La Calidad del servicio, esa gran ausente en la gestión empresarial

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Durante los últimos meses he tenido la oportunidad por mi actividad profesional de mantener numerosos contactos comerciales, en los que he actuado como cliente, con un gran número de empresas dentro de lo que desde la teoría del marketing denominamos “compras organizacionales”. Además, me imagino que como casi todos, por las fechas en las que estamos, también he actuado como consumidor final de infinidad de comercios, bares y restaurantes, bancos y demás empresas del sector minorista.

Como consecuencia de todos estos procesos comerciales, repetidamente me ha llamado poderosamente la atención como, por parte de la mayoría de las empresas proveedoras, no parece existir la más mínima preocupación por ofrecer al cliente una adecuada calidad del servicio. Desde mi actividad docente hace ya muchos años que vengo haciendo hincapié en este aspecto en lo que se refiere a las empresas de servicio, donde lamentablemente ya era muy evidente que la calidad del servicio era la gran asignatura pendiente, como por ejemplo en la banca, la telefonía o la restauración. Sin embargo, ahora también he podido constatar cómo esta situación es también manifiesta en el sector industrial, donde al igual que ocurre en los servicios, la satisfacción del cliente, la repetición de compra y la confianza adquieren una especial dimensión.

Debido a dicha experiencia, mantenida coyunturalmente con numerosas empresas, de muy diversa índole, tanto por su tamaño, posicionamiento e imagen, como por el sector del que proceden, podría enumerar infinidad de ejemplos de esta total ausencia de la calidad del servicio. Además estos fallos se han producido en las distintas fases del proceso, es decir, desde los momentos previos a la venta, como tras el cierre de la misma, en la fase de producción, en la entrega de los materiales, durante su montaje e instalación, en la facturación o en el servicio post-venta. Así, y aunque existen algunas honrosas excepciones, hemos tenido que solicitar en más de una ocasión el presupuesto a varias empresas ante la demora en su presentación; la documentación aportada a los concursos de compra era incompleta, confusa y desordenada; se han incumplido repetidamente los plazos de entrega de los bienes adquiridos; se han montado de forma errónea los productos, en muchas ocasiones debido a las prisas o a la búsqueda del mínimo esfuerzo por parte de los operarios; los pedidos se han entregado de forma incompleta; se han producido errores en la facturación; los servicios post-venta dilatan excesivamente en el tiempo las respuestas ante los fallos y errores cometidos, etc.

En mi opinión, resulta paradigmático que esta situación sea una tónica habitual de nuestro sector empresarial, máxime teniendo en cuenta la época de crisis, la madurez de todos estos mercados y la dura competencia existente en prácticamente cualquier sector.

Sin duda alguna, en la actualidad y desde la óptica del marketing la calidad del servicio constituye una poderosa e importantísima variable de diferenciación, y que a mi juicio resulta relativamente fácil de alcanzar. Realmente no estamos hablando de algo que sólo sea posible para grandes empresas con grandes presupuestos, o que requiera grandes inversiones o suponga mayores costes. Al contrario, tal como dice Gröroos, un importante investigador en esta materia, “la calidad no cuesta, la falta de calidad sí”. Evidentemente esta afirmación no debe dar lugar a dudas si tenemos en cuenta por ejemplo como algunas de las empresas a las que hemos hecho alusión han tenido que repetir hasta tres veces un mismo trabajo, con los costes de producción, desplazamiento, instalación y mano de obra que ello supone, y todo esto sin mencionar el coste más importante, la pérdida de clientes y el flujo de información negativa que la insatisfacción del mismo provoca. Recordemos aquella mítica frase de “un cliente satisfecho cuenta su experiencia por término medio a tres personas, pero uno insatisfecho lo hace a once”.

Gestionar la calidad del servicio tampoco supone necesariamente tener que recurrir a complejos sistemas de normalización y/o certificaciones, de forma muy práctica consiste simplemente en tener como filosofía empresarial cumplir con el decálogo que los importantes expertos en la materia Zeithalm, Parasuraman, y Berry ya nos ofrecieron hace más de quince años como resultado de sus investigaciones sobre el tema. En definitiva, bastaría con proponernos en nuestra gestión cotidiana de las empresas las siguiente premisas: fiabilidad, es decir, cumplir con lo prometido de forma correcta y a la primera; capacidad de respuesta o esforzarnos en buscar soluciones y alternativas eficaces para la resolución de problemas, responder rápidamente, no dar evasivas, ir más allá de lo estrictamente necesario; profesionalidad, significa poseer las destrezas y conocimientos necesarios para la realización del trabajo, la ausencia de dudas; accesibilidad, que implica que el consumidor puede conectar adecuadamente con la empresa o profesional, puede suponer, por ejemplo, un teléfono que no está siempre comunicando, un horario adaptado al cliente, estar dispuesto a visitar y hablar con los clientes; cortesía, es decir, cuidar los niveles básicos de educación, respeto y amabilidad en el trato con el cliente, comunicación, o ser capaz de transmitir al consumidor la información adecuada, en un leguaje que éste pueda entender, explicar los motivos de los problemas y la forma en se van a solucionar, justificar los precios; credibilidad, que implica confianza, verosimilitud, honestidad y tener presente el interés del cliente; seguridad, o estar a salvo de peligros, riesgos o dudas, ya sean físicos, financieros o simplemente de confidencialidad; comprensión/conocimiento del cliente, es decir, realizar un esfuerzo por entender las necesidades y problemas de los clientes, dando las respuestas acordes a la problemática de los mismos, y cuidar todos los elementos tangibles relacionados con la transacción, pues constituyen las evidencias físicas de la calidad del servicio.

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