Odios
por la Historia
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR
(Catedrático
de Historia Contemporánea Universidad de Deusto)
ABC,
10 de diciembre de 2003
http://www.hoyenelmundo.com/10opinion.php?id=101245
CUENTA
la historia que Américo Castro y Sánchez Albornoz se tropezaron un día en la
biblioteca de una universidad americana y que al verles tan españoles, tan
castizos y sonámbulos, tan lejanos e invisibles el uno al otro, un estudiante
que andaba por allí le susurró a su compañero: «¿Has visto? No se hablan.
Ni siquiera se miran. Tiene que ser por la guerra civil»... «No», quiso
puntualizar el otro estudiante, seguramente más versado en la querella que
enfrentaba a aquellos dos españoles del éxodo de ayer en los remotos e
imaginarios paisajes del pasado, «No, te equivocas, es por los reyes godos».
El
lance entre Américo Castro y Sánchez Albornoz, bermejo de tinta, estremecido
de nostalgias y desgarrones, constituye, sin duda, una de las polémicas más
intensas, más enconadas, y más histriónicas del pensamiento contemporáneo.
El «odiante», decía Castro pensando en su antiguo colega, «el otro de Buenos
Aires», es un individuo que ha cerrado su mente ante los documentos que prueban
la convivencia de judíos, árabes y cristianos durante siglos e invalidan lo
que su rencor le hace apetecible. «Me alzaré y me he alzado contra esa bastardía»,
exclamaba Albornoz como despertándose de una pesadilla, convencido de que lo
español resultaba del cruce entre lo godo y lo castellano, terriblemente
angustiado ante aquella España llena de usureros judíos, místicos musulmanes
y cristianos conversos que emergía de las teorías de Américo Castro.
Tierra
de juglares y feroces guerreros, la Edad Media siempre tocó a rebato en la voz
de aquellos dos náufragos de la historia -liberales los dos, exiliados los dos,
perseguidos por los trágicos muertos de la guerra civil los dos, los dos
fantasmas de un mundo que se derrumbaba... -. Lee uno su obra y los ve de pronto
en una biblioteca del otro lado del Atlántico, lentos y ridículos, con la
soledad tan grande del desterrado, con la desolación del que conoce la
persecución, del que posee una experiencia triste de visados y fronteras, los
ve lejanos y severos, huyéndose la mirada, el saludo, como dos hombres
invisibles destinados a no encontrarse jamás, como dos ciegos forzados a
lanzarse estocadas de por vida.
Convertir
el pasado en un campo de batalla, hacer de una concreta interpretación histórica
una cuestión de honor o, más aún, una cuestión patriótica, ha sido y es una
costumbre genuinamente española. Sánchez Albornoz y Américo Castro llevaron
esta actitud hasta el delirio y la afrenta personal, pero no fueron los primeros
historiadores que se distinguieron por su intransigencia, ni tampoco los últimos.
Tiempo
atrás, hacia finales del siglo XIX se les había adelantado Menéndez Pelayo,
quien, enfrentado al liberal Gumersindo Azcárate en la prensa, recorrió la
historia de España con el deseo de reducir a brasa a todo antepasado que
despertara la más leve sospecha de heterodoxia. El fino tamiz del erudito montañés
no perdonó a nadie: las llamas de sus documentadísimos autos de fe envolvieron
a supersticiosos, magos, astrólogos, brujas, beatas fingidoras, ilustrados,
liberales y krausistas.
La
obra de don Marcelino se leyó mucho. Hubo obispos que la recomendaron en sus
boletines diocesanos. Hubo quien criticó su ferocidad inquisidora pero reconoció
su inmensa erudición. Y hubo incluso quien saqueó sus páginas en plena guerra
civil para salir en busca de nuevos herejes por las calcinadas tierras de España.
Como la poesía, la historia, bien condimentada, puede convertirse también en
un arma... aunque en vez de futuro esté cargada de pasado.
Jorge
Vigón, militar monárquico, fue uno de aquellos españoles que en medio del
horror de 1936 agitó el fantasma de los heterodoxos, como, si en lugar de una
guerra civil, lo que desangrara el país fuera el asalto de Trento contra Lutero.
Peleó del lado de Franco y lo hizo con un libro bajo el brazo, una historia de
España fiel a don Marcelino, tan fiel que la había escrito al modo que aquel
personaje de Borges decía haber redactado, en pleno siglo XX, el Quijote. Para
entrar doblemente en combate, Jorge Vigón se travistió de ultramontano del
XIX, guerreó contra erasmistas, alumbrados, ilustrados y liberales, olvidó la
travesía cultural de España entre 1900 y 1936 y se convirtió, de espíritu no
de nombre, en el polígrafo de Santander, en Menéndez Pelayo.
El
presente es turbio, el futuro incierto, pero el pasado, paradójicamente, es
impredecible, sobre todo en aquellos lugares donde los políticos luchan por
crear una nación. Hay quien se sumerge en la historia para recoger en el fondo
restos de antiguos naufragios y regresar a su siglo con el fin de contar los
hechos no como debían ser, sino como fueron, sin quitar al anhelo de verdad
cosa alguna, y hay quien, por el contrario, abre el pasado a su fantasía
nacionalista y teje su propia realidad, su propia necesidad, su espacio, su
tiempo.
Cuando
me viene a la cabeza aquel encuentro entre Sánchez Albornoz y Américo Castro
pienso en dos grandes historiadores que terminaron creyéndose dueños del
enigma de España. Cuando recuerdo las frases de Menéndez Pelayo surge la
figura de un historiador que viaja entre manuscritos, que lee sin cansancio y no
renuncia a nada -palabras, imágenes, alusiones, declaraciones de principio,
citas, excomuniones- pero también brota la sombra de Jorge Vigón y de
inmediato, como por trasparencia, la escena rusa que describe Danilo Kis en «El
libro de los reyes y los tontos», y veo, sentados alrededor del fuego, a los
soldados del ejército zarista reunidos en torno a un oficial que les lee con
voz ronca los protocolos de los sabios de Sión. En el silencio que se forma
entre las palabras, sólo se oye el susurro de los grandes copos de nieve, y a
veces, como llegado de muy lejos, el relincho de los caballos de los cosacos.
¿Cómo
albergar ilusiones sobre el futuro si el ayer no deja de traernos batallas, si
el pasado no cesa de invadir el presente con los fantasmas y quimeras que
fabricamos en sus paisajes remotos? El mal de Sánchez Albornoz y Américo
Castro es un mal que a fuerza de desvaríos se ha hecho muy ancho en los viejos
campos de España. El disparate es unánime. Todos, políticos de derecha o de
izquierda, nacionalistas y no nacionalistas, funcionarios y contorsionistas,
cineastas y periodistas, encuentran en la historia su lugar de batalla, su
prueba de limpieza de sangre.
Hace
tiempo que el pasado, engullido por el agitador de utopías o el demagogo
nacionalista, se despeña entre la crónica negra y la reseña de circo. Europa,
la inmigración, la economía global... nos llevan con urgencia a un mundo
mestizo y sin fronteras, pero en España seguimos encallados en la batalla por
el pasado, en los lances medievales, en los duelos de honor y en la quema de
disidentes. En vano los historiadores profesionales vindican un pasado libre de
ensoñaciones milenaristas. En España sigue habiendo quien confunde las letras
con las armas y está dispuesto a dar lanzadas a todo aquel que se atreva a
poner en duda sus conclusiones sobre el temperamento nacional de sus abuelos. En
España sigue habiendo ciertas regiones donde escribir historia puede
convertirse en la profesión más peligrosa del mundo... Ocurre al igual que en
la tragedia Antígona, en la que el rey de Tebas le pregunta a la heroína no sólo
por qué ha desobedecido una orden que va contra la voluntad de los dioses, sino
también cómo se atreve a pensar de una forma distinta a los demás. El espíritu
de Torquemada, por desgracia, continúa latiendo entre nosotros. La hoguera, en
esta tierra de Europa, aún no se ha hecho brasa.