ESPERANZA Y JUVENTUD

 

GLOSA COLOQUIAL DE UN PASAJE DE TOMÁS DE AQUINO

 

(6/12/2003)

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

 

Dice Sto. Tomás en la Suma Teológica (I-II, 40) que la juventud es causa de esperanza. Como sabemos, también el Papa Juan Pablo II estableció repetidas veces una vinculación estrecha entre la juventud y la esperanza.  Pero ¿cuáles son las razones que nos da Sto. Tomás para dicha vinculación? Pues son tres: la primera es que para los jóvenes es más amplio el futuro que el pasado, es decir, tienen más vida por vivir que ya vivida, pero sobre todo viven más de lo porvenir que del pasado; la segunda es que tienen más ánimos en su espíritu y en su cuerpo, debido a la frescura e inocencia de su espíritu y a la fuerza y salud de su cuerpo; la tercera es que tienen menos experiencia que ganas de aprender, y esa inexperiencia que les hace ignorar los impedimentos y dificultades los hace también esperar más y más fácilmente que los ya experimentados. Según esas mismas razones, la vejez ha de ser entendida como causa de desesperanza: se tiene más pasado que futuro, menos ánimos y fuerzas físicas y, sobre todo, mucha experiencia de vida, que según Tomás de Aquino es la causa principal de una menor esperanza en los viejos.

 

Cuando leí esto, me pareció que Sto. Tomás era un partidario decidido de la juventud, una especie de Gustavo Adolfo Bécquer filosófico, al menos respecto de la esperanza. Pero leyendo con más detenimiento me llamó la atención que junto con la juventud pusiera como causas de esperanza a la embriaguez y a la oligofrenia. Esta equiparación entre los jóvenes, los borrachos y los cortos mentales me dejó un poco perplejo, pues parece arrojar un cierto halo negativo sobre las esperanzas juveniles, que parecen igualadas a la inconsciencia o a la falta de juicio; y, tanto como a la juventud, esta yuxtaposición parece dejar malparada a la propia esperanza, a la que parece confundir con la exaltación o con la ingenuidad ilusas.

 

Para superar esta dificultad me veo obligado a prestar una mayor atención a la noción de esperanza, de manera que quepa entender en qué sentido se la puede relacionar en alguna medida con la borrachera y la mentecatez.

 

Pues bien, dándole vueltas a la noción de esperanza, me he dado cuenta de que existen en el hombre tres grados de esperanza muy distintos entre sí.

 

I. El primer grado de esperanza es la esperanza-sentimiento. Bajo este nombre se puede incluir, por un lado, la esperanza-pasión, que junto al gozo, la tristeza y el temor constituyen las cuatro pasiones fundamentales[1], y que sólo es un movimiento producido en el alma por la previsión de un bien futuro. Así la entendieron por ejemplo, Cicerón y s. Agustín, que la definen como exspectatio boni, y como deseo de un bien futuro. Esta esperanza-pasión es equivalente al deseo. Pero, por otra parte, en cuanto que sentimiento humano, la esperanza tiene un sentido más concreto y desespecializado, que es el que Sto. Tomás entiende como el más propio, a saber, como la tendencia hacia un bien futuro arduo y posible[2]. Según el Sto., éstos serían, por tanto, los requisitos de la esperanza-sentimiento: que se tienda hacia un bien (en esto se diferencia del temor); que el bien no sea ni pasado ni presente, sino futuro (en esto se diferencia del gozo); que ese bien futuro sea arduo de conseguir, y en este punto se diferenciaría del mero deseo de algo bueno (que pertenecería al apetito concupiscible), pues la esperanza implica la dificultad del bien futuro (pertenece al apetito irascible); y, por último, que ese bien futuro arduo sea posible, si no fuera posible, no cabría esperarlo, y en vez de esperanza tendríamos desesperanza.

 

Son características de este primer grado de esperanza:

 

1) Su objeto. Según sto. Tomás[3], no es objeto de esperanza más que el bien (futuro y arduo) propio, o sea, de uno mismo, por tanto el bien que se espera es siempre un bien particular. La esperanza-sentimiento es una esperanza particular, la esperanza de obtener para sí un bien arduo y futuro. El que espera de este modo se ama a sí mismo más que a lo esperado.

 

2) Sus causas. Son causas de esta esperanza todo lo que favorece el poder natural del hombre, como la salud, la fortaleza, las riquezas y la experiencia. Precisamente porque lo que la favorece es todo lo que favorece el poder natural, cabe que hasta cierto punto pueda ser sentida por los animales. Sto. Tomás pone el ejemplo del galgo y la liebre. Alcanzar una liebre es algo difícil, tan difícil que el perro ni tan siquiera lo intenta si la liebre salta en un punto demasiado lejano para que pueda darle caza[4], o si está enfermo, o si está ya cansado. Desde luego, los animales no conocen el futuro[5], pero su instinto les mueve hacia un bien preinscrito en su memoria orgánica. A esto ha de añadirse el siguiente matiz: los animales no tienen la esperanza como sentimiento, sino la esperanza como emoción. La esperanza del animal es siempre una esperanza especializada, mientras que la esperanza humana es desespecializada, es decir, apta para tender incluso a bienes espirituales.

 

3) Su efecto. La esperanza-sentimiento lleva consigo una incitación al movimiento, en el caso del animal, y a la acción en el caso del hombre. En cuanto que la esperanza lo es siempre de un bien, éste produce atracción y deleite, pero como futuro, o a conseguir, el que sea arduo atrae su interés sólo si lo siente como posible, y en este sentido la esperanza favorece la acción[6], en cuanto que incita a la consecución de dicho bien. Sin embargo, en sí misma la esperanza-sentimiento sólo versa sobre lo naturalmente posible, y en esa medida es relativamente pasiva, desesperando de lo que no es naturalmente posible, y, lo que es más, incorporando una clara incertidumbre, en la medida en que lo que se espera no depende de la libertad, sino de la naturaleza. La incertidumbre de la esperanza, que fue subrayada por Espinosa[7], es paralela a lo ajeno y aleatorio del poder que la fundamenta. Pues bien, en la medida en que la esperanza se funda en el azar natural, aunque incite a la acción, su índole es humanamente pasiva, porque depende de factores exógenos, y eso es lo que se quiere decir cuando se la describe como una pasión: una tendencia corporal que padece el alma por la que es incitada a colaborar con la naturaleza.

 

Ejemplos de esta esperanza son la esperanza de sanar de una enfermedad[8], de que nos siente bien lo que nos gusta, de tener suerte en la vida, de vivir bien. Es obvio que esta esperanza tiene mucho en común con el optimismo, aunque el optimismo se fija más en lo subjetivo, en lo meramente psicológico, mientras que la esperanza se asienta, más que en lo subjetivo, en la posibilidad real.

 

 

II. El segundo grado de esperanza es la esperanza-hábito o esperanza-afecto. Los sentimientos son corporales, los afectos son espirituales. La considero un segundo grado, porque aunque se distingue del primero, no se opone a él, sino que lo incluye y amplía. La esperanza-afecto es ya un hábito, no una mera pasión o tendencia, y nace de la productividad humana, o sea, de la capacidad que tiene el hombre de hacer posible lo que no es naturalmente posible. El hábito productivo humano tiene como consecuencia que el hombre se atreva a esperar resolver problemas que no son inmediata y naturalmente solubles. Es el tipo de esperanza que aumenta precisamente en la edad moderna hasta la desorbitación, pero que ha existido siempre, aunque confundida con la esperanza-sentimiento. Sto. Tomás no lo ignora del todo, y por eso menciona los posibles "según la propia virtud"[9], pero distingue a éstos sólo respecto de los posibles según la virtud ajena, lo que nos muestra que no se ha dado cuenta de la distinción básica que intento señalar: los posibles según el poder de la naturaleza, y los posibles según el poder del arte o de la producción humanos. Hacer posibles acciones y cosas que no son naturalmente posibles es lo propio del hombre. Y este hacer posible lo no naturalmente posible es fuente de un nuevo tipo de esperanza más activa que la primera. Sto. Tomás piensa que la esperanza meramente humana no es una virtud[10], porque no ha descubierto el poder trasformador del hombre. Para él, tanto la fe humana como la esperanza humana implican falta de poder, en la medida en que dependen de poderes ajenos. Pero el hombre es capaz de una esperanza-hábito, a saber, la esperanza de hacer posible no lo que todavía no lo es, sino lo que nunca lo sería, si él no interviniera. Esta esperanza nace de la fe racional, no de la fe revelada, sino de la capacidad racional que tiene la inteligencia de ir más allá de sí misma; y se apoya en la confianza que le da la experiencia de sus éxitos. Si la esperanza-sentimiento confía en el poder de la naturaleza, la esperanza-hábito confía en el poder de la razón[11].

 

Las características de esta esperanza-hábito son más complejas que las de la esperanza-sentimiento. Por ser hábito, sus características no se pueden exponer aisladamente, sino de modo sistémico:

 

1) Sus causas y efectos. La esperanza-hábito tiene como «causa» primeramente el poder del espíritu humano de ir más allá de sus propias limitaciones, o sea, de trascender el mundo, de autotrascenderse y de perfeccionar la naturaleza. Nace, pues, de la confianza en la inteligencia. Este poder tiene como resultado el incitar a las grandes obras, o sea, a obras que van más allá de las fuerzas corporales del hombre, así como de las de la naturaleza, y de lo ya conseguido por el trabajo humano. En este sentido, es pariente de la magnificencia (una forma superior de fortaleza). Lo que la distingue de la esperanza-sentimiento es que ella crea los medios para conseguir lo que desea, no los deja en manos del azar, ni se detiene ante las distancias ni los impedimentos, sino que intenta abrir posibilidades nuevas, por eso no termina en la mera posesión del bien deseado, sino que busca la realización de grandes obras, de obras que vayan más allá de lo naturalmente posible. Lo propio de esta esperanza es incitar a meterse en problemas: no a esperar que los problemas se le resuelvan a uno bien, sino a crear ciertas posibilidades problemáticas de cuya solución pueda salir mejor parado de lo que estaba antes.

 

2) El objeto propio de esta esperanza. Como los hábitos pueden ser buenos o malos esta esperanza puede ser también buena o mala, virtuosa o viciosa. La esperanza-hábito sólo es verdaderamente virtuosa si favorece el bien compartido. A diferencia de la esperanza-sentimiento, que siempre espera el bien propio, a ésta le cabe esperar no sólo el bien propio, sino el bien compartido, o sea, el que es de todos y cada uno los que participan en la producción de posibles. Aunque la producción de posibilidades es personal, para acometer grandes obras se requiere la participación activa de muchas personas. Lo que se espera con esta esperanza es que la realización de grandes obras por muchas personas beneficie a todas ellas y a la naturaleza.

 

Por ser un hábito humano, esta esperanza se mueve entre dos opuestos: entre la desesperación prematura y la presunción, que son dos hábitos viciosos. La desesperación prematura es la que nace de la mera confianza en la naturaleza, o sea, de la desconfianza en el hombre, y es lo que le ocurre al budismo, y a los ecologistas extremosos. Todo lo que hace el hombre es malo. El hábito de desesperar de todo lo humano es vicioso. La presunción, en cambio, nace de la excesiva confianza en la capacidad productiva humana, la cual deriva de la confusión entre el hacer posible lo no naturalmente posible, y poder hacer lo imposible. Conviene distinguir lo que no es naturalmente posible –como, por ejemplo, ver en tiempo real lo que está ocurriendo en las antípodas–, y lo que es imposible –como por ejemplo hacer que un muerto resucite, o que ver sea entender–. Cuando se cree que lo no posible naturalmente es lo mismo que lo imposible, la esperanza degenera en presunción, llegando a creer que porque somos capaces de hacer posibles cosas naturalmente no posibles, todo es posible para el hombre. Ése fue el error de la modernidad y sigue siéndolo hoy todavía para muchos: esperar demasiado de la técnica. Hoy hemos aprendido que la técnica puede destruir la naturaleza y al hombre, lo cual implica que no es sin más buena ni, por tanto, objeto de esperanza incondicional, tanto que incluso se ha llegado a desarrollar un miedo a la técnica que no tiene base racional.

 

Si la técnica se utiliza sólo para obtener el bien propio, entonces se decae o en la desesperación prematura, como le ocurre al budismo (que utiliza una técnica para evadirse de lo humano, por considerar que toda producción es mala), o en la presunción de esperar manipular favorable e impunemente a la naturaleza y al hombre. Sin embargo, si es virtuosa, puede mover a buscar en la práctica la obtención de un bien compartido por muchos, incluso corporalmente, y no lesivo de la naturaleza ni de la vida. Desde luego, la incertidumbre de esta esperanza es mayor que la de la esperanza-sentimiento, puesto que el bien compartido es más difícil de obtener y lleva consigo un mayor riesgo, dado que no es sólo individual, sino social, y modifica la naturaleza.

 

3) El apoyo de esta esperanza para obtener el bien compartido, o sea, para que se constituya en virtud moral, no puede ser la sola razón humana, puesto que el hombre, que es capaz de hacer posible lo no posible sólo gradualmente, no puede controlar a la vez todas las posibilidades, ni las naturales, ni las que él abre, y menos aún todas las consecuencias de las posibilidades que abre. Los avances de la técnica tienen siempre algún inconveniente, los llamados «daños colaterales», «contraindicaciones», etc. Y esto es así porque cuando el hombre hace posible lo no naturalmente posible puede romper el equilibrio de la naturaleza. Además, coordinar la productividad humana es mucho más difícil que dominar la naturaleza, poner de acuerdo a los hombres es más difícil que producir individualmente, de manera que obtener el bien compartido no es algo tan sencillo como imponer a los procesos físicos una forma artificial. Por tanto, no basta con confiar en la naturaleza ni en la razón humana, para desarrollar la esperanza-virtud es preciso confiar en la Bondad misma, o sea, en que todo está regido por un ser inteligente y bueno, es decir, por Dios. Esto debe quedar claro: si el hombre es capaz de ir más allá de la naturaleza y más allá de sí mismo, para ir más allá es preciso que ese más allá exista y nos sea favorable. Por tanto, en la primera de las causas señaladas (el poder de la inteligencia humana) está implícita la segunda (Dios). Dado su ateísmo teórico o práctico, la modernidad ha pasado por alto la mayoría de las veces el nombre de Dios, pero no siempre su papel. Por ejemplo, Adam Smith habla de una mano invisible que convierte el bien particular de cada uno en bien de todos, cuando la economía se organiza en la forma de mercado. Esa mano invisible puede ser una alusión a Dios, puesto que parece tomada de la expresión de Newton «la mano de Dios» que es la que compone las fuerzas opuestas de atracción y repulsión, pero, si lo fuere, se trataría de una alusión oculta. Sin embargo, la interpretación generalizada en la modernidad es la de que el progreso técnico no sólo es integralmente bueno, sino que tiene asegurado el éxito al margen de Dios, o sea, funciona mecánicamente, justo como en apariencia lo hace la ciencia moderna tecnificada, de tal manera que el progreso técnico ha de traer consigo el progreso moral de la humanidad. Esta presunción racionalista e irracional ha llevado primero a la catástrofe (de dos guerras mundiales) y ahora a la desesperanza, o sea, a la negación de la esperanza-virtud. La única manera de que la esperanza-virtud no decaiga ni en desesperación prematura ni en presunción absurda y dañina es precisamente la de que ella se atenga al bien común posible y respetuoso con la naturaleza, y confíe en la Providencia de Dios.

 

Intentar establecer una esperanza sin Dios, como lo ha hecho E. Bloch, es no entender de qué va la esperanza. Para empezar la esperanza no es un principio, sino un hábito destinador del alma. Si la esperanza se adopta como un principio, entonces queda obturada su referencia intrínseca al futuro (destino) y su sentido proyectivo. Pero si Dios no existe, ni la bondad impera ni la esperanza prospera. Esperar por esperar, o esperar por principio, no tiene sentido práctico ni humano alguno: es como hacer proyectos sin un fin o meta. Bloch intenta suplir el proyectar por una dialéctica histórica, pero la esperanza no es reflexiva, no recae sobre sí misma, ni niega nada; la esperanza es la proyección práctica y optimista del futuro sobre el presente, proyección que no niega el presente ni hace recursivo al futuro (no hace que el futuro se adelante a sí mismo y luego recaiga sobre sí mismo), tan sólo proyecta el presente desde un futuro que es siempre futuro. Bloch es un Hegel sin síntesis[12], un Dilthey que dice mirar al futuro, pero lo mira como un nunca. No existe lo absoluto, por tanto tampoco el final de lo relativo: la esperanza es, para él, el todavía no (noch nicht) del nunca, o sea, la utopía como posibilidad. Si la esperanza fuera dialéctica (el todavía no del nunca), en vez de esperanza sería desesperación: sería la aceptación del nunca, y la substitución del futuro (que no se desfuturiza) por el todavía no, o sea, su negación.

 

Bloch ha sido uno de los principales inductores a la confusión de la esperanza con la utopía. La utopía es la declaración previa de la imposibilidad de lo que se espera, por tanto es la anti-esperanza, la cual sólo puede existir respecto del bien futuro arduo posible, o hecho posible. La utopía incurre en el error de confundir lo imposible con lo no naturalmente posible: cree que nosotros no podemos alcanzar lo no posible, pero podemos desearlo o tender indefinidamente en su dirección. El optimismo de Bloch y de muchos incompetentes cristianos que en él se inspiraron es engañoso: en vez de esperanza lo que propone Bloch es la inagotabilidad del deseo[13]. Ya Buda dio al traste con esta esperanza, pues la eternidad del deseo es la perfecta insatisfacción o dolor.

 

El principio esperanza es la desesperación del bien perfecto, por querer esperar sólo en el progreso técnico, lo mismo que la moralidad por principio (kantiana) es la desesperación de la moralidad práctica de las obras.

 

Kierkegaard se dio cuenta de esto último y por eso escribió su obra La enfermedad mortal. Para Kierkegaard, no existe esperanza, por naturaleza, para el hombre, sino desesperación. La desesperación es la enfermedad mortal, y no es otra cosa que la imposibilidad de sintetizar las posibilidades infinitas del entendimiento con el compromiso práctico-vital de la existencia. Desesperar es tanto no querer ser quien se es (querer ser sólo infinito), cuanto querer ser uno mismo (querer ser finito). Si no nos arrepentimos, no podremos salir de la desesperación. Pero arrepentirse, aquí, es reconocer que no podemos ser moralmente buenos y a la vez felices. El arrepentimiento es una situación vital, la forma adecuada de la desesperación. Y lo es porque nos convierte hacia Dios, según Kierkegaard. Arrepentirse es reconocer la imposibilidad para el hombre de ser a la vez infinito y finito. Cuando el hombre se arrepiente, se vuelve hacia Dios como la única posibilidad que nos queda de ser hombres íntegramente. Kierkegaard es un hombre profundamente religioso, pero identifica religiosidad y cristianismo, por lo que tiende a reducir el cristianismo a religiosidad.

 

La moraleja positiva que se desprende de Kierkegaard es que la sola confianza en el hombre no es suficiente ni siquiera para la esperanza-hábito. El progreso sólo es mantenible racionalmente si se apoya obedientemente en la Providencia divina, o sea, en la bondad del creador del mundo y nuestro. Sin embargo, según él, no cabe esperar en el progreso, sino en que, si la razón se somete a Dios, cada uno podremos alcanzar una síntesis armónica con nosotros mismos.

 

De la esperanza-hábito de que hablo son ejemplos reales muchos empresarios, y otro tipo de emprendedores, en general los científicos, y todavía hoy, en buena parte, la cultura occidental. Pero la verdadera esperanza-virtud es la que espera el premio a nuestras obras por parte de un Dios justo. Creo que es a ella a la que alude de modo implícito el texto de Rom 5, 1-5: la tribulación produce constancia (hypomone), la constancia virtud probada (dokime), la virtud probada esperanza. Aunque s. Pablo se refiere al sufrimiento, a la constancia, a la virtud, y a la esperanza cristianas, las relaciones entre esas instancias humanas parecen responder a la naturaleza, que la gracia no suprime. Por eso entiendo que la virtud que produce esperanza funciona como los hábitos racionales, los cuales son causa de la esperanza-virtud natural.

 

 

III. La esperanza-don. Este tercer grado de esperanza es también un hábito o virtud, pero una virtud no adquirida ni basada en el poder humano, sino infundida por Dios y cimentada en su revelación, o sea, en el conocimiento no sólo del poder de Dios, sino de su voluntad salvadora y paternal. En virtud de esa esperanza sabemos que moriremos con Cristo y resucitaremos con Él.

 

La esperanza como don supera la religiosidad humana y la esperanza-virtud, aunque no las elimina ni las inhibe, sino que las acoge y fomenta; precisamente porque no es contraria a ellas, no se sitúa en el mismo plano, sino en uno superior.

 

Son características suyas:

 

1) Su principio. El don de la esperanza viene directamente de Dios, se funda en la palabra de Dios, en su revelación y en las obras de Dios, no en las del hombre, pero se nos comunica de distintas e innumerables maneras a nuestra libertad. Concretamente, el fundamento de la esperanza-don es la revelación del protoevangelio, renovada a Abrahán y a David, y su cumplimiento por Jesús, el Cristo, o sea, la revelación de la intervención divina en la historia. En la medida en que se funda en la palabra de Dios, la esperanza no es el primer don extraordinario de Dios, sino la fe, y en la medida en que tiene como referente directo a Dios, tampoco es el don más alto, sino la caridad. Lo que se nos ha revelado es que Dios nos ama, aun siendo pecadores, como un Padre, y por ese amor nos ha enviado a su Hijo. Sabernos amados por Dios es la causa de nuestra esperanza. Pero en esta vida eso ha de ser creído. Si no se tiene fe, no cabe la esperanza (esto vale tanto para la esperanza-virtud como para la esperanza don, pero ahora me refiero a la fe-don no a la fe racional). Creer en la revelación de Dios y esperar su entero cumplimiento fue el mérito del «resto» de Israel, y lo es de la pequeña grey de los que crean en la Buena Noticia. Quienes hemos recibido el don de la fe en la palabra de Dios hemos de esperar en ella y de amarla con fruición, pues ella nos promete que Dios mismo, no su mera gloria o resplandor en las criaturas (no sólo Dios creador, sino Dios en su intimidad), será nuestro premio. Sin embargo, en esta nuestra situación sin la esperanza no se alcanza la caridad perfecta: la esperanza precede al gozo y lo prepara, de manera que quien no espera no goza[14] en esta vida (ni siquiera en el plano de la esperanza-sentimiento ni en el de la esperanza-virtud). Por eso la esperanza-don es intermedia entre la fe y la caridad perfecta.

 

2) Su objeto. Como esta esperanza no se basa en el poder de la naturaleza ni en el saber humano, ni siquiera en el fracaso de ambos, sino en el poder de Dios manifiesto en Jesucristo, o sea, en la absoluta confianza que nos da la encarnación del Verbo, el bien futuro y arduo al que se dirige ella puede ser un bien imposible para el hombre, aunque posible para Dios. La esperanza-don es la esperanza de un futuro inalcanzable para el hombre solo. Por esa razón esta esperanza sintetiza a las dos anteriores: no es nuestro poder el que nos hace esperar, sino el de Dios, pero nuestra espera no es meramente pasiva, sino activa colaboración con la gracia de Dios.

 

El objeto de la esperanza-don es amar a Dios como Él nos ha amado (la más alta bienaventuranza posible para una criatura), lo cual cae fuera de las posibilidades de cualquier mera criatura, pero no del don de Cristo. De manera que, aunque, como he dicho, la esperanza cristiana es intermedia entre la fe y la caridad, ella no juega según el término medio, porque no se mueve entre dos extremos, sino que se dirige directamente a sólo uno, el más alto, a saber Dios revelante y amante. Por eso ni en la fe ni en la esperanza ni en la caridad cabe el exceso, ya que es Dios el referente directo de estas virtudes teológicas, y acerca de Dios no cabe el exceso[15]. En esto se distingue de la esperanza-hábito, ya que, si se acepta ese don, no cabe ni decaer ni pasarse en la esperanza. Cabe, sí, no aceptarlo, en cuyo caso la fe se queda frustrada, pero, si se acepta, nos es posible esperarlo todo.

 

En este sentido, la esperanza cristiana no sólo es capaz de buscar el bien compartido, sino el bien de todos los hombres de todos los tiempos, pues el amor de Dios no excluye a nadie, más aún da a cada uno un puesto en su corazón. Procurar el bien de todos los hombres está no sólo más allá de todo poder humano, sino de toda esperanza meramente humana[16]. El objeto de nuestra esperanza cristiana incluye en el amar a Dios el amor a todos los hombres a los que Dios ama, y esa esperanza no afecta sólo a la vida futura, sino a la vida de los viadores: es la esperanza firme de que ya en esta vida la revelación cristiana afecta de modo sobreabundantemente bueno a todo el hombre y a todos los hombres, y no sólo a los contemporáneos, sino a los de todas las épocas. El objeto completo de la esperanza cristiana es, pues, la posibilidad de redimir el tiempo, o sea, de sobreelevar la historia, pero sobreelevando al hombre: no desesperar de ningún hombre ni de nada humano, comprometerse vitalmente con el evangelio sin rechazar ningún bien ajeno, respetar la naturaleza creada por Dios sin mermar la capacidad posibilitadora del hombre, sino destinándolas en unión con el Enmanuel.

 

 

3) El fruto de la esperanza es incitar a emprender acciones imposibles para el hombre y para cualquier criatura. Cuando la fe cristiana cala en el alma y abre las puertas a los otros dones divinos, entonces el hombre comienza a proyectar su vida en la tierra desde Dios, mejor dicho, desde la cruz de Cristo. La esperanza-don no es pasiva en ningún sentido, pues aunque se adquiere cuando se acepta el don venido de Dios, de inmediato pone en marcha en nosotros proyectos de futuro nacidos de la fe, y apoyados por la confianza en el don de Cristo. La esperanza es la virtud infusa que estimula la acción práctica cristiana. Sin fe no hay esperanza, pero sin esperanza la fe muere. Es el problema de la fe y de las obras: la fe sin obras no es verdadera, pero las obras sin fe no nos salvan. El apóstol Santiago (el de Alfeo) nos lo enseña en su carta, y Lutero no lo supo ni quiso entender. En Lutero hay fe (deficiente), pero sin esperanza. La esperanza es un don para esta vida, no para el cielo, es el don por el que los cristianos no somos reducidos a pasividad, sino creados para las buenas obras. Por eso la esperanza cristiana enlaza con la esperanza-virtud y la sobreeleva. Ella es el don-virtud en el que los fundadores de órdenes, asociaciones y movimientos de vida espiritual se apoyan para ponerlos en marcha y mantenerlos ante las inmensas resistencias que oponemos los hombres: la gran Santa Teresa de Jesús, la Beata Madre Teresa de Calcuta, o San Josemaría Escrivá basaron su certeza, tenacidad y resolución para mantener las obras emprendidas en el don de la esperanza. Pero no sólo ellos, todos los buenos cristianos tienen una difícil empresa: ¿qué pueden hacer para resolver los males de la humanidad? ¿Qué voy a poder hacer, pobre de mí, contra todo el cúmulo de errores que caen sobre el hombre de hoy? ¿Cómo podremos conseguir que la libertad de los otros acepte nuestro anuncio del evangelio? La esperanza cristiana nos cerciora de que nosotros no podemos, pero Cristo sí. Ella nos hace confiar en que el poder del amor de Cristo vaya trasformando nuestras vidas, venciendo en nosotros y con nosotros las batallas invisibles que verdaderamente se juegan en el mundo, que son las batallas del espíritu. El Papa Juan Pablo II derribó todo el entramado comunista gracias a su esperanza cristiana: una lucha sin armas, unas simples visitas pastorales a Polonia fueron suficientes para que el Espíritu despertara la esperanza de pueblos enteros.

 

La esperanza-don es la virtud infusa que mueve los proyectos cristianos, los cuales son acciones sobrehumanas. Por ser cristianos, la esperanza-don puede y debe incitarnos a acometer proyectos que superan las fuerzas del hombre, porque Dios nos llama a que colaboremos en su intervención en la historia. Colaborar con Dios supera nuestras expectativas de bien humanas. El celibato por el reino de los cielos, la indisolubilidad del matrimonio, la educación cristiana de los hijos, la proclamación directa del evangelio con palabras y obras, la conversión de los pecadores, la unión de las Iglesias, el dar de comer a los hambrientos, curar a los enfermos, resucitar a los muertos, iluminar la razón desde la fe...etc., etc. Todas esas son tareas imposibles para las fuerzas del hombre, pero no para el hombre que es dirigido y ayudado por el Espíritu de Dios. La esperanza cristiana se funda en el poder del reino de Dios, o sea, en Cristo, no en la mera inteligencia ni en la mera voluntad de cada uno. La esperanza cristiana nos inclina a realizar hazañas, no meras grandes obras, sino auténticas hazañas, las «magnalia Dei», que superan el poder humano. Pero esas hazañas no se miden con la medida humana de las grandes obras, sino con la de los bienes puros y sencillos del reino de Dios: la verdad, la justicia, la paz y el amor sacrificado.

 

Conclusión.

 

Creo que ahora estamos en condiciones de entender mejor lo que es la esperanza y, así, resolver el problema que vimos al principio.

 

Conviene que ahora quede matizada la propuesta de Sto. Tomás. Cuando él se cuestionaba si la juventud es causa de esperanza, introducía un matiz: no hacía esa pregunta en términos absolutos, sino que concretamente preguntaba si es causa de que abunde la esperanza. Por tanto, más que causa de esperanza habría que decir que la juventud es causa de la abundancia de la esperanza. Este matiz es importante, porque revela que él no reserva la esperanza sólo para la juventud. Del mismo modo cabría entender que la vejez no es causa de desesperanza, sino de disminución de la esperanza.

 

La juventud, que no es una persona, sino una etapa de la vida, se ha de asociar a la esperanza-sentimiento. En la juventud la esperanza abunda, pero preponderantemente como sentimiento. La que he llamado esperanza-hábito no es lo más propio de la juventud. Aunque no sea precisamente un hombre esperanzado, Nietzsche supo darse cuenta de que los jóvenes no suelen ser capaces de grandes obras, si bien hay que decir que no por falta de voluntad, sino por falta precisamente de hábitos. Si los jóvenes pueden ser comparados con los ebrios y con los oligofrénicos en punto a esperanza, no es porque la juventud sea un vicio o esté falta de razón, sino porque al ser su esperanza sobre todo sentimental, no ha alcanzado todavía la madurez. En efecto, los jóvenes suelen ser grandes de corazón para acometer tareas, pero a veces se comprometen a más de lo que pueden o más de lo que creían que se habían comprometido, de manera que luego la experiencia va poniendo en su sitio sus esperanzas. Las personas mayores son normalmente menos emprendedoras y, desde luego, más precavidas que los jóvenes y maduros, lo cual les estrecha el corazón respecto de la esperanza, pero no se la elimina.

 

Mi propuesta es, pues, que cada etapa de la vida tiene su esperanza. La juventud es la etapa del incremento de la esperanza-sentimiento, de la que no carecen los niños, sólo los diferencia el grado de intensidad y la amplitud de la esperanza. Los adultos y maduros tienen una esperanza-hábito más fuerte que la de los jóvenes, aunque puede que haya mermado la amplitud de su sentimiento. Los ancianos reducen la amplitud del sentimiento y del hábito, pero siguen manteniendo la esperanza en la mera vida, en lo más fundamental y sencillo, como los niños, o proyectándola en otros seres humanos (sus hijos, nietos...).

 

Pero todo esto sólo vale para los dos tipos de esperanzas meramente humanos, no para la esperanza-don. Para la esperanza-don no existe la edad. Dios da sus dones a niños, jóvenes, maduros y viejos. Además, como la esperanza-don habilita al creyente para las hazañas, es decir, para obras que superan el poder humano, ella elimina la diferencia de edades y nos hace responsables a todos de ser testigos de la esperanza sin medida.

 

La esperanza cristiana corrige y refuerza las esperanzas humanas. Si la esperanza-deseo y la esperanza-virtud pueden venir a menos con las fuerzas de las personas mayores, la esperanza-don ha de ir a más, pues el bien más arduo está por conseguir: morir con Cristo. En ese sentido, los cristianos mayores en edad, o sea, viejos, no podemos estar desposeídos de esperanza. Ante nosotros se erige cada vez más cercana la gran hazaña, la hazaña que corona la vida, a saber, morir con Cristo. Hemos vivido toda la vida preparando la gran entrega, pero sólo el don de la perseverancia final la llevará a buen término: nuestra esperanza está toda en manos de Cristo crucificado, por ella confiamos en que la muerte no sólo no nos destruirá, sino que nos abrirá las puertas a la resurrección. La esperanza cristiana es un adelanto del don de la perseverancia final. Pero esto que digo vale para cualquier edad, puesto que uno puede morir en cualquier momento.

 

Precisamente porque tengo esperanza cristiana, completo mi propuesta invirtiendo el sentido de la relación entre juventud y esperanza. Yo propongo, más bien, que la medida de la esperanza que se tiene da razón de la edad espiritual en que se está. No es cuestión de años, sino de esperanza: cada uno es tan joven como intensa sea su esperanza. Puede haber jóvenes desesperados, o sea, jóvenes viejos de espíritu, y también viejos llenos de esperanza, viejos jóvenes de espíritu. El más anciano de los moribundos es un niño sin experiencia ante la muerte, sólo el don de la esperanza le hará atravesar el mayor de los peligros indemne, protegido por el amor sacrificado de Cristo. La esperanza no es cuestión de edad, sino la edad cuestión de esperanza

 

La tentación diabólica de nuestros tiempos es muy grave, llega incluso a intentar sofocar la inocencia de los niños, para hacerlos incapaces de esperanza. Y en lo que toca a la juventud, la tentación diabólica es la de avejentarla, eliminando de ellas la esperanza-virtud, suprimiendo de sus expectativas todo bien arduo, y, lo que es más, reduciendo por completo sus proyectos de futuro, o sea, inhibiendo su libertad, proclamando la ausencia de compromisos de por vida, proponiendo el hedonismo y la renuncia a las obras buenas, mediante la fuga de la realidad, substituida por la avalancha de lo virtual (el cine, los juegos, las relaciones despersonalizadas, el mundo onírico, el consumo de estupefacientes, todos ellos pasivos y desincentivantes de la acción). Puesto que la esperanza es compleja (bien, futuro, arduo, posible de modo natural, de modo artificial, de modo divino), puede ser atacada en todos esos frentes, pero sólo si se desmoronan los grados superiores va reduciéndose hasta su desaparición.

 

Únicamente la esperanza cristiana nos hace capaces de vencer sobre la desesperanza ambiente sin negar ninguna de las esperanzas inferiores. Si el joven es testigo de la esperanza de comprometerse en proyectos sobrehumanos, el adulto maduro puede ser testigo de la esperanza de llevar a cabo tareas sobrehumanas, y el viejo serlo de la esperanza de morir con Cristo. Un anciano cargado de años conduce hoy la Iglesia y nos está dando el testimonio de la más grande esperanza: la esperanza en el amor de Dios, que ha de hacer venir el reino de Dios entre los hombres.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] ST I-II, 25, 4.

[2] ST I-II, 40, 1.

[3]ST I-II, 66, 6 ad2: la esperanza presupone el amor de lo que se espera, pero este amor es amor de concupiscencia, por el cual el que ama se ama a sí mismo más que a cualquier otra cosa, mientras que la caridad importa un amor de amistad. Cfr. Ibid. 62, 4 "Per hoc autem quod homo ab aliquo sperat se bonum consequi posse, reputat ipsum in quo spem habet, quoddam bonum suum".

[4] Ibid., art. 3 in c.

[5] Ibid. art. 3, ad 1.

[6] ST I-II, 40, 8.

[7] Ethica III, 18, Sch. II.

[8]Parece que este ejemplo iría en contra de las causas de esperanza, una de las cuales era la salud. Desde luego, la enfermedad leve y pasajera no merma la sensación de fuerza que tiene el cuerpo joven, pero sí podría hacerlo una enfermedad grave o crónica. En ese caso, una de las causas de esperanza podría disminuir, pero no necesariamente las demás. Si se tiene en cuenta que la esperanza pertenece al apetito irascible, es decir, no es un mero deseo, sino una tendencia a la colaboración activa con la naturaleza, cabe que la juventud incite a la esperanza en la recuperación de la salud, bien arduo perdido. 

[9] Ibid, 2, ad 1.

[10] ST I-II, 62, 3 ad 2. Como la fe es un conocimiento imperfecto (de his quae non videntur), la esperanza es de his quae non habentur, e importan ambas imperfección, por lo que tener fe y esperanza en cosas que dependen de nuestro poder implica un previo defecto de virtud o poder.

[11]La confianza (fiducia), dice Tomás de Aquino, nace de la fe (ST II-II, 129, 6) (no al revés, como pretende Lutero), y, en el caso que nos ocupa, de la fe racional. La confianza no es sino el efecto de la inteligencia o conocimiento de la verdad en la voluntad. La inteligencia no se puede decir que confíe en la verdad, sino que la busca con certeza absoluta. La confianza es de índole volitiva e implica las oscilaciones propias de la práctica. La confianza no es todavía la esperanza, sino que es su base (ST I-II, 40, 2 ad 2). La confianza es propiamente confianza en sí mismo, aunque sub Deo (ST II-II, 128 ad 2). En términos estrictos es lo mismo que la magnanimidad (II-II, 128 c) y una parte integral (no potencial) de la fortaleza, por eso no es una virtud independiente, sino una condición previa (II-II, 129, 6 ad 3).

[12]Si para Hegel el futuro es un presente sintetizador, para Bloch el futuro es lo indefinido. Si para Hegel la doble negación afirma, para Bloch la negación difiere el nunca, que es el término final de la actividad humana. Bloch ha entendido bien que el proceso productivo humano es un proceso que va de potencia a potencia, o sea, de posibilidad a posibilidad, no va ni de potencia a acto ni de acto a acto. Su error es reducir al hombre a proceso productivo.

[13]Bloch repite la idea de Lessing: buscar es la tarea del hombre, no hallar. Confunden a Dios (la verdad o el bien) con un objeto.

[14] ST I-II, q. 15, 1.

[15] ST I-II, 64, 4 sed contra.

[16] Por eso el utilitarismo busca sólo el mayor bien para la mayor cantidad de hombres posible.