PRÓLOGO

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

 

La especulación moderna

 

 

La filosofía no es un asunto de modas ni preferencias, sino de verdades y de entendimiento. El libro al que pretenden servir de prólogo estas páginas es un libro que se ocupa de una gran obra (La Ciencia de la Lógica) de una primera figura de la filosofía moderna (Hegel), cuya comprensión ha sido todo un desafío, y todavía lo sigue siendo para la intelección filosófica. Tanto es así que buena parte del desencanto actual por la filosofía deriva de que los pensadores posthegelianos, que han sabido ver sus inconvenientes, no han sabido hacerse cargo del pensamiento de Hegel, y, en su mayoría, han tenido que conformarse con atender a otras cosas más urgentes y (aparentemente) interesantes, pero no más profundas ni verdaderas. Atender al pensamiento de Hegel, teniendo como telón de fondo la verdad, es decir, concentrándose en su pretensión de verdad, no se hace por curiosidad ni pasatiempo, sino por amor a la verdad, y requiere no sólo un notabilísimo esfuerzo, sino, lo que es todavía más difícil, acertar a entenderlo con el mismo método con que ha sido pensado. El trabajo de J. J. Padial ha perseguido ambos objetivos (fidelidad al pensamiento de Hegel y fidelidad a la verdad), y ha conseguido una atinada y ordenada comprensión de la urdimbre del filosofar de Hegel. Por eso merece un prólogo, y un prólogo filosófico.

 

Un prólogo puede tener el sentido filosófico de servir de marco al estudio que prologa. El marco suele ejercer, al menos, dos funciones: separar lo enmarcado, dándole realce respecto de lo que lo rodea, y terminarlo, permitiendo que lo enmarcado muestre la congruencia de su propia perspectiva. El marco hace ambas cosas de una vez, una hacia fuera, la otra hacia dentro, pero sin duplicarse ni complicarse. Voy a intentar que este prólogo sirva para ambos fines.

 

Pues bien, el pensamiento de Hegel se enmarca dentro de lo que se puede llamar la especulación moderna. La especulación es el modo en que tanto la filosofía medieval como la moderna han buscado el fundamento. Para los medievales las esencias de las cosas, por ser vestigios o reflejos del creador, podían servir de espejo para conocerlo como fundamento de su ser. En cambio, los especulativos modernos entienden que las ideas u objetos son espejos del pensar, única actividad por cuyo medio podemos alcanzar el fundamento o comienzo del saber y, a la vez, del ser. Mientras que la especulación medieval es trascendente, pues pone el fundamento más allá de las esencias de las cosas y, también, del pensamiento, la moderna es reflexiva, pues pone el fundamento en el mismo saber o pensamiento.

 

A pesar de la similitud sugerida por el modo especulativo de su respectivo filosofar, las diferencias entre la especulación medieval y moderna son radicales. Para los medievales el fundamento lo es de las esencias reales, las cuales son causadas por él, pero diferentes de él: el fundamento es trascendente. La causalidad sirve para discernir entre el fundamento y lo fundado; es ciertamente un nexo entre el fundamento y las esencias, pero un nexo equívoco: el fundamento está por encima en virtud de su causar, y las esencias están por debajo en virtud de su haber sido causadas, pues –aunque causan– son causas segundas. Al entrañar una comparación, el nexo causal no es la instancia última real compartida por el fundamento y las esencias, la que sirve de base a la comparación. La última instancia real en que fundamento y esencias coinciden es en que son: las esencias creadas existen y el fundamento existe. La causalidad es un principio secundario o subordinado, en el sentido de que se utiliza sólo como medio para establecer la diferencia (o similitud) entre la existencia de Dios y la de las criaturas. Lo verdaderamente fundamental es que tanto el fundamento como las esencias son. Los medievales conciben lo radical del fundamento como una mezcla de los principios de identidad y de no contradicción: el ser es y el no ser no es, siendo imposible que el no ser sea, o que el ser no sea. Sobre esa base, causar es establecer una diferencia, una heterogeneidad. Dios es el fundamento, las criaturas son fundadas, pero tanto el ser de Dios como el de las criaturas son idénticos-no contradictorios. El primer principio real para los medievales suena así: lo contradictorio no es, y lo que es no se contradice. La criatura y Dios son y no se contradicen, por eso son reales, pero se subordinan la una al otro por razón de la causalidad, la cual es y, a su vez, no se contradice.

 

Por su lado, los modernos tienen como primer problema establecer el fundamento o comienzo del saber. Por la peculiar índole del saber, su fundamento habría de estar y comparecer en y ante el saber mismo, habría de ser un sabido que se fundara a sí mismo en el orden del saber. La búsqueda del comienzo del saber es, pues, la búsqueda de un objeto o idea que cause o produzca su propia certeza. La relación entre el saber y las ideas es, por un lado, una relación causal o productiva: las ideas son productos del pensar o saber; y, por otro, las ideas son pensados, es decir, objetos cuya realidad es homogénea con el pensar o saber, es decir, de la misma naturaleza que él. La comunidad de naturaleza y la diferencia entre productor y producto están en el mismo primer plano, por lo cual el principio de identidad y el de causalidad o producción se entienden entremezclados. La identidad entre productor y producto, cuando se busca el fundamento o comienzo del saber, exige buscar un pensado o verdadero que produzca su propia certeza. Al ser el comienzo del saber un pensado que produce su certeza, en vez de con trascendencia, nos encontramos con una peculiar inmanencia: la de un contenido del pensamiento que certifica y hace real al propio pensamiento. Tal inmanencia es, más bien, una mismidad reflexiva.

 

El punto más profundo de la diferencia radica, según lo visto, en que entre los especulativos medievales la causalidad es principio subordinado (y por tanto no primero) al de identidad-no contradicción, mientras que entre los especulativos modernos la causalidad está inserta en la identidad, tocando aquí a la no contradicción el papel de principio subordinado. Para los modernos, ser es causar o producir; lo que no causa o produce no es, pero lo causado es de la misma índole de su causa o productor, por lo cual lo refleja.

 

Según lo dicho, la especulación medieval no es sino el intento de ascender, basándose en el principio mixto de identidad-no contradicción, desde el conocimiento de las esencias reales de las criaturas hasta el conocimiento de la realidad de Dios que las trasciende; y la especulación moderna es el intento de ensamblar en unidad las ideas y el fundamento del saber sobre la base del principio mixto de identidad-causalidad.

 

Hecha esta rápida comparación, conviene centrar la atención en la especulación moderna. El primer atisbo de especulación lo hallamos en Descartes. Como es bien sabido, Descartes somete a la duda metódica o fingida todas las ideas del pensamiento, y descubre que ninguna de ellas es indudable, pero entonces salta a la vista que lo único indudable es el dudar mismo, el pensar que duda. Tras este hallazgo, el pensar, rodeado sólo de ideas dudables, se queda como primer y único saber real cierto, pero como un saber sin ningún sabido seguro aparte de él mismo. En su auxilio invoca Descartes una nueva idea. El descubrimiento de la incapacidad de su pensamiento para afirmar como reales sus ideas indica que el pensamiento humano, en cuanto que poder de dudar, es un pensamiento imperfecto, y que, si él sabe que es imperfecto, eso sólo puede deberse a que tiene una idea hasta ahora no descubierta, la idea de un pensamiento perfecto, es decir, que no duda. Lo propio del pensamiento que duda es el producir la presencia de las ideas ante la mente, pero no la realidad del contenido de esas ideas: producir la forma, pero no el contenido real de la idea. Un cogito perfecto será el que produzca no sólo la presencia, sino el contenido real de lo pensado. Ahora bien, como el de Descartes es un cogito imperfecto y que sólo puede dudar, esta otra idea del cogito perfecto tiene que haber sido producida en su mente por un cogito perfecto, el cual por ser perfecto cause el contenido real de su idea, pero también por ser cogito cause su presencia ante la mente. Por tanto, la idea de Dios como cogito perfecto no es una idea producida en ningún sentido por mi mente, ni en cuanto a su forma ni en cuanto a su contenido real, de manera que está en mí, pero mi pensar es pasivo respecto de ella: ella produce enteramente su conocimiento en mí[1]. Luego esa idea es espejo perfecto del ser que la ha producido. El cogito divino es causa de la existencia real de su idea en mí, y tal idea es reflejo adecuado de su causa.

 

El argumento ontológico se sigue de aquí naturalmente: en la medida en que ella misma produce su presencia ante mi mente, la idea de Dios contiene necesariamente su existencia. Así que el cogito divino es causa sui, o sea, causa de su conocimiento, y a la idea de Dios le pertenece esencialmente la existencia. Especulación moderna, causa sui y argumento ontológico están indisolublemente ligados.

 

Conviene advertir la diferencia con el mal llamado «argumento ontológico» anselmiano. En s. Anselmo la idea del máximo pensable era una idea pensada por el hombre, una ocurrencia genial, según la cual de la noción de máximo pensable se concluía que quien la acepta no puede negarle la existencia. En cambio aquí es la idea de infinito la que viene a mí, es ella la que se me da a conocer en mi propio entendimiento y la que me impone su existencia. Si el argumento anselmiano iba del pensamiento humano a la existencia de Dios, el argumento cartesiano viene del pensamiento de Dios al humano: hay una idea, la idea infinita, que piensa o produce su pensamiento en mí[2]. Esto implica que existe un pensar (cogito infinito) que produce el contenido de su idea fuera de sí (en mí), y que esa idea que produce su presencia ante mi conciencia (cogito) refleja perfectamente su causa, pues lo refleja como cogito (causa de presencia). Pero entonces el cogito infinito (i) existe, y (ii) ha de ser causa sui, porque es causa de una idea que lo refleja perfectamente, una idea que piensa o causa la conciencia que de él tengo. Eso no implica que mi conciencia abarque el contenido de esa idea, que soy incapaz de producir, sino que la idea de infinito sólo puede estar ante mi conciencia, pero sin que ni siquiera su presencia sea causada por mi conciencia. Precisamente porque la idea de infinito es, en Descartes, la idea de un cogito que causa su idea y el conocimiento de su idea, es decir, que se causa a sí mismo (en mí), es por lo que la existencia está incluida en la esencia de Dios. Lo ontológico del argumento reside, pues, en que es el ente infinito el que causa su conocimiento (ontologismo), cosa que no ocurría en s. Anselmo, cuyo argumento queda mejor descrito como argumento a simultáneo[3].

 

Sin embargo, las posibilidades de este peculiar planteamiento no fueron ni siquiera atisbadas por Descartes, quien en relación con la búsqueda del fundamento propuso que el cogito divino es el fundamento que garantiza moralmente la fiabilidad del cogito humano, de manera que sobre la base de la veracidad y bondad de aquél podemos nosotros superar la mera duda y tomar como patrón de conocimiento cierto y verdadero al cogito humano, el cual puede llegar a ser, gracias al divino, fundamento de su propio saber[4]. Nos encontramos, por tanto, con un doble fundamento del saber, uno causa sui y causa del humano, otro causado, pero garantizado por el primero.

 

Ya Malebranche, dándose cuenta de esta duplicidad, redujo toda causalidad a la Razón divina, y convirtió a todo lo demás en mera causa ocasional; más en concreto, redujo el pensamiento humano a ideados causados por la Razón universal. Pero fue Espinosa quien sentó las bases de la moderna especulación atando todos sus cabos: un único fundamento entendido como causa sui ontológica, esto es, tanto en el orden del ser como en el del saber, de manera que propiamente no existe nada más que el fundamento que se causa y se sabe a sí mismo, siendo toda la realidad una identidad causal, un sistema infinito y eternamente acabado. Pero conviene ir por partes.

 

Espinosa entendió perfectamente que si, en el argumento ontológico de Descartes, la idea o conocimiento de Dios es causada por Dios, entonces el argumento ontológico no puede ser entendido como un mero argumento, sino que constituye una ontología «argumentativa». La utilización de lo ontológico, o ente que causa su conocimiento (causa sui), como mero argumento, es decir, como razonamiento humano, es un despilfarro. Si algo fuera causa sui, del mismo modo que no necesita ni puede haber nada que lo cause, tampoco sería preciso que el hombre lo demostrara, pues se mostraría por sí mismo. La causa sui es una esencia que causa su existencia, y en esa misma medida existe; pero, además, no puede ser concebida más que como existente, pues si no se la concibe como existente no se la concibe en absoluto como causa sui. Entendida la causa sui, se entiende que existe, pero no por mérito del que la entiende, sino porque la propia causa sui obliga a que se la entienda como existente. Por tanto, el objeto infinito es a la vez causa de su existencia real y causa del conocimiento de sí: se causa a sí mismo y se da a conocer por sí mismo. La verdad se muestra a sí misma, dice Espinosa[5], entendiendo por verdad al objeto infinito. En pocas palabras, la causa sui (Dios), más que demostrable, es el objeto que se muestra por sí mismo, el objeto evidente e irrefutable. Y, por consiguiente, la causa sui u objeto infinito es el único objeto real, y realmente inteligible y entendido.

 

En efecto, en la filosofía de Espinosa el objeto infinito, como causa de su ser y de su ser entendido, es autosuficiente y absoluto, es substancia, y substancia única. Ese objeto infinito es lo único que se entiende en todo conocimiento verdadero, del mismo modo que es lo único que existe realmente en toda existencia. Nada existe ni es entendido fuera de él[6]. Este peculiar modo de interpretar el comienzo del saber en realidad lo acaba en su mismo comienzo. Dios es el comienzo y el final del saber: quien no se ha dado cuenta de la causa sui no sabe verdaderamente nada, y a quien se ha dado cuenta de ella no le queda nada por saber.

 

De entre la indefinida cantidad de cuestiones que genera esta solución al problema del fundamento del saber, los que salen más inmediatamente al paso son los siguientes: ¿se reduce entonces el saber a un solo sabido, o sea, a la causa sui?, ¿es la causa sui un sabido de contenido único?, ¿cómo están todos los demás sabidos en la causa sui?, ¿qué saben quienes no caen en la cuenta de la causa sui?, ¿cómo se pasa de no saber verdaderamente nada a saberlo todo?, ¿cómo es que alguien puede no haber descubierto la causa sui, si es evidente y se muestra por sí misma?, ¿cómo es que, una vez entendida la causa sui, seguimos pensando, y preguntando?, ¿por qué sigue adelante la Ética de Espinosa después de exponer la causa sui?, ¿por qué es preciso exponer la causa sui?

 

Espinosa se hizo cargo, como pudo, de esas cuestiones. En rigor, toda la filosofía de Espinosa es un intento de explicar la causa sui, no en directo, sino mediante contenidos objetivos. Lo especulativo de Espinosa se contiene precisamente en su esfuerzo por mostrar cómo la causa sui, siendo única, lo es todo, y cómo todo, siendo muchos, está en y se reduce a la causa sui. Este esfuerzo le ha valido ser el padre de la especulación moderna, cuyo problema central es lo que he denominado en obras anteriores la identidad compleja[7] o la sistematicidad absoluta, es decir, el problema de la unidad del saber objetivo.

 

No deja de ser significativo que el pensamiento tenga que empeñarse con denodado esfuerzo en explicar lo que él mismo pretende que tiene que ser objetivamente evidente. Aunque Espinosa recurre a la idea de prejuicios que estorban la evidencia de lo evidente, y de los que cada uno ha de desembarazarse antes de ser captado por la evidencia de la causa sui, la propia causa sui no es algo sencillo que –una vez abandonados los prejuicios– salte a la vista, como según su propia noción debiera ser, sino algo muy complejo que ha de ser explicado. Esta paradoja no es natural, sino que está intrínsecamente asociada a un problema del planteamiento filosófico moderno: la dualidad objeto-conciencia. La conciencia objetiva es pensada en la modernidad como una conjunción de dos cosas. Descartes se había quedado con la conciencia (cogito) y sin objeto, y aunque llegó a pensar un objeto (idea de cogito infinito) que causaba la conciencia de él, siempre supo que su propio pensamiento no podía eliminar la diferencia entre conciencia y objeto, de ahí que mantuviera una doble fundamentación para el saber: el saber humano se funda (moralmente) en la idea de Dios y (efectivamente) en el cogito humano. Pero no parece que sea sostenible una doble fundamentación del saber, precisamente cuando se trata de encontrar el comienzo del saber. Por tanto, Descartes lega otro problema a la modernidad: ¿qué es lo que funda el saber, el objeto (idea de Dios) o la conciencia (cogito humano)?, ¿es posible pensar la identidad de conciencia y objeto? La unidad del saber exige un único fundamento o comienzo, pero ese fundamento, siendo único, tiene que dar razón de la dualidad conciencia-objeto. ¿Cómo pueden ser idénticos dos diferentes? ¿Cómo pensar una identidad dual?

 

Espinosa intentó la eliminación de la dualidad entre conciencia y objeto, pensando la conciencia como si fuera un causado (idea), y el objeto (substancia) como si fuera una causa. Objeto y conciencia son consanguíneos en virtud de la causalidad. Para poder establecer la identidad compleja, en vez de simples causa y efecto, Espinosa pensó que existía una causalidad causante y otra causalidad causada, atribuyendo al objeto una causalidad eficiente o causa causante, y a la conciencia una causalidad formal, entendida como un efecto que causa o una causa que es causada[8]. La causa sui de Espinosa es la interpretación de la conciencia objetiva como una identidad en la que el objeto es la esencia, o la causa, o la causa eficiente (natura naturans), y la conciencia es la existencia, o el sui, o la causa formal (natura naturata).

 

La  identidad compleja en Espinosa es la identidad de dos diferentes (causa-causado), tal que, considerado cualquiera de ellos, aparece siempre la identidad, aunque en cada caso con preponderancia del diferente considerado: si consideramos aisladamente la causa (natura naturans), en ella aparece lo causado, pero al modo de la causa (infinitos atributos, cada uno idéntico a la substancia); si consideramos aisladamente lo causado (natura naturata), en ella aparece también la causa, pero a la manera de lo causado (modo infinito inmediato y modo infinito mediato, que como causa y efecto expresan la substancia entera, pero vista desde sólo el atributo que lo produce). Dicho de otro modo, se trata de entender que el todo y las partes son causalmente idénticos: el todo es causa, las partes son causadas. Por ser causa, el todo es anterior a las partes; pero el todo no existe sin las partes, lo mismo que la causa no existe sin el efecto, de tal manera que, para poder entender al todo como causa, tengo que tener presentes a los causados, pero no todavía como partes del «todo», sino como contenidos en la potencia causal del «todo» (atributos). A su vez, por ser causadas, las partes, como partes, son posteriores al todo, pero si son efectos del «todo», entonces tanto en el conjunto como en cada una de ellas tiene que estar desplegada la causalidad entera de ese todo, aunque en forma modalmente distinta: las partes son como todos reducidos, cuyo conjunto absoluto es igual a la potencia causal entera del «todo».  El sistema no es, así, más que la indisoluble unidad de causa y efecto, que aparece tanto cuando se analiza la causa como cuando se analiza el efecto.

 

Para facilitar la comprensión de esta identidad causal o compleja, adelantaré algo de la versión dada por Schelling del espinosismo. El primer Schelling, que maduró esta línea de planteamientos, expresaba la que he llamado identidad compleja con la fórmula A=B, que es para él la expresión de la noción de potencia. Él entiende esa fórmula como si fuera un imán: en el imán los polos son opuestos, pero en el centro ambos polos se neutralizan, de manera que el imán mismo puede ser entendido como la identidad de dos diferentes, el polo A y el polo B. De igual modo, naturaleza y espíritu son idénticos en Dios, y diferentes sólo por la preponderancia de uno u otro fuera del centro (Dios); pero, como los polos, ambos forman parte del mismo imán, y Dios no es sino el lugar de equilibrio, de equivalencia entre los polos opuestos, del que éstos se diferencian sólo como miembros parciales y compensados entre sí.

 

La gracia del modo de expresión elegido por Schelling estriba en que pone de relieve la pretendida ganancia de la especulación moderna, que no es sino la identidad compleja o el sistema cerrado. En efecto, lo mismo que cuando se fracciona una barra imantada cada fracción se convierte en un imán completo, así de modo semejante todos los análisis de la identidad compleja arrojan siempre una nueva identidad compleja, con la única diferencia de la preponderancia, en unos u otros, de uno de los idénticos. Si considero A separadamente del «todo» (A=B), en A aparece B, pero al modo de A; si considero B separadamente del «todo» (A=B), en B aparece A, pero al modo de B.  Schelling lo indica poniendo en cada caso sobre A o B un signo +. Así, la naturaleza (A) es idéntica al todo (A=B), pero en ella prepondera la forma del objeto (+A=B); también el espíritu es idéntico al todo (A=B), pero en él prepondera la forma de la conciencia (A=+B). El conjunto de ambos es, no obstante, plenamente idéntico o indiferente: no es ni naturaleza ni espíritu, sino el equilibrio de ambos. Y, por consiguiente, la naturaleza no es sino espíritu en forma de objeto, y el espíritu no es sino la naturaleza en forma de conciencia. En definitiva, Schelling complica a Espinosa para poder introducir al espíritu o conciencia en condiciones de igualdad con el objeto, pero con ello complica aun más la identidad, la cual ya no será mera identidad de distintos, sino la identidad o equivalencia de la identidad y de la diferencia:  (+A=B) = (A=+B)[9].

 

Utilizando la formulación de Schelling, podríamos decir que para Espinosa el signo «=» significa causar. A=B significa «A causa B y B causa A»: A causa eficientemente B, y B causa formalmente A. A y B son diferentes por razón de su causalidad, pero ambos son objetos que se causan el uno al otro respectivamente. La natura naturans es causa eficiente de la infinitud de los modos, y el conjunto infinito de éstos forma la natura naturata, cuya infinitud impide que la eficiencia de A transite hacia fuera, o sea, es causa de la inmanencia de A. Precisamente porque los modos son sólo modos o reflejos de la substancia, el conjunto infinito de los modos es el reflejo especular de la potencia infinita de la substancia; pero substancia y modos forman una única y misma naturaleza, que puede ser entendida indiferentemente, bien como naturans, o bien como naturata. La identidad como equivalencia es expresada por Espinosa mediante el «sive»: Deus sive substantia sive natura. La natura naturata no existe fuera de la natura naturans, sino que revierte formalmente la causalidad eficiente que recibe y en la que se mantiene inmanentemente, y la natura naturans no existe sino causando la natura naturata, ejerciendo infinitamente su potencia, pero sin que transite fuera de ella. Dios es la identidad de la natura naturans y de la naturata, o sea, la naturaleza total, pero como la natura naturata es y hace inmanente a la naturans, y gracias a eso la naturaleza es una, Dios es preponderantemente la natura naturans «una» que causa en sí misma «toda» la natura naturata. La identidad es causalmente compleja. Y así, en el estudio de Dios (Iª Parte de la Ética) aparece toda la naturaleza, pero al modo de la causa eficiente, mientras que en el estudio de los modos (Partes IIª, IIIª y IVª) aparece toda la naturaleza tal como se despliega en sus modos bajo el atributo pensamiento; y la equivalencia de ambos estudios se alcanza en la última parte, la Vª, en la que se muestra que la idea (o causa formal) es adecuada a su causa eficiente (Dios): Dios se conoce a sí mismo y se ama a sí mismo en nosotros[10].

 

Leibniz, que visto desde los primeros principios pudiera parecer un filósofo no sistemático y, por tanto, tampoco especulativo, coincide sin embargo en lo básico con el planteamiento especulativo. Para él, lo real es ratio sui más que causa sui. La realidad está integrada por dos instancias, lo mismo que en Espinosa: la esencia y la existencia. Pero, a diferencia de Espinosa, para él la esencia es la posibilidad, y la existencia es la efectividad. Los posibles son formas eternas, subsistentes, dotadas del ser de la esencia: ideas que piensan. La efectividad es el despliegue de la propia forma o esencia, un despliegue también eterno. Toda forma o esencia tiende a existir o desplegarse, de tal manera que el despliegue tiene el sentido de una causalidad final: es la plenitud o maduración de la esencia. En Leibniz, por tanto, nos encontramos con causalidad formal y causalidad final, en vez de, como en Espinosa, con causalidad eficiente y formal. Todo posible o forma envuelve, según lo dicho, su existencia, pero no como la causa de su intransitividad (a lo Espinosa), sino como la plenitud o manifestación de su ser, a la que tiende. Todo posible tiende a ser razón de su propio despliegue o maduración. Para Leibniz lo formal es suficiente en el orden del ser, y tiende a serlo en el orden de la plenitud del ser, en el orden del fin. Esa tendencia queda frustrada en el caso de los posibles finitos, por razón de que su posibilidad tiene opuesto, y tal opuesto tiende a la existencia con igual fuerza que su contrario, por lo que unos se impiden a los otros su despliegue o plenitud; de lo que resulta que todos tienden igualmente a ser ratio sui, o causa formal de su perfección o fin, pero ninguno de ellos lo es. Sólo Dios, el omniposible, que es lo común a todos los posibles, o sea, la posibilidad misma de todos los posibles, no tiene ningún opuesto, de manera que existe necesariamente en virtud de su esencia o forma: es imposible que el omniposible sea meramente posible, sino que por necesidad es el posible efectivo, aquel cuya esencia es razón suficiente de su plenitud y despliegue, o sea, la perfección efectiva, sin opuestos, o absoluta. No es de extrañar que Leibniz tenga en cuenta en su filosofía las formas y los fines, ni tampoco que en ella se dé un doble principio, uno metafísico y otro moral: el principio metafísico corresponde a la esencia o causa formal y determina una necesidad metafísica; el principio moral se corresponde con la efectividad o causa final, y determina una necesidad moral. Para Leibniz la formalidad o necesidad metafísica es compatible con la efectividad o necesidad final: Dios es la forma que es fin, y los otros posibles (finitos), son aquellas formas que sólo llegan a su perfección si Dios los crea, o sea, si los hace prevalecer sobre sus contrarios. Pero para eso hace falta que, en la elección de un mundo de posibles sobre otros, Dios mismo se atenga al principio moral (el de la mayor efectividad posible). Dios es la ratio sui y la razón suficiente (en el orden moral) de la existencia efectiva de otros posibles.

 

La diferencia principal entre Leibniz y Espinosa estriba en que para el primero la identidad no es eficiente-formal, sino formal-final, suficiente en el orden esencial, y únicamente en un caso (Dios) también en el orden de la plenitud o existencia. La causalidad eficiente es, en cambio, para él, una causalidad subordinada a la ratio sui: sólo Dios, si lo quiere, puede hacer prevalecer un posible sobre su contrario dotándolo de suficiencia para que se despliegue por sí mismo, es decir, según su peculiar ratio. Dios no es causa eficiente de sí mismo, sino del mejor de los mundos posibles, o más estrictamente, de la superación de la oposición por parte de algunos posibles finitos. Sin embargo, no deja de ser verdad[11] que tras lo que he denominado ratio sui se encierra otra forma de la identidad compleja: Dios es causa formal de su propio fin o perfección. Si Espinosa es fisicalista, Leibniz es idealista: los posibles son ideas o causas formales eternas, lo pensado piensa, y lo pensado tiende a su efectividad, que no es sino su despliegue o conciencia. El dualismo objeto-conciencia aparece aquí como dualidad forma-fin: la conciencia es el fin del objeto, y el objeto es la forma o ley de la conciencia. Tal dualismo queda superado, según Leibniz, en el omniposible, que es aquel objeto que se identifica con la plenitud de su propia conciencia, siendo razón suficiente de sí mismo (argumento ontológico).

 

Por su parte, Fichte retrotrajo la identidad compleja entre conciencia y objeto a la identidad entre voluntad y entendimiento. El interpretó que voluntad y entendimiento son idénticos o iguales, pero porque entendió el «=» como la acción de poner, como la acción de la voluntad. Esto hace variar el sentido espinosista de la identidad: en vez de identidad causal, lo que tenemos es identidad productivo-activa; en vez de naturaleza o causalidad, como en Espinosa, lo que aquí tenemos es voluntad o posición, o sea, actividad productiva o acción. El primer principio de la Wissenschaftslehre es el principio de identidad, A=A, pero que debe entenderse como «A pone A» o «A hace A». Y como el poner o hacer es propio de la voluntad, A=A significa, para Fichte, que la voluntad pone su intelección inmediata e intuitiva, o, también, que el yo se autopone. La identidad del yo fichteano es, pues, intrínsecamente especulativa: la voluntad se pone a sí misma como intuida intelectualmente. En A=A la voluntad es, también, hacedora de su propio conocimiento intuitivo, ponens sui o identidad de querer y entender, en definitiva otro modo de identidad compleja. De hecho, Fichte en ocasiones la llama identidad de la conciencia, pero entendida como una identidad previa a la unidad de la conciencia objetiva. La voluntad y el entendimiento son idénticos por autoposición antes de todo conocimiento objetivo. Sin esa complejidad implícita en el primer principio no sería posible el segundo principio, que es por completo opuesto al primero:  No A no =A. Este principio no es deducible del «A es A», pues en la autoposición no existe negación alguna. Pero en su indeductibilidad resalta precisamente algo implícito en el primer principio («A pone A»), a saber: la autonomía de A, la autonomía de la voluntad. Si A se pone a sí misma, puede también oponerse algo a sí misma. Así nos encontramos con que el yo se opone a sí mismo un no-yo. El yo tanto pone como opone. Pero el resultado de poner no es el mismo que el de oponer. El poner originario significa ser y ser entendido, o sea, la actividad de querer y entender simultáneamente o en identidad: el yo se quiere como intuyente y se intuye como volente. Oponer, en cambio, implica la escisión del querer y del entender: lo opuesto es acción del querer, pero no del entender. Lo opuesto está por entender, y eso significa que no es entendido de entrada: es puesto por la voluntad ante la inteligencia, pero, al no ser el yo ponente, sino un no-yo puesto, no es intuitivamente entendido; y no es entendido porque lo opuesto no es inteligente, no es uno con la intuición intelectual como lo era la voluntad, de modo que no puede ser intuido. Oponer es actividad estrictamente volitiva, de manera que aquí el yo ponente es el yo como voluntad, y el no-yo es puesto como opuesto al yo en cuanto inteligente, como ob-jeto para el entendimiento, es decir, como no intuido. La conciencia objetiva es, por consiguiente, derivada de la identidad de la voluntad-conciencia absoluta. Pero la introducción de la conciencia objetiva lleva consigo, como he dicho, la ruptura de la identidad entre voluntad y entendimiento. Ese equilibrio, roto por la preponderancia de la voluntad sobre el entendimiento en la operación de oponer, se restablece en un tercer principio que sintetiza el yo y el no-yo: el yo y el no-yo se determinan mutuamente. Se trata de una determinación recíproca, según la cantidad, que entiende el poner y el oponer como un mutuo y relativo hacer y padecer. Tanto la acción de poner como la de oponer se sintetizan limitándose o determinándose: el yo pone al no-yo como limitado por el yo, el no-yo se opone al yo como limitado por el no-yo. Pero como el yo sólo es ponente, y el no-yo sólo es opuesto, eso mismo se puede resumir en los siguientes principios: el yo se pone como determinado por el no-yo, y el yo se pone como determinando al no-yo. Si, siguiendo la formulación de Schelling, llamamos A al yo, y B al no-yo, entonces A pone a B como determinante de sí, y A pone a B como determinado por sí, lo que podría ser expresado así: A=+B, y +A=B. El desarrollo de este tercer principio en sus dos vertientes constituye el contenido de las partes teórica y práctica de la Wissenschaftslehre en su primera versión[12], por lo cual es el principio de la determinación del saber. La unidad de esos principios parciales en el tercer principio es un desarrollo mucho más complejo de la inicial identidad del yo, pero equivalente a ella, en el sentido de que en su división la mantiene.

 

En cuanto a Schelling, como he avanzado ya, para él más que causa sui, ratio sui o positio sui, el comienzo o fundamento es la identidad de la identidad y de la diferencia. Schelling pone toda su atención en el «=», es decir, en la identidad más que en los idénticos. La identidad suprema lo es como indiferencia o equivalencia entre la identidad y la diferencia. El primer Schelling concentró su atención en entender cómo ese «=» se distribuía en la multiplicidad de las diferencias sin desaparecer, es decir, puso su atención en el aspecto formal de la identidad, en la sistematicidad. Si se me permite expresarlo de una manera más sugerente, para Schelling el fundamento del saber es la identidad como indifferentia sui, y puede serlo porque, sea cual fuere la diferencia de la que se revista, por arte de magia siempre reaparece en ella la forma de la identidad[13].

 

En esta lucha por resolver la fundamentación del saber pensando una identidad compleja interviene Hegel de un modo especialmente incisivo. En vez de causa sui, ratio sui, positio sui, oindifferentia sui, Hegel –según se puede desprender del contenido del libro que se prologa aquí– entiende la identidad compleja o el sistema como reflexio sui, expresión con la que pretendo describir el intento de reflexión completa o total[14]. Todas las versiones anteriores de la identidad compleja coinciden en poner la identidad real, como perfección, en el comienzo del saber, en cambio la reflexio sui pone la identidad real al final del saber. Si para Espinosa la natura naturans u objeto infinito es la causa eficiente de la conciencia y la conciencia es la causa formal o idea del objeto infinito, para Hegel la Idea es la causa final de todo un proceso que tiene como referente un comienzo absoluto, la objetividad pura. Para Hegel es la conciencia la que manda en el saber, iniciando en él un proceso creciente que discurre entre una objetividad vacía o comienzo absoluto y la conciencia absoluta o conciencia de sí. Pero, además, –y a diferencia de la causa sui, de la ratio sui, de la positio sui y de la indifferentia sui– la reflexio sui contiene una doble autorreferencia: es re-flexión y es de sí misma. Toda reflexión es ya una vuelta sobre algo, pero la reflexio sui pretende indicar una doble vuelta que recae sobre sí: es reflexión sobre la reflexión. Esto permite sugerir una intensificación de la actividad reflexiva o incremento del conocimiento y de la conciencia, que está ausente en las otras fórmulas de identidad compleja, y cuyo término es la realidad o el ser de la razón. La reflexio sui es, pues, una ratio sui (Leibniz) pero en la que se ha reforzado el papel de la ratio como causa final por encima del de la causa formal: si en Leibniz la posibilidad o forma de Dios es causa final de sí misma sin proceso alguno, o sea, es causa inmediata de su plenitud, en Hegel la causa final genera y dirige un proceso formal de tal índole que al final lleguen a ser idénticos fin y forma, pero a la manera del fin. 

 

Si acudimos a la formulación de Schelling para expresarlo, Hegel entiende que en A=B (expresión de identidad compleja): 1) B (la conciencia) es lo que manda, lo que pone la actividad, mientras que A (la objetividad) es inerte; 2) el «=» es un proceso, que partiendo de A, como objeto mínimo o no pensado, llega a B por incremento de la actividad de B sobre A; 3) en B, o sea, al final, A y B se identifican, pero al modo de B. Hegel entiende también que la identidad es identidad de la identidad y de la diferencia ("la verdad está completa sólo en la unidad de la identidad con la diferencia"[15]), pero no de modo inmediato, es decir, no como indiferencia, sino sólo al final de un proceso, como conquista o ganancia de la conciencia. Lo inmediato es la indiferencia vacía de contenido (claridad sin distinción, o sea, el elemento), la mediación es diferencia e identidad (distinción en la claridad), y el final la identidad de identidad y diferencia (distinción de la distinción entre claridad y distinción). Lo inmediato es la objetividad indeterminada, lo que no hace falta pensar para que esté pensado. En cambio, el pensar es lo mediato, es conciencia determinante, lo que hace falta pensar para que esté pensado. La indeterminación objetiva es, aunque no sea pensada: es la claridad formal sin la cual no hay pensar. La determinación de la conciencia no es, mientras no sea pensada: es el contenido o distinción en la que se cifra el pensar. Sólo al final, cuando todo esté pensado, se obtendrá una indeterminación tan determinada de la conciencia que coincidirá en claridad con la indeterminación del comienzo. Entre el comienzo y el final se intercala el proceso mediador, que es puesto todo él por la conciencia (B), y consiste en la superación de la separación (diferencia de la diferencia) entre A y B, de tal modo que en B esté A, pero no al modo de A (indiferencia), sino al modo de B (plenitud de la distinción).

 

Para comprender este complejo planteamiento es conveniente tener en cuenta que, para Hegel, en el pensar lo activo y más alto no es el objeto sino la conciencia (razón), por tanto es ella también lo más digno de ser sabido. El término apropiado del conocimiento es, para Hegel, conocer el conocer, o sea, conocer-se[16]. El saber no queda real y verdaderamente fundado como saber mientras no sea saber del saber o verdad que se sabe a sí misma[17]. Pero la conciencia necesita del objeto (forma), pues lo que se piensan son objetos, aunque su fin no sea conocer el objeto, sino conocerse a sí misma. He aquí una primera formulación (provisional) del problema de la unidad del saber tal como –entiendo– lo ve Hegel: ¿cómo conseguir a partir del conocimiento de objetos llegar a la conciencia de sí?

 

Más en concreto, en la medida en que la conciencia necesita del objeto, ella lo ha de formar como determinado, pues el objeto no piensa, es decir, carece inicialmente de determinación; pero la conciencia lo ha de formar a partir de la objetividad indeterminada mediante la negación, puesto que ella todavía no es objeto. Así que formar el objeto como determinado es destacar lo que no es ella. Pero, en la medida en que ha sido determinado totalmente por ella (aunque no a partir de sí, sino a partir de la objetividad indeterminada), el objeto tiene la impronta de la conciencia. De manera que el objeto formado es reflejo o imagen de la conciencia, pero se distingue de ella, puesto que la conciencia reflejada por el objeto es la conciencia como negación, mientras que la conciencia en sí misma no es negación alguna, sino razón afirmadora de sí. La conciencia no se reconoce positivamente en lo conocido mientras que lo conocido conserve residuos de negación, y lo conocido conserva residuos de negación en tanto haya algo indeterminado y, por tanto, negable. ¿Cómo se puede producir el «milagro» de que el saber se conozca a sí mismo en su positividad mediante objetos que ha de negar?

 

El primer paso que da Hegel es intentar prescindir de todo lo finito en la conciencia objetiva, para lo cual retira la conciencia al sujeto finito y, en su lugar, adjunta a la conciencia prioritariamente las determinaciones contenidas en ella, es decir: se instala en el pensar puro[18], en el pensar que prescinde del pensante y lo atribuye a lo pensado (el concepto). Todo acontecería, pues, en el interior del concepto, y así tenía que ser, puesto que sólo el pensamiento (espíritu) soporta la contradicción y es capaz de superarla[19].

 

El segundo paso consiste en dosificar la tarea. Partiendo de la inmanencia del pensar conceptual, cuya situación inmediata es el elemento o claridad vacíos, la interpretación dual de objeto y conciencia lleva consigo en Hegel una dualidad de actividades por parte de la conciencia concipiente: formar el objeto y volver sobre sí. La formación del objeto es su determinación (o negación), es decir, es reflexiva, y la vuelta sobre sí es la negación de la negación, o sea, autorreflexiva. En tal situación se produce el peculiar «milagro» de lo (hegelianamente) especulativo: la concepción de los contrarios en su unidad, la concepción de lo positivo en lo negativo[20]. Esto se produce en cada tercer momento del proceso, cuando la negación de la negación, o autorreflexión de la conciencia objetiva, se suprime a sí misma en su negatividad, y deja conectados directamente entre sí tanto el objeto formado como su conciencia, no la que tengo yo de él, sino la que él tiene de sí.

 

Sin embargo, esta dualidad de actividades no es plana, sino desnivelada, no se mueven ambas en el mismo plano, pues el fin de la actividad de la conciencia pensante es volver sobre sí: la formación del objeto se subordina al retorno a sí de la conciencia pensante; pero, a su vez, que el retorno sea el fin de la actividad de la conciencia implica que él no es lo inmediatamente primero. Por tanto, la reflexión perfecta no se alcanza de entrada, sino que requiere de la formación del objeto. Hegel entiende, pues, que la obtención de la identidad de la conciencia ha de ser procesual e intensificante.

 

Según esto, la vuelta sobre sí es posterior y relativa a la determinación del objeto, de manera que ella no es la conciencia pura, sino la conciencia estrictamente relativa al objeto, por lo que forma una unidad con él. La unidad del objeto determinado y su conciencia determinada es, como se había adelantado ya, una autoconciencia objetiva, a saber, un concepto[21]. Pero precisamente como en el concepto esa conciencia pertenece a cada objeto, para alcanzar la meta de volver a sí misma ella ha de separarse de la inercia de cada concepto e incluirlo en un movimiento autorreflexivo que consiga establecer la realidad de la razón como autoconciencia absoluta. A ese fin, cada concepto formado habría de comprender en sí al anterior, y la autoconciencia iría incrementándose conforme fuera aumentando la determinación del objeto, por lo que el proceso lógico constituiría un proceso creciente, tanto por el lado de la formación del objeto como por el de la autoconciencia, y en esa medida es onto-lógico. Es decir, en el concepto, la forma es la verdad del objeto, y la vuelta sobre sí una automostración (certeza) de esa verdad como pensar o conciencia suya (de lo pensado), de modo que cuanto más ancho se va haciendo el concepto tanto más se va cerrando el círculo de la autoconciencia, o dicho de otra manera, de modo que a medida que lo formal del concepto se hace más comprehensivo, la vuelta sobre sí se hace más automostrativa[22]. Sólo así se llegaría al tercer paso, consumativo de la reflexio sui.

 

La automostración, entendida como realización de la certeza en la verdad, es el bien, la perfección aportada por la reflexio sui, su resultado positivo o la realidad del pensar pensado, es decir, la realidad del concepto. Pero si hablamos de bien y de perfección real, hablamos de la voluntad: en la reflexio sui la curvatura total, el sui o reflexión de la reflexión, es mediada por la voluntad, la cual intensifica la reflexión con el fin de la autopresentación. La voluntad es curva, pero en Hegel su curvatura no es la del mover-se (Aristóteles y Tomás de Aquino[23]) ni la del querer-querer (Nietzsche), sino la que corresponde a la voluntad de entender: concebir-se. Para que el concepto se autoconciba es preciso que muestre su autoconciencia en la realidad objetiva. Pero el fin final no es el bien, sino el conocimiento del conocimiento, la autoconciencia conceptual. En consecuencia, al cerrar reflexivamente el círculo de círculos, al mediar la inmediación, la autoconciencia objetiva quedará emancipada respecto del comienzo como comienzo, o sea, respecto de la objetividad como referente inicialmente inexcusable del pensar. Esa emancipación (libertad) no significa indiferencia, sino capacidad de mediar por sí misma su comienzo, y, por tanto, la posibilidad de comenzar prescindiendo de la claridad objetiva (elemento), en la seguridad de volver a producirla por sí misma: es la autosuficiencia noética de la Idea la que le permite alienarse. La autoconciencia objetiva absoluta será así libre (respecto del comienzo absoluto) para iniciar un nuevo proceso en las determinaciones exteriores del espacio y del tiempo. Pero no debemos engañarnos, la libertad verdadera para Hegel es la autoconciencia objetiva, esta otra libertad lo es sólo, relativamente, para iniciar otro proceso que por caminos distintos nos lleve a lo mismo. Por eso se puede decir que el sistema de Hegel está contenido en su Lógica, aunque no todas las formas que reviste ulteriormente se reduzcan a las formas lógicas.

 

A lo largo de todo el proceso lógico rige siempre el mismo procedimiento: formación del objeto y vuelta sobre sí[24], pero, como el proceso tiene un fin interno, cada momento ulterior del proceso ha de comprender al anterior (ser más extenso que él) y al mismo tiempo tiene que ser más reflexivo o retornante (más intenso que él). Esto es así hasta que, según Hegel, se llega al momento en que la automostración se hace tan determinada que elimina toda necesidad de formación de objeto, porque se hace objeto ella misma. En ese momento se habría de mostrar por sí mismo (i) cómo lo negativo de lo negativo es la supresión elevadora (Aufhebung) de todo lo negativo, o sea, lo positivo; (ii) cómo la diferencia de la diferencia es la supresión elevadora de toda diferencia, o sea, lo idéntico; y (iii) cómo la mediación de la mediación es la supresión elevadora de toda mediación, o sea, la inmediación o universalidad plenas[25].

 

Ésta es, finalmente, la identidad compleja hegeliana: una identidad entre objeto y conciencia, cuya complejidad pretende ser reducida procesualmente merced a la conversión de la doble negación en positividad, la cual se halla contenida en la propia noción de Aufhebung, cifra de la especulación hegeliana[26], pues no ha de ser entendida en sentido plano o meramente lógico-formal, esto es, en el sentido de que la doble negación afirma, sino como una identidad o unidad compleja de negación y afirmación. Se trata de un suprimir (negar) que, a la vez, conserva (afirma), de manera que la unidad de ambos es un resultado más elevado (fin), o sea, más determinado que la negación simple y más general que la afirmación simple.

 

La reflexio sui es, pues, una intensificación finalista de la reflexión, tal que la hace perfectamente curva y de ese modo hace recaer la actividad del comprender sobre sí. Cuando la actividad del entendimiento, reforzada por la voluntad, completa la vuelta sobre sí y consigue aquella reflexio sui en la que se automanifiesta el propio concepto o unidad de la autoconciencia objetiva, es decir, cuando –al final– la propia autoconciencia objetiva se automanifiesta positivamente como autoconciencia, entonces tenemos a la vez el sistema del pensar absoluto y el pensar fundado en sí mismo, tenemos la conciliación de la verdad (objetiva) y de la certeza (subjetiva).

 

Esa reflexión absoluta se realiza según Hegel en la Idea. La Idea como realidad de la razón o autoconciencia objetiva absoluta reúne en sí la distinción absoluta y única con la claridad del elemento, o sea, realiza (pretendidamente) la unificación operativa de voluntad y entendimiento, de práctica y teoría, de fin y forma, de realidad y pensamiento; y, además, es el contenido de toda la lógica, es decir, la actividad que la ha determinado por entero, y en esa misma medida el contenido en que se contienen todas las formas o determinaciones, incluido el comienzo formal vacío. Ella es el objeto de estudio del libro que prologo, por lo que a su lectura remito.

 

Sin embargo, creo oportuno señalar que la Idea absoluta hegeliana es defraudante. En ella se concentran todas las expectativas de la lógica, ella es la esperanza de todo un paciente proceso, largo y densísimo, de pensados, ella es la promesa del saber ansiado, el pensar absoluto que se funda inmediatamente a sí mismo y por ello se manifiesta a sí mismo. Pero, cuando llegamos a la Idea, lo que acontece es que Hegel nos habla del método, de la vida, de la inmediación segunda, de la totalidad concreta, del concepto que se concibe a sí mismo, del cuarto momento. Nada de eso carece de lógica, pero todo eso carece de congruencia. Hegel hace una descripción externa de su pensamiento final, de la Idea, pero de sus promesas había que esperar algo más[27].

 

Había de esperarse que ya no se hablara de la Idea ni del saber, sino que el saber y la Idea se mostraran por sí mismos, que demostraran su vida no mediante un oráculo que nos los diga vivos, sino haciéndonos vivir y pensar como la Idea y el saber infinito lo deberían hacer; había de esperarse que el concepto se concibiera a sí mismo, pero no en sí y para sí, esto es, con nosotros como observadores externos, sino en nosotros, es decir, que al pensarla Hegel y nosotros ya no siguiéramos pensando como si fuéramos pensantes finitos, sino que al llegar al cuarto momento la Idea pensara en nosotros, y justo con ella contempláramos en directo lo que, en cambio, Hegel todavía nos cuenta como debiendo ser, como lógicamente deducido. ¿Cómo puedo pensar que algo se muestra por sí mismo, si no se me muestra por sí mismo? Lo que nos dice Hegel es que la Idea absoluta se muestra por sí misma a sí misma, pero no a mí, pues si se mostrara por sí misma a quien la piensa –sea Hegel o quien fuere–, no tendría sentido seguir deduciendo y explicando cómo ha (necesariamente) de ser. Aunque lo haga con gran pulcritud especulativa[28], es Hegel quien deduce las características de la Idea absoluta, no la Idea absoluta la que se manifiesta. Pero eso es incongruente con la propuesta de Hegel, pues no era él quien, deduciéndola, nos la habría de describir, sino ella por sí misma. ¿No está llena de vida? Pues que sea ella quien viva por sí, y no Hegel quien nos la haga pensar como viviente. ¿No es inmediación segunda? Pues séalo, muéstrese sin intermediario. ¿No es la totalidad concreta? Pues muestre a la vez todas las determinaciones sin sus mediaciones. Pero ni Hegel ni nosotros asistimos a semejante contemplación. Lo que Hegel nos propone como resultado de la lógica es un acto de fe racional[29] en aquello que, según él, no admite ningún acto de fe, pues debería ser patente por sí mismo incluso para nosotros[30], y no en su deber ser lógico, sino en su directa realidad: la Idea como el ser del pensar.

 

Pero no se trata de que Hegel no haya hecho algo que podría haber hecho, sino más bien de que se había propuesto lo imposible[31]. Hegel nos había prometido la (super)piedra filosofal: un pensado que lo pensara todo y se pensara. Mas, por mucho que Hegel lo pretenda, lo pensado, en cuanto que pensado, no piensa[32]. El concepto, en cuanto que concepto, no piensa ni se piensa. Es Hegel quien piensa que la Idea (pensado absoluto) lo piensa todo y se piensa, para lo cual tiene él que pensar que no es él quien piensa, sino el pensado infinito el que piensa en él. Pero, si fuera así, ¿qué hace la firma de Hegel al pie de la Lógica? ¿Es Hegel sólo el cronista del eterno pensar de la Idea? Pero incluso ese exiguo papel no le excusaría de asistir al pensar-se de la Idea, de contemplar en la Idea. Sin embargo, la contemplación no existe en la Lógica, se la sospecha como cuarto momento, pero no acontece. Sólo, pues, Hegel es el que piensa a lo largo de toda la Lógica, nada de lo que él ha pensado en la Lógica piensa ni se piensa. Pero como Hegel pretende que él no tiene más remedio que pensarlo así, entonces atribuye su pensar a lo pensado. Por tanto, no es un fallo de Hegel no haber conseguido que lo pensado piense, su error es más bien haber creído que lo pensado, en cuanto que pensado, podría pensar, por la única razón de que él no tiene otro modo mejor de entenderlo, porque no tiene otro modo más alto de pensarlo.

 

La atribución del pensar a lo pensado, por razón de que el que piensa no tiene otro modo mejor de pensarlo, nos suministra una pista para comprender otras incongruencias que laten en el planteamiento hegeliano y en toda la especulación moderna. Pues, aun si se admitiera con un acto de fe racional que lo pensado piensa, se trataría de un acto de fe en algo incongruente. ¿Qué sentido tiene que la simplicidad haya de ser alcanzada a partir de la complejidad? ¿Qué sentido tiene que lo inmediato haya de ser mediado? ¿Qué sentido tiene que lo idéntico haya de devenir idéntico? ¿Qué sentido tiene que la verdad resulte de la negación de la falsedad? El único sentido que pudiera tener lo tendría exclusivamente para nuestro pensamiento, que no alcanza a tener conciencia objetiva de nada de eso; en cambio, carece de todo sentido para lo realmente simple, primero, e idéntico, así como para la verdad. Nosotros no podemos pensar lo simple, pues pensar es objetivar, y ningún objeto es simple[33]; nosotros no podemos pensar lo primero o realmente inmediato, pues lo inmediato para el pensar es el objeto, pero el objeto como tal no es real; nosotros no podemos pensar la identidad, pues lo que encuentra el pensar es la mismidad, pero la mismidad no es la identidad; nosotros no podemos pensar la verdad, porque, aunque lo pensado pueda ser verdadero, la verdad no es ningún pensado (ni meramente pensado ni pensado-pensante). Para remediar los defectos del pensar en relación con las ultimidades o principios, Hegel excogita simplicidades que se alcanzan, inmediaciones mediadas, identidades devenidas y verdades posteriores a la falsedad. Mas todo eso son incongruencias respecto de lo simple, lo inmediato, lo idéntico y la verdad. Lo grandioso, con todo, es que nosotros tenemos noción de lo simple o idéntico, de lo inmediato o primero, y de la verdad, pero no por la vía de la conciencia objetiva, sino por otras. Si nos empeñamos en encontrar esas nociones por la vía del pensamiento objetivo, caemos en incongruencias.

 

Quien quiera, pues, hacer frente al desafío de Hegel habrá de cuestionarse sus supuestos de partida. ¿Es congruente buscar un fundamento o comienzo del saber? ¿Es congruente reducir toda intelección a la de la conciencia objetiva, es decir, reducir el entender a pensar? Descartes lo dio por supuesto, y con él la filosofía moderna. Al darlo por supuesto, la tarea que se abrió ante Descartes fue la de analizar la conciencia objetiva: si todo cuanto se conoce es conocido por la conciencia objetiva, cabe considerar la conciencia objetiva como un todo a analizar. El análisis de la conciencia objetiva llevado a cabo por Descartes mediante el uso de la duda metódica o fingida tiene como resultado inevitable su bipartición: de un lado queda el objeto y de otro la conciencia, la cual se muestra como no objetiva, surgiendo así la equiparación de la conciencia con el sujeto, a la vez que se plantea el problema de la unidad del saber objetivo.

 

Ciertamente, al reflexionar comprendemos que el objeto no agota nuestro entendimiento, y por ahí entra la negación separando la presencia del objeto respecto de la capacidad de pensar: ningún objeto agota el pensamiento. Si un objeto no es todo el pensamiento, será separable de él y analizable por él. Pero con esta reflexión no se abandona la unicidad de la conciencia objetiva o presencia mental, antes bien, tal como lo hizo Descartes, se la duplica: se pone, de un lado, al objeto y, de otro, a la conciencia, pero al hacerlo no hacemos otra cosa que duplicar la unicidad de lo mismo, una tarea ociosa y engañosa, salvo para la cuantificación matemática. Creemos separar presencia y objeto, poniendo el objeto separado de la presencia y asignando la presencia a la conciencia, pero como el objeto es ya su presencia –pues él es lo presente–, la presencia de la conciencia pasa a ser la presencia de la presencia, lo que además de carecer de sentido –pues la presencia lo es siempre de un objeto–, lleva al engaño de intentar presentar la presencia, o sea, lo que no necesita ni puede ser presentado. Al escindir la presencia del objeto respecto de la presencia de la conciencia, acontece una duplicación de la mismidad, y ambas se vuelven problemáticas, pues han de ser y no ser lo mismo (mismidad compleja).

 

Sin embargo, la conciencia objetiva forma una sola pieza. La conciencia objetiva es la presencia del objeto, no una conciencia independiente que tenga como complemento al objeto, sino el objeto presente. Presencia y objeto no son una dualidad, sino lo mismo: no hay presencia sin objeto ni objeto sin presencia, tanto que el objeto es lo presente. El objeto coincide con la presencia y la presencia con el objeto. La mismidad no es sino la estricta coincidencia de objeto y presencia: no hay más presencia que la del objeto ni más objeto que el presente. Lo que digo no pasó desapercibido a los filósofos especulativos modernos, aunque no fue bien entendido por ellos. Precisamente porque admitieron el supuesto primero de Descartes, a saber, la reducción del entender a pensar o conciencia objetiva, ellos cometieron una grave confusión: la de presencia y saber. Si se confunde la presencia con el saber, como no hay más presencia que objeto ni más objeto que presencia, entonces o se sabe todo o no se sabe nada. La pretensión de saber absoluto nace de ahí.

 

Sobre la base de esa confusión, los especulativos modernos creyeron encontrar la única solución posible al problema de la unidad del saber, introducido por la duplicación de la conciencia objetiva: si la reflexión analítica había escindido en dos la conciencia objetiva, una reflexión más intensa debía mostrar la mismidad de ambos.

 

Estos son, pues, los implícitos de la especulación filosófica moderna, es decir, de la búsqueda del fundamento del saber y del sistema absoluto: (1) que la conciencia objetiva es el único modo verdadero de saber, (2) que objeto y conciencia están y aparecen escindidos para el análisis reflexivo, (3) que la mismidad de ambos ha de ser reconquistada mediante una intensificación de la reflexión, a saber, mediante una reflexión homogeneizante, en la que reside el comienzo del saber. Toda la discusión entre los especulativos modernos gira en torno al modo de llevar a cabo la reconquista de la mismidad.

 

Espinosa entendió la reflexión como causalidad formal respecto de una causalidad eficiente, cayendo en un fisicalismo de la conciencia objetiva: el objeto es causa eficiente de su conciencia, la cual lo refleja físico-formalmente. La mismidad quedaba reconocida como reflexión causal, o mutua causalidad de objeto y conciencia. Leibniz reduce la esencia a pensabilidad o posibilidad, y entiende que la existencia es un reflejo efectivo de la esencia que, en cuanto que efectivo, la cumple o plenifica, pero es gobernada por ella. Para él la reflexión analítica es una actividad perfectiva o finalista respecto de las formas subsistentes, por eso cae en un idealismo autoperfectivo, de manera que los posibles son razón de su propia perfección, y ésta es la explicitación de cada posible. La mismidad entre posibilidad y efectividad queda recuperada por la homogeneidad de formas y fines: cada forma es un fin para sí misma, aunque sólo una (Dios) alcanza inmediatamente su consumación.

 

Fichte entendió que, por encima de la conciencia objetiva, estaba la voluntad que pone su intelección intuitiva, o sea, la autoconciencia absoluta del yo. La voluntad se opone el objeto, es decir, genera la conciencia del no-yo, o conciencia objetiva, de la cual deriva una conciencia del yo y otra del no-yo, ambas determinadas, que son reflejo disyunto, pero cuantitativamente equilibrado, de la unidad originaria de la autoconciencia volitiva. Por eso su filosofía es un voluntarismo intuicionista generador de la conciencia objetiva. La mismidad es el yo absoluto (humano), que es el que, automediándose por su contrario intelectual, la trocea en mismidades diferentes, pero contrapesadas.

 

El primer Schelling antepone la mismidad incluso a la unidad de la autoconciencia volitiva, de forma que lo genético del planteamiento fichteano queda relegado. Su filosofía es una especulación sobre la equivalencia universal (voluntad y entendimiento; realismo-idealismo; naturaleza y espíritu; arte y filosofía). No es el poner, sino la equivalencia o indiferencia lo que domina por todas partes, siendo anterior a la escisión entre objeto y conciencia, los cuales son entendidos como distintos indiferentes, reflejos plurales de la mismidad (equivalencia) absoluta y primera.

 

Para Hegel, en cambio, la mismidad es lo postrero. Dicho en términos no propiamente hegelianos, su filosofía es un intelectualismo productivo[34], que al final alcanza su autoproducción; o en términos más propios, es un conceptualismo sintetizador de la generalidad y de la determinación, que al final eleva esa síntesis a la estricta mismidad de lo general y de lo particular. Objeto (forma) y conciencia (contenido) están al inicio juntos, pero operativamente separados, y sólo la actividad de la conciencia objetiva los reúne en mismidades determinadas de opuestos (pretendidamente) operativos, cuya pluralidad y diferencia únicamente al final es unificada mediante la mismidad de la mismidad o autoconciencia conceptual. Todas esas trasformaciones tienen lugar exclusivamente en el pensamiento, pero en un pensamiento que se realiza a sí mismo y cuyo rendimiento productivo se concentra en la (pretendida) trasmutación de la doble negación en sencilla positividad.

 

La filosofía de Hegel es la mayor concentración del pensamiento que haya realizado la modernidad. Y lo es, porque su método, la reflexio sui, es sin duda la más intensa de las especulaciones modernas, la más pensada de las identidades complejas. Eso no obstante, la reflexio sui es una mala versión tanto de la identidad real como de la mismidad a las que él pretende unificar. La identidad real es simplicidad. La mismidad es la conciencia objetiva. Identidad y mismidad deberían ser lo mismo –lo que implicaría un triunfo de la mismidad sobre la identidad– en el caso de que el único conocimiento real fuera la conciencia objetiva, tal como pretenden los planteamientos modernos. Pero no son ni siquiera lo mismo. La conciencia objetiva nunca es simple, aunque sea misma, y la identidad nunca es objetiva[35]; la mismidad no es más que pensada, mientras que el principio de identidad es, aunque no lo podamos pensar como tal; la mismidad no requiere ser alcanzada, pues se obtiene de inmediato en toda conciencia objetiva, y la identidad no nos es comprensible mediante ningún procedimiento, aunque es inteligible de suyo. Y si la mismidad no es la identidad, la mismidad de la mismidad tampoco. Por otro lado, el pensar puede obtener certezas, pero la verdad está muy por encima de las certezas obtenidas por el pensar. Las certezas pensadas requieren siempre ser presentadas, sea de modo inmediato o mediato, mas el principio de identidad no es susceptible de presentación mental alguna: no cabe adelantarse pensando –ni, por consiguiente, suponer– al principio de identidad, ya que el entendimiento procede en todo momento en referencia a él. Por todo ello, el saber primero no funciona según el fundar o comenzar, de manera que, aunque el principio de identidad rija sobre el entender humano, no es su fundamento ni su comienzo, sino su destino trascendental[36].

 

Baste con estas indicaciones para permitirme sugerir que la tarea del filosofar posthegeliano debería ser la de someter a examen crítico los supuestos del planteamiento especulativo moderno, a cuyo propósito remito al lector a las obras de Leonardo Polo, que es quien primero ha llevado a cabo tal examen y cuya inspiración ha servido de guía a la investigación del Dr. D. Juan José Padial, que aquí se acaba de prologar.

 

 

 

Ignacio Falgueras Salinas

                                                                         Málaga, octubre 2002

 



[1] Cfr. Leonardo Polo, Evidencia y realidad en Descartes, Rialp, Madrid, 1963, 215 ss.

[2] Si se me permite una comparación teológica, en el argumento ontológico de Descartes la idea de Dios es considerada como una idea que está ante mí ex opere operato. Lo mismo que los sacramentos producen la gracia ex opere operato y no ex opere operantis, es decir, en virtud de lo obrado (sacramento) y no por obra del ministro que lo dispensa ni por mérito del receptor, así de modo semejante la idea de Dios, como cogito perfecto y causa sui, no sería pensada por mí, sino que ella obraría por sí misma su pensamiento en mí. Naturalmente, una idea no es ningún sacramento –ni los sacramentos son ideas–, de manera que, aunque el ejemplo nos facilita entender a Descartes, no es verdad que una idea piense ni que cause pensamiento. Espinosa, que entendió a fondo a Descartes, se dio cuenta de que una idea así habría de ser un autómata espiritual (cfr. De Intellectus emendatione (DIE), Opera Omnia, C. Gebhardt (CG), Heidelberg, 21972, II, 32).

[3] Cfr. L. Polo, El Ser I, Pamplona, 1966, 292 ss.

[4]"Quare hoc enunciatum Cogito, sive sum Cogitans unicum et certissimum est fundamentum totius Philosophiae" (Renati Des Cartes Principia Philosophiae Pars I et II, more geometrico demonstratae per Benedictum de Spinoza, I, Prop. IV, Sch, CG I, 153).

[5] DIE, CG II, 19; Eth(ica), II, Prop. 43, Sch, CG II, 124.

[6] EthI, Prop. 15, CG II, 56; II, Prop. 45, CG II, 127.

[7] I. Falgueras Salinas, La 'res cogitans' en Espinosa, Pamplona, 1976, 142 ss.

[8] En la Korte Verhandeling o Tratado Breve Espinosa dice expresamente que el entendimiento es causa inmanente de sus ideas (Cfr. Dialogo I, (12), Breve Trattato, F. Mignini, Japadre Editore, L'Aquila, 1986, 19). En el conjunto de su pensamiento, o despliegue de la causa sui, se ha de entender que el entendimiento (o idea) no sólo es causa inmanente, sino causa de la inmanencia (en la causa sui).

[9] La fórmula exacta de Schelling es: +A=B                    A=+B, pero A=A substantiva la mismidad absoluta.

                                                                          A=A

(Cfr. Darstellung meines Systems, §46, M.Schröter, Münchener Jubiläumsdruck (MJ), München, 1965, III, 33).

[10] La idea con que Dios nos conoce a nosotros y la idea con que nosotros conocemos a Dios son una sola y misma idea (Eth II, 11, Cor, CG II, 94-95), por la que Dios produce su conocimiento en nosotros (Eth II, 45, 46 y 47, CG II, 127-129; V, 30, CG II, 299), siendo nosotros ese conocimiento de sí causado por Dios (Eth II, 20, 21, 22, 23, CG II, 108-110; V, 40 Sch., CG II, 306). Dios no ama a nadie (Eth V, 17 Cor, CG II, 291), sólo se ama a sí mismo en nosotros (Eth V, 36, CG II, 302), nosotros amamos a Dios cuando nos alegramos de conocernos a nosotros mismos (Eth V, 15, CG II, 290), por tanto amándonos a nosotros mismos: la fórmula más acendrada del egoísmo.

[11] Digo que «no deja de ser verdad» haciendo tácita referencia a la crítica de Schelling, quien sostuvo que la filosofía de Leibniz era espinosismo despojado de su sentido especulativo (Cfr. Lecciones muniquesas para la Historia de la Filosofía Moderna, trad. L. Santiago, Edinford, Málaga, 1993, 154; cfr. Schellings Werke, MJ 5, 124). Por mi parte, entiendo que la ratio sui es otra forma de identidad compleja, y en eso radicaría la coincidencia más honda entre Leibniz y Espinosa, la cual es extensible, con las debidas diferencias, a los restantes filósofos especulativos modernos.

[12]Cfr. Grundlage der gesammten Wissenschftslehre, 1974, J.G. Fichtes sämmtliche Werke, I.H. Fichte, Berlin 1845-46, Band I, 85 ss.

[13] El último Schelling, en vez de a la mera formalidad, prestó, en cambio, atención a la realidad que debe corresponder a ese «=», preguntándose qué tipo de actividad le corresponde. Si seguimos las indicaciones de su filosofía negativa, la indiferencia sería la situación de la voluntad durmiente, un querer infinito que nada quiere, porque de nada carece. Pero la voluntad es el único poder de determinarse a sí mismo, de despertar por sí mismo, de encenderse y pasar a querer. Pasar a querer algo es negar la situación de durmiente y afirmarse como querer, pero unilateralmente. De ahí que, en cuanto la voluntad quiere querer, se ha de querer a sí misma: querer-se es la síntesis de voluntad durmiente y volente, es el aquietamiento del querer en sí mismo. La voluntad es, por tanto, el acto eterno que es sin querer, queriendo y queriéndose, el acto que, por ello, no encuentra resistencia alguna, y que es sin ser efectivo o productivo de nada. Es la causa sui eterna, un eterno movimiento retornante. Esa causa sui volitiva, en su magia, puede incluso causar su efectividad o existencia, pero cuando causa su efectividad, interrumpiendo su movimiento circular, deja de ser eterna y se convierte en temporal, en una serie de eones sucesivos en los que se manifiesta contingentemente la vida inmanente de la voluntad eterna. Cfr. I. Falgueras Salinas, Le probléme du passage chez Schelling, en Schelling et l'élan du système de l'idéalisme transcendantal, A.Roux et M.Vetö (Eds), ed. Harmattan, Paris, 2001, pp. 231-264.

[14] La reflexión es presentada ya en los primeros escritos de Hegel como el instrumento de la construcción filosófica del Absoluto (G.W.F. Hegel Werke (HW), Suhkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1971-83, 2. Band, 24-30). El hombre deja de ser, gracias a ella, un mero ente natural, y cuando reflexiona sobre sí mismo (en identidad de forma y contenido) alcanza la indeterminación o libertad del yo (HW 4, 219-221). La expresión Sich-in sich-selbst-Reflektieren (HW 10, 249), en la que me apoyo, contiene el núcleo de la razón hegeliana como espíritu libre o autocognoscente, la autoidentidad del pensar (HW 19, 48), pero de tal manera que admite cierta historicidad o procesualidad (HW 19, 498).

[15]  Trad. R.Mondolfo, edit. Solar/Hachette, Buenos Aires, 1968, Parte I, Libro II, c. II, A., nota 2, 363; cfr. HW 6, 42.

[16] HW 6, 469. Cfr. I. Falgueras, Hombre y destino, Eunsa, 1998, c. I, pp. 31-37.

[17]HW 6, 549 ss; 573: "und den höchsten Begriff seiner selbst in der logischen Wissenschaft als dem sich begreiffenden reinen Begriffe findet".

[18]HW 5, 45.

[19]HW 5, 276.

[20]HW 5, 52. La negación de la negación es la consumación de la reflexión total o reflexio sui.

[21] El concepto es la unidad de la autoconciencia en la que el objeto ha sido asumido (HW 6, 255).

[22] Hegel pretende una lógica en la que no esté vigente el principio lógico usual: a mayor extensión, menor comprensión, y viceversa. Su lógica propone que a mayor extensión también es mayor la intensidad de los conceptos (HW 6, 570), y cree poder aunar ambas mediante el incremento de la reflexión. En mi escrito Cuatro tesis y una conclusión en torno a la formalización lógica de Hegel ("Thémata" 1 (1984) 45-55) me ocupé de indicar sólo el lado extensional del concepto hegeliano, dejando para más adelante el considerar su lado intensional, que es el que ha de resolver en sí la unificación mencionada: cada concepto ulterior debería comprender al anterior en el doble sentido referido, extensional e intensional.

[23]Ethica Nicomachea III, 1, 1110al5-17; De Anima III, 10, 433b13-30; ST I-II, q. 9, a. 3 c.

[24] Lo que llamo formación del objeto y vuelta sobre sí reviste tan variadas formas como cada uno de los momentos del proceso lógico entero, y pretende equivaler a las consideraciones en sí y para sí del pensar hegeliano.

[25] HW 6, 564-565.

[26] HW 5, 113-114.

[27] La lógica es el sistema de la razón pura, el reino del pensamiento puro, el reino de la verdad tal como está en sí y para sí, sin envoltura (ohne Hülle); es la presentación (Darstellung) de Dios, tal como es en su ser eterno antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito (HW 5, 44). El método que vivifica a la lógica es la conciencia sobre la forma del interno automovimiento de su contenido (HW 5, 49). El concepto es lo existente en sí y para sí, es el pensamiento objetivo, pero también ha de alcanzar a ser el concepto del concepto o pensamiento del pensamiento (Idea), que ha de hacerse patente (sich ergeben) él mismo (HW 6, 258), y que en su cumbre más alta es la personalidad pura que lo abarca y conserva todo en sí (HW 6, 570).

[28] La pulcritud a que me refiero podría expresarse así: Hegel ha descrito perfectamente la Idea tal como él la concibe. Lo que acontece es que su descripción no se corresponde con las exigencias del sistema y, lo que es peor, de la realidad. No critico la pulcritud de Hegel, sino la suficiencia de la lógica para la verdad y la vida. El mismo tener que describirla indica que es una Idea pensada, un inválido intelectual que, lejos de autofundarse y valerse por sí, requiere de un expositor.

[29] Hegel nos pide un acto de fe al proponer que la Idea es Dios, o sea, el máximo pensable. La Idea es ciertamente un pensado, un excogitatum de la reflexión de Hegel, pero ella no piensa, es menos que Hegel, aunque se conmensure con la operación que la ha formado.

[30] Y no vale decir aquí que nosotros somos finitos y la Idea, en cambio, infinita, puesto que el concepto se debería haber desarrollado por sí mismo ante nuestra inteligencia, la cual por acompañarlo debería ser infinita. Quien pensare la Idea infinita que se piensa por sí misma no debería ser extraño a ese pensamiento, o de lo contrario no la pensaría.

[31] El último Schelling cayó en la cuenta de algo de esto, pero –en vez de abandonar la conciencia objetiva intelectualmente– intentó fundarla sobre la voluntad.

[32] Cfr. L. Polo, Curso Teoría del Conocimiento, Pamplona, 1988, tomo III, 306. Ahora quizás se entienda en qué sentido es aceptable y en qué sentido no lo es la afirmación de Espinosa de que la verdad se muestra a sí misma y a la falsedad. Espinosa entiende por verdad un objeto, el objeto infinito, el cual, por mucho que Espinosa lo quisiere, no piensa ni se muestra a sí mismo, sino que es pensado y mostrado por una inteligencia objetivante. Si, en cambio, por verdad trascendental se entendiera una inteligencia personal, ella sí estaría en condiciones de mostrarse a sí misma y por sí misma, siempre que en ella nada fuera pensado ni pensante. Dios, que es esa Verdad inteligente personal, no es un objeto pensado por el hombre ni tampoco es pensante (intelección objetivante), pero en su trascendencia puede ser atisbado por nuestra inteligencia personal como aquel entender que nos da el entender y como aquel ser que nos da el ser. La muestra (indirecta) que la Verdad, en cuanto trascendente a nosotros, nos da por sí misma es la congruencia. De modo directo, esa Verdad (Dios) puede mostrarse a sí misma tan sólo si ella lo quiere y a quien ella quiere. Hegel también habla de personalidad en la Lógica, pero siempre se trata de una personalidad pensada (HW 6, 416, 549, 570), que, por tanto, no piensa ni entiende.

[33] La conciencia objetiva no es más que el objeto destacado, presente, exento, y que por ocupar toda la presencia deja oculta la operación intelectual que lo presenta. El presentar no es la presencia, o, lo que es igual, no está presente. Por tanto, no se trata sólo de que ningún objeto es simple, porque consta de muchas notas, sino sobre todo de que es resultado de un acto u operación intelectual no simple, que muestra ocultándose.

[34] Me permito esta descripción imprecisa, para sugerir (i) que el pensamiento en Hegel está regido por lo que suele entenderse por intelección o conocimiento, no por la voluntad ni por la imaginación: en esa medida hablo de intelectualismo. Por otro lado, tanto en Fichte como en Schelling lo propiamente productivo radica en la imaginación, no en el entendimiento, pero Hegel pretende que pensar o entender es ya producir, en el sentido amplio de mediarse, hacerse real, (HW 8, 71-72 y 76-77 ss.), determinado, concreto y efectivo (HW 20, 454 ss). Pero también me permito esa descripción, para sugerir (ii) que Hegel contraviene una trasparente y elemental observación intelectual: el entender no inmuta la realidad como realidad, el entender no produce nada. Para Platón las ideas eran el ontos on, y todo lo más eran causas ejemplares, pero carentes de eficiencia; Hegel, en cambio, pretende que el pensamiento produce la realidad efectiva de lo pensado, de manera que al final lo pensado se contempla realmente a sí mismo y constituye la realidad absoluta (Dios).

[35] Estas negaciones y las que siguen no tienen valor reflexivo, sino exclusivamente de discernimiento real.

[36] En consonancia con ello, el mal llamado principio de «parsimonia» o «economía» del pensamiento debe ser entendido no como un principio cosmológico, estético ni lógico, sino como principio de simplicidad, al que el entender humano debe someterse en atención a su destino, la verdad idéntica, so pena de no entender.