se puede conocer, pero que no puede ser comprendido a partir de ninguna otra cosa. La identidad es aquella simplicidad frente a la cual la inteligencia enmudece, pero desde la cual todo es inteligible. El uso intrínseco que hacemos de ella se manifiesta en el mal llamado principio de parsimonia o principio de economía, que en realidad no es sino principio de simplicidad. No se trata de ningún principio estético ni lógico ni natural, o sea, de que lo que se puede hacer es mejor hacerlo con pocos medios que con muchos, o de que entia non sunt multiplicanda sine necesítate, o natura nihil facit frustra. No, sino que la inteligencia en su propio ejercicio es simplificante: entender es ver desde la simplicidad y con simplicidad. Cuanto más simple es un principio tanto más alto es. Aristóteles supo darse cuenta de que los conocimientos más simples son también los más altos. Por eso el principio más alto es la sencillez o simplicidad, o sea, la identidad, la cual –tal como ha mostrado L. Polo– nada tiene que ver con la mismidad, fruto doloso de la presencia o límite del pensamiento.

 

Con éstos, que son los distintivos principales de lo trascendente o irrelativo, se pueden conectar los atributos secundarios o referentes a lo trascendido, como el poder, la bondad, la verdad, la justicia, etc…Sin embargo, tanto estos atributos secundarios como los principales de lo trascendente son todos denominaciones extrínsecas (no falsas) de la divinidad. Las únicas denominaciones intrínsecas que conocemos son las de Padre, Hijo y Espíritu Santo, por estricta revelación, y sus correspondientes actos de Ser, Entender (Palabra) y Amar (Amor), así como su identidad, por revelación y razón.

 

Lejos, con todo, de negar estos hallazgos del autotrascendimiento autónomo de nuestra inteligencia, mi investigación de los trascendentales cree poder confirmarlos, corregirlos y mejorarlos. La inmensidad es entendida como realidad triple u omnímodamente máxima, fuera de la cual no existe nada; la inmutabilidad, como la comunicabilidad triple e intensivamente perfecta, en cuya apertura queda acogida toda actividad sin tránsito alguno; la identidad como la simplicidad triplemente activa o la conjunción inseparable e intercomunicante de las actividades perfectas y últimas, en cuya acabada inmanencia no caben diferencias. Reconozco, por tanto, la realidad de una naturaleza divina, pero no distinta o separada, ni anterior o posterior a la trinidad de Personas, sino como su perfecta identidad real.

 

 

 

IV. ACLARACIONES SOBRE Y DESDE EL DAR

 

 

Hasta aquí he investigado los trascendentales tomando como guía básica la doctrina tradicional junto con las ampliaciones cristianas, si bien he apuntado en distintas ocasiones a cierta novedad aportada por mí. Concretamente, he aludido[197] a una noción independiente y no incorporada por la tradición al estudio de los trascendentales, a saber, la noción del «dar», pero sin explicar detenidamente su alcance y sentido precisos. Éste es el momento de hacerlo, y espero así coronar la investigación de los trascendentales incondicionales.

 

Y, aunque el primer atisbo del dar lo alcancé por contraste con el ideal espinosiano de la causa sui, precisamente porque ser es abundar y sobrar, es decir, estar por encima de los problemas de autoconservación[198], he de confesar que la noción del dar como actividad trascendental me ha llegado a ser clara sólo a partir de la revelación cristiana, y que, una vez iluminada desde la fe, he podido entenderla y desplegarla de nuevo racionalmente, tal como adelanté, de una manera muy elemental, en el c. II de mi obra Crisis y renovación de la metafísica[199].

 

Procederé en este escrito exponiendo la congruencia del hallazgo del dar en tres pasos: A) la mutua ayuda de razón y fe para el descubrimiento de la altura real del dar; B) los rendimientos del hallazgo del dar para la fe cristiana; C) los rendimientos del hallazgo del dar para la filosofía trascendental. A modo de conclusión, D), resumiré al final mi propuesta filosófica de modo conciso.

 

A) La mutua ayuda de fe y razón para el descubrimiento de la altura real del dar

 

La revelación bíblica asocia al nombre de Dios la actividad de dar, de tal manera que se puede decir que lo propio de Dios, según ella, es el dar. Por iniciativa divina, a Abrahán se le promete y otorga un hijo, una tierra propia y una descendencia que crecerá hasta hacerse innumerable[200] y de la que se felicitarán todas las naciones. E igualmente por iniciativa divina se le entrega a Israel, por mediación de Moisés, una Ley propia[201]. Además, Dios da la inteligencia y la sabiduría[202], la fortaleza[203], los hijos[204], el poder, los bienes de este mundo (la salud, el alimento, la riqueza, la victoria)[205], así como su cercanía y su protección. En cambio, no es propio de las criaturas poder dar nada a Dios: ¿quién le dio (a Dios) antes para que le tenga que devolver?[206], ¿qué le podemos dar que él no tenga?[207].

 

De manera más directa, eso mismo nos lo enseña el Segundo Testamento: Nadie puede recibir nada, si no le hubiere sido dado desde el cielo (Jn 3, 27). Por tanto, todo cuanto tenemos nos ha sido dado por Dios. Y Santiago en su carta nos dice: "toda dádiva buena y todo don perfecto procede de arriba, descendiendo del Padre de las luces, en el que no existe cambio ni sombra de mutación" (1, 17). El texto no puede ser más claro: todo don perfecto procede de Dios. De donde se infiere que los dones de Dios son dones perfectos. Pero, además, el último inciso nos refrenda lo que también nos dice S. Pablo: los dones y la vocación de Dios son sin arrepentimiento (Rom 11, 29), es decir, son sin cambio ni sombra de mutación, porque, al dar, Dios no pierde. Dios no presta ni, menos aún, da, para recibir alguna contraprestación, sino que lo que da lo da para siempre. Y lo que es más, Dios da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (Hech 17, 25). Así puede entenderse mejor lo que Cristo, Nuestro Señor, nos dejó dicho: Es más feliz dar que recibir (Hech 20, 35). El dar es divino, por eso es mejor y más alto que el recibir, que es lo propio de las criaturas, aunque en la medida en que debemos imitar la perfección del Padre, también para los hombres es posible y mejor dar que recibir: dad y se os dará (Lc 6, 38). No es, pues, incompatible el dar divino con el dar creado[208], sirviendo nuestro dar como medida de los consiguientes dones futuros divinos[209]. Otra característica del dar es la gratuidad: lo que habéis recibido gratis dadlo gratis (Mt 10, 8). El dar, la gracia y el amor divino van parejos. Dios da con gratuidad y también con generosidad: da a todos abundantemente sin echarlo en cara[210]. En esta sobreabundancia Dios ha llegado a darnos lo máximo que darse puede: Tanto ha amado Dios al mundo que nos ha donado a su Hijo unigénito (Jn 3, 16) y con Él todas las cosas (Rom 8, 32). También nos da, en unión con su Hijo, el Espíritu Santo[211], que es llamado don[212], y, por cierto, sin medida[213]. En pocas palabras, en Cristo, Dios nos ha dado el ser copartícipes de su divina naturaleza[214], más no cabe.

 

Ahora bien, si, de acuerdo con la revelación, dar es la actividad propia de Dios, entonces –bien entendido que Dios es aquello mejor de lo cual nada existe[215]– no puede haber una actividad más alta que ésa ni en los cielos ni en la tierra. Por donde se ha de entender que el dar será también lo más alto en las criaturas. Conviene, en consecuencia, volver la mirada hacia el dar tal como está al alcance de nuestro entender humano, para verlo en toda la profundidad que desde la revelación se vislumbra ha de tener. La fe estimula a la inteligencia, por lo que, al investigar bajo su guía, resulta fácil descubrir que el dar más alto en las criaturas es el que lleva consigo gratuidad y libertad, características éstas de la persona como tal, de manera que se puede colegir que el dar más propiamente dicho es siempre una actividad personal, no en el sentido de que toda persona haya de dar esto o lo otro con necesidad ontológica, sino en el de que sólo las personas pueden dar, y, lo que es más, en el de que ser persona es dar. Desde luego, es algo bastante obvio que la actividad de dar (regalar, obsequiar) es una actividad interpersonal. Y, siguiendo en esta línea, cabe entender que cuanto más intenso es el dar menos pérdida lleva consigo, hasta el punto de que las donaciones personales más profundas (como son la vida, el conocimiento y el amor) no llevan consigo pérdida alguna, ni por parte del que da ni por parte del que recibe ni por parte de lo dado.

 

En este punto, la razón humana puede ayudar a entender el alcance real del dar, pues aunque la mayoría de las donaciones humanas llevan consigo pérdida, existen algunas actividades donales humanas que no la llevan. Por ejemplo, si uno reparte mil euros entre varias personas, el que los da los pierde y, además, los que los reciben no reciben los mil euros, sino una porción de ellos. Algo semejante pasa con casi todos los otros bienes humanos, la comida, la bebida, el vestido, la casa, el tiempo, etc., e incluso el poder: si uno da poder a otro, lo pierde en la misma medida en que lo da (piénsese en las elecciones democráticas). Sin embargo, existen tres actividades que al ser comunicadas o dadas no se pierden: el ser, el entender y el amar. Quien comunica la vida[216] no la pierde por comunicarla, quien comunica sus ideas o pensamientos (como hago en este momento), no los pierde en modo alguno, y, sobre todo, el que ama no sólo no pierde cuando ama, sino que no puede amar más que dándose. Estas tres actividades son intrínsecamente superiores precisamente porque al comunicarlas no se pierden ni disminuyen.

 

Tal ausencia de pérdidas se muestra estrechamente vinculada con el poder innovador de estos dares más altos, y queda manifiesto de modo especial en el amor, el cual, en vez de tomar de lo que ya se tenía, lo hace surgir enteramente nuevo, sin precedente alguno. De manera que, considerado el dar en su grado más alto, puede ser descrito nuclearmente como aquella actividad gratuita, libre y personal que nada presupone y nada excluye, pues nada pierde ni hace perder en su ejercicio, sino que innova lo que da. En este sentido puede ser calificado de actividad perfecta o pura: un don es perfecto cuando al darlo, por lo menos, ni pierde el que da, ni pierde el que lo acepta ni mengua el don[217]. Se comprueba de este modo que el dar es la actividad más alta incluso para la razón, y que, como explico a continuación, el orden de lo trascendental, en la medida en que es el orden realmente supremo, ha de tener como ingrediente intrínseco de su actividad el dar. Lo que, si se aplica a la persona, permite entender, como dije antes, que sea realidad sobrante, aportadora, innovante, sin que reporte necesariamente pérdidas o menguas para nada ni para nadie, que es lo que intentaba indicar cuando afirmé que ser persona es dar. 

 

Pero atendamos al alcance trascendental del dar. En efecto, el dar, por su gratuidad intrínseca, se sitúa por encima de toda necesidad real, sea interior o exterior, y desde luego por encima de la necesidad lógica[218], la cual es requerida por la insuficiencia cognoscitiva del conocimiento objetivo o límite mental, y es aprovechada por la demostración, que explicita la necesidad causal física. En el dar puro, al no tener pérdidas ni generarlas, no existe insuficiencia o limitación algunas que hayan de ser subvenidas por la certeza de la demostración, ni –como ya he dicho– su gratuidad admite ninguna necesidad real que haya de ser explicitada. Por una razón similar, el dar tampoco es contingente: lo contingente es aquello que existe realmente, pero puede no existir, porque, aunque es causado, no está determinado por causas necesarias. El dar es libre, pero no contingente, porque no es causado, pues está integrado de modo indisociable y simultáneo por la iniciativa, la aceptación y el don: no existe el dar sin el don ni sin la aceptación ni, desde luego, sin el donante, sino que los tres integran conjuntamente el dar unitario y simple.  Además, entre el donante, el aceptador y el don tampoco rige la posibilidad, en la medida en que no se da de lo que se tiene previamente, sino que se innova al dar. Si se diera de lo que se tiene previamente (al propio dar) se perdería algo al dar, y no estaríamos ante el dar sin pérdidas. No existe ninguna situación de posibilidad o potencia previa al dar puro, porque el dar puro no se temporaliza, sino que es en bloque y de modo integral. Por último, como es patente, la imposibilidad no puede afectar al dar puro, ante todo porque ella no es un modo real: lo imposible, como tal, no existe ni puede existir, ni puede afectar modalmente a ninguna actividad real[219]. Lo imposible sólo puede tener como correlato real una limitación relativa: caben imposibles en relación con una potencia determinada, por ejemplo, es imposible que una piedra engendre por sí misma, o que el universo entienda. Pero en el dar puro no existe potencia alguna, sino tres actos integrales, por tanto no admite ninguna limitación relativa ni imposibilidad real. El dar puro, en consecuencia, es una actividad de un orden superior al gobernado por los modos lógicos, es decir, propia del plano de lo trascendental. En otras palabras, la libertad intrínseca al dar puro no admite antecedentes ni restricciones ni condicionantes ni oposición.

 

Podría objetarse que si el dar es libre, entonces ha de caber la posibilidad de no dar, y si cabe la posibilidad de no dar, entonces el dar es también una posibilidad. Esta objeción es muy pertinente, pero afecta sólo a la libertad condicional de la persona creada, para la cual es posible no dar. Si, en cambio, se considera el dar puro, ha de decirse que, aun siendo libre, no existe tal dar si no se integran sus tres momentos: la iniciativa, la aceptación y el don. Un dar sin aceptación no llega a serlo, una aceptación sin la iniciativa previa de un donante, es una aceptación de nada, y un dar sin don sería vacuo. Por tanto, el dar pleno o puro es la integración de tres ingredientes personales: la iniciativa donal, la aceptación donal de la iniciativa, y el don.

 

Lo dicho podría crear problemas de intelección, si, por ejemplo, se supusiera que la omnipotencia es una forma de posibilidad. Sin embargo, el modo correcto de entender la omnipotencia es precisamente en términos de donación. Ser omnipotente es dar ad extra puramente, sin pérdidas ni condiciones limitantes. La omnipotencia no es una forma de la posibilidad modal, como pensaba Leibniz. «Todo es posible para Dios»[220] significa que Dios está por encima de toda posibilidad condicionada modalmente. Así nos lo confirma la otra versión revelada de la omnipotencia: «nada es imposible para Dios»[221]. Si nada es imposible para Dios, entonces «todo es posible para Dios» ha de significar también que «nada es necesario para Dios», y que «nada es contingente para Dios»[222], o sea, que el poder de Dios no tiene opuestos, dado que lo imposible es el opuesto puro, o sea, el único de los opuestos que se opone homogéneamente a todos los otros modos lógicos, a los que cierra el camino por igual. Las dos versiones de la omnipotencia no son, pues, meramente equivalentes, sino complementarias entre sí. Cuando se dice que «todo» es posible, se nos indica que estamos más allá del modo «posibilidad», puesto que un modo no puede ser el único, si es que es un modo: «un» modo implica «otros» modos. Cuando se dice que «nada» es imposible, no sólo se revalida que la posibilidad de que se habla no es un modo (dado que elimina la restricción negativa intrínseca a la posibilidad modal), sino que se indica que toda imposibilidad –y con ella toda negación modal– queda excluida, o sea, que la posibilidad a que se alude no tiene opuesto alguno. Ahora bien, la noción de posibilidad implica la posibilidad de lo opuesto: si algo es posible, entonces tanto es posible que llegue a ser como que no llegue a ser, es decir, admite tanto el sí como el no[223]. En cambio, si todo es posible para Dios y nada es imposible para Él, será que el hacer divino no tiene opuesto ni está regido por la posibilidad, pero tampoco por la necesidad ni por la contingencia lógicas. La negación de toda imposibilidad, o sea, la supresión de toda limitación relativa (que acompaña a la acción humana y a toda acción creada) elimina toda oposición para el dar omnipotente. ¿Por qué digo «para el dar»?, pues porque en el dar puro no rige negación ni limitación algunas, si es que, como hemos visto, tal dar no entraña pérdidas ni para el que da, ni para el que recibe ni para lo dado: todo en el dar puro es «sí»[224], todo es positivo.

 

Pero, se podría seguir objetando, la creación es un acto libre por parte de Dios. Sí, sin duda. Mas la libertad de la que se habla ahora no es como la libertad y el dar humanos, una libertad y un dar condicionales, sino una libertad y un dar que hacen surgir de la nada, o sea, sin ningún precedente, lo que ella da (el don). Ni siquiera Dios es antecedente de ninguna criatura como tal, las criaturas son nuevas a radice, precisamente porque son creadas por un dar que nada supone previamente, sino que innova. La criatura no era una posibilidad en Dios antes de ser creada, sino pura nada. Por consiguiente, ser libre para Dios no significa la posibilidad de crear o no crear, ser libre para Dios significa «dar» sin precedentes ni pérdidas. Dios no tiene que elegir entre posibilidades previas, de lo contrario al elegir unas perdería otras: Él hace ser lo que quiere, sin restricción alguna ni en el plano del ser, ni el del entender ni en el del amar. Crear no es una posibilidad para Dios, sino una invención del dar divino sin antecedente alguno.

 

En cambio, si la omnipotencia no se entiende en términos de donación pura, entonces sobreviene el maleficio que introdujo la filosofía de Ockham: el enfrentamiento entre Dios y las criaturas, enfrentamiento que es más propio de la magia y del mito que de la filosofía. Tal enfrentamiento acontece debido a la suplantación de los trascendentales por los modos lógicos, y que acarrea una recaída en los mitos: Ad fabulas autem convertentur[225]. Si en la actividad pura del dar no rigen ni la limitación, ni la negación, ni la oposición, entonces el «todo es posible para Dios» no significa un sometimiento de Dios a la posibilidad, sino, antes bien, significa un estar de Dios por encima de los opuestos lógicos, uno de los cuales es la posibilidad lógica. Dios es omnipotente porque «da» de modo puro: la omnipotencia no es potencia ni posibilidad alguna, sino el acto puro de dar ad extra[226].

 

El dar se sitúa por encima de toda oposición lógica, es la actividad sin supuesto, sin opuesto y sin límite: justamente por eso es trascendental, porque es común a toda otra actividad, no en el sentido de que toda actividad sea dar, sino en el de que toda otra actividad procede del dar, es mantenida en el dar y se comunica gracias al dar.

 

Pero una vez conocida racionalmente la grandeza del dar merced al impulso de la revelación, el dar mismo, tal como se muestra en las donaciones humanas más altas, nos ayuda a entender mejor el orden trascendental. En efecto, en todo dar interpersonal intervienen tres ingredientes, a los que he aludido de pasada: el donante, el aceptador y el don. De manera que el dar se nos muestra como una actividad no monolítica, sino integrada por actos distintos, los cuales guardan un orden entre sí: al donante le corresponde la iniciativa en el dar, al aceptador le corresponde la acogida del dar, y al don el exceso o sobra que colma la mutua donación de los anteriores. Por todo eso, si el dar es intrínseco a lo trascendental, entonces cabe entender de modo fácil tanto la pluralidad de los trascendentales como su orden.

 

Veámoslo. El dar supremo no es una actividad distinta del ser, entender y amar supremos[227], sino lo común a las tres actividades trascendentales, es decir, a aquellas que, como hemos visto, al darse no se pierden. Si fuera distinta, habría de ser una cuarta actividad, pero ella es más bien la intercomunicación de las tres actividades, su congruencia real: el ser da, el entender da, el amar da[228]. La iniciativa donal es la actividad donante, el ser. «Ser es dar» significa, así, que ser es aquella actividad personal que toma la iniciativa del dar. Entender es «conceder el dar» o aceptarlo: la actividad personal que se hace imagen y manifestación del ser que inicia el dar, y sin cuya aceptación el dar no se consumaría. Amar es el acto-don que se da, o sea, la actividad conjunta (en persona) del ser y del entender donales originarios. Al ser el hilo común a las actividades trascendentales, el dar es lo que en ellas designamos como lo trascendental, si es que, de acuerdo con su noción mínima, se entiende por trascendental lo realmente común a todo. Según eso, el dar es lo común a las actividades trascendentales y, en esa medida, lo que las hace trascendentales: lo trascendental de las actividades trascendentales, lo que no se separa de ellas, sino que les es perfecta y activamente común.

 

Ahora bien, como los actos trascendentales no son trascendentales per accidens, es decir, como la trascendentalidad no puede ser algo sobrevenido a las actividades últimas, puesto que ella es la consideración de la ultimidad como tal, el dar trascendental nos ha de indicar la índole de los trascendentales, a lo cual –como ya indiqué– se le ha llamado en filosofía la «naturaleza». Ser, entender y amar como actividades puras tienen como índole o naturaleza la trascendentalidad activa o el dar. Y esta naturaleza común es tal que, por ser la que es (dar), no es incompatible con la irreductibilidad de los actos puros entre sí, o sea, con las personas, ya que sólo las personas dan propiamente. Por una parte, si cada acto da, entonces cada acto es una persona. Y, por otra, como el propio dar, incluso en las criaturas, es trino y ordenado, en la medida en que la actividad de dar está integrada por una iniciativa donal, una aceptación donal y un don –siendo ése su orden interno–, el dar, cuando es puro, admite una trinidad personal interna y ordenada.

 

El estímulo, pues, de la fe ha prestado alas a la inteligencia, la cual, a la vez que ayuda a la intelección de lo revelado, puede corregir y mejorar su propio conocimiento de la índole de lo trascendental. Vista desde nuestro entender, tal índole había sido expresada filosóficamente en términos relativos: «epekeina tes ousias», «hyper ton genon», «hyperphysikos». Tales indicaciones tienen de malo que, sin ser falsas, inducen a pensar que lo trascendental es algo que está situado por encima o más allá respecto de otros «algos»: lo malo es eso de «algo», que es lo que confiere un aparente contenido positivo a la (falsa) relatividad de lo trascendental respecto de lo predicamental. Por ejemplo, entender a Dios como «algo» es objetivarlo o intentar reducirlo a la presencia (límite) mental, dejándolo exento, justo como aquel objeto (in-finito) cuya noción se forma por comparación con todos los otros objetos (finitos), y, en consecuencia, entendiéndolo de modo relativo a ellos. Pero si el «trans» de lo trans-cendentale se entiende como la actividad del dar supremo, la relatividad queda eliminada. Ante todo, porque los objetos no dan, las personas sí. Cualquier normal conocedor del pensamiento filosófico podría objetar que los objetos no dan porque ni tan siquiera causan, como supo observar Aristóteles respecto de las ideas platónicas. Y, ciertamente, yo mismo he propuesto en esa línea entender lo trascendental como acto, no como algo, pero estoy procurando aclarar la índole de ese acto precisamente como el acto de dar supremo. Aristóteles supo entender la divinidad como acto y vida (noesis noeseos noesis), mas para intentar mantener su trascendencia hubo de pensarlo como acto incomunicado e incomunicable (motor inmóvil). No captó el carácter donal del conocimiento, sino que lo entendió como una causa, la final o más alta, la que todo lo mueve por atracción, pero que, como tal, está encerrada en su propia perfección. El acto puro aristotélico influye, pero no da, ni tan siquiera produce. Su trascendencia no es trascendental: está de tal manera fuera de las cosas que las cosas no están en él, las excluye de sí. Por consiguiente, con la sola noción de acto puro se puede caer en otro extremo, a saber, el de separar la trascendencia de la trascendentalidad, o, dicho de modo más sencillo, el de hacer imposible que lo trascendental sea lo común a todo. En cambio, si se entiende el acto divino como supremo dar, nada queda excluido y lo trascendente no queda aislado, pues en la noción de dar está manifiestamente incluida la comunicación. Precisamente por eso, el dar supremo elimina toda confrontación y desborda toda comparación. Y como no se exime ni se separa[229], el dar supremo tampoco oculta implícita relatividad alguna: el «trans» de lo trascendental es la incontaminación del dar supremo, que no pierde ni quita ni presupone ni cierra al dar. El carácter sobreabundante, comunicativo, sin pérdidas ni ganancias, de la naturaleza de Dios, que es lo realmente trascendental, hace a Dios trascendente o último sin ninguna relatividad a las criaturas, pero también sin incomunicación alguna.

 

De esta manera, una vez iluminada la razón por la fe, podemos entrever, a partir de las criaturas y en congruencia con el autotrascendimiento humano[230], el carácter donal de la actividad divina sin incompatibilidad con la trinidad de personas. La Sagrada Escritura abona la intelección de las relaciones personales intratrinitarias como relaciones donales. La relación entre el Padre y el Hijo es expresada en términos de dar (dídomi)[231], e igualmente, el Padre da el Espiritu[232] a petición de Cristo[233], y lo da sin medida[234]. El dar enlaza, pues, la inteligencia con la revelación, lo natural con lo personal in divinis, y aclara a la razón la índole de lo trascendental.

 

Pero el crecimiento de fe y razón no cesa ahí. Estimulada desde esta mejor intelección, la fe vuelve a tomar protagonismo sobre la intelección y la incita a prestar mayor atención a los datos revelados para encontrar nuevas indicaciones acerca del propio dar. La revelación cristiana no acaba en el desnudo dato de que el dar es divino, antes bien muestra a quien lo busca un núcleo del dar aún más profundo y preciso. Ese núcleo es decisivo, tan hondo y distinto que no puede ser entendido ni explicado suficientemente con palabras humanas, pues se trata de un ingrediente del misterio oculto desde los siglos eternos a toda criatura y que sólo se nos ha revelado en la cruz de Cristo. La muerte libremente aceptada y querida por Cristo, como entrega de la vida de su humanidad al Padre[235] hasta el extremo de morir en una cruz, nos ha revelado que el misterio de la divinidad es la entrega o el dar sin reservas[236]: lo que hace que el dar supremo sea de Dios, o sea, inigualable, es que su dar es sin reservas. Que enuncie yo con palabras el misterio divino no quiere decir que lo comprenda, pero sí que se puede llegar a entender desde la revelación cristiana.

 

El «sin reservas» divino no puede ser descubierto por la inteligencia creada, ni angélica ni humana, debido a la índole misma de la creación y a la consiguiente diferencia trascendental entre los trascendentales condicionales y los incondicionales. Las criaturas no pueden dar sin reservas, de ahí que, por ejemplo, muchos crean –erróneamente– que el amor a sí mismo es imprescindible y haya de ser puesto en Dios[237]. Sin embargo, el «sin reservas» es la anulación en Dios del amor a sí mismo. Es, ciertamente, un misterio oculto, pero su revelación por la palabra silente de la cruz arroja una iluminación inesperada para la inteligencia humana en su investigación de los trascendentales.

 

Si el dar sin pérdidas nos permite entender su alcance supremo o trascendental sin incompatibilidad con las personas, el dar «sin reservas» nos ilumina acerca de la conversión en identidad de los trascendentales, a la vez que enriquece nuestra intelección sobre la positiva congruencia de la Trinidad. Esta iluminación tiene una doble fecundidad: una fecundidad para la fe (teología cristiana) y otra para la razón (filosofía trascendental y cristiana). Aunque en las dos actúan conjuntamente la razón y la fe, en la una se favorece el crecimiento de la fe, en la otra el de la razón.

 

Antes de empezar ese doble desarrollo, conviene resolver una dificultad que sale al paso nada más proponer la noción de donación «sin reservas». En efecto, no parece claro que, si el dar supremo no tiene pérdidas, pueda ser, en cambio, «sin reservas», pues el que no se reserva nada al dar lo pierde todo. ¿Cómo entender de modo unitario un dar que sea sin pérdidas ni reservas? Si, cuando se da, no se reserva uno nada, parece que se pierde lo dado. Por un lado, el dar supremo no ha de admitir pérdidas; por otro, el «sin reservas» podría indicar traspaso o entrega con pérdida. En la muerte de Nuestro Señor así lo fue: entregó su vida humana y la perdió al entregarla. Ésta es la verdadera dificultad. Pero no juzguemos según las apariencias. Como el que entregaba su vida humana era el Verbo, o sea, Aquel que da-el-dar supremamente o sin pérdidas, la pérdida (verdadera) de la vida humana fue convertida en don con ganancias: precisamente en una forma de actividad o vida superior a toda posible medida para cualquier criatura. La pérdida debida a la entrega «sin reservas» de la vida humana fue convertida en ganancia «sin reservas»[238]. Si se centra bien la atención en su núcleo, el problema señalado lo introduce, pues, el dar creado, que puede acarrear pérdidas, y consecuentemente reservas que las eviten. Al convertir la pérdida en ganancia, Cristo nos enseña que Dios da sin reservas ni pérdidas[239]. En realidad, respecto de Dios, el problema descrito es sólo aparente, puesto que, si al dar no pierde, puede darlo todo sin perder nada. El «sin pérdidas» y el «sin reservas» son no sólo compatibles, sino connaturales al dar supremo puro, que lo es por ese doble motivo: porque –como explicaré más adelante– todo en él es dar, y nada (del dar) al dar se pierde. En las criaturas el dar sin reservas lleva consigo pérdida, aunque esa pérdida se pueda convertir en ganancia, si es un dar desde y con Dios[240].

 

B) Los rendimientos del hallazgo teológico-filosófico del dar puro para la fe cristiana

 

Habida cuenta de lo anterior, el «sin reservas» aclara, a la consideración teológico-cristiana, la unidad de las tres divinas personas. Ya que nada se reservan, el Padre no es (o da) más de lo que entiende o acepta el Hijo, ni el Padre y el Hijo son y entienden más de lo que ama el Espíritu Santo. Todo cuanto es el Padre, entiende el Hijo y ama el Espíritu lo comunican sin reservas, de manera que no existe ningún «momento» en que no se comuniquen plenamente entre sí. Esto hace imposible el adelanto y el retraso entre las Personas. El Padre no es anterior al Hijo, y el Espíritu Santo no es posterior al Padre y al Hijo, más aún, la tríada personal no es anterior ni posterior a su unidad. El «sin reservas» impide que exista algo en el Padre al margen de lo que comunica al Hijo, y también que exista algo en el Padre y el Hijo al margen de lo que comunican al Espíritu, así como que el Espíritu sea algo más o algo menos de lo que procede del Padre y del Hijo. El Hijo no está pre-contenido en el Padre, porque para eso haría falta que el Padre existiera al margen del Hijo. Y el Espíritu Santo no queda relegado respecto del Padre y del Hijo, porque para eso se requeriría que el Padre y el Hijo se reservaran algo entre ellos, esto es, cada uno para sí, pero el Espíritu es justamente persona porque es la no reserva de nada en la mutua comunicación entre Padre e Hijo[241]: es la implosión irrestricta de la intercomunicación personal sin reservas. El Padre, el Hijo y el Espíritu son igualmente originarios, como tres dares que se intercomunican tan plenamente que son uno solo, el dar originario, la divinidad.

 

Sin embargo, Padre implica Hijo, e Hijo implica Padre –cabría objetar–, luego el Padre supone al Hijo y el Hijo supone al Padre. No. Es cierto que no existe padre sin hijo, ni hijo sin padre, pero ni siquiera en las criaturas padre presupone a hijo ni hijo presupone a padre, sino que padre e hijo lo llegan a ser simultáneamente y lo son de modo solidario[242]. El «sin reservas» hace que el Padre sea plenamente Padre y el Hijo sea plenamente Hijo, de manera que en ellos no haya nada que no sea Padre ni Hijo, respectivamente. En cambio, los padres humanos no son sólo padres ni los hijos son sólo hijos, porque el padre humano no comunica todo cuanto es y tiene, ni el hijo humano es sólo lo que recibe y acepta de sus padres, mientras que, por el contrario, el Padre comunica íntegramente y sin reservas todo cuanto es al Hijo, y el Hijo acepta sin reservas todo cuanto procede del Padre, e igualmente el Espíritu Santo es el don que se da sin reservas a sus donantes plenos. El dar sin reservas no admite ni el adelanto ni el retraso parcial o total: tan integralmente donante es la iniciativa, como la aceptación y el don, por lo que el dar divino es la plena comunicación de iniciativa, aceptación y don.

 

El dar sin reservas ayuda también a ilustrar algo más por qué las Personas divinas no se suman entre sí, o sea, permite entender cómo la Trinidad no es un conjunto de tres, sino la identidad de tres[243]. Si fuera un conjunto, habría de totalizarse[244], pero la totalización implica una reserva, un «nada más que»[245]. Las restricciones o reservas implican ceses en el dar, haciendo precipitar el dar al margen de los donantes, y lo dado al margen del dar. El «sin reservas», en cambio, hace que el dar no precipite al margen de las Personas. Para que el dar pudiera precipitar por separado, haría falta que las Personas se comunicaran entre sí parcialmente. Y de modo semejante a como la parcialización supone una reserva respecto del todo, así o bien una Persona precipitaría como el Todo, convirtiendo a las demás en participaciones suyas, o bien el todo del dar precipitaría como una cuarta persona, del que las tres serían partes reservadas. El «sin reservas» evita toda parcialización, y, con ello, que ninguna Persona sea entendida como superior, anterior o posterior a otra, así como también evita que las tres sean partes de un todo resultante ulterior. En consecuencia, no existe actividad alguna superior, ni anterior ni ulterior al dar sin reservas, el cual es eternidad activa[246].

 

El «sin reservas» puede ayudar, asimismo, a entender el carácter personal de Espíritu Santo. En el dar creado el don no suele ser persona, pues los dones no suelen dar, salvo de modo metafórico, como cuando los padres al engendrar «se dan» mutuamente un hijo[247], el cual como persona también puede dar. Sin embargo, el Espíritu Santo no es un hijo ni una metáfora, sino el exceso mismo de la mutua donación entre Padre e Hijo[248]. El exceso es lo que procede del dar «sin reservas», cuando el dar es supremo, o no pierde al dar. A su vez, lo que procede del dar sin reservas ni pérdidas no es posterior al dar ni se pierde, pero tampoco se suma, pues no totaliza, sino que mantiene la índole del dar «sin reservas», y esto ha de significar que da. El Padre y el Hijo no se reservan el dar, sino que lo comunican al don. El don puro sin reservas da, o sea, es Persona. Pero ¿cómo puede dar un don? Pues precisamente no reservándose su donalidad, sino gozándose en los donantes[249]. Se trata de un misterio, pero no carece de sentido: los dones de las criaturas no dan, porque el dar o dares que los dona(n) no es sin reservas, pero cuando los donantes se donan sin reservas, el don es también donante o persona.

 

En resumen, las Personas son distintas y cada una dona de una manera distinta, pero como cada una da «sin reservas», son un solo dar en plenitud. El Padre está en el Hijo, y el Hijo está en el Padre, porque nada se reservan (todo lo que tiene el Padre lo tiene el Hijo y viceversa[250], de manera que ambos son uno[251]), el Espíritu está en el Padre y en el Hijo porque es su Don conjunto, o sea, el exceso y la sobra de la entrega sin reservas entre ellos, y como el exceso tampoco se pierde, entonces el Don da, y lo que da es su no reservarse el exceso.

 

C) Los rendimientos del hallazgo del dar puro para la filosofía trascendental y cristiana

 

C.1. Para la filosofía cristiana, por su parte, el «sin reservas» permite aclarar, ante todo, qué significa el dar puro. En las páginas precedentes averigüé por la razón que el dar supremo no tiene pérdidas ni lleva consigo menguas, tomando como indicación los dares más altos en las criaturas (ser, entender y amar), pero no pude precisar en qué reside la pureza del dar. La congruencia exige que, si los actos supremos son actos puros, y yo propongo que la actividad suprema es la de dar, entonces la actividad de dar haya de ser también pura, o de lo contrario no será suprema. Con todo, hasta el momento se ha precisado cómo ha de ser el dar supremo, pero no cómo ha de ser un dar puro. Ahora lo podemos entender: un dar sólo es puro si es dar sin reservas, o sea, si en él todo es dar, si él nada deja por dar.

 

Es cierto que sólo por la revelación podemos saber que los tres ingredientes del dar creado (donante, aceptador y don) sean en el dar supremo personas distintas, pero ahora la razón, iluminada por la fe desde el «sin reservas», puede atisbar que lo que tienen en común, o sea, la naturaleza divina, es positivamente congruente con esa trinidad de Personas. En efecto, cuando se trata precisamente del dar puro, es congruente que los (que en las criaturas son) ingredientes del dar den, pues en el dar puro todo es dar y sólo dar[252]. Es inteligible que, en el dar en el que todo es dar y sólo dar, los ingredientes del dar hayan de dar y dar puramente. En la divinidad los ingredientes del dar son los activos del dar. Luego, la iniciativa, la aceptación y el don no son actividades atribuibles a personas que vivan aparte cada una por su lado, sino que son ellos mismos los dares personales del dar puro. El dar puro es, congruentemente, el dar de dares, el dar por excelencia.

 

La iniciativa, la aceptación y el don supremos pueden ser distintos, porque su dar es «sin pérdidas»: la iniciativa no se pierde en la aceptación ni ambas en el don; pero lo que los hace un solo dar es que cada uno da «sin reservas». No intento separar el «sin pérdidas» del «sin reservas», sino sugerir cómo la congruencia entre ambos permite entender la congruencia entre las personas y la naturaleza in divinis. Obviamente, si su dar tuviera pérdidas, los dares del dar no podrían dar sin reservas, pues se extinguirían (o sea, no se distinguirían), pero si el dar se hiciera con reservas, entonces necesariamente tendría menguas o pérdidas (a saber, lo que se sustrajera del dar), por lo que ni ese dar ni sus ingredientes serían supremos. Por tanto, si el dar tuviera pérdidas –si no fuera el supremo–, no serían distinguibles los dares, pero si se hiciera con reservas, entonces esos actos no tendrían una naturaleza idéntica, el dar puro.

 

Ahora bien, si el dar supremo es puro, es decir, si, en cuanto que en él no existen reservas, todo en el dar supremo es dar, entonces lo supremo ha de ser simple, incompuesto, sin mezcla: el dar en todas sus dimensiones e incontaminado. Pero, de acuerdo con eso, en lo supremo o trascendental el calificativo de «puro» no puede connotar nada abstracto, sino actividad simple, identidad activa, que es lo que se sugiere con la expresión «dar de dares», un dar cuya iniciativa, aceptación y don son ellos mismos puro dar.

 

El dar puro, por consiguiente, no está sometido a la lógica del axioma «el todo es mayor que las partes». Desde luego, los ingredientes del dar no son parte suyas, pero algunos podrían confundirse en ese sentido, llevados del pensamiento objetivante. Sin embargo, si se atiende debidamente a cuanto se ha dicho, se hace patente que el «dar de dares» no es la suma de los dares, ni se posee a sí mismo, pues no es una persona, sino que es poseído por el donante, por el aceptador y por la persona-don, de tal manera que cada persona integrante del dar posee todo el dar. Por eso, en vez de que el dar sea mayor que los integrantes del dar, queda claro que cada uno de ellos es perfectamente equivalente a los otros y a todo el dar.

 

C. 2. Según esto, el «sin reservas» permite aclarar, además, cómo el dar supremo puede ser la identidad de los tres actos puros, lo común a ellos que no se convierte en un resultado suyo, que no precipita al margen. El ser da sin reservas, el entender da el dar (o acepta) sin reservas, el amar se da sin reservas, de manera que los tres son un idéntico dar. El dar supremo sin reservas «hace» idénticos al donante, al aceptador y al don sin añadirles ni quitarles nada. Su identidad se puede entender como el «sin reservas» de su dar supremo, de tal manera que la identidad cobra sentido como actividad cuando se la entiende como dar, y como un dar sin reservas[253].

 

Esto necesita de ciertas aclaraciones. Puesto que cada ingrediente del dar supremo es puro o da «sin reservas», ni la iniciativa ni la aceptación ni el don fraguan o se decantan por separado. Pero para que no fragüen ni se decanten por separado es preciso que no se extingan en la donación, sino que se distingan en ella. En efecto, el «sin reservas» podría interpretarse como un traspaso total de la iniciativa a la aceptación, y de ésta al don, por lo que el ser se extinguiría en el entender y éste en el amar. En tal caso, la iniciativa y la aceptación serían sólo momentos del dar sin reservas, y el don la síntesis del dar, lo que equivaldría a la extinción del dar, pues además de que se haría con pérdida, la síntesis sería terminal: el dar terminaría no dando, o sea, reservándose. Por tanto, en estas hipótesis lo que quedaría anulado es el dar puro. Por el contrario, lo característico del dar supremo y puro es que en él nada se pierde ni nada se guarda, por tanto la iniciativa no puede perderse en la aceptación ni ésta en el don, el cual no puede guardarse para sí. Ahora bien, si el donante, el aceptante y el don no extinguen el dar porque no lo guardan o reservan, es congruente que los tres se distingan en el dar puro, o sea, que ellos tampoco se extingan en el dar. Eso de «en el dar» indica, por su parte, que su distinción no precipita al margen del dar, sino al dar. No digo que esto se vea de modo intuitivo ni natural, sino que, gracias a la iluminación de la razón por la fe, cabe entenderlo de modo congruente. Ninguno de los actos que integran el dar se extingue –y menos aún cesa o es seguido– en el otro, sino que los tres están co-dando en el dar idéntico. Y aunque procedan algunos de otro u otros, ese proceder es intrínseco a la actividad pura de dar, por lo que no implica ni adelanto ni retraso ni pérdida o extinción alguna, ni por parte de los dares ni tampoco por parte del dar. Por consiguiente en la Trinidad Santa ni la unidad es anterior a las personas, ni las personas a la unidad, sino de una sola vez (simplokós) e incompuestamente unidad idéntica de tres[254].

 

Es un problema en la doctrina tradicional sobre los trascendentales entender cómo, siendo el esse el trascendental propiamente dicho, y la verdad y el bien propiedades suyas, puedan el entendimiento (al que corresponde la verdad) y el amor (al que corresponde el bien) identificarse en Dios consigo mismo, que es el ipsum esse subsistens. ¿Cómo podrían las propiedades del ser identificarse con el ser? Este problema puede resolverse en tres pasos: 1) distinguiendo la verdad y el bien (como propiedades trascendentales del esse) respecto del entender y del amar trascendentales, que no son propiedades, sino actividades donales puras; 2) entendiendo que el ipsum esse subsistens es también actividad donal y no un mero «estar siendo»; 3) dándose cuenta de que en el único dar puro se integran tres dares (personales) distintos (iniciativa, aceptación, don).

 

De este modo, el orden trascendental originario está integrado por un triple acto cada uno de índole donal, a la par que esa índole donal los identifica. El dar puro es la congruencia pura: sus ingredientes son dares, los dares son un idéntico dar, o sea, un dar de dares: todo en el dar puro es dar. Por eso, cada uno de los actos que integran el dar es también de índole donal, o sea, internamente trino (es, conoce y ama), pero no son nueve actos, sino tres que dan íntegramente, y, al revés, el dar íntegro es un solo dar, no tres dares inidénticos. Pero tampoco por integrar un único dar las personas son meras dimensiones del dar, sino que cada una es un dar íntegro. Como enseña la doctrina cristiana, el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, pero no son tres dioses, sino un único Dios verdadero; y no por ser un único Dios verdadero dejan de ser tres personas distintas el Padre, el Hijo y el Espíritu. Ni los tres son más que uno, ni cada uno es menos que los tres. Dicho de otro modo: cada una de las tres divinas personas es trina, pero no en el sentido de que cada una sea tres personas, sino en el de que el dar entero es trino y cada dar personal es congruente con esa trinidad. El dar de las personas divinas es la congruencia real máxima: tan congruente son los tres dares que integran un dar común, y tan congruente es el dar común que cada uno de los tres dares tiene las tres dimensiones del dar[255].

 

C. 3. Otros rendimientos filosóficos indirectos

 

a) Ganancias en la intelección de lo trascendental.

 

Gracias a la intelección de la ultimidad como dar se hace más fácil también evitar el peligro de una interpretación meramente lógica de lo trascendental. Cuando se dice que lo trascendental es lo común a todas las cosas casi siempre se entiende que es un concepto común a todas las cosas, en cuyo caso se está apuntando a un género o clase que reúne homogéneamente a todos los miembros que la detentan. Otras veces se ha entendido que es un predicado que pertenece a todas la cosas en común, y que, por pertenecer a todas, no es de alguna de ellas sola, o sea, no es propiedad exclusiva de ninguna de ellas, sino cierta universalidad como propiedad común. Pero los trascendentales no son géneros ni predicables. Ambas consideraciones de lo trascendental son de índole lógica, no directamente real.

 

Por una razón en parte semejante, Heidegger rechaza la consideración de lo trascendente como lo común: el ser es lo transcendens por excelencia, pero transcendens –a pesar de toda su resonancia metafísica– no a la manera escolástica ni grecoplatónica del koinon[256]. El ser, dice, no es un género, no es el ser para el ente en general, sino kath'olou, o sea, en el total de: el ser del ente, en lo cual se contiene el sentido de la diferencia ontológica[257]. La noción de ente es común a todos los entes, pero el ser no es, según Heidegger, lo común a todos los entes, sino lo diferente, lo universal que los recubre y permite considerarlos como mundo; es el ámbito previo a todos los entes, entendido en referencia a la articulación del tiempo extático, y cuya apertura universal es, con todo, un horizonte. Lo trascendente está por encima de lo general y, sin embargo, es limitante. Heidegger abandona la reflexión lógica e incluso la predicación judicativa, pero cae en la predicación abstractiva, no sólo enigmática, sino inconducente para el conocimiento de lo trascendental, porque lo supone, en vez de conocerlo[258].

 

En cambio, si se entiende lo trascendental como la actividad de dar sin pérdidas y sin reservas ni hay peligro de generalización reflexiva ni de predicación judicativa ni tampoco –como en Heidegger– de ningún recorte de la intelección humana. El dar, cuando es sin pérdidas ni reservas, no recae sobre sí mismo (reflexión), ni separa para unir o une para separar (juicio), ni articula o es articulado temporalmente (abstracción). Dar es actividad real interpersonal, no inmanente ni transitiva, no objetiva ni subjetiva, no clausurante ni limitadamente aperiente. Pero veamos esto más de cerca.

 

El dar no es una nota, sino una actividad que, cuando es suprema y pura, es tan radical que no se nota, puesto que no pierde nada ni se reserva nada. No se trata de que se oculte ni de que quede eclipsada por ninguna otra, sino de que nada puede servirle de contraste para destacarla. El dar no puede ser presentado, para presentarlo se requeriría que el presentar no fuera una (mala) forma de dar, o que el entender no fuera integrante del dar. Y, supuesto que se pudiera presentar, haría falta para ello desintegrar el dar, pues lo presentable del dar es el don, pero, presentado, el don no da, se escinde del dar. Siendo el dar lo común a las actividades puras (ser, entender y amar), con ellas se ejerce y en ellas se resuelve: el dar no les añade nada ni les quita nada, sino que es su estricta identidad, por lo que no puede darse a conocer por separado ni ser un cuarto, como ya se ha dicho. Esta característica del dar es lo que hace que su actividad sea imperceptible para cualquier criatura, porque haciéndolas ser y sobrar, más aún sustentándolas enteramente, no se separa de ellas en nada. De ahí que, si el dar es la actividad propia de la naturaleza divina, Dios sea un Dios escondido (Isa 45, 15), pero que todo se mueva, viva y exista en Él (Hech 17, 28).

 

El dar tampoco es un predicado de ningún sujeto, sino la actividad que hace persona a la persona. Para que algo sea predicable o admita predicados ha de ser separable, abstraíble, pero el dar supremo y puro no es abstraíble del donante, del aceptador y del don. Por supuesto, nosotros podemos predicar el dar, pero para ello lo hemos de componer, para lo cual lo hemos de separar o abstraer, o sea, de desbaratar como dar supremo y puro, pues predicar no es dar, sino distribuir judicativamente causas o datos. De ahí la dificultad para entender lo que se dice del dar. Cuando digo «ser es dar», por ejemplo, no predico el dar respecto del ser, ni al revés, ni tan siquiera establezco una mismidad inerte entre ser y dar, sino que pretendo sugerir que la actividad de ser no es una actividad clausurada ni clausurante, que se haya de retroalimentar, o que por ser última sea terminal, sino que es sobrante y comunicativa; y, al mismo tiempo, pretendo sugerir que el dar no es una actividad secundaria o derivada, sino primera y originaria, dotada de iniciativa propia o comunicante.

 

Tampoco es el dar la conclusión de un raciocinio o el término de una demostración, ni tan siquiera es la base o el fundamento desde el que se desplieguen razonamientos. El dar no es el fundamento ni la condición de posibilidad del entender o del amar. Para Heidegger, por ejemplo, lo trascendental es el ser, siendo entendida su trascendentalidad como condición de posibilidad. La condición de posibilidad sería trascendental no por ser común al Dasein y a los entes, sino por ser la anterioridad condicionante de sentido respecto de la apertura mundanal, propia del Dasein, en la que aparecen los entes y en la que pueden cobrar sentido. Sin embargo, ni el dar (puro y supremo) es la condición de posibilidad de los actos de ser, entender y amar, ni es anterioridad alguna, ni introduce en su actividad la anticipación y la posposición (la temporalidad). Aunque en la trama del dar puro existan el donante, el aceptador y el don, la iniciativa del donante no se anticipa a los otros dos: el donante sólo lo es en la medida en que se da la aceptación y el don. Y lo mismo debe decirse de la aceptación con respecto al don: el don se consuma en la aceptación de la iniciativa donal, conjuntamente. El dar supremo y puro no articula ni se articula, sino que es integral e integrante: es de una vez. Esto implica que el dar de que hablo no admite condiciones de posibilidad ni es condición de posibilidad de nada. La posibilidad es intrínsecamente temporal, de manera que la condición de posibilidad es una especie de pasado que no pasa, un antes anterior a la posibilidad, y al que, en cuanto anterior, no le afecta la temporalidad de la posibilidad, por eso cabe decir de ella que no pasa. Al no ser temporal, sino integral, el dar no admite un antes que lo condicione, y él mismo no funciona respecto de nada como un antes condicionante. Lo malo de la noción de condición es que excluye la comunicación: la condición no se comunica, sino que permanece inalterablemente separada de lo condicionado[259]. La condición no da, no es integral ni integrante. La integridad del dar se ha de entender como la confluencia del donante, del aceptador y del don en la unidad del dar. Esa integridad es incompatible con toda fundamentación, que ni es requerida por el que da, ni es requerida por el que acepta, ni por el don dador que de ambos procede. Aunque la fundamentación puede sugerir a algunos un tránsito (causal), que podría parecerles una comunicación, entendido así implicaría una debilidad o falta en lo fundamentado, y por tanto una necesidad previa, lo que es contrario a la gratuidad de la actividad donal, además de que el fundamento no es ninguna actividad personal. Por todo ello el fundamento no se comunica[260].

 

En definitiva, si lo trascendental ha de ser entendido como acto, y lo ha de ser[261], entonces lo común a que lo trascendental alude habrá de ser entendido como comunicación. No ha de ser eliminado lo común, sino corregido, entendiéndolo como real, como actividad, no como nota, predicado ni fundamento. Ahora bien, precisamente el dar es la actividad comunicante, o sea, aquella actividad que por no perder nada ni reservarse nada es (activamente) común a toda actividad. Mas no en el sentido de que el dar supremo y puro se predique de todas las cosas, de manera que todas las cosas den suprema y puramente, ni en el sentido de que el dar sea un factor común que pertenezca a todas las cosas, de manera que constituya una clase general que las abarque a todas. La comunidad que establecen los trascendentales es de otra índole: ad intra es la identidad de las actividades supremas y puras, ad extra es la actividad que hace activa a toda otra actividad. Trascendental significa, pues, lo común, pero no en sentido general ni en sentido universal (unum in multis), sino en sentido comun-icativo: trascendental es lo que comunica todo y se comunica a todo sin totalizarse ni totalizar nada. Como actividad, el dar supremo y puro es la actividad que no se consume ni agota, pues en ella no hay pérdidas, pero al mismo tiempo es la actividad que a todo alcanza, pues no tiene restricciones o reservas. No toda actividad es actividad de dar trascendental, pero toda otra actividad es sustentada por el dar supremo y puro, y de modo que no se nota, porque ella no pierde ni hace perder ni se reserva o mantiene al margen.

 

b) Malentendidos que se evitan

 

b) -α. Un problema que podría surgir en esta línea de investigación sería el de sobreentender que los actos donales puedan ser modalizaciones del dar, o sea, que ser, entender y amar sean modos del dar; o bien al revés: que el dar sea una modalización de dichos actos. No se trata ahora de la consideración modal lógica, de la que ya he tratado antes, sino de las siguientes cuestiones: los dares intrínsecos al dar ¿son modos del dar?, ¿o más bien, el dar es una modalización de los actos? La primera cuestión podría significar que o bien los dares son variaciones del mismo dar único, o bien que son divisiones del dar al que componen. Pero nótese que, en el primer caso, unas variaciones son, por definición, temporalmente excluyentes de las otras variantes (por eso son variaciones), y que el dar estaría totalizado (sería uno y el mismo) en cada una de las variantes. Y en el segundo caso, los dares serían modos parciales, y el dar sería su conjunto o totalidad. Pero todo eso es repelido por el dar. El dar puro admite ingredientes activos tales que éstos no excluyan nada ni totalicen nada, pues es sin pérdidas ni reservas, de manera que no admite variantes (que excluyan variantes) ni composición que lo totalice.

 

La segunda cuestión sugiere más bien que los actos, siendo independientes del dar, se constituirían, en una de sus posibles modalidades, como idénticos en el caso del dar puro. Pero ni el entender puede ser independiente del ser ni el amar puede ser independiente del ser y del entender, por lo que esa cuestión sólo tendría algún sentido en relación con el ser, que es el único que podría pensarse como independiente del dar. Pero en ese caso, el dar sólo podría constituir una modalidad del ser, y sólo en cuanto tal podría pasar al entender y al amar. Ahora bien, las modalizaciones son temporales y excluyen la plenitud, que nunca puede ser un modo. Por consiguiente, el ser trascendental puro no admite ninguna modalidad, no admite posibilidades, sino que es el ser plenario, eterno e inmutable. Sin duda que la iniciativa del dar es tomada por el ser y que el ser trascendental es libre, en el sentido más amplio del término, pero la libertad plena no estriba en la variabilidad (temporal), sino en la irrestricción del ser.  En consecuencia, ni el dar es una modalidad de los actos que lo integran, ni los ingredientes del dar son una modalidad de la actividad del dar.

 

b) -β. Otro problema que cabe resolver es el generado por la noción de identidad. Los equívocos con que, por lo común, se tropieza al hablar de identidad son dos, a saber: que a veces se entiende la identidad como igualdad, o sea, como una inerte sustituibilidad absoluta, y que en otras ocasiones se confunde con la identificación, que, en vez de actividad ontológica, es el distintivo mediante el cual se conoce la diferencia de algo respecto de todo lo demás. Pero ninguna de estas dos acepciones está a la altura de la consideración trascendental de la identidad, pues lo realmente trascendental ni es substituible ni tampoco es confundible.

 

La substituibilidad se corresponde con el caso particular, o sea, con la determinación segunda de la idea general, y sólo tiene sentido pragmático, pero, cuando se pretende que tenga valor teórico, queda oculto que bajo ella se produce una elevación de la inestabilidad temporal a mismidad por el pensamiento humano. Por eso, cuando propongo que la naturaleza divina es la identidad de los ingredientes del dar, no debe pensarse en una mismidad, igualdad u homogeneización inertes, sino en una actividad u operatividad común, la de dar, que admite la distinción interna (gracias al «sin pérdidas») y opera en identidad (gracias al «sin reservas»). Ser, entender y amar no son lo mismo, pero sí son unos en identidad activa. Sin duda, entre la iniciativa, la aceptación y el don, aunque exista orden, no existe distinción de jerarquía, y eso queda indicado por la identidad de naturaleza, pero ésta sería mal entendida, si se interpretara como una igualdad tautológica: la unidad de la actividad de dar no homogeneiza ni totaliza a los donantes, por lo que no suprime ni reduce su distinción ni su orden reales.

 

Por su parte, la identificación[262] es la búsqueda de aquellas propiedades o predicados de algo que sean suficientes como para diferenciarlo y reconocerlo entre todo lo demás. En este segundo caso, el vínculo que sirve a la identificación no es el «=», sino el «es» predicativo[263]. La identificación en el modo de la predicación es la definición. El problema de la definición es el de encontrar aquellos predicados de un sujeto que lo hacen inconfundible, en cuanto que enuncian las causas que lo exponen, las cuales son vinculadas al sujeto mediante un «es» copulativo. Sin embargo, la predicación, aunque sea intrínseca, no es la forma trascendental en que se encuentra la realidad suprema[264], pues la causalidad o es predicamental (concausas parciales), o es posterior al ser trascendental (tetracausalidad). Los trascendentales no son conceptos que se identifican en el juicio –y, menos aún, que sean interdefinibles[265]–, sino dares puros que dan en la identidad realmente activa del dar supremo y puro. En definitiva, la identificación implica composición, pero la composición es inadmisible en la identidad.

 

A diferencia de todo lo anterior, la identidad de la que se habla aquí es la simplicidad del dar puro. De la simplicidad no podemos predicar nada, pues al hablar de ella, o al pensarla, la desdoblamos o la complicamos. Podemos entenderla, pues por referencia a ella entendemos cuanto entendemos, pero no podemos pensarla o comprenderla. Lo único que cabe decir con sentido de ella es que es el principio supremo[266], o sea, lo único que nos cabe hacer es indicar la relación de lo compuesto en su respecto: lo compuesto (sea complejo o sencillo) depende de ella por entero. Al aclarar la identidad desde la simplicidad, se traspasan a la identidad la idiosincrasia y las dificultades (para las criaturas) de esta última, pero con eso sale beneficiada la intelección de la identidad, que resulta rescatada de la predicación, de la composición y del problema del reconocimiento: lo simple es inconfundible. Y, en segundo lugar, al entenderla como puro dar, se la libera del problema de la mismidad e igualdad[267], ya que no se la entiende de modo inerte, sino como actividad sin mezcla de pasividad alguna. Si la identidad es real, entonces ha de ser no la inactividad de un signo igual ni de una mismidad (o presencia objetiva ante la mente), ni el predicado o el sujeto de ninguna otra realidad, sino la actividad pura y simple. No se trata, pues, de una identidad tautológica, sino de una actividad incompuesta. El dar de dares no es una composición, sino la originalidad del dar puro, cuya simplicidad no es quebrada, sino integrada, por la triplicidad de donantes.

 

Sin duda que lo que digo pertenece al misterio más alto de todos, pero no por eso queda fuera del alcance de cierta intelección. Si en el dar de dares, como actividad pura y simple, ni el donante ni el aceptador ni el don se adelantan ni retrasan ni fraguan por separado, según se ha ido explicando, entonces el dar de dares da eterna e idénticamente. El ser puro es tan perfecto e inmenso que no «puede» no ser, y por ello no comienza ni termina, es eterno. El entender puro es tan perfecto e inmenso que no «puede» no entender y por ello no comienza ni termina, es eterno. El amor puro es tan perfecto e inmenso que no «puede» no amar y por ello no comienza ni termina, es eterno. Ser, entender y amar son tan perfectos e inmensos que se convierten entre sí donalmente sin dar lugar a amontonamiento alguno, sino en pura simplicidad o identidad. Esta identidad simple es tan perfecta e inmensamente activa que nada le queda por ser, por entender ni por amar.

 

C.5. La coronación de los rendimientos

 

Por último, la conjunción del dar sin pérdidas y sin reservas sirve para llenar de sentido, aunque misterioso, a la identidad o naturaleza divina. Un dar sin pérdidas ni reservas entre tres (donante, aceptador y don) se caracteriza obviamente por su plenitud, siendo ésta la mera positivación de los dos «sin» del dar supremo y puro. Cuando un donante da sin pérdidas y sin reservas, un aceptador acoge la donación sin pérdidas y sin reservas, y el don de ambos se da a los donantes sin pérdidas y sin reservas, entonces la sobreabundancia es sin medida o plena, tan plena que tampoco admite ganancias. El dar sin pérdidas ni reservas es un dar pleno que no admite incrementos ni disminuciones[268].

 

Mas la noción de plenitud o pleroma ha de ser también cuidadosamente establecida para que no desdiga del dar supremo puro y simple. El defecto con que la imaginación empaña esta noción consiste en que generalmente «lleno» es pensado implicando una capacidad previa, o sea, como un vacío colmado. La plenitud a que aquí me refiero es aquella plenitud que no es medida ni limitada por ningún vacío ni previo ni simultáneo ni posterior. Es difícil deshacerse de esas adherencias imaginativas, pero para alcanzar la noción pura de plenitud ha de proseguirse otra sugerencia del término, a saber, la de abundancia («lleno» y «plenitud» pueden sugerir tener mucho), y que es la que se expresa con el término, originalmente sinónimo, de plétora. El dar sin pérdidas ni reservas es una actividad tan plena y desbordante que se puede denominar pletórico. Es ésta una forma de hablar con la que intento sugerir la insuperable grandeza de lo divino sin caer en las limitaciones propias del hombre. La noción de plenitud «pletórica» es congruente con la simplicidad como actividad, que expresada, en cambio, con otros términos lleva a frecuentes confusiones.

 

Por ejemplo, decir «la divinidad lo es todo», puede ser también un modo de señalarla, pero la noción de «todo» es limitada y cerrada, o sea, es objetivo-reflexiva, por lo que es excluyente. «Todo» implica (hacia fuera) exclusión, y (hacia dentro) homogeneización inerte. Espinosa piensa que Dios es todo, la substancia que es causa sui y de sus accidentes o modos: natura naturans y natura naturata. Parece que, si se piensa que Dios es todo, en él nada queda excluido, y, sin embargo, esa noción excluye por completo la finitud y, sobre todo, lo inobjetivo. El sub specie aeternitatis espinosiano es la presencia mental: Dios es, para Espinosa, todo y sólo lo presente, hasta el punto de que él se presenta objetivamente en y por sí mismo. En otro sentido, también Kant habla de Dios como de la totalidad de la realidad, o sea, la suma de lo conocido sensiblemente más lo conocido no sensiblemente (lo inteligible). Pero, como bien es sabido, esa omnitudo realitatis es, para él, una mera idea, un principio regulador del conocimiento, cuya última raíz es una tendencia de la voluntad a la totalización. Así pone de manifiesto el aspecto subjetivo de la formación de la noción de todo: si no existiera una urgencia práctica previa, no nos veríamos inclinados a totalizar, o sea, a cortar la consideración intelectual y cerrar lo conocido y con él el conocer. Ambos extremos incurren, entre otros muchos, en un neto error: tanto el objetivismo como el subjetivismo eliminan la simplicidad o identidad, pues ni el objeto ni el sujeto pueden ser simples, dado que son pensados de modo relativo y opuesto el uno respecto al otro[269].

 

Bueno –podría objetarse–, pero si por «la divinidad es todo» se entendiera que «fuera de Dios no existe nada» o que «Dios y nada más», ¿no sería aceptable esa expresión? Por supuesto que la plenitud pletórica divina no requiere de nada y lo es intensivamente «todo» en un solo acto de donación integrado por tres actos personales, pero para que esa expresión diga lo que se ha de decir de la identidad, debería precaverse uno de entender la trascendentalidad como excluyente, o sea, debería evitarse entender que: (i) «todo» contenga negación alguna, (ii) que el «fuera de Dios» sea un límite, (iii) que el «nada» ejerza alguna función, y, asimismo, (iv) que la inclusión que sugiere «todo» implique homogeneidad y reclusión dentro de unos límites. Por esas razones parece mejor evitar la noción de «todo», aunque a veces usemos la palabra, por la escasez de éstas.

 

¿Podrían evitarse quizás tales problemas, si pensáramos con los clásicos que «la divinidad es toda la perfección», en vez de «todo»? Al acotar la totalización al ámbito de lo perfecto, ¿no quedan modificadas las restricciones de la noción de «todo»? Pero la noción de perfección tiene también sus escollos peculiares. A la simplicidad no le puede faltar nada, desde luego, pero ella tampoco admite ser adquirida ni alcanzada: la perfección trascendental está exenta del devenir. Dios no es hecho ni es término de acción alguna. La noción de perfección (o acabamiento) tampoco serviría en la medida en que implicara que la simplicidad está «acabada»: primero porque acabado sólo puede estarlo lo que comienza y deviene; segundo, porque acabado está lo que no puede proseguir o mantenerse. Pero, en tales circunstancias, totalizar la perfección equivaldría a reforzar el acabamiento posiblemente implícito en ella. Por esa razón, la noción de perfección o acabamiento ha sido tradicionalmente corregida con la noción de acto puro, es decir, sin comienzo, devenir ni término. La actividad pura, que es sólo actividad sin mezcla de potencia alguna, es perfecta sin que haya de devenir ni de terminar en ningún sentido.

 

Como he dicho más arriba, la totalización implica una doble limitación, una limitación excluyente hacia fuera y una limitación homogeneizante hacia dentro. Decir que Dios es todo excluye cualquier otra cosa, a la par que hace de Dios un todo. Al negar que quede algo fuera, el todo queda delimitado negativamente, y al delimitarlo negativamente se lo homogeneiza. Por eso, cuando se dice y piensa «nada más que Dios» o «sólo Dios», quizás se quiera indicar algo verdadero, pero se hace de modo tosco y que suele inducir a engaño, pues se totaliza a Dios. Y la totalización de Dios tiene el nefasto doble efecto señalado. Por una parte, implica que todo es Dios, de manera que se induce al panteísmo, esto es, a la (falsa) percepción de que la omniperfección divina es absorbente: si Dios existe, y es verdaderamente Dios, entonces sólo Él es y lo es todo. Tal concepción absorbente deriva de la pretensión de poner a Dios en presencia[270], de someter la naturaleza divina al lecho de Procusto de la presencia mental humana: entonces Dios es pensado como el objeto infinito, el cual resulta absorbente respecto de todos los demás objetos. Por otra parte, lo pensado como Dios resulta homogeneizado: el ser, el entender y el amar serían lo mismo, o, como máximo, modulaciones de una misma substancia  (objeto o sujeto).

 

En cambio, el dar supremo y puro no es homogéneo ni homogeneizante, y de ninguna manera totaliza ni se totaliza, por lo que todos esos inconvenientes quedan obviados, si, en vez intentar pensar a Dios como un objeto o un sujeto, se entiende que él es la actividad de dar suprema y pura. La noción de actividad pura queda enaltecida si se la entiende como actividad de dar, pues entonces la separación de lo trascendental no queda convertida en incomunicación, antes bien la actividad pura es entendida como el más intenso de los intercambios, aquel que por ser sin pérdidas ni reservas da lugar a la sobreabundancia pura. Así, en vez de encerrarse en una noción absorbente, clausurante o incomunicante, nuestra inteligencia se abre a la perfección como plenitud pletórica, a la identidad como actividad, a la simplicidad como intercomunicación donal.

 

De lo dicho se desprende que con la noción de plenitud pletórica, la cual no implica ningún «sólo y nada más que», es decir, no excluye ni homogeneiza y tampoco se autoexcluye, intento recoger aquella confluencia del ser, entender y amar puros en la que nada queda fuera, precisamente porque esa confluencia es el dar sin pérdidas ni reservas. La naturaleza divina es la plenitud pletórica por razón de la inagotabilidad e incomensurabilidad de las entregas puras que en ella se vuelcan.

 

Naturalmente, siempre se pueden hacer observaciones miopes, basadas en una lógica verbalista: son sólo tres Personas, ni más ni menos; fuera de ellas no existe nada, por tanto ellas son «todo». No nos dejemos engañar por el lenguaje[271]. El «sólo» y el «todo» no tienen sentido negativo alguno cuando se hace referencia al ser, entender y amar, los dares puros y plenos. Ni el ser está solo o excluye nada, ni el entender puede estar solo o excluir nada, ni el amar puede estar al margen del ser y del entender excluyendo algo. El dar supremo y puro es una actividad integral, sin ser un todo, es actividad una, pero no única. «Nada más que Dios» o «sólo Dios» debe ser corregido con «¡Quién como Dios!» (Miqael), una manera de indicar la incomparabilidad de Dios y su trascendentalidad o carácter de supremo: id quo melius nihil[272], «nadie por encima de Dios». La noción correcta de lo trascendental no es la de «todo» o «infinito», ni tampoco la de la generalidad máxima, o sea, la de aquella última nota común contenida en todas las cosas, sino la de la actividad plena de dar, que es la comunicación personal pura, que a todo se comunica sin confundirse ni mezclarse, y en la que todo vive, se mueve y existe[273].

 

En definitiva, con la noción de plenitud pletórica[274], que deriva del dar sin pérdidas ni reservas, he intentado hacer inteligible cómo la trascendentalidad o naturaleza divina lo es todo sin totalizarse, es perfecta sin haber comenzado ni acabado, está en todo sin confundirse con nada, se comunica a todo sin que se le añada ni le falte nada.

 

No podían cerrarse estas consideraciones sin aclarar que el dar puro, aunque permite acceder a cierto conocimiento congruente de la divinidad trina y una, no «disuelve» el misterio. En efecto, ni el Padre ni el Hijo ni el Espíritu Santo son tres momentos, partes integrantes o modos de la actividad una de dar, como acontece en el dar creado, sino que el Padre da, el Hijo da y el Espíritu da, cada uno íntegra e indivisamente, y, con todo, los tres son un solo dar. Una cosa es que nuestra inteligencia se acerque al misterio con ayuda de la fe, otra que lo comprenda.

 

D. Mi propuesta filosófica

 

Aunque el proceso seguido hasta ahora derive de una mutua ayuda de fe cristiana y razón, y acabe en el misterio, eso en nada disminuye la posibilidad de ofrecer desde él una propuesta estrictamente filosófica, es decir, que no requiera otra contribución ulterior que la de la búsqueda filosófica para ser entendida.

 

Lo que yo propongo es que la actividad suprema y pura, o trascendental, es la de dar. La actividad de la realidad suprema y pura, o realidad por antonomasia, origen y fuente de toda otra realidad, es el dar. Ser real es dar. Lo radicalmente real no es causar, ni pensar, ni ser efectivo, sino algo más alto y más pleno: el dar, en el que se integran el dar dante, el dar aceptante, y el don en identidad.

 

Lo realmente común a todo es el dar puro, pero no es común porque yo lo piense, sino porque se comunica a todo sin perderse, sin hacer perder y sin reservarse. El dar puro es la actividad que sustenta a todas las otras actividades sin suprimirlas ni reducirlas, sino integrándolas en su distinción y aunándolas a todas en su fecundidad. La índole de lo trascendental es la actividad de dar.

 

Pero el dar implica una pluralidad trina de ingredientes reales (donante, aceptador, don), a la vez que la unidad de ellos o su simplicidad activa (un solo dar), con lo cual permite entender que lo trascendental sea plural, es decir, que la actividad suprema no sea única, sino que, siendo una la índole de lo trascendental, sean tres los trascendentales supremos, por lo que cabe ampliar el “to on pollajós legetai” de Aristóteles al acto: los actos se dicen de muchas maneras, es decir, las actividades últimas o actos supremos son plurales, y, sin embargo, esa pluralidad no implica una pura dispersión disléxica, ni una unidad extrínseca, sino la unidad real congruente y simple, una idéntica naturaleza activa. Por eso, en la medida en que el dar es entendido como una actividad suprema, cabe confirmar con verdad el descubrimiento de que se dan varios actos supremos y prístinos, porque el dar no es excluyente ni único, sino plural e integrador.

 

El dar confiere a las nociones trascendentales esa inapelable e incontestable fuerza real que es la actividad. Las nociones trascendentales supremas no pueden ser meros conceptos o entidades ideales, sino que tienen el peso de lo realmente activo, pero nada más activo que el dar, en cuyo seno se integran el ser, el entender y el amar. Y con ello el dar aporta, además, a los trascendentales supremos la dignidad de lo personal.

 

En efecto, el dar es interpersonal: sólo dan las personas, y sólo aceptan las personas. De manera que gracias a él se puede entender que el ser trascendental sea un ser personal: que ser sea dar. Igualmente, si el entender se incluye en el dar, como otro activo suyo, entonces entender es dar, la verdad es una persona, y distinta del ser que da. Y, finalmente, el amar es dar, una persona distinta del dador y del aceptante. En conclusión, ser es dar, entender es dar, amar es dar. Los trascendentales, las dignidades sumas, son personas. De ahí la imposibilidad de agotarlos, y también la de que nuestra búsqueda los encuentre positivamente si ellos mismos no se hacen los encontradizos, o sea, sin ayuda de la revelación.

 

Y todas estas ganancias se alcanzan sin perder las ventajas de las nociones trascendentales clásicas, a saber, su carácter último, su irrestricta comunidad (entendida como actividad comunicativa), su conversión, y su orden: porque, además, el dar puro es compatible con el orden. Al no ser (el dar) homogeneizante, los tres activos personales del dar, aunque integran un dar idéntico, incluyen referencias de orden: la iniciativa del donante es lo primero, la aceptación de esa iniciativa, es lo segundo, y el don como comunión de iniciativa y aceptación, es lo tercero. Pero «primero», «segundo» y «tercero» no son ni indicaciones de tiempo ni de jerarquía, sino pura indicaciones de origen o procedencia: el dar puro se integra desde la iniciativa, por la aceptación y en el don.

 

Por último, merced a la intelección del dar puro, a la tesis filosófica clásica de que no existe más ser que intelección ni más intelección que ser, que es la versión del realismo, cabe añadirle que, a su vez, no existe más ser ni más intelección que donación amorosa, o sea, que los trascendentales no son conceptos co-extensos, sino que son actividades co-intensas, y su conversión no es de índole lógica, sino que es la plenitud real.

 

Aunque, ciertamente, a partir de esta mejora en la intelección de lo primero se abren otros innumerables problemas para la filosofía, desde ella también se abre un nuevo camino para una renovada intelección de los trascendentales condicionales (o creados) y de su relación con la realidad no trascendental.

 

El problema que se nos abre, una vez vista la interpersonalidad del dar y su plenitud pletórica, es la de que fuera del dar supremo no parece quepa que exista nada. Pero ése es el tema de la parte siguiente de esta investigación.

 

 

 

 

 

 


CONCLUSIÓN.

 

 

Toca ahora poner en su orden natural el largo camino recorrido. El hombre puede autotrascenderse a sí mismo. De hecho, los hombres han descubierto lo trascendente en distintas formas, como lo separado o santo, como lo inmutable  o eterno, como lo inmenso en lo que todo vive, se mueve y existe[275]. Según supo ver Agustín y recogió Pascal[276] no hay nada más natural para la razón que admitir lo que la sobrepasa. Trascenderse no significa eliminar o anular el propio entendimiento ni el propio ser, como pensaron budistas, neoplatónicos y algunos modernos, sino someterlo a un saber superior. En términos agustinianos trascenderse es reconocer la índole de lumen illuminatum de nuestro intelecto. En el planteamiento de mi maestro, L.Polo, trascenderse es detectar el límite mental en condiciones de poder abandonarlo. El autotrascendimiento está contenido ya en la idea de deidad, que no es sino el reconocimiento de la aprioridad de la operación sobre el haber[277], y es asequible a la mayoría de los hombres. Pero cabe ir más allá en el autotrascendimiento, y detectar la ausencia de réplica a nuestra búsqueda pura, que es el acto más alto de nuestro intelecto, el que, haciéndose transparente, se abre al misterio[278]. Tal detección la podemos hacer desde el entendimiento agente, pero abandonando toda pretensión de que él sea la medida de toda verdad. Trascenderse es reconocer que la Verdad no tiene medida y que mi entendimiento no la puede agotar. Autotrascenderse es, pues, abandonar toda pretensión por nuestra parte de ser medidas de la realidad, y convertir nuestro entendimiento agente en camino o búsqueda para conocer lo trascendente[279].

 

El autotrascendimiento es un acto de fe o apertura de la inteligencia a lo que la trasciende. Por eso, nada más natural, si se cree, que admitir la posibilidad de ser enseñados por lo trascendente, o sea, la posibilidad de una revelación. El acto de fe en la revelación, tomadas todas las garantías racionales al respecto, no es más que la continuación donal del acto de fe natural o filosófico, como respuesta a una iniciativa de lo trascendente[280]: no existe oposición alguna entre ellos, como pretende la mayor parte de la filosofía moderna, desde Ockham. La fe en la revelación, que sólo es posible con la ayuda de lo trascendente, es por ello la plenitud del autotrascendimiento intelectual en esta vida.

 

La mente humana, yendo más allá de sí misma, puede detectar y ha detectado lo trascendente como lo separado, absoluto, irreferente, sin medida ni cambio, y autosuficiente, es decir como la realidad suprema. La ayuda de la revelación nos informa de que esa realidad suprema es trina, por lo que quien la acepta se percata inmediatamente de que lo trascendente es trino, sin dejar de ser trascendente. Se abre entonces para la inteligencia creyente un nuevo campo de investigación, los trascendentales, que son lo trascendente trino. La primera ganancia para la inteligencia creyente es la de poder poner a la misma altura que el ente, a la verdad y a la bondad, lo que permite enunciar el grandioso descubrimiento de que todo lo que es es verdadero y bueno, etc.

 

Mi aportación en esta línea ha sido la de proseguir en la investigación clásica de los trascendentales, poniendo en primer plano su valor de realidad. No vale decir que la verdad y la bondad son propiedades del ser en común, si lo realmente trascendente es una trinidad de actos. A ese fin, y tras resolver problemas nocionales mediante la distinción entre trascendentales incondicionales y condicionales, sostengo -primero- el carácter de acto de los tres trascendentales; añado -después- una característica real de los mismos no tenida en cuenta hasta ahora, a saber: la comunicabilidad sin pérdida de sus actividades; y cambio -por último- la interpretación predominantemente lógica de la conversión de los trascendentales por una realista: si la conversión de los trascendentales ha de ser real, no puramente pensada, entonces será una coexistencia o identidad activas, tal que sin confundirlos ni eliminar a ninguno de ellos, los entienda como originalmente unos.

 

Todo esto me permite acoger de modo racional los datos revelados y recibir de ellos una nueva luz que los hace más inteligibles, en un intercambio directo entre fe y razón, de tal manera que resulta connatural su mutua colaboración[281]. La aportación de los datos revelados no sólo confirma el carácter supremo de los actos de ser y de entender, sino que pone a su altura el amar, y nos enseña que todos ellos son actos personales. Además, si se atiende con finura a los datos revelados, resulta que la actividad común a los actos trascendentales es la actividad del dar puro sin pérdidas ni reservas, la cual no sólo es personal, sino pluripersonal. Ahora entendemos, por ejemplo, que si lo trascendente (Dios) no es envidioso, no es porque sea bueno y no quiera envidiar, sino que en él no tiene cabida el mal ni tan siquiera puede haber envidia, porque a su ser no le falta nada, porque la perfección de su actividad puede comunicarlo todo sin pérdida ni ganancia para él, y porque su coexistir no contiene reserva alguna. Entendemos también, valga otro ejemplo, que la trinidad de Personas es congruente con la distinción real entre los actos de ser, entender y amar, generalmente confundidos o reducidos unos a otros, y que es más congruente hablar de trascendentales que de sólo lo trascendente; que la Persona es la más alta perfección, y que el dar puro es la actividad interpersonal plena.

 

Pero una vez obtenido este aumento de inteligibilidad, la propia inteligencia confiesa que aun entendiendo la congruencia entre los datos revelados y sus hallazgos, no alcanza a comprender el cómo y el porqué de unos y otros. Ni siquiera la naturaleza de los actos trascendentales puede ser comprendida, aunque sepamos que es el dar puro, porque la simplicidad de dicho dar puro no puede ser comprendida por nosotros ni por inteligencia creada alguna, por eso digo de ella que es trascendente. Y, hablando en términos más amplios, sabemos qué sentido tiene la conversión real de los trascendentales, a saber, el de la comunicación sin pérdidas ni reservas, pero no podemos explicarla. Y si ni eso podemos comprenderlo, cuánto menos su realidad trina, personal e idéntica. El misterio renace, la fe se impone, pero ahora con la certeza adicional de que la fe se nos ha dado no para anular la inteligencia, sino para entender siempre más y mejor lo que se ha de creer y lo ya sabido[282].

 

Comprenderá ahora el lector, por qué mi investigación lleva el nombre de esbozo: no es casual ni extrínseco, pues no es ni será nunca más que un esbozo[283]. Quiero decir con ello que no sólo nunca podré agotar el tema, sino que ni siquiera podré terminar de entenderlo, de manera que esta investigación seguirá siempre abierta por mi parte, no sólo a mis propios progresos, sino a las sugerencias de quienes entiendan más y mejor que yo los trascendentales. Pero eso no desvirtúa en absoluto su carácter filosófico-cristiano, ya que lo específico de la filosofía es ser búsqueda y sólo búsqueda de la verdad. Únicamente quienes quieran poseer la verdad, en vez de ser poseídos por ella, hallarán imposible o sin sentido mi investigación. Y ya que, siguiendo el consejo que san Agustín toma de Horacio[284], me he atrevido a discurrir sobre lo más alto, llevado de un deseo de conocer la verdad mayor que el temor a equivocarme, debo terminar declarando que en este mi atrevimiento, aparte de las inevitables omisiones e insuficiencias, puedo haber incurrido en positivos errores, por lo que todo cuanto digo aquí queda sometido al contraste de la realidad misma de los trascendentales, a su manifestación a través de la revelación, y a todos aquellos que entiendan más y mejor que yo tales cosas o tengan autoridad en relación con la revelación.

 

 

 

Ignacio FALGUERAS SALINAS

Departamento de Filosofía

 Campus de Teatinos s/n.

  Universidad de Málaga

  29071 Málaga (España)

 

 



[1] Con este nombre se designa en la KrV, una filosofía de la razón pura y meramente especulativa (A 15 B 29),

[2] Über einer Entdeckung…, 2.Abschn., Ak. 8, 244;Vorlesungen über die Metaphysik, 1) Ontologie, herausg. von Pölitz, Ehrfurt 1821, 77: “Die transcendentale Philosophie ist die Philosophie der Principien, der Elemente der menschlichen Erkenntnisse a priori…”.

[3]KrV A 11-12, B 25.

[4]KrV A 476-478 B 505-507.

[5] La filosofía trascendental es definida como el sistema (conocimiento completo y cierto) de todos los principios de la razón pura (KrV A 13, B 27).

[6] En el Opus Postumum por filosofía trascendental se entiende el sistema formal de las Ideas por cuyo medio el sujeto se hace a sí mismo objeto, o también la autocracia de las Ideas en un sistema completo de los objetos de la razón pura (Ak. 21, 373), una especie de idealismo en el que el sujeto se constituye a sí mismo no en el modo de conocimiento de un objeto cualquiera de la filosofía, sino sólo en un preciso método o principio (formal) para filosofar (Ibid. 368).

[7]Cfr. Grundlage des Naturrechts, J.G.Fichte Gesammtausgabe (GA) der Bayerischen Akademie der Wissenschaften, herausg. von R.Lauth und H.Jacob, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1955, I Band 3, 335.

[8] Ibid. 340 hacia el final.

[9] Erklärung in Beziehung auf Fichtes Wissenschaftslehre, Ak. 12, 370-371.

[10] Sonneklarer Bericht, GA I, Band 7, 194.

[11] GA I, Band 6, 44 ss.

[12] Grundlage der gesammten Wissenschaftslehre als Handschrift für seine Zuhörer, GA I, Band 2, 385.

[13]Cfr. 2. Einleitung in die Wissenschaftslehre, GA I, Band 4, 227; Sonneklarer Bericht, GA I, Band 6, 185.

[14]Einleitung,§1, Münchener Jubiläumsdruck (MJ), herausg. von M.Schröter, München, 1958, 2.Band, 342.

[15]Differenzschrift, Hegel Werke (HW), Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1970, 2, 101.

[16] HW 20, 426 ss.

[17] En este sentido, en Hegel la trascendentalidad ha sido substituída por el universal concreto, por el concepto, cuyo último desarrollo ya no es llamado como en Kant, idea trascendental, sino idea absoluta. De hecho, así lo sugiere en Die Wissenschaft der Logik, Allgemeine Einteilung der Logik, HW 5, 60-61, donde considera el desarrollo de las determinaciones a priori del pensamiento como una tarea no realizada por Kant y que, en cambio, realiza ella.

[18] En su obra Die Krisis der europäischen Wissenschaften (KEW), Husserl denomina trascendentalismo a la doctrina que afirma que el sentido de ser del Lebenswelt ya dado es una formación subjetiva. Y tras oponer la filosofía objetivista a la filosofía trascendental, propone que la fenomenología es la forma última de filosofía trascendental que incluye también la forma última de la filosofía psicológica, llamada a erradicar el sentido naturalístico o fisicalista moderno.(§14). Husserl se refiere expresamente a la filosofía trascendental kantiana y a su precedente humeano como la vía única para conseguir que la filosofía llegue a ser realmente una ciencia (§§56 y 57). En última instancia, para Husserl la filosofía trascendental es la filosofía del sujeto trascendental (no empírico). La esperanza del último Husserl consiste en reunir la psicología y la filosofía trascendentales, el sujeto en el mundo con el sujeto fundante, para obtener así una autoconciencia pura o ciencia absoluta.

[19] En el primer Heidegger la trascendencia es una cualidad del existente humano (o de la razón finita) por la que sobrepasa de antemano a los entes tanto que los integra en un mundo, en el que habita, y por la que el hombre está abierto al ser. El hombre es un ente que está vinculado al ser de tal modo que en comprender el sentido del ser le va su ser. Toda la filosofía de Heidegger puede entenderse como la relación entre dos trascendentales, el ser o fundamento trascendental y la verdad trascendental o apertura del pensamiento humano que es capaz de desvelar el sentido del ser. Grund y Abgrund (libertad) se condicionan mutuamente: el uno funda, la otra desvela. La trascendencia del hombre está ya implícita en la comprensión previa que tenemos del ser, como la posibilidad interna de la síntesis onto-lógica en la que se revela la subjetividad del sujeto humano, pero analíticamente se concentra en el esquematismo trascendental, que reúne la imaginación y el tiempo trascendentales (Cfr. Kant und das Problem der Metaphysik), por lo que sostiene que la antropología es el fundamento veritativo de la metafísica, la cual a su vez es el fundamento óntico del Da-sein. Tras el fracaso de este proyecto, se hizo prevalente la trascendencia del ser sobre la del hombre, de manera que la verdad pasó a pertenecer al ser, el olvido humano del ser pasó a ser olvido del hombre por parte del ser, y la búsqueda filosófica se convirtió en mera «escucha» del ser, que es el que habla en el lenguaje y en la historia. En suma, la trascendencia del hombre quedó en pura pasividad respecto de la trascendencia del ser. No es el hombre el que desvela el sentido del ser, sino el ser el que destina el sentido del hombre entre los entes, por lo que la metafísica es sobrepasada por una mística del ser.

[20] Kant, aunque lo concibe también como único o sistemático, a veces se refiere a lo trascendental en plural, concretamente, por ejemplo, al hablar de las ideas o conceptos de la razón, haciendo un uso equívoco del término.

[21] Cfr. H.Knittermeyer, Der Terminus Transzendental in seiner historischen Entwicklung bis zu Kant, 1920 [Dissertatio] p.70 ss.

[22] Ibid.,p.89.

[23] El Parménides pone de manifiesto la precariedad del trascender platónico: las ideas no son activas ni se comunican ni pueden ser imitadas sin pérdida al mundo sensible. Igualmente, la actividad de la idea de Bien parece afectar sólo a las otras ideas, no al mundo visible. Por lo demás, incluso el mundo de las ideas aparece repartido entre pares de opuestos, tales como las ideas de Uno-Otro, Igual-Diferente, Grande-Pequeño, etc. Es chocante que el posible influjo unificador de la idea de Bien no sea invocado por encima de la distribución genérica de las ideas. Posiblemente la razón de esta omisión concuerde con la indicación aristotélica según la cual las ideas platónicas son géneros.

[24] Metaph. III, 3, 998 b 22 ss.

[25] De Vera Religione 39,72.

[26] No es que no se hayan hecho intentos de aprovechamiento de la idea agustiniana. El argumento a simultaneo de Anselmo de Canterbury fue un conato de trascender el pensamiento; la docta ignorancia o el método conjetural de Nicolás de Cusa se proponía sin duda trascender cierto conocimiento objetivo; Pascal siguió expresamente a san Agustín en este punto, señalando el autotrascendimiento del hombre; entre los existencialistas, Jaspers y G.Marcel han intentado también el trascendimiento de la objetividad por la existencia. Ch. Mounier interpreta el trascender como la experiencia de un movimiento indefinido de la persona hacia un “ser más”. Pero todos estos intentos, cuando no han desvariado el sentido agustiniano, se han quedado cortos respecto de él, ya que en Agustín el autotrascendimiento termina en la detección de los trascendentales.

[27] Como he señalado en varios escritos anteriores, la relación de inhabitación implica la superioridad del inhabitante sobre lo inhabitado (Cfr. Agustín, Confess. VII, 10, 16). Si la inhabitación de la verdad se entiende como mera inmanencia panteística o sin superioridad, carece de sentido autotrascenderse. El autotrascendimiento no consiste en ninguna ascética, purificación o autoanulación al estilo budista o molinista, sino en una ascensión cognoscitiva que nos es posible gracias a la trascendentalidad de la verdad. Subrayo el «gracias a» porque ése es el implícito de la inhabitación: que la verdad viva en nosotros implica que su superioridad nos abre el camino para el autotrascendimiento. Dicho en términos más llanos: sin la existencia de unos trascendentales supremos carecería de sentido la pretensión de autotrascenderse; más aún, sin el reclamo de aquéllos, al hombre ni se le ocurriría intentarlo; y aunque esa llamada la sienten todos los hombres, dado que en todos inhabita la luz de la verdad, sin la ayuda especial de su superioridad (en concreto, de la revelación) es imposible lograrlo. Por tanto, la filosofía es incitada y ayudada, no substituída ni violentada, a realizar esta tarea por la revelación y por la gracia de Cristo. Si la cultura y el trabajo humanos son una continuatio naturae, la revelación y la gracia son una continuatio intelligentiae et vitae, si bien en un modo absolutamente donal. Aunque L.Polo aclara que la fe no es propiamente una continuación de la inteligencia (El Ser I, 317), entiendo que se refiere a una continuación lineal de la inteligencia, a iniciativa y con las solas luces de la inteligencia, pero no excluye una continuación trascendedora de la misma con la ayuda de la revelación y de la gracia.

[28] “Nihil est esse quam unum esse”, De moribus maniquaeorum II, 6, 8. La diferencia con los neoplatónicos estriba en equiparar el ser con el uno, que era más bien para éstos un «hiperente».

[29] Confess. VII, cc.12 y 15, nn.18 y 21.

[30] La univocidad es definida por Duns Scoto como aquella unidad del concepto que es suficiente para evitar la contradicción. Pero no contradecirse significa sólo excluir la oposición predicativa, es decir: no afirmar y negar a la vez lo mismo de lo mismo(Opus Oxoniense 1, 8,3 nº4 ss.). Según esto, la univocidad entraña siempre una referencia excluyente (negación) a algo opuesto (negación), por lo que es puramente lógica. Así, el concepto comunísimo de ente, el que cae primeramente bajo la concepción del intelecto, o el ente trascendental, es aquel que excluye la nada y, en virtud de ello, incluye tanto al ente real como al ente de razón o irreal. El ente trascendental es, pues, un “concepto” que incluye dos opuestos (lo real y lo irreal) gracias a su exclusión del opuesto máximo: la nada (que es en estricta verdad aquello que incluye contradicción) (Quaest. Quodlib. III, art. 1). He ahí, justamente, una idea general: la unión, en virtud de una negación más abarcadora, de dos opuestos para componer una idea que por incluirlos es más amplia que ellos y los determina. Naturalmente, este concepto de ente comunísimo o trascendental no puede ser real, sino meramente lógico, dado que iguala lo real con lo irreal. Los trascendentales convertibles son también comunísimos por la misma razón, y la distinción entre ellos no es real, sino sólo formal.

[31] Aunque Duns Scoto defiende el carácter trascendental de opuestos tales como acto-potencia, necesario-contingente, infinito-finito, en razón de que ninguno de esos opuestos incluye a sus subsumidos en alguno de los géneros o predicamentos concretos, el nombre de “passiones disiunctae”, que les da, deja muy claro que no se trata de actos, y que, por disyuntos, se reparten el universo de discurso. De hecho, estos trascendentales disyuntos carecen de la característica más distintiva de los trascendentales: el ser común a todas las cosas. Sólo su disyunción lo abarca todo. Naturalmente, la distinción entre ellos pretenderá ser una distinción real, pero en verdad estará basada en la oposición o exclusión mutuas.

[32] Zubiri acepta esta clasificación de los trascendentales de Scoto, cayendo así en la triple confusión de lo trascendental con lo universal y con lo general. De esta catástrofe le libra sólo la trascendentalidad del “de suyo”, que aunque tampoco es verdadera, por lo menos alude a alguna realidad (la causalidad) y no sólo al pensamiento.

[33] Sin la inspiración de L. Polo yo nunca hubiera sabido entender y aprovechar el pensamiento de san Agustín tal como aquí se propone, pero con la ayuda de ciertas sugerencias agustinianas creo posible prolongar la inspiración de L. Polo al campo de los trascendentales, en la misma línea propuesta por él en El Ser I, c.6, 311 y 324.

[34] MJ 6.Eb. 169-170. Igualmente, para él, ninguno de los conceptos que pudieran indicar separación o alejamiento de Dios es verdadero, como el de sobrenatural o el de supramundano. Tales conceptos son siempre relativos: sobrenatural es relativo a natural y supramundano a mundo (Ibid. 185-189). Nótese que, al hablar del problema de la libertad trascendental, ya en el Vom Ich la entendía Schelling como libertad respecto de límites y objetos, diferenciándola cuantitativamente de la libertad absoluta o no respectiva a nada (MJ I, 159 ss.).

[35] Aunque por lo general Agustín aplicó el trascender al hombre (De Vera Religione, 39,72.; Confess. VII, 10, 16 ; X, 25, 36; In Jh. Tract. I, 5 y 8), este sentido absoluto de lo trascendente también es mencionado por él (Cfr. De Ordine II, 9, 27: “auctoritas divina… quae transcendit omnem humanam facultatem…”; De Vera Religione. 36,67: “Deus enim…ipsi menti supereminet”; Confess. IX, 10, 25: “aeternam Sapientiam super omnia manentem”).

[36]Cfr. Knittermeyer, 9-11 ss.

[37] Sur la conversion du pécheur, Oeuvres Complêtes (PG), J.Chevalier, Gallimard, Paris, 1969, 550, donde dice “Cette élévation est si éminente et si transcendante, qu’elle ne s’arrête pas au ciel…Elle traverse toutes les créatures, et ne peut arrêter son coeur qu’elle ne se soit rendue jusqu’au trône de Dieu…”. Y en sus Pensées afirma que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre, PG 1207 (438).

[38]Metaph. IV, 2 1003 b 17 - 36.

[39]Metaph. III, 3 999 a 1-16.

[40] Cfr. Knittermeyer, 17.

[41] Platón, República 509 b ss.

[42] Plotino, Enéada I, 8, 2, trad. esp., Jesús Igal, Gredos, Madrid, 1982, 310.

[43] Hay una trinidad metafísica en toda criatura, según Agustín, que son la medida, el número y el peso (De Trin. XI, 11, 18); esa trinidad es un vestigio divino, que en el alma humana se convierte en una imagen y semejanza de Dios (memoria, entendimiento y voluntad). El hombre es, conoce que es y ama el ser y el conocer, en esto no cabe engaño alguno (De Civ. XI, 26 ss.). Dicha imagen de la Trinidad nos permite acercarnos a ella y entender algo de ella, porque, aun siendo tres, las facultades se integran en la unidad del alma que es inmortal y, por tanto, trascendente. Sin embargo, esa trascendencia del alma es absolutamente incomparable a la Unidad y Trinidad divinas (De Trin. XV, passim y especialmente el c.22).

[44] Cfr. Le Roy, Dogme et Critique, Paris, 1907, 9-10.

[45] Espinosa introdujo en la modernidad el adjetivo «inmanente», que había tomado de Heereboord, en compañía de la noción de causa, pero intensificando su sentido hasta significar «causa sui», es decir, suficiencia causal absoluta, que excluye la posibilidad de intervención de cualquier causa ajena. Para Espinosa todo es realmente inmanente: las cosas son sólo modos de la substancia o causa sui.

[46] Kant fue el primero que opuso inmanente y trascendente, cuando distinguió entre unos principios del conocimiento inmanentes y trascendentes (KrV A 296, B 352), así como cuando distinguió entre el uso trascendente e inmanente de esos principios (Ibid. y Prolegomena, §40). Estas distinciones tienen como base la necesidad de ponerse a sí mismo límites del conocimiento a fin de no caer en perplejidad. La autolimitación cognoscitiva consiste precisamente en no usar nunca de forma trascendental los principios inmanentes del conocimiento. El término trascendente tiene aquí sentido antropológico. Pero, aunque se reconoce que los principios a priori del conocimiento trascienden de la mera sensibilidad, éstos sólo deben ser usados en relación a lo trascendido, nunca para intentar trascender al objeto, ni para autotrascenderse, todo lo más para autoafirmarse. En consonancia con todo esto, Kant no puede admitir ninguna auténtica revelación.

[47] Según Fichte, nada puede ser conocido que no sea para el Yo por el Yo y en el Yo. En efecto, el núcleo central de la discusión Reinhold(Kant)-Schulze estriba, para Fichte, en la admisión, o no, de un tránsito de lo exterior a lo interior, o viceversa. La tarea de la Filosofía Crítica consiste en mostrar que no necesitamos ningún tránsito, que todo cuanto aparece a nuestro espíritu ha de explicarse y comprenderse totalmente a partir de él mismo. La filosofía crítica nos muestra el círculo del que no podemos salir, pero dentro del cual se alcanza la más profunda coherencia de nuestro conocimiento (Recensión al Aenesidemus, J.G.Fichtes sämmtliche Werke (SW), herausg. von I.H.Fichte, Berlín 1965, I,15). El yo es lo que es y porque es para el Yo. Más allá de este principio no puede ir nuestro conocimiento. Precisamente la diferencia entre Hume y la Filosofía Crítica estriba en que aquél deja abierta la posibilidad de sobrepasar ese círculo, mientras que ésta demuestra la imposibilidad de hacerlo (Ibid. 16-17). En congruencia con esto, tampoco para Fichte era posible una verdadera revelación, o sea, un conocimiento de lo trascendente que venga de lo trascendente (Versuch einer Kritik aller Offenbarung, SW 5,102 ss).

[48] Para el primer Schelling (Über Offenbarung und Volksunterricht, MJ I, 398 ss.) la esencia del espíritu  radica en la actividad y, por ello, una revelación o una influencia de un ente más alto haría al hombre esencialmente pasivo, contradiciendo su naturaleza espiritual. De manera que un concepto semejante de revelación es completamente falso (401). Schelling admite sólo un concepto de revelación como medio útil para la enseñanza moral de la humanidad. Tal enseñanza no se funda en el conocimiento de los principios morales, sino que tiene un carácter puramente histórico y simbólico, es como un avance inconsciente de lo que la razón puede conocer en directo por sí misma (404). Para el último Schelling, la creación entera no es sino una autorrevelación de Dios, el cual es causa de su propia existencia o manifestación, en cuanto que trasforma libremente las determinaciones inmanentes y ocultas de su esencia en potencias transitivas o manifestativas de sí mismo (MJ 5.Band, 332). Por ello, la revelación en sentido estricto no es más que relativa: el grado superior de la autorrevelación de Dios, o de la historia universal.

[49] Para Hegel la realidad es toda ella la historia de la autoconstitución de Dios o del Sujeto Absoluto en la eternidad y en el tiempo, por lo que no hay nada que no sea un momento inmanente a la autoconstitución divina. Todo lo que es esencialmente real queda incorporado al último momento o resultado de aquel proceso, no lo particular, lo exterior, la cáscara, la existencia, que simplemente es anulada en el proceso. El trascender sólo es real como poder del negativo que elimina en el proceso toda indeterminación o particularidad y conserva lo universal del objeto. Pero ni al principio ni al final existen trascendentales, sino (comienzo y término) absolutos.

[50] Husserl considera la existencia como puro prejuicio a eliminar por la epojé trascendental; lo que él llama trascender es sólo abrirse al objeto, darle sentido y constituirlo, pero el objeto no es superado ni superable. Incluso su intento final de apertura al mundo de la vida no es en modo alguno un trascenderse a sí mismo, tan sólo es un racionalismo entendido como un constante movimiento de autoaclaración de la razón (KEW, §73).

[51] Este término ha sido introducido propiamente por algunos existencialistas.

[52] Cfr. Sertillanges, Dieu ou rien?, París, 1933, trad. it. Nivoli, Torino, 1940, 54.

[53] Jaspers, por ejemplo, está plenamente inmerso en este equivocado planteamiento. Para él, la cisura sujeto-objeto es el lugar en el que aparece para nosotros todo lo real, hasta el punto de que lo que no aparece allí no existe para nosotros. Es un límite infranqueable y cerrado, cuya única apertura es temporal. Esa cisura como totalidad sujeto-objeto es la inmanencia (inacabable), y como fenomenización de todo lo real es la conciencia o lo envolvente. La trascendencia esexterior  a la conciencia, y, en esa misma medida, su noticia sólo se nos puede hacer presente como cifra o enigma, en la ambigüedad de lo indirecto. Es normal que, en tales condiciones, sólo pueda admitir una concordia de fe filosófica y fe en la revelación mediante la reducción de esta última a cifra, con negación expresa de la divinidad de Cristo (Cfr. La fe filosófica ante la revelación, trad. esp. C.Díaz, Madrid, 1968, 538 ss.). Lo asombroso es que, habiendo caracterizado a la trascendencia como el poder que envuelve al envolvente, o sea, como el poder que nos arroja al mundo o produce la conjunción sujeto-objeto (Ibid. 117), y que es descubrible gracias a la existencia, sostenga que la trascendencia no puede ser conocida más que en forma de cifra. Pero, ¿la noción de poder es cifra? ¿La noción de lo omnienvolvente es cifra? ¿La noción de cisura sujeto-objeto es un conocimiento indirecto y ambiguo? ¿Cae la cisura dentro de la cisura? Es obvio que no. Luego se tiene algún conocimiento no cifrado de lo trascendente y de lo trascendido. Para lo cual hace falta que no todo lo real esté incluído en la cisura sujeto-objeto: la conciencia no debiera ser, pues, el único modo de conocimiento para nosotros, ni tampoco la cifra el único modo de darse a conocer lo trascendente. Una cosa es que no podamos agotar el conocimiento de lo trascendente, otra que nuestro conocimiento verdadero sea ambiguo o perplejo.

[54] Como ya he indicado, el primer filósofo moderno en hablar de la inmanencia como único modo verdadero del ser fue Espinosa, al proponer como única causa verdadera a la causa inmanente(Tratado Breve, I Diálogo 1º (12); II, 26 (7) 5). Pues bien, Espinosa contrapone inmanente a transitivo (Eth. I,18), no a los trascendentales, que son meros conceptos vacíos o generalísimos para él (Eth. II, 40, Sch.I; Cogitata Metaphysica I,6)). Igualmente, ya he indicado más arriba que también para Fichte y para el último Schelling lo inmanente se opone a lo transitivo, y el trascender no es más que la gradación relativa de las potencias.

[55] Aunque Agustín de Hipona utiliza a veces como sinónimos «transire» y «transcendere», cosa que debe disculparse por la novedad de su invención, el "noli foras ire" pone en su sitio el sentido del «trascendere». La diferencia entre «transcendere» y «transire» estriba en que el primero indica ascensión, y por tanto separación jerárquica, mientras que el segundo no, tan sólo indica un ir más allá, que puede ser simplemente un salir fuera.

[56] Por tanto, mi afirmación de que el autotrascendimiento nos introduce en el ámbito de la máxima amplitud requiere una difícil y esmerada aclaración, que sólo más adelante podrá obtenerse con mejor conocimiento de causa. Por el momento, baste con recordar que el autotrascendimiento es inescindible de la inhabitación de la verdad en el interior del hombre. Por lo mismo, autotrascenderse no es salir de sí y entrar en un ámbito nuevo y distinto, sino empezar a descubrir algo que es más íntimo a mí que yo mismo y superior a lo más alto de mí mismo (Confess. III, 6, 11), o sea, una realidad en la que estamos incluídos como condición previa para autotrascendernos y con la que entramos en relación activa por nuestra parte al trascendernos.

[57] Aristóteles, Metaph. IV, 1 1003a 33; 1003b 5; V, 10, 1018a 35-36.

[58] Los planteamientos radicales de la filosofía de Leonardo Polo, en “Anuario Filosófico” 1992 (25), 59 ss. No obstante, mi desacuerdo no implica que niegue todo valor real al conocimiento adquirido desde el enfoque lógico, de lo contrario no tendría sentido corregirlo y completarlo, que es lo que propongo en este trabajo.

[59] Para aclarar lo que sugiero, conviene notar que, si alguien sostuviera que los trascendentales son conceptos mentales con fundamento real, habría de advertírsele que en ese caso lo trascendental no serían los conceptos, sino los fundamentos reales de los mismos, de lo contrario su propuesta no sería suficientemente realista ni trascendental: no sería suficientemente realista porque situaría lo último en el pensamiento; no sería suficientemente trascendental, porque situaría la realidad de lo trascendental más acá de lo que considera último, puesto que él confiesa la existencia de un fundamento real (del concepto) fuera de la mente, el cual o no podría ser conocido (ni mentado), o, si se lo conoce (y mienta), no será porque esté en la mente. La incongruencia es palmaria.

[60] Confusión en la que incurre el propio Sto. Tomás. Aparte de una clara ambigüedad en el uso de las voces «esse» y «ens», y a pesar de que distingue dos sentidos de la voz «ens», de los que el primero significa la esencia y coincide con la cosa, y el segundo significa la verdad de la proposición (ST I, 48, 2 ad 2; Cfr. Ibid. q.3, 4, ad 2), sostiene, sin embargo, que el ente común (que se predica de todas las cosas) es aquello que primeramente cae bajo la concepción del entendimiento y en lo que se resuelven todas sus concepciones (De Ver. 1, 1), o sea, el objeto propio del entendimiento (ST I, 5, 2 c; 55, 1 c). La confusión se percibe cuando propone que el entendimiento, sea divino (¡!) o humano, ejerce su operación respecto del ente en universal (ST I, 79,2 c y ad 2) u objeto comunísimo (ST I, 78, 1 c). No existe, pues, diferencia entre el entendimiento divino y el humano por el lado del objeto (ente universal), sino por el modo de entenderlo (como acto y potencia, respectivamente). Si el intelecto divino tiene como objeto al ens in universali, entonces el ens in universali es el ente real (confusión de universalidad y trascendentalidad). La consecuente necesidad de distinguir entre este ente real y Dios le obliga a sutilezas lógicas perfectamente evitables (ST I, 3, 4 ad 1).

[61] L. Polo, Curso de Teoría del Conocimiento IV, Pamplona, 1994, 109 ss.

[62] El “de suyo” de Zubiri es real, pero no verdaderamente trascendental, sino meramente físico. Lo mismo que Duns Scoto había sostenido que hay una presencia del objeto anterior al acto de entender(Cfr. I.Miralbell, El dinamiscismo voluntarista de Duns Scoto, Pamplona, 1994, 258), así Zubiri sostiene que hay una actualidad o presencia del “de suyo” anterior al acto (tanto de conocer como real), al que él confunde con la existencia o respectividad mundanal de la esencia. Por ser una formalidad anterior al acto y común a todas las esencias, Zubiri lo considera el trascendental por antonomasia, anteponiéndolo a los trascendentales clásicos, que incluye en el plano del acto. Pero, en realidad, el “de suyo”, que es característico de la naturaleza, es posterior a la actividad (sentido correcto del acto), pues un “de suyo” sin actividad es como un móvil sin movimiento o un mecanismo sin energía. Además, no es común a todas las cosas: existen realidades, como las personas que no son de suyo, sino per se y que carecen de toda estructura previa. Y, desde luego, no es un principio último, puesto que pretende tener el principio en sí mismo, en vez de ser un principio sin principio.

[63] Cfr. De Veritate 1,1.

[64] Cfr. Alberto Magno, De Praedicabilibus, 41 A, Opera I, citado por Knittermeyer, 25.

[65] Ver textos de Ockham, Clauberg, F.Bacon, Espinosa, Berkeley, etc. en I.Falgueras, Los orígenes medievales de la crisis de la metafísica, “Thémata” 9 (1992) 137-138, ahora incluido en Crisis y renovación de la Metafísica, Málaga, 1997, c.I.

[66] Así Alberto Magno dice que los trascendentales se predican con predicación de principios, no de género, y que cuando se aplica el término «ente» a Dios no se lo ha de entender como género (Cfr. Knittermeyer, 25 y 32). La noción tomista de esse, entendida como prioridad última, según el principio “ipsum esse rei (non veritas ejus) causat veritatem…intellectus” (Cfr. In I Sent. 19, 5, 1 c) es el más alto logro del realismo medieval.

[67] Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften III, §564, HW 10,373.

[68]Timeo 30a

[69] Metaph. I, 2, 983 a 1-4.

[70] Sermo 72, 5,6.

[71] También en el campo antropológico, J.Stuart Mill, tras una crisis de ruptura entre afectividad y razón, debida a la idea de que los bienes útiles tienen límite y se agotan, creyó encontrar una fuente de alegría interior, de placer comunicable e imaginativo que podía ser compartido por todos los seres humanos y que no tenía conexión con la lucha ni con imperfecciones de ningún tipo, sino que se enriquecía mediante cualquier mejora física o social del ser humano. En pocas palabras, la fuente perenne de la felicidad, que se mantendría viva después de eliminados todos los males de la humanidad. Eran los sentimientos estéticos. Está claro que el hallazgo apunta a la belleza, que sí es trascendente y compartible, pero lo hace en términos subjetivos, estéticos, difícilmente compartibles por todos, y que no tienen categoría trascendente (Autobiografía, trad. C. Mellizo, Alianza Ed., Madrid, 1986, 151-154).

[72] ST III, 23, 1 ad 3.

[73] Cabe decir algo parecido de las virtudes morales, que son requeridas todas para ser virtuoso (Cfr. Agustín, Ep. 167), es decir, no sólo no se excluyen, sino que se exigen para ser virtuoso. Y quizá quepa también decirlo de otras perfecciones humanas. Pero adviértase que tales perfecciones suponen un paso de la potencia al acto, y por lo mismo no pueden aplicarse a los trascendentales.

[74] Se podría objetar que los trascendentales tienen como opuesto el orden predicamental. Pero no pasaría de ser un espejismo: lo predicamental difiere de los trascendentales, mas no al revés: los trascendentales no sólo no difieren de lo predicamental, sino que son los que le dan su alcance real.

[75] I Analyt. I, 2 24b 31ss. y II, 8 59b 1, respectivamente.

[76] Para la doctrina neoescolástica aquí aludida, cfr. González Álvarez A., Tratado de Metafísica. Ontología, Madrid, 1967, 113 ss., y en especial para la conversión de los trascendentales 121.

[77] Aristóteles avizoró la dimensión trascendente del entendimiento cuando afirmó “el alma es en cierto modo todas las cosas”(De anima 431 b 21; Tomás de Aquino, ST I,84 2 ad 2). La igualdad de rango con el uno y el ente es obvia (Cfr. De Anima 410 b 13-15).

[78] La filosofía moderna, por su parte, ha intentado establecer la trascendentalidad del entendimiento, o bien de la voluntad, pero haciendo del ser y del trascendental en cada caso pospuesto unas «propiedades» del trascendental elegido como principal (entender trascendental o querer trascendental). Invierten así, en cierto modo y sentido, el error medieval. Quizás pueda vislumbrarse mejor ahora el proyecto de este escrito: conciliar las posiciones de unos y otros mediante la eliminación de las exclusiones en el plano trascendental y mediante la ampliación del orden trascendental que deriva de su ordenada compatibilidad, la cual es aclarada con la noción del dar puro.

[79] Quiero hacer notar la intencionada elección del término «distinto» para calificar a la pluralidad de los trascendentales últimos en este esbozo. No digo ni «diversos» ni «diferentes». Distinto viene dedis-stinguo, que significa «no extinguirse o desaparecer»: lo distinto es lo que no desaparece en otro, no se resuelve en otro, o en otras palabras, lo que no se confunde con otro. En cambio, «diverso» es lo que se orienta de otra manera (por ello se opone a «conversión»); «diferente» es lo que lleva en direcciones dispares; y «dispar» es lo no equivalente. Por ello ninguno de estos últimos es término apropiado a la «conversión» de los trascendentales, sino sólo el primero («distinto») que afirma la no confusión de los actos últimos. Todos estos términos implican una negación, pero no se trata de un uso generalizante o reflexivo de la misma, pues no se refiere en este caso a objetos, sino que se trata de un uso realista. Distinguir, en sentido trascendente, es reconocer la pluralidad real de actos; diferenciar remite, tomado también en sentido trascendente, a la inidentidad o composición real (acto-potencia); la diversidad implica, por su parte, el reconocimiento de la pluralidad real de las causas; y la disparidad apunta aquí a la pluralidad real de las concausas parciales (predicamentales).

[80] Cfr. González Álvarez, Á., o.c.,123 ss.

[81] Si se distingue con san Agustín la veritas del verumveritas est ea qua vera sunt omnia», Soliloquia II, 11, 21), se ha de entender con él que la verdad trascendental incondicional (“quae in seipsa et per se ipsam vera est”, Ibid.) es el lumen illuminans que “a seipso lumen est et sibi lumen est” (In Jh. Tract. XIV, 1; Ep 140, 3,7-8). Así entendidos, lo verdadero es lo que mi luz intelectual, o acto de entender, ilumina (verdades determinadas), y la verdad es aquel acto de entender que me ilumina a mí. En este sentido, aunque uno consiga, trascendiéndose a sí mismo, alcanzar el conocimiento de la verdad trascendental o entendimiento divino, no lo alcanza como a un verdadero cualquiera, es decir, porque nuestro entendimiento la ilumine, sino porque ella nos ilumina a nosotros, o sea, es hallada como una actividad superior que nos ilumina. Algo semejante cabe decir de lo bueno: lo bueno no es el bien o la bondad. Lo bueno es, primero, la amabilidad de todo lo real, y más propiamente son los actos que realiza el hombre en concordia con su recta conciencia. La bondad es el acto de la voluntad divina que hace buenas todas las cosas y a nuestra voluntad.

[82] El peligro de esta segunda posibilidad es el reduccionismo de lo trascendente a lo general. Así, cuando dice Kant que sólo es buena una buena voluntad, por una parte se equivoca, pues sólo es absolutamente bueno amar, y por otra cae en reduccionismo. En efecto, la santidad para Kant es una ley, la ley moral que corresponde al ente absolutamente perfecto (KpV, Ak. V, 82) cuya voluntad es incapaz de ninguna máxima que contradiga a la ley moral, pero que en realidad no pasa de ser una idea práctica, útil como arquetipo al que nos hemos de acercar indefinidamente los humanos (KpV, Ak. V, 32). Aunque no por completo desdeñable, este sentido antropológico y meramente regulativo de la bondad es insuficiente para lo trascendente.

[83] Lo verdadero y lo bueno pueden servir en el uso corriente como denominaciones para las realidades trascendentes, pero -una vez admitida la distinción agustiniana entre la verdad y de lo verdadero y entre la bondad y lo bueno- en cuanto que resultados del entender y del querer humano, yo los reservaría como máximo para trascendentes en potencia,  tales como el ser y la esencia del mundo, que son inteligibles y amables, pero no son inteligentes ni amantes. Por su parte, la verdad y la bondad pueden ser utilizadas bien como sinónimos del verum y del bonum, bien como denominaciones menos propias -por no indicar el acto- de los trascendentales, como hace Agustín, pero hablando con más propiedad son denominaciones extrínsecas de lo trascendente. Adviértase que el bien no puede ser algo extrínseco ni siquiera debe ser algo exterior a quien lo busca; si fuera exterior habría de ser objeto de deseo y, por tanto, se carecería de él inicialmente y se acabaría como bien al poseerlo. El verdadero bien ha de ser intrínseco, tiene que ir por dentro del que lo busca, será, en consecuencia, una actividad o más exactamente la plenitud de una actividad común: la actividad de amar. Sólo es bueno amar. Sólo es bueno Dios, porque es amor y porque su amor antecede a todo otro amor.

[84] El carácter puro del ser supremo fue descubierto por Aristóteles, y fue comentado por los aristotélicos medievales en el sentido referido.

[85] Las nociones de causa sui, autogénesis, autoproducción, autorrealización son falsas, por incongruentes, en el hombre y mucho más en Dios.

[86] También Aristóteles entendió que el ser supremo estaba separado y era vida, cfr. Metaph. XII, 1072 b.

[87] ST I, 8, 1 c.

[88] Tomás de Aquino define a Dios como el ipsum esse per se subsistens (ST I, 3, 4 c y 4 2 c) con lo que nos está indicando que, siendo Dios el primer principio (Ibid. I, 4, 1 c), el esse es la realidad del primer principio.

[89]  Así lo había entrevisto Agustín de Hipona, quien no sólo entiende que Dios es el esse (Sermo VII, 3,4; De natura boni contra Manicheos 19), sino que dijo de Dios que era el principio sin principio (De Genesi ad Litt., liber imperf., 3, 6).

[90] Ex. 3,14. Téngase en cuenta que esta revelación es anterior a todo hallazgo filosófico, ya que fue hecha a Moisés en el siglo XIII a.C. Pero, salvo las aplicaciones de Cristo a su Persona (Jh. 8,24,28,58; 13,19), nadie supo sacar provecho alguno (cognoscitivo) de la misma, mientras la filosofía no estuvo en condiciones de valorar el acto de ser gracias a Aristóteles (Agustín y Tomás de Aquino).

[91] Sin duda, la personalidad como acto y núcleo de iniciativas, sí que está revelada en el Primer Testamento, pero no el distintivo propio de la persona (su comunicatividad intrínseca). Por eso, conviene matizar lo que dice Tomás de Aquino: “etiam circumscriptis per intellectum personalitatibus trium personarum, remanebit in intellectu una personalitas Dei, ut Judei intelligunt” (ST III, 3, 4 ad 2). El entendimiento la puede pensar por defecto, pero una persona única sería realmente imposible.

[92] Con este matiz subrayo que la relación a la que me refiero no es la categoría metafísica de relación (accidente de una substancia), sino una relación interpersonal, que no requiere fundamento previo, que no implica tendencia ni causa final, y que es libre y donal.

[93] Libertad originaria no es libertad de elección, sino, como he dicho, libertad de iniciativa. Toda iniciativa parte del ser supremo. La libertad de elección implica la alternativa (o limitación), y en su sentido más propio por lo menos la elección entre el sí y el no (hacer algo o no hacerlo), pero en el ser, o principio sin principio, no existe el no, no existe realmente la negación. El principio originario es “sí” o afirmación irrestricta (Cfr. 2 Cor. 2,19-20).

[94] L.Polo, El Ser I, 327: “El Hijo es más íntimo al Padre que el yo humano a sí mismo”.

[95] Jh. 14,10.

[96] Pater meus usque modo operaturJh. 5,17; las obras de Cristo no son suyas, sino del Padre (Cfr. Jh. 9,4; 10,25,37) que es el que opera todo en todos (1 Cor. 12, 6).

[97] Sicut enim Pater habet vitam in semetipso, sic dedit et Filio habere vitam in semetipsoJh. 5,26; 6.57.

[98] La distinción entre entender y comprender es una distinción común que aparece en Agustín, Tomás de Aquino, Leibniz, etc. El comprender es humano y consiste en objetivar. Lejos de lo que piensan algunos filósofos modernos objetivar no es producir el objeto, sino presenciarlo, tener en presencia lo conocido. Los ilustrados creen que sólo comprendemos lo que producimos (Vico y Kant), pero la verdad es que si no comprendemos algo no podemos producir nada, aunque en ocasiones produzcamos cosas que comprendemos práctica pero no teóricamente, como es el caso, por ejemplo, de la electricidad. La idea objetiva antecede y guía la producción. Ahora bien, el conocimiento objetivo es un conocimiento limitado, acotado por la presencia o conciencia, de manera que queda lejos de la realidad tanto por abajo como por arriba. El estatuto de lo real físico es más alto y más bajo que la presencia mental según sus distintas dimensiones, pero nunca coincide exactamente con la conciencia. Por eso, comprender es entender imponiendo un límite a lo real. Como ejemplo pueden tomarse las matemáticas, que son sin duda el tipo de conocimiento más comprensivo, sin embargo las matemáticas o funcionan reductivamente, es decir, prescindiendo de datos, o no son comprensivas. Por lo tanto, comprender es menos que entender. Por otra parte, conocer es una actividad más amplia que la de entender. Cabe un conocimiento en el amar, que escruta el fondo del espíritu y abre lo impenetrable, la hondura de la libertad, y cabe asimismo un (pre)conocimiento del principio en el ser como iniciativa de toda apertura, si bien ninguno de estos conocimientos son propiamente intelectuales, ni se dan independientemente del entender, antes bien se dan al entender.

[99] La vinculación del acto de entender con la palabra viene ya de los comienzos de la filosofía. El primero que elevó el nous a la categoría de primer principio de la physis fue Jenófanes. Uno de sus discípulos, Heráclito prefirió substituir el nous de Jenófanes por el logos o la palabra. La razón de la substitución estriba en que el logos subraya para Heráclito el carácter unificante de la inteligencia respecto de los opuestos y del cambio: el logos es lo común o universal y se opone a la particularidad. Anaxágoras vuelve a situar como principio de la physis al nous. Platón, que distingue entre el logos exterior y el interior, une pensamiento y palabra (Soph. 263e; Teet. 189e). Aristóteles recoge ambos términos, pero mientras que el logos define al hombre, el nous  en su más alta forma (como noesis noeseos noesis) corresponde a la substancia divina. El hombre no carece de nous, y eso es lo que nos acerca a la deidad, pero nuestro nous  es sólo el conocimiento de los principios, mientras que el nous divino es el principio separado y ensimismado de toda la physis. Los estoicos repusieron el valor de principio inmanente a la naturaleza del logos heraclíteo. Y finalmente Filón de Alejandría, reuniendo la inspiración del libro de la Sabiduría y los datos de los estoicos y platónicos, dió carácter divino al logos, que sería la primera emanación de Dios, pero subordinándolo a él y otorgándole una situación ambigua, pues por un lado contiene todas las ideas de las cosas, y por otro es el alma del mundo, el nexo de todas las cosas particulares.

[100] Habiendo distinguido entre cosas y signos (De Doctrina Christ. I, 2, 2) , define así a los últimos: “Signum est enim res, praeter species quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire” (Ibid.. II, 1, 1).

[101] Para Heidegger el entender es exclusivamente una actividad humana. Tanto que el ser necesita del hombre para ser manifestado. Y la actividad más alta del inteligir humano es para él la aletheia o desvelamiento del ser. Pero desvelar es mucho menos que hacerse otro: supone que el ser es algo que se conoce per se y está sólo velado por los entes, de manera que la actividad del intelecto consistiría en hacer otros a los entes: despojarlos de su carácter de velo con que recubren al ser, para iluminarlos desde el sentido del ser, basándose en el preconocimiento que del mismo tiene el hombre. Paralelamente, la libertad humana, para Heidegger, es perplejidad relativa al acontecimiento del ser o fundamento, o sea, libertad respecto de los entes, no libertad respecto del entender mismo o actividad de hacerse otro. Zubiri captó algo de lo que propongo cuando habló de la inteligencia como apertura, pero la apertura zubiriana es la descripción de un estado, refiere una quietud pasiva (impresividad) (Sobre la Esencia, Madrid, 1963, 451-452): yo sugiero que la intelección originaria es aperición (¡perdóneseme la palabra!), actividad aperiente (¡!) del ser, es decir, ejercer toda la actividad propia exclusivamente como manifestación del ser originario.

[102]  Que es la razón por la que L.Polo excluye el concepto de recepción, cfr. El Ser I, 322.

[103] En este sentido entiendo la etimología deintelligere como un intus-legere o  recoger dentro.

[104] Un desarrollo algo más extenso de esta idea puede encontrarse en I.Falgueras, El crecimiento intelectual, en El hombre: inmanencia y trascendencia, Pamplona, 1991, vol. I,609-622.

[105] El fuego pensado no quema, como dice L.Polo siguiendo una sugerencia de Tomás de Aquino: “calor in anima non calefacit, sed in igne” (De Ver. 22,12 c).

[106] Eth. I, 31 sch.

[107] Jh. 1,1.

[108] Jh. 1,4 y 9; 3,19; 8,12.

[109] Jh. 14,6.

[110] Jh. 1,18; 6, 46; 7,29; 8,55.

[111] Jh. 1,18; 17,6. Para comprobar la abundancia de textos paulinos que recogen todos los datos joánicos citados tanto en ésta como en las anteriores notas, cfr. M.Meinertz, Teología del Nuevo Testamento, trad. por Constantino Ruiz-Garrido, Madrid, 1963, 318-20, 368.

[112] L.Polo, El Ser I, 324. “Sicut novit me Pater et ego agnosco PatremJh. 10, 15.

[113] Cfr. San Pablo, Coloss. 1,15 y 2 Cor. 4,4; Hebr. 1,3.

[114] Qui videt me, videt et PatremJn, 14,9.

[115] Coloss. 1, 18; Apoc. 1,8; 22,13.

[116] Coloss. 1, 17; Hebr. 1,3.

[117]“Pater in me est et ego in Patre” Jh. 10,38; 14,10-11; 17,21.

[118] Jh. 10,30.

[119] Jh. 6,57. “Opera enim quae dedit mihi Pater ut perficiam ea(Jh.5,36).

[120]Pater autem in me manens, ipse facit operaJh. 14,11.

[121] 1 Cor. 1,25.

[122] Si ergo vos Filius liberaverit, vere liberi eritisJh. 8,31-36.

[123] Literalmente esa libertad es libertad respecto del pecado, o aversión a Dios y entrega a las criaturas (Cfr. Agustín, De Libero arbitrio Y,16,35; II,19,53), pero estos últimos no son más que efectos del amor sui  (De Trin. XII,11,16), es decir, el encadenamiento a uno mismo.

[124] Nesciebatis quia in his quae Patris mei sunt, oportet me esse?Lc. 2,49.

[125] Verba quae ego loquor vobis a meipso non loquorJh.14,10; “Quia ego ex meipso non sum locutus, sed qui misit me Pater, ipse mihi mandatum dedit quid dicam et quid loquar…Quod ergo ego loquor, sicut dixit mihi Pater, sic loquor” Jh. 12, 49-50. Cfr. Jh. 8,28-29. “Sicut audio judicoJh. 5,30. “Ego quod vidi apud Patrem meum, loquor” Jh. 8,38. “Nunc quaeritis me interficere hominem qui veritatem vobis locutus sum quam audivi a DeoJh. 8, 40; “Omnia quaecumque audivi a Patre meo, nota feci vobisJh. 15,15.

[126] Non possum a meipso facere quidquamJh. 5,30; “Non potest Filius a se facere quidquam nisi quod viderit Patrem facientemJh. 5, 19-20; “Me oportet fieri operari opera ejus qui misit meJh. 9,4.

[127]Opera quae dedit mihi Pater ut perficiamJh. 5,36;“Ego sum et a meipso facio nihil, sed sicut docuit me Pater haec loquorJh. 8,28-29 “Meus cibus est ut faciam voluntatem ejus qui misit me et ut perficiam opus ejusJh. 4,34. “Qui a semetipso loquitur gloriam propriam quaerit; qui autem quaerit gloriam ejus qui misit eum, verax estJh. 7,18.

[128]Factus oboediens usque ad mortemPhilip. 2,8.

[129] Jh. 5,30.

[130] Sé que los teólogos me podrán objetar que los textos que comento son textos que convienen a Cristo según su humanidad, no según su personalidad divina. Sin embargo, hago observar que en Cristo no existe más que una persona y que todo lo que se expresa a través de la humanidad de Cristo es dicho por el Verbo con toda verdad. Sobre este dato baso mi opinión razonable, siempre sometida a la autoridad de la Iglesia, de que la humanidad de Cristo es el verbo del Verbo. Si se admite dicha opinión, el uso que hago de los textos queda plenamente justificado.

[131] 1 Cor. 12, 4.

[132] Me refiero a la utilidad como valor de medio para un fin, sea teórico o práctico.

[133] El último Heidegger expresa de modo semejante la función del filósofo-artista con respecto del ser o fundamento mundano. Mas el sentido heideggeriano de la escucha del ser no es originario, la escucha en Heidegger es pasividad ek-stática; la que yo sugiero es la actividad intelectual originaria, hacerse otro, prestar atención como apertura manifestante, no guarda del ser en su ocultamiento.

[134] Coloss. 2,3; 2 Cor. 8, 9

[135] Dicho con un ejemplo, lo que afirmo es que Robinsón Crusoe podía tener muchas cosas, pero era esencialmente pobre, al no poder comunicar lo que tenía. Es la misma situación de Adán antes de la creación de Eva: domina el mundo, pero está solo. Una abundancia que no puede ser compartida o tenida con otro no es abundancia alguna. Es el compartir lo que nos hace verdaderamente ricos. En este sentido, la riqueza es abierta por el hacerse otro, por el acto de entender.

[136] Ya se dijo anteriormente que la comunicación es la perfección más alta o el más alto grado de una perfección.

[137] Jh. 16,15. El tener activo del Hijo hace rico al Padre, aunque todo lo que es el Hijo es generado por el Padre. Llamo la atención sobre un leve matiz de los textos evangélicos, a saber el orden de las siguientes expresiones: “Omnia quaecumque habet Pater mea sunt, propterea dixi quod de meo accipiet [Spiritus]Jh. 16,15; “mea omnia tua sunt, et tua meaJh. 17,10. Aparte de la intercomunicación plena existente entre Padre, Hijo y Espíritu, parece sugerirse que el tener o riqueza corresponde al Hijo y Él lo comunica al Padre y al Espíritu.

[138] Como relación interpersonal, la riqueza de un padre es su hijo, pero no en la medida en que es término pasivo de su poder generante, sino en la medida en que encuentra en él la libre acogida de su filiación.

[139] Al que no tiene (o hace suyo el don recibido) se le quitará hasta lo que tiene (el tenerlo), Mt. 13, 12-13. Por ejemplo, Lucifer que no quiso acoger la inicitiva o mandato de Dios y antepuso su entender al divino, no ha perdido el don de cavilar, pero sí el entender como posesión noticial de la realidad. Si existe una locura puramente espiritual es la de Lucifer, que conoce y cavila, pero no entiende la verdad.

[140] Aunque existan diferencias entre el Dios de los filósofos y el de los creyentes, no es acertado separarlos de modo tal que se rompa la continuidad entre ellos. El Dios de los cristianos rescata y mejora al Dios de los filósofos.

[141]Agustín, In Jh. Tract. II,4.

[142] Buena prueba de ello es la noesis noeseos noesis de Aristóteles.

[143] Agustín, De Mendacio 7,10.

[144] Ipsius enim et genus sumusHechos de los Apóstoles (AA) 17,28.

[145] Banquete 207 a

[146] Ibid. 206 c.

[147] Enéada III, 5.

[148] “Los filósofos más altos de los paganos…filosofaron sin el Espíritu Santo, aunque no silenciaron al Padre y al Hijo” Agustín, Quaestiones in Heptateuchum II,25; y si bien consideraron amigos suyos a los dioses, por los cultos que les dieron se demuestra que ni éstos estaban a la altura de la divinidad ni ellos eran entendidos como verdaderamente amigos (De Civ. Dei  XIX, 9). Ésta es una decisiva diferencia entre el Dios de los filósofos y el de los cristianos.

[149] Dios no ama a sus modos; el amor Dei intellectualis es el amor de los modos a Dios, Et. 5, 32-36.

[150] Al reducir todo amor racional al amor (o mejor, respeto) por la ley moral, Dios no significa para nosotros nada más que la idea de un legislador santo, bondadoso sostén o modelo moral del hombre, y juez justo (sentido humano de la trinidad). Debe eliminarse de Dios la representación de un amor clemente, indulgente, benévolo y perdonador de sus criaturas, lo único que cabe atribuirle es el amor como agrado cuando cumplen la ley moral (Die Religion innerhalb…Ak. 6, 139 ss.). Y puesto que se trata de una idea para el perfeccionamiento moral del hombre, Dios no es más que una condición imprescindible para obtener el respeto práctico del hombre por sí mismo y por la universalidad práctica de sus acciones, así como su amor no es más que la inalcanzable idea de autosatisfacción del hombre por el deber cumplido.

[151] Acerca de la metáfora conyugal para expresar el amor de Dios por su pueblo y por los hombres, véase la nota b) que la Biblia de Jerusalén (La Sainte Bible, Paris, 1956, 1211) pone a pie de página al principio de las profecías de Oseas. Sin embargo, los judíos no llegaron a pensar que Dios pudiera ser intrínsecamente amor.

[152] 1 Jh. 4, 8-9 y 16.

[153] Spiritum veritatis, quem mundus non potest accipere, quia nec videt eum nec scit eumJh. 14,17.; cfr. 1 Cor. 2,14; Efes. 3, 19. Aunque algunos filósofos modernos, tomándolo del cristianismo, lo han incluído en sus filosofías, han tergiversado su sentido, como por ejemplo Hegel, para quien el Espíritu es el resultado sintético del proceso autoconstitutivo de Dios, que va de la eternidad del Padre (Lógica) a través de la alienación del Hijo (Filosofía de la Naturaleza), para tras la muerte y resurrección reencontrarse a sí mismo como Espíritu. Por lo demás, para Hegel el amor es el saber de la unidad o la conciencia de la identidad (Vorlesungen über die Philosophie der Religion, III.Teil, I., HW, 17, 222 y 299 ss.

[154] Cuando utilizo el infinitivo ´amarª quiero dar a entender que el amor es acto real, es decir, quiero hacer hincapié en el carácter real del amor. La afirmación de la existencia del otro (Pieper) es todavía una versión subjetiva del amor, por cuanto que es una versión unilateral del mismo. Entiendo que amar es otorgarse mutuamente un acto en común: Dios me ama cuando me ofrece la posibilidad de realizar actos comunes con él y los realiza conmigo. Yo amo a Dios cuando le dejo que actúe en mi vida conmigo, otorgándole la dirección de mi vida en la forma de un sometimiento activo a sus iniciativas. El amor matrimonial es un mutuo concederse cada cónyuge la creación de una vida en común: otorgarse todos los actos de cada uno como comunes. Es, por tanto, comunión de vida, no sólo del lecho, ni de los hijos, ni de los bienes, ni de algunos actos sueltos, sino de todo el habitar mundano, de manera que él esté presente y actuante en todo lo que hace ella, y ella esté presente y actuante en todo lo que hace él.

[155] Así se lo oí decir hace mucho tiempo a mi maestro, L.Polo. El Espíritu Santo no supone  al Padre y al Hijo ni se les añade, sino que es la propia efusión intrínseca de ambos: al donarse mutuamente ambos, la sobreabundancia o exceso de esta donación se distingue de ellos como actividad personal. Es, pues, tan originario como el Padre y el Hijo.

[156]Quia charitas (agape) Dei effusa est in cordibus nostris per Spiritum sanctum qui datus est nobisRom. 5,5. Así lo ha entendido la tradición cristiana (Cfr. Agustín, De Trin. XV, cc.17,18,19; Tomás de Aquino, ST I, 37).

[157] No es casualidad que la primera bienaventuranza sea la de los pobres en el espíritu (Mt 5, 3). Esta pobreza en el espíritu es un desasimiento de todo, pero fundamentalmente de sí. Al vincularla al espíritu, Cristo nos indica algo radical de Su Espíritu, el desasimiento, la ligereza, la libertad, por estar exonerado de toda carga o bagaje que lo retrase o impida su movimiento.

[158] Salmo 103, 30. Aunque el hacerlo todo nuevo es atribuido a Cristo (Ap. 21,1 y 5; 2 Cor. 5,17), que aporta y es la nueva o novedad, debe entenderse que la renovación se hace en el Espíritu Santo tanto la del universo, asignada al fuego como calor en 2 Pe. 3,10-13, y atribuida por el profeta Joel (2,28-31) a la acción del Espíritu, como la de los cuerpos humanos en la resurrección de los muertos (Rom. 8,11).

[159] Jn 4, 13-14: "respondit Iesus et dixit ei omnis qui bibit ex aqua hac sitiet iterum, qui autem biberit ex aqua quam ego dabo ei non sitiet in aeternum, sed aqua quam dabo ei fiet in eo fons aquae salientis in vitam aeternam".

[160] Cfr Jn 7, 37-39. No hay gozo en el amor de sí mismo. El gozo no es la satisfacción consecuente al amor de sí, sino que es inherente al amor puro a otros: es la plenitud del amor a y con otros. Por eso puede ser el Amar espirado por el amor mutuo de Padre e Hijo, el Espíritu.

[161] AA 2,2; Sap. 1,7.

[162] Por un lado, como el fuego en el crisol es la prueba de la autenticidad, el amor o el Espíritu lo examina y lo escruta todo, hasta las intimidades de Dios (1 Cor. 2,10-11). Por otro, como luz interior, el Espíritu es llamado Espíritu de Verdad el cual nos sugiere o da a entender todo cuanto Cristo nos dijo (Jh.. 14,26; 16,13).

[163] Jh. 3,8-9. La inquietud, el exceso y la imprevisibilidad del amor son simbolizados por el viento y el fuego (AA 2,2-3)

[164] El Espíritu es el que impulsa, guía y orienta a los hijos de Dios para actuar como tales (Rom. 8, 14-15; Lc. 4,1, Mt. 4,1).

[165] Fructus autem sensibilis est id quod ultimum ex arbore expectatur et cum quadam suavitate percipitur. Unde fruitio pertinere videtur ad amorem vel delectationem quam quis habet de ultimo expectato, quod est finis” (ST I-II, 11 1 c; cfr. Ibid. 70, 1 c). Tomás de Aquino entiende que la acción de comer el fruto corresponde al acto de entender, no al de amar (Ibid. 4, obj. 1 et ad 1). Puesto que se trata de metáforas, me permito señalar algunos efectos del amor en esta vida, antes de la fruición perfecta.

[166] El gozo es asociado directamente con el Espíritu Santo en el Segundo Testamento (cfr. 1 Tim 1, 6; Rom 14, 17; Gal 5, 22; Hech 13, 52; Rom 15, 13). El nombre de Paráclito que le da Nuestro Señor (Jn 14, 16 y 26; 15, 26; 16, 7), y que significa consolador, es la indicación de su gozosa condición, puesto que el consuelo es una forma de gozo sanativo, y sólo puede ser comunicado por Quien es todo gozo.

[167] El Espíritu es don (AA 2,39); que se efunde en nuestros corazones (Rom. 5,5-6) y a El le toca repartir los dones (1 Cor. 12,4 ss.).

[168] La paloma es símbolo de inofensividad, es decir, de ausencia de negación o exclusión.

[169] No elimino, pues, el núcleo más radical de la propuesta de Pieper acerca del amor, que es sin duda su realidad gozosa, pero subrayo su carácter de acto real y recíproco, no meramente subjetivo o unilateral.

[170] Aunque utilizo aquí un término muy semejante al utilizado por Jaspers para la trascendencia, el sentido de mi uso es muy distinto al de Jaspers. Este autor entiende la trascendencia como compositio oppositorum, pues siendo lo envolvente (Umgreifende) la cisura sujeto-objeto entre cuyos límites está contenida para nosotros la realidad entera, lo trascendente es lo envolvente de lo envolvente, o sea, lo que sintetiza y pone juntos existencialmente a los opuestos (sujeto-objeto). Por tanto, si la amplitud de lo trascendente es máxima, sólo lo es porque tiene el mismo sentido que los trascendentales disyuntos de Duns Scoto: reúne los opuestos, y forma, por ende, un universo de discurso. Yo entiendo lo omniabarcante como la realidad máxima, no en términos de oposición que son por completo inapropiados para entender lo trascendente y los trascendentales.

[171] Alguien, siguiendo en la línea del pensamiento meramente lógico de la escolástica antes corregido, podría objetar que el acto de ser y el de amar son menos irrestrictos que el de entender, puesto que se puede entender lo irreal y lo malo, e igualmente cabría decir que el ser es más irrestricto que el bien, puesto que existe el mal. Son falsos problemas. El planteamiento no se ha hecho cargo del plano en que nos movemos, es decir, de que los trascendentales supremos no son cualesquiera actos, sino los actos prístinos, perfectos e irrestrictos. El ser al que me refiero no es cualquier ser sino el ser pleno, perfecto e irrestricto al que nada le falta, por eso el entender perfecto no puede entender ninguna perfección que no esté en ese ser, y el amar no puede mal amar, porque también es perfecto y ama todo lo que es el ser perfecto y lo que entiende el entender perfecto.

[172] Por tránsito se entiende la superación de un límite o barrera. Entre el ser puro, el entender puro y el amar puro no existen límites ni barreras. Lo que tiene cada Persona no le falta a las otras. Esto excluye toda relación constructiva y necesitante en las relaciones entre los trascendentales incondicionados. Por tanto, las versiones de la Trinidad Santa ofrecidas por Schelling y por Hegel que subordinan Padre e Hijo al Espíritu Santo, bien sea por una decisión inmemorial y libre de la voluntad divina antes del tiempo, bien por la alienación de la Idea absoluta ignoran la índole de estos actos trascendentales. Por el otro extremo, el subordinacionismo y el arianismo, para evitar toda complejidad en Dios, eliminan la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo, porque también desconocen la peculiaridad descrita de los trascendentales incondicionales y de la divinidad.

[173] La identidad no contradictoria es tautológica y tiene sentido excluyente: lo uno es indiviso y único. De ahí que lo diferente no sea sino la plurificación de la unidad gracias a la separación introducida en virtud de lo otro.

[174] La causa no es lo mismo que el efecto, pero ambos son inseparables. De hecho, la causa es concebida como una en su obrar y plural en sus efectos, pero los efectos no son más que la manifestación de la causa. De ahí que, además de inseparables, causa y efectos sean idénticos en su contenido y diferentes en su forma: la causa es única, los efectos plurales.

[175] Como ha señalado reiteradamente mi maestro, L.Polo.

[176] Esta segunda suposición no ocurre siempre de la misma manera. En el neoplatonismo, por ejemplo, es una degradación metafísica del Uno. En Espinosa, no hay degradación metafísica, sino sólo modalización de la causa en los efectos. En el último Schelling, las diferencias o potencias son manifestaciones libres de Dios, en el cual, antes de decidirse a crearse o producir su existencia o manifestación, no estaban como potencias, sino como determinaciones inmanentes (como actos). La pluralidad existía ya en Dios ante saecula, pero su trasformación en potencias es una novedad sólo en cierto modo degradante, al historificar lo eterno. En el caso de Hegel, la diferencia (como separación de objeto y sujeto) está al comienzo y la dialéctica es el proceso gradualmente supresor de la misma, hasta que la diferencia es eliminada en la identidad final (sujeto-objeto).

[177] In I Sent. 20, 1,  3, 1 c. Según este pasaje, el orden incluye tres cosas: la razón de prioridad y posterioridad, la distinción y la razón de orden, de la cual deriva el tipo de orden. Atendiendo a textos posteriores, la razón de orden puede ser considerada como coincidente con lo que luego denominó cooperación; y puesto que ha de ser una ratio realis, será una actividad donal, o mejor: la comunicación donal entre las actividades.

[178] In De div. Nominibus 4,1.

[179] De Civ. DeiXIX,13,1.

[180]ST I, 42 3 c.

[181] Esta es la única manera verdadera de poder entender adecuadamente lo que tanto ha perseguido el pensamiento moderno, a saber, obtener una identidad viva y activa. La modernidad enfocó este problema a través de la interpretación de la identidad con la causalidad, por donde se introdujo la idea de identidad compleja o identidad de la identidad y la diferencia. Pero en la identidad no caben diferencias ni complejidades, sí distinciones reales. En la identidad no caben potencias, sólo actos.

[182] El orden entre actos realmente equivalentes, compatibles, coexistentes e inseparables sólo puede querer decir que dichos actos no se superponen ni se yuxtaponen, sino que son actos mutuamente referentes según un proceso real que no los constituye ni los somete, tan sólo los relaciona intrínsecamente. El ser supremo es sólo primero, no único, de manera que no es ser sin el entender supremo y sin el amar supremo, y así correlativamente.

[183]  A esto podría objetarse que los actos de entender y de amar, como acto de acto y acto de actos, respectivamente, parecen ser actos compuestos, por lo que no serían compatibles con la simplicidad en que consiste la convertibilidad real de los trascendentales. Para responder a tal objeción baste con aclarar que acto de acto o acto de actos no son actos compuestos ni complejos. Como acertadamente supieron ver los grandes aristotélicos, el “acto del que entiende y el acto de lo entendido son un solo y mismo acto”, y eso significa que el acto de entender es simple, y que no podría ser de otro modo o, de lo contrario, nada se entendería. Un acto no es complejo porque otorgue en sí la categoría de acto a otro acto, asimilándose a él. Algo semejante cabría decir del amar: el amar es simple aunque los amantes sean dos, de lo contrario no cabría amar. En realidad no existen actos complejos, más que en la medida en que no sean plenamente actos, sino potenciales.

[184] Prosiguiendo una sugerencia agustiniana, según la cual “La conveniencia y la concordia, por la que son en cuanto que son las cosas compuestas, son operación de la unidad” (De moribus maniquaeorum II,6,8), y puesto que la conveniencia es expresamente vinculada como efecto al orden por Agustín, cabe deducir que el orden es la operación de la unidad. Sólo que si Agustín entendía el genitivo «de la unidad» como genitivo subjetivo, yo lo entiendo como genitivo objetivo: es el orden el que opera la unidad. Lo que trasladado al plano de los actos supremos, implicaría que el orden real de los trascendentales es lo que opera la simplicidad.

[185] En Dios no cabe egoísmo alguno. La atribución de egoísmo a Dios es un antropomorfismo inaceptable. Sólo existe egoísmo cuando la persona no alcanza su perfección debida, o corre peligro de no alcanzarla, es decir cuando hay o puede haber pérdidas y ganancias. Siendo perfectas e incondicionalmente trascendentales, las personas divinas nada tienen que perder ni ganar ni, por consiguiente, tienen nada que reservarse para sí: son las unas para las otras íntegramente. El Padre no engendra al Hijo por razón final de Sí mismo, ni el Hijo acoge al Padre por razón final de Sí mismo, sino porque uno y otro no se reservan nada ni pierden nada. De ahí que todo en el Padre sea paternidad, y todo en el Hijo sea filiación. De igual modo, Padre e Hijo no se aman por razón de sí mismos (por utilidad, satisfacción o felicidad), de lo contrario no procedería de ellos una tercera Persona: si alguno de ellos se reservara algo para Sí, no habría exceso o Amor distinto de ellos, o si lo hubiere no sería de igual rango e intensidad que los amantes, es decir, no habría Espíritu Santo. Quizá a alguien se le ocurra pensar: ¡pero entonces no hay mérito alguno en las relaciones intratrinitarias! Pues claro que no: Dios es la vida perfecta, y ésta consiste en darse puramente, sin pérdidas ni ganancias, mas ese darse puramente es más fuerte y generoso que todo egoísmo y que todo sacrificio posibles.

[186] Si conversión y orden deben ser entendidos como coincidentes, otro tanto ocurre con la Belleza. Como dijo Agustín de Hipona, no hay belleza sin orden (De Vera Religione 40, 77-78). Por su parte, Tomás de Aquino (In De Div. Nominibus 4,5) afirma que la belleza es esplendor o claridad y que exige proporción o consonancia, exigencia en la que coincide con el orden (Cfr. In 8 Phys. 3 c). A lo que ha de añadirse que, como comenta Tomás de Aquino siguiendo al Areopagita, la Belleza tiene poder congregante, en paridad con el orden que, como se ha dicho, es la operación de la unidad e implica cooperación. De todo lo cual infiero que la Belleza es splendor ordinis, que sería mi definición de la Belleza (en la patrística he encontrado splendor gloriae y splendor veritatis, pero no splendor ordinis). El orden, en primer lugar, es de suyo clarificante, excluye toda confusión, distingue y alumbra todo el proceso en que consiste. El orden es también manifestativo de sí, o sea, claridad como trasparencia. Y en tercer lugar, el orden es congregante, esto es, reúne a los ordenados en cuanto que implica su cooperación o integración activa. Siendo splendor ordinis, la Belleza no podrá ser separada del orden y conversión de los trascendentales supremos. Naturalmente, la Belleza a que me refiero aquí no es la impresión que lo trascendente causa en lo trascendido, sino la claridad eterna e interna de la vida intratrinitaria (Jh. 17,22-24)

[187] Así se desprende de las palabras de Cristo: “que todos sean uno, como tú, Padre estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros…Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno…” (Jh. 17, 21-23; cfr. Jh. 14, 9-11 y Jh. 10,30). Unidad perfecta, distinción, inmanencia y orden son inseparables en lo más altamente trascendental.

[188]Cfr. ST I, 40, 4 c; Ibid. 29,4; 41,1. Todo se funda en que las relaciones son entendidas como propiedades de las personas y los actos como actos de las personas. Mi intento es entender las relaciones como actos y los actos como relaciones, sin suponer a las personas como anteriores ni posteriores a ellos.

[189] El que quisiere conservar su vida, la perderá, y quien la perdiere la vivificará (Lc. 17,33). Excluída toda pretensión de eliminar el sentido misterioso de estas palabras (Cfr. Mt. 16, 25), cabe aplicarlas, sin embargo, según su tenor a las personas (“el que…”), con lo que aclaran esta noción y adquieren también un sentido sapiencial humano: la persona se alcanza dándose, se pierde curvándose sobre sí misma. Esto, que vale especialmente para las personas creadas, es indicio de las personalidades divinas: toda su vida es darse.

[190] En esto discrepo de Tomás de Aquino, quien sugiere que las relaciones son apropiadas para exponer la Trinidad Santa precisamente porque ellas implican la distinción mínima (ST I, 40, 2 ad 3). No puede existir distinción mayor que la que media entre las tres divinas Personas, dado que son distinciones reales y trascendentales. En cambio, sostengo que entre ellas no existe diferencia ni diversidad alguna. Lo que pasa es que, como quedó dicho antes, no es lo mismo distinción que diferencia ni diversidad. La diferencia máxima es la que existe entre la criatura y el creador; en cambio, la distinción máxima es la que existe entre las personas divinas. Las personas creadas son diferentes y distintas.

[191] En las criaturas se denominan generación activa y pasiva, pero en Dios no cabe pasividad, por lo que habrá generación iniciante y generación acogedora.

[192] Lévinas, que ha destacado tanto el valor previo del mandato, no parece haberse percatado de que el mandato en Dios es dilección. Igualmente la predestinación es la iniciativa o pre-dilección divina.

[193] La amistad sólo se da entre personas, pues debe ser mutua y se ha de fundar en alguna comunicación. De ahí que añada al amor, la semejanza, la comunidad de vida y la mutua dilección, de manera que lo propio del amigo es desear cumplir la voluntad del amigo (Cfr. Aristóteles Eth. Nicom. 8, 7; 9,4; Tomás de Aquino, en los respectivos comentarios y en ST II-II, 20 2 ad 3; 23 1 c; 25, 7 c).

[194] No sólo el Schelling medio (MJ IV, 330 [W VII, 438]), sino también el Schelling último propone que existe en Dios una tendencia al egoísmo o resistencia a la manifestación de sí que ha de superar, autotrascendiéndose (Cfr. Philosophie der Offenbarung, XIII. Vorlesung, MJ 6.Eb. [W XIII], 264 ss.). Son muchos los que piensan que en Dios existe un amor sui o egoísmo.

[195] Según esto, no hay una pluralidad indefinida de relaciones trascendentales de identidad, distinción, diferencia, etc., como creía la escuela escotista. Las relaciones intratrinitarias son realmente tres y no menos ni más que tres: la espiración implica la relación (doble) de generación, y la de generación (iniciante y acogedora) es mutua (y, por tanto, una) como espiración.

[196] Según mi investigación, lo trascendente no es falso, es tan sólo la conversión de los trascendentales, no un concepto abstracto, sino la comunicación activa de los tres actos supremos. Pero para quienes no hayan descubierto los trascendentales, no puede existir más que lo trascendente, por lo que tiene que confundir la diversidad de actos de ser, entender y amar, bien reduciendo, bien eliminando dos de ellos. La alteración del orden de los trascendentales tiene los mismos efectos.

[197] En el apartado II.2. de este trabajo, al proseguir en la caracterización de los trascendentales como los actos puros.

[198] La 'res cogitans' en Espinosa, Eunsa, Pamplona, 1974, 193. Quizás este apunte sea demasiado rápido, por lo que pueda parecer falso a algunos. En efecto, podría decirse que, por ejemplo, en la vida orgánica los problemas de autoconservación son centrales, y que la vida es el ser de los vivientes, por lo que, en consecuencia, ser para el viviente es autoconservarse. De este modo, no sería verdad que ser sea sobrar y abundar. Algo de eso es lo que debió entrever Espinosa que entendió la causa sui como vida, es decir, que entendió la inmanencia de la vida como autoconservación (Ibid. 138-139). En una línea muy parecida se encuentra también la teoría de la evolución (lucha por la supervivencia). Sin embargo, la vida orgánica es sobre todo crecimiento y plenificación del universo físico, de manera que la autoconservación, que sin duda existe en ella, está al servicio del crecimiento y de la multiplicación, que la rebasan ampliamente. Vivir orgánicamente es crecer, multiplicarse y llenar la tierra.

[199]Servicio de Publicaciones Universidad de Málaga, 1997. Cfr. “Realismo trscendental”, en AA.VV. Futurizar el presente, Estudios sobre el pensamiento de Leonardo Polo, Servicio de Publicaciones, Universidad de Málaga, Málaga, 2003, pp. 35-92.

[200] Gen, passim, por ejemplo: 12, 7; 13, 15; 15, 18; 17, 8 y 16; 24, 7; 26, 3-4; 28, 13-14; 35, 12; 48, 4.

[201] Ex 24, 12.

[202] Ex 36, 1-2; Sal 118, 130; Pro 2, 6; Job 32, 8; Dan 2, 21.

[203] Isa40, 29.

[204] Gen48, 9.

[205] Job1, 21; Sir 34, 19-20; cfr. 2 Cr 25, 9; Sal 103, 28.

[206] Job41, 2; Rom 11, 35.

[207] Job35, 7; Isa 66, 1-2; Hech 7, 49.

[208] Mt 7, 11; Lc 11, 13.

[209] Cfr. Lc 6, 38.

[210] Sant1, 5. Cfr. Lc  6, 38.

[211] Rom5, 5.

[212] Hech2, 38; Heb 6, 4.

[213] Jn 3, 34.

[214] 2 Pe 1, 4. Como se dirá más adelante, la naturaleza de Dios es el dar. Ser copartícipes de ella es ser copartícipes del dar.

[215] S. Agustín, De doctrina christiana, I, 7, 7, PL 34, 22; De civitate Dei, XXII, 30, 1, PL 41, 801. S. Anselmo cambió el «mejor» por el «mayor». Por el lado del «mayor» se llega a la idea de la deidad, y a la experiencia del ser supremo, como dice Polo (Nietzsche como pensador de dualidades, Eunsa, Pamplona, 2005, 226; Antropología Trascendental II, Eunsa, Pamplona, 2003, 221). Pero la indicación del «mejor» tiene que ver con el bien y con la voluntad, de manera que remite a Dios como destino del hombre, como lo más perfecto y amable, como la plenitud integral de la que hablaré al final.

[216] Vivere viventibus est esse” (ST I, 18, 2 c; Cfr. Aristóteles, De anima, II, 4, 415b13;). Naturalmente, la vida que es esse en sentido estricto es la vida divina, y también la vida espiritual-trascendental de las criaturas elevadas. La vida orgánica no es el ser del viviente, sino su esencia (cfr. Genara Castillo, La actividad vital humana temporal, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 139, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2001). Sólo el esse divino es capaz de dar la vida como ser (Jn 5, 26). Los hombres colaboramos con el dar divino al comunicar (sólo formalmente) la vida del cuerpo, que forma parte de nuestra esencia humana.

[217] Aunque en el Segundo Testamento no se dice expresamente que el dar supremo no pierde al dar, esa verdad está contenida, y es implícitamente sugerida, por ejemplo, en la multiplicación de los panes. Nuestro Señor se lo hace notar a los apóstoles para que dejen de preocuparse por la comida y los bienes de este mundo (cfr. Mc 8, 14-21): con cinco panes dio de comer a cinco mil personas y sobraron doce cestas de pan, y con siete peces dio de comer a cuatro mil y sobraron siete cestas, o sea, mucho más de lo que había al principio. Lo que Dios da no sólo no se pierde, sino que se multiplica. Por tanto, si bien se puede atisbar (con dificultades) esa verdad por la razón, la revelación lo sugiere, confirma y amplía.

[218] Me refiero a continuación a los modos lógicos, los cuales no son sino el correlato de la demostración causal. Lo necesario es aquello que se demuestra que existe a partir de sus causas; lo imposible es aquello que se demuestra que no puede existir según sus propias causas; lo posible es aquello que, no existiendo, no se puede demostrar que no haya de existir a partir de sus causas, y lo contingente lo que, existiendo, no se puede demostrar que no deje de existir a partir de sus causas. Sin embargo, cuando por urgencias unificadoras del logos se quiere convertir a estos modos en categorías supremas de los seres, se les aplican procedimientos generalizadores (o negaciones) tales que con ellos cubran el universo de discurso.

[219] La imposibilidad a secas, o absoluta, es el modo exclusivamente lógico (que existe en el pensamiento sólo por vía de negación): es el modo que se opone de modo excluyente a todos los otros modos y en cierto sentido el responsable de la totalización modal. Me explico. Lo necesario y lo contingente no se oponen excluyentemente entre sí fuera de la mente, dado que la causalidad final los conjuga. Y lo mismo pasa con la potencia, o posibilidad física, respecto de lo necesario y lo contingente. En la realidad caben potencias o posibilidades necesarias (es decir que llegarán a ser necesariamente) y posibilidades contingentes, que quizás llegue a ser o quizás no, por mero desarrollo de la causalidades físicas, o de la libertad humana. Sin embargo, el intento de unificar propio del logos lleva a entender los modos lógicos como excluyentes entre sí por generalización totalizadora. Si todo es necesario, entonces es imposible que algo sea contingente ni meramente posible (Espinosa); si todo es posible, entonces es imposible que algo sea meramente contingente (Leibniz); si todo es contingente, entonces es imposible que algo sea necesario ni posible por sí mismo (Ockham).

[220] Mt 19, 26; Mc 10, 27; 14, 36.

[221] Lc 1, 37; Gen 18, 14; Jer 32, 27.

[222] Estas negaciones deben ser entendidas debidamente. No se trata de que no existan ni lo necesario ni lo contingente, o de que Dios no pueda crear esencias necesarias y seres libres, sino de que el dar divino no está sometido a la necesidad ni a la contingencia ni a la posibilidad, pues todas ellas pertenecen al orden creado. El orden trascendental es el orden de la comunicación, del dar puro, y en el dar puro no existe ni la necesidad ni la imposibilidad, y, por consiguiente, tampoco la posibilidad ni la contingencia. El dar está por encima de los modos lógicos.

[223] Lo modal y lógicamente posible es posible que sí y posible que no. Este «posible que no» es opuesto al «posible que sí». El «nada es imposible» elimina indirectamente el «posible que no», en cuanto que elimina todo opuesto al poder divino, de manera que «todo es posible» implica que para Dios no existe más que el «posible que sí». Y por eso desaparece el carácter modal de la posibilidad, la cual pasa a significar otra cosa: el dar divino ad extra.

[224] 2 Co 1, 19; cfr. Mt 5, 37.

[225] 2 Tim 4, 4.

[226] Ése es el contenido del misterio revelado por Cristo: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16). La encarnación es la revelación de lo más profundo del misterio de la creación: Dios creó por amor. Si, según el Primer Testamento, la omnipotencia es el poder creador de Dios, entonces el cristianismo revela que el secreto de la omnipotencia es entregar o dar puramente.

[227] Todo dar personal (o en sentido estricto) está integrado por tres ingredientes donales (donante, aceptador y don), pero el dar puro o supremo lo ha de estar por las actividades supremas, aquellas precisamente que cuando se comunican no se pierden, y que ya se ha visto que son el ser, el entender y el amar.

[228] Es cierto que podría parecer que el tercer momento acapara el dar, y que yo mismo abono esa tesis al decir que comunicar y dar son equivalentes o que el dar es otro nombre del amar, o sea, que amar se identifica con dar. Ante todo, esto es posible hacerlo porque en verdad amar es dar, pero no debe entenderse en sentido excluyente, porque ser y entender son también dares. Pero, en realidad, lo que acontece es que para nosotros, las criaturas personales, el amar tiene una fuerza aclaratoria especial respecto del dar puro. Ese poder aclaratorio está recogido en la propia revelación, la cual nos dice expresamente que es el Espíritu Santo (la persona-don, o el amor en persona) el que terminará de enseñarnos por dentro lo que Cristo ha oído al Padre y nos ha revelado (Jn 14, 26). El amar nos hace inteligible a las criaturas el misterio de la Trinidad y todos los misterios, los de la encarnación, la redención e incluso la creación, porque marca la diferencia con el dar creado. Que el amar sea una persona integra la trinidad del dar como actividad personal. Ningún hombre pudo jamás imaginar que el amor pudiera ser una persona o que el don diera, pero sólo si el don da, el dar es una actividad plenamente personal. La consideración del dar puro se abre camino para nosotros desde el amor. Ahora bien, una cosa es el modo como nosotros llegamos a conocerlo, y otra es el dar puro en sí mismo: como aclararé algo más adelante, todo en el dar puro es dar.

[229] Dios no se separa de nada, son las criaturas las que separan y distinguen de Dios.

[230]Autotrascenderse no es causarse ni destruirse, sino una forma de dar. Concretamente, el autotrascendimiento es buscar más allá del encontrar, o sea, un buscar puro que no busca encontrar, sino sumirse lúcidamente en la trascendencia, dándose a ella.

[231] Jn 5, 36; 6, 39; 10, 29; 12, 49; 13, 3; 18, 11.

[232] Lc 11, 13; Hech 5, 32.

[233] Jn.14, 16.

[234] Jn 3, 34. Este «sin medida» sugiere el «sin reservas» que a continuación se comenta.

[235] Jn 10, 17-18.

[236] El «sin reservas» es el significado de la kénosis o exinanitio y de la tapeinosis o humiliatio (Fil 2, 7-8).

[237] Nótese que el Padre no se complace en sí mismo, ni tampoco el Hijo, sino el Padre en el Hijo (Mt 3, 17) y el Hijo (Jn 15, 11; 17, 13) en el Padre (Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38); y el Espíritu Santo, que es el amor, no se ama a sí mismo, sino que es el gozo que se goza en el Padre y en el Hijo, de los que procede. El dar es interpersonal.

[238] Esa ganancia en el caso de Cristo es su resurrección gloriosa, gloria a la que había renunciado temporalmente al encarnarse y hacerse semejante a nosotros, pero que era la gloria que le correspondía de modo connatural por su unión con el Verbo, de manera que Cristo no ganó propiamente para sí, sino para nosotros.

[239] "El que quisiere salvar su vida, la perderá y el que la pierde la ganará" (Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33; Jn 12, 25) son palabras dirigidas a nosotros, los hombres, y expresan la ganancia de la muerte de Cristo para nosotros, pero no son aplicable a Dios, sino más bien ha de entenderse que Dios es el que da sin guardar y sin perder, pues sólo Dios puede hacer que nuestra pérdida «sin reservas» se convierta en ganancia «sin reservas».

[240] La aparente pérdida que lleva consigo toda prohibición, a saber, dejar de hacer algo, es sólo aparente, porque lo que se omite es precisamente una pérdida del dar, una mala acción, y está ampliamente superada por el bien de la obediencia y de la unión con Dios, gracias a la cual lo relativamente positivo del hacer que se omite queda incluido y suprarrealizado en la acción conjunta con la divinidad. Obedecer a Dios es siempre ganancia, gracias a Aquel a quien se obedece. Sólo el pecado introduce la pérdida pura y sin ganancia. 

[241] El Padre y el Hijo no se reservan sus personas, de tal modo que de su comunicación sin reservas procede una persona distinta, la persona-don.

[242] Sólo si se confunde la filiación con el nacimiento, como ocurre con frecuencia, puede creerse que el padre sea anterior al hijo, pero el padre lo es en cuanto el hijo es concebido, no antes ni más tarde. Y lo mismo se ha de decir del hijo, por lo que los padres que abortan son parricidas.

[243] La identidad no es un inerte «=».

[244] La Trinidad no es 1+1+1=3. En esa operación cada paso siguiente supone la totalización del anterior, de lo contrario no puede funcionar ni el «+» ni el «=». La homogeneización que implican la suma y la igualación requiere la totalización exacta de los elementos numéricos con que se opera, o sea, su consideración cardinal o como conjunto acabado. En cambio, designar a las Personas como 1ª, 2ª y 3ª es posible y conveniente para expresar su orden y procesiones –sin implicar jerarquía–, pues la consideración ordinal de los números no es, de suyo, homogeneizante ni totalizadora. Cuando, por exigencias prácticas del lenguaje, hablamos de «tres» personas divinas, ha de entenderse, por tanto, que nos referimos a una Persona, a otra Persona y a otra Persona, que ni se suman ni forman un conjunto ni son iguales, sino irrepetiblemente idénticas.

[245] Decir «todo» lleva consigo decir «sólo» o «nada más que». Si «x es todo», entonces «x y sólo x». Es verdad que ese «nada más que» parece compensado por un lógico «ni menos que», pero tal compensación muestra la verdadera índole de la totalización: la totalización es inerte, carece de vida y de comunicación. Al «ni más ni menos», o sea, a lo exacto, le es imposible dar, porque nace de una doble restricción, no de un sobrar. Si no hubiera pérdidas, no harían falta restricciones, la exactitud no supone ninguna ganancia, sino un límite. La sobreabundancia que acompaña al dar supremo es la cara positiva de la ausencia de pérdidas y restricciones: no es una sobra respecto de una medida, sino que es el exceso sin medida del dar sin pérdidas ni reservas.

[246] Como explicaré más adelante, las personas divinas no son partes, pero tampoco modos, y no me refiero ahora a los modos lógicos, de los que ya he hablado, sino a modos del dar, porque las modalizaciones son alternativas, y el dar es pleno, sin variaciones ni variedades: es eterno.

[247] Digo «metafóricamente», porque ni los padres dan el alma al hijo ni tan siquiera son causas eficientes del hijo, únicamente proporcionan las concausas formales y materiales para la nueva vida que es suscitada por Dios y la naturaleza. Quizás así se entienda mejor el pecado de querer «producir» seres humanos. Los hijos no debemos a los padres más que su colaboración con Dios y con la naturaleza, por lo que no deben su dignidad humana a sus padres, sino que la comparten con ellos, debiéndola a Dios y a la naturaleza. Un ser humano que, aunque sólo parcialmente, sea «producido» de modo objetivo sería producto parcial del hombre, un «objeto» sin dignidad para quien lo produce, y debería esa mengua de dignidad a su productor.

[248]Leonardo Polo, El Ser I, c. El origen en la teología de la fe,  Universidad de Navarra, 11965, 309-333.

[249] El Espíritu Santo está vinculado con el gozo (Lc 10, 21; Hech 13, 52; Rom 14, 17; Gal 5, 22; 1 Tes 1, 6; 1 Pe 4, 13), la glorificación (Jn 7, 39) y el consuelo (Jn 14, 16 y 26; 14, 26; 16, 7; Hech 9, 31).

[250] Jn 16, 15; 17, 10.

[251] Jn 17,21-22.

[252] El lector atento podrá objetar que la expresiones «todo y sólo» totalizan el dar, y por tanto que el dar puro es un dar totalizado, contra lo que he propuesto. Literalmente tiene razón esa objeción. Pero la letra mata y el espíritu vivifica: lo que aquí se quiere decir con «todo y sólo» es «sin mezcla» de otro tipo de actividad ni «decaimiento» en otro tipo de actividad. La totalización es inerte, pero el dar supremo es actividad de dar, que al no tener pérdidas ni reservas no deja resquicio alguno para la inercia. Es el lenguaje humano el que introduce la dificultad.

[253] Cuando la identidad no es entendida como actividad es confundida con la mismidad, o sea, con la inercia o límite del pensar.

[254] Se alcanza así la conciliación entre las tradiciones cristianas oriental y occidental: la oriental hace preponderantes a las personas sobre la unidad, mientras que la occidental hace preponderante la unidad sobre las personas. No existen preponderancias, ni necesidad de ella, en una actividad donal plena entre los dares y el dar, pues unos y otro son igualmente originarios.

[255] Así, se puede entender que Cristo, no obstante ser la Palabra (Jn 1. 1; 8, 25), diga de sí mismo “Yo soy”(Jn 8, 58; 13, 19), que es el nombre del Padre (el cual es el ser o iniciativa en el dar), y, viceversa, que la Palabra (que Él es) pertenece a Padre (“Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envióJn 14, 24) y que el Espíritu, que envía el Padre en el nombre de Cristo, nos enseñará y recordará todo lo que Él ha dicho (Jn 14, 26), tomando de lo suyo y anunciándonoslo (Jn 16, 14). De ahí  que también diga que quien lo ha visto a Él ha visto al Padre, lo que concuerda con que el Padre y Él son uno.

[256] Ser y Tiempo, traducción de J.-E. Rivera, Santiago de Chile, 1997, 61, en texto y anotación manual a); cfr. Sein un Zeit (SZ) XVIIIª edición, M. Niemeyer, Tübingen, 2001, p. 38 y anotación manual a «schlechthin» recogida en p. 440.

[257] J.-E. Rivera, 60; cfr. SZ, p. 37 y anotación manual a «überhaupt» recogida en p. 440.

[258] Cfr. I.Falgueras, Heidegger en Polo, en “Studia Poliana“ 6 (2004) 22-25.

[259] Se me preguntará con razón que por qué utilizo entonces los calificativos de incondicional y condicionales al hablar de los trascendentales. Sin embargo, debe notarse que al referirme a los trascendentales que llamo in-condicionales utilizo el «in» que sugiere la exclusión de su carácter condicionado y condicionante. De este modo, la dificultad recae sobre todo en los trascendentales condicionales. Pero la terminación en «-ales» me sirve para evitar decir que están condicionados. Dios no es «antes» respecto de los trascendentales creados, sino que el «antes» de ellos es la nada. El calificativo «condicional» no remite a algo anterior y exterior, sino a un intrínseco condicionamiento, a una dependencia que, en vez de mermar, es cauce de donación y fuente de su intrínseca fecundidad. Con todo, concedo que la limitación del lenguaje es lo que me obliga a utilizarlo de modo tan dificultoso y sutil.

[260] El fundamento sólo persiste. Aunque entiendo que el fundamento da, su dar no es dar-el dar, sino dar-dones.

[261] Cfr. EFT, 31.

[262] La identificación se asocia generalmente con la persona, pero oculta un problema de reconocimiento. No me refiero con este término a la acogida como persona (réplica), sino al reconocimiento de su irreductibilidad mediante signos externos. Toda persona es inconfundible, por lo que no necesita ser reconocida en el sentido de distinguida, sino que se muestra a sí misma. Pero esto no es así para el hombre en el estado actual de viador. Eso que se llama carnet de identidad es un modo imperfecto de señalar la irreductibilidad personal mediante diferencias individuales corporales (huellas dactilares, foto, firma…). Las personas en su plenitud no necesitan rasgos identificativos, porque son irreductibles, incluso en su manifestación.

[263] Aunque hoy se reduce el «es» al «=», debido a la predominio cultural de éste último, debe notarse que el «=» implica la confundibilidad (funcional) que he llamado sustituibilidad, mientras que el «es» predicativo lleva consigo una diferencia de planos: se pasa del abstracto a las causas. Es cierto que la definición, al pretender ser una predicación intrínseca, puede sugerir una intercambiabilidad entre los predicados y el sujeto, pero para que acontezca eso es preciso confundir las causas con las determinaciones segundas de los abstractos.

[264]Heidegger acierta cuando distingue el ser respecto del uso copulativo del verbo «es», aunque se equivoca cuando piensa que dicho uso implica una pre-comprensión del ser.

[265] La interdefinibilidad es típica de la reducción del «es» al «=».

[266] El principio de identidad como simplicidad es, así, el supremo. Todos los principios denominados de «economía» o «parsimonia» (navaja de Ochkam, finalidad de la naturaleza, etc.) que enuncian los lógicos, y a veces los metafísicos, y del que en ocasiones dicen que es un principio estético o subjetivo, son aplicaciones (ignoradas) del principio de identidad o simplicidad, que ellos suelen desconocer, pues desde sus saberes respectivos no alcanzan a entenderlo. Ser, entender y amar son en Dios un dar puro y simple, y, por parte de las criaturas, son actividades referentes a la simplicidad del dar puro.

[267] La igualdad es mismidad en operación reflexiva (negadora).

[268] Las disminuciones serían pérdidas, los incrementos supondrían reservas previas.

[269] Es lo que denominé en La res cogitans en Espinosa «la identidad compleja» (p. 143), la noción de sistema. Dios no es sistema alguno, sino la simplicidad activa.

[270] Poner a Dios en presencia es pretender objetivarlo. Ponerse en presencia de Dios, cosa que hacemos al orar, no es poner a Dios en presencia, sino romper los límites de nuestro pensamiento, y abrir hacia él nuestra inteligencia.

[271] El problema del lenguaje es distinto del problema del pensamiento y de los problemas intelectuales. El lenguaje es el primer producto humano y por ello es esencialmente práctico, lo que hace de él un instrumento escaso y lleno de dificultades para la comunicación del pensamiento y de la investigación de la verdad. Pero como tenemos que servirnos de él, no cabe más que utilizarlo con correctivos. Hay más cosas que palabras, y más nociones que cosas. La paradoja del lenguaje es que es un producir humano, y, como tal, práctico y limitado, pero a la vez expresa el logos humano, que depende de la persona (trascendental). Cuando digo «tenemos que servirnos de él» no hablo de una fatalidad, sino de una capacidad del lenguaje: en él cabe todo, porque el espíritu puede hacerle decir incluso aquello que no es lingüístico (lo lingüístico es lo práctico).

[272] S. Agustín, ver nota 19 de este escrito.

[273] Hech 17, 28. Nótese que un poco antes (v.25) dice s. Pablo que Dios da la vida, el aliento y todas las cosas.

[274] Espero que ahora pueda quedar más claro el sentido de las palabras de Cristo, citadas al principio: "es más feliz dar que recibir". Llama la atención que se refiera a la felicidad, pero es la manera sencilla y asequible a todos de indicar la plenitud: la felicidad es la plenitud de la praxis o actividad. El dar es la actividad plena, la propia de Dios.

[275] AA 17,28.

[276] Agustín, Ep. 120, 1,3; Pascal, Pensées, PG, 1218-1219 (461-466). Adviértase que Pascal lo propone en términos inapropiados de oposición.

[277] Antropología Trascendental II, Eunsa, Pamplona, 2003, 221.

[278] Antroplogía Trascendetal I, Eunsa, Pamplona, 1999, 223 ss.

[279] Aunque suene raro, tiene sentido abandonar el entendimiento agente -que somos- de modo paralelo a como se abandona el límite mental -que padecemos, pero no somos-, siempre que por abandonar se entienda convertir el entendimiento propio en camino o método para ser iluminado por otro entendimiento superior. De este modo el abandono del entendimiento agente, que propongo desde la inspiración de L.Polo, y el autotrascendimiento de inspiración agustiniana coincidirían. La acogida por Polo de la noción de intimidad en neta distinción respecto de la inmanencia y como apertura hacia el interior que constituye una forma destinal de la coexistencia (Antropología Trascendental II, 208 en nota) abona esa coincidencia.

[280] La fe, por parte del hombre, no es más que el libre reconocimiento activo de que nuestro intelecto es iluminado: tal reconocimiento reviste la forma de búsqueda de una luz que ilumine pero que no sea iluminada. Ahora bien, esa búsqueda no podría tener éxito alguno, si la propia luz iluminante no se manifestara libremente por sí misma, dado que no es ni puede ser iluminada desde ninguna otra instancia. La fe íntegra es, pues, la reunión de la razón investigadora y de la revelación. Es plenamente racional, pero libre, abrir el entendimiento a una luz superior, mas esa apertura se frustraría si no le saliera al paso la revelación que dota de contenido inteligible al puro afán inquieto del entendimiento. Sin revelación no sabe uno orientarse acerca de los trascendentales, sin razón o inteligencia no puede uno entender lo que cree, ni por tanto creer. No niego, por tanto, la distinción entre fe racional y fe donal, pero sí la separación o discontinuidad de la segunda respecto de la primera.

[281] Como ya sugerí en otro escrito, éste es el campo en que razón y fe conviven (Los orígenes medievales de la crisis de la metafísica, “Thémata” 9 (1992) 149, ahora en Crisis y renovación de la metafísica, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, Málaga, 1997, 26-27). La confluencia, por un lado, del entendimiento que reconoce su carácter delumen illuminatum y busca por encima de sí el lumen illuminans y, por otro, de la iniciativa de los actos trascendentales que se automanifiestan en la Palabra encarnada, hace posible el encuentro de libertad humana y gracia divina. En este sentido, el tema de los trascendentales es el campo de investigación en el que la libertad y la gracia enlazan primera y connaturalmente. ¿Cómo podría uno autotrascenderse si no tuviera indicios de lo que está más allá de sí? ¿Cómo podría uno caminar por el desierto objetivo y subjetivo de la inmensidad que le trasciende, si no le salen al paso los trascendentales reales? Mas tampoco podríamos recibir noticia alguna de los trascendentales, si no fuéramos capaces de autotrascendernos.

[282] Cfr. I.Falgueras, La filosofía y la conversión de san Agustín, en Jornadas Agustinianas con motivo del XVI Centenario de la Conversión de San Agustín, Valladolid, 1988, 119-142.

[283] El hombre está llamado a autotrascenderse, pero no está en ningún caso garantizado que se autotrascienda adecuadamente, todo depende de la inteligencia y de la fidelidad a la revelación. La historia de la filosofía, como me sugirió mi amigo y colaborador, Juan José Padial, es la historia de las autoclausuras o de los autotrascendimientos de las inteligencias de los filósofos. Y, habría que añadir, no sólo la historia de la filosofía, sino la historia universal de todos los seres racionales es también así.

[284] De quantitate Animae, 23,41.