VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
La Bodega



    "Zarandilla, que estaba al lado de don Fernando, le habló del muchacho.
    -Es el Maestrico. Ansí le llaman, por su afición a libros y papeles. Apenas güerve del trabajo, ya está pluma en mano jaciendo palotes.
    Salvatierra se aproximó al Maestrico, y éste volvió la cabeza para mirarle, suspendiendo al instante su tarea. Expresábase con cierta amargura al explicar su deseo de instruirse, quitando horas a su sueño y su descanso. Le habían criado para bestia; a los siete años era ya zagal en los cortijos o pastor en la sierra; hambre, golpes y fatiga.
    -Y yo quiero saber, don Fernando; quiero ser hombre y no afrentarme viendo trotar las yeguas en la era y pensando que somos tan irracionales como ellas. Todo lo que nos pasa a los pobres es porque no sabemos.
    Miraba amargamente a sus compañeros, a la gente de la gañanía, satisfecha de su ignorancia, que se burlaba de él llamándole Maestrico, y hasta le tenía por loco viéndole a la vuelta del trabajo deletrear pedazos de periódico o sacar de la faja la pluma y el cuaderno, escribiendo torpemente ante el pálpito del candil. No había tenido maestro: se enseñaba a sí mismo. Sufría al pensar que otros vencían fácilmente con el auxilio ajeno los obstáculos que a él le parecían insuperables. Pero tenía fe y seguía adelante, convencido de que si todos le imitaban cambiaría la suerte de la tierra.
    -El mundo es del que más sabe, ¿verdad, don Fernando? Si los ricos son fuertes y nos pisan y hacen lo que quieren, no es porque tengan el dinero, sino porque saben más que nosotros... Estos infelices se burlan de mí cuando les digo que se instruyan, y me hablan de los ricos de Jerez, que son más bárbaros que los gañanes. ¡Pero eso no es cuenta! Estos ricos que vemos de cerca son unos peleles, y sobre ellos están los otros, los verdaderos ricos, los que saben, los que hacen las leyes del mundo, y sostienen ese intríngulis de que unos cuantos lo tengan todo y la gran mayoría no tenga nada. Si el trabajador supiera lo que ellos, no se dejarían engañar, les haría frente a todas horas, y cuando menos, los obligaría a que se partiesen el poder con él.
    Salvatierra admiraba la fe de este joven que se creía poseedor del remedio para todos los males sufridos por la inmensa horda de la miseria. ¡Instruirse! ¡Ser hombres...! Los explotadores eran unos cuantos miles y los esclavos centenares de millones. Pero apenas peligraban sus privilegios, la Humanidad ignorante encadenada al trabajo era tan imbécil que ella misma se dejaba extraer de su seno los verdugos, los que vistiendo un traje de colorines y echándose el fusil a la cara volvían a restablecer a tiros el régimen de dolor y de hambre, cuyas consecuencias sufrían después, al volver al trabajo. ¡Ay! ¿si los hombres no viviesen ciegos y en la ignorancia, cómo podría mantenerse este absurdo?".